31

UNA PROMESA A LEWS THERIN

Cadsuane seguía con la capa puesta y la capucha echada a pesar del bochorno que entorpecía su habilidad para no sentir el calor. No se atrevía a bajarse la capucha ni a quitarse la capa. Al’Thor había hablado con meridiana claridad: si volvía a verle la cara, ordenaría que la ejecutaran. No iba a arriesgar la vida por unas cuantas horas de incomodidad, ni aun sabiendo que al’Thor se encontraba de vuelta en la nueva mansión que había confiscado. Con frecuencia el chico aparecía donde una menos lo esperaba; o deseaba.

Por supuesto, no tenía la menor intención de dejar que la desterrara. Cuanto más poder tenía un hombre, mayor era la posibilidad de que se comportara como un idiota a la hora de utilizarlo. «Dale a un hombre una vaca y se desvivirá por cuidarla y así alimentar a su familia con la leche. Dale a un hombre diez vacas y lo más seguro es que se considere rico; entonces dejará que las diez vacas se mueran de hambre por falta de cuidados», sentenció para sus adentros.

Echó a andar con pasos ruidosos por la acera entarimada y pasó por delante de edificios semejantes a cajas apiladas y adornados con estandartes. No le complacía gran cosa estar de vuelta en Bandar Eban. No es que tuviera nada contra los domani; simplemente prefería ciudades menos abarrotadas. Y, con los problemas existentes en los medios rurales, había más gente de lo normal en la ciudad. Un continuo goteo de refugiados seguía entrando en Bandar Eban a pesar de los rumores de la llegada de al’Thor. En un callejón a su izquierda vio a un grupo —una familia— con la cara oscurecida por la mugre.

Al’Thor les había prometido grano y eso atraía bocas hambrientas, ninguna de las cuales deseaba regresar a sus granjas, ni siquiera después de que les hubieran dado comida. La situación en la campiña aún era demasiado caótica y la existencia de comida en la ciudad, demasiado reciente. Los refugiados no sabían si el grano se echaría a perder, sin más, como pasaba últimamente con muchas otras cosas. Así pues, se quedaban en la ciudad, que estaba cada vez más abarrotada.

Cadsuane sacudió la cabeza mientras seguía caminando por la acera; el ruidoso repicar de los malditos zuecos sobre la madera la acompañaba. La ciudad era conocida por estas largas y resistentes aceras que permitían andar por las calles evitando el barro que las cubría. Pavimentarlas con adoquines habría evitado ese problema, pero los domani se vanagloriaban de ser diferentes del resto del mundo. La comida era tan picante que costaba digerirla; eso sin tener en cuenta los horribles cubiertos que utilizaban para comer. Una capital ubicada junto a un enorme puerto y llena de frívolos estandartes. Mujeres con unos vestidos escandalosos y hombres con largos y finos bigotes y una afición por los pendientes que en nada tenía que envidiar a la de los Marinos.

Centenares de esos estandartes ondeaban al viento al paso de Cadsuane, que apretó los dientes para evitar la tentación de bajarse la capucha y sentir el viento en la cara. Maldita brisa marina. En Bandar Eban solía llover y hacer fresco; pocas veces había estado en la ciudad con un calor como el de ahora. De todas formas, la humedad era insoportable. ¡La gente sensata vivía tierra adentro!

Siguió avanzando por las calles, caminando por el fango al llegar a los cruces. Para ella, ése era el defecto incorregible de las aceras. La gente que vivía en la ciudad sabía por qué calle se podía cruzar y por cuál ibas a acabar con barro hasta los tobillos, pero a ella no le quedaba más opción que cruzar por donde podía. Ésa era la razón de que hubiera rebuscado por toda la ciudad hasta encontrar unos zuecos hechos a semejanza de los tearianos para proteger el calzado. Había sido complicado dar con un comerciante que los vendiera pues, a decir verdad, los domani tenían poco interés en ellos. La mayoría de la gente con la que se cruzaba iba descalza por el barro o sabía por dónde cruzar para no ensuciarse los zapatos.

Por fin, a mitad de camino de los muelles, llegó a su destino. Un bonito estandarte —que ondeaba en la fachada de madera movido por la brisa— indicaba que el nombre de la posada era El Viento a Favor. Cadsuane se quitó los zuecos en una especie de recibidor lleno de barro antes de entrar en la posada propiamente dicha. Sólo entonces se permitió bajarse la capucha. Y si diera la casualidad de que al’Thor se encontrara en esa posada precisamente, bien, tendría que ejecutarla.

La decoración de la sala común era más apropiada para la sala de banquetes de un rey que para una taberna. Manteles blancos cubrían las mesas y habían fregado el barnizado suelo de madera de tal manera que relucía. Preciosos cuadros de bodegones colgaban de las paredes: un frutero en la pared detrás del mostrador, un jarrón de flores en la pared contraria. Casi todas las botellas colocadas en el anaquel del bar eran de vino; había muy pocas que fueran de brandy o de otros licores.

El delgado posadero, de nombre Quillin Tasil, era un andoreño alto, de cara ovalada. El pelo, oscuro y corto a los lados, empezaba a escasearle en la coronilla, y lucía una barba corta y encanecida casi por completo. Vestía una preciosa chaqueta de color lila con puños de encaje blanco que asomaban por la bocamanga. No obstante, también llevaba puesto encima un delantal de posadero. Por lo general, solía tener buena información y además estaba dispuesto a recabarla entre sus conocidos para ella si Cadsuane lo necesitaba. Sin duda alguna, era un hombre muy útil.

Al verla entrar, le sonrió y se limpió las manos en un trapo. Con un ademán le indicó una mesa y volvió al mostrador para coger algo de vino. Cadsuane se puso cómoda mientras dos hombres empezaban a discutir de manera airada al otro lado del local. El resto de los parroquianos —cuatro, dos mujeres en una mesa en la pared opuesta y otros dos hombres en el mostrador— hicieron caso omiso de la discusión. Estando en Arad Doman, uno no tardaba mucho tiempo en aprender a pasar por alto los frecuentes estallidos de mal genio. Los hombres domani eran tan exaltados como los volcanes, y la mayoría de la gente admitía que las domani eran la razón. Sin embargo, esos dos hombres no se batieron en duelo como habría ocurrido en Ebou Dar. Sólo se gritaron el uno al otro durante unos instantes; luego empezaron a estar de acuerdo y después insistieron en invitarse mutuamente a una copa de vino. Las peleas eran frecuentes, pero no solía llegar la sangre al río. Las heridas no eran buenas para los negocios.

Quillin se acercó con una copa de vino; sería de una de sus mejores cosechas. Ella nunca se lo había pedido, pero tampoco protestaba.

—Señora Shore —saludó con voz afable—, ojalá hubiera sabido antes que estabais de vuelta en la ciudad. La primera noticia que tuve fue vuestra carta.

—No tengo por costumbre anunciar a todos mis conocidos adónde me dirijo, maese Tasil —respondió Cadsuane, tomando la copa que le ofrecía.

—Por supuesto que no, por supuesto que no —contestó el posadero, que no parecía en absoluto ofendido por el comentario tajante de Cadsuane.

Nunca había conseguido enojar a ese hombre; era algo que siempre había despertado su curiosidad.

—Parece que la posada va bien —le dijo con educación, lo que hizo que el hombre echara una ojeada alrededor para mirar a los escasos parroquianos.

Parecía que no se encontraban cómodos en aquellas mesas inmaculadas sobre un suelo reluciente. Cadsuane no sabía si el hecho de que todo estuviera tan limpio era la causa de que la gente no entrara en El Viento a Favor o si por el contrario era la terquedad de Quillin de no contratar juglares ni músicos; afirmaba que estropeaban el ambiente. Cadsuane observaba la sala y vio entrar a otro hombre con los zapatos llenos de barro. Se fijó en que las manos de Quillin parecían ansiosas de ir a limpiar el suelo.

—¡Vos! —Quillin llamó al hombre—. Sed tan amable de limpiaros los zapatos antes de entrar.

El hombre se quedó paralizado y frunció el entrecejo, pero se dio media vuelta e hizo lo que le habían indicado. Quillin suspiró y se sentó a la mesa con Cadsuane.

—Con la mano en el corazón, señora Shore, últimamente viene demasiada gente para mi gusto. ¡Incluso hay veces que no puedo atenderlos a todos! Hay gente que se marcha sin beber de tanto esperar a que les sirva.

—Podríais buscar alguien que os ayude —observó Cadsuane—. Una o dos camareras.

—¡Vaya! ¿Y dejar que sean ellas las que se diviertan? —respondió con absoluta seriedad.

Cadsuane bebió un sorbo de la copa. Una excelente cosecha, sí señor; quizá demasiado cara para que una posada —por espléndida que fuera— la tuviera preparada para servir en el mostrador. Suspiró. La domani con la que se había casado Quillin había sido una de las mejores comerciantes de seda de la ciudad, y muchos barcos de los Marinos venían antaño a comerciar ex profeso con ella. Quillin se había ocupado de llevar las cuentas del negocio de su mujer durante unos veinte años antes de retirarse, ambos con el riñón bien cubierto.

Y ¿qué había hecho con el dinero? ¡Abrir una posada! Por lo visto, era un sueño que siempre había acariciado. Hacía tiempo que Cadsuane había aprendido a no cuestionar las extrañas aficiones de gente que tenía demasiado tiempo libre.

—¿Qué novedades hay en la ciudad? —preguntó Cadsuane mientras deslizaba a través de la mesa una pequeña bolsa con monedas hacia el posadero.

—Señora, me ofendéis —respondió éste, alzando las manos—. No puedo aceptar vuestro dinero.

Cadsuane enarcó una ceja.

—No estoy para juegos hoy, maese Tasil. Si vos no lo queréis, entonces dádselo a los pobres. La Luz sabe que hoy día hay menesterosos de sobra en la ciudad.

El posadero suspiró y se guardó la bolsa en el bolsillo a regañadientes. Tal vez fuera ésa la razón de que la sala común estuviera a menudo vacía; un posadero que no mostraba interés por el dinero era un bicho raro. El propio Quillin haría que mucha gente corriente se sintiera tan incómoda con él como con el suelo limpio y las paredes decoradas con gusto.

Sin embargo, el posadero era muy buen informador; su esposa compartía con él todos los chismes. Era obvio que, por su semblante, Quillin sabía que Cadsuane era una Aes Sedai. De hecho, Namine —la hija mayor del posadero— había sido aceptada en la Torre Blanca; con el tiempo había elegido el Marrón y ahora trabajaba en la biblioteca. Una bibliotecaria domani no era algo inusitado, ya que la Biblioteca Terhana de Bandar Eban era una de las más grandes del mundo. Pero el conocimiento despreocupado —aunque perspicaz— que demostraba Namine sobre acontecimientos de actualidad había despertado la curiosidad de Cadsuane, que le había sonsacado cuál era su fuente de información, con la esperanza de encontrar unos padres bien situados. A menudo, vínculos como tener una hija en la Torre Blanca influían en que la gente se mostrara amistosa con las Aes Sedai. Y así había llegado hasta Quillin. No es que Cadsuane confiara del todo en él, pero le caía bien el posadero.

—¿Que qué novedades hay en la ciudad? —repitió Quillin la pregunta hecha por Cadsuane. A decir verdad, ¿qué posadero llevaba ropa de seda bordada bajo el delantal? No era de extrañar que la gente encontrara rara esa posada—. ¿Por dónde empezar? ¡Se puede decir que han sucedido tantas cosas que es difícil acordarse de todas!

—Empezad con Alsalam —le dijo Cadsuane dando un sorbo de vino—. ¿Cuándo lo vieron por última vez?

—¿Según gente en la que se puede confiar o según hablillas?

—Habladme de ambas.

—Ha habido feriantes y mercaderes que afirman haber recibido misivas del propio rey hace una semana, mi señora, pero contemplo esas afirmaciones con escepticismo. A poco de acaecer la… ausencia del rey, salieron a la luz cartas falsificadas que decían que dictaban sus deseos. He visto con mis propios ojos unas cuantas órdenes que pienso que son verdaderas —o al menos, creo que el sello lo es— pero ¿escritas por el rey? Yo diría que nadie en quien se pueda confiar plenamente lo ha visto desde hace casi medio año.

—¿Y dónde se encuentra, pues?

El posadero se encogió de hombros a modo de disculpa.

—Durante un tiempo creímos que el Consejo de Mercaderes estaba detrás de su desaparición. Sus miembros rara vez perdían de vista al rey y, con los problemas en la frontera sur, todos pensamos que habían llevado a Su Majestad a un lugar seguro.

—¿Pero…?

—Pero mis fuentes —con eso se refería a su mujer— ya no están tan convencidas de eso. Ha habido mucho desbarajuste en el Consejo de Mercaderes últimamente, con todos sus miembros procurando que no se fuera al traste su porción de Arad Doman. Si hubieran tenido al rey en su poder, ya se sabría a estas alturas.

Cadsuane golpeó levemente la copa con la uña, contrariada. ¿Sería verdad, entonces, lo que el chico al’Thor creía? ¿Que uno de los Renegados lo tenía en su poder?

—¿Qué más?

—Hay Aiel en la ciudad, señora —respondió Quillin, al tiempo que frotaba una mancha invisible en el mantel.

Cadsuane miró al posadero con ojos inexpresivos.

—No me había dado cuenta.

El posadero soltó una risita.

—Sí, claro, supongo que su presencia es evidente. Pero el número exacto en la zona es de veinticuatro mil. Hay quien dice que el Dragón Renacido los trajo aquí para demostrar su poder y su autoridad. Después de todo, ¿cuándo se había oído que los Aiel distribuyan comida? La mitad de los indigentes de la ciudad están demasiado asustados para ir a recoger los donativos, por miedo a que los Aiel hayan echado alguno de sus venenos en el grano.

—¿Venenos? ¿Los Aiel? —En su vida había oído nada semejante.

Quillin asintió antes de añadir:

—Algunos dicen que ésa es la causa de que la comida se eche a perder, señora.

—Pero empezó a echarse a perder mucho antes de que los Aiel llegaran al país, ¿no es así?

—Sí, sí, por supuesto —admitió Quillin—. A veces es difícil recordar ciertas cosas ante tanto grano estropeado. Además, desde la llegada del lord Dragón la putrefacción de los alimentos ha empeorado mucho.

Cadsuane disimuló el gesto ceñudo bebiendo un sorbo de su copa de vino. ¿Había empeorado con la llegada de al’Thor? ¿Sería eso cierto o sólo un rumor? Bajó la copa.

—¿Y qué me contáis sobre otros sucesos extraños que ocurren en la ciudad? —indagó Cadsuane con mucho tiento para ver qué podía descubrir.

—¿Así pues, ya habéis oído hablar de ellos? —contestó Quillin, que se inclinó sobre la mesa—. A la gente no le gusta hablar de esos temas, como es lógico, pero mis fuentes se enteran de cosas. Niños que nacen muertos, hombres que mueren por caídas que, en el peor de los casos, tendrían por consecuencia un simple arañazo, piedras que caen de los edificios encima de las mujeres y las matan mientras compran. Malos tiempos, señora. No me gusta dar pábulo a los chismes, pero he visto alguno de esos casos con mis propios ojos.

Tales sucesos no eran, de por sí, inusitados.

—Claro que también están las contrapartidas —apuntó Cadsuane.

—¿Contrapartidas?

—Se celebran más bodas —dijo Cadsuane moviendo una mano—, niños que se encuentran con bestias salvajes y resultan ilesos, tesoros ocultos bajo el suelo de la casa de un pobre. Ese tipo de cosas.

—Eso sería maravilloso, sin duda —respondió Quillin riéndose entre dientes—. Ojalá, señora.

—¿No habéis escuchado nada de eso? —le preguntó sorprendida Cadsuane.

—No, señora, pero podría hacer unas cuantas preguntas si queréis.

—Sí, hacedlo, por favor.

Al’Thor era ta’veren, pero el Entramado se regía por la compensación del equilibrio. Por cada muerte accidental que causaba la presencia de Rand en la ciudad había una persona que sobrevivía de manera milagrosa.

Si no hubiera ya tal equilibrio, ¿qué significaría?

Cadsuane empezó a hacer preguntas más concretas a Quillin: el paradero de cada uno de los miembros del Consejo de Mercaderes, para empezar. Sabía que el chico al’Thor tenía intención de capturarlos a todos; si lograba conseguir información que él no tuviera acerca de dónde se encontraban, sería muy útil. También le preguntó al posadero sobre la situación económica del resto de las grandes ciudades domani, y si sabía cualquier cosa sobre las facciones rebeldes y las incursiones tarabonesas a lo largo de la frontera.

Cuando la Aes Sedai se marchó de la posada —subiéndose la capucha de mala gana y adentrándose de nuevo en la bochornosa tarde— cayó en la cuenta de que la información proporcionada por Quillin había dado pie a más preguntas de las que tenía al entrar.

Parecía que iba a llover, aunque, a decir verdad, el cielo sombrío y encapotado con nubes grises que se entremezclaban hasta formar una bruma uniforme era algo que se repetía casi a diario. Al menos había llovido la noche anterior, lo que, por alguna razón, hacía más tolerable el cielo nublado, como si fuera más natural. Eso le permitía fingir que aquella perpetua penumbra no era otro indicio de la intervención del Oscuro. Había consumido a las personas con las sequías, las había congelado con un invierno repentino, y ahora parecía estar resuelto a destruirlas de pura melancolía.

Cadsuane negó con la cabeza; pateó el suelo con los zuecos para asegurarse de que estaban bien ajustados y echó a andar acera embarrada abajo, en dirección al puerto. Tenía que constatar cuánto había de cierto en esos rumores sobre la podredumbre de los alimentos. ¿Acaso los extraños sucesos que acompañaban a al’Thor se habían vuelto más destructivos o es que ella interpretaba las señales para ver aquello que temía?

Al’Thor. Tenía que afrontar la verdad; no había sabido llevar al chico. Y, por supuesto, no había cometido ningún error en lo que al a’dam masculino se refería, por mucho que al’Thor dijera lo contrario. Quienquiera que hubiera robado el collar era poderoso y astuto en extremo. Alguien capaz de llevar a cabo semejante maniobra no habría tenido problemas para hacerse con otro a’dam masculino de los seanchan. Seguro que tenían muchos de ese tipo.

Pero no; el a’dam lo habían robado de su habitación para sembrar la desconfianza, de eso estaba segura. Cabía incluso la posibilidad de que el robo se hubiera llevado a cabo para enmascarar otra cosa: facilitar que la figurilla volviera a estar en poder al’Thor. El carácter del chico se había vuelto tan sombrío que era imposible saber la destrucción que podría causar con ella.

Ese pobre y necio muchacho. Jamás tendría que haber sufrido la experiencia de ser atado al collar a manos de una de las Renegadas; seguro que aquello le había hecho recordar los días en que las Aes Sedai lo habían golpeado y enjaulado; todo lo cual haría más difícil el trabajo de Cadsuane. Casi imposible.

Ésa era la cuestión que debía plantearse ahora. ¿Estaba el chico más allá de toda redención? ¿Era demasiado tarde para recuperarlo? Y, si lo era, ¿qué podía hacer ella para cambiarlo, si es que podía hacerse algo? El Dragón Renacido tenía que enfrentarse al Oscuro en Shayol Ghul. Si no lo hacía, todo estaba perdido. Pero ¿y si fuera igual de catastrófico dejarlo que se enfrentara al Oscuro?

No. Se negaba a creer que la batalla estuviera ya perdida. Tenía que haber algo que hiciera cambiar el rumbo de al’Thor, pero ¿qué?

Al’Thor no había reaccionado como la mayoría de los campesinos que de repente alcanzan el poder. No se había vuelto ni egoísta ni mezquino, no había acumulado riqueza y tampoco había incurrido en venganzas infantiles contra quienes lo habían menospreciado en su adolescencia. A decir verdad, la sensatez lo había guiado en muchas de sus decisiones; aquéllas que no habían implicado un acercamiento al peligro.

Cadsuane siguió andando por la acera entarimada cruzándose con refugiados domani vestidos con telas de colores llamativos. A veces tenía que rodear los grupos que se apiñaban sobre los húmedos maderos, o en un campamento improvisado que crecía alrededor de la entrada de un callejón, o en la puerta lateral de un edificio que no se utilizaba. Nadie se apartó para dejarle paso. ¿De qué servía tener el rostro intemporal de Aes Sedai si se llevaba cubierto? Había demasiada gente en esa ciudad.

Cadsuane aminoró el paso cerca de un grupo de estandartes en los que figuraba el nombre de la oficina de registro del puerto. Los muelles en sí se encontraban un poco más adelante y albergaban el doble de barcos de los Marinos que antes; muchos de ellos eran surcadores, el tipo de embarcación más grande de los Atha’an Miere. También se podían ver bastantes barcos seanchan reconvertidos y que a buen seguro habían sido capturados en Ebou Dar durante la huida masiva de unos meses atrás.

Los muelles se hallaban abarrotados de gente en busca de comida. La muchedumbre se empujaba y gritaba sin que pareciera preocuparle los «venenos» a los que se había referido Quillin. Ni que decir tiene que la hambruna hacía superar muchos miedos. Los trabajadores del puerto controlaban a la multitud, y entre ellos había Aiel con sus cadin’sor pardos, lanza en mano y asestando miradas furibundas como sólo sabían hacer los Aiel. También había un buen número de comerciantes en los muelles, probablemente con la intención de hacerse con algo de lo que se repartía, para almacenarlo y venderlo más adelante.

Los muelles tenían el mismo aspecto que a diario desde la llegada de al’Thor. Cadsuane se paró. ¿Qué la había hecho detenerse? Notaba una especie de picazón en la espalda, como si…

Al darse la vuelta, vio una comitiva que cabalgaba por la calle embarrada. Al’Thor, orgulloso a lomos de su castrado negro, vestía ropajes de ese mismo color con unos mínimos toques de bordados en rojo. Como era habitual, iba a la cabeza de una veintena de soldados, consejeros y un número creciente de aduladores domani.

Cadsuane tenía la impresión de encontrárselo por las calles con mucha frecuencia. Se obligó a quedarse donde estaba en lugar de escabullirse por algún callejón, aunque tiró de la capucha hacia abajo para cubrirse más el rostro. Al’Thor no dio señales de reconocerla cuando pasó delante de ella; parecía sumido en sus pensamientos, como de costumbre. Cadsuane habría querido gritarle que debía darse prisa, que tenía que asegurar la corona de Arad Doman y seguir adelante, pero guardó silencio. No iba a permitir que casi tres siglos de vida acabaran con una ejecución a manos del Dragón Renacido.

La comitiva pasó de largo. Igual que le había ocurrido antes, cuando se dio la vuelta le pareció ver —de reojo— oscuridad alrededor del chico, como si las nubes proyectaran demasiada sombra sobre él. De hecho, siempre que lo miraba directamente, desaparecía; sólo lo atisbaba de refilón y por casualidad.

Nunca había leído u oído semejante cosa en toda su vida, y verlo alrededor del Dragón Renacido la aterraba. Esto iba más allá de su orgullo, más allá de sus fracasos. No. Siempre había sido algo que la superaba. Guiar a al’Thor no se parecía en nada a guiar un caballo a galope: era como intentar dirigir una tormenta en pleno mar abierto.

Nunca conseguiría cambiar su rumbo. El chico no confiaba en las Aes Sedai, y no le faltaba razón. No parecía confiar en nadie salvo —tal vez— en Min, pero la chica se había resistido a todos sus intentos de involucrarla. Esa muchacha era casi tan terca como al’Thor.

Visitar los muelles era inútil. Hablar con sus informadores era inútil. Si no hacía algo pronto, todos estaban condenados. Pero ¿hacer qué? Se apoyó en el edificio que tenía a la espalda; unos estandartes triangulares ondeaban al viento frente a ella, apuntando hacia el norte. Hacia la Llaga y el postrer destino de al’Thor.

Una idea le vino a la cabeza. Se aferró a ella como lo haría a una tabla alguien que se estuviera ahogando en medio de un mar revuelto. No sabía lo que entrañaría al final, pero era su única esperanza.

Giró sobre sus talones y desanduvo el camino con la cabeza gacha, casi sin atreverse a pensar en su plan. Era tan fácil que se fuera al traste… Si al’Thor estaba tan dominado por la rabia como ella temía, ni siquiera esto lo ayudaría.

Pero si realmente el chico había llegado a ese extremo, entonces no había nada que pudiera ayudarlo. Lo cual quería decir que ella no tenía nada que perder. Salvo el mundo.

Abriéndose paso entre la gente, a veces incluso a empujones o bajando de la acera a la calle embarrada para así evitar a los otros transeúntes, llegó a la mansión. Algunos Aiel habían acampado en el mismo lugar que anteriormente ocupaban los soldados de Dobraine. El campamento se extendía por toda la casa: algunos se habían instalado en los jardines, otros en una de las alas de la mansión y otros en los edificios colindantes.

Cadsuane se adentró en el ala que pertenecía a los Aiel, pero nadie la detuvo. Disfrutaba de algunos privilegios entre los Aiel que no se le habían otorgado a ninguna de las otras hermanas. Vio a Sorilea y a otras Sabias reunidas en una de las bibliotecas. Estaban sentadas en el suelo, por supuesto. Al entrar Cadsuane, Sorilea saludó con la cabeza; la anciana Sabia era toda ella huesos y piel, y aun así ninguna persona diría que era frágil si se fijaba en esos ojos y en esa cara que, a pesar de estar curtida por el sol y el viento, era muy joven para su edad. ¿Por qué razón, a pesar de su longevidad, el rostro de las Sabias no se volvía intemporal como el de las Aes Sedai? Ésa era una pregunta para la que Cadsuane no había encontrado respuesta.

Se bajó la capucha y se unió a las Sabias, sentándose en el suelo pero evitando los cojines. Miró a Sorilea a los ojos y dijo:

—He fracasado.

Sorilea asintió como si hubiera estado pensando lo mismo, y Cadsuane hizo un esfuerzo para no dejar ver su malestar.

—Siempre que se deba a los fallos de otro, fracasar no acarrea vergüenza —le dijo Bair.

—El Car’a’carn es el hombre más testarudo que existe, Cadsuane Sedai —manifestó Amys al tiempo que asentía—. No tienes toh con nosotras.

—Vergüenza o toh, todo será irrelevante en breve —respondió Cadsuane—. Pero tengo un plan. ¿Me ayudaréis?

Las Sabias intercambiaron una larga mirada entre ellas.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Sorilea.

Cadsuane sonrió y empezó a explicarlo.

Rand miró por encima del hombro y vio que Cadsuane se alejaba a toda prisa. A buen seguro, la mujer pensaba que no la había visto escondida a un lado de la calle. La capucha le tapaba el rostro, pero nada podía ocultar ese saber estar lleno de seguridad, ni siquiera los toscos zuecos. Incluso mientras se alejaba a buen paso, parecía controlar la situación y la gente se apartaba de su camino de forma instintiva.

Se la estaba jugando al seguirlo así por la ciudad. Sin embargo, no le había visto el rostro; la dejó ir, pues. Para empezar, quizás haberla exiliado había sido poco inteligente por su parte, pero ahora no había vuelta atrás. Tendría que controlar el mal genio en el futuro, mantenerlo envuelto en hielo y humeando en el pecho, muy dentro, palpitante como un segundo corazón.

Se volvió hacia los muelles. Quizás no tenía necesidad de comprobar en persona la distribución de comida. No obstante, se dio cuenta de que había más posibilidades de que esa comida llegara a manos de los necesitados si todos sabían que se los vigilaba. Aquél era un pueblo que había estado sin rey durante demasiado tiempo, y merecía saber que había alguien al frente.

Al llegar al embarcadero hizo que Tai’daishar girara para avanzar en diagonal por detrás de los muelles, sin apretar el paso. Rand miró al Asha’man que cabalgaba junto a él. Naeff tenía la cara cuadrada, de rasgos firmes, y la fibrosa complexión de un guerrero. Había sido soldado de la Guardia Real de Andor antes de dimitir, indignado, durante el reinado de «lord Gaebril». Naeff había entrado a formar parte de la Torre Negra y ahora lucía las dos insignias —la espada y el dragón— en el cuello de la chaqueta.

Rand sabía que, con el tiempo, tendría que dejar que Naeff regresara junto a su Aes Sedai —estaba entre los primeros Asha’man vinculados— o traerla a ella para que estuviera con él. Se resistía a tener otra Aes Sedai cerca, aunque Nelavaire Demasiellin, una Verde, era bastante agradable considerando su condición de Aes Sedai.

—Continúa —ordenó a Naeff mientras cabalgaban.

El Asha’man, junto con Bashere, se había encargado de transmitir mensajes a los seanchan para acordar las reuniones.

—Veréis, milord, me da en la nariz que no aceptarán Katar como lugar de encuentro. Se pusieron a la defensiva cuando lord Bashere y yo lo mencionamos y argumentaron que tenían que recibir nuevas instrucciones de la Hija de las Nueve Lunas. La forma de decirlo sugería que esas instrucciones serán que el lugar es inaceptable.

—Katar es terreno neutral —dijo Rand en voz queda—. No está en Arad Doman y tampoco demasiado dentro del territorio seanchan.

—Lo sé, milord. Lo hemos intentado. Os prometo que lo hemos hecho.

—Está bien —decidió Rand—. Si siguen tan obcecados respecto a eso, entonces escogeré otro sitio. Vuelve con ellos y diles que nos reuniremos en Falme.

Un quedo silbido se escuchó a sus espaldas. Era Flinn.

—Milord, Falme está bien adentrada en su territorio.

—Lo sé —respondió Rand mientras clavaba la vista en Flinn—. Pero… tiene un cierto significado histórico. Estaremos a salvo allí. El sentido del honor está bien arraigado en los seanchan. Si vamos con bandera blanca, no atacarán.

—¿Estáis seguro de eso? —preguntó Naeff sosegadamente—. No me gusta la manera en que me miran, milord. Me miran con desprecio, todos ellos. Desprecio y lástima, como si fuera un perro callejero que rebusca algo de comida entre los desperdicios de la parte trasera de una posada. ¡Así me abrase, me pone enfermo!

—Tienen a mano esos collares suyos, milord —interrumpió Flinn—. Con bandera blanca o sin ella, querrán echarnos el lazo a todos.

Rand entrecerró los ojos, sin dejar escapar la rabia de su interior, centrado en la salada brisa marina que lo acariciaba. Alzó el rostro y abrió los ojos para ver el cielo cubierto de grises nubes. No quería pensar en ese collar rodeándole el cuello, ni en su mano estrangulando a Min. Eso pertenecía al pasado.

Era más duro que el acero. Nada podía romperlo.

—Hemos de tener paz con los seanchan —dijo al cabo—. A pesar de las diferencias.

—¿Diferencias? —repitió Flinn—. Creo que no es hablar con propiedad llamar a eso «diferencias», milord. Quieren esclavizarnos, a todos y cada uno de nosotros. Tal vez ejecutarnos. ¡Y encima piensan que nos harían un favor!

Rand mantuvo la mirada del Asha’man. Flinn no tenía tendencias rebeldes; era tan leal como el que más. Aun así, Rand lo obligó a encogerse y agachar la cabeza. No podía tolerar disensiones. Las disensiones y las mentiras habían hecho que acabara con un collar en el cuello. Nunca más.

—Lo siento, milord —dijo Flinn al fin—. Así me aspen si Falme no es una buena elección. Los tendréis mirando al cielo con pavor, ¡vaya que sí!

—Lleva el mensaje ahora, Naeff —dijo Rand—. Quiero terminar con esto.

Naeff asintió, volvió grupas y salió de la columna al trote; un pequeño grupo de Aiel se unió a él. Sólo se podía Viajar si se conocía el lugar de partida muy bien, con lo que Naeff no podía abrir el acceso desde los muelles. Rand siguió su camino, preocupado por el silencio de Lews Therin. El pobre loco había estado bastante distante últimamente. Eso debería haber alegrado a Rand, pero en cambio lo perturbaba. Tenía algo que ver con el poder sin nombre que Rand había utilizado. Aún lo oía llorar a menudo, mascullando para sí, aterrado.

—Rand…

Se volvió; no había oído acercarse el caballo de Nynaeve. La mujer llevaba un vestido de color verde intenso, discreto —comparado con el más puro estilo domani— pero mucho más revelador de lo que jamás habría considerado ponerse cuando estaba en Dos Ríos.

«Tiene derecho a cambiar —pensó Rand—. ¿Qué tiene de malo un vestido revelador comparado con el hecho de que yo haya ordenado destierros y ejecuciones?».

—¿Qué has decidido? —preguntó ella.

—Nos encontraremos en Falme —respondió Rand.

Nynaeve masculló entre dientes.

—¿Qué has dicho? —le preguntó Rand.

—Oh, sólo que eres un cabeza de chorlito —le contestó ella, mirándolo a los ojos, desafiante.

—Aceptarán reunirse en Falme.

—Sí, claro, te pones totalmente en sus manos.

—No puedo permitirme esperar más, Nynaeve. Es un riesgo que debemos correr, pero dudo que ataquen.

—¿Acaso lo creías la última vez, cuando te dejaron sin mano?

Rand se miró el muñón.

—Es poco probable que esta vez tengan a uno de los Renegados en sus filas.

—¿Estás seguro?

Rand la miró a los ojos y ella le sostuvo la mirada, algo que poca gente parecía capaz de hacer hoy día.

—No puedo estar seguro —respondió por último, a la par que negaba con la cabeza.

En respuesta, como para dejar claro que había salido victoriosa de la discusión, Nynaeve aspiró fuerte por la nariz.

—En fin, tendremos que actuar con más prudencia —dijo después la antigua Zahorí—. A lo mejor les incomoda el recuerdo de la última vez que estuviste en Falme.

—Así lo espero —concedió Rand.

Nynaeve volvió a mascullar entre dientes pero no la entendió. Nunca sería una Aes Sedai perfecta; tenía las emociones a flor de piel, en especial el mal genio. Para Rand eso no era un fallo; al menos con ella sabía siempre qué terreno pisaba. Las intrigas no eran su fuerte y eso la convertía en una valiosa colaboradora porque se fiaba de ella. Era una de las pocas personas que gozaban de su confianza.

«Confiamos en ella, ¿no? —preguntó Lews Therin—. Podemos fiarnos, ¿verdad?».

Rand no contestó. Acabó de inspeccionar los muelles con Nynaeve a su lado. La antigua Zahorí parecía estar triste, aunque Rand no sabía el porqué. Con el destierro de Cadsuane, Nynaeve podía desempeñar ahora el papel como su principal consejera. ¿No la complacía?

Tal vez estaba preocupada por Lan. Rand ordenó a la comitiva dar media vuelta para regresar al centro de la ciudad.

—¿Sabes algo de él?

—¿De quién? —respondió Nynaeve, que lo miró con los ojos entrecerrados.

—Ya sabes a quién me refiero —contestó Rand dejando atrás una hilera de estandartes de un color rojo intenso que ondeaban en lo alto de una hilera de casas, todos con la insignia de una misma familia.

—Lo que él haga no es de tu incumbencia.

—Todo el mundo es de mi incumbencia, Nynaeve. ¿No estás de acuerdo?

Rand la miró fijamente. Nynaeve abrió la boca, sin duda para replicarle, pero vaciló al mirarle a los ojos.

«¡Luz! —pensó Rand al ver el gesto aprensivo en la mujer—. También la afecta a ella. ¿Qué es lo que ven al mirarme?». La expresión en los ojos de la antigua Zahorí casi lo asustó a él.

—Seguro que Lan está bien —dijo por fin Nynaeve, que apartó la vista.

—¿Partió hacia Malkier, verdad? —La pregunta hizo que Nynaeve se sonrojara—. ¿Cuánto tiempo hace que se fue? Aún no ha llegado a la Llaga, ¿verdad?

Al dejarlo libre de ir en pos de lo que él consideraba su deber y su destino, Lan se habría dirigido solo hacia Malkier, el reino —su reino— que la Llaga había consumido hacía décadas, poco después de nacer él.

—Dos o tres meses. Quizás un poco más. Se dirige a Shienar para defender el desfiladero, aunque deba hacerlo solo.

—Busca venganza —dijo en voz queda Rand—. Vengar lo que no puede defenderse.

—¡Cumple con su deber! —lo justificó Nynaeve—. Pero… me preocupa su impetuosidad. Me insistió en que lo llevara a las Tierras Fronterizas y así lo hice. Lo dejé en Saldaea, no obstante. Quería que estuviera lo más lejos posible del desfiladero de Tarwin. Tiene que atravesar un terreno difícil para llegar a su destino.

Una sensación de frío glacial le recorrió el cuerpo a Rand al pensar en Lan cabalgando hacia el desfiladero. De hecho, hacia su muerte. No había nada que hacer al respecto.

—Lo siento, Nynaeve —mintió Rand. Últimamente tenía problemas para sentir cualquier cosa.

—¿Crees que iba a enviarlo allí solo? —le contestó Nynaeve—. ¡Los dos sois unos cabezas de chorlito! Ya me he preocupado de que tenga su propio ejército aunque no lo quiera.

Y era muy capaz de conseguírselo. Habría dado aviso en nombre de Lan para reunir lo que quedaba de Malkier. Lan, por su parte, era una extraña mezcla: rehusaba levantar la bandera de Malkier o reclamar su lugar como rey, pues temía ver morir al último de sus compatriotas, y aun así estaría dispuesto a cabalgar él mismo hacia la muerte en nombre del honor.

«¿Es lo mismo que hago yo? —se preguntó Rand—. ¿Cabalgar hacia la muerte en nombre del honor? No, es diferente. Lan puede elegir». Ninguna profecía vaticinaba que Lan moriría, sin importar lo que ese hombre pensara sobre su propio destino.

—Sin embargo, no le iría mal algo de ayuda —dijo Nynaeve, incómoda. Pedir ayuda siempre la hacía sentirse incómoda—. Su ejército será pequeño. Dudo que resistan mucho tiempo frente a los trollocs.

—¿Tiene intención de atacar?

Nynaeve dudó.

—No lo dijo —contestó después—, aunque creo que es lo que hará, sí. Piensa que pierdes el tiempo aquí, Rand. Si llega con su ejército y hay trollocs en el desfiladero de Tarwin… Sí, atacará.

—Entonces, se merece lo que le pase, por irse sin nosotros —dijo Rand.

Nynaeve lo miró con el entrecejo fruncido.

—¿Cómo puedes decir eso? —lo increpó.

—Porque debo hacerlo —musitó Rand a modo de respuesta—. La Última Batalla es inminente. Tal vez mi propio ataque contra la Llaga suceda al mismo tiempo que el de Lan. O tal vez no.

Hizo una pausa, pensativo. Si Lan y el ejército que consiguiera reunir entraran en liza en el desfiladero… Quizás sería un buen señuelo. Si él no atacaba allí se zafaría de la Sombra, la cogería a contrapié. Podría arremeter donde no esperaban que lo hiciera mientras estaban pendientes de Lan.

—Sí, su muerte podría ser útil para mis planes, sí —murmuró pensativo.

Nynaeve lo miró con los ojos desorbitados por la rabia, pero Rand hizo caso omiso. Una parte de él, muy en el fondo de su ser, sintió preocupación por el amigo, pero tenía que dejar a un lado esa preocupación, acallarla. Sin embargo, una voz queda le susurró:

«Te llamó amigo. No lo abandones…».

Nynaeve logró controlar la ira, cosa que sorprendió a Rand.

—Volveremos a hablar sobre esto —le dijo ella con un tono seco—. Tal vez después de que hayas tenido tiempo para pensar lo que significaría exactamente abandonar a Lan.

Le gustaba pensar en Nynaeve como la misma Zahorí belicosa que lo intimidaba cuando estaban en Dos Ríos. En esa época parecía como si lo intentara con demasiado empeño, como si le preocupara que la gente no tomara en serio su título debido a su juventud. No obstante, había madurado mucho desde entonces.

Llegaron a la mansión, donde una cincuentena de soldados de Bashere hacía guardia frente a las puertas. Saludaron a una al paso de Rand, que cruzó el campamento Aiel de los jardines y desmontó en los establos. Retiró la llave de acceso guardada en la silla y la metió en el bolsillo grande de la chaqueta diseñado para la estatuilla, que era más bien una bolsa abotonada al interior de la prenda La mano que sostenía en alto el globo se tendía hacia arriba desde las profundidades del saquillo.

Rand se dirigió hacia el salón del trono. A la estancia no se le podía dar otro nombre, ahora que habían llevado allí el trono del rey. Éste era enorme, dorado con pan de oro y con gemas incrustadas en la madera de los reposabrazos y en el respaldo, por encima de la cabeza. Sobresalían cual ojos saltones, dando al trono una riqueza ornamental que a Rand le desagradaba. No lo habían encontrado en el palacio, sino bajo la «custodia» de uno de los mercaderes locales para protegerlo de los disturbios. A lo mejor también había considerado apoderarse del trono en un sentido menos literal.

Rand se sentó en el solio, a pesar de su majestuosidad, y bulló un poco hasta dar con la postura en que la llave de acceso no se le clavaba en el costado. Los poderosos de la ciudad no sabían qué pensar de él y Rand lo prefería así. No se había nombrado rey, pero sus ejércitos habían pacificado la ciudad. Había hablado de devolverle el trono a Alsalam y, aun así, se sentaba en él como si estuviera en su derecho. No se había instalado en palacio. Quería desconcertarlos.

A decir verdad, todavía no había tomado una decisión. En gran medida estaría basada en los informes que recibiría a lo largo del día. Saludó con un movimiento de cabeza a Rhuarc cuando éste entró en la estancia. El musculoso Aiel le devolvió el gesto. Rand se levantó del trono y se sentó junto a Rhuarc en una alfombra redonda con dibujos espirales de varios colores que cubría el suelo, delante del estrado alfombrado en color verde. La primera vez que se habían sentado así había causado un buen revuelo entre los ayudantes y funcionarios domani de la creciente corte de Rand.

—Hemos localizado y capturado a otra, Rand al’Thor —informó Rhuarc—. Alamindra Cutren se escondía en las tierras de sus primos, cerca de la frontera septentrional. La información que recabamos en sus propiedades nos llevó directamente hasta ella.

Con Alamindra ya eran cuatro los miembros del Consejo que estaban bajo su custodia.

—¿Y qué hay de Meashan Dubaris? Dijiste que también darías con ella.

—Ha muerto —respondió Rhuarc—. A manos de la turba, hace una semana.

—¿Estás seguro de eso? Podría ser un ardid para que le perdieras la pista.

—No he visto el cuerpo con mis propios ojos, pero hombres en los que confío sí lo vieron. Dicen que concuerda con su descripción. Así pues, estoy razonablemente seguro de que la pista no era falsa.

Es decir, cuatro capturados y dos muertos. Quedaban por localizar cuatro más antes de que dispusiera de los miembros suficientes para elegir un nuevo rey. No sería la elección del Consejo más ética que se hubiera visto en toda la historia domani. ¿Por qué se tomaba tantas molestias? Podía elegir al nuevo monarca o incluso nombrarse rey a sí mismo. ¿Qué le importaba a él lo que los domani consideraban correcto?

Rhuarc lo observaba con expresión meditabunda. Lo más seguro es que pensara lo mismo que él.

—Sigue buscando —ordenó Rand—. No tengo la intención de apoderarme de Arad Doman. Encontraremos a su rey o reuniremos al Consejo de Mercaderes para que elijan uno nuevo. No me importa quién sea, siempre que no se trate de un Amigo Siniestro.

—Como quieras, Car’a’carn —respondió Rhuarc levantándose.

—El orden es importante, Rhuarc. No tengo tiempo para pacificar este reino. No falta mucho para la Última Batalla. —Rand miró a Nynaeve, que se había unido a varias Doncellas que se hallaban al fondo de la pequeña sala—. Quiero a otros cuatro miembros del Consejo de Mercaderes bajo custodia para finales de mes.

—Marcas un ritmo exigente, Rand al’Thor.

Rand se levantó del suelo.

—Encuéntrame a esos mercaderes. Esta gente debe tener líderes.

—¿Y el rey?

Rand volvió la vista hacia donde aguardaba Milisair Chadmar, vigilada de cerca por guardias Aiel. Parecía… demacrada. Llevaba recogido en un moño la otrora espléndida melena azabache; así era más fácil su cuidado, obviamente. El vestido seguía siendo suntuoso, aunque estaba arrugado, como si lo llevara puesto desde hacía mucho tiempo. Tenía los ojos enrojecidos, pero aún era bonita; o tan bonita como lo sería un cuadro que se hubiera estrujado hasta hacerlo una bola para después alisarlo encima de una mesa.

—Que encuentres agua y sombra, Rhuarc —se despidió Rand dando por terminada la reunión.

—Que encuentres agua y sombra, Rand al’Thor —respondió el alto Aiel antes de abandonar la sala seguido de varias de sus lanzas.

Rand respiró hondo, subió al chillón estrado y se sentó en el trono. A Rhuarc lo trataba con el respeto que merecía, pero a otros… En fin, ellos también recibirían el que merecieran.

Se echó hacia adelante y le hizo una señal a Milisair para que se acercara. Una de las Doncellas le propinó un ligero golpe en la espalda para que empezara a caminar. La mujer parecía estar más atemorizada que la última vez que la había llamado a su presencia.

—¿Y bien? —le preguntó Rand.

—Milord Dragón… —empezó a hablar y miró a su alrededor como si buscara la ayuda de los ayudantes de cámara y mayordomos domani allí presentes.

Nadie se dio por aludido; hasta el petimetre de lord Ramshalan miró hacia otro lado.

—Habla, mujer —demandó Rand.

—El mensajero por el que os interesasteis… ha muerto —respondió.

Rand inspiró sonoramente.

—¿Y cómo sucedió tal cosa? —preguntó a la mujer.

—Los hombres a los que encomendé que lo vigilaran… ¡No me di cuenta de lo mal que lo trataban! —dijo de forma atropellada—. Como no le dieron de beber durante días le sobrevino una calentura…

—En otras palabras —la interrumpió Rand—, no conseguisteis sonsacarle información, así que dejasteis que se pudriera en una mazmorra, y no volvisteis a acordaros de él hasta que os dije que lo trajerais a mi presencia.

Car’a’carn —llamó una de las Doncellas, una chica muy joven de nombre Jalani, dando un paso al frente—, encontramos a esta mujer haciendo el equipaje, como si planeara escapar de la ciudad.

—Milord Dragón —dijo Milisair, que se había puesto muy pálida—, un momento de debilidad…

Rand ordenó con un gesto que se callara.

—¿Qué voy a hacer con vos?

—¡Deberíais ejecutarla, milord! —gritó Ramshalan con vehemencia.

Rand alzó la vista, ceñudo; su pregunta no buscaba respuesta. Ramshalan, larguirucho y con uno de esos finos bigotes domani, tenía una prominente nariz que quizás indicaba la existencia de un antepasado saldaenino. Llevaba una extravagante chaqueta en azul, naranja y amarillo, con encajes blancos en los puños. Por lo visto ésa era la moda entre el alto linaje domani. Lucía pendientes con la insignia de su casa burilada, y un lunar pegado en la mejilla que semejaba un ave en vuelo.

Rand había conocido a muchos como él, cortesanos con poco cerebro pero con muchísimos contactos de familia. El estilo de vida noble parecía criarlos del mismo modo que en Dos Ríos criaban ovejas. Ramshalan le resultaba especialmente molesto por su voz nasal y su ávida disposición a traicionar a los demás con tal de ganarse su favor.

Aun así, ese tipo de hombres eran útiles. De vez en cuando.

—¿Qué pensáis vos, Milisair? —preguntó Rand, pensativo—. ¿Debería ordenar que os ejecutaran, tal como este hombre sugiere?

La mujer no lloraba, pero era evidente que estaba aterrada. Las manos le temblaban y tenía los ojos muy abiertos, sin pestañear.

—No —dijo Rand al cabo—. Os necesito para escoger al nuevo rey. ¿De qué me serviría remover todo el país en busca de vuestros colegas si empezara a ejecutar a los que ya he encontrado?

Milisair soltó todo el aire que había retenido en los pulmones y la tensión en los hombros se aflojó poco a poco.

—Encerradla en la misma mazmorra en la que encarceló al mensajero del rey —ordenó Rand a las Doncellas—. Pero cuidad que no corra la misma suerte que ese infeliz… Al menos hasta que no haya acabado el asunto pendiente con ella.

Milisair gritó con desesperación. Las Doncellas Aiel la sacaron de la sala entre gritos, aunque Rand ya había pasado página en su mente. Ramshalan la vio salir con un gesto de satisfacción. Según decían, esa mujer lo había insultado varias veces en público. Un punto a favor de Milisair.

—Sobre los otros miembros del Consejo de Mercaderes —dijo Rand dirigiéndose a los funcionarios—, ¿alguno ha mantenido contacto con el rey?

—Ninguno de ellos desde hace cuatro o cinco meses, milord —respondió uno de los asistentes, un domani achaparrado y barrigudo llamado Noreladim—. Aunque no podemos asegurar nada respecto a Alamindra, ya que hace poco que fue… descubierta.

Quizás Alamindra tenía alguna noticia, aunque dudaba que tuviera una pista mejor que un mensajero que decía haber sido enviado por Alsalam en persona. ¡Maldita fuera esa Milisair por dejarlo morir!

«Si fue Graendal quien envió a ese mensajero, no habría podido sacarle nada —dijo Lews Therin de improviso—. Es demasiado buena con la Compulsión. Artera, muy, muy artera».

Rand vaciló. Tenía razón. Si el mensajero se hallaba sometido a la Compulsión de Graendal, no era en absoluto probable que revelara su paradero. Al menos, no sin antes haber levantado la red de la Compulsión, cosa que habría requerido una habilidad en la Curación superior a la que tenía Rand. Graendal siempre había cubierto bien su rastro.

Sin embargo, no estaba seguro de que se encontrara en el país. Si apareciera otro mensajero y estuviera bajo los efectos de la Compulsión, sería suficiente corroboración.

—Necesito hablar con cualquier persona que afirme traer un mensaje del rey —les dijo—. Puede haber otros en la ciudad que hayan tenido contacto con él.

—Los encontraremos, milord Dragón —respondió el remilgado Ramshalan.

Rand asintió con la cabeza, ausente. Si, como esperaba, Naeff lograba concertar un encuentro con los seanchan, entonces podría marcharse de Arad Doman al poco tiempo. Esperaba irse de allí dejándoles un nuevo rey, y esperaba encontrar y matar a Graendal, pero se contentaría con conseguir la paz con los seanchan y proporcionar comida a la población. No podía resolver los problemas de todo el mundo. Lo que sí podía hacer era obligarlos a aceptar una tregua que aplazara las hostilidades el tiempo suficiente para que él pudiera morir en Shayol Ghul.

Y entonces, una vez muerto, dejar que el mundo se desmembrara otra vez. Apretó los dientes. Ya había malgastado demasiado tiempo en cosas que no estaba en su mano arreglar.

«¿Es ésa la razón por la que me resisto a nombrar a un nuevo rey domani? Cuando yo haya muerto, ese hombre perderá toda la autoridad y Arad Doman volverá al punto de partida. Si no dejo un rey que cuente con el respaldo del Consejo, entonces les estoy poniendo el reino en bandeja a los seanchan en cuanto yo muera».

Tantas cosas que considerar. Tantos problemas. No podía solucionarlos todos. No podía.

—No estoy de acuerdo con esto, Rand —dijo Nynaeve, cruzada de brazos junto a la puerta—. Y tampoco hemos acabado de hablar sobre Lan.

Rand movió la mano en un gesto de desinterés.

—Es tu amigo, Rand —continuó Nynaeve—. ¡Luz! ¿Y qué me dices de Perrin y Mat? ¿Sabes dónde están o qué les ha pasado?

Los colores giraron ante sus ojos, revelando una imagen de Perrin delante de una tienda, junto a Galad. De todas las personas de este mundo, ¿qué hacía Perrin con Galad, nada menos? ¿Y cuándo se había alistado en los Capas Blancas el hermanastro de Elayne? Los colores cambiaron a Mat, que cabalgaba por las calles de una ciudad que le resultaba familiar. ¿Era Caemlyn? Thom estaba con él.

Rand arrugó la frente. Sentía una especie de tirón que provenía de Perrin y de Mat, ambos distantes. Sería la naturaleza ta’veren de todos ellos, que intentaba reunirlos. Ambos tenían que estar con él en la Última Batalla.

—Rand, ¿no vas a responder? —lo urgió Nynaeve.

—¿Sobre Perrin y Mat? —preguntó a su vez Rand—. Están vivos.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé, punto. —Suspiró y meneó la cabeza—. Y más les vale seguir vivos, porque voy a necesitarlos antes de que esto termine.

—¡Rand! ¡Son tus amigos!

—Son hilos del Entramado, Nynaeve. —Se levantó del trono—. Ya casi ni los conozco, y sospecho que ellos dirían lo mismo de mí.

—¿Es que no te importan?

—¿Importarme? —Rand bajó los escalones del estrado—. Lo que me importa es la Última Batalla. Lo que me importa es conseguir la paz con esos malditos seanchan para así poder desentenderme de sus pendencias y centrarme en la verdadera batalla. Comparados con esas preocupaciones, un par de chicos de mi aldea son irrelevantes.

Rand se quedó mirando a Nynaeve con aire desafiante. Ramshalan y los otros retrocedieron sin hacer ruido para no quedar atrapados entre dos fuegos.

Nynaeve siguió callada, aunque el rostro manifestó una profunda tristeza.

—Oh, Rand —dijo al final—. No puedes seguir así. Esta dureza en tu interior te romperá.

—Hago lo que debo. —La ira creció en su interior. ¿Es que nunca iba a dejar de oír quejas por sus decisiones?

—Esto no es lo que debes hacer, Rand. Vas a destruirte, vas a…

La ira contenida estalló. Rand giró sobre los talones y señaló a Nynaeve.

—¿Quieres acabar exiliada como Cadsuane, Nynaeve? —gritó—. No voy a permitir que nadie juegue conmigo. ¡Nunca más! Aconséjame cuando te lo pida y el resto del tiempo no me trates con ese aire de superioridad.

Nynaeve retrocedió y Rand apretó los dientes procurando controlar la ira. Bajó la mano, pero se dio cuenta de que había ido a buscar instintivamente la llave de acceso que guardaba en el bolsillo. Los ojos de Nynaeve, muy abiertos, se habían percatado del movimiento. Despacio, no sin esfuerzo, apartó la mano de la estatuilla.

Ese estallido de ira lo sorprendió. Creía que tenía controlado el genio. Al final, logró tranquilizarse, aunque no fue nada fácil conseguirlo. Se dio media vuelta y salió de la habitación abriendo la puerta de un empellón. Las Doncellas lo siguieron.

—Hoy no recibiré a nadie más —les gritó a los funcionarios que intentaban seguirlo—. ¡Id y haced lo que os he dicho! Necesito a los otros miembros del Consejo. ¡Moveos!

Y, con esa orden, se dispersaron. Sólo permanecieron junto a Rand las Doncellas que lo protegían y que fueron con él hasta los aposentos que había hecho suyos en la mansión.

Tenía que aguantar un poco más. Sólo tenía que mantener las cosas equilibradas un poco más de tiempo. Y, después, que todo acabara. Se dio cuenta de que empezaba a anhelar ese final tanto como Lews Therin.

«Me prometiste que moriríamos», dijo el demente entre lejanos sollozos.

«Sí, te lo prometí —respondió Rand—. Y lo cumpliré».