EPÍLOGO
BAÑADOS EN LUZ
Egwene trabajaba a la luz de dos lámparas de bronce que tenían la forma de una mujer con las manos enlazadas en alto y la llama brotando de las palmas. La plácida luz amarilla se reflejaba en la curvatura de manos, brazos y caras de las figuras. ¿Simbolizaban la Torre Blanca y la Llama de Tar Valon? ¿O eran en cambio representaciones de una Aes Sedai que tejía Fuego? Quizá sólo eran reliquias del gusto de alguna Amyrlin del pasado.
Había una a cada lado del escritorio. Un escritorio de verdad, por fin, con un sillón de verdad en el que sentarse. Se encontraba en el estudio de la Amyrlin, de donde se había quitado todo lo relacionado con Elaida, lo cual significaba que el estudio se había quedado desmantelado, con las paredes vacías, los paneles de madera sin cuadros ni tapices que los adornasen, las mesas auxiliares sin ninguna obra de arte. Incluso se habían vaciado las estanterías, no fuera a ser que se molestara si encontraba alguna pertenencia de Elaida.
Cuando Egwene vio lo que habían hecho, ordenó guardar bajo llave todos los efectos personales de Elaida, vigilados por mujeres de su confianza. Entre todos esos objetos habría pistas sobre los planes de Elaida. Podrían ser tan sencillas como notas ocultas entre las páginas de un libro, dejadas ahí para ser revisadas posteriormente, o podrían ser tan crípticas como la correlación entre los libros que había estado leyendo o los objetos que guardaba en los cajones del escritorio. Sin embargo, no tenían a Elaida para poder preguntarle nada, de modo que no había forma de saber si alguna de sus tramas se volvería contra la Torre Blanca más adelante. Egwene tenía intención de revisar esos objetos y luego interrogar a todas y cada una de las Aes Sedai que habían estado en la Torre para así determinar qué pistas podían esconder.
No obstante, de momento tenía otras cosas de las que ocuparse. Sacudió la cabeza y dio la vuelta a otra página del informe de Silviana. En verdad, la mujer estaba demostrando ser una Guardiana eficaz, con mucha más habilidad de la que Sheriam había demostrado jamás. Las mujeres que habían apoyado a la Torre Blanca respetaban a Silviana, y el Ajah Rojo daba la impresión de haber aceptado, al menos en parte, la oferta de paz de Egwene al haber elegido a una de las suyas como Guardiana.
Por supuesto, Egwene tenía también dos cartas de tajante desaprobación —una de Romanda y la otra de Lelaine— debajo de la pila de papeles. Las dos mujeres le habían retirado su efusivo apoyo casi con tanta rapidez como se lo habían dado. En ese momento se discutía qué hacer con las damane que Egwene había capturado durante el ataque a la Torre Blanca, y a ninguna de las dos le gustaba la elección de Egwene de entrenarlas como Aes Sedai. Por lo visto Romanda y Lelaine iban a buscarle las vueltas durante años.
Apartó el informe a un lado. Estaba mediada la tarde y la luz entraba por las rendijas de las tablillas de las contraventanas del balcón. No las abrió, pues prefería el sosiego que ofrecía estar a media luz; la soledad resultaba grata.
La escasa decoración de la habitación no le quitaba el sueño, por el momento. Sí, cierto, le recordaba el estudio de la Maestra de las Novicias más de la cuenta, pero ningún tapiz conseguiría que olvidara los recuerdos de su cautiverio y menos aún siendo Silviana su Guardiana. Eso estaba bien. ¿Por qué iba a querer olvidar esos días? En ellos había alcanzado algunas de sus más gratificantes victorias.
Aunque, por supuesto, no le importaba en absoluto poder sentarse sin torcer el gesto con una mueca de dolor.
Esbozó una sonrisa al empezar a leer el siguiente informe de Silviana, pero después frunció el entrecejo. La mayor parte de las mujeres del Ajah Negro que se encontraban en la Torre habían huido. Ese informe, escrito con la caligrafía cuidada y fluida de Silviana, explicaba que se había conseguido atrapar a varias Negras en las horas siguientes a la ascensión de Egwene, pero eran las más débiles del grupo. Sesenta hermanas Negras habían escapado, entre ellas una Asentada —como ya se había percatado Egwene en la ceremonia de su ascensión a la Sede— cuyo nombre figuraba en la lista de Verin. La desaparición de Evanellein indicaba claramente que pertenecía al Ajah Negro.
Egwene pasó a otro informe y de nuevo arrugó la frente. Era una lista de todas las mujeres que había en la Torre Blanca, una amplia relación de varias páginas con los nombres separados por Ajahs. Muchos de los nombres tenían una anotación al lado: Negra, huida; Negra, capturada; Apresada por los seanchan.
Ese último grupo era mortificante. Saerin, previsora, había hecho un censo tras el ataque para establecer con exactitud quiénes habían sido capturadas. Casi cuarenta iniciadas —entre ellas cerca de dos docenas de Aes Sedai de pleno derecho— secuestradas en la noche. Parecía un cuento para niños a la hora de dormir, como advertencia de que los Fados se llevaban a los que eran malos. Esas mujeres serían maltratadas, encerradas y convertidas en simples herramientas.
Egwene tuvo que hacer un esfuerzo para no llevarse la mano al cuello, donde antaño había tenido ceñido el collar. ¡No era ése el asunto en el que estaba centrada en esos momentos, maldición!
Tras el ataque, se había visto sanas y salvas a todas las integrantes del Ajah Negro anotadas en la lista de Verin, pero la mayoría había escapado antes de la llegada de Egwene a la Torre para ocupar la Sede. Velina había huido, así como Chai y Birlen. Y Alviarin, ya que las cazadoras de Negras no habían logrado llegar tiempo para atraparla.
¿Qué las había puesto sobre aviso? Por desgracia, era probable que tuviera que ver con la captura de las Negras en el campamento rebelde. A Egwene le había preocupado que se le fuera la mano, pero ¿qué otra opción tenía? Su única esperanza era apresar a todas las Negras del campamento y confiar en que la noticia no llegara a la Torre Blanca.
Pero se había corrido la voz. Habían capturado a las que quedaban en la Torre y las había hecho ejecutar. Luego había ordenado que todas las hermanas de la Torre juraran de nuevo sobre la Vara Juratoria. Ni que decir tiene que no les había gustado, pero saber que todas las mujeres del campamento rebelde lo habían hecho las convenció. Y, si no fue por eso, seguro que lo consiguió la noticia de que Egwene había ejecutado a su Guardiana. A decir verdad, fue un alivio que Silviana se ofreciera a jurar la primera, delante de toda la Antecámara, para demostrar que no pertenecía al Negro. Egwene repitió una vez más la prueba y luego comunicó a la Antecámara, con toda sinceridad, que había estado presente mientras todas y cada una de las mujeres del campamento demostraban que no eran Amigas Siniestras. Habían capturado tan sólo a tres mujeres que no figuraban en la lista de Verin. Sólo a tres. ¡Qué precisión! Una vez más se había puesto de manifiesto el buen hacer de Verin.
Egwene dejó a un lado el informe. Aún la carcomía saber que habían escapado esas mujeres. Conocía el nombre de sesenta Amigas Siniestras y se le habían escapado de las manos. Un total de ochenta mujeres, si se contaban las que habían escapado del campamento rebelde.
«Te encontraré, Alviarin —pensó Egwene, tamborileando con los dedos sobre la lista—. Os encontraré a todas. Fuisteis una infección dentro de la Torre. La peor, y no permitiré que se extienda».
Dejó la hoja a un lado y tomó otra lista. En esa hoja había pocos nombres. Eran los de todas las mujeres de la Torre no incluidas en la lista de Verin y que o habían sido capturadas por los seanchan o habían desaparecido a raíz del ataque.
Verin había sospechado que una de las Renegadas, Mesaana, se escondía en la Torre, y la confesión de Sheriam lo corroboraba. Prestar los juramentos de nuevo sobre la Vara no había desenmascarado a ninguna Amiga Siniestra de gran poder. Con suerte, el acto de prestar de nuevo los Juramentos ayudaría a aliviar la tensión entre los Ajahs. Así dejarían de preocuparse por si había Negras entre ellas. Por supuesto, también podría debilitar a las Aes Sedai, pues era una prueba de que el Ajah Negro había existido en la Torre, para empezar. De cualquier manera, aún había un problema. Egwene volvió a mirar la lista que tenía delante. Todas las mujeres de la Torre Blanca habían demostrado que no eran Amigas Siniestras. Se sabía a ciencia cierta la suerte corrida por cada mujer de la lista de Verin: había sido ejecutada o arrestada o capturada por los seanchan; o había huido de la Torre el día de la ascensión de Egwene o estaba ausente de la Torre en ese momento… o desde hacía un tiempo. Las hermanas tenían instrucciones de mantenerse alertas a la aparición de cualquiera de esas mujeres.
Quizá les había sonreído la suerte y la Renegada era una de las mujeres secuestradas por las seanchan. Pero Egwene no confiaba mucho en ese tipo de suerte. No se capturaba a una Renegada con tanta facilidad. En primer lugar, seguro que sabría que iban a atacar.
Eso dejaba tres nombres en la lista que sostenía Egwene. Nalasia Merhan, una Marrón; Teramina, una Verde; y Jamilila Norsish, una Roja. Todas eran muy débiles en el Poder. Las mujeres de esa lista llevaban años en la Torre. Parecía improbable que Mesaana se hubiera hecho pasar por una de ellas y que lo hubiera hecho tan bien que nadie se diera cuenta de su subterfugio.
Egwene tenía una corazonada. Una premonición, quizá. O, al menos, un temor. Esos tres nombres eran los únicos en los que se podría esconder la Renegada; pero ninguna de ellas encajaba, ni lo más mínimo. La estremeció un escalofrío. ¿Acaso Mesaana seguía oculta en la Torre?
Si era así, sabía una forma de eludir la vinculación de la Vara Juratoria.
Sonó una suave llamada a la puerta, que un momento después se abría apenas una rendija por la que se asomó Silviana.
—Madre —llamó. Egwene levantó la vista, con las cejas enarcadas—. Creí que querríais ver una cosa —explicó la Roja mientras entraba en el estudio; llevaba de nuevo el pelo negro recogido en un moño bien hecho y la estola roja de Guardiana sobre los hombros.
—¿Qué es?
—Deberíais venir a verlo.
Vencida por la curiosidad, Egwene se levantó del sillón. No había tensión en la voz de Silviana, por lo que no podía ser nada grave. Las dos mujeres abandonaron el estudio y caminaron alrededor de la zona exterior del edificio en dirección a la Antecámara de la Torre. Al llegar allí, Egwene enarcó de nuevo una ceja. Silviana le indicó con un gesto que entrara.
La Antecámara no estaba en sesión, por lo que los asientos se encontraban vacíos. Sobre unas sábanas blancas extendidas en un rincón se veían herramientas de albañilería esparcidas, y un grupo de trabajadores, vestidos con pantalón de peto marrón y camisa blanca con las mangas recogidas, se agrupaba delante del agujero que los seanchan habían causado en la pared. Egwene había ordenado que se colocara un rosetón en el hueco —en lugar de cerrarlo del todo con obra— como recordatorio de que la Torre Blanca había sido atacada y como advertencia para evitar que tal cosa volviera a suceder. Sin embargo, antes de comenzar con el rosetón, los albañiles estaban arreglando la pared y preparando el encastre para acoplarlo como era debido.
Egwene y Silviana entraron sin hacer ruido en la sala y bajaron por la corta rampa hacia el piso de la cámara, pintado de nuevo con los colores de los siete Ajahs. Los albañiles las vieron y se apartaron con respeto; uno de ellos se descubrió la cabeza y se llevó la gorra al pecho. Tras cruzar la sala y llegar delante del agujero, Egwene contempló lo que Silviana quería que viera desde allí.
Después de tanto tiempo, las nubes se habían abierto por fin de manera que formaban un círculo alrededor del Monte del Dragón. El sol brillaba radiante e iluminaba la lejana cima cubierta de nieve. La boca del cráter y el pico más alto de la montaña resquebrajada estaban bañados en luz. Era la primera vez que Egwene recordaba ver la luz del sol desde hacía semanas. Puede que hiciera más tiempo.
—Unas novicias fueron las primeras en darse cuenta, madre —dijo Silviana mientras se ponía a un lado—. Y las noticias se propagan con rapidez. ¿Quién iba a pensar que un pequeño círculo de luz iba a causar tanto alboroto? En realidad es algo normal, sin importancia. Nada que no hayamos visto antes, pero…
En aquello había algo de hermoso. La luz, bajando en una columna firme y pura. Lejana, aunque impactante. Era como ver algo olvidado, pero que de alguna manera seguía siendo familiar, algo que brillaba desde un recuerdo lejano para irradiar calor de nuevo.
—¿Qué significará? —preguntó Silviana.
—No lo sé, pero me alegra verlo —respondió Egwene. Tuvo una fugaz vacilación—. La abertura en las nubes es demasiado regular para que sea un suceso natural. Marca el día de hoy en los calendarios, Silviana. Algo ha ocurrido. Con el tiempo, quizá sepamos qué ha sido.
—Sí, madre —respondió Silviana mientras echaba otra mirada por el agujero.
Egwene se quedó de pie junto a la Guardiana en lugar de regresar a su estudio de inmediato. Era relajante contemplar esa luz lejana, tan acogedora, tan noble.
«Pronto llegarán las tormentas —parecía decir—, pero de momento, estoy aquí».
Estoy aquí.