XV

Andaba nervioso y mercurial, el Kid. Desde que mató a Carlyle todo le iba mal.

Ser perseguido por un policía de Washington como Garrett, viejo, padre de familia, que escribía versos chupando la punta del lápiz, le desorientaba.

El mismo caballo que montaba parecía contagiado de la inseguridad de Billy.

No iba a ver a Melba sospechando que había vigilancia en Fort Sumner. Por fin un día se acercó y llegó sin novedad a la casa de su novia. Sin quitarse las botas entró hasta el fondo de la alcoba y le dijo a su amante:

—¿Has oído algo sobre el paradero de Pat Garrett? ¿No?

Suspiró de felicidad —era bueno hallarse allí— y siguió hablando:

—No es muy divertido ser la novia de Billy the Kid, ¿verdad? ¿Qué dices, huerita?

Ella lo miraba fijamente a los ojos.

—Prefiero —dijo con un acento dramático que el Kid no había oído antes en ella— ser desgraciada contigo a ser feliz con otro.

Era ya la primavera, pero las noches podían ser tan frías como en invierno. Y Billy, que no se atrevía a quedarse en casa de Melba, salía al campo y dormía en alguna cabaña de borregueros.

Supo Billy por Maxwell que Tunstall había salido, el mismo día que cortó la argolla, para Santa Fe, a donde llegó reventando dos caballos. Allí tomó el tren para Nueva York.

Entretanto a Garrett lo acusaban en Lincoln de incompetencia, descuido y algunos incluso de mala fe. Aunque en las hipótesis de la mala fe no iban muy lejos. No faltaba quien decía: «Si Pat puede cazarlo ahora a Billy vivo o muerto cobrará la gratificación del condado de Lincoln después de haber cobrado la de Santa Fe y habrá hecho un negocio redondo». No faltaba quien lo disculpaba diciendo que era un excelente padre de familia y que necesitaba velar por sus hijos.

Se hablaba de Billy en todas partes con prudencia porque comenzaba la gente a pensar que no había en New México nadie capaz de acabar con él. Don Francisco de Aragón, el hidalgo de Puerto de Luna, se fue a México, según dijo, a la boda de un sobrino cuando se enteró de la fuga del Kid.

Todos los que habían intervenido en la captura del Kid andaban escondiéndose temerosos de su venganza, aunque innecesariamente, porque Billy no buscaba a nadie.

A principios de julio recibió Garrett de Lincoln una carta firmada por Brazil, quien después de haber traicionado a Billy andaba receloso y durmiendo cada día en un lugar diferente. Decía Brazil que a juzgar por todos los indicios el Kid estaba en los alrededores de Fort Sumner y ofrecía su ayuda una vez más para capturarlo. Lo citó Garrett una hora después de ponerse el sol, en Arroyo Tayban, cerca de Sumner, tres días más tarde, es decir, la noche del 13 de julio.

Según su costumbre, Garrett buscó algunos colaboradores: un policía de Lincoln llamado Mac Kinney y también una especie de gentleman que no había subido nunca a las tierras altas y que procedía de Texas. Se llamaba Poe, como el poeta.

Llegaron los tres en la noche del día 13 al lugar de la cita, pero Brazil no acudió. Esperaron más de dos horas en vano. Brazil tenía miedo. Esto hizo sospechar a Pat que el Kid andaba cerca y que tal vez estaba dentro de Fort Sumner.

Arroyo Tayban estaba a una distancia no mayor de cinco millas en la dirección sur y Pat y sus dos amigos se apartaron un poco de aquel lugar y poniendo sus caballos a cubierto se acostaron al aire libre y durmieron hasta el amanecer.

Temprano en el alba se levantaron y comenzaron a explorar el campo con los gemelos. Pensaba otra vez Garrett que el hecho de que Brazil no apareciera sólo podía explicarse por el temor a encontrarse con Billy.

Era Poe del todo desconocido en el país, de modo que no había cuidado de que nadie recelara de él. Así pues, hacia las ocho o las nueve marchó Poe solo a Fort Sumner en busca de información. Garrett y Mac Kinney lo esperarían al oscurecer —a la salida de la luna— en la Punta de la Glorieta, cuatro millas al norte de la población.

Garrett y Mac Kinney hicieron tiempo cabalgando al azar y evitando caminos y encuentros. Al oscurecer acudieron al lugar de la cita donde estaba ya Poe esperándolos. Dijo que nadie había sospechado de él. En cuanto a Billy, estaba en Fort Sumner, pero no se quedaba a dormir por la noche.

La chamaca Melba estaba en La Arquita desde las diez de la mañana hasta las doce de la noche y a veces más tarde. Este dato parecía revelador, pero Garrett no creía que la presencia de Melba en el tendejón fuera una señal cierta. Podía ser también un truco del Kid. Decidieron acercarse a Sumner, amparados por las sombras de la noche. Ya cerca de los corrales de las primeras casas vieron un hombre a caballo y se acercaron a él. Con gran sorpresa resultó ser un antiguo amigo de Poe que procedía también de Texas y tenía negocios en Sumner. Fue una ocurrencia peligrosa e inoportuna que alarmó a Garrett, sospechando en el primer momento que podía tratarse de un explorador de Billy, pero después de una charla insubstancial el tejano se alejó con la apariencia de un mercader inocente.

Poe parecía un poco inquieto y necesitaba aquella estólida seguridad de Garrett para sentirse seguro. Así y todo pregunto:

—Ésta es una situación confusa, ¿verdad? No sabemos la gente que tiene el Kid ni por dónde le vamos a encontrar la vuelta.

—El Kid no tiene gente porque cuando un hombre como él se pone a la defensiva se queda solo.

—¿Solo y a la defensiva? —preguntó Mac Kinney.

—Eso es. Solo como un rogue.

También Tunstall había hablado con el marshall de los elefantes rogue. Aquellos animales estaban solos, es verdad, pero nunca a la defensiva. Además, el Kid no era un elefante. Y se quedaba peor que solo: con el flanco de la hembra abierto y sin defensa.

Aunque Billy no estaba enamorado. Dijo todo esto Garrett y añadió: «El que está enamorado es Maxwell».

—¡El pendejo! —comentó Poe después de un largo silencio pautado por los cascos de los caballos.

Y luego añadió con una voz extraña:

—Le alabo el gusto a Billy en eso de no enamorarse.

Nadie le contestaba. Poe, que debía haber tenido alguna mala experiencia reciente, siguió hablando:

—¡Aborrezco yo el amor! Digo, el estar enamorado. Bueno, ustedes me entienden.

Mac Kinney soltó a reír. Garrett seguía con la suya:

—Solo y a la defensiva, Billy está perdido.

Se apearon y disimularon los caballos en un ángulo de sombra. Garrett dijo que iba a acercarse a la casa de Maxwell. Creía tener motivos para confiar en Maxwell, aunque la base de su confianza no podía ser más aventurada. Garrett pensaba que Melba era hermosa y vivía pared por medio de Maxwell, quien era entonces soltero. Pasaba Maxwell treinta días cada mes y veinticuatro horas cada día al lado de ella y era su patrón en La Arquita. En cambio, el bandido adolescente no estaba con Melba sino un día o dos cada mes.

Sabía también Garrett que las motivaciones de los hechos más dramáticos en la vida suelen ser siempre las mismas y se repiten con una obstinación rara. Suponía que en la amistad de Billy con Maxwell podía haber alguna rendija y quiebra por donde incrustarse la malquerencia.

A todo esto el comerciante tejano que se llamaba Jacobs volvió sobre sus pasos y preguntó a Poe qué hacían allí. Al decirle Garrett francamente que era marshall y que perseguían a alguien, el tejano se unió al grupo y dijo que trataría de ayudarles, ya que por intervenir en la cuestión su amigo Poe estaba seguro de que se trataba de un caso justiciero. Garrett lo aceptó más resignado que contento.

Cerca de la plaza entraron en la huerta de una casa deshabitada, saltando las tapias de adobe. La noche era cerrada. Jacobs fue a buscar para ellos café y algo de comer, y después se acercaron todos por la parte trasera a un grupo de casas habitadas por mejicanos que estaban a una distancia no mayor de sesenta metros de La Arquita y algo más de la casa de Maxwell.

En La Arquita estaba Melba, como de costumbre. Había en La Arquita un salón espacioso con bar, restaurante, tienda de comestibles, club en el fondo para los graves varones de la localidad y hasta ese pequeño tablado de las cantinas donde las bellezas de paso o permanentes podían lucir sus piernas al compás de un piano y un violín, una trompeta y hasta un arpa. Esta última la tenían en Lincoln (en El Arca de Noé), pero no en Fort Sumner, donde preferían un instrumento que sonaba casi lo mismo y estaba más de acuerdo con los gustos del país: la guitarra.

Se acercaba Garrett en las sombras, pensando que entre La Arquita y la casa de Maxwell, al otro lado de la plaza, debían suceder las cosas si se cumplían sus presentimientos. No estaba seguro de qué cosas iban a ser aquéllas. Lo impreciso era la parte más grave y definitiva en los concretos planes de Garrett porque en aquel margen de lo imprevisible sucedía todo, siempre. Cuando sucedía.

Había varias guitarras en La Arquita apoyadas contra el muro y más de una había fenecido bajo la bota de un ranchero en noches de fiebre alta. Aquel día un grupo de cow-boys discutía los últimos episodios de lo que entonces se llamaba la guerra de Lincoln. Nadie osaba opinar contra Billy. La verdad es que nadie discrepaba nunca de Billy en Fort Sumner y menos en La Arquita.

En el bar había más de quince personas, algunas incipientemente ebrias. Garrett recordaba que Maxwell solía ir por la mañana para ver las cuentas del día anterior. A cargo de la taberna estaba un honrado ciudadano de Massachussets que se llamaba O’Leary y era, como el Kid, de origen irlandés. Los habituales de la taberna lo llamaban «el gringo murcio». Este apodo venía de la miopía de O’Leary que, sin sus gruesas gafas color rosa, estaba perdido. Era murcio una alusión al murciélago —animal ciego— y al mur, al ratón, es decir, al hocico ratonil del irlandés.

Según la costumbre mejicana aquel encargado de la cantina solía ser la primera víctima de las bromas de los clientes borrachos, pero aquella tarde los de La Arquita no habían bebido bastante, aún. Había un cow-boy gringo que miraba con ternura una de las guitarras apoyadas en la pared. Acabó por cogerla y ponerse a tocar y cantar.

Había avanzado Garrett con Mac Kinney y estaba a pocos pasos del salón por la parte trasera, detrás de una empalizada. Desde allí dominaban la entrada de la cantina y también la casa de Maxwell, sin ser vistos.

Se oían las voces del interior de La Arquita con claridad y Garrett, que sabía español, estaba atento a lo que decían. El cow-boy de la guitarra, rodeado por un grupo de mejicanos cantantes, los acompañaba. Andaban atareados con «El corrido de Folliard», un romance que no estaba aún en su punto, pero que entre todos iban componiendo. Un mejicano alto y flaco, cantaba:

Es en el nombre de Dios

como les voy a contar

el corrido de Fort Sumner

con la muerte de Folliard.

Fue un viernes a la tardada

que comenzaba a nevar

y lo que pasó aquel día

ni me quisiera acordar:

estaba el sheriff de Lincoln

con su gente en la zuidad

buscando a Billy the Kid,

no lo había de encontrar…

Seguían los cow-boys buscando rimas y de vez en cuando tomaban versos rutinarios de otros corridos según la costumbre:

… tengan ahora presente

lo que les voy a contar

que soy un mero ranchero

pero digo la verdad.

Ponía Melba el oído en los rumores de fuera porque sabía que Billy estaba cerca. Nunca preguntaba por él ni siquiera al gringo O’Leary.

Un viejo mejicano borracho quería terciar añadiendo versos de su país:

… voy a comprarme la riata

para enseñarme a laciar,

ya conosco la manera

de calzar el primer peal.

Aquél era un corrido de rancheros y no de desperados y los otros lo mandaban callar. El mejicano, irritado, alzaba más la voz:

… yo soy el mero pistolo

Juan del Río, mexcalero,

y si no me puede ver

arremánguese el sombrero.

Decía el último verso alzando con el dorso de la mano el ala del suyo, por delante. Otro mejicano le ofreció un vaso y el viejo dejó en paz a los improvisadores del corrido, se acodó en la barra y dijo con la lengua trabada por el alcohol:

—A Morton se lo echó al plato. Y a Baker. Y a Jones. La firma de Roswell se la echa al plato si se tercia, como un tamal con chile. Yo sé distinguir. La cosa es clara, manito. En la vida todo depende de saber distinguir.

Aquel mejicano sentía que las luces de la cantina y sus reflejos en los metales brillantes comenzaban a marearlo. Se agarraba a la barra y alzaba la voz. Gracias a eso Garrett lo oía muy bien:

—Dos amigos ha tenido el Kid —decía el mejicano—, digo, dos amigos de aquí dentro (se golpeaba el corazón). Mr. Tunstall y el mero a quien le están sacando ahora el corrido.

Garrett escuchaba todo eso desde su escondite y se decía que no. El otro amigo del alma no había sido Folliard sino que era Jesse. Pero el mejicano decía el nombre de Folliard y al decir se quitaba el sombrero y se expandía un olor a agua de colonia porque había estado en la barbería.

Melba se sentía nerviosa. El nombre de su tío Bernstein le bailaba en el oído aquel día, desde que se levantó por la mañana. Luego había visto aquel mismo nombre en la etiqueta impresa de una botella y después en el dorso de una carta circular, en un anuncio. Aquellas pequeñas alusiones a su tío muerto la inquietaban y era como si de pronto el judío resucitara y quisiera tomar alguna clase de iniciativa cerca de ella.

Encima de la estantería del bar, en lo alto, había un águila disecada con las alas tendidas y la cabeza baja como si intentara ver algo entre el pecho y la blusa descotada de la muchacha. En el centro de la estantería había un espejo botillero y a los dos lados columnas doradas sostenidas por cariátides de madera pintadas de opalina. Una de ellas llevaba un balazo en la nariz, pero no dejaba por eso de sonreír, mostrando bobamente dos hileras de dientes amarillos del tiempo.

—A quien se la guarda el Kid es al viejo Chisun —decía el mejicano borracho— y yo lo veo chuela como al mero Baker.

—Éste no es lugar para decir ciertos nombres. ¡Cállate!

El mejicano se hacía el sueco:

—Tomen una copa a mi salú, que yo también tengo pesos gringos.

Y movía las caderas para que las monedas de plata sonaran en los bolsillos.

Desde fuera Garrett oía aquellas cosas que no le decían nada interesante y esperaba con la mayor paciencia, como suelen hacer los animales en la selva y en sus empresas de sangre. Todo consiste en saber esperar. La noche avanzaba y las sombras eran en la plaza densas y opacas.

A medida que entraba la noche las estrellas iban cuajando y brillaban más.

En el centro del local había una estufa antigua que estaba apagada y contenía facturas, cartas de familia, incluso órdenes de arresto caducas. Abundaban, como se puede suponer, las proclamas poniendo precio a la cabeza de Billy, que los hispanos arrancaban de los postes y de las puertas de los edificios públicos.

El mejicano borracho, que era el encargado de los pencos y del ordeñe en el rancho de Maxwell, veía mal que tiraran papeles a la estufa y solía decir: «Los papeles con el tiempo crían barbas», es decir, que se hacen necesarios e importantes por una razón u otra.

Solía Garrett llevar una de aquellas proclamas impresas contra la vida del Kid. La llevaba doblada en el bolsillo y pensaba que Chisun debía haber ofrecido por su parte mil dólares, pero nadie se atrevía a ofrecer personalmente dinero por la cabeza del Kid.

Debía sentirse en peligro Billy, pero aquel mismo peligro lo corrían sus perseguidores. Si algún amigo de Billy descubría a Garrett en Fort Sumner podía matarlo impunemente porque nadie denunciaría después al asesino. Garrett cavilaba en estas cosas, escuchaba los rumores del bar y sentía pasar uno a uno, lentamente, los minutos.

Su mayor esperanza estaba todavía en la sospecha de que Maxwell podía tener alguna inclinación por la niña Melba. En su manera de combinar las posibilidades, Garrett era un artista. Como dije antes, organizaba bien sus movimientos, pero el último quedaba siempre indeterminado y fluido a merced de la inspiración del momento.

Dentro de La Arquita, los que componían el corrido hacían hablar a Folliard que, malherido y refiriéndose a su propia vida, decía:

… No siento que me la quite

ni que me la hayan quitado,

tápenme la cara mero

con un pañuelo morado,

entiérrenme en campo verde

porque me trille el ganado…

Los cantantes repetían a coro y se conmovían con ayuda del mexcal.

Aquel grupo tenía la costumbre de llamar al irlandés «don Ole» por O’Leary. Se reían de él. Por ejemplo, le preguntaban a veces con una expresión inocente:

—¿Qué día nació?

—El doce de agosto.

—Digo, el año.

—El cuarenta y uno.

Y los mexicanos soltaban a reír a coro porque a los invertidos sexuales les llamaban en México los cuarentayunos. En realidad, «don Ole» no daba una impresión muy viril, es verdad, y era uno de esos hombres neutros cuya bondad y sencillez desorienta a los matones y parece atraer la desgracia. El Kid, que lo consideraba su paisano, solía acordarse de Bernstein cuando lo veía. Tipos parejos que en tiempos revueltos son víctimas inocentes de los unos y de los otros.

El pobre «don Ole», sin embargo, era persona de mérito que leía libros en inglés y en español. Billy sabía algunas expresiones irlandesas y a veces pasaron horas hablando de la patria lejana. «Don Ole» era muy católico y sin dejar de ir a misa admiraba a Billy por sus violencias. Y se decía: «Un nuevo Tuatha de Danann, es el Kid. Es decir, un héroe milesio».

Un día se lo dijo a Billy y él respondió:

—Déjate de pendejadas, O’Leary.

Servía la niña Melba anisado a un grupo que acababa de entrar. Eran de Vaughn e iban con frecuencia a Fort Sumner. Encontraron amigos entre los que cantaban el corrido, se cruzaron invitaciones y cada cual quiso pagar una ronda. Sabía «don Ole» por una larga experiencia que cuando se reunían tantos cow-boys mejicanos a partir del quinto trago comenzaban a florear a Melba y a insultarlo a él.

Los de la tierra alta hacían frente común con los del valle para ofender a «don Ole», como si éste representara el mundo hostil, rubio y gringo. Pero por el momento los recién llegados no habían bebido todavía bastante.

—La primera vez que vine aquí —decía uno de los cow-boys de Vaughn— esto era un rancho de cabras y el tuerto Salcedo andaba con sus chinacos en tiempos de Juárez. Yo era sobrino de Toribio Regalado, el mentado en el corrido que dice entre otras babosadas aquello de

… en la laguna anda un pato

vestido de colorado,

no te asustes, tolentino,

que es Toribio Regalado.

¿Cómo iba a ser pato un cristiano con nombre de persona? Pero el tolentino —explicaba el mejicano— era un macho cabrito que sacó aquella otra copla en honor de su tío. La que decía:

Adiós chaparral florido

de la hacienda de Avilés

donde peleó Regalado

con rifles del dieciséis…

—Cállate, forastero —intervino alguien—, que por entonces no había rifles de ese calibre.

—Yo no digo el calibre, sino la carga.

Pensaba «don Ole» con melancolía: «Pronto se pondrán unos y otros de acuerdo contra mí». Por su parte la niña Melba pensaba: «Billy está en Fort Sumner, pero hay demasiada gente aquí para que venga e incluso para que envíe recado».

Los del corrido de Folliard ideaban nuevas estrofas y uno de ellos las decía primero entre dientes y luego las repetían todos a coro con la guitarra:

… murió Folliard a balazos,

la cosa se puso fea,

pero el valiente de Billy

regresaba a la pelea.

Entretanto, Garrett seguía esperando y meditando: «Si es verdad lo que yo imagino de Maxwell podría ser que Billy estuviera de veras perdido». Después de un largo espacio volvía a pensar: «Hay que seguir esperando, porque la ciencia del cazador es más paciencia que ciencia».

Por fin, Garrett y Mac Kinney salieron de su escondite y fueron a reunirse con los otros en un lugar próximo cercado de adobe, desde donde se veía la plaza entera, es decir, el espacio desierto entre la casa de Maxwell y La Arquita.

En aquel momento había dos o tres personas en la puerta de la cantina, entrando o saliendo. Se oían las voces claramente:

—¡Yo no me rajo cuando hay que servir a un amigo!

—Tú jalaste más de la cuenta.

—Pagando en mera plata.

Con las primeras luces de la luna y las que salían de la cantina se vio a la distancia de unas cien yardas un hombre a pie. Llevaba sombrero de ala ancha, pantalón y chaleco negros e iba en mangas de camisa.

Aunque a aquella distancia no podían identificarlo de noche, era el mismo Billy the Kid.

Lo supieron más tarde.

De momento Billy parecía descuidado, aunque dos o tres veces se detuvo a escuchar, pero sólo con el ánimo de cerciorarse de una seguridad que ya poseía. Luego entró en el salón.

La gente amiga de la vacilada se calló al verlo. Iba Billy a buscar un pedazo de carne cruda para asarla en su casa y comerla. Llevaba un cuchillo porque le gustaba cortarla él mismo y había una o varias reses abiertas en canal en la despensa de La Arquita, en su sótano.

Al entrar se alzaron aquí y allá.

—¡Valedor!

—¡Viva la luz del sol del condado de Lincoln!

Pero nadie decía su nombre. Estaba prohibido, su nombre. Alguien podía escuchar y en todo caso aquel nombre impreso en los carteles del juzgado de Lincoln no debía ser dicho en voz alta.

Aunque no podía imaginar Garrett que tuviera a Billy tan cerca no se atrevía a salir de su apostadero hasta que fuera más tarde y la gente de la cantina se retirara. Por entonces serían cerca de las diez, lo que en verano no es todavía la trasnochada.

Seguía la bulla en el bar, con gritos de entusiasmo y vítores, pero el nombre del Kid nadie lo decía. La niña Melba gritó unas palabras confusas, riendo, y se oyó a Billy simulando el acento mejicano:

—Ni en broma me platiques, huerita.

La risa de O’Leary se oía también, pero de pronto hubo tumulto en la puerta y el mismo «don Ole» salió empujado por un grupo de clientes.

—¡A mí no me corren ustedes! —gritaba indignado—. Yo tengo el negocio a mi cargo y a mí no me corren.

—¡Anda y pregúntale al mero machote!

Pensó Garrett que «don Ole» parecía un poco borracho también. Y le oía gritar:

—¡Bums, léperos!

Se divertían echando al encargado y prohibiéndole que volviera a entrar bajo terribles amenazas cómicas. Por fin los mejicanos se fueron riendo a carcajadas y el prudente «don Ole» volvió. Billy convidaba. Un borracho, el pariente de Toribio Regalado, le preguntó cómo mató a Bell y al chingado Olinger, pero Billy sólo dijo que mató a esos como a otros muchos en defensa de su vida o de su libertad y que en total había matado algunos hombres más de los años que tenía. Añadió: «No lo digo para lamentarme ni tampoco para presumir».

Al oír aquellas palabras, Garrett se sintió crispado sobre las sombras proyectadas por la luna y llegó a casa de Maxwell. Sus amigos se apostaron a los dos lados a cubierto de las miradas y dispuestos a acudir si oían disparos.

No podían hacerse una idea exacta de lo que sucedía porque Garrett no les había dicho que Billy estaba en La Arquita. Había acertado Garrett al imaginar que estando Billy completamente solo desde su fuga de Lincoln no toleraría la montaña ni el campo, sino que buscaría el calor de su gente en Fort Sumner. Era gregario Billy, como una mujer o un niño. Y eso lo iba a pagar de un modo u otro.

Serían cerca de las once cuando Garrett entró en casa de Maxwell. La puerta del porche estaba sin cerrojo. Bastaba con levantar la aldaba y empujar. Entró sigilosamente y cuando llegó al cuarto de Maxwell dijo en voz baja:

—Soy yo, Pat Garrett.

Maxwell, que estaba enfermo, se incorporó en la cama asustado:

—¿Qué buscas, qué quieres en mi casa?

—¿Dónde está Billy?

Tardaba el otro en responder y Garrett repetía:

—¿Está con Melba? Tengo una orden de arresto.

Seguía Maxwell inmovilizado por la sorpresa. Garrett dijo:

—Anda, Maxwell, dime lo que sepas, que voy a sacarte al Kid de delante.

—A mí no me estorba, el Kid.

—A todo el mundo le estorba.

—A mí, no.

—A Melba, entonces. En cuestiones de faldas los terceros están de más, compadre.

Entonces se oyó a Maxwell decir en las sombras con voz de asmático:

—Calla, Pat.

—¿Dónde está?

—Por ahí andaba ahora mismo. Sólo un hombre como tú se metería en la boca del lobo, Pat. ¿Vienes solo?

—No. La casa está rodeada.

—Entonces no vendrá Billy. Ha ido a La Arquita a buscar comida, pero si ve el peligro levantará el vuelo.

Fue entonces cuando se oyó la puerta del porche. Llegaba el Kid en el momento adecuado y no antes ni después. Aunque no vio a los hombres de Garrett debió percibir algo y desde el pasillo preguntó:

—¿Quién hay ahí, Maxwell? ¿Hay alguno?

Lo preguntaba en español y como iba descalzo se acercaba sin hacer ruido. Había olfateado el riesgo como otras veces en su vida.

—¿Quién está ahí, Maxwell?

Llevaba el cuchillo de cortar carne en la mano y vacilaba en el marco de la puerta.

Dijo Maxwell en voz baja a Garrett, que se había escondido a cuatro manos detrás de la cama:

—Ése es.

Pero Billy alzaba la voz:

—¿Qué hablas, Maxwell? ¿Quién es? ¿Quién va ahí?

Estaba quieto en el umbral. «¿Hay alguno en el cuarto?», repetía.

Reconoció la voz Garrett y alzándose en las sombras antes de que pudiera ser visto, disparó. Más tarde dijo que Billy había disparado también, pero no era probable porque el revólver de Billy, aunque tenía una cápsula quemada, era la que solía llevar para que descansara en ella el percutor.

El caso es que la bala de Garrett le dio al Kid en el pecho, encima del corazón, cortándole la aorta. Billy cayó al suelo y se le oyó respirar y toser unos segundos como un niño que se ha atragantado bebiendo leche.

Luego el silencio para siempre.

Garrett fue sobre él, buscó en sus vestidos y recuperó, con expresión alarmada, apresurada y feliz, la carta de Tunstall con la postdata y todo. Se la guardó en el momento en que se presentaban con el revólver en la mano Poe y Mac Kinney, que habían oído el disparo de Garrett. Maxwell se hizo a un lado y gritó:

—¡No tiren! Digo que no tiren, que soy Maxwell.

No sabía si los que llegaban eran partidarios del Kid o de Garrett. Veía Maxwell amenazas por todas partes.

—Acabo de matar a Billy —dijo Garrett gravemente—. Ahí está.

—¿Seguro que es Billy?

Los dos lo habían visto pasar un momento antes por la calle, descalzo y con el sombrero en la mano, pero pensaron que debía ser un mejicano que salía del tendejón después de beber y de haber echado al viejo O’Leary.

Un poco avergonzado Garrett de haber matado al Kid a mansalva, insistía en que Billy había disparado también y anduvieron por la habitación buscando el impacto sin hallarlo.

La cápsula quemada en el revólver del Kid estaba fría y por el olor se veía también que no había sido disparada recientemente.

Los amigos de Billy iban acudiendo y llamando a otros. La noticia circuló y la noche se fue en lamentaciones y gritos, aunque nadie negaba a la justicia el derecho a hacer lo que había hecho. Tenía que suceder.

Garrett buscaba entre la gente que acudía y se estacionaba alrededor de la casa a Melba, pero no apareció por parte alguna. Las mujeres vecinas se hicieron cargo del muerto, lo lavaron y vistieron, peinándole el cabello y mojándolo con aceite para que brillara. Bien afeitado y con su cara intacta y varonil era un muerto de muy buena presencia, como dijo una viejuca.

Al amanecer, otra de las que acudían, que acudían como cornejas, comentó desde la puerta en inglés:

—Very dandy, the dam Kid.

Y añadió en español:

—Es verdad que la muerte le sienta bien. Igual que le sentaba la vida. O mejor.

El alcalde de Sumner calificó la muerte de homicidio justificado y el incidente quedó legalmente resuelto.

Pero hubo un velorio con elogios en verso improvisados como los que componían poco antes en La Arquita los cow-boys a la memoria de Folliard. Sólo que en el caso de Billy nadie tenía que buscar rimas porque acudían ellas solas y todos estaban inspirados. El «alabado» era acompañado con música de guitarra. Una guitarra negra, de acuerdo con las circunstancias.

El vino y los platos de chile picante iban y venían a expensas del generoso Maxwell, que, sin embargo, había desaparecido y nadie daba con él.

Un cow-boy decía de memoria:

—Guillermo Bunny el mentado — por los chicos y los grandes — que en sus años infantiles — supo vengar a su madre — Guillermo Bunny nacido — en la lejana ciudad — que vino a este territorio — como otros hombres cabales — y ahora duerme en su cama — el sueño de los mortales — mira como tus amigos — venimos aquí a cantarte — con el llanto de los ojos — y el corazón de los cuates — que también nosotros somos — mejicanos naturales — sin miedo de ningún gringo — ni sheriffes ni marshalles — sin miedo de las pistolas — ni los rifles federales — sin miedo de las habladas — aunque sean judiciales — aquí meros mejicanos — con nuestra materna sangre — aquí puestos por castigo — de alcahuetes y cobardes — nosotros los que cargamos — hierro al cinto y cordobanes — y en el alforjín tenemos — tacos de chile y tamales — nosotros aquí venimos — antes de los funerales — llorosos y arrepentidos — por haber llegado tarde — que de saberlo estaría — vivo su mercé en la calle — en todo caso aquí estamos — los mejicanos cabales — el corazón en la mano — y dispuestos a alabarte — cantadores somos todos — de guitarra y de guarache — teniendo bien aprendido — tu valor y tu coraje — lo mismo muerto que vivo — en el monte o en el valle — que nunca en malas peleas — te vieron chicos ni grandes — paloma de mejicanos — y tigre de los apaches — sin pedir nunca cuartel — ni al enemigo entregarte — epidemia de los gringos — y merma de sus caudales — hermano de los humildes — que no hacemos mal a nadie — si no es cuando nos provocan — en el monte o en el valle — nosotros aquí venimos — con la congoja en la sangre — porque nuestros corazones — están llorando a raudales —. ¡Ay! Billy the Kid el noble — el galán de los galanes — el que tan bien defendiera — a Max Sween y a los Tunstalles — contra los de la justicia — que cobran lo que no valen — y si ellos vienen del norte — en caballos alazanes — del sur venimos nosotros — y somos charros cabales — que vinimos desde Tejas — jineteando por los valles — con una faca en el cinto — y plomo en los costillares — así lo dijo yo mero — Sebastián de Los Corrales — aquí he llegado el primero — con los dedos en los trastes — de la guitarra y el pecho — para venir a cantarte — que te reciban sin falta — en los cielos de Dios padre — por buen jinete ranchero — y por lo mucho que vales — salgan los santos del cielo — salgan cantando la salve — y con ramos de palmera — vayan todos a esperarte — a la orilla de la gloria — que con valor te ganaste — que los parientes te lleven — al cementerio a enterrarte — que las hembras no se olviden — de tu mamá a quien vengaste — y las mujeres sin cuento — recen al caer la tarde — cuatrocientos padrenuestros — después de los funerales — que cada cual te pregone — diciendo puras verdades — y bendigan tus amores — a la luz de los altares — que nadie se olvide nunca — del Kid valiente y que guarde — cada cual en su recuerdo — tu memoria venerable — así el día de difuntos — iremos a la zuidade — a llevar flores al lado — de tu cruz y tu rósale — y así la tumba de mármol — tenga tu nombre natale — Billy the Kid el mentado — aquí los del valle grande — digo, los cinco jinetes — que no vinimos en balde — y que al saber la desgracia — reunieron sus caudales — para comprar la corona — de claveles naturales — que Dios y la Santa Virgen — de Guadalupe te paguen — los muchos bienes que hiciste — a las gentes que lo valen — y que olviden si es el caso — los pecados veniales — que sin querer cometiste — en tu vida perdurable. Amén.

El cow-boy se santiguó mientras los otros comentaban lo bien puestos que estaban los versos.

La veneración por el muerto fue durante aquellos días unánime y se diría que en lugar de un bandido había muerto un héroe de quien la humanidad debía estar agradecida. Es verdad que en todas partes se admira a los que desprecian la vida y tal vez eso quiere decir que frente a los grandes problemas (vida o muerte) nuestra razón no es más que un juego de infantes y hay valores más importantes que la muerte y la vida. Pocos días después fue enterrado Billy the Kid en Fort Sumner y su sepultura cubierta con una losa en la que escribieron su nombre. Es curioso anotar que en ninguna de las solemnidades religiosas ni en el entierro estuvo presente Melba. La gente lo atribuía a su desesperación. Tampoco se vio en aquellos actos a Maxwell, que andaba con la conciencia turbia.

Algunos años después fue abierta la tumba por orden judicial y los que lo hicieron se encontraron con la sorpresa de que el cadáver no tenía cabeza. El misterio quedó sin explicar hasta ahora.

Hace algún tiempo estaba yo en Mora (un día de celebraciones cívicas) y la población hispana había organizado, como todos los años, procesiones y danzas antiguas con un mayoral responsable y los cofrades de turno, según una costumbre de siglos.

Acabada la procesión había una danza —combate de indios y cristianos con disfraces, símbolos y alegorías—. Una de ellas era la famosa comadre Sebastiana, que iba y venía entre los contendientes simulando segar las vidas con el suave vaivén de la guadaña. Era un hombre vestido con un traje de malla negra que lo ceñía de pies a cabeza, sobre el cual estaban pintadas las costillas y los otros huesos del esqueleto.

La figura era disforme, con los hombros demasiado levantados porque las clavículas formaban una cruz que se apoyaba encima de la cabeza natural del figurante y sobre aquella cabeza cubierta de negro, como el resto del cuerpo, se balanceaba el cráneo natural también de un muerto. Un cráneo inseguro y bamboleante, como si el esqueleto entero estuviera ensoñecido o borracho. Se puede suponer a quien perteneció aquel cráneo amarillento de grandes ojos vacíos.

Miraba yo absorto cuando un viejecito apoyado en un bastón vino a mi lado y me dijo:

—¿De qué parte del mundo viene su mercé?

—De Lincoln. ¿Y usted?

—Yo soy pariente de los Maxwell, de Fort Sumner. Sí, de la tierra alta. ¿Sabe los años que tengo? Pocos me faltan para los noventa.

Bajando la voz me dijo que aquella calavera de la comadre Sebastiana que presidía la procesión y luego la danza de la muerte y que decidía de la vida de cada bailarín apuntándole con la guadaña a uno o a otro, según el orden de la danza, aquella calavera era nada menos la de Billy the Kid.

—¿Cómo lo sabe usted?

—¿Yo? —Y añadió riendo—. Como que soy el que la sacó de la huesa con estos pulgares. Se lo digo a usted porque es forastero y no le irá con el cuento al sheriff del condado de Lincoln. ¿O es que me engaño?

Y me enseñaba las manos arrugadas y leñosas.

—Con éstas yo saqué la calavera de Billy, la misma que ahora baila delante de los enmascarados y si le dicen a usted otra cosa y quieren enseñarle otras calaveras puede decirles que mienten. Ésa es la cabeza de Billy, el último defensor que hemos tenido los hombres de piel tostada contra los güeros que vienen del norte o del este con su pelo de panocha y ojos azules. Y dígalo con la cabeza levantada y la voz alta, que aquí estoy yo para hacerlo bueno si es preciso.

Esgrimió el bastón en el que se apoyaba, pero tuvo que apoyarse otra vez porque perdía el equilibrio. La comadre Sebastiana seguía bailando entre los combatientes y en los huecos de las órbitas la calavera tenía una fijeza incómoda. Cuando miraba en mi dirección yo desviaba la mirada (aunque no tengo nada de supersticioso) y pensaba —no sé por qué— en la niña Melba.

—¿Conoció usted —pregunté al viejo— a un tal Jesse Evans?

—Yo no, pero fue también muy mentado. Era un cow-boy de los Dolan. Persona de mérito.

—¿Sabe usted algo de él?

—Todo el mundo sabe que poco después de la muerte de Billy ese tal Jesse Evans buscó a Garrett, el marshall, lo encontró en despoblado y le voló la cabeza.

Aunque yo no tenía nada que ver con los problemas de aquella buena gente me alegré al saber la noticia. Lealtad por lealtad siempre está bien la que los amigos se guardan entre sí.

Manhattan Beach, California, 1964.