NUEVE

—Creía que habías sido un sueño —le dije.

Los tres se quedaron de pie, aunque los dhampir se separaron un poco para crear una especie de formación defensiva alrededor del moroi. Abe era el rostro desconocido que había visto mientras me desmayaba y me despertaba después de mi enfrentamiento con los strigoi junto al granero. Era mayor que yo, más próximo a la edad de Olena. Era moreno, llevaba perilla y tenía la piel tan oscura como se podría esperar de un moroi. Si alguna vez habéis visto a una persona morena o de piel oscura enfermar y palidecer, os haréis una idea del color de su tez. Su piel mostraba un poco de pigmentación, pero ese tono estaba subrayado por una palidez intensa. Lo más sorprendente eran sus ropas. Llevaba puesto un abrigo largo oscuro que decía a gritos: «Soy muy caro», y lo complementaba con una bufanda roja de cachemira. Debajo del abrigo capté el brillo de una cadena de oro que hacía juego con el pendiente dorado que llevaba en una oreja. La primera impresión que me llevé con toda aquella extravagancia fue que era más propia de un pirata o de un chulo. Enseguida cambié de opinión. Algo en él me indicó que era el tipo de individuo que se dedica a ir por ahí rompiendo piernas para salirse con la suya.

—Un sueño, ¿eh? —me dijo el moroi con un leve atisbo de sonrisa—. No es algo que me digan muy a menudo. Bueno, quizá —se corrigió—. A veces aparezco en las pesadillas de las personas.

No era ni ruso ni estadounidense. No logré identificar su acento.

¿Estaba intentando impresionarme o intimidarme con su mala reputación? Sydney no parecía atemorizada al hablar de él, pero sí que había recelo en sus palabras.

—Bueno, supongo que ya sabes quién soy —le dije—. Así que ahora la pregunta es: ¿qué haces aquí?

—No —respondió, y su sonrisilla se endureció—. La pregunta es: ¿qué haces tú aquí?

Señalé con un gesto hacia la casa mientras procuraba mostrarme tranquila.

—Asistir a un funeral.

—No has venido a Rusia por eso.

—He venido a Rusia a decirle a los Belikov que Dimitri había muerto, porque vi que nadie se había preocupado de hacerlo.

Aquello se había convertido en una explicación muy práctica para explicar mi viaje por Rusia, pero cuando Abe me miró fijamente, un escalofrío me recorrió la espalda, muy similar al que había tenido cuando Yeva me miró por primera vez. Al igual que aquella vieja loca, él tampoco me creyó, y vi de nuevo el lado peligroso de su aparente carácter jovial.

Abe negó con la cabeza y, esta vez, su sonrisa desapareció por completo.

—Esa tampoco es la razón. No me mientas, niña.

Noté que se me erizaba el vello de la nuca.

—Y tú no me interrogues, viejo. Al menos hasta que estés dispuesto a decirme por qué tus secuaces y tú os arriesgasteis a recorrer esa carretera de noche para recogernos a Sydney y a mí.

Los dhampir de Abe se pusieron tensos al oír que lo llamaba «viejo», pero me sorprendí al ver que él volvía a sonreír… aunque su sonrisa no llegó a verse reflejada en sus ojos.

—Quizá solo estaba echando una mano.

—No es eso lo que he oído decir. Fuiste tú quien les dijo a los alquimistas que le ordenasen a Sydney acompañarme.

—Ah —levantó una ceja—. ¿Te lo ha dicho ella? Vaya… Eso ha estado muy mal por su parte. A sus superiores no va a gustarles. No va a gustarles nada de nada.

Maldita sea. Había hablado sin pensar. No quería causarle problemas a Sydney. Si Abe era de verdad una especie de padrino mafioso entre los moroi… ¿Cómo lo había llamado Sydney? ¿Zmey? ¿La serpiente? Sin duda, hablaría con los alquimistas para que le hiciesen la vida imposible a Sydney.

—La obligué a decírmelo —le mentí—. La… la amenacé en el tren. No fue difícil. Ya me tenía un miedo tremendo.

—No lo dudo. Todos nos tienen miedo, obligados por siglos de tradiciones y escondidos detrás de sus cruces para protegerse, a pesar de los dones que les conceden sus tatuajes. En muchos sentidos, tienen las mismas ventajas que vosotros, los dhampir… sin ninguno de los problemas reproductores.

Levantó la mirada hacia las estrellas mientras hablaba, como si fuera una especie de filósofo que reflexionase sobre los misterios del universo. Por alguna razón, aquello me puso aún más furiosa. Estaba tratando el tema como si no tuviera importancia, cuando era más que evidente que tenía pensado algo en secreto para mí. No me gustaba formar parte de los planes de nadie, y menos cuando no sabía en qué consistían.

—Vale, vale, estoy segura de que podríamos pasarnos la noche hablando de los alquimistas y de cómo los tienes controlados —repuse—. Pero sigo queriendo saber qué quieres tú de mí.

—Nada —se limitó a contestar.

—¿Nada? ¿Te has tomado la molestia de obligarme a venir con Sydney y de seguirme hasta aquí… para nada?

Bajó la mirada de las estrellas y vi un centelleo peligroso en sus ojos.

—No me interesas en absoluto. Tengo asuntos propios de los que ocuparme. He venido en nombre de otros que sí que tienen interés en ti.

Me puse tensa, y por fin noté un escalofrío de auténtico miedo por todo el cuerpo. Mierda. Sí que me estaban buscando. Pero, ¿quiénes? ¿Lissa? ¿Adrian? ¿Tatiana? Una vez más, pensar en esta última me puso nerviosa. Los otros dos me buscarían porque se preocupaban por mí. Pero Tatiana… Tatiana temía que fuera capaz de escaparme con Adrian. Una vez más pensé que si ella quería que me encontrasen, quizá era porque quería asegurarse de que no volvía. Abe me parecía el tipo de persona que podía hacer desaparecer a la gente.

—¿Y qué es lo que quieren esos otros? ¿Quieren que vuelva a casa? —pregunté, procurando no parecer asustada—. ¿Creías que podrías venir hasta aquí y llevarme de vuelta a rastras?

La sonrisa furtiva de Abe volvió a hacer acto de presencia.

—¿Tú crees que podría llevarte de vuelta a rastras?

—Bueno —dije, y solté un bufido burlón, una vez más, sin pensar en lo que hacía—. Tú seguro que no podrías. Estos tipos, sí. Bueno, a lo mejor. Quizá sería capaz de derrotarlos.

Abe se echó a reír en voz alta por primera vez. Fue una risa grave y retumbante y de lo más sincera.

—Estás a la altura de tu reputación de bravucona. Eres un encanto —genial. Abe probablemente disponía de un informe entero sobre mí. Probablemente hasta sabría lo que me gustaba desayunar—. Te ofrezco un trato. Dime qué haces aquí y yo te diré qué hago aquí.

—Ya te lo he dicho.

La sonrisa desapareció de inmediato. Dio un paso hacia donde yo estaba sentada y vi que sus guardianes se ponían tensos.

—Y yo ya te he dicho que no me mientas. Tienes una razón para estar aquí, y necesito saber cuál es.

—¿Rose? ¿Puedes venir, por favor?

La voz de Viktoria resonó cristalina en mitad de la noche desde la casa de los Belikov. Miré hacia atrás y la vi en el umbral. De repente, sentí la necesidad imperiosa de alejarme de Abe. Había algo letal bajo esa fachada jovial y llamativa, y no quería pasar ni un minuto más con él. Me puse en pie de un salto y eché a andar hacia la casa. Podría decirse que esperaba que sus guardianes se abalanzasen sobre mí para secuestrarme, a pesar de lo que me había dicho el propio Abe. Los dos individuos se quedaron inmóviles, pero sus ojos me observaron con atención. La sonrisa extravagante del moroi apareció de nuevo.

—Lo siento, pero no puedo quedarme a charlar —dije.

—No pasa nada —me respondió él con tono condescendiente—. Ya encontraremos otro momento.

—No lo creo —contesté. Él se echó a reír de nuevo, y me apresuré a entrar en la casa con Viktoria. No me sentí segura hasta que cerramos la puerta.

—No me gusta nada de nada ese tipo.

—¿Abe? Creía que era amigo tuyo —me dijo Viktoria.

—Qué va. Es una especie de mafioso, ¿no?

—Supongo —se limitó a decir, como si eso tampoco fuese tan importante—. Pero si estás aquí es gracias a él.

—Sí, ya sé que fue a por nosotras.

Viktoria negó con la cabeza.

—No, me refiero a aquí, aquí. Parece que mientras ibas en el coche no parabas de decir: «Belikov, Belikov». Abe supuso que nos conocías. Por eso te trajo a nuestra casa.

Aquello me resultó sorprendente. Estaba soñando con Dimitri, por lo que no era raro que dijese su apellido. Hasta ese momento, no tenía ni idea de cómo había acabado en aquella casa. Pensaba que se debía a que Olena tenía formación médica.

Luego Viktoria añadió algo que fue lo más asombroso de todo.

—Cuando se dio cuenta de que no te conocíamos, se mostró dispuesto a llevarte a otro lado, pero la abuela le dijo que debíamos alojarte en casa. Supuse que habría tenido algún sueño en el que veía que vendrías a nosotras.

—¿Cómo? —¿La loca e inquietante Yeva que me odiaba?—. ¿Yeva soñó conmigo?

Viktoria asintió.

—Es un don que tiene. ¿Estás segura de que no conoces a Abe? Es demasiado importante como para estar aquí sin un buen motivo.

Olena se nos acercó presurosa antes de que tuviera tiempo de contestarle y me agarró del brazo.

—Te hemos estado buscando. ¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó a Viktoria.

—Abe estaba…

—No importa. Vamos. Todo el mundo está esperando.

—¿El qué? —pregunté mientras la dejaba que me arrastrara por la casa en dirección al jardín.

—Tenía que habértelo dicho yo —me explicó Viktoria mientras correteaba a mi lado—. Esta es la parte del duelo en el que todo el mundo se sienta y recuerda a Dimitri contando algo sobre él.

—Nadie le ha visto desde hace mucho. No sabemos lo que fue de él en los últimos tiempos —añadió Olena—. Necesitamos que tú nos lo cuentes.

Me sobresalté. ¿Yo? Me resistí a la idea, sobre todo cuando salimos al jardín y vi a todos los presentes alrededor de la hoguera. No conocía a ninguno. ¿Cómo podía hablar de Dimitri? ¿Cómo podía revelar que lo llevaba en mi corazón? Todo el mundo pareció fundirse en el mismo borrón, y creí que me iba a desmayar. Durante un segundo, nadie se dio cuenta de mi presencia. Karolina estaba hablando en ese momento, con su bebé en brazos. De vez en cuando se callaba, y los demás se echaban a reír. Viktoria se sentó sobre una manta extendida en el suelo y tiró de mí para que me sentase a su lado. Sydney se unió a nosotras poco después.

—¿Qué es lo que dice? —pregunté con un susurro.

Viktoria escuchó a su hermana durante unos cuantos segundos y luego se inclinó hacia mí.

—Está hablando de Dimitri, cuando era muy joven, de cómo les pedía a Karolina y a sus amigas que le dejasen jugar con ellas. Él tenía unos seis años, y ellas ocho, así que no querían —Viktoria se calló para escuchar la siguiente parte de la anécdota—. Al final, Karolina le dijo que podría jugar si aceptaba casarse con sus muñecas. Así que Karolina y sus amigas los vistieron a él y a las muñecas una y otra vez y no dejaron de celebrar bodas. Dimitri se casó por lo menos diez veces.

No pude evitar echarme a reír al imaginarme al duro y atractivo Dimitri dejando que su hermana mayor lo disfrazase. Probablemente se tomase la ceremonia nupcial con la muñeca con la misma seriedad y el mismo estoicismo con el que se tomaba sus deberes como guardián.

Luego habló más gente, y me esforcé en escuchar la traducción. Todo lo que contaron fue sobre la bondad de Dimitri y su carácter tan fuerte. Aun cuando no estaba luchando contra los no muertos, siempre estaba ahí para ayudar a quienes lo necesitaban. Casi todo el mundo era capaz de recordar alguna ocasión en la que Dimitri había aparecido para ayudar a otros, en la que había dejado lo que tenía entre manos para hacer lo que debía hacer, incluso en aquellas situaciones en las que corría peligro. Eso no me sorprendió. Dimitri siempre hacía lo que debía hacer.

Y había sido esa actitud en la vida la que me había hecho amarlo tanto. Yo tenía un carácter parecido: también me lanzaba a ayudar a los demás, incluso en algunas ocasiones en las que no debía hacerlo. Hay quienes me han llamado loca, pero Dimitri me entendía. Siempre me comprendía, y una parte de lo que estuvimos trabajando fue el modo de atemperar con algo de prudencia y sensatez esa necesidad impulsiva de lanzarme de cabeza al peligro. Tenía la sensación de que nadie en este mundo me comprendería jamás como él.

No me di cuenta de lo mucho que estaba llorando hasta que vi que todo el mundo me miraba. Al principio pensé que me creían una chiflada por llorar, pero luego me percaté de que alguien me había hecho una pregunta.

—Quieren que les hables de los últimos días de Dimitri —me explicó Viktoria—. Cuéntanos algo. Lo que hizo. Cómo era.

Me sequé las lágrimas con la manga y aparté la mirada para centrarla en la hoguera. No era la primera vez que hablaba en público, pero en esta ocasión era diferente.

—No… no puedo —le dije a Viktoria en voz baja, entre jadeos—. No puedo hablar de él.

Ella me apretó la mano.

—Por favor. Necesitan saber cosas de él. Necesitan oír hablar de Dimitri. Cuéntales lo que quieras. ¿Cómo era?

—Era… era tu hermano. Tú lo sabes muy bien.

—Sí —me respondió ella con voz amable—. Pero queremos saber cómo era para ti.

Seguía mirando fijamente la hoguera, viendo cómo bailaban las llamas y cómo cambiaban de color, de naranja a azul.

—Era… era el mejor hombre que he conocido nunca —me callé un momento para recuperarme, y Viktoria aprovechó para traducir mis palabras al ruso—. Y era uno de los mejores guardianes. Era muy joven comparado con la mayoría, pero todo el mundo lo conocía. Todos estaban al corriente de su reputación, y mucha gente confiaba en él hasta el punto de pedirle consejo. Decían de él que era un dios. Y siempre que había algún peligro… o algún combate… él siempre era el primero en arriesgarse. Nunca retrocedía por miedo. Y hace un par de meses, cuando atacaron la academia…

Al llegar aquí, me atraganté un poco. Las Belikov me habían dicho que se habían enterado del ataque, que todo el mundo lo sabía. Por las caras de los presentes, supe que era cierto. No tenía que explicarles lo ocurrido esa noche, ni rememorar los horrores que había visto.

—Esa noche, Dimitri salió corriendo para enfrentarse a los strigoi —proseguí—. Estábamos juntos cuando nos dimos cuenta de que nos estaban atacando. Quise quedarme y ayudarle, pero no me dejó. Me ordenó que me fuese corriendo para avisar a los demás, y él se quedó atrás, sin saber a cuántos strigoi tendría que enfrentarse mientras yo iba en busca de ayuda. Sigo sin saber contra cuántos luchó, pero eran muchos… y acabó con todos sin ayuda de nadie.

Me atreví a levantar la vista para ver las caras que me rodeaban. Todos estaban tan quietos y callados que me pregunté si estarían respirando.

—Fue muy difícil —dije. Sin darme cuenta, había bajado la voz hasta hablar en susurros. Tuve que repetirlo en voz más alta—. Fue muy difícil. No quería dejarlo atrás, pero sabía que tenía que hacerlo. Me había enseñado muchas cosas, pero una de las lecciones más importantes que había aprendido era que teníamos que proteger a los demás. Mi deber era avisar a todos, aunque lo que yo quisiera fuese quedarme a su lado. Mi corazón no dejaba de decirme: «¡Date media vuelta, date media vuelta! ¡Vuelve con él!». Pero sabía lo que tenía que hacer, y también sabía que él lo hacía en parte para mantenerme a salvo. Si hubiéramos intercambiado nuestras situaciones… bueno, yo también le habría hecho salir corriendo.

Dejé escapar un suspiro, sorprendida de que hubiera revelado tanto de mis propios sentimientos. Volví a centrarme en lo sucedido.

—Dimitri no retrocedió ni siquiera cuando los demás guardianes se reunieron con él. Acabó con más strigoi que cualquier otro —en realidad, habíamos sido Christian y yo quienes más enemigos habíamos matado—. Fue… fue increíble.

Les conté el resto de la historia, que las Belikov ya conocían. Sin embargo, esta vez añadí unos cuantos detalles más. Conté de un modo vívido lo valiente y fiero que había sido. Las palabras me hicieron daño mientras las pronunciaba y, sin embargo… casi fue un alivio. Había mantenido demasiado guardados bajo llave los recuerdos de esa noche. Pero al final, tuve que contarles lo de la cueva, y eso… eso fue lo peor.

—Habíamos acorralado dentro de una cueva a los strigoi que huían. Tenía dos entradas, y atacamos por ambos lados. Algunos de los nuestros quedaron atrapados, y había más strigoi de los que nos esperábamos. Perdimos a gente… pero habríamos perdido a mucha más si Dimitri no hubiera estado allí. No quiso marcharse hasta que todo el mundo salió. No le importó poner en riesgo su propia vida. Solo sabía que tenía que salvar a los demás…

Había visto en su mirada esa determinación. Nuestro plan había sido retirarnos en cuanto todos estuviéramos fuera, pero yo tenía la sensación de que él prefería quedarse para matar a todos los strigoi que pudiera. Pero había seguido las órdenes, y comenzó a retirarse cuando los demás estaban a salvo. Y en esos momentos finales, justo antes de que el strigoi le mordiese, Dimitri me había mirado a los ojos con una expresión tan llena de amor que tuve la sensación de que toda la cueva se llenaba de luz. Su mirada me había dicho lo que habíamos hablado poco antes: «Podemos estar juntos, Rose. Pronto. Casi lo hemos conseguido. Y nada volverá a separarnos jamás…».

Pero esa parte no la mencioné. Cuando finalicé el resto del relato, las caras de los allí reunidos estaban tristes, pero llenas de asombro y de respeto. Vi que Abe y sus guardianes se encontraban en la parte posterior del pequeño grupo, y que también lo habían oído todo. Su expresión era indescifrable: dura, pero no enfadada ni amenazadora. Comenzaron a circular unas pequeñas copas entre los miembros del grupo y alguien me pasó una. Un dhampir al que no conocía, uno de los pocos hombres presentes, se puso en pie y alzó la copa. Habló en voz alta y con un tono reverente, y oí que mencionaba el nombre de Dimitri varias veces. Cuando terminó, bebió un sorbo. Todos los demás le imitaron, así que yo también bebí.

Y casi me asfixié hasta morir.

Era un fuego en forma de líquido. Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para tragármelo y no escupirlo sobre los que me rodeaban.

—¿Qué… qué es esto? —pregunté entre toses.

Viktoria sonrió.

—Vodka.

Miré el vaso.

—No, no es vodka. Ya he bebido vodka antes.

—No era vodka ruso.

Al parecer, no lo era. Me obligué a beberme el resto de la copa por respeto a Dimitri, aunque tenía la sensación de que si hubiese estado allí, me habría mirado negando con la cabeza en un gesto de desaprobación. Creía que ya me habría librado de hablar después de contar lo ocurrido, pero no fue así. Todo el mundo siguió haciéndome preguntas. Querían saber más sobre Dimitri y sobre cómo había sido la última parte de su vida. También querían saber cómo éramos como pareja. Todos parecían haber llegado a la conclusión de que Dimitri y yo estábamos enamorados, y no les importaba. Me preguntaron cómo nos habíamos conocido, cuánto tiempo habíamos pasado juntos…

Y, durante todo el tiempo, la gente siguió llenándome la copa. Decidí que no quería quedar como una boba de nuevo, así que no dejé de beber, hasta que por fin me pude tomar el vodka sin toser o escupir. Cuanto más bebía, más animado era lo que contaba, y lo hacía en voz más alta. Comenzaron a hormiguearme las extremidades, y una parte de mí sabía que probablemente aquello era mala idea. Bueno, vale, toda yo lo sabía.

Al final, la gente comenzó a marcharse. No tenía ni idea de qué hora era, pero creo que ya medianoche. Quizá más tarde. Yo también me puse en pie, pero descubrí que era mucho más difícil de lo que me esperaba. El mundo me daba vueltas y mi estómago no estaba muy contento que digamos. Alguien me agarró del brazo y me ayudó a mantenerme en pie.

—Tranquila. No te esfuerces demasiado —me dijo Sydney, quien me llevó poco a poco y con cuidado hacia la casa.

—Dios —gemí—. ¿Es que utilizan ese brebaje para disparar los cohetes?

—Nadie te obligó a seguir bebiendo.

—Eh, no me sermonees. Además, tenía que ser amable.

—Claro —repuso ella.

Entramos en la casa y luego acometimos la misión imposible de subir las escaleras hasta la habitación que me había preparado Olena. Cada peldaño fue una agonía.

—Todos sabían de lo mío con Dimitri —dije mientras me preguntaba si hubiese dicho aquello estando sobria—. Pero yo nunca le dije a nadie que estábamos juntos.

—No hace falta. Lo llevas escrito en la cara.

—Se comportaron como si yo fuera la viuda o algo así.

—Porque es como si lo fueras —llegamos a mi habitación y me ayudó a sentarme en la cama—. Por aquí no hay mucha gente que se case. Si llevas con alguien el tiempo suficiente, consideran que es casi lo mismo.

Suspiré y miré a lo lejos sin enfocar nada en concreto.

—Lo echo mucho de menos.

—Lo siento.

—¿Dolerá menos?

La pregunta pareció pillarla por sorpresa.

—No lo… no lo sé.

—¿Te has enamorado alguna vez?

—No —dijo negando con la cabeza.

No estaba segura de si aquello era una suerte para ella o no. No estaba segura de si los días maravillosos que había pasado con Dimitri merecían la pena frente al dolor que sentía en esos momentos. Un instante después, sabía la verdad.

—Por supuesto que sí.

—¿Cómo? —me preguntó Sydney.

Me di cuenta de que había dicho en voz alta lo que pensaba.

—Nada. Hablaba sola. Debería echarme a dormir.

—¿Necesitas algo más? ¿Vas a vomitar?

Comprobé el estado de mi estómago revuelto.

—No, pero gracias.

—Vale.

Y con su típica brusquedad, se marchó tras apagar las luces y cerrar la puerta.

Me esperaba desmayarme casi al instante. Sinceramente, quería perder el conocimiento. Mi corazón había dejado al descubierto demasiado de Dimitri esa noche, y quería que ese dolor desapareciera. Quería la negrura y el olvido. Pero quizá porque soy masoquista, mi corazón decidió rematar el asunto y desgarrarse por completo.

Fui a visitar a Lissa.