rina Bronski había tenido un día difícil:
- Se cumplía una semana desde que había perdido a su perrita.
- Todavía no había escrito la nota para el diario que tendría que haber mandado el día anterior.
- Un señor pelado la había seguido desde el parque hasta su casa, diciéndole que estaba enamorado de su sombra y ella no podía sacarse de la cabeza las luces brillantes del semáforo de la esquina.
El director de la sección «Libros» del diario la había llamado por teléfono tres veces exigiéndole que le enviara la nota y en los tres casos ella le había contestado «¡Ya se la envío, señor!».
Pero la verdad era que no la tenía escrita. La nota consistía en una crítica sobre un libro recientemente publicado. En los últimos días Irina se lo había pasado buscando a su perrita y no había tenido tiempo de leer nada ni de hacer la crítica. Menos aun Confuso contra los marcianos, por culpa del cual precisamente había perdido a su perrita. La había dejado en la vereda para entrar a la librería a comprar ese libro y al salir, cinco minutos después, no había ni rastro de Nerviosa. «Maldito libro», había gritado Irina en ese momento.
Después había recorrido el barrio, cuadra por cuadra, preguntándoles a los diarieros, floristas, policías, a los que atendían los puestos de artesanías del parque y cuanta persona se había cruzado, sin obtener ningún dato.
De todas formas no tenía más remedio que cumplir con su trabajo, así que desconectó el teléfono, apagó la radio y trató de concentrarse en la lectura. Su perra sabía leer y muchas veces esa parte del trabajo la hacían juntas. De hecho, la opinión de Nerviosa era muy tenida en cuenta por Irina al escribir sus críticas.
Pese a su mal estado de ánimo a las dos horas había terminado con la lectura y ya tenía una opinión clara sobre el libro. Escribió la crítica en quince minutos, la envió por correo electrónico y, más aliviada, se apoyó en la ventana mientras tomaba un té. Ya era de noche.
—¡Maldición! —dijo de pronto, al ver que su sombra, proyectada desde la sala de su casa hacia la vereda, estaba conversando con el señor pelado, allá abajo.
Se retiró hacia el interior pero en ese preciso instante escuchó unos ladridos que le eran familiares.
—¡Nerviosa! —exclamó, y bajó corriendo las escaleras.