TREINTA
Alberta me estaba esperando en la oficina principal de la sede administrativa de los guardianes. El hecho de que Alberta ostentase el rango de capitana era digno de admiración, teniendo en cuenta el escaso número de mujeres entre nuestras filas. Tenía unos cincuenta años y era una de las mujeres más duras con las que nunca me había encontrado. Su pelo rubio empezaba a mostrar trazas de gris, y años de trabajo bajo el sol habían curtido su piel.
—Bienvenida de nuevo, Rose —dijo mientras se ponía en pie nada más verme. No me abrazó, por supuesto, pues sus modales siempre eran muy protocolarios, pero el hecho de que me hubiese llamado por mi nombre de pila fue un gesto muy generoso por su parte. Eso, y que en sus ojos brillase una pequeña chispa de alivio y alegría—. Vamos a mi oficina.
Nunca había estado allí. Cualquier asunto disciplinario que había mantenido con los guardianes se resolvía en el comité. La oficina, como no podía ser de otro modo, estaba inmaculada y todo cuanto había en ella se encontraba ordenado con marcial pulcritud. Nos sentamos cada una a un lado de la mesa y me preparé para el interrogatorio.
—Rose —me dijo mientras se inclinaba hacia mí—. Voy a ser directa contigo. No voy a darte un sermón ni a pedirte explicaciones. Para ser sincera, dado que ya no eres mi alumna, no tengo derecho a pedirte o a decirte nada.
Tal como Adrian había dicho.
—Puedes sermonearme si quieres —le dije—. Siempre te he respetado y quiero conocer tu opinión.
Sobre su rostro se proyectó la más tenue de las sonrisas.
—Muy bien, allá voy entonces. La has cagado.
—Vaya, no bromeabas con lo de ser directa.
—Los motivos no importan. No deberías haberte marchado. No deberías haber abandonado los estudios. Tu educación y entrenamiento son demasiado valiosos, pienses lo que pienses ahora, y tienes demasiado talento como para arriesgarte a tirar tu futuro por la borda.
Estuve a punto de echarme a reír.
—¿Hablas en serio? Yo ya no sé ni cuál va a ser mi futuro.
—Por eso necesitas graduarte.
—Pero si dejé los estudios.
Resopló.
—¡Pues retómalos!
—Que los… ¿qué? ¿Cómo?
—Con papeleo. Como todo en este mundo.
Para ser sincera, no sabía qué haría al volver a la academia. Mi preocupación inmediata era Lissa, estar con ella y asegurarme de que se encontraba bien. Sabía que ya no podría ser su guardiana oficial, pero pensé que una vez estuviésemos juntas nadie podría impedirme estar con mi amiga. Sería su guardaespaldas privada, por así decirlo, como los de Abe. Y mientras tanto, rondaría por el campus como Adrian.
Pero, ¿retomar los estudios?
—He… he perdido un mes. Puede que más —me bailaban los días. Era la primera semana de mayo y me había marchado a finales de marzo, en mi cumpleaños. Eso era… ¿cuánto? ¿Cinco semanas? ¿Casi seis?
—También perdiste dos años y te las arreglaste para recuperarlos. Tengo fe en ti. Y, aunque te cueste, licenciarse con malas notas es mejor que no licenciarse.
Intenté imaginarme de vuelta en aquel mundo. ¿Solo había transcurrido un mes? Las clases, las intrigas diarias, ¿cómo sería recuperar todo aquello? ¿Cómo iba a volver a aquella vida después de ver cómo vivía la familia de Dimitri, después de estar con él y de perderlo de nuevo?
«¿Habría dicho que me amaba?».
—No sé qué decir —respondí—. Es una decisión muy importante.
—Entonces tómala rápido. Cuanto antes vuelvas a clase, mejor.
—¿Seguro que me dejarán? —aquella parte me resultaba difícil de creer.
—Yo te dejaré —dijo ella—. No pienso permitir que alguien como tú se desvíe. Y ahora que Lazar se ha ido… bueno, tenemos un buen follón entre manos. Nadie me va a impedir que rellene unos cuantos papeles —su débil sonrisa desapareció un instante—. Y si tratan de impedírnoslo… Por lo que he oído, tienes un benefactor que puede pedir algún que otro favor para facilitar las cosas.
—Un benefactor —me limité a repetir—. ¿Un benefactor que lleva bufandas de colores y joyas de oro?
Se encogió de hombros.
—Nadie que yo conozca. Ni siquiera sé su nombre, solo que amenaza con retener una considerable donación a la academia si no te dejan volver. Si quieres, claro.
Vale. Tratos y chantajes. Estaba bastante segura de quién era mi benefactor.
—Dame algo de tiempo para pensarlo. Lo decidiré pronto, lo prometo.
Frunció el ceño, pensativa, y asintió.
—Muy bien.
Ambas nos pusimos en pie y me acompañó a la entrada del edificio. Volví a mirarla.
—Pero si me gradúo, ¿crees que podría volver a ser la guardiana oficial de Lissa? Sé que ya han seleccionado a gente para esa tarea y la verdad es que, bueno, la cosa no pinta muy bien para mí.
Nos detuvimos en la puerta que daba al campus. Alberta se apoyó la mano en la cadera.
—No lo sé. Podemos intentarlo, desde luego. La situación se ha vuelto mucho más complicada.
—Sí, lo sé —dije apenada, recordando las prepotentes acciones de Tatiana.
—Pero ya te he dicho que haremos todo lo posible. ¿Recuerdas lo de licenciarse con malas notas? No lo harás. Bueno, quizá en mates y ciencias, pero eso escapa a mi control. Sin embargo, serás de las mejores de la promoción. Trabajaré contigo personalmente.
—Vale —dije yo mientras caía en la cuenta del detalle que suponía por su parte—. Gracias.
Acababa de salir cuando se dirigió a mí por mi nombre.
—¿Rose?
Sostuve la puerta y miré hacia atrás.
—¿Sí?
La expresión de Alberta era suave y amable, algo que nunca antes había visto.
—Lo siento —dijo—. Siento todo lo que ha pasado. Y siento que ninguno de nosotros pudiese hacer nada.
Vi en sus ojos que estaba al corriente de lo que nos había pasado a Dimitri y a mí. No sabía muy bien cómo. Quizá se hubiese enterado tras la batalla; puede que lo hubiese deducido antes. En cualquier caso, no había ni un ápice de reprobación en su rostro, solo sincero dolor y empatía. Respondí asintiendo brevemente y me marché.
Me topé con Christian al día siguiente, pero nuestra conversación fue breve. Iba de camino para encontrarse con sus alumnos y llegaba tarde. Pero me abrazó y parecía realmente feliz por tenerme de vuelta. Aquel gesto demostraba cuánto había cambiado nuestra relación, teniendo en cuenta el enfrentamiento que había caracterizado nuestro primer encuentro.
—Ya era hora —dijo él—. Lissa y Adrian son los que más se han preocupado por ti, pero no han sido los únicos. Y alguien tiene que enderezar a Adrian, ¿sabes? Pero no puedo hacerlo yo siempre.
—Gracias. Odio tener que decirlo, pero yo también te he echado de menos. Nadie en toda Rusia puede comparar su sarcasmo al tuyo —y allí terminó mi buen humor—. Pero ya que has mencionado a Lissa…
—No, no —mostró una mano en señal de protesta y endureció su expresión—. Sabía que ibas a decirlo.
—¡Christian! Ella te quiere. Sabes que lo que le ocurrió no fue culpa suya…
—Lo sé —me interrumpió—. Pero eso no significa que no me duela. Rose, sé que llevas en la sangre entrar a saco y desgranar los miedos de los demás, pero por favor… esta vez no. Necesito tiempo para ordenar mis sentimientos.
Tuve que morderme la lengua. Lissa había mencionado a Christian el día anterior, durante nuestra conversación. Se arrepentía especialmente de lo que había ocurrido entre ellos y era el motivo por el que más odiaba a Avery. Lissa quería volver con él y arreglar las cosas, pero él había guardado las distancias. Y sí, tenía razón. No era el momento de que yo entrase a saco… todavía. Pero necesitaba que solucionasen aquella situación. Así que respeté sus deseos y me limité a asentir.
—Vale. Por ahora.
Mis últimas palabras le hicieron sonreír.
—Gracias. Mira, tengo que irme. Si algún día quieres enseñar a esos chavales cómo se pelea a la antigua usanza, pásate. Jill se desmayaría si te viese de nuevo.
Le dije que lo haría y dejé que se fuese, puesto que yo también tenía cosas que hacer. Sin embargo, no había terminado con él, ni por asomo.
Había quedado para cenar con Adrian y Lissa en uno de los comedores de la sección para invitados. Llegaba tarde. Después de haber hablado con Christian, atravesé el recibidor del edificio a todo correr, sin apenas reparar en lo que me rodeaba.
—Siempre con prisas —dijo una voz—. Me sorprende que alguien sea capaz de pararte.
Me detuve y volví mi atención hacia la voz, sorprendida.
—Mamá…
Estaba apoyada contra la pared, con los brazos cruzados; su pelo color caoba lucía tan rizado y desordenado como siempre. Su rostro, curtido como el de Alberta por la vida al aire libre, estaba cargado de alivio y… amor. No había ira ni reprobación en él. Nunca en la vida me había alegrado tanto de verla. Al cabo de un instante me encontré en sus brazos, apoyando la cabeza sobre su pecho, aunque fuese más bajita que yo.
—Rose, Rose —dijo con los labios cerca de mi pelo—. No vuelvas a hacer esto. Por favor.
Me aparté y la miré a la cara, asombrada al ver las lágrimas que salían de sus ojos. Había llegado a ver las lágrimas de mi madre durante el ataque a la academia, pero nunca, nunca la había visto romper a llorar. Y mucho menos por mí. Yo también sentí ganas de llorar e intenté secarle la cara con la bufanda de Abe.
—No, no, no pasa nada. No llores —dije yo, asumiendo un papel opuesto al habitual—. Lo siento. No lo volveré a hacer. Te he echado mucho de menos.
Era verdad. Amaba a Olena Belikova. Me parecía una persona cálida y maravillosa, cuyas palabras de ánimo sobre Dimitri y su entrega para mantenerme recordaría siempre con una sonrisa. En otra vida, podría haber sido mi suegra. En aquella, siempre me referiría a ella como mi madre adoptiva.
Pero no era mi madre biológica. Ese título recaía sobre Janine Hathaway. Y ahí, con ella, me sentí feliz —muy, muy feliz— de ser su hija. Era buena, valiente, enérgica y compasiva, y creo que me entendía mejor de lo que yo pensaba. Si pudiese ser la mitad de mujer que ella, mi vida habría merecido la pena.
—Estaba muy preocupada —dijo mientras recuperaba la compostura—. ¿Adónde fuiste? Quiero decir, sé que estuviste en Rusia… ¿pero por qué?
—Pensé… —tragué saliva y volví a ver a Dimitri con la estaca en su pecho—. Bueno, había algo que tenía que hacer. Y pensé que tenía que hacerlo sola —en aquel momento no estaba segura de lo último. Vale, había alcanzado mi meta yo sola, pero por otra parte reparé en cuánta gente me quería y estaba a mi lado. ¿Quién sabe cuánto habrían cambiado las cosas si hubiese pedido ayuda? Quizá habría sido todo más fácil.
—Tengo muchísimas preguntas —me advirtió.
Parecía mucho más seria, aunque sonreí a pesar de todo. Esa era la Janine Hathaway que yo conocía. Y la quería. Sus ojos recorrieron mi rostro hasta llegar al cuello y noté su reacción. Durante un momento de pánico, me pregunté si Oksana no habría curado del todo las marcas del mordisco. Pensar que mi madre pudiese llegar a comprobar a qué me había rebajado en Siberia hizo que me diese un vuelco el corazón.
Pero extendió la mano y acarició los brillantes colores de la bufanda de cachemira, con una expresión entre maravillada y sorprendida en su rostro.
—Esta… esta es la bufanda de Ibrahim. Es una herencia familiar…
—No, pertenece a un mafioso llamado Abe…
Me callé en cuanto aquel nombre cruzó mis labios. Abe. Ibrahim. Escuchar ambos en voz alta me hizo caer en la cuenta de lo similares que eran. Abe… Abe venía de Abraham en inglés. Abraham, Ibrahim. Solo había una pequeña variación en las vocales. Abraham era un nombre común en Estados Unidos, pero solo había oído el de Ibrahim una vez, pronunciado en tono de burla por la reina Tatiana para referirse a alguien relacionado con mi madre…
—Mamá —dije con incredulidad—. Conoces a Abe.
Todavía estaba tocando mi bufanda, con los ojos cargados de emoción una vez más… pero una emoción distinta a la que yo le inspiraba.
—Sí, Rose. Lo conozco.
—Por favor, no me digas que… —ay, Dios. ¿Por qué no podía ser la hija ilegítima de un miembro de la realeza, como Robert Duru? ¿O incluso la hija del cartero?—. Por favor, no me digas que Abe es mi padre…
No me lo tuvo que decir. Se notaba en su rostro, en su expresión melancólica mientras recordaba otro tiempo y otro lugar, un tiempo y un lugar que sin ningún género de dudas estaban relacionado con mi concepción. Uf.
—Por Dios —dije—. Soy la hija de Zmey. Zmey junior. Una Zmeyita, vamos.
Aquello llamó su atención. Me miró a los ojos.
—¿De qué estás hablando?
—De nada —respondí. Estaba atónita, intentando asimilar desesperadamente aquella información en mi visión del mundo. Recordé aquel rostro astuto cubierto por una barba, tratando de establecer algún parecido con el mío. Todo el mundo decía que me parecía mucho a mi madre cuando era más joven. Pero el color de mi piel, el pelo oscuro y los ojos… sí, eran iguales que los de Abe. Siempre había sabido que mi padre era turco. Por eso Abe tenía aquel acento misterioso, no ruso, pero extranjero a mis oídos. Ibrahim debía de ser la versión turca de Abraham.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Cómo acabaste con alguien así?
Parecía ofendida por mi comentario.
—Ibrahim es un hombre maravilloso. Tú no le conoces como yo.
—Evidentemente —recapacité—. Mamá… entiéndelo. ¿Sabes cómo se gana la vida Abe?
—Es empresario. Tiene contactos y hace favores a mucha gente, por eso es tan influyente.
—¿Pero sabes a qué se dedica exactamente? Yo he oído que lo que hace es ilegal. No es… ay, Dios. Por favor, dime que no se dedica a vender prostitutas de sangre o algo así.
—¿Cómo? —parecía perpleja—. No. Por supuesto que no.
—Pero hace cosas ilegales.
—¿Quién lo dice? Nunca le han pillado haciendo nada ilegal.
—Te juro que parece que estuvieras bromeando sobre el tema —nunca hubiese esperado de ella que se pusiese a defender a un delincuente, pero sabía de sobra que el amor puede llevarnos a cometer estupideces.
—Si quiere hablarte de ello, lo hará. Y se acabó, Rose. Además, seguro que tú también tienes tus secretos. Los dos tenéis mucho en común.
—¿Estás de broma? Es arrogante, sarcástico, le gusta intimidar a la gente y… oh… —vale. Quizá tenía su punto de razón.
Sonrió de medio lado.
—No esperaba que os conocieseis de ese modo. De hecho, no esperaba que llegases a conocerlo nunca. Ambos pensamos que sería mejor que él no estuviese en tu vida.
Se me ocurrió una cosa más.
—Fuiste tú, ¿verdad? Tú le contrataste para que me encontrase.
—¿Cómo? Contacté con él cuando desapareciste… pero no le contraté.
—Entonces, ¿quién le contrató? —me pregunté—. Dijo que trabajaba para alguien.
Su sonrisa, antes enamorada y dulce, se tornó amarga.
—Rose, Ibrahim Mazur no trabaja para nadie. No es la clase de persona a la que se puede contratar.
—Pero dijo… espera. ¿Por qué me estaba siguiendo? ¿Insinúas que mentía?
—Bueno —reconoció ella—, no sería la primera vez. Si te estaba siguiendo no era porque alguien le estuviese obligando o le hubiese contratado para ello. Lo hizo porque así lo quería. Quería encontrarte y asegurarse de que estabas bien. Y se aseguró de que todos sus contactos estuviesen al corriente.
Rememoré mi breve historia con Abe. Confusa, llena de misterios y de motivos para hacerme enfadar. Pero el caso es que se había adentrado en la noche para rescatarme cuando me habían atacado, se había aferrado con uñas y dientes a su objetivo de devolverme a la academia y ponerme a salvo y, al parecer me había obsequiado con una herencia familiar porque pensaba que pasaría frío de camino a casa. «Es un hombre maravilloso», había dicho mi madre.
Supuse que había padres peores.
—Rose, aquí estabas. ¿Por qué te has retrasado tanto? —mi madre y yo nos volvimos mientras Lissa entraba en el vestíbulo. Su rostro se iluminó nada más verme—. Venga, venid las dos. La comida se va a enfriar. Y no os vais a creer lo que ha preparado Adrian.
Mi madre y yo intercambiamos una rápida mirada, sin necesidad de mediar palabra. Teníamos una larga conversación por delante, pero tendría que esperar.
No tenía ni idea de cómo se las había apañado Adrian, pero cuando llegamos a la habitación, la comida china ya estaba lista. Casi nunca se servía en la academia e incluso las pocas veces que se preparaba, el sabor nunca era lo que se dice… bueno. Pero aquella cena era de las buenas. Un cuenco tras otro de pollo agridulce y huevo. En el cubo de la basura de una esquina vi los cartones de reparto de un restaurante con una dirección de Missoula impresa en uno de los lados.
—¿Cómo has conseguido que lo traigan aquí? —pregunté. No solo eso: además, estaba caliente.
—No te preocupes por saberlo todo, Rose —dijo Adrian mientras llenaba su plato de arroz frito con pollo. Parecía muy satisfecho consigo mismo—. Disfruta y punto. En cuanto Alberta te haya arreglado el papeleo, comeremos así todos los días.
Me detuve en mitad de un bocado.
—¿Cómo estás al corriente de eso?
Él respondió con un simple guiño.
—Cuando no tienes otra cosa que hacer que merodear por el campus todo el día, acabas enterándote de cosas.
Lissa, que estaba sentada entre nosotros, seguía la conversación con la mirada. Se había pasado el día entero en clase y no había tenido mucho tiempo de hablar.
—¿De qué va el tema?
—Alberta quiere que vuelva a matricularme y que me gradúe —le expliqué.
A Lissa estuvo a punto de caérsele el plato de las manos.
—¡Pues hazlo!
Mi madre parecía igual de sorprendida.
—¿Te lo permitirá?
—Eso fue lo que me dijo —respondí.
—¡Pues hazlo! —exclamó mi madre.
—¿Sabes? —murmuró Adrian—. Me gustaba la idea de que viajásemos juntos.
—Lo que tú digas —contesté—. Lo más seguro es que no me hubieses dejado conducir.
—Ya vale —mi madre ya había vuelto a ser quien era, sin pena por la marcha de su hija o añoranza por su amor perdido—. Tienes que tomártelo en serio. Te juegas tu futuro —hizo un gesto hacia Lissa—. Ella también se lo juega. Concluir tus estudios aquí y formarte hasta convertirte en guardiana es…
—Sí —dije.
—¿Sí? —preguntó confundida.
Sonreí.
—Sí, estoy de acuerdo.
—¿Que estás de acuerdo conmigo? —creo que mi madre no pudo recordar la última vez que había sido así. Ni yo tampoco, ya puestos.
—Sí. Me presentaré a las pruebas, me graduaré y me convertiré en un miembro respetable de la sociedad, dentro de lo posible. Aunque tampoco es que parezca divertido —me burlé. Estaba bromeando, pero en mi fuero interno sabía que necesitaba todo aquello. Necesitaba estar con las personas que me querían. Necesitaba un nuevo objetivo o jamás superaría la pérdida de Dimitri. Nunca dejaría de ver su rostro ni de oír su voz.
A mi lado, Lissa ahogó un grito y dio una palmada de alegría. Me contagió su entusiasmo. Adrian no dejaba entrever sus emociones de forma tan abierta, pero pude ver que él también se alegraba de tenerme cerca. Mi madre todavía parecía perpleja. Creo que estaba acostumbrada a que reaccionase como una perfecta cabezota… que es lo que solía hacer.
—Entonces, ¿te quedarás? —preguntó.
—Por Dios —me eché a reír—. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Retomaré las clases.
—¿Y te quedarás? —insistió—. ¿Los dos meses y medio que quedan?
—Creo que se daba por hecho.
Su expresión era severa, muy típica de las madres.
—Quiero asegurarme de que no te volverás a escapar. ¿Te quedarás en la academia y terminarás los estudios, pase lo que pase? ¿Te quedarás hasta que te gradúes? ¿Lo prometes?
La miré a los ojos, y su intensidad me sorprendió.
—Sí, sí. Lo prometo.
—Excelente —dijo ella—. Te alegrarás de haber tomado esta decisión —sus palabras eran muy formales, típicas de un guardián, pero en sus ojos vi amor y alegría.
Terminamos de cenar y apilamos los platos para que los recogiese el servicio de limpieza del edificio. Mientras tirábamos la comida sobrante a la basura, Adrian se puso a mi lado.
—Fíjate, qué hacendosa —comentó—. Tiene su morbo, la verdad. Ya estoy empezando a imaginarte con un delantal pasando la aspiradora por mi casa.
—Ay, Adrian, cuánto te he echado de menos —dije mientras ponía los ojos en blanco—. Imagino que no habrás venido a ayudar, ¿no?
—Qué va. Yo ya ayudé acabándome la comida del plato. Así no hay que recoger —hizo una pausa—. De nada, por cierto.
Me eché a reír.
—¿Sabes? Me alegro de que no dijeses gran cosa cuando le prometí a mi madre que me quedaría. Podría haber decidido lo contrario.
—No creo que hubieses podido salirte con la tuya. Tu madre me parece una de esas personas que consiguen lo que quieren —lanzó una discreta mirada hacia el rincón de la habitación donde se encontraban mi madre y Lissa, charlando. Bajó la voz—. Debe ser cosa de familia. De hecho, quizá debería echarle una mano.
—¿Cómo? ¿Consiguiendo cigarrillos de contrabando?
—Pidiéndole salir a su hija.
El plato que sostenía en las manos estuvo a punto de caérseme.
—Me has pedido salir miles de veces.
—La verdad es que no. He hecho sugerencias inapropiadas y no dejo de insistir en que te desnudes. Pero nunca te he pedido una cita en serio. Y si la memoria no me falla, dijiste que me darías una oportunidad si te dejaba que me limpiases la cuenta corriente.
—No lo he hecho —protesté.
Pero entonces, al mirarle, recordé lo que le había dicho: si sobrevivía a mi búsqueda de Dimitri, le daría una oportunidad. Hubiese dicho cualquier cosa para conseguir el dinero que necesitaba, pero entonces vi a Adrian con nuevos ojos. No estaba lista para casarme con él ni por asomo, y tampoco lo veía como un novio estable. De hecho, no sabía si quería volver a tener un novio. Pero había sido un buen amigo conmigo y con todas las personas que me rodeaban durante aquel caos. Había sido amable y atento y no, no podía negarlo… incluso con aquel ojo morado que ya empezaba a curarse, era extraordinariamente atractivo.
Y aunque no debería haberme importado, Lissa le había sonsacado que buena parte de su frustración hacia Avery era fruto de una manipulación. Le gustaba y no había descartado convertirse en su pareja algún día, pero sus poderes habían aumentado la intensidad de aquello que sentía. O eso decía. Si yo fuese un tío y me hubiese pasado lo que a él, lo más seguro es que yo también hubiera atribuido mi comportamiento a la influencia de la magia.
Sin embargo, a juzgar por el modo en el que me miraba, me costó creer que me hubiese cambiado por otra aquel último mes.
—Hazme una oferta —dije finalmente—. Escríbela, quiero un informe punto por punto de por qué serías un buen candidato.
Él se echó a reír hasta que me miró a la cara.
—¿Hablas en serio? Parecen deberes. Si no estoy en la academia es por algo, ¿sabes?
Chasqueé los dedos.
—Pues acostúmbrate, Ivashkov. Quiero que te apliques a fondo.
Esperaba una broma o que se despidiese de mí, pero se limitó a decir:
—Vale.
—¿Vale? —entonces me sentí como mi madre antes, cuando accedí a su petición inmediatamente.
—Sí. Voy a ir a mi cuarto ahora mismo para empezar con los esquemas.
Le miré con incredulidad mientras se dirigía a por su abrigo. Nunca había visto a Adrian moverse tan deprisa para cumplir cualquier tarea en la que estuviese implicado. Oh, no. ¿En qué lío acababa de meterme?
De pronto, hizo una pausa y buscó en el bolsillo de su abrigo con una sonrisa cansada.
—De hecho, ya te he escrito algo parecido a un informe. Casi se me olvida —sacó una hoja de papel doblada y me la enseñó—. Tienes que comprarte un móvil. No pienso seguir siendo tu secretario.
—¿Qué es eso?
—Un tipo extranjero me llamó hoy por la mañana… dijo que tenía mi número guardado en la memoria de su teléfono —una vez más, Adrian miró a Lissa y a mi madre. Aún estaban enfrascadas en una conversación—. Dijo que tenía un mensaje para ti y que no quería que se lo transmitiese a nadie más. Me hizo escribirlo y leérselo. Eres la única persona por la que haría algo así, ¿sabes? Creo que voy a mencionarlo cuando escriba mi propuesta de cita.
—Entonces, ¿me lo das?
Me entregó la nota con un guiño, hizo una reverencia y se despidió de Lissa y de mi madre. Me pregunté si hablaba en serio cuando decía que iba a ponerse a escribir la propuesta inmediatamente. Pero era aquella nota la que más me llamaba la atención. No tenía ninguna duda de quién lo había llamado. Había utilizado el teléfono de Abe para llamar a Adrian en Novosibirsk y después le había contado el papel financiero que desempeñaba Adrian en mi viaje. Al parecer mi padre —uf, aún se me hacía muy raro pensar en él en esos términos— había decidido que Adrian era digno de confianza, aunque me pregunté por qué motivo no había escogido a mi madre como mensajera.
Abrí la nota y tardé unos segundos en descifrar la caligrafía de Adrian. Si me escribía la propuesta, esperaba que lo hiciese a ordenador. La nota decía lo siguiente:
Le he enviado un mensaje al hermano de Robert. Me ha dicho que no podía ofrecerle nada a cambio de revelar el paradero de Robert… y créeme, le ofrecí mucho. Pero dijo que mientras él tuviese que pasar el resto de su vida allí, esa información moriría con él. Pensé que te gustaría saberlo.
No era exactamente un informe, que era como lo había descrito Adrian. Era un poco críptico, pero, claro, Abe no querría que Adrian descifrase su contenido. Para mí, su significado estaba claro. El hermano de Robert era Victor Dashkov. De algún modo, Abe había contactado con Victor en la horrible y remota prisión en la que estaba encerrado —no me sorprendió que Abe fuese capaz de hacerlo— y sin duda le había ofrecido alguno de sus tratos para sonsacarle dónde se encontraba Robert, pero Victor se había negado. Aquello tampoco me sorprendió. Victor no era la persona más solícita del mundo y, visto su estado, tampoco le podía culpar. Estaba condenado a pasar el resto de su vida «allí», en prisión. ¿Qué se le puede ofrecer a un condenado que pueda cambiarle la vida?
Suspiré y dejé la nota a un lado, enternecida por lo que Abe había hecho por mí, aunque sus esfuerzos no hubiesen dado fruto. Y, una vez más, me vino a la cabeza la misma cuestión: aunque Victor le hubiese proporcionado la dirección de Robert, ¿de qué hubiese servido? Cuanto más indagaba en esos asuntos en Rusia, más ridículo me parecía considerar siquiera la posibilidad de devolver a un strigoi a su forma original. Solo la muerte podía liberarlos. Solo eso…
La voz de mi madre me rescató antes de que me pusiese a revivir la escena del puente. Me dijo que se tenía que marchar pero prometió que hablaríamos más tarde. En cuanto se marchó, Lissa y yo nos aseguramos de que todo estuviese recogido antes de irnos a mi habitación. Aún teníamos mucho de lo que hablar. Mientras subía las escaleras, me pregunté cuándo me trasladarían de la sección para invitados para devolverme a mi cuarto. Seguramente se pondrían a ello en cuanto Alberta desplegase la alfombra roja. Se me hacía imposible aceptar que iba a retomar mi antigua vida y pasar página de todo lo que me había ocurrido el último mes.
—¿Te ha entregado Adrian una carta de amor? —me preguntó Lissa. Su tono de voz estaba cargado de sorna pero, a través de nuestra conexión, supe que aún seguía preocupada por mis recuerdos de Dimitri.
—Aún no —le dije—. Ya te lo explicaré después.
Fuera de mi cuarto, una de las celadoras del edificio estaba a punto de llamar a la puerta. Cuando me vio, me entregó un sobre acolchado.
—Solo venía a traerte esto. Llegó en el correo de hoy.
—Gracias —dije.
Lo tomé en mi mano y le eché un vistazo. Mi nombre y la dirección de St. Vladimir estaban escritos con impecable caligrafía, lo que me resultaba extraño, dado lo reciente de mi llegada. No había remitente, pero tenía sellos rusos y lo habían enviado mediante un servicio postal internacional.
—¿Sabes quién te lo ha mandado? —me preguntó Lissa cuando la mujer se hubo marchado.
—No lo sé. Conocí a mucha gente en Rusia —podría ser de Olena, Mark o Sydney. Y, sin embargo… no podía explicar por qué todos mis sentidos estaban alerta.
Rasgué uno de los lados y metí la mano en el sobre. Mis dedos se cerraron en torno a algo frío y metálico. Supe lo que era antes de sacarlo. Era una estaca de plata.
—Dios mío —dije.
Hice girar la estaca y deslicé los dedos sobre el dibujo geométrico grabado en su base. No cabía duda. Era única. Era la estaca que había encontrado en la cámara de Galina. Con la que había…
—¿Por qué te iban a enviar una estaca?
En vez de contestar a la pregunta, extraje el otro contenido del sobre: una pequeña nota. En ella se leía el siguiente mensaje escrito a mano:
Olvidaste otra lección: nunca des la espalda al enemigo hasta asegurarte de que ha muerto. Parece que tendremos que repasar esa lección cuando volvamos a vernos… que será pronto.
Te quiero,
D.
—Ay —dije, a punto de soltar la carta—. Esto no es bueno.
Sentí vértigo, cerré los ojos y respiré hondo. Por centésima vez, repasé los acontecimientos de la noche en la que había escapado de Dimitri. No dejaba de recordar la expresión de su rostro en el momento en el que le clavaba la estaca y su cuerpo precipitándose hacia las oscuras aguas. Después rememoré los detalles de la lucha. Recordé que, en el último instante, había esquivado el golpe que debería haberle acertado en el corazón. Por un momento, dudé que le hubiese clavado la estaca lo bastante como para matarlo… hasta que me fijé en la expresión en su rostro y lo vi caer.
Pero aquel mensaje confirmaba que no había sido suficiente. Mi primera impresión había sido la correcta, pero todo había sucedido demasiado deprisa. Había caído pero después, ¿qué? ¿Y si la estaca estaba lo bastante suelta como para desprenderse por sí misma de su cuerpo? ¿Y si había sido capaz de sacársela? ¿Y si el impacto de la caída la había expulsado?
—Tanto muñeco de práctica para nada —murmuré mientras recordaba las lecciones de Dimitri para que la estaca se hundiese en el pecho, atravesando las costillas hasta alcanzar el corazón.
—Rose —exclamó Lissa. Me dio la impresión de que no era la primera vez que me llamaba—. ¿Qué pasa?
La estaca más importante de mi vida y voy y la pifio al clavarla. ¿Qué ocurriría a partir de entonces? «Parece que tendremos que repasar esa lección cuando volvamos a vernos… que será pronto».
No sabía qué sentir. ¿Pesar por no haber liberado el alma de Dimitri y cumplir la promesa que le había hecho en secreto? ¿Alivio al saber que no había matado al hombre que amaba? Como siempre, prevalecía una pregunta: ¿habría dicho que me amaba si le hubiese dado un poco más de tiempo?
Seguía sin tener las respuestas. Mis sentimientos estaban desbocados y necesitaba mantenerlos a raya para analizar lo que ya sabía.
En primer lugar: dos meses y medio. Le había prometido dos meses y medio a mi madre. Hasta entonces, nada de acción.
Mientras tanto, Dimitri seguía ahí fuera, aún convertido en strigoi. Mientras anduviese suelto por el mundo, no habría paz para mí. Ningún refugio. Leí la tarjeta de nuevo y concluí que en mi futuro no habría paz aunque intentase ignorarlo. Comprendí lo que implicaba el contenido de la nota.
En aquella ocasión, era Dimitri el que iba a ir a por mí. Y algo me decía que no iba a convertirme en una strigoi. Iba a matarme. ¿Qué era aquello que había dicho al huir de la mansión? ¿Que ambos no podíamos seguir vivos al mismo tiempo?
Y sin embargo, quizá pudiésemos…
Como no le respondí inmediatamente, Lissa se preocupó aún más.
—Oye, tu cara me está asustando un poco. ¿En qué piensas?
—¿Crees en los cuentos de hadas? —le pregunté mirándola a los ojos. Mientras pronunciaba aquellas palabras, pude imaginar la negativa de Mark.
—¿Qué… qué clase de cuentos de hadas?
—Aquellos que no deberías pasarte la vida persiguiendo.
—No entiendo —respondió—. Estoy completamente perdida. Dime qué está pasando. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
Dos meses y medio. Tenía que quedarme dos meses y medio… me parecían una eternidad. Pero se lo había prometido a mi madre y me negué a fallarle de nuevo, especialmente cuando había tanto en juego. Promesas. Estaba hasta el cuello de promesas. Hasta le había prometido algo a Lissa.
—¿Hablabas en serio antes, cuando me dijiste que querías acompañarme en mis aventuras? ¿Que no te importaba en qué me embarcase?
—Sí —no había dudas o inseguridad en su voz ni reflejadas en sus ojos verdes. Pero claro, me pregunté si reaccionaría igual cuando supiese qué era lo que íbamos a hacer.
«¿Qué se le puede ofrecer a un condenado que pueda cambiarle la vida?».
Había reflexionado sobre ello antes, mientras intentaba pensar en cómo conseguir que Victor Dashkov hablase. Victor le había dicho a Abe que no se le podía ofrecer nada a cambio de información sobre la supuesta habilidad de su hermano de devolver a los strigoi a su estado original. Victor estaba cumpliendo cadena perpetua; no se le podía sobornar. Pero caí en la cuenta de que había una opción. Ofrecerle la libertad. Y solo había un modo de conseguirlo.
Teníamos que sacar a Victor Dashkov de la cárcel.
Pero opté por no contárselo todavía a Lissa.
Lo único que sabía era que tenía una oportunidad, por pequeña que fuese, de salvar a Dimitri. Mark la tildó de cuento de hadas, pero tenía que arriesgarme. La pregunta era: ¿de cuánto tiempo disponía antes de que Dimitri fuese a matarme? ¿Cuánto tiempo me quedaba antes de descubrir si lo imposible era en realidad posible? Aquella era la cuestión. Porque si Dimitri aparecía antes de encontrar al dragón del cuento —Victor—, las cosas podían ponerse feas. Quizá toda la historia de Robert no era más que una mentira pero, aunque no lo fuese… bueno, había empezado la cuenta atrás. Si Dimitri me encontraba antes de que yo diese con Victor y Robert, tendría que pelear de nuevo con él. Así de sencillo. No podía quedarme esperando a la cura mágica. Tendría que matar a Dimitri y perder cualquier oportunidad de recuperar a mi príncipe. Maldita sea.
Menos mal que trabajo bien bajo presión.