IX

Llegó Billy a la plaza de Lincoln una vez más aquel día de febrero d 1879 y se dio de manos a boca con Jesse Evans que seguía, como siempre, al servicio de Murphy y Dolan. Respetaba Billy la fidelidad de su amigo, quien no había servido nunca sino a un patrón. Entre los criminales la honradez, por razones obvias, se estima más que entre las personas virtuosas.

Seguían siendo, pues, los amigos mortales, como siempre. No enemigos, sino amigos mortales.

Iba Dolan aquel día a entregar una fuerte partida de ganado a los agentes del comprador Thomas B. Catron que era aún el fiscal federal de Santa Fe. Dolan y sus dos auxiliares, Jesse y Campbell, habían llegado a las inmediaciones de Lincoln, y con objeto de descansar hicieron un alto y se acercaron a la plaza.

Billy iba con Folliard, que sin terciar en los diálogos de Billy era todo ojos y oídos, y con la mano en el cinto no perdía una sola de las miradas, las palabras ni los gestos de los que estaban con su jefe.

El grupo de Dolan era de tres personas, pero al entrar en la plaza encontraron a dos amigos más: el cuñado del comprador que era un tal Edgard A. Waltz y un antiguo conocido de Billy llamado Matthews.

Cada uno de aquellos hombres tenía en su carácter por lo menos cuatro maneras de ser que aplicaba a las circunstancias, según los casos. La del cow-boy cabalgador y jinete de llanuras capaz de caminar semanas y meses junto al rebaño, la del hombre de cantinas y reyertas limpias, la del galán o el esposo y la del asesino ocasional. Todas eran compatibles y ninguna estorbaba a la otra.

La abstinencia de amor durante largos períodos hacía de aquellos hombres, a veces, gente más dura todavía y esquinada. Sabido es que el comercio de la mujer suaviza, domestica y civiliza al macho y por eso los libertinos amorosos suelen ser gente amable en todas partes.

En los pasados siglos un hombre adamado no era un tipo de aire equívoco, sino suavizado por la demasiada frecuentación de la dama.

Jesse a lo largo de los años había ido adquiriendo autoridad en el bando de Dolan. Era éste un hombre de prudencia, capaz de dar un rodeo de cinco millas para evitar la sombra de un peligro. Pero no era cobarde. Se había jugado la vida muchas veces. Como él decía: «Vista larga, lengua quieta y revólver a mano».

Aunque estaban en el grupo de Billy y en el de Evans acostumbrados a toda clase de sorpresas, el encuentro de aquellos dos rivales pugnaces fue inquietante para los unos y los otros. Evans se conducía con Billy de un modo desenvuelto y le dijo al verlo:

—Billy, si yo fuera el hombre que dicen que soy debería matarte.

—¿Por qué?

—Asesinaste a mi amigo Bob.

—¿Robert Beck? Fue en defensa propia y si a eso vamos, yo tengo más motivos para matarte a ti, Jesse.

Iban resbalando al plano peligroso y dándose cuenta Dolan intervenía con su autoridad natural de patrono y con las palabras consagradas por centenares de ocasiones parecidas.

—Vamos, muchachos, seamos amigos de nuestros amigos. Vamos a celebrarlo con algunas botellas.

Entraron en un saloon y Billy se sentó al lado de Dolan:

—Yo no sigo jugándome la piel —le dijo— por la divisa de Chisun. Lo que quiere Chisun es tener a su lado un atajo de puercos adulones y yo no sirvo para eso.

—Con él estuviste, Billy —le decía Jesse.

—Con Tunstall estuve y no con Chisun.

—En el fortín de Chisun te encerraste hace poco, que la voz ha corrido.

—Por ser fiel al nombre de Tunstall. Y por lo que yo vi allí me he retirado de la divisa de Chisun. ¿Qué es lo que vi? No se dice en dos palabras, Jesse. Primero vi que quería echarme delante como carnaza para aplacar a su amigo traidor Turner y después me convencí de que no tiene por la memoria de Tunstall respeto ninguno. ¿Oyes? Nosotros tenemos algo aquí y aquí —señalaba su corazón y su sexo—, pero Tunstall tenía además algo aquí —ahora señalaba su frente—, y eso es lo que nos falta más o menos a todos en estas tierras. Especialmente a ti, Jesse, y perdona la indirecta.

Dolan soltó a reír, bondadoso. Cerca de ellos Folliard, de pie y recostado contra el bar, vigilaba.

—Es ya manía eso de Tunstall, para ti —se permitió decir Jesse.

—¿Tú lo conociste a Tunstall? ¿No? A aquel hombre se le podía matar, pero no atemorizar ni humillar. Lo mató Morton, y ya sabemos lo que pasó después. Morton ha quedado en la memoria de todos como un perro mongrel, que es como murió. Bien, pues yo fui a ver a Chisun y él me dijo: «Quédate aquí porque Turner anda buscándome la vuelta». Yo le respondí: «Me quedaré porque Tunstall fue su aliado, que por usted mismo y sus diferencias con Turner lo pensaría dos veces». Dos días después, hablando como el que no quiere, yo llevé otra vez la conversación a Tunstall y Chisun sonreía como una rata y decía de vez en cuando: «Eso es agua pasada, Billy». Yo seguía hablando de Tunstall y él respondía, con su risita de conejo y diciendo: «La testamentaría de Tunstall está ya orden». ¡La testamentaría! ¿Y qué importa en hombres como Tunstall la testamentaría? Es que Chisun no tiene de aquí —Billy se señalaba frente—, y yo quería ver si veneraba la memoria de su amigo como merecía, pero no había manera de sacarlo de la testamentaría y del agua pasada. Bien, yo decidí que había dado un mal paso acercándome a él y dije que me iría al día siguiente, lo que a Chisun le pareció muy bien, porque quería sacarme al campo para ver como Turner nos masacraba a mí y mi gente. Y ya saben ustedes lo que pasó, digo lo de Lincoln, donde por cierto murió Mac Sween envuelto en su edredón. Todo el mundo lo sabe. Y Turner no acabó conmigo y aquí estoy dispuesto a buscar a Chisun y hacerle arrodillarse delante del nombre de Tunstall.

Al reconocer a Billy la gente del saloon hubo un movimiento de alarma y algunos parroquianos querían marcharse, pero era sospechoso salir de una cantina cuando entraban hombres que tenían cuentas con la justicia, porque se podría sospechar que iban a ser denunciados. Así, pues nadie se movió.

Desde el mostrador, Folliard, vigilaba con gesto indolente.

—Como buen amigo de Tunstall lo fuiste —concedía Jesse.

—Con Tunstall aprendí yo que un hombre no vale más que otro, que todos los que han nacido dan cara a la muerte, quieran o no, y los mejores no hablan de eso ni lo capitalizan como nosotros. Nadie dio cara la muerte con tantos riñones como él, pero el viejo cabra de Chisun quería ningunearlo, que yo lo vi. ¡Delante de mí! Te aseguro que todavía le falta que arreglar una cuenta conmigo a Chisun, y que la vamos a arreglar a solas.

—Tunstall lo era todo para ti, es verdad —dijo Jesse.

—Nadie es todo para nadie —comentó gravemente Dolan.

Todos se volvieron a mirar al Kid y él repitió las palabras de Jesse.

—Todo era Tunstall para mí y los que estaban presentes cuando lo mataron me han enseñado su hocico de animales salvajes antes de vomitar su sangre. Todos. Porque no sé si tú lo sabrás, Jesse, pero a mí cuando una persona me enseña su máscara de animal salvaje es que ha entrado ya en la cuenta secreta.

—¿Cuál es mi máscara, Billy, son of a bitch?

—Todavía no la tienes, chingado.

Todos rieron. Billy siguió:

—Te podría decir algo que te interesa, a ti. A ti y a Carlyle, el herrero.

Era Carlyle un herrero joven y jovial que llevaba sólo un año en el país, pero a quien todo el mundo quería sin distinción de bandos ni divisas.

Pareció Jesse despertar a la realidad, de pronto:

—Las cosas que se oyen por ahí hay que olvidarlas, Billy.

Cuando se irritaba Jesse tartamudeaba más de lo acostumbrado y por aquella manera de hablar sabían los otros sus cambios de humor.

—Lo único que quiero que sepas —le dijo Billy, también irritado— es que Carlyle no es hombre para sentarse a mi mesa ni para beber conmigo de pie en la barra. Como dicen en México, a mí me ha caído siempre gordo ese gringo del este.

—No sé por qué —decía Jesse, haciéndose el distraído.

—Lo sabes tan bien como yo y me extraña que me niegues de pronto la confianza.

—Para esas confianzas —dijo Jesse, mirando alrededor con una expresión momentánea, como de timidez— hay lugares y momentos más a propósito que éste.

Billy se calló con la impresión incómoda de que le habían pisado un pie. Se acordó de que el segundo hombre blanco a quién había matado tiempos atrás era también un herrero. No se llamaba Carlyle, pero era un hombre de delantal de cuero, de yunque y de martillo, en Fort Bowie. Murmuró entre dientes otro son of a bitch que no se sabía a quién iba destinado. Folliard, desde su lugar de vigilancia en la barra, hacía su inspección y decidía que no había bocas de fuego a la vista.

Un borracho en un extremo del bar contaba al empleado sus contrariedades de amor y nadie le hacía caso aunque el embriago llegaba a conmoverse hasta las lágrimas.

Billy, Jesse y los amigos de Dolan seguían juntos. Con el pretexto de beber de pie seguía Folliard vigilando las entradas y salidas.

—Yo tengo también mi palabra que decirte, Billy —repetía el patrón de Jesse—. Ven con nosotros. ¿Quieres volver con nosotros?

—Ésa es una buena palabra, Dolan. Te digo que lo es.

Parecía Jesse satisfecho también. Billy añadió:

—Con Folliard. Tendrá que venir Folliard.

—Comprendo —dijo Dolan— que has llegado a un extremo en que necesitas que alguno te guarde las espaldas.

—¿A mí? ¿Contra quién?

—Contra tus enemigos.

—No, Dolan. Contra mis amigos —y miraba a Jesse no se sabe si en serio o en broma.

—Hasta ahora has sabido madrugarles a tus enemigos —respondí Jesse con la mirada agria— y a tus amigos. A tus amigos también.

—Es posible —rió el Kid—, sólo que a los amigos les madrugo con un buen cigarro.

Sacó varios y los distribuyó. Jesse con el suyo en los dientes fijaba vista en Billy, quien se lo encendía sin dejar de hablar:

—A ti te madrugué en San Patricio y te convidé a almorzar y no quisiste. Aquí estamos —añadió dirigiéndose a Dolan— los dos mejores amigos del mundo buscando una ocasión para rompernos la crisma.

—Bromas de poca gracia son ésas, Billy —dijo Evans.

—No son bromas, que yo sé lo que pasa por tu cabeza, Jesse. Vamos Jesse, llámame hijo de la gran cerda y yo te llamaré old bastard y verán ustedes cómo no pasa nada. ¿O es que me equivoco?

Oyendo aquellas palabras duras, Folliard desde su puesto de observación miraba a los dos amigos y acercaba la mano al cinto por si acaso, pero la respuesta de Jesse lo tranquilizaba:

—Ni tú eres hijo de cerda ni yo soy un bastardo. Si tú lo fueras yo no tengo pelos en la lengua.

—Ésa es la pura verdad —intervino Dolan.

—No me hagas la lección, Jesse —arguyó Billy, nervioso—, que no me gustan los maestritos. Hay otras cosas que tampoco me caen bien.

—Bueno está, Billy. Ya sabemos qué es lo que te gusta y lo que no te gusta. Lo sabemos y yo me alegro de que vuelvas a nuestro lado. Será, bueno para todos, pero si crees que vas a mandar puedes llevarte un chasco. Mandarás en tu caballo y en Folliard, que los demás hace tiempo que sabemos dónde nos aprieta el zapato y no hay más jefe aquí que el dueño de la divisa y el que paga la quincena.

—El que me paga a mí no es mi jefe —dijo Billy súbitamente serio.

—Ésa es la mejor palabra que se ha dicho hoy —comentó Dolan alzando el vaso—. No tu jefe, sino tu amigo.

No había duda de que Jesse estaba celoso de la alternativa de Billy con Dolan. Se admiraban aquellos dos amigos en muchas cosas y en otras se celaban.

En aquellos días Billy comenzaba a darse cuenta de la soledad que le amenazaba. A fuerza de mostrarse superior por una razón u otra y principalmente por su intransigente valentía y su sentido propio de las cosas se iba quedando solo. La superioridad cuando se hace excesiva es soledad y la soledad es peligrosa.

Si seguía Billy ignorado por Chisun y evitado y rehuido por Jesse y por los suyos tendría que encastillarse en Fort Sumner con Melba, Folliard y los dos compañeros casados. No bastaban aquellas fuerzas para ponerse a la defensiva.

Hablaron y bebieron y no hubo incidentes lamentables dentro del saloon, pero al salir se encontraron con alguien que entraba. Era un leguleyo de Las Vegas que estaba trabajando para la viuda de Mac Sween y ayudándole a recuperar sus bienes, incluso los destruidos por el fuego. Le había dicho que la gente de Turner le compraría otro piso de la misma marca y le pagaría sus muebles de lujo. Ella suspiraba, y decía que aunque consiguiera el piano le sería imposible recuperar su voz de cantante que había perdido cuando se enteró de la muerte de su esposo.

El leguleyo, que se llamaba Chapman, al ver salir aquel grupo de rufianes armados, enemigos de la familia de Mac Sween y por rara circunstancia en la amigable compañía de Billy, se detuvo confuso. Aquel momento de confusión lo perdió. Uno de los hombres de Dolan, el llamado Campbell le interceptó el paso.

—Me alegro —le dijo— de ver por aquí a su mercé.

Sir… —decía el otro cada vez más pálido.

—Ahora me dice Sir —reía Campbell, borracho—, pero yo no quiero que me llame Sir. Lo que quiero es otra cosa.

—Déjame pasar.

—No sin escucharme antes dos palabras.

—Yo no discuto con borrachos.

—Ni yo con tinterillos.

Disparó. La bala le rompió los dientes a Chapman y le hizo una gran brecha en el occipucio. Murió el leguleyo como fulminado por el rayo.

Había en aquel momento bastantes fuerzas en Lincoln a las órdenes del nuevo sheriff para proceder al arresto del culpable y de toda la banda. Por eso Billy y Jesse salieron del pueblo al galope seguidos de Folliard.

Dolan y Matthews fueron arrestados con Campbell y más tarde los dos primeros absueltos. En cuanto a Campbell, condenado a muerte, pudo escapar de la cárcel no sin alguna clase de intervención de los amigos de Billy. Hoy por ti y mañana por mí.

Caminaron Jesse y Billy aquel día algunas millas juntos, luego se separaron con tristeza porque en el encuentro de Lincoln parecieron gustosos los dos de reanudar su amistad. El Kid, quizá por su extrema juventud, creía en la amistad lo mismo que en el amor. La mujer es necesaria —el amor—, pero la amistad es sólo un lujo y por eso en ocasiones puede ser más preciada.

El ideal sería que la mujer amada fuera al mismo tiempo la amiga ideal.

A veces Billy, recordando aquel incidente de Lincoln, se ponía sobrío y decía a Folliard:

—No me importa mucho la vida, pero no es fácil vivir sin una mujer y un amigo. Una verdadera mujer y un verdadero amigo. ¡Regalos del cielo, Folliard!

—Lo que es yo —replicaba Folliard—, la mujer donde la encuentre allí la tomo.

Y después de un silencio añadía como si rectificara o completara la frase anterior:

—Y de amigos, ni hablar. No he visto uno todavía. Salvo lo presente es un decir.

Seguía Billy con su idea:

—Habría sido bueno para ti y para mí entrar en el bando de Jesse.

Ya en las llanuras de Fort Sumner lamentó el Kid la estúpida muerte, de Chapman y sólo se quedó en casa de Melba veinticuatro horas, al cabo de las cuales se calzó de nuevo las botas, salió hacia el rancho de Maxwell donde incorporó a su banda a tres o cuatro partidarios nuevos y se dedicó a robar en las fincas de los ganaderos más fuertes, de tal modo que los, dañados pronto se dieron cuenta de que lo mejor sería pagar un tributo a Billy y tenerlo de su parte.

Sabían que una vez hecha promesa de lealtad los amigos eran sagrados para el Kid. Igual que los nobles en la Edad Media, comenzaba el Kid a percibir tributos de algunos pecheros.

Siendo la ley débil o inexistente, Billy the Kid representaba para aquellos rancheros la justicia y el verdugo, todo junto, es decir, la seguridad. Y Billy se acordaba una vez más de Tunstall y de sus palabras, que habían dado a Billy por primera vez una idea de conjunto del orden de los pueblos y naciones y ayudaba a entender su propia vida.

No pasaban muchos días sin que el Kid bajara a Lincoln porque encontraba en aquella población un atractivo misterioso. Billy se presentó un día acompañado de Folliard y antes de entrar en la plaza dejaron los dos las armas en casa de un amigo. En realidad Billy hacía a veces aquellas cosas para quitarse la sensación de peligro en algunos lugares del condado.

Después de hacerlas se quedaba más tranquilo y más dueño de sí.

Sin armas, y a cuerpo limpio, se presentaron en la plaza, pasearon haciéndose ostensibles y Billy saludó con bromas impertinentes a algún que otro policía:

—Hola, general Lee —le dijo al sheriff nuevo.

Nadie podía imaginar que aquellos hombres tan llenos de culpas fueran sin armas y algunos que los habrían arrestado de buena gana los miraban a distancia y se abstenían pensando que debían llevar el revólver en un pequeño arnés bajo la axila, dentro de la camisa. O quién sabe dónde.

Sin embargo, tanto fueron y vinieron, y provocaron, y alardearon, que llegó un momento en que se convencieron los de Lincoln de que iban realmente sin armas y el sheriff nuevo sacó sus mandamientos y los arrestó precisamente enfrente de sus oficinas. El hecho fue de veras sensacional. Se dejó arrestar Billy tan jovial como siempre y Folliard más silencioso que nunca.

Los dos fueron conducidos a casa de Juan Padrón, nuevo alcaide de la cárcel.

Como no faltaba nada en la vivienda de Padrón la cárcel resultaba cómoda. No echaban en falta ni la buena comida, con vinos caros, ni visitantes que jugaron al póquer, si eran gringos, o al monte, si hispanos.

Tenía Billy las muñecas gruesas y musculadas, y las manos casi de señorita. Así pues, cuando lo esposaban, hinchaba la muñeca lo más posible poniendo tensos los músculos y después, al llegar un conocido, sacaba la mano fácilmente de las esposas y la ofrecía diciendo: «Lo siento mucho, pero esta vez no le va a ser a usted posible robarme el reloj». O alguna otra broma. También decía: «No le doy la mano con las esposas puestas porque dicen que eso trae mala suerte, señor. Espere un poco».

Y se las quitaba.

Entretanto el sheriff que lo había arrestado no sabía qué hacer. Por un lado y por otro Maxwell, Dolan, incluso el hermano de Chisun, que andaba por allí, le pedían que lo soltara. Billy y Folliard estaban vigilados por el ayudante del sheriff Tom B. Longworth, a quien habían dado palabra los dos de no escaparse mientras vivieran bajo el mismo techo con Padrón. Y una vez más todos sabían que la palabra de Billy se cumplía.

Pero la alimentación y los demás gastos de los presos eran por cuenta del juzgado y un buen día, encontrando aquel sistema demasiado costoso, ya que Billy y Folliard estaban acostumbrados a tratarse bien, el sheriff dio orden de que los encerraran en el calabozo regular y los sometieran al régimen ordinario.

Cuando se lo dijeron a Billy, éste comentó: «Eso no está bien. Yo he jurado que no me dejaría llevar allí vivo».

—Ya lo sé, Billy —respondió el ayudante del sheriff—, pero no veo solución ninguna. Yo no querría encerrarte, pero no tengo más remedio que obedecer órdenes por el momento.

En realidad había sido el mismo Padrón el que recomendó aquella medida al sheriff, pensando que el calabozo no pertenecía a su casa y que una vez allí Billy estaba libre de cumplir su palabra y podría fugarse si le parecía bien. A regañadientes, Billy, se dejaba llevar y decía:

—Tom, no quiero crearte problemas, pero daría todo lo que tengo porque el que te ha dado la orden estuviera ahora en tu piel.

Aquella noche escribió Billy con lápiz en la puerta de la cárcel: «William Bonney fue encarcelado aquí por vez primera el 22 de diciembre de 1878. La segunda vez el 21 de marzo de 1879 y espero que ésta será la última. —W. H. Bonney».

Antes del amanecer los presos se escaparon —como quería Padrón— y ni siquiera se tomaron la molestia de salir de Lincoln. Recuperaron su armas y sus caballos y con el revólver al cinto y el winchester en la rodilla pasearon la calle mayor arriba y abajo, y se detuvieron frente a la oficina del sheriff. Billy le dijo desde la calle que el calabozo no estaba en condiciones adecuadas para recibir personas de sus méritos.

Riendo y alardeando los dos fugitivos volvieron a Fort Sumner con el ánimo ligero. Todo había sido mejor de lo que Billy mismo esperaba en relación con su problema secreto —el de los resabios, como decía él—. Lo que hacía en realidad era jugar con la libertad y la muerte.

Aquel año fue fructífero para Billy. En varias expediciones él y lo suyos robaron en Bosque Grande, veintiocho millas al norte de Roswell, ciento dieciocho cabezas de ganado mayor, propiedad de Chisun, pretextando que éste debía seiscientos dólares a cada uno de ellos.

Llevaron el ganado a Álamo Gordo y allí lo vendieron a compradores de carne de Colorado.

Como decía antes, para evitar depredaciones y perjuicios mayores, algunos rancheros de la comarca de Fort Sumner pagaban una cuota a Billy. Con ese motivo el Kid pasó algunas temporadas con Melba en la relativa tranquilidad de las nuevas circunstancias. Melba repetía, sin acabar de creerlo:

—Parecemos un matrimonio de la tierra baja. Sólo nos falta la bendición del cura. No la tendré nunca y la culpa es mía por haberme puesto en amores con un bandido.

Se llevó Billy una sorpresa desagradable:

—Esa palabra no vas a decirla y ni siquiera a pensarla debajo de nuestro techo.

Folliard, que se enteró, le dijo después a Billy:

—Lo que Melba busca es que le des un buen bandeo.

—No, yo no les pego a las mujeres. No soy como Brown.

—Es que ellas lo buscan a veces.

—Yo no les pego. No tienen las hembras importancia para tanto. Digo, para que un hombre como yo les pegue.

Tardó Folliard un momento en entenderlo y luego soltó a reír.

En enero de 1880 un individuo llamado Joe Grant llegó a Fort Sumner y desde el primer momento lo tuvieron entre cejas Billy y los suyos. Billy sospechó si sería un provocador que les enviaba Chisun, pero averiguaron que Grant venía directamente de Texas. Era un enredador manso del tipo peligroso.

Una noche, visiblemente borracho, dijo que estaba harto de oír hablar del Kid y que le iba a meter una bala en los sesos y a hacerse el amo de Fort Sumner.

Acudía Billy a La Arquita como siempre, bebía con Joe Grant como si tal cosa y además solía llevarle el genio y darle la razón. Todo esto halagaba la vanidad de Joe y naturalmente confundía un poco a los amigos de Billy, que no acababan de comprender. De vez en cuando Billy le decía:

—Vienes de Texas, ¿eh? Los téjanos son gente muy superior a los hispanos y a todos nosotros los del New México.

Pero el Kid no perdía de vista sus movimientos. Aunque Melba no solía acudir a La Arquita cuando estaba el Kid en Fort Sumner, aquel día había ido y las manos de Grant volaban por el mostrador con cualquier pretexto, tratando de coger las de ella. Billy veía y callaba. Luego, a una señal suya, Melba dejó la cantina.

Aquella noche no pasó nada más.

James Chisun, el hermano pobre del rico Chisun, llegó con otros tres hombres al lugar llamado Cañón Cueva, al norte de Sumner, a rescatar algún ganado de su hermano, robado, según se decía, por el Kid.

Pero Billy, cuando robaba reses de Chisun, solía herrarlas al fuego con la marca XIX lo que era muy fácil porque las de Chisun sólo tenían dos XX. Billy les hacía marcar una I en medio y se quedaba con ellas. El hermano de Chisun recuperó el ganado y acampó a poca distancia de Fort Sumner. No había entre las reses recuperadas un solo animal marcado con aquella XIX. Tanto mejor. Billy se encontraba con James en buena amistad. Comieron y bebieron y al oscurecer decidieron ir juntos al tendejón de Sumner. Con James Chisun, a quien algunos llamaban el pobre para distinguirlo de su hermano, iban dos buenos mozos, Herbert y Jack Finan, y un tercero, cojo y con cicatrices en la cara, conocido entre los suyos como Búfalo Bill, aunque no lo era.

Decía Billy a James Chisun: «Tu hermano nació señalado y, por muy rico que sea, siempre se conducirá como un pordiosero porque no sabe gozar de la riqueza».

Acompañaban a Billy dos nuevos reclutas suyos: Barney Mason y Charley Thomas. Estuvieron todos bebiendo en La Arquita y después Chisun los invitó al salón de Hargrove, un lugar frecuentado por los gringos. Allí estaba el voceras de Joe Grant, bastante borracho. Al entrar el grupo se acercó a Chisun y como broma le dijo a su guardia de corps Finan:

—Te cambio el six shooter, hermano.

Efectivamente, le ofreció su propio revólver con guardas de nácar y tomó el que Finan llevaba en la funda. Observaba sus movimientos Billy de un modo aparentemente distraído.

—Guapo revólver, Joe —le dijo.

Tomó el arma en su mano, haciendo extremos de admiración, y con el pulgar abrió el barrilete y dejó caer las balas, que no eran más de tres, sin que Joe se diera cuenta. Luego se lo devolvió.

Dandy es el fierro, Joe.

—En la vida hay que saber cubrirse, Billy —decía Grant—. Si estoy en un mal paso, pues ya se sabe. Empleo la herramienta de otro y doy cabronazo y luego… anda y averigua. Porque yo mato a un hombre en menos que canta un gallo y en Texas los que me conocen lo saben.

A todo esto había pasado al otro lado del mostrador y desde allí iba rompiendo vasos y botellas con el cañón del revólver. Se sentía parapetado contra el resto del local y pensando quizá que podía elegir a salvo su víctima.

Billy le dijo:

—Quiero romper yo vasos y botellas lo mismo que tú, Joe, porque eres un gran tipo. Te apuesto a ver quién rompe más.

Y sacó su arma. Rompió también un vaso y soltó a reír, pero Grant se excitaba con los vidrios rotos.

—Yo quiero matar al rico John Chisun, hijo de la gran perra.

Y apuntaba con su revólver vacío a James. Sin dejar de reír Billy le decía:

—Te equivocas, porque ése no es John Chisun.

—Mientes.

—Te digo que no es Chisun y que has cogido por la oreja el puerco cambiado.

Dejando a Chisun, apuntó a Billy, apretó el gatillo y se oyó el percutor contra la cámara vacía.

Inmediatamente después disparó Billy y la bala del revólver entró por la parte alta de la nariz de Joe y le destrozó el cerebro. Cayó muerto el tejano en la parte interior del bar y Billy tiró la cápsula quemada.

Después añadió, dirigiéndose al que llamaban Búfalo Bill:

—Más valdrá que estés alerta con tu caballo y tu rifle porque no faltan por ahí descuideros y ladrones dispuestos a aprovecharse. Y los gringos de Texas tú ves que no tienen simpatía por la familia de Chisun ni por sus amigos. Yo tampoco la tengo, pero todos ustedes han venido a la plaza por invitación mía y no quiero que les pase un contratiempo. Andandito y agradezcan el consejo.

Chisun no comprendía:

—¿Quién eres tú que te conduces así?

—Mi madre —bromeó el Kid— me decía cuando era chamaco que yo era el Tautha de Danann.

Miraban los otros sin entender y Billy añadía:

—Un irlandés de los viejos tiempos antes de Cristo, que venía de sangre española, según decían los antiguos. Y que no se detenía ante una buena pelea con flecha y espada. Y que sabe distinguir entre James y John.

No tardaron los de Chisun en levantar el campo. Siguieron su camino sin otra pérdida que la de un rifle robado de un carro. Algunos decían que lo habían robado los hombres de Billy por orden de su amo. Era un rifle con guarniciones de plata y el nombre de John Chisun escrito con vetas de oro incrustadas. Una pieza de museo que le había gustado al Kid.

Pensaba Chisun, el pobre, por el camino:

—Al lado de Billy pasan siempre las cosas que menos se esperan.

En aquellos días aprovechaba Billy cualquier oportunidad para acercarse al antiguo rancho de Tunstall y mirarlo desde lejos. Cuando lo veía ponía el caballo al paso y se quedaba mudo y pensativo por algunos minutos. Luego se alejaba al trote, seguido por los suyos.

Nadie le preguntaba por qué hacía aquello y tampoco Billy solía explicarlo. Tal vez si le hubieran preguntado no habría sabido qué responder.