a Escuela de Ángeles funcionaba en una nube esponjosa y oscura, que iba y venía suavemente por el cielo. Al divisarla desde allá abajo, en la tierra, los meteorólogos de la televisión se apuraban a pronosticar horribles tormentas. Pero se equivocaban: la nube era oscura debido a la poca prolijidad de los angelitos alumnos que la manchaban con sus dedos untados de chocolate o la rayaban con marcadores.
La educación de los ángeles incluía un ciclo inicial en el que se recibían de ángeles de la guarda, y una especialización final, de un año. Las especializaciones eran de lo más diversas: «Protector de niños torpes».
«Protector de abuelos que suelen extraviar sus dentaduras postizas».
«Protector de personas de manos temblorosas, dedicadas a coleccionar frágiles animalitos de cristal».
Y mil cuatrocientas noventa más.
A cada persona, grande o pequeña, gorda o delgada, se le destinaba un ángel de la guarda. Lo mismo a cada gallina, gato, serpiente, mosca, cocodrilo o lo que fuera.
En la Administración del Cielo trataban de que ese ángel estuviera bien preparado para resolver cualquier tipo de problema. Así, la tarea diaria de un ángel de la guarda podía resultar bastante complicada, porque hay personas que en el mismo día se caen de una escalera, untan la tostada con crema dental o estornudan en la cara de un policía. El ángel debía estar atento para evitar esos accidentes.
Para un ángel de la guarda responsable de su trabajo, un día completo de cuidar a alguien distraído o amante del peligro parecía durar cien horas.
Por esa razón, una vez terminada la escuela común, muchos elegían una especialización más agradable y divertida: ángel cupido. Esta nube oscura precisamente era una de las escuelas especiales destinadas a formar cupidos que ya se habían recibido de ángeles.
Como todo el mundo sabe, un ángel cupido se especializa en el arte de hacer que dos seres se enamoren. Su tarea es menos complicada que la de un ángel de la guarda. No es lo mismo tener que impedir que un niño arrastre de los pelos a su hermanito o se trague el control remoto del televisor, que andar por allí viendo a quién flechar para que se enamore.
Los ángeles cupidos suelen ser más bulliciosos y alegres que los ángeles de la guarda y por eso la nube oscura era la más ruidosa del cielo, y especialmente lo era aquella tarde en que se celebraba la entrega de diplomas.
Esta historia precisamente comienza el día de la Gran Fiesta de Fin de Año, un 13 de diciembre.
Los alumnos estaban formados, y frente a ellos se encontraban las autoridades y los maestros. La ceremonia era interminable. Como los angelitos son eternos, sus fiestas y ceremonias pueden durar muchísimo e incluir decenas de canciones y montones de discursos.
Pero de todos, éste era el momento de mayor expectativa porque después de los catorce discursos de las autoridades y del director, se daba lugar a la entrega de diplomas, destacándose con uno especial al mejor alumno del año.
Hitoshi, el más sobresaliente de los alumnos, seguía con nerviosismo el desarrollo del acto. No lo inquietaba tanto que le hubieran asignado la fila trece y el asiento trece, porque siempre, hiciera lo que hiciera, le tocaba ese número. Pero sí hubiera preferido no ser el mejor con tal de no tener que subir al escenario y tener que agradecer, hablando por el micrófono. Temía tropezar al subir la escalera, estornudar cuando le entregaran el diploma o tartamudear y equivocarse cuando le tocara pronunciar sus palabras de agradecimiento.