5
UNA NARRACIÓN SANGRIENTA
Rand cruzó el prado pisoteado de la casa con los estandartes flameando frente a él, las tiendas rodeándolo y los caballos relinchando en las estacadas del extremo occidental. En el aire flotaban los olores de un campamento de guerra eficiente; el del humo de las lumbres y el del sabroso vapor que salía de las ollas eran mucho más intensos que el de un cuerpo que necesitaba un baño o alguna que otra vaharada a estiércol de caballo.
Los hombres de Bashere mantenían limpio el campamento y se ocupaban de los cientos de pequeñas tareas que permitían que el ejército funcionara, como era afilar espadas, engrasar cueros, arreglar sillas, ir a buscar agua del arroyo… Algunos practicaban cargas en la parte más alejada del prado, a la izquierda, en un espacio que quedaba entre las hileras de tiendas y los ralos árboles que crecían a la vera de la corriente de agua. Los hombres sostenían las relucientes lanzas equilibradas mientras trotaban por el embarrado suelo en una larga ringlera. Las maniobras no sólo los ayudaban a mantener la destreza necesaria para realizar su cometido, sino que de ese modo también ejercitaban las monturas.
Como siempre, a Rand lo seguía un montón de asistentes. Las Doncellas, que actuaban como su guardia personal, observaban a los soldados saldaeninos con recelo. Junto a él caminaban varias Aes Sedai; ahora siempre las tenía alrededor. Su insistencia de tiempo atrás en cuanto a que todas las Aes Sedai se mantuvieran a un paso de distancia de él no tenía cabida en el Entramado, que se tejía según sus propios designios. Además, la experiencia le había enseñado a Rand que necesitaba a esas Aes Sedai. Y lo que él deseara tampoco contaba ya; eso también lo entendía ahora.
Era un mínimo consuelo el hecho de que muchas de las Aes Sedai instaladas en su campamento le hubieran jurado lealtad. Todo el mundo sabía que las Aes Sedai cumplían a su modo los juramentos, y serían ellas quienes determinarían lo que esa «lealtad» requería de ellas.
Elza Penfell —que lo acompañaba ese día— era una de las que estaban comprometidas con él por dicho juramento. Perteneciente al Ajah Verde, tenía un rostro que podría considerarse bonito si quien la contemplase no supiera identificar la impronta de intemporalidad que la señalaba como Aes Sedai. Considerando su condición de hermana, era simpática a pesar del hecho de haber contribuido a capturar a Rand y a encerrarlo durante días en un arcón del que sólo lo sacaban para propinarle alguna que otra paliza.
En un rincón de la mente de Rand sonó el gruñido de Lews Therin.
Eso pertenecía al pasado. Elza había prestado juramento de lealtad, cosa que a él le permitía utilizarla. En cuanto a la otra mujer que lo acompañaba ese día, no era tan sencillo saber de antemano con qué iba a salir, además de ser una de las adláteres de Cadsuane: Corele Hovian —una Amarilla delgada de ojos azules, cabello muy oscuro y una sonrisa perpetua— no había prometido hacer lo que él dijera. A pesar de ello, Rand se sentía inclinado a confiar en la mujer puesto que una vez había intentado salvarle la vida. Si había sobrevivido entonces fue sólo gracias a ella, a Samitsu y a Damer Flinn, cuando recibió una de las heridas del costado que nunca terminaba de curarse —un regalo de la daga maldita de Padan Fain— y que le servía como recordatorio de lo ocurrido aquel día. El dolor constante de ese enconado mal revestía el dolor de otra herida más antigua que había debajo, la que había recibido durante la lucha con Ishamael, tanto tiempo atrás.
Dentro de poco una de esas heridas derramaría su sangre sobre las rocas de Shayol Ghul, o tal vez lo hicieran ambas. Rand no tenía la certeza de si sería eso lo que acabaría con él o no; con el número y la variedad de factores que competían por arrebatarle la vida, ni siquiera Mat habría sabido por cuál apostar como ganador.
Tan pronto como pensó en Mat los colores se le arremolinaron en la vista hasta cristalizar en la imagen de un hombre nervudo, de ojos castaños y tocado por un sombrero de ala ancha, que tiraba los dados ante una pequeña multitud de soldados que lo observaban. Mat esbozaba una sonrisa y parecía alardear —cosa nada insólita en él— a pesar de que no se veían monedas cambiando de manos por sus tiradas.
Las visiones surgían cada vez que pensaba en Mat o en Perrin, y Rand había dejado de desecharlas. Ignoraba lo que provocaba que aparecieran las imágenes; probablemente se debía a su naturaleza como ta’veren que interactuaba con la de los otros dos ta’veren de su pueblo natal. Fuera lo que fuera, se valía de ello; sólo era una herramienta más. Al parecer Mat seguía con la Compañía, pero ya no estaban acampados en terreno boscoso. Era difícil precisarlo desde ese ángulo, aunque daba la impresión de que Mat se encontrara a las afueras de una ciudad. Al menos se veía una calzada amplia a corta distancia.
Hacía un tiempo que Rand no veía con Mat a la mujer de estatura baja y piel oscura. ¿Dónde estaría? ¿Adónde habría ido?
La visión se desvaneció. Con suerte, Mat no tardaría mucho en reunirse con él. Iba a necesitarlo en Shayol Ghul; a él y a sus conocimientos tácticos.
Uno de los oficiales de intendencia de Bashere —un tipo de bigote poblado, piernas arqueadas y cuerpo achaparrado— vio a Rand y se acercó a paso rápido. Rand hizo un gesto con la mano al saldaenino para que se retirara; en aquel momento no tenía la cabeza para informes de suministros. El oficial de intendencia saludó y retrocedió al punto. En otro tiempo Rand se habría sorprendido de la rapidez con que le obedecían, pero ya no. Lo pertinente era que los soldados acataran las órdenes. Él era un rey, aunque en ese momento no llevara ceñida la Corona de Espadas.
Cruzó todo el prado repleto de tiendas e hileras de caballos estacados, pasó el parapeto defensivo de tierra —aún inconcluso— y dejó atrás el campamento; a partir de allí el pinar seguía extendiéndose por la suave inclinación, ladera abajo. Metida en un pequeño agrupamiento de árboles que se alzaban justo a la derecha, se hallaba la zona de Viaje, un sector cuadrado de tierra que se había cercado con cuerdas como medida de precaución en la zona de apertura de accesos.
En aquel momento se cernía en el aire uno abierto a otro lugar. Un grupo reducido de personas lo cruzaba y entraba en el terreno salpicado de piñas. Rand vislumbraba los tejidos que creaban el acceso, de modo que ése se había realizado con Saidin.
La mayoría de la gente del grupo vestía las ropas coloridas del pueblo de los Marinos; los hombres tenían el torso desnudo a pesar del frío airecillo primaveral, y las mujeres iban con blusas amplias de tonos intensos. Todos llevaban pantalones holgados y lucían aros que atravesaban orejas y narices; los complejos adornos eran la forma de señalar el rango de las personas del Pueblo del Mar.
Mientras esperaba a los Marinos, uno de los soldados que estaba de guardia en la zona de Viaje se acercó a Rand y le entregó una carta precintada con un sello. La misiva sería una de las enviadas vía Asha’man desde uno de los lugares de interés para Rand en el este. En efecto, al abrirla vio que la enviaba Darlin, el rey teariano. Rand le había dejado órdenes de reunir un ejército y prepararlo para entrar en Arad Doman. Ya hacía un tiempo que el ejército estaba agrupado, pero Darlin cuestionaba —una vez más— sus órdenes. ¿Es que era tan difícil hacer lo que le mandaban a uno?
—Envía un mensajero —le dijo al soldado mientras se guardaba la carta con gesto impaciente—. Que le comunique a Darlin que siga reclutando soldados. Quiero que llame a filas a todo teariano capaz de sostener una espada y que les den entrenamiento, ya sea para el combate o para trabajar en las forjas. La Última Batalla es inminente. La tenemos en puertas.
—Sí, milord —contestó el soldado al tiempo que saludaba.
—Que le comunique también que enviaré Asha’man cuando se ponga en movimiento —explicó Rand—. Aún tengo intención de utilizarlo en Arad Doman, pero antes he de ver lo que los Aiel han descubierto.
El soldado le hizo una reverencia y se retiró al tiempo que Rand se volvía hacia los Marinos. Una de las mujeres se aproximó a él.
—Coramoor —saludó ella con un cabeceo.
Harine era una mujer atractiva, de mediana edad, con un mechón blanco en el cabello. La blusa Atha’an Miere era de un color azul tan intenso que dejaría pasmado a un gitano, y lucía cinco impresionantes aros de oro en cada oreja, así como una cadenilla hasta la nariz de la que colgaban medallones, asimismo de oro.
—No esperaba veros aquí para recibirnos en persona —añadió Harine.
—Tenía que hacer unas preguntas que no podían esperar.
Harine pareció sorprendida; era la embajadora de su pueblo ante el Coramoor, como llamaban a Rand. Los Marinos estaban enfadados con él por haber dejado pasar semanas sin tener a su lado a una agregada Atha’an Miere —había prometido tenerla junto a él a todas horas— y, sin embargo, Logain había mencionado que dudaban si mandar a Harine de nuevo. ¿Por qué razón? ¿Había alcanzado un rango más alto haciéndose demasiado importante para prestarle asistencia? ¿Es que alguien podía ser demasiado importante para servir con el Coramoor? Claro que, para Rand, pocas cosas de los Marinos tenían sentido.
—Responderé si puedo —dijo Harine con cautela.
Tras ella, los porteadores trasladaban el resto de sus pertenencias a través del acceso. Flinn se encontraba al otro lado, manteniendo abierto el acceso.
—Bien —dijo Rand, que se puso a pasear de un lado para otro delante de la mujer mientras le hablaba.
A veces se sentía tan cansado, tan exhausto, que sabía que tenía que mantenerse en movimiento de forma constante. Si se paraba, sus enemigos lo encontrarían. O, si no, su propio agotamiento, tanto mental como físico, lo rendiría.
—Respóndeme una cosa —demandó sin dejar de pasear—, ¿dónde están los barcos prometidos? El pueblo domani se muere de hambre mientras el grano se pudre en el este. Logain dijo que habíais accedido a mis demandas, pero no ha habido ni asomo de vuestros barcos. ¡Han pasado semanas!
—Nuestros barcos son veloces, pero hay una gran distancia que recorrer, además de que hemos de navegar por mares controlados por los seanchan —repuso Harine, malhumorada—. Los invasores han sido diligentes en extremo con sus patrullas, y nuestras naves tuvieron que dar media vuelta y huir en varias ocasiones. ¿Esperabais que pudiéramos traer los víveres en un instante? Quizá la facilidad de viajar que ofrecen esos accesos os han vuelto impaciente, Coramoor. Hemos de afrontar las realidades de la navegación y de la guerra, aunque vos no lo hagáis.
El tono utilizado por la mujer de los Marinos implicaba que Rand tendría que afrontar dichas realidades en este caso.
—Espero resultados —contestó él a la par que sacudía la cabeza—. Y espero que no haya retrasos. Sé que a los Marinos no os agrada veros obligados a cumplir el acuerdo, pero no estoy dispuesto a sufrir retrasos para que alguien deje clara su postura. La gente muere por vuestra lentitud.
—A buen seguro que el Coramoor no quiere decir con eso que no tenemos intención de cumplir nuestro Compromiso. —El gesto de Harine era el de una persona a la que han abofeteado.
Los Marinos eran obstinados y orgullosos, y las Señoras de las Olas, más que la mayoría. Eran como toda una casta de Aes Sedai. Rand vaciló.
«No debería insultarla, y menos si es por sentirme frustrado por otras cosas».
—No —admitió por fin—, no quiero decir eso. Dime, Harine, ¿fuiste castigada con mucha dureza por la parte que tuviste en nuestro acuerdo?
—Me colgaron de los tobillos, desnuda, y me dieron correazos hasta que fui incapaz de gritar más.
No bien había pronunciado esas palabras, la mujer abrió los ojos como platos por la impresión. A menudo, a causa de la influencia de Rand por su condición de ta’veren la gente decía cosas que no tenía intención de reconoces en voz alta.
—¿Tan duro fue? —inquirió él con genuina sorpresa.
—No tanto como podría haber sido. Conservo la posición de Señora de las Olas de mi clan.
Pero saltaba a la vista que había perdido mucho prestigio o había incurrido en un gran toh, o comoquiera que los condenados Marinos llamaran al honor. ¡Incluso sin estar presente, él era causa de dolor y sufrimiento!
—Me alegro de que hayas vuelto —se obligó a decir. Sin sonreír, pero en un tono más suave. Era todo lo más que era capaz de llegar—. Me has impresionado, Harine, con tu buen juicio y serenidad.
Ella se lo agradeció con una ligera inclinación de cabeza.
—Mantendremos el Compromiso, Coramoor, no temáis.
Se le ocurrió algo más, una de las preguntas por las que había ido a recibirla.
—Harine, querría hacerte una pregunta delicada sobre tu pueblo.
—Preguntad —lo animó con cautela.
—¿Qué trato dais los Marinos a hombres con capacidad de encauzar?
—Ése no es un asunto que concierna a los confinados en tierra —respondió tras un instante de vacilación.
—Si accedes a contestarme, a cambio yo responderé otra pregunta tuya —le propuso Rand sosteniéndole la mirada.
La mejor forma de tratar con los Atha’an Miere no era presionar o intimidar, sino ofrecer un trato.
—Si me respondéis dos, contestaré —fue la contraoferta.
—Te responderé una, Harine —insistió él al tiempo que alzaba un dedo—. Pero te prometo que lo haré con toda la sinceridad que pueda. Es un trato justo, y lo sabes. Estoy en un momento en que no me sobra la paciencia.
Harine se llevó los dedos a los labios.
—Trato hecho, pues, bajo la Luz.
—Trato hecho, bajo la Luz —prometió Rand—. ¿Respuesta a mi pregunta?
—A los hombres que encauzan se les da una opción —explicó Harine—. Pueden saltar desde la proa de su barco cargando con una piedra que llevan atada a las piernas, o los abandonamos en una isla yerma, sin comida ni agua. La segunda opción está considerada vergonzante, pero hay algunos que optan por ella para vivir un poco más.
A decir verdad, no se diferenciaba mucho de lo que su propia gente hacía al amansar a los varones.
—El Saidin ya está limpio —le dijo a la mujer—. Esa práctica debe acabar.
Harina lo observó con los labios fruncidos.
—Vuestro… hombre habló de eso, Coramoor, pero a algunos les cuesta darlo por cierto.
—Pues lo es —declaró con firmeza.
—No dudo que creáis que es verdad.
Rand rechinó los dientes y se tragó otro arranque de ira mientras cerraba el puño con fuerza. ¡Había limpiado la mácula! Él, Rand al’Thor, había realizado una hazaña como no se veía desde la Era de Leyenda, y ¿qué reacción despertaba? Desconfianza y duda. La mayoría daba por hecho que se estaba volviendo loco; en consecuencia, lo veían como una «limpieza» que no había ocurrido realmente.
Siempre se desconfiaba de los hombres que encauzaban y, sin embargo, eran los únicos que podían confirmar lo que él decía. Había creído que esa victoria sería acogida con gozo y asombro, pero tendría que haber imaginado que no sería así. Aunque hubo un tiempo en que los Aes Sedai varones eran tan respetados como sus colegas femeninas, de eso hacía mucho. No obstante, los tiempos de Jorlen Corbesan se perdían en el remoto pasado; lo único que la gente recordaba en la actualidad era el Desmembramiento y la Época de Locura.
Odiaban a los encauzadores varones y, aun así, al seguir a Rand, servían a uno ellos. ¿Es que no se daban cuenta de la contradicción? ¿Cómo convencerlos de que ya no había razón para que asesinaran hombres capaces de asir el Poder Único? ¡Los necesitaba! ¡Vaya, pero si podía haber otro Jorlen Corbesan entre esos varones que los Marinos arrojaban al océano!
Se quedó paralizado. Jorlen Corbesan había sido uno de los Aes Sedai más dotados antes del Desmembramiento, un hombre que había creado los ter’angreal más increíbles que Rand había visto en su vida… Sólo que Rand no los había visto; ésos eran recuerdos de Lews Therin, no suyos. El centro de investigación de Jorlen, en el Sharom, quedó destruido y él murió a causa de la violenta reacción del Poder con la Perforación.
«Oh, Luz, me estoy perdiendo —pensó con desesperación—. Me pierdo en él».
Lo más aterrador de todo era que Rand ya no quería expulsar de su interior a Lews Therin. Lews Therin había sabido un modo, aunque imperfecto, de sellar la Perforación, pero él no tenía la más ligera idea de cómo llevar a cabo la tarea. La seguridad del mundo podía depender de los recuerdos de un demente muerto.
Muchos de los que estaban a su alrededor parecían conmocionados, y en los ojos de Harine había una expresión incómoda y un tanto asustada. Rand comprendió que había estado mascullando otra vez y lo cortó con brusquedad.
—Acepto tu respuesta —dijo con voz tirante—. ¿Qué pregunta tienes para mí?
—La haré después, cuando haya tenido tiempo de considerarlo —repuso la mujer de los Marinos.
—Como gustes. —Se apartó y echó a andar seguido de su acompañamiento de Aes Sedai, Doncellas y ayudantes—. Los guardias de la zona de Viaje te conducirán a tus aposentos y llevarán el equipaje. —Del que había una verdadera montaña—. ¡Flinn, ven conmigo!
El Asha’man mayor saltó a través del acceso y gesticuló al último de los porteadores para que apretara el paso de vuelta a los muelles que había al otro lado del agujero. Dejó que el portal se redujera a una barra de luz antes de desvanecerse, tras lo cual echó a correr en pos de Rand. En el camino dedicó una ojeada y una sonrisa a Corele, que lo había vinculado como su Guardián.
—Me disculpo por la tardanza en regresar, lord Dragón.
Flinn tenía el rostro curtido y sólo le quedaba un leve rastro de pelo en la cabeza. Se parecía mucho a los granjeros que Rand conocía en Campo de Emond, aunque Flinn había sido soldado gran parte de su vida. Había acudido ante Rand porque quería aprender a Curar, pero en cambio lo había convertido en un arma.
—Hiciste lo que se te ordenó —contestó Rand, que encaminaba los pasos hacia el prado.
Quería culpar a Harine por los prejuicios de todo un mundo, pero no era justo. Tenía que dar con un método mejor, una forma de hacer que todos vieran la verdad.
—Nunca he sido gran cosa creando accesos —continuó Flinn—. Lo contrario que Androl. Tengo que…
—Flinn, basta ya —lo cortó Rand.
—Mis disculpas, milord Dragón —se excusó el Asha’man, avergonzado.
Al lado, Corele soltó una risita suave mientras le daba palmadas a Flinn en el hombro.
—No le hagas caso, Damer —dijo la Aes Sedai con esa forma de arrastrar las palabras que tenían los murandianos—. Lleva toda la mañana siendo más desagradable que una nube de tormenta invernal.
Rand le lanzó una mirada furibunda a la mujer, pero ella se limitó responder con una sonrisa bonachona. A pesar de todo lo que las Aes Sedai en general pensaran de los hombres que encauzaban, las que habían tomado Asha’man como Guardianes se mostraban tan protectoras con ellos como una madre con sus hijitos. Que Corele hubiera vinculado a uno de sus hombres no cambiaba el hecho de que Flinn fuera uno de los suyos: primero, Asha’man, y después, en segundo lugar, un Guardián.
—¿Qué opinas tú, Elza? —preguntó Rand volviéndose de Corele a la otra Aes Sedai—. Me refiero a la infección del Saidin y lo que dijo Harine.
La mujer de cara redonda vaciló; caminaba con las manos enlazadas a la espalda y llevaba un vestido verde con un ligerísimo bordado por todo adorno. Práctica, para ser una Aes Sedai.
—Si milord Dragón afirma que la mácula ha sido limpiada, entonces es muy desacertado dudar de sus palabras estando presentes otros que pueden oírlo —respondió con pies de plomo la mujer.
Rand torció el gesto. Una respuesta Aes Sedai donde las hubiera. Juramento o no juramento, Elza hacía lo que quería.
—Oh, las dos estábamos en Shadar Logoth —intervino Corele, que puso los ojos en blanco—. Vimos lo que hicisteis, Rand. Además, yo percibo la parte masculina del Poder a través del querido Damer cuando nos coligamos. Ha cambiado. La mácula ha desaparecido. Como la luz del sol; así es, ni más ni menos. Aunque encauzar la mitad masculina sigue dando la impresión de forcejear contra un tornado de verano.
—Sí, pero, en cualquier caso, debéis comprender lo difícil que ha de ser para otros creer eso, lord Dragón —añadió Elza—. Durante la Época de Locura tuvieron que pasar décadas para que algunas personas aceptaran que los Aes Sedai varones estaban condenados a perder la razón. Es previsible que les cueste más tiempo aún superar esa desconfianza, cuando lleva arraigada tantísimo tiempo.
Rand apretó los dientes. Habían llegado a un pequeño montículo situado junto al campamento, justo al lado del parapeto. Siguió cuesta arriba, hacia la cima, seguido de las Aes Sedai. Allí se había levantado una plataforma de madera no muy alta, una torre de vigilancia para disparar flechas por encima del parapeto.
Rand se paró en lo alto del montículo, rodeado por las Doncellas; casi no reparó en los soldados que lo saludaban cuando se asomó al campamento saldaenino con sus ordenadas hileras de tiendas.
¿Sería eso todo lo que legaría al mundo? ¿La limpieza de una mácula, y sin embargo los hombres todavía serían ajusticiados o exiliados por algo que no podían evitar? Había obtenido la adhesión de la mayoría de las naciones, pero aun así sabía muy bien que cuanto más fuerte se ataba una bala de paja, más fuerte era el chasquido al cortar las ataduras. ¿Qué pasaría cuando muriera? ¿Guerras y devastación que estarían a la altura del Desmembramiento? No había sido capaz de evitar eso la última vez, porque la locura y el dolor por la muerte de Ilyena lo habían consumido. ¿Podría impedir que ocurriera algo similar esa vez? ¿Acaso tenía opción?
Era ta’veren. El Entramado se moldeaba y se recreaba a su alrededor. Con todo, enseguida había aprendido una cosa sobre ser rey: cuanta más autoridad se ganaba, menos control se tenía sobre la propia vida de uno. En verdad el deber era más pesado que una montaña; lo forzaba a actuar —lo quisiera o no— con tanta frecuencia como hacían las profecías. ¿O eran ambos lo mismo, el deber y la profecía, su naturaleza de ta’veren y su lugar en la historia? ¿Podía cambiar él su vida? ¿Podía dejar un mundo mejor merced a su muerte, en lugar de dejar las naciones con cicatrices, desgarradas y sangrando?
Observó el campamento, a los hombres que se movían de aquí para allá ocupados en sus quehaceres, a los caballos que olfateaban el suelo en busca de restos de hierba del invierno que no estuviera ya comida hasta las raíces. Aunque Rand había ordenado a su ejército que viajara ligero, también estaban los acompañantes. Mujeres que ayudaban con las comidas y la colada, herreros y albéitares que se ocupaban de caballos y equipamiento, jóvenes que llevaban mensajes y se entrenaban con las armas. Saldaea era una de las Tierras Fronterizas, y la batalla era un estilo de vida para sus habitantes.
—A veces los envidio —susurró Rand.
—¿Milord? —preguntó Flinn, que se acercó a su lado.
—A los del campamento. Hacen lo que les mandan, trabajan a diario cumpliendo órdenes, aunque a veces sean estrictas. Pero, con órdenes o sin ellas, esas personas son más libres que yo.
—¿Que vos, señor? —Flinn se frotó la cara curtida con el dedo envejecido—. ¡Sois el hombre más poderoso! Sois ta’veren. ¡Incluso el Entramados os obedece, diría yo!
—No funciona así, Flinn —repuso Rand al tiempo que sacudía la cabeza—. Esas personas de ahí abajo, cualquiera de ellas, podría huir a caballo, escapar si quisiera hacerlo. Dejar la batalla a otros.
—En mis tiempos conocí a unos cuantos saldaeninos, milord —explicó Flinn—. Perdonadme, pero dudo que cualquiera de ellos hiciera eso.
—Pero podrían hacerlo —insistió Rand—. Tienen la opción. A pesar de todas sus leyes y juramentos, son libres. En cambio, parece que yo puedo hacer lo que desee, pero estoy sujeto por ataduras tan fuertes que me cortan la carne. Mi poder e influencia carecen de sentido frente al destino. Mi libertad es una ilusión, Flinn, nada más, y por eso los envidio. A veces.
El viejo Asha’man enlazó las manos a la espalda; era obvio que no sabía qué responder.
Todos hacemos lo que debemos hacer, según lo dispone el Entramado. Para algunos hay menos libertad que para otros. Tanto da si lo elegimos nosotros como si se nos elige. Lo que ha de ser, será, volvió desde el pasado a su memoria la voz de Moraine.
Ella lo había comprendido.
«Lo intento, Moraine —pensó—. Haré lo que debe hacerse».
—¡Milord Dragón! —llamó una voz.
Rand se volvió hacia allí y vio a uno de los exploradores de Bashere corriendo colina arriba. Las Doncellas permitieron que el joven de cabello oscuro se acercara, aunque sin dejar de vigilarlo.
—Milord —saludó el explorador—, hay Aiel en las inmediaciones del campamento. Vimos a dos merodeando entre los árboles a media milla de la ladera.
De inmediato, las Doncellas se pusieron a hablar con el lenguaje de las manos, su código secreto.
—¿Alguno de esos Aiel te saludó con la mano, soldado? —preguntó Rand en tono seco.
—¿Perdón, milord? —preguntó el joven—. ¿Por qué iban a hacer tal cosa?
—Son Aiel. Si los viste significa que querían que los vieras, lo que a su vez significa que son aliados, no enemigos. Informa a Bashere que nos reuniremos con Rhuarc y Bael dentro de poco. Es hora de que hagamos de Arad Doman un lugar seguro.
O quizá de destruirlo; a veces no resultaba fácil distinguir lo uno de lo otro.
—Los planes de Graendal —dijo Merise—. Vuelve a explicarme lo que sabes de ellos.
La alta Aes Sedai, perteneciente al Ajah Verde como Cadsuane, mantuvo la expresión severa, con los brazos cruzados; una peineta de plata le sujetaba el negro cabello a un lado.
La tarabonesa era una buena elección para dirigir el interrogatorio; o por lo menos era la mejor opción que tenía Cadsuane. Merise no daba señales de sentirse incómoda por encontrarse tan cerca de uno de los seres más temidos de toda la creación, además de ser implacable en su modo de interrogar. Tal vez se excedía un poco en demostrar su severidad; por ejemplo, la forma en que llevaba recogido el cabello en un moño, tan tirante, o la manera de hacer alarde de su Guardián Asha’man.
El cuarto estaba en la segunda planta de la mansión domani de Rand al’Thor, con la pared exterior hecha de gruesos troncos de pino, mientras que las interiores eran de tablones, todas tintadas en el mismo tono oscuro. Esa habitación, que antes servía de dormitorio, se había vaciado hasta casi dejarla sin muebles; ni siquiera había una alfombra que cubriera la superficie lijada del suelo de madera. De hecho, el único mueble que había ahora era la recia silla en la que se encontraba sentada Cadsuane.
Ésta tomaba un té a sorbitos, con la intención de dar una imagen de aplomo y serenidad. Eso era importante, sobre todo si por dentro una no estaba en absoluto tranquila. En ese momento, por ejemplo, Cadsuane habría querido hacer añicos la taza que tenía en las manos y después, tal vez, pasarse una hora pisoteando los fragmentos.
Dio otro sorbo.
La causante de la frustración de la Aes Sedai —y objetivo del interrogatorio de Merise— colgaba suspendida en el aire cabeza abajo, sujeta por tejidos de Aire y con los brazos atados a la espalda. La cautiva tenía el cabello corto y ondulado y la tez oscura; a pesar de las circunstancias, la expresión del semblante de la mujer no tenía nada que envidiar a la controlada serenidad que exhibía Cadsuane. La prisionera estaba escudada y atada, llevaba puesto un sencillo vestido marrón —el repulgo sujeto a los tobillos por un tejido de Aire con el propósito de evitar que la falda cayera y le tapara la cara—, pero aun así daba la impresión de ser ella la que tuviera todo controlado.
Merise se encontraba de pie enfrente de ella, y Narishma —la otra persona que había en la habitación— permanecía apoyado en la pared.
Cadsuane no dirigía el interrogatorio; todavía. Dejar que fuera otra quien lo llevara la beneficiaba; así tenía oportunidad de pensar y planear. Fuera del cuarto, Erian, Sarene y Nesune mantenían entre las tres el escudo de la prisionera, dos Aes Sedai más de las que normalmente se consideraba necesarias para esa tarea.
No se podía correr riesgos con los Renegados.
La prisionera era Semirhage, un monstruo que muchos tenían por una simple leyenda. Cadsuane ignoraba cuántas de las muchas historias que circulaban sobre la mujer eran ciertas, pero sabía que Semirhage distaba de ser fácil de intimidar, intranquilizar o manipular. Y eso constituía un problema.
—¿Y bien? —demandó Merise—. ¿Tienes respuesta a mi pregunta?
Semirhage la miró; un frío desprecio impregnó la voz de la Renegada al hablar.
—¿Sabes lo que le ocurre a un hombre cuando se le reemplaza la sangre por otra cosa?
—No he…
—Muere, claro está —la interrumpió Semirhage de forma que las palabras sonaron cortantes como cuchillos—. A menudo la muerte se produce al momento, y esas muertes rápidas carecen de interés. Mediante experimentos descubrí que ciertas soluciones reemplazan la sangre con mayor eficacia que otras y permiten que el sujeto viva durante un corto periodo de tiempo después de la transfusión.
Dicho lo cual, se calló.
—Responde a mi pregunta o te encontrarás otra vez colgando por la ventana y… —empezó Merise.
—La transfusión en sí precisa el uso del Poder, desde luego —la interrumpió de nuevo la Renegada—. Otros métodos no son tan rápidos como requiere el procedimiento. Yo misma desarrollé el tejido. Sé cómo sacar la sangre de un cuerpo de manera instantánea y depositarla en un recipiente al mismo tiempo que meto la solución a presión en la venas.
Merise rechinó los dientes mientras echaba una ojeada a Narishma. El Asha’man, reclinado en la pared de troncos, llevaba peinado el largo cabello oscuro en trenzas con campanillas en las puntas y vestía chaqueta y pantalones negros, como siempre; el rostro del hombre era juvenil, pero mostraba un aire peligroso cada vez más marcado en los rasgos. Quizá se debía al entrenamiento con los otros Guardianes de Merise, o tal vez el origen era su asociación con gente capaz de interrogar a una Renegada.
—Te advierto… —intentó hablar la Aes Sedai.
—Conseguí que un sujeto sobreviviera una hora completa después de la transfusión —la interrumpió Semirhage por tercera vez en un tono tranquilo y coloquial—. Lo considero uno de mis logros más importantes. Ni que decir tiene que estuvo sufriendo todo el tiempo. Sufriendo de verdad, un puro e intenso dolor que sintió en todas las venas, incluso en los finos capilares casi invisibles de los dedos. No conozco método mejor para causar tal sufrimiento en todo el cuerpo a la vez.
Buscó los ojos de Merise antes de añadir:
—Algún día te mostraré cómo es ese tejido.
La Aes Sedai palideció, aunque muy poco.
Con un leve gesto de la mano, Cadsuane tejió un escudo de Aire alrededor de la cabeza de la Renegada para que no pudiera oír nada y a continuación tejió Fuego y Aire para crear dos bolas de luz que le colocó justo delante de los ojos. No brillaban tanto como para cegarla o dañarle la vista, pero le impedirían ver. Ése era un recurso discurrido por la propia Cadsuane; demasiadas hermanas pensarían en taparle los oídos a la cautiva, pero sin estorbarle la vista para que no pudiera observar. Uno ignoraba quién había aprendido a leer los labios, y Cadsuane no estaba dispuesta a subestimar a su actual cautiva.
Merise miró a Cadsuane con un destello de cólera en los ojos.
—Estás perdiendo el control —afirmó Cadsuane mientras dejaba el té en el suelo, junto a la silla.
Merise vaciló, y luego asintió con la cabeza, ahora realmente furiosa; sin duda consigo misma.
—Es que no funciona nada con esta mujer —dijo—. No cambia el tono de voz, hagamos lo que le hagamos. Cualquier castigo que se me ocurre provoca más amenazas, a cada cual más horripilante. ¡Luz!
Apretó los dientes otra vez, descruzó y cruzó los brazos, y respiró hondo, por la nariz. Narishma se irguió, como dispuesto a acercarse a ella, pero la Aes Sedai le indicó con un gesto de la mano que volviera a su sitio. Merise sabía ser firme con sus Guardianes, aunque cortaba con brusquedad a cualquier otra mujer que intentara ponerlos en su sitio.
—Podemos quebrantarla —aseguró Cadsuane.
—¿Tú crees, Cadsuane?
—Pues claro que sí. Es un ser humano, como todos los demás.
—Cierto, aunque ha vivido durante tres mil años. Tres mil años, Cadsuane.
—La mayor parte de los cuales los pasó confinada —argumentó la Aes Sedai de pelo cano, haciendo un gesto desdeñoso—. Siglos encerrada en la prisión del Oscuro, seguramente sumida en un estado de hibernación. Resta esos años y no es mayor que cualquiera de nosotras. Yo diría incluso que bastante más joven que algunas.
Era un sutil recordatorio de su propia edad, tema del que rara vez se hablaba entre las Aes Sedai. En realidad, toda aquella conversación sobre la edad era señal de la intranquilidad que despertaba en Merise la Renegada. Las Aes Sedai estaban acostumbradas a aparentar sosiego, pero había un motivo por el que Cadsuane había dejado fuera del cuarto a las mujeres que mantenían el escudo: dejaban ver demasiadas cosas. Hasta Merise, por lo general imperturbable, perdía el control con demasiada frecuencia durante los interrogatorios.
Claro que Merise y las otras —al igual que todas las mujeres de la Torre en la actualidad— aún no llegaban a lo que una Aes Sedai debía ser. A esas Aes Sedai más jóvenes se les había permitido volverse blandas y débiles, con propensión a reñir por naderías. Algunas se habían dejado intimidar para jurar lealtad a Rand al’Thor. A veces a Cadsuane le entraban ganas de mandar a todas a hacer penitencia durante unas cuantas décadas.
O quizá sólo era su edad la que hablaba. Era vieja, y se iba haciendo más y más intolerante con las estupideces. Más de doscientos años antes se había jurado a sí misma que viviría para participar en la Última Batalla por mucho que ésta tardara en llegar. Usar el Poder Único alargaba la vida y Cadsuane había descubierto que la determinación y la entereza contribuían a alargarla aún más. Era una de las personas vivas de más edad que había en el mundo.
Por desgracia, los años le habían enseñado que por mucha previsión o determinación que se tuviera no siempre se conseguía que las cosas resultaran como una quería; saberlo, sin embargo, no impedía que se sintiera irritada cuando ocurría así. Cualquiera pensaría que los años también le habrían enseñado a tener paciencia, pero había sido al contrario. Cuanto mayor se hacía, menos ganas tenía de esperar, porque sabía que no le quedaban muchos años de vida.
Cualquier persona que afirmara que la vejez le había enseñado a ser paciente, mentía o estaba senil.
—Se la puede quebrantar y se la quebrantará —repitió—. No voy a permitir que una persona que conoce tejidos de la Era de Leyenda se precipite alegremente a su ejecución. Vamos a sacar hasta la última brizna de conocimiento que haya en el cerebro de esa mujer aunque para ello tengamos que utilizar con ella unos cuantos de sus propios tejidos «creativos».
—El a’dam. Ojalá el lord Dragón nos permitiera usarlo con ella… —deseó Merise al tiempo que lanzaba una ojeada a Semirhage.
Si en algún momento Cadsuane había tenido la tentación de romper su promesa, era por eso. Poner un a’dam a la mujer… Pero no. Para forzar a alguien a hablar con el a’dam había que causarle dolor, y eso era lo mismo que torturar, cosa que al’Thor había prohibido.
Semirhage había cerrado los ojos para resguardarlos de las luces de Cadsuane, pero seguía tranquila y controlada. ¿Qué ideas albergaría la mente de esa mujer? ¿Esperaría que alguien la rescatara? ¿Pensaría obligarlos a ejecutarla con tal de eludir una tortura de verdad? ¿Daba realmente por hecho que estaba a su alcance escapar y luego tomarse la revancha de las Aes Sedai que la habían interrogado?
Eso último era lo que le parecía más probable a Cadsuane, y costaba trabajo no sentir al menos una pizca de aprensión. Esa mujer sabía cosas del Poder Único que no habían sobrevivido ni siquiera en leyendas. Tres mil años era mucho, muchísimo tiempo. ¿Sabría cómo abrirse paso a través de un escudo de un modo que a ellas les era desconocido? Cadsuane no estaría tranquila del todo hasta conseguir echar mano a un poco de esa planta, la horcaria.
—Puedes deshacer tus tejidos, Cadsuane —dijo Merise al tiempo que se erguía—. He recobrado la calma, aunque me temo que tendremos que colgarla fuera de la ventana durante un rato, como le advertí que haría. A lo mejor podríamos amenazarla con causarle dolor. Ella ignora las absurdas exigencias de al’Thor.
Cadsuane se inclinó hacia adelante y deshizo el tejido que sustentaba las luces fernte a los ojos de la Renegada, que los abrió de golpe y después buscó a Cadsuane. Sí, sabía quien mandaba; las miradas de ambas se trabaron.
Merise siguió con el interrogatorio e hizo preguntas sobre Graendal. Al’Thor creía que la otra Renegada podría encontrarse en algún lugar de Arad Doman. A Cadsuane le interesaban mucho más otras preguntas; pero, para empezar, las referentes a Graendal no estaban mal.
Esta vez Semirhage respondió a las preguntas de Merise con silencio, y Cadsuane se sorprendió pensando en al’Thor. El chico se había resistido a sus enseñanzas con la misma tozudez con que la Renegada se resistía al interrogatorio. Sí, claro, había aprendido algunas cosas de poca importancia, como tratarla con cierto respeto o al menos fingir buenos modos, pero nada más.
Cadsuane detestaba admitir un fracaso; aquello no lo era todavía, pero no le faltaba mucho. El chico estaba destinado a destruir el mundo, y quizá también a salvarlo. Lo primero era inevitable; lo segundo, dependía de a otros factores. Habría querido que fuera a la inversa, pero los deseos eran tan inútiles como monedas de madera, que podían pintarse como se quisiera, pero seguirían siendo madera.
Apartó al chico de su mente; tenía que estar pendiente de Semirhage, porque cada vez que la mujer hablara cabía la posibilidad de que descubriera una pista. La Renegada le sostuvo la mirada haciendo caso omiso de Merise.
¿Cómo se quebrantaba a una de las mujeres más poderosas que habían existido jamás? ¿Una mujer que había perpetrado incontables atrocidades en una era de portentos, antes incluso de la liberación del Oscuro? Mirando aquellos ojos negros como ónice, Cadsuane comprendió algo: la prohibición de al’Thor de hacerle daño a Semirhage era irrelevante, porque a esa mujer no la quebrantarían con dolor. Semirhage era la torturadora por excelencia de los Renegados, alguien fascinado por la muerte y el tormento.
No, no se desmoronaría de ese modo ni aun en el caso de que les hubieran permitido valerse de esos medios. Estremecida por un escalofrío al mirarse en aquellos ojos, Cadsuane creyó ver algo de sí misma reflejado en esa criatura. Edad, malas mañas, y renuencia a ceder.
Eso, pues, le planteaba una pregunta: de encargarle la tarea, ¿cómo conseguiría quebrantarse a sí misma?
El concepto era tan perturbador que fue un alivio para ella cuando Corele interrumpió el interrogatorio unos segundos después. La esbelta y alegre murandiana era leal a Cadsuane y había estado de guardia con al’Thor por la tarde. La noticia de que al’Thor se reuniría poco después con jefes Aiel puso fin al interrogatorio, y las tres hermanas que mantenían el escudo entraron y sacaron del cuarto a Semirhage para llevarla a la habitación donde la dejarían atada y amordazada con flujos de Aire.
Cadsuane vio cómo trasladaban a la Renegada en tejidos de Aire y después meneó la cabeza. Semirhage sólo había sido el primer acto del día; era hora de ocuparse del chico.