XIII
Hacía frío. Cruzaron el pueblo y fueron a un rancho tres millas al oeste, donde hicieron alto sin desensillar.
Dejaron en el pueblo de Sumner a Joe Roybal a pie y sin armas para que no despertara sospechas y le dijeron que debía meterse en los bares e ir y venir indagando. Así lo hizo. Cuando le preguntaban decía que andaba buscando unas reses que se le habían extraviado. El mal tiempo le obligaba a meterse en el pueblo y esperar.
Aunque la chamaca Melba estaba en La Arquita, como si Billy se hubiera ausentado del pueblo, se enteró Roybal de que Billy y cinco de sus hombres estaban en Fort Sumner y que los seis andaban vigilantes y alerta.
Finalmente, y habiéndose hecho observar Roybal por los más astutos, cuando salió del pueblo se dio cuenta de que llevaba dos jinetes detrás siguiéndole los pasos. Eran Folliard y Pickett nada menos y pronto lo alcanzaron. Le preguntaron quién era, qué hacía allí y Roybal repitió lo que había dicho antes y se lamentó del mal tiempo y de tener que caminar a pie.
Folliard y Pickett solían creer en la sinceridad de los nativos y lo dejaron en paz.
Por primera vez en su vida, Billy sentía en el aire presagios siniestros y escribió una carta al comandante de policía de Roswell diciendo que si le dejaban algún respiro hasta que pudieran descansar sus caballos y hacer su equipaje se marcharía del país por las buenas y sin molestar. (Al decir el país se entendía el territorio neomejicano). Pero si era perseguido comenzaría una nueva guerra en Lincoln más sangrienta que la pasada y muchos de los que andaban buscándolo a él no podrían contarlo.
De aquella carta —que enviaron a Garrett— sólo interesaba al marshall la información que podía dar sobre el lugar donde el Kid la había escrito. Y Garrett y los suyos volvieron a entrar en Fort Sumner un poco antes del amanecer. Lo más curioso es que aquella carta la envió Billy al jefe de policía de Roswell a través de Mr. Tunstall, quien, contra lo que decía la gente, seguía viviendo en su rancho.
Había dejado de nevar, pero el paisaje estaba blanco y en los lugares de Junípero y Aliaga el contraste era violento y los arbustos parecían dibujados con tinta china.
Mandó Garrett al resto de la partida que se quedara en las afueras esperando y se acercó acompañado sólo de Mason a la casa en cuyo corral solían los bandidos dejar los caballos. Era la casa de un tal A. H. Smith que en lo referente a Billy jugaba con dos barajas y dijo que no estaban los caballos ni los jinetes y que se habían marchado la noche anterior poco después de oscurecer en dirección norte. Llevaban comida y whisky.
Le advirtió Garrett entre amistoso y amenazador:
—Mira, Smith, que esta vez va en serio y hay que estar con el Kid o contra él a vida o muerte.
Entonces Smith, bajando la voz, dijo que Billy y los suyos estaban en una casa abandonada muy cerca del pueblo. Una pequeña choza. Les señaló exactamente el lugar. Fueron los de Garrett, rodearon la casa, que era la única en el llano, y cuando creyeron que tenían a los presos cercados dieron voces ordenándoles salir, pero sólo salió un gato que miró a un lado y otro extrañado de la nieve. Los de Garrett no pudieron evitar la risa.
En la casa no había nadie.
Dijo Garrett dos o tres maldiciones contra Smith sintiéndose en ridículo y decidió no hacer nada hasta que la luz del día pudiera orientarles mejor, aunque al mismo tiempo aquella luz los denunciara a ellos.
Al día siguiente, Garrett se hizo ver con Mason en las calles de Fort Sumner como si tal cosa, dejando oculto al resto de su partida. Era como decir a los amigos de Billy: vean ustedes qué confiado y vulnerable soy, con un solo acompañante. Encontró a un neomejicano de quien se sabía que era amigo de Billy y el marshall le dijo que le prohibía severamente salir de Fort Sumner sin su permiso porque recelaba que iría a avisar a su amigo. El mejicano, que se llamaba Ignacio García, comenzó a lamentarse diciendo que vivía a doce millas de la población y que tenía importantes asuntos que le esperaban además de su mujer, que estaba enferma.
Meditó Garrett algunos segundos y comenzó a decir a Mason que estaban en una situación arriesgada solos los dos en Fort Sumner y a merced de cualquier gavilla armada, insistiendo mucho en esto último bajo la mirada atónita del mejicano, y por fin, y como a regañadientes, permitió a García que se fuera. El hombre salió poco después y lo primero que hizo al llegar a su rancho fue, como esperaba el marshall, enviar peón a Billy con un papel escrito diciéndole que Garrett estaba solo con Mason y muerto de miedo.
Se había fortificado Billy con los suyos en el pequeño rancho de Wilcox, a once millas de Fort Sumner en dirección este. Se encontraba con él Brazil, otro delincuente en fuga de la policía que se le había incorporado, recientemente. Lo primero que hizo Billy fue enviar a Fort Sumner a alguien que explorara el terreno y ampliara los informes de García. El explorador era Juan, un hijastro de Wilcox un poco simple y muy conocido de Mason. Con ese mismo mensajero envió Billy una nota a Melba para que estuviera día y noche en La Arquita. De ese modo le ayudadaría a despistar a sus perseguidores.
Querían ir el mismo día Billy y su gente a Fort Sumner con dos carros cargados de carne, pero la presencia de Garrett —aunque ellos creían que estaba sólo con Mason— alteró sus planes.
Enterado Garrett de los recelos de Billy y pensando que los hijastros rara vez son leales a la familia, le habló a Juan francamente. Le preguntó luego si trabajaría para él y el joven dijo que contra la gente de Billy haría lo que fuera necesario, pero no contra su padrastro. Era lo que Garrett esperaba.
Así, pues, le encargó que al volver dijera que Garrett y Mason se habían ido a Roswell y que no había peligro alguno. Pero al mismo tiempo le dio una nota secreta para Wilcox y Brazil, hombres no demasiado comprometidos con la justicia, diciéndoles que estaba sobre los pasos de Billy con trece hombres armados y que no cejaría hasta atraparlo. Por lo tanto, ellos (Wilcox y Brazil, que tenían un historial limpio de sangre) debían tomar posiciones a tiempo para evitar verse envueltos en la situación.
Al llegar Juan al rancho y decir que Garrett y Mason se habían ido a Roswell, comenzaron Billy y los suyos a reír y a acusarlos de cobardes. Lamentaban —decían— que se hubieran ido, porque esperaban ir a Fort Sumner aquella noche y caer sobre ellos. Si podían matar a Garrett no serían ya molestados por algunos años y tal vez los dejarían en paz para siempre, según decía Billy. Hasta entonces Garrett era el único a quien Billy respetaba y el nombre del marshall se había convertido en una obsesión.
Pero cuando Juan se quedó a solas con Wilcox le dio la nota de Garrett. Asustado, Wilcox preguntó al muchacho:
—¿Tú sabes que te estás jugando la vida con esta manera doble de informar?
—Sí, pero también nos la jugamos todos si nos quedamos con los de Billy porque los de Garrett son muchos y van bien armados y dispuestos a matarlo a él y a los que lo acompañen. Así que usted verá.
Wilcox se quedó contemplando al muchacho, un tanto perplejo.
Suponía Garrett que Billy y los suyos irían aquella noche a Sumner descuidados e hizo preparativos. Había un viejo hospital cerca de la plaza por delante del cual debían pasar los bandidos. La mujer de Bowdre tenía allí su vivienda y era probable que Billy la visitara. Garrett puso un centinela cerca, ocultó bien su partida y esperó. No estaba lejos la plaza, con La Arquita en un extremo rectangular y la casa de Maxwell en el otro. Pared por medio de Maxwell tenía Melba su dormitorio.
Llegaron Billy y los suyos dos horas antes de lo que calculaba Garrett. Nevaba. Hacia las ocho el centinela se acercó a Garrett y le dijo:
—Ahí están.
Mason preguntó:
—¿Seguro que son ellos?
Y preparando sus armas comentó Garrett:
—Sólo Billy y los suyos se atreverían a salir a caballo en una noche como ésta, negra y con el suelo helado.
Iba Billy delante del grupo con Folliard, pero justamente en el momento en que llegaban a la altura de la casa de Bowdre tuvo Billy la ocurrencia de retrasarse para pedirle a un compañero un cigarro. A eso debió Billy el salir vivo de aquella emboscada.
Al quedarse solo Folliard se emparejó con él Pickett. Y en aquel momento Garrett, que estaba oculto bajo un porche y protegido a medias por unas sillas de caballo colgadas de una estaca dio el alto. Folliard y Pickett buscaron las pistolas y Garrett y Mason dispararon. Cayó Folliard muy mal herido.
El tiroteo se hizo general y los bandidos desconcertados no pensaban sino en huir. Lo consiguieron casi todos a pesar del suelo resbaladizo y de la lobreguez de la noche o gracias a ellos.
Mason se acercaba a Folliard, pero Garrett le dijo:
—Cuidado, que está vivo aún y lleva un arma en la mano.
El herido había caído con su caballo —el animal, muerto— y tenía una pierna atrapada debajo. Garrett gritó:
—Tom, levanta los brazos, que no voy a darte una oportunidad para que me mates.
—Estoy muerto ya, Pat —gritó Folliard angustiosamente—. No puedo levantar los brazos. Lo único que quiero es que me saques de encima el caballo para morir en paz. ¡Por favor, Garrett!
Apuntándole se acercaron Mason y Garrett, le quitaron las armas, lo sacaron de debajo del caballo y lo arrastraron hacia el porche. El pobre Folliard, que en tiempo normal no abría la boca, no cesaba ahora de hablar. Llevaba un balazo mortal debajo del corazón. Y decía:
—Pat, no puedo más. Por favor, dame otro tiro.
Le decía el marshall que no acostumbraba a rematar a nadie. Mason habló:
—Te hemos dado tu propia medicina, Folliard. ¿Tan mal sabe?
—Sí, pero no es bastante. Anda, Mason, dame otro balazo para que acabe esta miseria.
Al ver que Mason se le acercaba cambió el herido de parecer:
—No tires más, por amor de Dios, que estoy ya muerto. No más Mason.
Sin embargo, y a pesar de todo, parece que Folliard no quería morir.
—Mira, Mason, dile a Mc Kinney que escriba a mi madre diciéndole que he muerto, pero no de esta manera. ¡Dios! ¿Es verdad que voy a morir, yo, Folliard? Soy demasiado joven para morir, Mason.
Garrett, que esperaba el regreso de sus hombres para conocer los resultados de la emboscada, dijo al herido:
—Sí, Folliard. Estás herido de muerte y te queda muy poco que vivir.
El herido se quejaba, echaba bocanadas de sangre y tosía. Tardó aún en morir tres largos cuartos de hora.
Los otros iban volviendo decepcionados porque la mayor parte de los hombres de Billy habían salvado la piel. El viejo Rudabaugh escapó en su caballo, que había recibido cinco balazos y estaba herido de muerte, a pesar de lo cual el animal pudo llegar al rancho de Wilcox corriendo doce millas antes de caer sobre su propia sangre.
En cuanto a Pickett, salió al galope dando voces y tenía tanto miedo que rebasó el rancho de Wilcox y siguió huyendo unas veinte millas más sin saber lo que hacía, para regresar cerca del amanecer cautelosamente. Viendo que estaban allí los demás fugitivos se incorporó a la banda.
Al principio Billy sospechó la traición de Wilcox o la de Brazil, de tal modo le parecía inverosímil lo sucedido, pero los riesgos que ellos mismos corrieron —ya que iban con él— le hicieron desistir de sus sospechas. Todo el resto de la noche estuvieron, sin embargo, alerta. Pusieron vigías y deliberaron sobre lo que podrían hacer. Estaban bastante descorazonados. Billy decía:
—Sólo Pat Garrett podía salir adelante con un plan como ése.
Hacía tiempo que el nombre de Garrett le inquietaba y hablaba de las fuerzas que llevaba, de si estaría aún en Fort Sumner o si habrían salido todos para Lincoln, y de la gran suerte que habían tenido salvándose de la emboscada.
Acordaron enviar a Brazil a informarse de lo que sucedía en Fort Sumner.
Y Brazil fue directamente a ver a Garrett, le dijo el lugar donde quedaba Billy y la baja moral de su gente y Garrett le ordenó que volviera y le dijera que estaba acompañado solamente de Mason y de tres mejicanos y que tenía tanto miedo que no se atrevía a salir de la plaza para ir a Roswell.
Garrett le encargó también que dijera que no habían estado ni él ni los suyos en La Arquita ni hablando con Melba, lo que en fin de cuentas era verdad. Si al llegar al rancho, Brazil encontraba todavía a la banda debía quedarse con ellos. Si se habían marchado o se marchaban después debía comunicárselo cuanto antes por un medio u otro. Si no decía nada, Garrett marcharía con su gente en busca del Kid a las dos de la mañana y si no encontraba a Brazil por el camino era seguro que la partida entera seguía en el rancho. En este caso Brazil debía tener cuidado y tratar de salvar la piel.
Quedaron en eso con todos los detalles previstos.
Aquella misma noche a las doce volvió a presentarse Brazil después de haber hablado con Billy. Iba muy maltratado por el frío y la nieve, con hielo en las orejas y los ojos. Dijo que Billy y los suyos habían salido del rancho y se habían ido en una dirección fácil de seguir porque dejaban rastro en la nieve. «No tiene pierde», repetía Brazil obsesionado y nervioso.
Decidió Garrett salir en el acto y envió por delante a Brazil con el encargo de avisar si la banda había vuelto. El marshall decidió acercarse al rancho llamado del Lago sospechando que podrían haberse refugiado allí. Pero el lugar estaba desierto.
Se dirigieron entonces al rancho de Wilcox. Unas tres millas antes encontraron a Brazil, quien les dijo que los fugitivos no habían vuelto y que debían estar acampados más adelante. Repetía que las huellas tenían que ser evidentes en el llano cubierto de nieve reciente. Siguieron por aquel camino un par de millas y vieron por la dirección de las pisadas que habían ido a una choza construida hacía poco por un tal Alejandro Perea y que, según decía Mason, estaba siempre deshabitada. Brazil advertía que la banda entera debía andar muy hambrienta, porque cuando fueron a Fort Sumner, cuarenta horas antes, iban sin comer con la esperanza de hacerlo en La Arquita y después no tuvieron ocasión.
Se detuvieron los de Garrett a deliberar. Aquella noche, de cielo oscuro y nuboso, a cien pasos no se veía nada a pesar de la claridad de la nieve. El marshall dijo a los suyos:
—Llegaremos a esa choza en menos de media hora.
Dio instrucciones de modo que todo se hiciera con la mayor previsión y seguridad. Sin hablar ni fumar ni encender luz se dividieron en dos grupos a pie y uno de ellos encontró un arroyo seco por cuyo lecho era posible avanzar hasta llegar a una distancia de doscientos pasos de la casa. Vieron que había fuera atados tres caballos y sabiendo que eran cinco los hombres imaginaron que los otros dos animales estaban dentro.
No había puerta porque la arrancaron los fugitivos para hacer fuego. Garrett propuso entrar por sorpresa, pero Steward creía que se habían dado ya cuenta del peligro y que no habría sorpresa alguna.
Decidieron atrincherarse y esperar el día. En el lecho del arroyo aguardaron temblando de frío. Hizo Garrett una descripción minuciosa del traje y sobre todo del sombrero de Billy de modo que pudieran fácilmente identificarlo y disparar sobre él. Esperaba Garrett que si mataban a Billy los otros se rendirían sin combatir.
Había repetido Billy muchas veces que nunca lo cogerían vivo y todo estaban seguros de que moriría peleando.
Al amanecer se asomó un hombre a la puerta con un saco cebadero en la mano. Parecía ser Billy. Su tamaño y su traje, especialmente el sombrero, eran los de él. Apuntó Garrett, los otros hicieron lo mismo, dispararon y siete balazos atravesaron aquel cuerpo que no era el de Billy, sino el de Charles Bowdre quien, herido de muerte, pudo entrar aún en la casa. Un momento después se oyó dentro la voz de Wilcox, diciendo:
—Garrett, el hombre que has matado es Bowdre. No está muerto aún, pero está muy mal y quiere salir y hablar contigo.
Dijo Garrett:
—Está bien. Que salga sin armas, con las manos en alto.
Billy le gritó a Bowdre, que se tambaleaba: «Anda con este revólver y véngate de los que te han matado». Pero el hombre salió sin arma alguna y con las manos en alto, lleno de sangre. Se dirigió a la trinchera de Garrett tratando de decir algo y repitiendo:
—Yo quiero…, yo quiero…, pero me estoy muriendo, Pat.
Le ayudaron a bajar al arroyo, lo acostaron en una manta y murió dos minutos después[4].
—Una muerte así querría yo cuando me llegue la vez —dijo Mason sombríamente.
Los sitiadores de Billy the Kid, viendo que el cielo clareaba, pensaron que se acercaba el momento de dar la batalla. Garrett observó que las riendas de uno de los caballos que estaban fuera se movían como si alguien tirara de ellas desde dentro queriendo hacer entrar al animal. Pensó Garrett cortarlas de un tiro, pero como se movían no era fácil acertar y tuvo una idea que le pareció mejor: matar al caballo. Así cuando el animal se acercaba a la puerta disparó y el pobre animal cayó interceptando la salida. Pensó Garrett matar a los otros caballos, pero se limitó a romper sus ligaduras a tiros.
Viéndose sueltos los animales salieron trotando por el valle.
Quedaban dentro dos caballos más, uno de ellos la yegua favorita de Billy.
Era ya de día, un día gris de nubes bajas y muy frío. Entonces se estableció un diálogo entre Garrett y Billy. Preguntó el marshall:
—¿Cómo te va ahí dentro, Billy?
—Bastante bien. Lo único que nos falta es leña para guisar el desayuno. Tenemos hambre atrasada.
—Sal a buscar la leña fuera, no seas desconfiado.
—Por el momento estamos ocupados en otras cosas, Pat.
—Parece que te salieron mal las cuentas ayer, Billy. ¿No querías venir a Sumner y echarnos de allí a tiros? ¿No decías que me ibas a enviar al valle de Pecos para el resto de mi vida? ¿Por qué no lo hiciste, Billy?
La gente de Garrett tenía hambre también y decidieron marchar algunos de ellos con el mismo Pat al rancho de Wilcox, que estaba a menos de tres millas y al que podían acercarse caminando por el fondo del arroyo sin hacerse visibles. Allí comerían y llevarían luego el almuerzo a los compañeros.
Estaba en el rancho Brazil con víveres frescos y al ver a Garrett le preguntó cómo iban las cosas.
—Mal. Hemos matado a un hombre —dijo Garrett— que era el único a quien teníamos interés en salvar. Hasta ahora eso es todo.
—¿Quién es el muerto?
—Bowdre.
—No te hagas mala sangre, Pat. Ayer mismo me decía Bowdre que le gustaría encontrarte en campo abierto y saltarte los sesos. Eso decía.
Sospechaba Garrett que el asedio iba para largo y se proveyó de carne cruda, café y alcohol, así como forraje para las bestias.
Luego volvieron todos al arroyo seco.
Hacia las tres de la tarde, Billy soltó a los dos caballos que tenían dentro. La gente de Garrett los cogió como había hecho con los anteriores.
Garrett asaba carne en el arroyo y el olor debía llegar a la casa de los sitiados, que llevaban tres días sin comer. Para Billy y su gente morir no era gran cosa, pero el hambre resultaba un martirio intolerable. Así, al caer el día, Rudabaugh sacó por una ventana un trapo blanco y dio voces diciendo que habían decidido rendirse.
—Salgan los cuatro —respondió Garrett— con las manos arriba.
Salió sólo Rudabaugh, pero dijo que los otros se rendirían también si les daban garantías. Prometió Garrett lo que querían y los bandidos deliberaron y por fin salieron.
Mostraba Billy buena cara a la desgracia y dijo, mientras comía a carrillos, que si hubiera podido meter dentro de la casa los dos caballos que necesitaban habrían salido y tratado de huir al galope. En todo caso quiso salir con su yegua, pero el animal no quería saltar por encima del caballo muerto que cubría la puerta. Billy habría arriesgado la fuga en todo caso.
—Buen ascenso van a darte ahora, marshall —bromeaba el Kid—. ¿Eh? Santa Claus te guardaba este regalo.
Y reía con su gorjeo de las horas críticas.
Cargaron el cuerpo de Bowdre en un caballo y marcharon hacia Fort Sumner. Por el camino, Billy, locuaz como siempre, decía que le regalaba la yegua a Steward porque suponía que en los meses próximos no tendría muchas oportunidades de montar a caballo.
Cuanto más jovial se mostraba Billy, más adustos se ponían los otros presos. Rudabaugh trataba también de tomar las cosas ligeramente sin conseguirlo porque pensaba que lo condenarían a muerte y la idea de morir colgado de una cuerda lo enloquecía. Los otros dos caminaban en silencio mirando al suelo. Pickett le habría pedido de buena gana a Billy que no se riera porque le ponía mal cuerpo, pero no se atrevió.
Llamaba Billy a Garrett grand pa y el marshall no le respondía. Lo miraba en silencio y no le respondía.
—Es verdad —dijo por fin con una expresión impenetrable— que podría ser tu abuelo.
Por una vez el Kid se puso grave:
—En mi familia no ha habido nunca policías aunque vengo de irlandeses. Yo y los míos atacamos de frente y damos la cara.
—No diría lo mismo el pobre Carlyle si pudiera decir su opinión.
Con esas palabras creía Garrett tocar el punto sensible. Hubo un largo silencio. Pensaba el Kid en Jesse y en el odio que aquel rogue albino sentía contra Carlyle.
—Habría mucho que hablar —dijo por fin— sobre la muerte de Carlyle. No todas las cosas son como parecen. ¿Quieres saber lo que pasó con Carlyle?
Garrett no le respondía y Billy continuo:
—Ya que quieres saberlo todo te diré que cuando Carlyle vino a parlamentar comenzó hablando mal de Jesse. El pobre Carlyle no tenía mucho de aquí y creía que por estar en bandos contrarios dos hombres debían ser enemigos. Para congraciarse conmigo comenzó a decir lo que era y lo que no era y cómo Jesse era un cobarde que tenía la culpa de la muerte de Tunstall. Eso era demasiado. Yo le dije: «Mientes, Carlyle, que Jesse no tuvo que ver con la muerte de mi amigo Tunstall». Él seguía con la misma: que si Jesse había puesto el rifle detrás de la oreja de Tunstall, y yo le dije: «Carlyle, tú no estabas en esta tierra y no te has enterado de lo que pasó». Entonces todavía Carlyle quería discutírmelo. Cuando le dije que Jesse Evans era hombre de bien se quedó con la palabra atragantada, que no sabía ni siquiera disculparse. Yo le dije: «Si ésa es la manera que tienes de enterarte de las cosas, probable es que pienses que yo soy un lanudo cobarde hijo de la chingada». Y él me miraba sin respirar. Tenía mucho que aprender aquel gringo. Hasta ahí yo no me sentía insultado, quiero decir que no había tenido intención de hacerle mal, pero el herrero no había terminado. Se sentía bravo por haber venido a pedirme a mí que me rindiera. Viéndole gallear se me iba el dedo al gatillo. Todavía Carlyle quiso hablar mal de Jesse y yo le dije: «Mucho roastbeef tienes que comer hasta crecer y llegarle a Jesse a la rodilla». Eso le dije y él me juró que Jesse le había hablado a él mal de mí y eso ya era demasiado y no pude tolerarlo. Yo soy amigo de mis amigos. Y Jesse también. Eso de que Jesse hubiera hablado mal de mí a un carajo a la vela como Carlyle era puerca fantasía y entonces lo empujé hacia fuera y cuando estuvo a mitad de camino lo maté. Yo, con ese revólver que ahora tienes tú, Pat. Lo maté de espaldas porque era un embustero traidor. Tú sabes que yo no mato así por cobardía.