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UNA FUENTE DE PODER
Vaya, que me aten un pañuelo a la cara y me llamen Aiel —exclamó uno de los soldados de Bryne, que iba arrodillado junto al general en la proa de la estrecha barca—. Es cierto que está ahí. Gawyn iba acuclillado en la proa de otra barca; el agua oscura se rizaba y chapoteaba contra los costados de la embarcación. Al final necesitaron trece barcas para llevarlos a todos, y emprendieron el cruce por el río en silencio y sin problemas; es decir, lo hicieron después de que Siuan Sanche acabara de inspeccionarlos y decidir que estaban en condiciones de realizar la travesía. Por los pelos.
Cada embarcación iba provista de una única linterna sorda. Gawyn casi no distinguía las otras barcas que se deslizaban por el río, negro como el ébano; los soldados —que bogaban a remos callados— los acercaron en silencio al dique de piedra del lado sudoccidental de Tar Valon. Los estallidos de luz en el cielo actuaban como distracción; Gawyn alzaba la vista cada dos por tres y distinguía bestias serpentinas al iluminarlas durante unos segundos los destellos blancos de rayos o el fulgor rojo del fuego abrasador.
Al parecer, la propia Torre Blanca ardía y se recortaba contra el cielo perfilada por las llamas, imponente, toda blanca y roja. El humo ascendía en remolinos hacia la noche encapotada. A través de muchas ventanas se veían incendios, y un resplandor en la base de la Torre indicaba que edificios periféricos y árboles también eran pasto de las llamas.
Un momento antes de que la barca de Gawyn se deslizara con suave gracilidad junto a la de Bryne, los soldados alzaron los remos sin sacarlos de los toletes para pasar por debajo de un saledizo de cantería, donde la piedra sobresalía por encima del río. El saliente impidió que Gawyn siguiera viendo la feroz batalla, si bien seguía oyendo el estruendo de las explosiones. De vez en cuando, una rociada de piedras desmenuzadas caía sobre los adoquines con un sonido semejante a una lluvia lejana.
Gawyn alzó la linterna, aunque sólo abrió la pantalla una pequeña rendija. A pesar de la escasa luz distinguió lo que el soldado de Bryne había visto. La isla de Tar Valon estaba rodeada de bastiones creados por Ogier como parte del trazado original de la ciudad; esos bastiones reforzaban las orillas y evitaban que se erosionaran. Como casi todas las obras Ogier, los bastiones eran hermosos. Allí, la piedra se proyectaba hacia afuera en un delicado arco, cinco o seis pies por encima del agua, y formaba un resalte que imitaba la cresta de una ola rompiente. A la suave luz de la linterna, la parte inferior de dichas piedras tenía un aspecto tan real, tan delicado, que costaba trabajo distinguir dónde acababa la piedra y dónde empezaba el río.
Una de esas ondas de piedra ocultaba una hendedura que era casi imposible de localizar incluso desde tan cerca. Los soldados de Bryne dirigieron la barca hacia la estrecha abertura, estaba delimitada con piedra por los lados y por encima. A continuación iba la barca de Siuan, y Gawyn indicó con un gesto a sus remeros que fueran tras ella. La hendidura daba paso a un túnel muy angosto, y Gawyn abrió más la pantalla de la linterna, como habían hecho poco antes Bryne y Siuan. Las piedras cubiertas de liquen tenían a los lados oscuras marcas dejadas por las señales de los niveles del agua. A buen seguro, habría habido muchos años en que ese pasadizo debió de estar sumergido por completo bajo el agua.
—Seguramente se diseñó para los trabajadores —dijo Bryne un poco más adelante, y aunque habló en voz baja las palabras levantaron ecos en el húmedo canal. Hasta los movimientos de los remos en el agua sonaban amplificados, igual que los lejanos sonidos de goteo y del suave romper de las ondas del río—. Para que salieran por aquí a fin de ocuparse del mantenimiento de la obra de cantería.
—Me trae sin cuidado por qué lo construyeron —intervino Siuan—. Me alegra que exista y me mortifica no haberme enterado hasta ahora. Una de las principales defensas de Tar Valon ha sido siempre el hecho de que los puentes la hacían segura. Gracias a ellos se controla quién entra y quién sale.
Bryne resopló con suavidad, si bien el sonido resonó en el túnel.
—Es imposible controlar todo en una ciudad de este tamaño, Siuan. Esos puentes, en cierto modo, os dieron una falsa impresión de control. Sí, claro que esta ciudad es impenetrable para un ejército invasor, pero un sitio así, aunque esté tan cerrado como una funda de almohada, todavía puede tener una docena de agujeros para que las pulgas se cuelen por ellos.
Siuan guardó silencio. Gawyn se tranquilizó y respiró con normalidad. Por fin hacía algo para ayudar a Egwene, aunque la oportunidad había tardado en presentarse mucho más tiempo de lo que habría querido. ¡Quisiera la Luz que aún llegara a tiempo!
El túnel tembló con una explosión lejana. Gawyn miró hacia atrás, a las otras barcas, repletas de soldados recelosos. Se dirigían directamente a una zona de guerra donde ambos bandos eran más fuertes que ellos y ninguno de los dos tenía motivos para considerarlos amigos. Por si fuera poco, tanto el uno como el otro manejaban el Poder Único. Había que ser un tipo de hombre especial para afrontar esas desventajas sin echarse a temblar.
—Aquí —dijo Bryne, perfilado contra la luz.
Levantó una mano para que la fila de barcas se detuviera. El túnel se abría a la derecha, donde un saliente de piedra —un rellano con un tramo de escalones— esperaba. El húmedo túnel proseguía hacia adelante.
Bryne, que estaba de pie, se inclinó y saltó al rellano, donde amarró la barca a un fiador. Lo siguieron los soldados de su barca, todos ellos cargados con un pequeño bulto marrón. ¿Qué sería? Gawyn no se había dado cuenta de que metieran esos bultos en las barcas. Cuando el último soldado de esa embarcación hubo saltado a tierra, empujó la barca y alargó la sirga a un soldado de la barca de Siuan. Conforme la fila avanzaba, cada bote se iba amarrando al que tenía delante. El último hombre aseguraría su barca al poste de atracada, de modo que sujetaría a todos en su sitio.
Gawyn salió al saliente de piedra cuando llegó su turno y subió los escalones al trote; el tramo de escalera daba a los adoquines de un callejón. Lo más probable era que ese acceso hubiera caído en el olvido hacía mucho tiempo, excepto para los pocos mendigos que lo utilizaban como refugio. En el fondo del callejón, varios soldados se encargaban de atar a un pequeño grupo de esos hombres. Gawyn torció el gesto, pero no dijo nada; las más de las veces, los mendigos venderían secretos a cualquiera que quisiera prestarles oídos, y la noticia de que un centenar de soldados se había colado a hurtadillas en la ciudad estaría muy bien pagada por la Guardia de la Torre.
Bryne se encontraba junto a Siuan en la boca del callejón y echaba una ojeada a la calle en la que desembocaba. Gawyn se reunió con ellos sin apartar la mano de la empuñadura de la espada. Las calles estaban desiertas; sin duda la gente se escondía en sus casas rogando que la incursión acabara pronto.
Los soldados se amontonaron en el callejón; Bryne ordenó a un grupo de diez que se quedara para vigilar las barcas. Entonces, el resto abrió los bultos marrones y blandos en los que Gawyn había reparado antes y sacaron tabardos blancos que se metieron por la cabeza y se ataron a la cintura. Todos lucían la llama de Tar Valon.
Gawyn soltó un ahogado silbido; por su parte, Siuan estaba puesta en jarras y parecía indignada.
—¿De dónde los habéis sacado? —exigió saber.
—Encargué a las mujeres del campamento exterior que los confeccionaran —contestó Bryne—. Siempre es buena idea disponer de unas cuantas copias del uniforme del enemigo.
—Es indigno —condenó Siuan, cruzada de brazos—. Servir en la Guardia de la Torre es un deber sagrado. Ellos…
—Ellos son vuestros enemigos, Siuan —la interrumpió Bryne, tajante—. Al menos, de momento. Ya no sois la Amyrlin.
Ella lo miró con intensidad, pero no dijo nada. Bryne observó a los soldados y después asintió en un gesto de aprobación.
—Eso no engañará a nadie de cerca, pero de lejos servirá. Salid a la calle y formad en filas; correremos hacia la Torre, como si acudiésemos a ayudar en la batalla. Siuan, un par de esferas de luz contribuirán a reforzar el disfraz; si quienes nos vean también ven en cabeza a una Aes Sedai, darán por sentado lo que queremos que crean.
Ella adoptó una actitud desdeñosa, pero hizo lo que le pedía; creó dos esferas de luz y después las situó flotando en el aire junto a su cabeza. Bryne dio la orden y el grupo entero salió del callejón y formó en filas. Gawyn, Siuan y Bryne tomaron posiciones al frente —Gawyn y el general un poco más adelantados que Siuan, como si fueran Guardianes— y emprendieron la marcha a paso ligero calle adelante.
Mirándolo bien, el engaño era muy bueno. A primera vista, el propio Gawyn habría tomado como cierto el disfraz. ¿Qué cosa más natural que ver a un escuadrón de la Guardia de la Torre marchando hacia la escena del ataque, guiado por una Aes Sedai y sus Guardianes? Desde luego, era mucho mejor que meter a un centenar de hombres a escondidas a través de la ciudad, por callejuelas, sin que los vieran.
Al aproximarse al recinto de la Torre, entraron en una pesadilla. El humo arremolinado que reflejaba el rojo resplandor del fuego envolvía la Torre en una amenazadora bruma carmesí. Agujeros y grietas hendían las paredes del otrora majestuoso edificio; en el fuste y en varias construcciones aledañas había incendios. Los raken dominaban el aire haciendo picados y volando en círculos alrededor de la Torre como gaviotas dando vueltas sobre una ballena muerta en las olas. Chillidos y gritos traspasaban el aire, y el denso y acre humo le escocía a Gawyn en la garganta.
Los soldados de Bryne aflojaron el paso conforme se acercaban. Parecía haber dos puntos principales de combate en la incursión; en la base de la Torre, con las dos alas que la flanqueaban, se producían destellos de luz. Los jardines estaban sembrados de cadáveres y de heridos. Arriba, casi a la mitad de altura de la Torre y desde varios agujeros en la pared, salían disparados rayos y bolas de fuego contra los atacantes. El resto de la Torre parecía desierto y en silencio, aunque sin duda se luchaba en los corredores.
El grupo se detuvo ante las puertas de la verja, que encontraron abiertas y sin vigilancia, una circunstancia que no auguraba nada bueno.
—¿Y ahora qué? —susurró Gawyn.
—Buscaremos a Egwene —contestó Siuan—. Empezaremos por la planta baja y después descenderemos a los sótanos. Hoy mismo estaba encarcelada abajo, en alguna parte, y probablemente es donde tendríamos que buscar antes.
Una rociada de lascas se desprendió del techo y cayó en la mesa mientras la Torre Blanca se sacudía con otra explosión. Saerin maldijo para sus adentros mientras quitaba las esquirlas de piedra y a continuación desenrollaba un ancho pergamino, que sujetó por los extremos con trozos de baldosas rotas.
A su alrededor, el cuarto era un completo caos; se encontraban en la planta baja, en la sala de reuniones, una estancia grande y cuadrada situada en el ala oriental de la Torre propiamente dicha. Miembros de la Guardia de la Torre apartaban mesas a fin de hacer hueco para que pasaran los grupos. Las Aes Sedai echaban ojeadas por las ventanas con cautela y oteaban el cielo. Los Guardianes paseaban de un lado para otro como fieras enjauladas. ¿Qué podía hacerse contra bestias voladoras? Tal como estaban las cosas, el mejor sitio donde encontrarse era allí, protegiendo el centro de operaciones. Saerin acababa de llegar.
Una hermana con vestido verde llegó rápidamente hasta ella. Moradri era una mayeniense de largas piernas y piel oscura que iba acompañada por dos apuestos Guardianes, ambos de la misma nacionalidad que su Sedai. Corría el rumor de que eran hermanos que habían acudido a la Torre Blanca para defender a su hermana, aunque Moradri nunca hacía referencia a ese tema.
—¿Cuántas? —demandó Saerin.
—En la planta baja hay al menos cuarenta y siete hermanas —respondió Moradri—. Incluidos todos los Ajahs. Es la cuenta más aproximada que he conseguido, ya que luchan en pequeños grupos. Les dije que estábamos organizando un puesto central de mando aquí. La mayoría parecía pensar que era una buena idea, aunque muchas estaban demasiado cansadas, demasiado conmocionadas o demasiado aturdidas para responder con algo más que un cabeceo de asentimiento.
—Señala su ubicación en el mapa, aquí —instruyó Saerin—. ¿Encontraste a Elaida?
La Verde sacudió la cabeza.
—Maldición —masculló Saerin cuando la Torre tembló de nuevo—. ¿Alguna Asentada Verde?
—No encontré ninguna. —Moradri echó un vistazo hacia atrás, gesto que puso de manifiesto su deseo de volver a la lucha.
—Lástima. Os gusta llamaros el Ajah de Batalla, después de todo. En fin, eso me pone a mí al frente para organizar el combate.
—Supongo que sí. —Moradri se encogió de hombros y echó otra ojeada hacia atrás.
Saerin miró a la hermana Verde y después dio golpecitos con el dedo en el mapa.
—Marca la ubicación de los grupos, Moradri. Podrás volver a la batalla enseguida, pero los datos que has recopilado son más importantes ahora mismo.
La Verde suspiró, pero enseguida se puso a hacer anotaciones en el mapa. Mientras trabajaba, Saerin tuvo la alegría de ver entrar al capitán Chubain. El jefe de la Guardia de la Torre tenía un aspecto muy joven para sus cuarenta y tantos inviernos, sin una sola hebra gris en el cabello negro. Algunos hombres se sentían inclinados a menospreciar la destreza del capitán por tener un rostro demasiado atractivo, pero a oídos de Saerin había llegado información de la humillación sufrida por esos hombres a manos del capitán y de su espada como consecuencia de los insultos.
—Ah, bien —dijo ella—. Por fin algo que sale bien. Capitán, acercaos aquí, por favor.
El hombre cojeó hacia la mesa, sin apoyar demasiado la pierna izquierda. El tabardo blanco que le cubría la cota de malla estaba chamuscado y llevaba la cara embadurnada de hollín.
—Saerin Sedai —saludó con una reverencia.
—Estáis herido.
—Es insignificante, Aes Sedai, en la gloria de una lucha como ésta.
—Que os Curen, de todos modos —ordenó Saerin—. Sería ridículo que nuestro capitán de la guardia corriera el riesgo de morir a causa de una herida «insignificante». Si os hiciera tambalearos en un momento inoportuno podríamos perderos.
El hombre se acercó un poco más y habló en voz baja:
—Saerin Sedai, la Guardia de la Torre es poco menos que inútil en este tipo de batalla. Con los seanchan utilizando a esas… monstruosas mujeres, casi no hemos logrado acercarnos a ellos antes de que nos hagan trizas o nos reduzcan a ceniza.
—En ese caso, tendréis que cambiar de táctica, capitán —respondió Saerin con firmeza. ¡Luz, qué desastre!—. Decidles a los hombres que utilicen los arcos. No corráis el riesgo de acercaros a las encauzadoras del enemigo. Disparad desde lejos. Una simple flecha podría cambiar el resultado de la batalla a nuestro favor; superamos mucho en número a sus soldados.
—Sí, Aes Sedai.
—Como diría una Blanca, es simple lógica. Capitán, nuestra principal tarea es organizar un centro de operaciones. Aes Sedai y soldados por igual van por ahí, al tuntún, por separado, actuando como ratas que se enfrentan a lobos. Tenemos que reunirnos y, juntos, plantarles cara.
Lo que no mencionó era lo avergonzada que se sentía. Las Aes Sedai habían dedicado siglos a guiar reyes e influir en guerras, pero ahora —con su bastión asaltado— habían demostrado ser tristemente incompetentes en su defensa.
«Egwene tenía razón —pensó—. No sólo por predecir este ataque, sino al reprendernos por estar divididas». Saerin no necesitaba informes de Moradri ni de los exploradores para saber que los Ajahs estaban combatiendo cada cual por su lado.
—Capitán, Moradri Sedai está marcando en el mapa focos de resistencia. Preguntadle cuál Ajah está representado en cada grupo. Moradri tiene una memoria excelente y podrá daros datos concretos. Enviad corredores de mi parte a cualquier grupo de hermanas Amarillas o Marrones. Que les digan que se presenten aquí, en esta sala.
»A continuación, enviad corredores a los otros grupos y que les digan que vamos a enviarles una hermana Marrón o una Amarilla con el fin de realizar Curaciones. También habrá un grupo de hermanas aquí que proporcionará la Curación. Cualquier persona herida ha de presentarse aquí de inmediato.
El capitán saludó.
—Oh —añadió Saerin—. Y mandad a alguien fuera para que eche un vistazo a los principales destrozos de arriba. Hemos de saber dónde ha penetrado más la invasión.
—Aes Sedai… —empezó—. El recinto exterior es peligroso. Los que vuelan atacan con fuego a todo lo que se mueve en el suelo.
—En ese caso, enviad hombres que sean buenos ocultándose —gruñó ella.
—Sí, Aes Sedai. Les…
—¡Esto es un desastre! —gritó con enfado una voz.
Saerin se volvió y vio a cuatro hermanas Rojas que entraban en la estancia. Notasha llevaba un vestido blanco lleno de sangre por el lado izquierdo, aunque si la sangre era suya debían de haberla Curado. La larga y negra melena de Katerine estaba enmarañada y salpicada de lascas. Las otras dos mujeres tenían la ropa hecha jirones y la cara manchada de cenizas.
—¡Cómo se atreven a atacar aquí! —continuó Katerine mientras cruzaba la sala.
Los soldados se escabullían a su paso y varias hermanas menos influyentes que se habían agrupado a las órdenes de Saerin de repente encontraron cosas que hacer en los rincones más alejados de la estancia. Retumbaron lejanos estampidos que semejaban los ruidos de un espectáculo de los Iluminadores.
—Se atreven porque cuentan con los medios y el deseo de hacerlo, es evidente —replicó Saerin, que controló la irritación y mantuvo la calma. Aunque no le resultó fácil—. Hasta ahora, el ataque ha resultado ser tremendamente eficaz.
—Bien, yo asumo el mando aquí —gruñó Katerine—. ¡Hemos de hacer batidas por la Torre y eliminarlos a todos!
—No vas a asumir el mando —la contradijo con firmeza Saerin. ¡Qué mujer tan insufrible! Tranquilidad, mantener la serenidad—. Y tampoco montaremos ninguna ofensiva.
—¿Y quién va a impedírmelo? ¿Tú, una Marrón? —gruñó Katerine, envuelta por el brillo del Saidar.
—¿Desde cuándo la Maestra de las Novicias supera en rango a una Asentada de la Antecámara, Katerine? —inquirió a su vez Saerin, con una ceja enarcada.
—Yo…
—Egwene al’Vere predijo esto —señaló Saerin, torcido el gesto—. En consecuencia, habremos de asumir que todo lo demás que nos contó sobre los seanchan también es cierto. Los seanchan capturan mujeres encauzadoras y las utilizan como armas. No han traído tropas de a pie; sería casi imposible conducirlas hasta aquí a través de territorio hostil, en cualquier caso. Lo cual significa que esto es una incursión con el único propósito de atrapar a tantas hermanas como sea posible.
»La batalla ya se ha alargado más de lo normal para este tipo de asalto, tal vez porque hemos ofrecido una resistencia tan penosa que se sienten seguros de poder tomarse todo el tiempo que les venga en gana. Sea como sea, hemos de crear un frente unido y mantenernos firmes sin ceder terreno. Cuando la batalla empiece a ir peor para ellos, se retirarán. No estamos ni mucho menos en posición de “hacer batidas por la Torre” y expulsarlos.
Katerine vaciló mientras consideraba las palabras de la Asentada. Fuera retumbó otra explosión.
—¿De dónde siguen saliendo esos estallidos? —preguntó Saerin, irritada—. ¿Es que no han hecho ya bastantes agujeros?
—¡Ése no iba dirigido contra la Torre, Saerin Sedai! —informó desde la puerta de la sala uno de los soldados que había salido al jardín para echar un vistazo.
«Tiene razón. La Torre no tembló —cayó en la cuenta Saerin—. Como tampoco lo hizo la vez anterior».
—Entonces ¿a qué disparan? ¿A gente que hay abajo?
—¡No, Aes Sedai! —contestó el guardia—. ¡Creo que era un estallido que partió del interior de la Torre, lanzado desde uno de los pisos altos contra las bestias voladoras!
—Bueno, al menos hay alguien que les está respondiendo —comentó Saerin—. ¿Desde dónde se lanzó, dices?
—No llegué a verlo bien —contestó el soldado, que seguía mirando hacia arriba—. ¡Luz, ahí va otro! ¡Y otro!
Los destellos rojos y amarillos se reflejaron en el humo suspendido en el aire y tiñeron de luz el jardín, apenas visible a través de la puerta y las ventanas. Sonaron gritos de dolor de raken.
—¡Saerin Sedai! —dijo el capitán Chubain, apartándose de un grupo de soldados heridos. Saerin no los había visto entrar al estar tan pendiente de Katerine—. Estos hombres bajan de los niveles altos. Por lo visto hay un segundo punto de concentración de fuerzas para la defensa, y lo está haciendo muy bien. Los seanchan están abandonando los ataques a nivel del suelo para concentrarse allí arriba.
—¿Dónde? ¿Dónde exactamente? —pregunto Saerin, anhelante.
—En el nivel veintidós, Aes Sedai. Sector nordeste.
—¿Qué? —exclamó Katerine—. ¿En el sector del Ajah Marrón?
No. Ese sector estaba allí antes, pero ahora, con los cambios sufridos en los corredores de la Torre, esa zona era…
—¿El sector de la novicias? —exclamó sorprendida Saerin. Era completamente absurdo—. ¿Cómo es posible…? —Dejó la frase sin terminar y los ojos se le desorbitaron un poco antes de susurrar—: Egwene.
Cada seanchan anónimo que derribaba, Egwene lo veía en su mente como si fuera Renna, la sul’dam. Se había apostado en uno de los agujeros abiertos en la pared de la Torre Blanca mientras el viento le sacudía el vestido blanco y le agitaba el cabello como si aullara al compás de su cólera.
No era una cólera desbocada, sino fría, sintetizada, destilada. La Torre se hallaba en llamas. Lo había anunciado con una Predicción, lo había Soñado, pero la realidad era mucho peor de lo que ella había temido. Si Elaida se hubiera preparado para el evento, el daño habría sido mucho menor. Sin embargo, no tenía sentido lamentar lo que pudo haber sido y no fue.
En cambio, enfocó la rabia —la cólera del justo, la ira de la Amyrlin— y la dirigió contra los to’raken que volaban en el cielo y fue derribando uno tras otro. Maniobraban con mucha más torpeza que sus ágiles y más pequeños parientes, los raken. Para entonces, debía de haber derribado una docena y sus ataques habían atraído la atención de los que estaban fuera, que empezaron a abandonar el asalto a nivel del suelo para dirigir todos los ataques hacia donde se encontraba ella. En las escaleras, las novicias se enfrentaban a seanchan que dirigían grupos de asalto y los obligaban a retroceder. Los to’raken volaban en el aire y circunvalaban la Torre haciendo picados en un intento de contener a Egwene con escudos o con estallidos de fuego. Unos raken, más pequeños, volaban como flechas de aquí para allá con ballesteros en el lomo que le disparaban saetas.
Pero Egwene era una fuente de Poder que absorbía de lo más profundo de la vara estriada que sostenía en las manos y que encauzaba a través de un grupo de novicias y Aceptadas que se ocultaban en el cuarto que había detrás, coligadas con ella en el círculo. Egwene era uno de los fuegos que ardían dentro de la Torre, fuegos que teñían de rojo el cielo con el brillo de las llamas y pintaban de oscuro el cielo por el humo. Casi no parecía de carne y hueso, sino de puro Poder, una fuerza que enjuiciaba y castigaba a quienes habían osado llevar la guerra hasta la mismísima Torre Blanca. Descargas de rayos retumbaban en el cielo, por debajo de las nubes agitadas. El fuego salía disparado de sus manos.
Quizás tendría que haber sentido el recelo de estar rompiendo uno de los Tres Juramentos, pero no experimentaba tal temor. Aquélla era una lucha que había que librar, si bien no deseaba matar; aunque, tal vez, la cólera que sentía por las sul’dam se le parecía mucho. Los soldados y las damane eran bajas lamentables.
La Torre Blanca, la sagrada morada de las Aes Sedai, estaba siendo atacada. Todas corrían peligro, un peligro mayor que la muerte. Esos collares plateados eran muchísimo peores y Egwene se defendía a sí misma y defendía a todas las mujeres que se encontraban en la Torre.
Conseguiría hacer que los seanchan se retiraran.
Escudo tras escudo caía sobre ella en un intento de aislarla de la Fuente, pero eran como manos infantiles que trataran de detener el rugiente caudal de una catarata. Con tanto Poder, nada podía detenerla salvo un círculo completo y los seanchan no los utilizaban: los a’dam lo impedían.
Los atacantes preparaban tejidos para acabar con ella, pero Egwene se adelantaba siempre, ya fuera para desviar las bolas de fuego con un estallido de aire o simplemente derribando los to’raken que transportaban a las mujeres que intentaban matarla.
Algunas bestias se habían alejado volando en la noche, cargadas de cautivas. Egwene había derribado todas las que tuvo a su alcance, pero había demasiados to’raken en ese asalto y algunos conseguirían escapar. Habría hermanas capturadas.
Creó una bola de fuego en cada mano, con las que abatió en el aire a otra bestia cuando se dirigía en picado hacia ella. Sí, algunas escaparían, pero los seanchan lo pagarían muy caro. Ésa era otra de sus metas. Tenía que asegurarse de que jamás volvieran a atacar la Torre.
Esa incursión debían pagarla muy cara.
—¡Bryne! ¡Encima de ti!
Gareth se agachó y se tiró hacia un lado, pero rodó sobre sí mismo con un gruñido al sentir que la armadura se le clavaba en los costados y en el vientre al caer sobre los adoquines. Algo enorme pasó por encima de él, casi rozándolo, y a continuación se oyó un gran estruendo. Bryne se incorporó sobre una rodilla y vio a un raken en llamas rodar por el suelo dando tumbos, donde unos segundos antes se encontraba él de pie, y el jinete —ya muerto por la explosión de fuego que había acabado con su montura— salió dando tumbos por el suelo, como un muñeco de trapo. El cadáver del raken, todavía ardiendo, acabó tendido junto al muro de la Torre, en tanto que el jinete se quedó tendido donde había caído mientras el yelmo salía rodando y se perdía en la oscuridad. Al cadáver del hombre le faltaba una bota.
Bryne se puso de pie y sacó el cuchillo de la funda que llevaba en el cinturón, ya que al rodar por el suelo había soltado la espada. Giró sobre sí mismo, atento a un posible peligro, porque de eso había de sobra todo en derredor. Bestias voladoras —grandes y pequeñas— hacían picados, aunque casi todos estaban pendientes de la parte alta de la Torre. Delante de la Torre, el césped del recinto aparecía sembrado de grandes trozos de piedra y de cuerpos retorcidos en posturas horrendas. Los hombres de Bryne combatían contra un escuadrón de soldados seanchan. Los invasores, con las armaduras que les daban aspecto de insectos, habían salido en tropel de la Torre unos segundos antes. ¿Huían de algo o es que buscaban enzarzarse en un combate? Debían de ser unos treinta.
¿Tal vez los soldados habían salido a ese patio para montar en alguna de las bestias voladoras y partir? Bueno, fuera lo uno o lo otro, se habían topado con la inesperada fuerza de combate de Bryne. Gracias a la Luz no había encauzadoras en el grupo.
Con una ventaja a su favor de más de dos a uno, los hombres de Bryne tendrían que haber resuelto el enfrentamiento con facilidad; por desgracia, unos cuantos raken de los grandes sobrevolaban el área y dejaban caer piedras y arrojaban bolas de fuego sobre los ocupantes del patio. Además, los seanchan luchaban bien. Pero que muy bien.
Bryne dio orden a sus soldados de no ceder terreno y aguantar firme mientras miraba a su alrededor para encontrar su espada. Gawyn —que era quien le había gritado para advertirle antes— se hallaba cerca del arma, batiéndose con dos seanchan a la vez. ¿Es que ese chico no tenía sentido común? Su fuerza tenía ventaja numérica y el joven debería haber formado pareja con otro espadachín para combatir. Debería…
Gawyn despachó a los dos seanchan con un único y grácil movimiento. ¿Había usado La flor del loto se cierra? Bryne no había visto nunca realizarla con tanta efectividad contra dos hombres a la vez. Gawyn limpió la hoja del arma como parte del tradicional floreo final y después envainó el arma y alzó la espada de Bryne con un punterazo de la bota y la recogió en el aire. Adoptó la posición en guardia, la espada enarbolada, vigilante. La línea de los hombres de Bryne aguantaba bien a pesar de los ataques provenientes del aire. Gawyn le hizo un gesto de asentimiento y movió la espada para indicar que se acercara.
En el patio resonaba el golpeteo de metal contra metal y las sombras se proyectaban sobre la hierba machacada e iluminada por el fuego que ardía en lo alto. Bryne recuperó la espada y Gawyn desenvainó la suya, nervioso.
—Mirad ahí arriba —dijo, al tiempo que señalaba a la Torre con el arma.
Bryne estrechó los ojos y escudriñó hacia donde el joven señalaba. Había mucho movimiento cerca de un agujero abierto en uno de los niveles altos. Sacó el visor de lentes y lo enfocó allí, confiado en que Gawyn le avisaría si se presentaba algún peligro.
—Luz bendita… —susurró, observando la grieta de la pared.
Una figura solitaria, vestida de blanco, se erguía al borde del agujero de la Torre. Se hallaba demasiado lejos para distinguirle la cara, incluso con el visor, pero quienquiera que fuera desde luego les estaba causando mucho daño a los seanchan. Tenía alzados los brazos y lanzaba fuego con ambas manos; el resplandor proyectaba sombras a través de la pared de la Torre, en torno a la mujer. Las descargas de fuego se sucedían en un constante raudal y derribaban a las bestias voladoras.
Subió el visor despacio, recorriendo el fuste de la Torre en busca de más focos de resistencia. Había actividad en el tejado plano y circular, pero Bryne apenas distinguía nada por la distancia. Daba la impresión de haber unas pértigas que se alzaban, a continuación algún raken descendía en picado sobre ellas, y… ¿Qué? Cada vez que una de las bestias sobrevolaba esa especie de perchas, cuando se alejaba llevaba algo suspendido de cuerdas.
«Cautivas —comprendió Bryne con un escalofrío—. Suben al tejado a las Aes Sedai que han capturado, las atan y después los raken asen esas cuerdas con las garras y se llevan a las mujeres por el aire». ¡Luz! Avistó fugazmente a una de las cautivas cuando la alzaban en el aire. Le pareció ver que llevaba un saco atado a la cabeza.
—Hemos de entrar en la Torre —dijo Gawyn—. Esta lucha sólo es una distracción.
—Estoy de acuerdo —contestó Bryne mientras bajaba el visor. Echó una ojeada a un lado del patio, donde Siuan dijo que esperaría mientras los hombres luchaban. Era hora de recogerla y…
Había desaparecido. La sorpresa lo dejó paralizado, pero al instante lo asaltaba una punzada de miedo. ¿Dónde se había metido esa mujer? Si por imprudencia la habían matado…
Pero no. La percibía dentro de la Torre. No la habían herido. Ese vínculo era algo maravilloso, pero aún no estaba acostumbrado a él. ¡Debería haber notado que ella se iba! Recorrió con la mirada la línea de sus soldados. Los seanchan habían combatido bien, pero ahora era evidente su derrota. La línea de combate se rompía y los hombres se dispersaban en todas direcciones; Bryne bramó la orden a sus hombres de que no los persiguieran.
—Primero y segundo escuadrón, reunid a los heridos, deprisa —mandó—. Llevadlos a un lado del patio. Los que puedan caminar deberán regresar de inmediato a las barcas. —Torció el gesto—. Los que no puedan caminar tendrán que esperar a que los curen las Aes Sedai.
Los soldados asintieron. A los malheridos habría que abandonarlos en manos del enemigo, pero antes de emprender la misión ya se les había advertido que eso podría pasar. Recuperar a la Amyrlin era más importante que cualquier otra cosa.
Algunos hombres morirían por las heridas recibidas mientras esperaban, pero Bryne no podía hacer nada para remediarlo. Con suerte, la mayoría recibiría la Curación a través de las Aes Sedai de la Torre. Después los encarcelarían, pero no había otra opción. El grupo principal de soldados tenía que seguir adelante con rapidez, no había tiempo que perder acarreando literas con heridos.
—Tercero y cuarto escuadrón —empezó en tono urgente.
Se interrumpió al fijarse en una figura familiar vestida de azul que salía de la Torre, seguida por una chica de blanco. A decir verdad, ahora Siuan sólo parecía un poco mayor que la muchacha. Había veces que a Bryne le costaba trabajo relacionarla con la mujer severa que había conocido años atrás.
Envuelto en una oleada de alivio, se encaró con Siuan mientras ella se acercaba.
—¿Quién es ésa? —demandó—. ¿Dónde fuisteis?
Siuan chasqueó la lengua, le dijo a la novicia que esperara y después, tirando de Bryne para hacer un aparte con él, habló en voz baja:
—Tus soldados estaban ocupados y decidí que era un buen momento para conseguir algo de información. Y quiero señalar, Gareth Bryne, que vamos a tener que trabajar en lo concerniente a tu actitud. Ésas no son maneras apropiadas de que un Guardián trate a su Aes Sedai.
—Empezaré a preocuparme por eso cuando vos empecéis a actuar como una mujer que tiene dos dedos de frente. ¿Y si hubieseis topado con seanchan?
—Entonces habría estado en peligro —repuso ella, puesta en jarras—. No sería la primera vez. No podía correr el riesgo de que otras Aes Sedai me vieran contigo y con tus soldados. Unos disfraces tan burdos no engañarían a una hermana.
—¿Y si os hubiesen reconocido? —replicó él—. ¡Siuan, esta gente trató de ejecutaros!
Siuan resopló con desdén.
—Ni siquiera Moraine me reconocería con esta cara. Las mujeres de la Torre sólo verían una Aes Sedai joven que les resultaba vagamente familiar. Además, no me topé con nadie, a excepción de esta pequeña. —Miró a la novicia, una chica que llevaba corto el cabello negro y contemplaba, aterrada, la batalla que se libraba allá arriba, en el cielo—. Hashala, ven aquí —llamó Siuan.
La novicia se acercó presurosa.
—Dile a este hombre lo que me has contado a mí —ordenó Siuan.
—Sí, Aes Sedai —obedeció la novicia a la par que realizaba una reverencia con nerviosismo.
Los soldados habían rodeado con una guardia de honor a Siuan, y Gawyn se abrió paso entre ellos para colocarse junto a Bryne. Los ojos del joven no dejaban de echar ojeadas a la mortífera batalla que se libraba en el aire.
—La Amyrlin, Egwene al’Vere —empezó la novicia con voz temblorosa—, fue liberada de las celdas hoy y se le permitió regresar a los aposentos de las novicias. Yo me encontraba en la cocina de abajo cuando se produjo el ataque, así que no sé qué ha sido de ella. Pero probablemente esté en el nivel veintiuno o veintidós, en alguna parte. Es ahí donde se encuentra ahora el sector de las novicias. —Torció el gesto—. Últimamente el interior de la Torre es un caos. Nada es como debería ser.
Siuan buscó los ojos de Bryne al hablar.
—A Egwene se le ha estado administrando horcaria en dosis fuertes. Apenas podrá encauzar un hilo de Poder.
—¡Tenemos que ir a buscarla! —exclamó Gawyn.
—Por supuesto. —Bryne se frotó la barbilla—. Para eso hemos venido. Supongo que habremos de subir en vez de bajar, pues.
—Estáis aquí para rescatarla, ¿verdad? —El timbre de la novicia sonaba anhelante.
Bryne la miró. «Pequeña —dijo para sus adentros—, ojalá no hubieras llegado a esa conclusión». Detestaba la idea de dejar a una simple novicia atada en medio de aquella vorágine, pero no podía permitir que la chica corriera a advertir a las Aes Sedai de la Torre Blanca.
—Quiero ir con vosotros —pidió la joven en tono ferviente—. Soy leal a la Amyrlin. A la verdadera Amyrlin. La mayoría de las novicias lo somos.
Bryne enarcó una ceja y miró a Siuan.
—Que venga —respondió la Aes Sedai—. De todos modos, es la opción menos comprometida. —Se acercó a la chica para hacerle más preguntas.
Bryne desvió la vista hacia un lado cuando uno de sus capitanes, un hombre llamado Vestas, se acercó.
—Los heridos ya están organizados. Hemos perdido doce hombres y otros quince están heridos pero pueden caminar y se dirigen hacia las barcas. Hay otros seis con heridas demasiado graves para ir con ellos. —Vestas vaciló—. Tres hombres no aguantarán más de una hora, milord.
—Seguimos adelante —repuso Bryne, que apretó los dientes.
—He notado ese dolor, Bryne. ¿Qué ocurre? —inquirió Siuan, que se había girado hacia él y lo observaba.
—No tenemos tiempo. La Amyrlin…
—Podemos esperar un momento más. Dime, ¿qué pasa?
—Hay tres hombres graves —dijo él—. Tengo que dejar a tres de mis hombres para que mueran aquí.
—Si los Curo no —lo contradijo Siuan—. Muéstrame dónde están.
Bryne no puso más objeciones, aunque echó un vistazo al cielo. Varios de los raken —unas vagas siluetas negras— se habían posado en otra zona del recinto de la Torre, alumbrados por el brillo anaranjado del fuego. Los seanchan en retirada se congregaban a su alrededor.
«Ésas eran las tropas de tierra del asalto —comprendió—. Es evidente que se marchan. La incursión llega a su fin».
Lo que significaba que se les acababa el tiempo. Tan pronto como los seanchan se marcharan, la Torre Blanca empezaría a reorganizarse. ¡Tenían que encontrar a Egwene! Quisiera la Luz que no fuera una de las mujeres capturadas.
Aun así, si Siuan quería Curar a los soldados entonces la decisión era suya. A él sólo le quedaba esperar que esas tres vidas no acabaran costando la vida de la Amyrlin.
Vestas había tumbado a los tres soldados a un lado del césped, debajo de las ramas de un gran árbol. Dejando que Gawyn organizara al resto de los hombres, Bryne se hizo acompañar por un escuadrón de soldados y siguió a Siuan hasta donde estaban los heridos. La Aes Sedai se arrodilló al lado del primer hombre; la Curación no era una de sus mejores habilidades, algo de lo que había advertido a Bryne por adelantado. Pero quizá podría mejorar a los tres lo suficiente para que sobrevivieran hasta que alguien de la Torre los descubriera y se encargara de ellos.
Siuan trabajó deprisa y Bryne comprendió que la mujer no se había hecho justicia en cuanto a su habilidad. A él le parecía que realizaba un buen trabajo con la Curación. Aun así, le llevó tiempo. Mientras, él recorría con la vista el patio, cada vez más nervioso. Aunque las explosiones seguían sucediéndose en los pisos altos, en los otros niveles inferiores y en la planta baja reinaba el silencio. Los únicos sonidos próximos eran los gemidos de los heridos y el crepitar de las llamas.
«Luz», pensó mientras contemplaba los escombros y recorría con la mirada la base de la Torre. El tejado del ala este y el muro más alejado habían quedado arrasados por completo, y las llamas titilaban dentro de la estructura.
El patio era un desbarajuste de cascotes y agujeros. El humo flotaba en el aire, espeso y acre. ¿Accederían los Ogier a volver para reconstruir el magnífico edificio? ¿Volvería a ser lo mismo alguna vez o lo que se tenía por un monumento eterno había caído esa noche? ¿Se sentía orgulloso o apesadumbrado de haber sido testigo de ello?
Una sombra se movió en la oscuridad, al lado del árbol.
Bryne se movió sin pensar, mezcladas en él tres cosas: años de entrenamiento con la espada, toda una vida de reflejos practicados en batallas y una percepción nueva realzada por el vínculo. Todo ocurrió en un único movimiento. Desenvainó la espada en un abrir y cerrar de ojos y ejecutó El último ataque de la picanegra, ensartando la espada directamente en el cuello de la oscura figura.
Todo siguió en silencio. Siuan, estupefacta, alzó la vista del hombre al que Curaba. La espada de Bryne se extendía directamente por encima de su hombro y se hundía en el cuello de un seanchan vestido con una armadura negra. El hombre dejó caer una horrible espada corta, con la hoja armada de lengüetas y untada con un líquido viscoso. Sufrió un estremecimiento y alzó la mano hacia la espada de Bryne, como si quisiera sacársela; los dedos asieron el brazo de Bryne un instante.
Entonces se deslizó hacia atrás, se soltó de la hoja de Bryne y cayó al suelo. Sufrió otra convulsión mientras susurraba algo muy claro a pesar del borboteo de la ensangrentada garganta:
—Marath… damane…
—¡La Luz me valga! —exclamó Siuan, que se llevó una mano al pecho—. ¿Qué ha sido eso?
—No va vestido como los otros —dijo Bryne, que negó con la cabeza—. La armadura es diferente. Debe de ser una especie de asesino.
—Luz —repitió Siuan—. ¡Ni siquiera lo vi! ¡Parecía formar parte de la propia oscuridad!
Asesinos. Siempre tenían el mismo aspecto, pertenecieran a la cultura que pertenecieran. Bryne envainó la espada. Aquélla había sido la primera vez que había utilizado El último ataque de la picanegra en combate. Era una maniobra sencilla, pensada con un único propósito: rapidez. Sacar la espada y asestar el golpe en el cuello en un único y grácil movimiento. Por lo general, si uno fallaba estaba muerto.
—Me has salvado la vida —dijo Siuan, que alzó los ojos hacia Bryne. Tenía el rostro envuelto en sombras casi por completo—. Por los mares a medianoche —maldijo—. Esa condenada chica tenía razón.
—¿Quién? —preguntó Bryne, que observaba la oscuridad con cautela por si hubiera más asesinos.
Hizo un brusco ademán y sus hombres, abochornados, abrieron un poco más las linternas sordas. El ataque del asesino se había producido con tal rapidez que los hombres casi ni habían tenido tiempo de moverse. Si Bryne no hubiera contado con la velocidad del vínculo de un Guardián…
—Min —respondió Siuan con voz cansada. Las Curaciones parecían haberla dejado exhausta—. Dijo que debía permanecer cerca de ti. —Hizo una pausa—. Si no hubieses venido esta noche, habría muerto.
—Bueno, soy vuestro Guardián —contestó él—. Sospecho que no será la única vez que os salve. —¿Por qué le había sobrevenido esa repentina sensación de calor?
—Sí. —Siuan se puso de pie—. Pero esto es diferente. Min dijo que moriría, y… No, espera. Eso no es exactamente lo que dijo Min. La chica afirmó que, si no me quedaba cerca de ti, los dos moriríamos.
—¿Qué estáis…? —empezó Bryne mientras se volvía hacia ella.
—¡Calla! —ordenó Siuan, que le asió la cabeza entre ambas manos.
Bryne sintió una extraña comezón. ¿Estaba utilizando Siuan el Poder con él? ¿Qué pasaba? Identificó esa conmoción, como si le corriera hielo por las venas. ¡Lo estaba Curando! Pero ¿por qué? No tenía herida alguna. Siuan retiró las manos de su cara y entonces se tambaleó un poco, con aire de total agotamiento. Bryne la sujetó para que recobrara el equilibrio, pero la mujer negó con la cabeza y se irguió.
—Mira —dijo al tiempo que le levantaba el brazo de manejar la espada y lo giraba para dejar a la vista la muñeca.
Allí, clavado en la piel, tenía un minúsculo alfiler negro. Siuan lo sacó de un tirón y Bryne sintió un helor que nada tenía que ver con la Curación.
—¿Está envenenado? —preguntó mientras echaba una mirada al hombre muerto—. Así que cuando alargó la mano para asirme del brazo no fue un estertor previo a la muerte.
—Sin duda lleva un componente insensibilizador para que la víctima no lo note —masculló Siuan, furiosa; le permitió que la ayudara a sentarse y arrojó a un lado el alfiler, que de repente estalló en llamas y el veneno se evaporó con el calor encauzado.
Bryne se pasó la mano por el cabello. Tenía la frente sudorosa.
—¿Me habéis… Curado? —preguntó.
—Sí. Resultó sorprendentemente fácil; sólo tenías una mínima cantidad en el organismo, pero de todos modos te habría matado. Tendrás que darle las gracias a Min la próxima vez que la veas, Bryne. Acaba de salvarnos la vida a los dos.
—¡Pero no me habrían envenenado si no hubiera venido! —protestó él.
—No trates de aplicar tu lógica a una visión o a una Predicción como ésta —argumentó Siuan con una mueca—. Estás vivo. Estoy viva. Sugiero que lo dejemos así. ¿Te sientes con fuerzas para seguir adelante?
—¿Acaso importa eso? —inquirió Bryne—. No voy a permitir que sigáis sin mí.
—Pues, en tal caso, pongámonos en marcha. —Siuan respiró hondo y se puso de pie. El corto descanso casi no había durado, pero él no osó llevarle la contraria—. Tus tres soldados sobrevivirán toda la noche. He hecho por ellos cuanto he podido.
Egwene estaba sentada en un montón de escombros, exhausta, mirando la noche a través del agujero abierto en el muro de la Torre Blanca y los fuegos que ardían abajo. Alrededor de los incendios se movían figuras y, uno tras otro, los fuegos se iban apagando. Quienquiera que hubiera dirigido la resistencia tenía la claridad mental suficiente para comprender que los incendios podían ser tan peligrosos como los seanchan. Pero unas cuantas hermanas tejiendo Aire y Agua acabarían pronto con las llamas y preservarían la Torre. O lo que quedaba de ella.
Egwene cerró los ojos y se echó hacia atrás; apoyándose en los fragmentos de pared, sintió la fresca brisa de la noche. Los seanchan se habían marchado y el último to’raken se había perdido en la noche. En aquel momento, al verlo huir volando, fue cuando Egwene se dio cuenta de hasta qué punto se había puesto a prueba a sí misma y a las pobres novicias a través de las cuales había absorbido Poder. Las había dejado marchar con órdenes estrictas de que se fueran a dormir de inmediato. Las otras mujeres que había reunido se ocupaban de atender a los heridos o a combatir los incendios de los niveles superiores.
Egwene deseaba ayudar o, al menos, una parte de ella quería hacerlo. Una parte muy, muy pequeña. ¡Pero, Luz, qué cansada se sentía! No había sido capaz de encauzar un hilillo más, ni siquiera usando el sa’angreal. Había forzado el límite de lo que era capaz de controlar, pero ahora estaba tan agotada que ni siquiera habría podido abrazar la Fuente de haberlo intentado.
Había luchado. Había sido gloriosa y destructiva, la Amyrlin del juicio y la ira, del Ajah Verde hasta la médula. Y, aun así, la Torre había ardido. Y, aun así, habían escapado más to’raken de los que había abatido. La cuenta de las mujeres heridas entre las que había reunido era un dato alentador. Sólo tres novicias y una Aes Sedai muertas, en tanto que ellas habían capturado a diez damane y matado a docenas de soldados. Pero ¿qué había pasado en los otros niveles? La Torre Blanca no saldría airosa de esta batalla tras el descalabro sufrido.
La Torre Blanca se hallaba ahora destrozada físicamente, además de espiritualmente. Necesitarían una dirigente fuerte para la reconstrucción. Los próximos días serían fundamentales. Pensar en el trabajo que tenía por delante hacía que se sintiera más cansada.
Había protegido a muchas mujeres. Había resistido y combatido. Pero ese día seguiría representando uno de los mayores desastres en la historia de las Aes Sedai.
«No debes pensar en eso —se exhortó—. Has de centrarte en lo que hay que hacer para arreglar las cosas…».
Se incorporaría enseguida. Encabezaría a las novicias y a las Aes Sedai de esos niveles altos mientras limpiaban y evaluaban los daños. Sería fuerte y capaz. Las otras estarían tentadas de hundirse en la desesperación y ella debía mostrarse optimista. Por ellas.
Pero podía esperar unos minutos, sólo necesitaba descansar un poco…
Casi ni se dio cuenta de que alguien la levantaba del montón de escombros. Entreabrió los ojos con cansancio y —a través de la niebla de la mente embotada— se quedó estupefacta al descubrir que Gawyn Trakand la llevaba en brazos. Él tenía la frente manchada de sangre reseca, pero su gesto era decidido.
—Te tengo, Egwene —dijo, bajando la vista hacia ella—. Te protegeré.
«Oh, bien —pensó—. Qué sueño tan agradable». Volvió a cerrar los ojos, sonriente.
Un momento. No. Eso no estaba bien. No debía abandonar la Torre. Trató de dar voz a una protesta, pero apenas logró farfullar.
—Tripas de pescado —oyó decir a Siuan Sanche—. ¿Qué le han hecho?
—¿Está herida? —se interesó otra voz. La de Gareth Bryne.
«No, no, tenéis que soltarme —protestó, aletargada—. No puedo irme. Ahora no…».
—La dejaron aquí, Siuan, sin más —dijo Gawyn. Qué grato escuchar de nuevo su voz—. ¡Indefensa en mitad de un pasillo! Cualquiera habría podido toparse con ella. ¿Y si los seanchan la hubieran descubierto?
«Los destruí. —Sonrió complacida mientras los pensamientos parecían resbalarle de la mente hasta desaparecer—. Fui una guerrera de fuego, una heroína a la que emplazó el Cuerno. No osarán enfrentarse a mí de nuevo». Se estaba quedando dormida, pero al notar el zarandeo por los pasos de Gawyn se despertó. Un poco.
—¡Oh! —oyó la exclamación de Siuan, como desde muy lejos—. ¿Qué es esto? ¡Luz, Egwene! ¿De dónde sacaste esto? ¡Es el más poderoso que hay en la Torre!
—¿Qué es eso, Siuan? —preguntó la voz de Bryne.
—Nuestra llave para salir de aquí —repuso Siuan, como absorta. Egwene notó algo. Encauzar. Con muchísima fuerza—. ¿No preguntabas cómo íbamos a escabullirnos con toda esa actividad en el patio? Bien, pues, con esto tendré bastante fuerza con el Poder para Viajar. Vayamos a reunirnos con los soldados que están en las barcas y volvamos de un salto al campamento.
«¡No! Estoy ganando, ¿es que no lo veis? —se desesperó Egwene, luchando para salir del amodorramiento y abrir los ojos—. ¡Si ahora les ofrezco mi liderazgo, mientras se limpian los escombros, comprenderán que soy sin duda la Amyrlin! ¡Tengo que quedarme! ¡He de…!».
Gawyn la llevó a través del acceso y dejaron atrás los pasillos de la Torre Blanca.
Saerin se permitió por fin el lujo de sentarse. La sala que era su centro de operaciones también se había convertido en un pabellón para examinar y Curar a los heridos. Hermanas Amarillas y Marrones pasaban a lo largo de las hileras de soldados, criados y otras hermanas, y se ocupaban en primer lugar de los casos más graves. Había una terrible cifra de bajas, incluidas más de veinte Aes Sedai hasta ese momento. Pero los seanchan se habían retirado, como ella había predicho que harían. Gracias a la Luz por ello.
Saerin se encontraba sentada en una pequeña banqueta al fondo de la sala, en la esquina noroccidental —debajo de una bella pintura de Tear en primavera— e iba recogiendo los informes según iban llegando. Los heridos gemían y la sala olía a sangre, a milenrama (o, como se conocía entre los soldados, la planta de las heridas), y a verbena (la curalotodo que, entre otras cosas, tenía cualidades sedativas). Estas plantas se administraban a aquellos cuyas heridas no exigían una Curación inmediata. La sala olía también a humo, algo omnipresente esa noche. El número de soldados con informes iba en aumento y le proporcionaban datos sobre daños y bajas. Saerin no quería leer más, pero eso era mejor que oír los gemidos. Por la Luz bendita, ¿dónde se había metido Elaida?
Nadie había visto a la Amyrlin durante la batalla, pero gran parte de los niveles superiores de la Torre se habían quedado aislados de los de más abajo. Con suerte, la Amyrlin y la Antecámara estarían en condiciones de reunirse enseguida a fin de presentar un fuerte liderazgo ante la crisis.
Saerin aceptó otro informe y al leerlo enarcó las cejas. ¿Sólo habían muerto tres novicias del grupo de Egwene, de un total de sesenta o más muchachas? ¿Y sólo una hermana de unas cuarenta a las que había agrupado? ¿Diez encauzadoras seanchan capturadas y más de treinta raken derribados en el aire? ¡Luz! En comparación, aquello hacía que todos sus esfuerzos parecieran los de una aficionada. ¿Y ésa era la mujer sobre la que Elaida insistía en afirmar que sólo era una novicia?
—Saerin Sedai… —llamó la voz de un hombre.
—¿Mmmmm? —murmuró ella, distraída.
—Deberíais oír lo que esta Aceptada tiene que contar.
Saerin alzó la vista al caer en la cuenta de que la voz era la del capitán Chubain. El soldado tenía la mano en el hombro de una joven Aceptada arafelina de ojos azules y rostro redondo y rellenito. ¿Cómo se llamaba? Mair, eso era. La pobre criatura tenía un aspecto desastrado, con la cara marcada por varios cortes y algunas erosiones que seguramente se le pondrían amoratadas. El vestido de Aceptada estaba desgarrado por la manga y el hombro.
—Dime, pequeña —la animó Saerin, echando un vistazo al rostro preocupado de Chubain. ¿Qué diantres pasaba ahora?
—Saerin Sedai —susurró la chica a la par que hacía una reverencia, aunque ello le costó torcer el gesto en una mueca de dolor—, yo…
—Vamos, pequeña, suéltalo —demandó la Aes Sedai—. Ésta no es una noche para andar perdiendo el tiempo.
—Es la Amyrlin, Saerin Sedai —habló la joven, que agachó la cabeza—. Elaida Sedai. Estaba ayudándola esta noche con las transcripciones, y…
—¿Y qué? —apremió Saerin, sacudida de repente por un escalofrío.
La muchacha rompió a llorar y habló entre sollozos:
—Toda la pared saltó en pedazos, Saerin Sedai. Los cascotes me taparon y creo que pensaron que ya había muerto. ¡No pude hacer nada! ¡Lo siento!
«¡La Luz nos ampare! —pensó Saerin—. No puede estar diciendo lo que creo que dice, ¿verdad?».
Elaida despertó con una sensación muy extraña. ¿Por qué se movía la cama? Ondeaba, se mecía. De forma rítmica. ¡Y qué viento! ¿Es que Carlya había dejado abierta la ventana? De ser así, haría que azotaran a la doncella. Ya se lo había advertido en otras ocasiones. Ya se lo…
No estaba tumbada en una cama. Elaida abrió los ojos y se encontró mirando hacia el suelo, a un paisaje oscuro que se extendía cientos de pies más abajo. Se hallaba atada boca abajo sobre el lomo de alguna bestia extraña y no podía moverse. ¿Por qué no podía moverse? Buscó contacto con la Fuente y entonces sintió un repentino e intenso dolor, como si de pronto la hubieran golpeado en cada centímetro de su cuerpo con miles de varas.
Irguió el cuello para alzar la cabeza, aturdida, y notó que llevaba un collar en la garganta. Vio una figura oscura montada en la silla, a su lado; no había linternas que alumbraran el rostro de la mujer, pero Elaida la percibía de algún modo. Recordaba, como algo borroso, haber pasado un tiempo colgando en el aire, atada a unas cuerdas, perdiendo y recobrando la conciencia de forma alternativa. ¿Cuándo la habían subido a la bestia? ¿Qué ocurría?
—Perdonaré ese pequeño error —susurró una voz en la noche—. Llevabas mucho tiempo siendo marath’damane y era de esperar que cayeras en las malas costumbres. Pero no buscarás la Fuente otra vez sin permiso. ¿Lo has entendido?
—¡Suéltame! —bramó Elaida.
El dolor reapareció, sólo que multiplicado por diez, tan intenso que Elaida sintió náuseas. El vómito y la bilis cayeron por el costado de la bestia y se precipitaron hacia el lejano suelo.
—Vamos, vamos —dijo la voz con paciencia, como haría una mujer hablando a una niñita—. Tienes que aprender. Te llamas Suffa, y Suffa será una buena damane. Sí que lo será. Una damane muy, muy buena.
Elaida volvió a gritar y esta vez no dejó de hacerlo cuando llegó el dolor. Siguió gritando en medio de la indiferente noche.