22
LO ÚLTIMO QUE PODÍAN HACERLE
Semirhage se encontraba sola en el pequeño cuarto, sentada. Le habían quitado la silla y no le habían dejado ni una linterna ni una vela.
¡Maldita fuera esta era y malditas sus gentes! Lo que daría por unos globos radiantes en la pared. Por supuesto, ella había encerrado en la más absoluta oscuridad a varios de sus experimentos; pero eso era diferente, porque era importante descubrir el efecto que tenía en ellos la falta de luz. En la decisión de dejarla a oscuras de esas mal llamadas Aes Sedai que la retenían no había un motivo racional, sólo lo hacían para humillarla.
Se ciñó los brazos con más fuerza, acurrucada contra la pared de madera. No lloró. ¡Era una de los Elegidos! ¿Y qué, si se había visto obligada a humillarse? No se había venido abajo.
Sin embargo… Esas necias Aes Sedai ya no la miraban como antes. Ella no había cambiado, pero esas mujeres sí. De algún modo, de un plumazo, esa condenada mujer con la red de paralización en el cabello había destruido la autoridad que ejercía sobre todas ellas.
¿Cómo? ¿Cómo había perdido el control con tanta rapidez? Se estremeció al recordar cuando esa mujer la había tendido sobre sus rodillas y se había puetso a darle azotes con la mano. Y el desempacho y la displicencia con que lo había hecho. La había tratado —¡a ella, Semirhage, una de los Elegidos!— como si no mereciera la pena tenerla en cuenta. Eso le había escocido más que los golpes.
No volvería a pasar. La próxima vez estaría preparada para los golpes y no les daría importancia. Sí, eso funcionaría, ¿verdad?
De nuevo se estremeció. Había torturado a centenares, tal vez a miles de personas en nombre del entendimiento y la razón. La tortura tenía sentido. Uno veía realmente de qué estaba hecha una persona, en más de un sentido, cuando empezaba a trincharla. Ésa era una frase que había utilizado en numerosas ocasiones y, por lo general, la hacía sonreír.
Esta vez no fue así.
¿Por qué no le provocaban dolor? Dedos rotos, cortes en la carne, ascuas en el doblez de los brazos… Se había preparado mentalmente para afrontar todas esas cosas; de hecho, una pequeña y anhelante parte de sí misma las esperaba deseosa.
Pero ¿esto? ¿Verse obligada a ingerir comida en el suelo? ¿Que la trataran como a una niña delante de quienes la habían mirado con tanto respeto?
«La mataré —pensó no por primera vez—. Le arrancaré los tendones, uno a uno, usando el Poder para curarla a fin de que viva para experimentar el dolor. No, no. Le haré algo nuevo. ¡Le enseñaré lo que es un dolor agónico como nadie ha conocido en ninguna era!».
—Semirhage. —Un susurro.
Se quedó petrificada y alzó la vista en la oscuridad. Esa voz había sonado suave, pero también penetrante y mordiente como un viento helado. ¿Lo habría imaginado? Él no podía estar allí, ¿verdad que no?
—Has fracasado de forma estrepitosa, Semirhage —prosiguió la voz, muy suave.
Una luz tenue brillaba por debajo de la puerta, pero la voz sonaba dentro de la celda. La luz pareció hacerse más intensa y adquirió un vivo tinte rojo que iluminó el repulgo de la capa negra de una figura plantada ante ella. Alzó la vista. La luz rojiza reveló un rostro blanco, del color de piel muerta. El rostro no tenía ojos.
De inmediato se arrodilló en el suelo postrándose en la vieja madera. Aunque la figura que estaba ante ella tenía apariencia de Myrddraal era mucho más alto y mucho, muchísimo más importante que cualquier otro Fado. Se estremeció al recordar la voz del Gran Señor hablándole:
Cuando obedeces a Shaidar Haran, me obedeces a mí. Cuando le desobedeces…
—Tenías que capturar al chico, no matarlo —musitó la figura con un siseo que semejaba vapor escapando a través de una rendija entre la olla y la tapadera—. Lo privaste de una mano y casi de la vida. Te has revelado al mundo y has perdido unos peones valiosos. Te han capturado tus enemigos y ahora te han quebrantado.
Se notaba la sonrisa de los labios en la voz. Shaidar Haran era el único Myrddraal al que Semirhage había visto sonreír. Claro que ella no creía que esa cosa fuera de verdad un Myrddraal.
No refutó los cargos. Ante aquella figura uno no mentía; ni siquiera alegaba excusas.
De repente, el tejido que la escudaba desapareció y Semirhage contuvo la respiración. ¡Volvía a sentir el Saidar, el dulce Poder! Sin embargo, cuando hizo intención de abrazarlo, vaciló. Esas pobres imitaciones de Aes Sedai que estaban fuera lo notarían si encauzaba.
Una mano fría, de largas uñas, le rozó la barbilla; el tacto de esa carne era como el de cuero muerto. Le hizo alzar la cabeza para que se encontrara con la mirada sin ojos.
—Se te ha dado esta última oportunidad —susurraron los labios con aspecto de gusanos—. No… falles… más…
La luz se apagó y la mano se apartó de la barbilla de Semirhage, que continuó de rodillas mientras trataba de superar el terror. Una última oportunidad. El Gran Señor siempre sancionaba los fracasos con métodos… imaginativos. Ella misma había aplicado esos escarmientos y no sentía el menor deseo de sufrirlos, porque harían parecer un juego de niños cualquier tortura o castigo que esas Aes Sedai pudieran imaginar.
Hizo un esfuerzo para ponerse de pie y tanteó a su alrededor. Así llegó a la puerta y, conteniendo la respiración, probó a abrirla.
La puerta cedió y salió del cuarto procurando que los goznes no chirriaran. Fuera yacían tres cuerpos en el suelo, desplomados de las sillas que habían ocupado. Eran las mujeres que mantenían el escudo. Y había alguien más allí, arrodillada en el suelo delante de las tres, inclinada la cabeza. Una de las Aes Sedai. Vestía de verde, tenía el cabello castaño y lo llevaba sujeto en una cola de caballo.
—Vivo para serviros, Insigne Señora —musitó la mujer—. Me han dado instrucciones de que os diga que hay una Compulsión en mi mente que tenéis que anular.
Semirhage enarcó una ceja; no se había dado cuenta de que hubiera una Negra entre las Aes Sedai de allí. Deshacer la Compulsión podía tener un efecto muy… desagradable en una persona. Si era una Compulsión fuerte… En fin, resultaría muy interesante de ver.
—Asimismo —continuó la mujer al tiempo que le tendía algo envuelto en un paño— he de entregaros esto.
Apartó la tela y dejó a la vista un collar metálico de color oscuro y sin brillo, así como dos brazaletes. El Dogal de Dominio. Confeccionado durante el Desmembramiento, guardaba un extraordinario parecido con el a’dam en el que Semirhage había estado trabajando tanto tiempo.
Con ese ter’angreal se podía controlar a un encauzador varón. Por fin una sonrisa se abrió paso a través del miedo de Semirhage.
Rand había estado en la Llaga una sola vez, aunque recordaba de forma vaga haber ido a esa zona en varias ocasiones, antes de que la Llaga infectara la tierra. Recuerdos de Lews Therin, no suyos.
El demente había empezado a gruñir y mascullar con ira mientras cabalgaban a través del breñal saldaenino. Incluso Tai’daishar se iba mostrando asustadizo a medida que avanzaban hacia el norte.
Saldaea era un paisaje pardo de monte bajo y matorrales en suelo oscuro, ni de lejos tan árido como el Yermo de Aiel, pero allí era difícil encontrar terreno fértil o frondoso. Las casonas eran comunes, pero casi parecían fortalezas, y los chiquillos actuaban como guerreros adiestrados. Lan le había dicho en cierta ocasión que entre las gentes de las Tierras Fronterizas un chico se convertía en hombre cuando se ganaba el derecho de empuñar una espada.
—¿Se os ha ocurrido pensar que lo que estamos haciendo aquí podría constituir una invasión? —inquirió Ituralde, que cabalgaba a la izquierda de Rand.
Éste hizo un gesto con la cabeza en dirección a Bashere, que cabalgaba a su derecha a través de la maleza.
—Traigo conmigo tropas de su propia estirpe —respondió luego—. Los saldaeninos son mis aliados.
—¡Dudo que la reina lo vea de ese modo, amigo mío! —dijo Bashere riendo—. Han pasado muchos meses desde la última vez que recibí órdenes suyas. Vaya, pero si no me sorprendería que hubiera pedido mi cabeza a estas alturas.
—Soy el Dragón Renacido. —Rand volvió la vista al frente—. No es una invasión marchar contra las fuerzas del Oscuro.
Más adelante se alzaban las estribaciones de las Montañas Funestas; tenían un matiz oscuro, como si las laderas estuvieran cubiertas con una capa de hollín.
¿Qué haría él si otro monarca utilizara un acceso para situar casi cincuenta mil combatientes dentro de sus fronteras? Era un acto de guerra, pero las fuerzas fronterizas se hallaban lejos, haciendo sólo la Luz sabía qué, y no estaba dispuesto a dejar estas tierras desprotegidas. A una hora de distancia a caballo, los domani de Ituralde habían instalado un campamento fortificado junto a un río que nacía en las tierras altas del Fin del Mundo. Rand había inspeccionado el campamento y pasado revista a las tropas, tras lo cual Bashere sugirió cabalgar un rato para reconocer la Llaga. Los exploradores habían quedado sorprendidos por la rapidez con que avanzaba la infección, y Bashere consideró importante que Ituralde y Rand lo vieran por sí mismos. Rand estuvo de acuerdo con él. A veces los mapas no mostraban la realidad que se descubría al verla directamente.
El sol se dirigía hacia el horizonte como un ojo adormilado. Tai’daishar golpeó el suelo con el casco y sacudió la cabeza. Rand alzó una mano para que se detuviera el grupo formado por dos generales, cincuenta soldados y otras tantas Doncellas, con Narishma cerrando la marcha para tejer los accesos.
Hacia el norte, en una vertiente poco profunda, matorrales y arbustos achaparrados se mecían al viento como olas. No había una línea específica que marcara dónde empezaba la Llaga —una mancha en una brizna aquí, un matiz enfermizo en un tallo allá—; cada mota en sí era inocua, pero había demasiadas; en exceso. En lo alto de la ladera no quedaba ni una sola planta que no tuviera marcas. La plaga parecía empeorar y extenderse incluso mientras la observaban.
En la Llaga había una sensación untuosa, de plantas que sobrevivían a duras penas, que se mantenían vivas como prisioneros famélicos, al mismo borde de la muerte. Si Rand hubiera visto algo así en un campo de Dos Ríos le habría prendido fuego a toda la cosecha y le habría sorprendido que nadie lo hubiera hecho ya.
A su lado, Bashere se pasó los nudillos por el largo y oscuro bigote, atusándoselo.
—Recuerdo cuando aún recorrías varias leguas más sin que empezara la infección —apuntó—. Y de eso no hace tanto.
—Ya tengo patrullas recorriendo la linde —informó Ituralde, que contemplaba el enfermizo paisaje—. Todos los informes dicen lo mismo: está todo muy tranquilo ahí fuera.
—Eso debería bastar como advertencia de que algo va mal —dijo Bashere—. Siempre hay que luchar contra patrullas o incursiones de trollocs. Y si no son ellos, entonces se debe a que algo más temible los ahuyenta, como los Gusanos o los tábanos gigantes.
Ituralde, apoyado un brazo en la perilla de la silla, meneó la cabeza sin dejar de mirar la Llaga y dijo:
—No tengo experiencia en la lucha contra esas criaturas. Sé cómo piensan los hombres, pero los grupos de asalto trollocs no tienen líneas de suministros y sólo he oído historias sobre lo que los Gusanos son capaces de hacer.
—Dejaré algunos oficiales de Bashere con vosotros, como consejeros —ofreció Rand.
—Sí, sería una ayuda —contestó Ituralde—, pero me pregunto si no sería mejor dejarlo a él aquí. Sus soldados podrían patrullar esta área y vos podríais utilizar mis tropas en Arad Doman. Sin ánimo de ofender, milord, ¿no os parece chocante tenernos trabajando a uno en el reino del otro?
—No.
No era chocante, sino frío razonamiento. Confiaba en Bashere, y los saldaeninos le habían servido bien, pero sería peligroso dejarlos en su tierra natal. Para empezar, Bashere era tío de la reina; y, por otro lado, ¿cómo reaccionarían sus hombres cuando sus propios compatriotas les preguntaran por qué se habían convertido en Juramentados del Dragón? Por extraño que pudiera parecer, Rand sabía que causaría una conflagración mucho menor dejando forasteros en suelo saldaenino.
El razonamiento respecto a Ituralde era igualmente implacable. Ese hombre le había prestado juramento, pero las lealtades podían cambiar. Allí, cerca de la Llaga, Ituralde y sus tropas tendrían pocas oportunidades de volverse contra él. Estaban en territorio hostil y los Asha’man de Rand serían el único medio rápido de regresar a Arad Doman. Por el contrario, si los dejaba en su tierra, Ituralde reuniría tropas y quizá decidiría que no necesitaba la protección del Dragón Renacido.
Era mucho más seguro tener a los ejércitos en territorio hostil. Rand detestaba pensar de esa forma, pero ésa era una de las principales diferencias entre el hombre que había sido y el hombre en que se había convertido. Sólo uno de esos hombres podría hacer lo que debía hacerse, por mucho que odiara tener que hacerlo.
—Narishma —llamó Rand—. Un acceso.
No tuvo que volverse para notar que Narishma asía el Poder Único y empezaba a tejer. La sensación le produjo cosquilleo a Rand; un cosquilleo tentador, pero lo combatió y lo rechazó. Cada vez le costaba más trabajo aferrar el Poder sin vomitar, y no estaba dispuesto a vaciar el estómago delante de Ituralde.
—Tendréis cien Asha’man a finales de semana —le dijo a Ituralde—. Sospecho que sabréis hacer buen uso de ellos.
—Sí, me parece que haré eso exactamente.
—Quiero informes a diario, incluso si no ocurre nada —respondió Rand—. Enviad a los mensajeros a través de un acceso. Dentro de cuatro días mandaré levantar el campamento para trasladarnos a Bandar Eban.
Bashere gruñó; era lo primero que Rand decía sobre ese movimiento. Rand hizo volver grupas al caballo y se dirigió hacia el amplio acceso que se había abierto detrás de ellos. Siendo las primeras como siempre, algunas de las Doncellas ya lo habían atravesado. Narishma se encontraba a un lado, con el oscuro cabello tejido en dos largas trenzas adornadas con campanillas. También él había sido un fronterizo antes de convertirse en Asha’man. Demasiadas lealtades entremezcladas. ¿Qué estaría en primer lugar para Narishma? ¿Su patria? ¿Rand? ¿La Aes Sedai de la que era Guardián? Rand estaba bastante seguro de que ese hombre era leal; se contaba entre los que habían acudido a los pozos de Dumai. Pero los enemigos más peligrosos eran aquellos que uno daba por sentado que eran de fiar.
«¡No se puede confiar en ninguno de ellos! —afirmó Lews Therin—. Jamás debimos permitir que se nos acercaran tanto. ¡Se revolverán contra nosotros!».
El pobre demente siempre tenía problemas con otros varones capaces de encauzar. Rand azuzó a Tai’daishar para que avanzara e hizo caso omiso de las incoherencias de Lews Therin, aunque oír su voz lo llevó a revivir lo de aquella noche. La noche en que había soñado con Moridin y no había habido Lews Therin en su mente. A Rand le revolvía el estómago saber que sus sueños ya no eran seguros; había llegado a considerarlos como un refugio. Las pesadillas podrían asaltarlo, cierto, pero eran sus propias pesadillas.
¿Por qué Moridin había acudido a ayudarlo en Shadar Logoth durante la lucha con Sammael? ¿Qué complejas tramas estaba tejiendo? Había afirmado que era Rand quién había invadido su sueño, no al revés, pero ¿no sería ésa otra mentira?
«Tengo que destruirlos —pensó—. A todos los Renegados. Y esta vez he de hacerlo para siempre. He de ser inexorable».
Sólo que Min no quería que fuera duro. Y a ella precisamente no quería asustarla. Con Min no se jugaba; puede que lo llamara palurdo, pero no mentía, y eso lo hacía querer ser el hombre que ella deseaba que fuera. Pero ¿se arriesgaría? ¿Un hombre capaz de reír sería capaz también de afrontar lo que debía hacerse en Shayol Ghul?
Para vivir, debes morir, fue la respuesta que le habían dado a una de sus tres preguntas. Si tenía éxito, su recuerdo —su legado— perduraría tras su muerte. No deseaba morir, pero ¿quién quería? Los Aiel afirmaban que no buscaban la muerte, aunque la abrazaban cuando llegaba.
Entró en el acceso, Viajando de vuelta a la casona de Arad Doman y su anillo de pinos que rodeara el prado pisoteado y marrón y las largas hileras de tiendas. Había que ser un hombre duro para afrontar la propia muerte luchando contra el Oscuro mientras derramabas la sangre en las rocas de Shayol Ghul. ¿Quién tendría ganas de reír con semejante perspectiva?
Sacudió la cabeza. Tener en la mente a Lews Therin tampoco ayudaba.
«Ella tiene razón», dijo de repente Lews Therin.
«¿Ella?», preguntó Rand.
«La chica bonita. La del pelo corto. Dice que tenemos que romper los sellos. Tiene razón».
Rand se quedó helado y sofrenó con brusquedad a Tai’daishar sin hacer caso del mozo que había acudido a ocuparse del caballo. Oír que Lews Therin estaba de acuerdo en…
«¿Y qué hacemos después de eso?», preguntó.
«Morimos. ¡Prometiste que moriríamos!».
«Sólo si derrotamos al Oscuro. Sabes que si gana él no habrá nada para nosotros. Ni siquiera la muerte».
«Sí… nada. Eso estaría bien. Ni dolor, ni remordimiento. Nada».
Rand tuvo un escalofrío. Si Lews Therin empezaba a pensar de ese modo…
«No, no habría nada. Nos arrebataría hasta el alma y el dolor sería peor, mucho peor», dijo Rand.
Lews Therin se echó a llorar.
«¡Lews Therin! —espetó Rand para sus adentros—. ¿Qué hacemos? ¿Cómo sellaste la Perforación la última vez?».
«No funcionó —susurró Lews Therin—. Utilizamos Saidin, pero tocamos al Oscuro con él. ¡Era la única forma! Tiene que tocarlo algo, algo que cierre el desgarro, pero él lo infectó. ¡El sello era débil!».
«Sí, pero ¿qué hacemos diferente?», insistió Rand.
Silencio. Rand permaneció inmóvil en la silla un instante y después desmontó y dejó a Tai’daishar a cargo del nervioso mozo para que se lo llevara. Las demás Doncellas entraron a través del amplio acceso, con Bashere y Narishma en la retaguardia. Rand no los esperó aunque vio a Deira Bashere —esposa de Davram— esperando fuera de la zona de Viaje. La alta y escultural mujer tenía el cabello oscuro con hebras blancas en las sienes; asestó a Rand una mirada de evaluación. ¿Qué haría si Bashere muriera al servicio de Rand? ¿Continuaría con él o conduciría a las tropas de vuelta a Saldaea? Tenía un carácter tan fuerte como su esposo; puede que más.
Rand pasó junto a ella y la saludó con un ligero cabeceo y una sonrisa antes de internarse en el campamento, en dirección a la casona. Así que Lews Therin no sabía cómo sellar la prisión del Oscuro. Entonces, ¿qué utilidad tenía esa voz? Así se abrasara… ¡Ese hombre había sido una de las pocas esperanzas que albergaba!
La mayoría de la gente sabía a qué atenerse y se apartaba de su camino al verlo cruzar el prado a zancadas. Rand recordaba otros tiempos en que no se sumía en tales estados de ánimo, unos tiempos en que sólo era un simple pastor. Rand el Dragón Renacido era un hombre completamente distinto, un hombre con responsabilidades y deberes. Tenía que serlo.
El deber. Pesado como una montaña. Él lo sentía como si estuviera atrapado entre su buena docena o más de montañas, todas moviéndose para destruirlo. Y, entre esas fuerzas, sus emociones parecían bullir por la presión. ¿Era pues de extrañar que saltaran de golpe, con un estallido?
Sacudió la cabeza y se acercó a la casona. Al este se alzaban las Montañas de la Niebla; el sol estaba a punto de meterse y una luz rojiza bañaba los picos. Tras ellos y hacia el sur, tan próximos que resultaba chocante, se encontraban Campo de Emond y Dos Ríos. Un hogar que no volvería a ver porque visitarlo sólo serviría para revelar a sus enemigos que era un lugar que quería. Se había esforzado mucho para hacerles creer que era un hombre sin afectos. A veces le daba miedo pensar que el embuste se había hecho realidad.
Montañas. Montañas pesadas como el deber. En este caso, el deber de la soledad, porque en alguna parte, hacia el sur de esas montañas tan cercanas, estaba su padre. Tam era su padre. Rand lo había decidido; no había conocido a su padre biológico, el jefe de clan Aiel llamado Janduin, y, aunque sin duda había sido un hombre de honor, Rand no se sentía inclinado a llamarlo «padre».
A veces Rand anhelaba oír la voz de Tam, echaba de menos su sabiduría. Era en esas ocasiones cuando Rand comprendía que debía ser más duro, porque tener un momento de debilidad —el de correr hacia su padre en busca de apoyo— destruiría casi todo aquello por lo que había trabajado; y probablemente significaría también la muerte de Tam.
Apartando la gruesa lona que ahora hacía las veces de puerta, entró en la casona a través del agujero quemado que había en la fachada, dando la espalda a las Montañas de la Niebla. Estaba solo. Era preciso que estuviera solo. Depender de cualquiera sería arriesgarse a ser débil cuando llegara a Shayol Ghul. En la Última Batalla no podría apoyarse en nadie salvo en sí mismo.
El deber. ¿Con cuántas montañas tenía que cargar un hombre?
Todavía olía a humo dentro de la casona. Lord Tellaen había protestado por el fuego de forma vacilante —aunque persistente— hasta que Rand ordenó indemnizarlo por los destrozos, a pesar de que la burbuja maligna no era culpa suya. ¿O sí? Ser ta’veren producía muchos y extraños efectos, desde hacer que la gente dijera cosas que en condiciones normales no diría, hasta ganarse la lealtad de quienes se habían mostrado indecisos. También era un foco que atraía problemas, incluidas esas burbujas. No había sido por elección suya, pero sí había sido su decisión quedarse en la casona.
En cualquier caso, Tellaen recibió una indemnización. Era una miseria si se comparaba con el montón de dinero que Rand gastaba para mantener sus ejércitos, e incluso eso era poco comparado con los fondos dedicados a llevar alimentos a Arad Doman y otras áreas con problemas. A ese paso, sus secretarios temían que no tardaría en ir a la bancarrota, a pesar de sus bienes en Illian, Tear y Cairhien. Rand no les había dicho que eso le daba igual.
Conduciría al mundo a la Última Batalla.
«¿Y ése será todo tu legado? —susurró una voz en un rincón de su mente. No era la de Lews Therin, sino la de su conciencia, esa parte de sí mismo que lo había empujado a fundar escuelas en Cairhien y en Andor—. ¿Quieres vivir después de morir? ¿Dejarás hambruna y caos a todos los que te seguirán a la guerra? ¿Será por la destrucción por lo que se te recordará?».
Rand sacudió la cabeza. ¡Él no podía arreglarlo todo! Sólo era un hombre. Mirar más allá de la Última Batalla era absurdo. No podía preocuparse por lo que sería el mundo después del conflicto, no podía. Hacerlo sería apartarse de su meta.
«¿Y cuál es la meta? —preguntó la voz—. ¿Es sobrevivir o es prosperar? ¿Dejarás puestas las bases para otro Desmembramiento o para otra Era de Leyenda?».
No tenía respuesta a esas preguntas. Lews Therin se soliviantó un poco y se puso a decir incoherencias. Rand subió la escalera hasta la segunda planta de la casona. Luz, qué cansado estaba.
¿Qué era lo que ese loco había dicho? ¿Qué había utilizado el Saidin para sellar la Perforación en la prisión del Oscuro? Eso se debía a que hubo muchas Aes Sedai de la época que se pusieron en contra de él y lo dejaron solo con los Cien Compañeros, los Aes Sedai varones más poderosos de aquel tiempo. Ninguna mujer. Las mujeres Aes Sedai habían considerado su plan demasiado temerario.
Rand tuvo la inquietante sensación de que casi recordaba aquellos acontecimientos, no lo que había ocurrido, sino la rabia, la desesperación, la decisión. ¿El error era, pues, no utilizar la mitad femenina del Poder junto con la masculina? ¿Fue eso lo que permitió que el Oscuro contraatacara y contaminara el Saidin, y abocara a la locura a Lews Therin y a los demás supervivientes de los Cien Compañeros?
¿Sería así de sencilla la respuesta? ¿Cuántas Aes Sedai harían falta? ¿Las necesitaría él? Eran muchas las Sabias capaces de encauzar. Seguro que tenía que haber algo más, que la solución no se reducía simplemente a eso.
Había un juego infantil, «Serpientes y zorros». Se decía que la única forma de ganar era saltarse las reglas. Entonces ¿qué pasaba con su otro plan? ¿Podría romper las reglas matando al Oscuro? ¿Era ésa una posibilidad que ni siquiera él, el Dragón Renacido, osaría considerar?
Cruzó el chirriante piso de madera del pasillo y abrió la puerta de su cuarto. Min, vestida con el pantalón verde adornado con bordados y una camisa de lino, se había acomodado en la cama recostada en los almohadones y pasaba las hojas de otro libro a la luz de la lámpara. Una criada entrada en años se movía afanosa por la habitación recogiendo los platos de la cena de Min. Rand se quitó la chaqueta y suspiró mientras flexionaba la mano.
Se sentó al borde de la cama al tiempo que Min dejaba a un lado el libro, un ejemplar titulado Deliberación exhaustiva sobre reliquias pre-Desmembramiento. Se sentó más incorporada y se frotó la nuca. Los cuencos repicaron cuando la criada los recogió, y la mujer inclinó la cabeza en un gesto de disculpa, tras lo cual se apresuró más para meterlos en un cesto.
—Otra vez te estás exigiendo más de la cuenta, pastor —dijo Min.
—Debo hacerlo.
La joven le pellizcó con fuerza el cuello, y él se encogió y soltó un gruñido.
—No, no debes —le dijo Min hablándole casi al oído—. ¿Es que no has prestado atención a lo que te he dicho? ¿Qué crees que podrás hacer si te agotas antes de la Última Batalla? ¡Luz, Rand, hace meses que no te oigo reír!
—¿Es que vivimos unos tiempos propicios para la risa? —preguntó él—. ¿Quieres que sea feliz mientras los niños mueren de hambre y los hombres se matan? ¿Habría de reírme al enterarme de que los trollocs aún se desplazan por los Atajos? ¿Debería sentirme contento porque la mayoría de los Renegados todavía andan por ahí, en alguna parte, fraguando el mejor modo de acabar conmigo?
—Bueno, no —contestó Min—. Por supuesto que no. Pero no debemos permitir que los problemas del mundo nos destruyan. Cadsuane dice que…
—Un momento —espetó mientras se giraba para mirarla de frente.
La joven se puso de rodillas en la cama, con la corta y oscura melena enroscándose en bucles por debajo del mentón; parecía sobresaltada por el tono que había utilizado.
—¿Qué tiene que ver Cadsuane en todo esto? —preguntó Rand.
—Nada. —Min arrugó el entrecejo.
—Te ha estado dictando lo que tienes que decir. ¡Te está utilizando para enredarme!
—No seas estúpido.
—¿Qué dice sobre mí?
—Le preocupa lo duro que te has vuelto. Rand, ¿qué pasa?
—Intenta dominarme, manipularme —contestó—. Y te está utilizando. ¿Qué le has contado, Min?
Min le pegó otro fuerte pellizco.
—No me gusta ese tono, palurdo. Tenía entendido que Cadsuane era tu consejera, así pues, ¿por qué iba a tener cuidado con lo que decía estando ella presente?
La criada seguía apilando platos. ¿Por qué diantres no se marchaba de una vez? Aquélla no era la clase de discusión que Rand quería tener delante de desconocidos.
Min no podía estar colaborando con Cadsuane, ¿verdad? No se fiaba de la Aes Sedai, lo mirase por donde lo mirase. Si había convencido a Min…
A Rand se le puso el corazón en un puño. No iba a sospechar ahora de Min, ¿verdad? Siempre había sido la persona en la que confiar por su sinceridad, la que no jugaba con él. ¿Qué haría si la perdiera?
«¡Así me abrase! Tiene razón, me he vuelto demasiado duro. ¿Qué va a ser de mí si empiezo a sospechar de quienes sé que me aman? —se reprochó—. No seré mejor que ese loco de Lews Therin».
—Min —empezó, en un tono mucho más suave—, quizá tengas razón. Quizás he ido demasiado lejos.
La joven se volvió para mirarlo, relajada, y entonces se quedó petrificada, con los ojos desorbitados por el horror.
Algo frío se cerró con un chasquido metálico en torno al cuello de Rand.
Al tiempo que se llevaba la mano al cuello, Rand giró velozmente sobre sí mismo. La criada estaba detrás, pero la forma de la mujer rielaba con una luz trémula. La figura de la criada desapareció, reemplazada por la de una mujer de tez oscura y ojos negros, con un gesto triunfal en el semblante afilado. Semirhage.
La mano de Rand tocó metal —un metal tan gélido que parecía hielo— ceñido contra la piel. Furioso, trató de desenvainar la espada de la funda negra con el dragón esmaltado, pero le fue imposible hacerlo. Las piernas le temblaban como si sostuvieran un peso increíble. Arañó el collar —los dedos todavía podía moverlos—, pero el metal parecía estar hecho de una sola pieza.
En aquel instante Rand sintió terror, pero de todos modos sostuvo la mirada a Semirhage, que sonreía de oreja a oreja.
—Llevo mucho tiempo esperando ponerte un Dogal de Dominio, Lews Therin —dijo la Renegada—. Qué curioso cómo se dan las circunstancias para que pasen las cosas, ¿no es cierto?
Hubo un destello en el aire, y Semirhage apenas tuvo tiempo de gritar antes de que algo desviara por poco el cuchillo… Un tejido de Aire, dedujo Rand, aunque no podía ver los flujos del Saidar. Con todo, el cuchillo de Min dejó un corte profundo en la mejilla de la Renegada antes de seguir su vuelo para ir a clavarse en la puerta de madera.
—¡Guardias! —gritó Min—. ¡A las armas, Doncellas! ¡El Car’a’carn está en peligro!
Semirhage maldijo, hizo un gesto con la mano y Min enmudeció. Rand se retorció con ansiedad en un intento —fallido— de asir el Saidin. Algo lo tenía inmovilizado. A la par que la amordazaban, unos tejidos de Aire sacaron a rastras a Min de la cama. Rand intentó correr hacia ella, pero de nuevo sus esfuerzos fueron en vano; las piernas se negaban a moverse, punto.
En aquel momento, la puerta del cuarto se abrió y otra mujer entró a buen paso. Echó una ojeada al pasillo, como si comprobara algo, y después cerró tras de sí. Elza. Un atisbo de esperanza alentó en Rand, pero la diminuta mujer se reunió con Semirhage y asió el otro brazalete del a’dam ceñido al cuello de Rand. La Aes Sedai alzó la vista hacia él, rojos los ojos y el gesto aturdido, como si algo la hubiera golpeado de pronto en la cabeza. No obstante, al verlo arrodillarse, sonrió.
—Así pues, por fin te alcanza tu destino, Rand al’Thor. Te enfrentarás al Gran Señor y perderás.
Elza. ¡Elza era una Negra, así se abrasara! Se le puso carne de gallina al notar que la mujer abrazaba el Saidar mientras se situaba junto a su señora. Ambas lo afrontaron, cada una de ellas con un brazalete; Semirhage se mostraba segura de sí misma en grado sumo.
Rand gruñó y se volvió hacia la Renegada. ¡No permitiría que lo atraparan así!
Semirhage se tocó el corte ensangrentado de la mejilla y chasqueó la lengua. Llevaba un vestido de color marrón apagado. ¿Cómo había escapado a la cautividad? ¿Y dónde había conseguido ese maldito collarín? ¡Él se lo había entregado a Cadsuane para que lo guardara y la Aes Sedai había jurado que estaría a buen recaudo!
—No vendrán guardias, Lews Therin —dijo Semirhage con aire ausente mientras levantaba la mano en la que llevaba el brazalete; un brazalete que hacía juego con el aro macizo que se ceñía al cuello de Rand—. He puesto salvaguardias al cuarto para que nadie oiga nada. Verás que ni siquiera puedes moverte a menos que yo te lo permita. De hecho, ya lo has intentado, y habrás comprobado lo fútil de tu esfuerzo.
Desesperado, Rand trató una vez más de asir el Saidin, pero no halló nada. Dentro de su mente Lews Therin se puso a gruñir y a sollozar, y Rand creyó que iba a sumarse a esos llantos. ¡Min! Tenía que llegar junto a ella. ¡Tenía que ser fuerte!
Hizo un esfuerzo para acercarse a Semirhage y a Elza, pero fue como si intentara mover las piernas de otra persona. Estaba atrapado en su propia cabeza, como Lews Therin. Abrió la boca para maldecir, pero sólo consiguió emitir un graznido.
—En efecto, tampoco puedes hablar sin permiso —dijo la Renegada—. Y te sugeriría que no vuelvas a intentar asir el Saidin, porque la experiencia te resultará muy desagradable. Cuando probé el Dogal de Dominio vi que era una herramienta mucho más elegante que esos a’dam seanchan, los cuales permiten una mínima libertad basándose en la náusea como un inhibidor. El Dogal de Dominio exige mucha más obediencia. Harás exactamente lo que yo desee. Por ejemplo…
Rand se incorporó y las piernas se le movieron en contra de su voluntad. Entonces, su propia mano se alzó y empezó a apretarle la garganta por encima de collar. Boqueó y se tambaleó; frenético, intentó de nuevo asir el Saidin.
Lo que encontró fue dolor; un dolor como si hubiera metido la mano en un tanque de aceite hirviendo y después el ardiente líquido se le hubiera introducido por las venas. Gritó, conmocionado por el dolor, y se desplomó en el suelo. El sufrimiento lo hizo retorcerse y empezó a verlo todo negro.
—¿Te das cuenta? —La voz de Semirhage le sonó lejana—. Ah, había olvidado cuán satisfactorio es esto.
El dolor era como un millón de hormigas metiéndosele por debajo de la piel hasta llegar al hueso; se arqueó, sacudido por espasmos.
«¡Estamos en el arcón otra vez!», gritó Lews Therin.
Y de repente, así fue; Rand veía los oscuros confines del arcón, aplastándolo. Tenía el cuerpo ulcerado por las palizas, la mente luchaba para conservar la cordura, frenética. Lews Therin había sido su única compañía; era una de las primeras veces que Rand recordaba haberse comunicado con el pobre demente. Lews Therin había empezado a responderle poco antes de aquel día.
Él no había querido ver a Lews Therin como una parte de sí mismo. La parte perturbada de su mente, la parte capaz de soportar el suplicio, aunque sólo fuera por la tortura que sufría ya; más dolor y más sufrimiento no significaban nada. Era imposible llenar una copa que ya había empezado a desbordarse.
Dejó de gritar. El dolor seguía allí, le hacía llorar los ojos, pero los gritos no salían; todo quedó en silencio.
Semirhage bajó la vista hacia él, ceñuda, la sangre goteándole del corte de la cara. Otra oleada de dolor lo asaltó. A quienquiera que fuera él.
Rand la miró de hito en hito. Callado.
—¿Qué haces? —inquirió ella, apremiante.
—Ya no se me puede hacer nada más —susurró.
Otra andanada de dolor. Lo conmocionó y algo dentro de él sollozó, pero de cara al exterior no hubo reacción en él. Y no porque contuviera los gritos, sino porque no sentía nada. El arcón, las dos heridas del costado corrompiéndole la sangre, las palizas, la humillación, los pesares y su suicidio. Matarse a sí mismo. Ahora, de forma repentina y descarnada, recordaba eso también. Después de todas esas cosas, ¿qué más podía hacerle Semirhage?
—Insigne Señora —empezó Elza mientras se volvía hacia la Renegada, todavía con un aire un tanto aturdido por algún motivo—, quizá deberíamos…
—Cállate, gusano —espetó Semirhage a la otra mujer; se limpió la sangre de la mejilla y después se miró los dedos—. Ésta es la segunda vez que esos cuchillos han probado mi sangre. —Sacudió la cabeza y entonces se volvió hacia Rand—. ¿Dices que no puedo hacerte nada más? Olvidas, Lews Therin, con quién estás hablando. El dolor es mi especialidad y aún eres poco más que un muchacho. He quebrantado hombres diez veces más fuertes que tú. Ponte de pie.
Él lo hizo. El dolor no había desaparecido; era evidente que la mujer quería seguir utilizándolo contra él hasta que obtuviera una reacción.
Obedeciendo órdenes no pronunciadas, Rand se volvió y vio a Min suspendida en el aire, atada por cuerdas invisibles de Aire. La joven tenía los ojos desorbitados por el terror, con los brazos sujetos a la espalda y la boca tapada por una mordaza de Aire.
—¿Que no puedo hacerte más, dices? —Semirhage soltó una risita.
Rand asió el Saidin, aunque no por propia iniciativa, sino por voluntad de la mujer. El fragor de Poder lo embistió, y lo asaltó la extraña náusea que aún no había conseguido explicarse. Cayó a gatas en el suelo y vomitó con un gemido mientras el cuarto giraba y se sacudía a su alrededor.
—Qué extraño —oyó decir a Semirhage, muy a lo lejos.
Rand sacudió la cabeza, asiendo todavía el Poder Único, debatiéndose con él como siempre había hecho con el Saidin, obligando a ese flujo poderoso y agitado a someterse a su voluntad. Era como encadenar una tormenta de aire, y eso ya era bastante difícil cuando estaba fuerte y sano, de modo que ahora era casi de todo punto imposible.
«¡Utilízalo! ¡Mátala ahora que puedes hacerlo!», gritó Lews Therin.
«No mataré a una mujer —pensó Rand, obstinado, una idea producto de la imaginación de alguien metido en un rincón de su mente—. Esa línea no la cruzaré».
Lews Therin bramó e intentó arrebatarle el Saidin, aunque sin éxito. De hecho, Rand descubrió que estaba tan incapacitado para encauzar de forma voluntaria como para dar un paso sin permiso de Semirhage.
Se irguió siguiendo su mandato, y el cuarto dejó de dar vueltas a su alrededor a medida que desaparecía la náusea. Y entonces empezó a crear tejidos complicados de Energía y Fuego.
—Sí, eso es —dijo Semirhage, casi para sí misma—. Veamos, a ver si me acuerdo… La forma masculina de hacer esto es tan rara a veces…
Rand realizó los tejidos y luego los empujó hacia Min.
—¡No! —gritó al tiempo que lo hacía—. ¡Eso no!
—Ah, ¿lo ves? Después de todo no es tan difícil quebrantarte —dijo Semirhage.
Los tejidos tocaron a Min, que se retorció de dolor. Rand siguió encauzando, y las lágrimas le brotaban de los ojos mientras dirigía los tejidos a través del cuerpo de la joven. Sólo le causaban dolor, pero lo hacían muy bien. Semirhage debía de haberle quitado la mordaza a Min, porque ésta empezó a chillar entre sollozos.
—¡Por favor, Rand! —suplicó—. ¡Por favor!
Rand bramó de rabia al tiempo que trataba de parar, sin conseguirlo. Sentía el dolor de Min a través de vínculo, sentía cómo se lo causaba.
—¡Basta ya! —gritó a voz en cuello.
—Suplica —ordenó la Renegada.
—Por favor —pidió llorando—. Por favor, te lo suplico.
De repente, cesó; los tejidos de tortura se deshicieron. Min colgaba en el aire, sacudida por los sollozos, la mirada desenfocada por la conmoción del dolor. Rand volvió a mirar a Semirhage y a la figura más pequeña de Elza, de pie a su lado. La Negra parecía aterrada, como si se hubiera metido en un asunto para el que no estaba preparada.
—Ahora te das cuenta de que siempre has estado destinado a servir al Gran Señor —dijo la Renegada—. Saldremos de este cuarto y nos ocuparemos de las mal llamadas Aes Sedai que me tuvieron prisionera. Viajaremos a Shayol Ghul a presentarte ante el Gran Señor y después todo esto habrá acabado.
Él inclinó la cabeza. ¡Tenía que haber una escapatoria! Se la imaginó utilizándolo para hacer pedazos a sus propios hombres. Los imaginó temerosos de atacar para no hacerle daño. Vio la sangre, la muerte, la destrucción que ocasionaría. Y se quedó helado, como si fuera hielo por dentro.
«Han ganado».
Semirhage miró la puerta; luego se volvió hacia él y sonrió.
—Pero, antes, me temo que hemos de ocuparnos de ella en primer lugar, así que empecemos.
Rand se volvió y dio un paso hacia Min.
—¡No! —gritó—. Prometiste que si suplicaba…
—No prometí nada —dijo riendo la Renegada—. Suplicas muy bien, Lews Therin, pero he decidido pasar por alto tus súplicas. Puedes soltar el Saidin, sin embargo. Esto requiere que sea algo más personal, más directo.
El Saidin se desvaneció y Rand lamentó la desaparición del Poder; a su alrededor el mundo parecía más apagado. Se dirigió hacia Min y se encontró con los ojos suplicantes de la joven. Entonces cerró los dedos alrededor del cuello de Min y empezó a apretar.
—No… —musitó con espanto mientras la mano, en contra de su deseo, le cortaba el paso del aire.
Min se tambaleó y, en contra de su voluntad, Rand la echó al suelo sin costarle apenas trabajo reprimir su resistencia. Se alzó sobre ella, presionando la garganta con la mano, ahogándola. Ella lo miraba; los ojos empezaban a salírsele de las órbitas.
«Esto no puedo estar pasando».
Semirhage rió.
«¡Ilyena! ¡Oh, Luz, la he matado!», gritaba Lews Therin.
Rand apretó con más fuerza al tiempo que se inclinaba hacia adelante para hacer palanca; los dedos estrujaban la piel de Min y comprimían la tráquea. Era como si estrujara su propio corazón, y el mundo se oscureció a su alrededor haciendo que todo se volviera negro, excepto Min. Notaba el pálpito del pulso de la joven bajo sus dedos.
Esos hermosos ojos oscuros que lo observaban, amándolo incluso mientras la mataba.
«¡Esto no puede estar pasando!».
«¡La he matado!».
«¡Estoy loco!».
«¡Ilyena!».
¡Tenía que haber una escapatoria! ¡Tenía que haberla! Rand quería cerrar los ojos, pero le era imposible. Ella no se lo permitía… No Semirhage, sino Min. Le sostenía la mirada con la suya, mientras las lágrimas le humedecían las mejillas, el oscuro y rizoso cabello revuelto. Tan hermosa.
Buscó el Saidin, pero no logró asirlo. Empleó toda su voluntad, hasta la última pizca, en un intento de aflojar los dedos, pero seguían apretando. Sintió horror, sintió el dolor de Min, que ya tenía la cara purpúrea; los párpados de la joven aletearon.
Rand emitió un plañido.
«¡Esto no puede estar pasando! ¡No volveré a hacer lo mismo!».
Algo se rompió con un chasquido dentro de él. Se quedó frío; después el frío desapareció y ya no sintió nada. Ni emoción, ni cólera.
En aquel momento fue consciente de una fuerza extraña. Era como una represa de agua que bullía y hervía justo al límite de la vista. Acercó la mente hacia ella.
Un rostro borroso surgió como un destello frente al de Rand, uno cuyos rasgos no acababa de distinguir. Desapareció en un instante.
Y Rand se encontró henchido de un poder extraño. No era Saidin ni era Saidar, sino otra cosa. Algo que no había experimentado jamás.
«¡Oh, luz! ¡Eso es imposible! —gritó Lews Therin—. ¡No podemos utilizarlo! ¡Suéltalo! Lo que abrazamos ahora es muerte. Muerte y traición».
«¡Es Él!».
Rand cerró los ojos mientras se arrodillaba sobre Min, y después encauzó la fuerza extraña, desconocida. Un torrente de energía y vida —un Poder semejante al Saidin sólo que diez veces más dulce y un centenar de veces más violento— inundó todo su ser. Lo hizo sentirse vivo, lo hizo darse cuenta de que nunca había estado vivo hasta ese instante. Le dio una fuerza como jamás habría imaginado. Incluso rivalizaba con el torrente de Poder que había absorbido a través de los Choedan Kal.
Gritó, tanto por el éxtasis como de rabia, y tejió unas enormes lanzas de Fuego y Aire. Las estrelló contra el collar ceñido a la garganta y el cuarto estalló en llamas y fragmentos de metal fundido, todos y cada uno de ellos distinguibles para Rand. Percibía cómo cada esquirla metálica saltaba lejos de su cuello y alabeaba el aire por el calor dejando una estela de humo al golpear en una pared o contra el suelo. Abrió los ojos y soltó a Min, que boqueó entre jadeos y rompió a llorar.
Rand se puso de pie y se volvió henchido con aquel magma al rojo blanco fluyéndole por las venas, igual que cuando Semirhage lo había torturado, sólo que, de algún modo, antitético. Por doloroso que resultara, también era un puro éxtasis. Semirhage estaba tan conmocionada que no podía reaccionar.
—Pero… Eso es imposible… —balbució—. No noto nada. No puedes… —Alzó la vista y lo miró con los ojos desorbitados—. El Poder Verdadero. ¿Por qué me has traicionado, Gran Señor? ¿Por qué?
Rand alzó la mano y, rebosante del Poder que no entendía, realizó un único tejido. Una fina barra de pura luz blanca, un fuego purificador, salió disparada de su mano y golpeó a Semirhage en el pecho. La Renegada destelló y desapareció dejando reflejada una imagen en la retina de Rand. El brazalete que llevaba cayó al suelo.
Elza corrió hacia la puerta, pero desapareció antes de llegar —toda ella convertida en un destello durante un instante— cuando la alcanzó otra barra de luz. El brazalete también cayó al suelo en tanto que las mujeres que los habían llevado puestos se desintegraban por completo del tejido del Entramado.
«¿Qué has hecho? —espetó Lews Therin—. Oh, Luz, mejor habría sido volver a matar que hacer esto… Oh, Luz. Estamos condenados».
Rand saboreó el Poder un instante más y después —con renuencia— lo soltó. Habría seguido manteniéndolo, pero estaba demasiado exhausto; al desvanecerse el Poder, se quedó insensible.
O no… Esa insensibilidad no tenía nada que ver con el Poder que había absorbido. Se volvió para mirar a Min, que seguía en el suelo y tosía flojo mientras se frotaba el cuello. La joven alzó los ojos hacia él y pareció atemorizada. Rand no creía que Min volviera a verlo igual que antes.
Se había equivocado; sí que había algo más que Semirhage podía hacerle. Se había sentido a sí mismo matando a una persona a la que amaba profundamente. Antes, cuando lo había hecho siendo Lews Therin, estaba loco y era incapaz de controlarse. Apenas recordaba el momento de matar a Ilyena, era como un sueño borroso. Sólo se dio cuenta de lo que había hecho después de que Ishamael lo despertara.
Por fin, ahora, sabía muy bien lo que era presenciar cómo mataba a quienes amaba.
—Hecho está —susurró.
—¿Qué? —preguntó Min, que volvió a toser.
—Lo último que podían hacerme —contestó, sorprendido por lo tranquilo que estaba—. Ahora ya me han arrebatado todo.
—¿De qué hablas, Rand? —preguntó Min. La joven volvió a frotarse el cuello, en el que empezaban a marcarse moretones.
Él sacudió la cabeza cuando —por fin— sonaron voces en el pasillo. Tal vez los Asha’man lo habían sentido encauzar cuando torturaba a Min.
—He hecho una elección, Min —dijo, volviéndose hacia la puerta—. Tú me pedías flexibilidad y risa, pero esas cosas ya no están en mí para poder darlas. Lo siento.
En cierto momento, unas semanas atrás, había decidido que debía ser más duro, y donde había sido hierro, resolvió ser acero. Por lo visto el acero también era demasiado flexible.
Ahora sería más duro. Y entendía cómo. Donde antes era acero, ahora era otra cosa: a partir de ese momento era cuendillar. Había entrado en un lugar semejante al vacío que Tam le había enseñado a buscar, tanto tiempo atrás. Pero dentro de este otro vacío no había emociones. Ninguna en absoluto.
No podrían quebrantarlo ni doblegarlo.
Hecho estaba.