II

Aconsejaba Billy a Alias que no cambiara de nombre con tanta frecuencia porque en un lugar u otro acabaría por hacerse sospechoso. El otro respondía que en aquello de cambiar de nombre y en el gusto de las viejitas había salido a su abuelo.

—¿Dónde vive tu abuelo? —Le preguntaba Billy—. ¿Dónde está tu casa?

Pero Alias no respondía porque no se fiaba de su sombra. Y sin embargo entre los dos muchachos había una amistad verdadera. Alias decía: «Las viejitas fueron la perdición de mi abuelo porque le prevaricó una de ellas y allí comenzó el pobre a ir hacia abajo hasta dar con el hocico en la mera mera». Quería decir en la cárcel. Billy reía porque todo lo que decía o hacía Alias le caía en gracia. Pero el nombre verdadero de Alias no lo supo nunca.

En Tucson, Arizona, abrieron timba y Billy ganó al monte con su baraja española algunos cientos de pesos. Luego volvieron casi ricos a la tierra de Fort Bowie pasando por la de los apaches otra vez. Algunos meses después de vagar por San Simón, San Carlos y otras placitas (así se llama allí a las aldeas que han servido o sirven de aposentamiento de fuerzas) pensaron que debían salir de aquellos lugares donde Billy, con su buena suerte jugando al monte, y Alias, con su propensión a las hembras, comenzaban a llamar la atención.

No era discreto hacerse reparar.

Era Alias dos años más viejo que Billy, lo que le daba la respetable edad de quince años cumplidos. O como decía él, quince y medio. Pero no hacía nada sin aconsejarse antes con el amigo.

Ya entonces había mostrado Billy algún sentido del humor. Cerca de San Simón sucedió lo siguiente: encontraron un grupo de ocho o diez indios montados y Billy les propuso una carrera de caballos. Llevaba un animal excelente, pero deseando despertar la codicia de los indios y haciéndose tan inocente como sugería su poca edad dijo que la competición sería entre el caballo de Alias, que era bastante flojo, y el mejor caballo que tuvieran los indios. Billy iba a montar el penco de su amigo y correría con el indio que ellos eligieran. La desventaja del Kid era evidente y los indios se daban cuenta. Puso Billy como condición que Alias se quedara esperando montado en su propio caballo —que era excelente— con todo el dinero de las apuestas y con las armas de los dos competidores.

En esas condiciones los indios no tenían nada que recelar. Pudieron haber sospechado de tantas facilidades, pero Billy sabía que la mente de los apaches no era capaz de aquellas complejidades. Los indios apostaron contentos todo lo que tenían, seguros de ganar. Alias era el depositario. Hecha la señal partieron Billy y el jefe indio, pero detrás de ellos, y al parecer por un impulso irresistible de su sangre joven, salió corriendo también el caballo de Billy montado por Alias y adelantando a los otros dos desapareció poco después en el horizonte.

La carrera la perdió Billy como estaba previsto, pero no la ganaron los indios porque el dinero lo tenía Alias. Con la boca abierta veía cada cual deshacerse en la lejanía la polvareda de los cascos del caballo fugitivo. A las protestas y amenazas de los indios respondía Billy que ellos podían repartirse la pérdida entre todos y tocaban a poco, pero que él había perdido cuanto tenía en el mundo, incluido el revólver y el caballo, puesto que el animalejo que le quedaba no le servía para nada ni podía venderlo porque nadie lo compraría. Se sentía, pues, perdido y sin remedio, ya que era inútil pensar que con aquel caballo pudiera nunca alcanzar a Alias, a quien llenaba de maldiciones y ultrajes.

Horas tardó en convencer a los indios, pero al fin, compadecidos, le dieron de comer y al caer la tarde lo despidieron con palabras de consuelo. «El pobre es muy chamaco y lo han engañado», comentaban entre sí. Billy siguió su camino fingiéndose triste y desolado. Los indios le decían que aprendiera de aquel ejemplo y no volviera a confiar en nadie y menos en los hombres blancos.

Ochenta millas más adelante y tres días después encontró a su amigo que le esperaba bebiendo en un saloon rodeado de viejitas. Rieron, se restituyeron sus posesiones y se repartieron el dinero de las apuestas. El negocio había sido redondo y los indios habían hecho el… indio, como se suele decir. Pero en aquel lugar Alias había dado como nombre propio el de Billy y éste se quedó muy sorprendido al saberlo. Se justificó Alias diciendo que suponía que los indios lo habían matado ya.

—¿Tan seguro estabas?

—Pues… era lo más aparente.

—¿Y lo dices así, pendejo?

—Tú inventaste la maula de la carrera. Fue de tu cabeza de donde salió todo el embrollo.

—Puesto a suponer —respondía Billy sombrío—, podrías suponer otra cosa. Pero, además, tanto tú como yo tenemos a cargo la vida de tres indios. Mi nombre no te mejora.

—Bah, los indios no son personas. Con decir que nos atacaron salimos del paso.

Billy, que solía guardar secretas sus propias hazañas, le contó, sin embargo, a su amigo la aventura de Silver City, donde había matado a un hombre blanco y Alias, asustado, lo miró de una manera diferente y renunció para siempre a llamarse Billy the Kid. Volvió a usar su imaginación y a inventar un apodo nuevo para cada lugar a donde llegaban.

A veces en un saloon la viejita lo llamaba por su nombre nuevo y él tardaba en percatarse porque no se acordaba.

No hacía Billy trampas en el juego. Tenía su manera de entender la honradez. En un incidente de juego precisamente mató al herrero de Fort Bowie, hombre tosco y brutal con la mejilla cruzada de una cicatriz de bala (él decía que había sido de un hierro encendido que saltó del yunque). Pensaba el herrero que tratándose de un muchacho no arriesgaba nada y después de haber perdido una jugada fuerte dio un manotazo a las cartas, recogió el dinero y dijo a Billy en inglés:

—No me mires así que te voy a arrancar las orejas, chamaco cabrito.

Respondió Billy con el sacramental son of a bitch y el ofendido, que era un hombre forzudo como suelen ser los de su oficio, tiró la mesa de una patada y fue sobre Billy, quien sacó el revólver y disparó a quemarropa. La bala atravesó el hígado del herrero, que murió el mismo día. Billy recogió el oro esparcido por el suelo, desdeñando la plata.

Sintió miedo Alias viendo a su amigo tan dispuesto a disparar y no quiso acompañarle en su huida. Además, había en Fort Bowie una viejita que «le caía suave».

Por el momento no podía Billy seguir en Arizona, donde había ya leyes gringas, y algunas noches después cruzó la frontera de México y se internó en Sonora. Aquellos territorios fronterizos eran entonces los más peligrosos del mundo. Sin embargo, ni en un lado ni en el otro del Río Bravo suscitó Billy conflictos. No se sabe que provocara nunca la primera desavenencia ni tampoco que tolerara la ofensa sostenida.

Nunca sacó Billy el revólver en vano, pero siempre mató de frente. Los que no querían creer en la peligrosidad de aquel infante (de mejillas como las de una niña), peor para ellos, porque cuando se daban cuenta era ya demasiado tarde y llevaban el plomazo en el cuerpo.

Usaba el Kid su revólver como un juguete rápido y eficaz.

Nunca vio nadie al Kid parpadear en el momento del disparo, cosa que suelen hacer hasta los matones más avezados. El muchacho tenía nervios fríos y la ausencia completa de miedo de los que han aceptado de antemano la muerte. Todo eso le ayudaba a disparar —repito— sin cerrar los ojos. En esa fracción de segundo es cuando se pierde el control de la dirección de la bala. Lo curioso es que si se mantienen los ojos abiertos mirando al blanco la bala va casi siempre al lugar donde uno quiere que vaya. Es sencillamente maravillosa la coordinación de movimientos de nuestro cuerpo en relación con algo tan fluido e incalculable como nuestra voluntad y la dirección de nuestra mirada.

Al entrar en México lo hizo Billy por un lugar donde no había vigilancia, es decir, tres millas al oeste de Nogales, y el mismo día llegó a una población de no mal aspecto que se llamaba Cananea, detrás de una barrera de nopales, en el estado de Sonora. Fue directamente a una posada que tenía un nombre pretencioso: Albergue de las Cuatro Naciones. Era el dueño un italiano borracho de cara floja y de mirada aviesa.

En el segundo piso, según la costumbre de la época, se jugaba al monte.

El italiano estaba adormilado, y al ver a Billy le dijo a un joven empleado, que llevaba en el cinto un manojo de llaves:

—Eh, acomoda a ese gringo chuela.

Hizo el empleado una señal a Billy con la que quería decir que el jefe estaba tomado —como dicen en México— y que un borracho no ofende. Además, lo había insultado porque creía que no entendía el idioma del país.

Billy no hizo caso y se sintió en seguida amigo de aquel joven, quien dijo llamarse Melquíades Segura.

—¿Cuál es tu trabajo? —preguntó Billy.

—Estoy a lo que sale.

—¿Qué quieres decir?

—Hago las faenas que les cumple. El amo es un condenado gachupín.

—¿Español?

—No, italiano, pero son lo mismo. Las faenas que hago son un mandao, una carrera en pelo para justipreciar un potro que se compra o se vende. Y también… cosas de media noche para abajo.

—¿Qué cosas?

—Pues… mejor es callarse porque uno habla y si a mano viene el que escucha es un chivón y entonces la Santa Virgen de Guadalupe me valga.

—Yo no soy chivón —dijo el Kid.

—No lo digo por tanto, pero en una fonda nunca se sabe con la plebe que sale y entra.

Parecía el joven más o menos de la edad de Billy. Fue el Kid a su cuarto en el primer piso, por cuyo balcón se podía saltar en caso de apuro, y entretanto seguía hablando con Segura:

—¿Tú naciste aquí?

—No.

—¿De dónde eres?

—De todas partes y de ninguna, hermano.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve —mintió Segura, añadiéndose tres.

—Yo dieciocho —mintió a su vez Billy añadiéndose cuatro—. ¿Hay en este pueblo timba?

—La hay mero, con quinqués de globo empavonado. Chirlata de mucha suposición. Mera onza de oro y doblón y Dios te ampare.

—¿Dónde?

Melquíades vio que Billy se quitaba el cinturón con el revólver y miró el arma:

—¡Un six shooter y de los caros!

—Llevo un cartucho quemado para aguantar el gatillo. Así que sólo es five shooter. Pero ¿dónde está la chirlata?

—Arriba, y ahora mero están tallando. ¡Guapo es el fierro!

—Cebado está y no lo digo por darme realce.

Entendió Segura que estaba el revólver cargado y montado al pelo, pero se equivocaba. Billy quería decirle que estaba el revólver ya bautizado con sangre humana. Y seguía preguntando:

—¿Dónde está la sala?

—Al otro lado, donde tiene sus aposentos don José Martínez, un tagarote que le huele la nariz diez millas a la redonda.

Quería decir que tenía mucho dinero. Y Segura añadió, bajando la voz:

—No se dejaría ahorcar por medio millón, el viejo cabra y, eso sí, tiene su historia negra y es un bragado.

—¿Un qué?

—Un puro machote. No sería yo quien le llevara la contraria.

—¿Dices que está tallando ahora?

—Y no admite sino de cinco pesos para arriba en oro puro.

—¿Jaquetón?

—¡Qué jaquetón ni qué no! ¡Tiene el pueblo entero acochinado!

Todo aquello intrigaba a Billy:

—¿Es amigo tuyo? —preguntó en broma.

—¡La amistad de su chicote, que aún llevo la marca en las costillas!

—¿Y cómo lo aguantas? ¡Échale bala!

—¿Con qué? No tengo hierro, hermano.

Daba lástima oírselo decir. Melquíades le había gustado a Billy, pero en poblado hacer amistad lleva más tiempo que en campo abierto. Y estaban en poblado donde las relaciones tienen sus laberintos y sorpresas. Así y todo confió desde el primer momento en Melquíades.

Fue a la sala de juego. Era un salón alto de techos, con hermosos racimos de lámparas. Hasta cortinas había. Aquello era más que timba, era chirlata como dijo Melquíades. Se acercó Billy a la mesa y vio sentado en un alto taburete al tallador tirando el naipe. Con la baraja boca abajo decía:

—Pago el entrés, la puerta y el salto.

Tenía el cigarro puro entre los dientes, lo que le obligaba a guiñar el ojo para evitar el humo y miraba de reojo con aire escéptico a Billy, que acababa de sentarse. En cuanto lo vio dijo el tahúr desdeñoso:

—Aquí sólo se juega con oro.

Sacó Billy una bolsa de cuero haciéndola sonar mientras preguntaba dejándose caer de codo en la mesa:

—¿Cuánto es la banca?

—No está en almoneda, la banca. Y la talla es la mera luna.

Los quince o veinte jugadores que rodeaban la mesa hacían sus posturas y miraban de reojo, extrañados e irónicos, a Billy, mientras el orondo gachupín sonreía con mala sangre:

—El gringuito puede hacer su puesta también. Vamos, gringuito, ¿no juegas?

—Necesito verlas venir antes de hacer juego.

Hablaba con un sosiego un poco apoyado, que entre matones se considera impertinente. Don José, cuando se lo proponía, tenía un gesto de veras provocativo.

—No va más —dijo— y pago la puerta por la mano.

Volvió la baraja y había caballo en puerta. Perdían dos, ganaba uno. Con la baraja en el tapete don José cobraba y pagaba indolente y poderoso. Siguió sacando naipes. «¡Sotas putas!», dijo al ver aparecer la de espadas. Pagaba las puestas con mano pesada y ágil al mismo tiempo y miraba al gringuito con el rabo del ojo. Aquella noche, Billy, que parecía no oír las bromas del banquero, ganó seis onzas de oro isabelinas, las perdió, volvió a ganar tres, luego perdió las tres y cuando vio que se quedaba en paz —ni ganaba ni perdía— se levantó de la mesa.

—El primer día suelo perder —dijo, aburrido.

—¿Qué es lo que has perdido, gringuito? —preguntó el tagarote.

Respondió Billy imitándole el deje:

—He perdido el tiempo contigo, gachupín.

Hubo un sobresalto y todos miraron a Billy alarmados. Mostrando don José las grapas de los dientes contra el cigarro sonrió:

—A mucha honra, gringuito.

Miraba Billy el revólver, puesto en la mesa al lado izquierdo del tallador, que debía ser zurdo. Éste explicaba:

—Le llamé gringo sin ánimo de ofender.

—Allá —dijo Billy señalando en la dirección de la frontera— llaman a los mejicanos greasy, pero yo no insulto a los mejicanos y, además, como usted no es de esta tierra por eso le he llamado gachupín. Sin ánimo de ofender tampoco.

—¿Y cómo sabe su mercé que no soy del país?

—Porque tiene la pinta del recién llegado de la madre patria.

Apoyada y subrayada esa palabra (madre) era una mentada y la cosa se ponía fea de verdad. Alrededor de Billy los hombres palidecían y olvidaban hacer sus puestas.

Hubo otro silencio y Billy salió despacio, espiando en el fondo de un espejo los movimientos a su espalda. Ya en la puerta preguntó a qué hora comenzaría el juego el día siguiente, y Melquíades, que entraba, le dijo que el juego no comenzaba ni acababa nunca y que se sustituían los talladores y los jugadores sin interrupción día y noche. Don José Martínez volvió la cabeza sobre el hombro:

—Más valdrá que venga por la mañana, que talla el Chirlo.

—El cuñao de la patrona —explicó Melquíades, inquieto por el tono de don José.

—Ya lo pensaré. Me ilusiona la idea de desbancar a don José Martínez.

—No me gusta jugar con niños por aquello del refrán.

—¿Se puede saber el refrán?

Pero nadie lo decía. Bah, llamarle niño no era ofensa. Pero no le gustaba al Kid el gachupín don José Martínez.

Según costumbre, al entrar en su cuarto atrancó la puerta con una silla. Si alguno entraba haría ruido y el Kid despertaría a tiempo para defenderse. No sucedió nada aquella noche y Billy durmió bien.

Al día siguiente habló mucho con Melquíades, quien parecía atemorizado y débil de carácter. Estaba extrañado del atrevimiento de Billy, a quien dijo que debía conducirse prudentemente en la sala de juego porque don José tenía valedores y hasta los canónigos de Hermosillo daban la cara por él. Esto impresionó a Billy que al fin venía de un hogar católico y respetaba la Iglesia.

Aquella noche volvió Billy a jugar. Al verle entrar en la sala el grave y solemne don José sacó su revólver del cajón y lo dejó en la mesa, pero con un gesto frío, indiferente y como si se tratara de una costumbre y no de una amenaza. Billy se acercó lentamente y puso una moneda de oro a una carta. Don José, con gesto experto, volvió la moneda de lado y la rechazó diciendo:

—Ese doblón está capado.

Había monedas de oro a las que cortaban un poco del metal precioso y así de cada diez hacían una nueva. Billy la miró un momento y volvió a ponerla:

—Por lo que valga en buena ley.

Había al lado una balancita de precisión. Don José la puso allí y miró el fiel por encima de su cigarro:

—Tres cabrones pesos de plata. No cinco, sino tres.

—Bien está —dijo Billy.

Y siguió el juego. Billy perdió y puso otra moneda en la misma carta:

—Va de salto —dijo.

Aquélla no estaba alcorzada. Ganó y tuvo que pagarle don José dos más, una de las cuales era la anterior, es decir, la que estaba falta de peso. Con un gesto indolente Billy la rechazó haciéndola resbalar sobre el tapete:

—Faltan dos pesos —dijo—. Está alcorzada y sólo vale tres.

—Para un pinche chamaco gringo basta con eso.

Billy se levantó sin prisa:

—Dame los cinco pesos que me debes.

Tenía la mano en el cinto.

—Cinco balazos en la mera torre si no te vas de aquí. Anda donde tu abuela, chamaco.

Rieron dos o tres puntos, adulones. Don José mascaba su cigarro, los ojos en los de Billy y la mano en el tapete verde cerca del arma.

—Me gustaría ver —dijo Billy— si eres tan bueno con el revólver como eres con la lengua.

Los dos tenían la mano al lado del arma. Dijo don José una palabra que era usual en él antes de disparar y a continuación se oyó el disparo. Un solo disparo, aunque hicieron fuego los dos. La bala de Billy the Kid entró por el ojo derecho de don José Martínez, quien cayó hacia atrás esparciendo con la espuela, que se enganchó en el tapete, centenares de monedas amarillas por el suelo.

Billy cogió el dinero que quedaba en la mesa y se apoderó también del revólver del muerto. Llamó a voces a Melquíades y cuando éste apareció con la expresión desencajada le lanzó el revólver por el aire y le preguntó si estaba abajo el caballo de Martínez. Sin acabar de comprender y mirando con ojos alucinados al muerto, el muchacho Melquíades decía a todo que sí y Billy le ordenó que saliera con él.

Juntos dejaron el pueblo al galope después de haber roto con un cuchillo los tirantes de las sillas de los otros caballos que había en la barra. Melquíades galopaba al lado de Billy y en cuanto estuvieron a cierta distancia del pueblo comenzó a hablar:

—Allá quedó despatarrado don José. Bien está lo que has hecho, Billy, por la Virgen de Guadalupe, pero si no llegamos pronto a la raya gringa te veo colgado dé un ahuehuete.

—No vamos a la raya, Melquíades. Hacemos como que vamos, pero doblaremos hacia Chihuahua. ¿Tienes miedo?

—Se me hace que no, pero no estoy seguro porque otros mejores que yo lo tendrían.

Después de una pausa añadió:

—Cayó para atrás don José. Pero yo no hice nada. ¿Por qué voy a tener miedo si no hice nada?

—Pagarás igual si te echan mano.

—Ya lo sé. Una vida tengo y puedo hacer con ella un papalote y volarla donde se me antoje.

—¿Qué es un papalote?

Melquíades explicó que era una cometa voladora. Reían y tendían la oreja detrás.

—Allí quedó —repetía Melquíades sin acabar de creerlo— don José el bragao, tendido como un hijo de la madrota. ¡Quién iba a pensarlo!

Lo decía con el entusiasmo con que los chicos ven en el teatro de cristobillas que el joven y débil le pega al fuerte. Y añadía un comentario:

—Ahora veo que de hombre a hombre no va nada.

—Va un six shooter, hermano.

—Ni tiempo le diste para empalmarse.

—Le di tiempo y la prueba es que disparamos los dos parejos. Él también le dio gusto al dedo, Melquíades.

—Yo sólo escuché un tiro.

—Juntos y parejos, tiramos.

—Fama tenía de puntero don José que, según dicen, ponía cinco balas en el cinco de oros de la baraja a veinte pasos. ¿Y no te acertó? ¿Estás seguro? Lo digo porque llevas sangre.

—¿Dónde?

—En la cara.

Le caía a Billy un hilo de sangre por delante de la oreja y el muchacho explicó sin dejar de galopar:

—Cuando disparamos sentí encima de la oreja como si me arrancaran tres o cuatro pelos. Una pulgada más a la izquierda y se me lleva los sesos el gachupín.

—No hables así, que es ya difunto y si se nos aparece su fantasma en el camino los caballos darán la espantada. No lo llames gachupín ni le mientes la madre patria.

Billy calló porque también era supersticioso. Después de un largo silencio dijo, por decir algo:

—Ahora llevas un revólver mejor que el mío. Eres alguien.

—Que lo digas. Al hombre lo hace el fierro.

Decidieron torcer hacia Chihuahua como había advertido Billy. Los del albergue del italiano pensarían que habían ido a buscar refugio a la frontera y no podrían sospechar que se habían quedado en el país. Por cierto que Melquíades debía cambiar de nombre, según le aconsejó el Kid acordándose de Alias.

—No me cae bien eso, Billy.

—¿Por qué?

—Es el nombre que me puso mi mamacita.

—Si te atrapan te ahorcan.

—Eso sí que estaría bueno, sin haber hecho nada. Pero no me ahorcan sino que me truenan. Es la usanza horitita en esta parte del país.

—Cámbiatelo el nombre, Melquíades.

El otro negaba y Billy comprendió que aquello de ser tronado con su nombre legítimo era una cuestión de vanidad. No quiso insistir. Preguntó cómo era Chihuahua y Melquíades canturreo:

Chihuahua tiene buen vino

y tiene mejor mezcal

y casas de lenocinio

detrás de la catedral.

Luego comentó:

—Desconocida está Chihuahua, y es que el progreso llega a todas partes.

Siguieron galopando hasta ver que los caballos sudaban y entonces los dejaron ponerse al trote. Un trecho más y se detuvieron a escuchar. Tenían la brisa de espaldas y habrían oído, en aquel valle encañonado por ribazos altos, los cascos de un animal a diez millas. No se oía nada.

Comieron y estuvieron dudando si acampar allí o no. Por fin decidieron continuar. Melquíades por momentos se sentía otro:

—Puedo galopar seis días y seis noches. No necesito dormir. Demasiado he dormido yo en Cananea. ¡Que duerma el gachupín huevón debajo de la losa y que allí nos espere muchos años!

—No lo ofendas, que ahora es difunto, hermano —dijo esta vez Billy.

Se santiguaron los dos. Para ir a Chihuahua no seguían la ruta ordinaria, sino que iban por atajos y pasos de cabras. De vez en cuando salían de los pasadizos anfractuosos y encontrando una plana volvían a galopar.

La familia del tahúr muerto ofrecía cinco mil pesos de oro por la captura y entrega de Billy y sólo quinientos por Segura. Cuando lo supieron, dos días después, comentaron la diferencia.

—Anda, Billy —decía Segura—, que si te entrego y me entrego yo, me dan cinco mil por su mercé y quinientos más por mí.

Y después de una pausa añadía:

—No veo la razón de tanta diferencia, la verdad.

—Con los cinco mil pesos míos —comentaba Billy— y los quinientos tuyos te puedes mercar una guapa sepultura, Melquíades. Envidia me das.

Al llegar a la ciudad, Melquíades se había cambiado el nombre por si acaso y dijeron los dos que venían de El Paso (Texas). Sabía Melquíades algo de inglés y disimulaba. Como siempre, Billy jugaba a las cartas, pero los tres primeros días perdió. Segura tuvo mejor suerte, aunque haciendo pequeñas puestas no ganaba mucho.

El cuarto día de su permanencia en Chihuahua el Kid ganó bastante. Después de una jugada fuerte el tallador cerró la banca, se declaró en quiebra y dijo que no tenía fondos para pagar. Al mismo tiempo iba embolsando en un saco de cuero enormes cantidades de oro y plata. Era un tipo grande, cargado de espaldas, receloso y picado de viruelas.

No dijo nada Billy por el momento y salió a la calle con Melquíades.

Acompañaba al tallador un mulato bizco, cargado con el saco del tesoro. El tahúr iba a su lado receloso, con la mano en el cinto. De aquel hombre no ha vuelto a saberse nada. No se le volvió a encontrar vivo ni muerto. En cuanto al mulato, años después apareció en otro lado de la frontera, en New México, donde cuando alguien le hablaba del Kid se quitaba el sombrero y decía:

—No digo nada sobre Billy the Kid porque sus mercedes no lo creerían.

En realidad no hablaba porque Billy le había amenazado de muerte si contaba cómo entre Melquíades y él mataron al tahúr y lo arrojaron al pozo de un rancho, donde se quedó emporcando el agua de beber de las caballerías.

Ricos Segura y el Kid, la historia pierde su pista por algunos años, y se supone que anduvieron por un lado y otro de la frontera cambiando de nombre y de alojamiento, según la fortuna y el riesgo de cada día.

Se enamoró Melquíades de una criollita y se casó con ella en Chihuahua, usando un nombre falso. En las dos cosas se parecía a Alias, aunque éste no estaba muy convencido de que le conviniera el matrimonio. Billy firmó como testigo, con otro nombre. Melquíades no era feliz del todo porque no asistían sus padres —ya viejos— a la boda. Era hombre de inclinaciones hogareñas, Melquíades.

Poco después reapareció Billy en Texas con sombra de barba en las mejillas, en compañía de un gringo, antiguo amigo de la infancia, Jesse Evans, quien solía decir en español:

—La vida es corta y hay que quemar pronto la parte que le toca a uno y dar gusto a los niervos.

Pronto fueron Billy y Evans inseparables y en muchas cosas sus caracteres coincidían, aunque Jesse no reía nunca y Billy no estaba nunca serio si tenía el menor pretexto para reír. La diferencia era sólo aparente y en el fondo sucedía lo contrario: el hombre ligero de ánimo era Jesse y el serio y dramático Billy.

Le gustaba a Billy que los mejores amigos de Evans fueran hispanos.

Hacían bolsa común y el dinero iba a lomos del caballo de Billy, que era un poco más ligero. Peligrosamente ligero. A veces se lo hacía notar Billy a su amigo y Evans le decía: «Estoy más seguro de la honradez tuya que de la mía». No era tonto, Evans. Sabía que aquellas palabras confirmaban para siempre la lealtad y aseguraban la conducta de un hombre como Billy. Éste reía y trotaba, cantando entre dientes.

En el año 1876 Billy tenía diecisiete y había crecido ya todo su tamaño. Como dije, comenzaba a tener pelo en la barba. Evans era un poco más viejo, pero no lo parecía. Tenía ojos azules y era más alto que Billy quien, sin ser un gigante, era de buena talla. Según dice Garrett —el sheriff de Lincoln—, los ojos de Billy eran muy brillantes y expresivos, su cara ovalada y la única anomalía de aquel rostro que las mujeres hallaban atrayente eran dos dientes frontales de la parte de arriba un poco saledizos. Garrett dice que aquellos dientes eran un signo característico de él y cuando hablaba, y sobre todo cuando sonreía, se hacían visibles. Pero no daban a su expresión, siempre jovial y agradable, ningún aspecto siniestro.

El mismo Garrett dice con un estilo que no puede menos de resultar pintoresco en un sheriff: «Billy gustaba de comer bien y comía riendo y bromeando amistosamente, sin que sus bromas rebasaran nunca los límites de la buena crianza. Bebía y reía, cabalgaba y reía, hablaba y reía… mataba y reía, también. No eran risas insolentes ni carcajadas histéricas, sino expansiones casi infantiles y pequeños gorjeos de alegría. Aquellos gorjeos de Billy eran a veces el último rumor que oían sus víctimas, sin embargo».

Los que trataban a diario a Billy buscaban una expresión de amargura en sus ojos, pero nunca la encontraron. Se veía en ellos a veces un relámpago de ira y de indignación y era entonces cuando mataba. Aquel relámpago duraba muy poco, parecía no pertenecerle a él y era —todavía— compatible con el gorjeo del que habla Garrett. La expresión del Kid volvía a ser calma y risueña inmediatamente después del «incidente». Ese incidente era siempre mortal. Una vez le dijo a Jesse Evans:

—Ofender a alguien y no matarlo es dejar un enemigo mortal a la espalda. Sólo se le ocurre a un pendejo. No hay que insultar a nadie si no va la bala detrás de la palabra.

En sus diecisiete años era esbelto, movedizo y elástico de movimientos como una pantera. No muy aficionado a leer, pero sí a la música. Decía que había leído en su vida sólo tres libros, y los tres mejicanos. Uno era del tiempo de la conquista de México, al parecer el libro de Solís, pero el Kid no se acordaba del autor. Sentía una devoción natural por el conquistador español Cortés y decía de sí mismo que no le era inferior en corazón, pero sí en cabeza. Cortés veía no sólo lo que sucedía delante de él, sino lo que pensaban sus amigos y sus enemigos y hacía las cosas calculando las consecuencias no del momento, sino de un futuro lejano. Y siempre acertaba.

A veces decía Billy: «Yo adivino lo que piensan mis enemigos en los momentos críticos, pero no siempre lo que piensan mis amigos, y tan peligrosos pueden ser los unos como los otros».

Dice Garrett: «Estaban sus formas bien trabadas, era compacto de músculo y fino de nervios. Gozaba cuando tenía algún altercado con un joven más corpulento y solía soltarse el cinturón, dejar caer las armas y decir disponiéndose a la defensa: "Vamos a medirnos, amigo mío, sin armas y de igual a igual". Generalmente ganaba aquellas peleas, pero si perdía no guardaba rencor ni buscaba venganza». Después de la pelea bebía con su contrario, pero nunca más de lo que podía tolerar. Cuando se tiene la cabeza pregonada hay que acercarse con tiento al vino y a la mujer.

El mismo sheriff dice en otra ocasión hablando de Billy: «No se puede dudar de su generosidad. Le gustaba sobre todo hacer favores a gente madura y vieja». Proteger a sus mayores era una tarea confortadora para el Kid. Le hacía sentirse más cabal y eso siempre suele gustar a un chamaco. Si el lector recuerda el nombre de Garrett no podrá menos de dar a sus palabras un valor sui generis, más adelante. «Hay, entre algunos que han escrito sobre Billy —añade Garrett—, la convicción de que había algo burdo y grosero en su conversación y en sus maneras. Más bien era lo contrario. Los más dandy de la sociedad, los favoritos de la corte, los exquisitos galanes de cualquier tiempo y lugar tendrían algo que aprender de las maneras naturalmente afables del muchacho. Habría sido absurdo y chocante el Kid si a veces, y en medio de la gente tosca y brutal, no hubiera hablado como ellos. Su delicadeza los habría ofendido. Pues bien, en esos casos Billy se permitía alguna palabra gruesa y alguna broma tosca, pero se veía que le eran artificiales y pegadizas y los otros se las agradecían sin dejar de considerarlo superior.

»Si se fuera a juzgar a la gente por sus palabras y sus maneras, centenares de personas de aquel tiempo en New México parecían más bandidos y criminales que Billy». El criminal adolescente daba al parecer la impresión de un joven de buena familia que disfruta de alguna vacación o fin de semana con dinero en los bolsillos, y se permite alguna libertad más o menos inocente. La verdad es que todas sus libertades lo eran hasta que algún provocador se cruzaba en su camino. Entonces, y en una fracción de segundo, cambiaba y su nueva manera era implacable y terrible. Pero volvamos a las opiniones del sheriff: «Cuando las circunstancias se lo permitían, Billy vestía limpiamente y con cierta distinción.

»Especialmente cuidadoso era de su calzado —botas de montar—, siempre en buen uso y de buen corte. Llevaba pantalones oscuros y chaqueta clara —en las fiestas el frac regional acostumbrado—. Solía usar un sombrero mejicano de ala ancha no por afectación, sino por comodidad, ya que esos sombreros defienden la cara y el cuello del sol y además duran más que los yanquis».

Es curioso todavía ver cómo Garrett defiende a Billy de las acusaciones más frívolas, por ejemplo, de usar un sombrero con cintillo de oro y diamantes que valía más de mil dólares, un pañuelo al cuello bordado de perlas, etc. Estas cosas decían en los periódicos los reporteros sensacionalistas de la época.

La verdad era diferente. Y el sheriff la trata de restablecer, indignado.

En aquellos años, Billy y Evans se dedicaban a depredaciones, asaltos y robos en los ranchos ricos de Texas, después de los cuales solían refugiarse en el otro lado de la frontera, en México. O al revés, hacían sus fechorías en México y buscaban asilo en Texas. La frontera les servía de burladero.

Lo que dice Garrett de la limpieza de léxico de Billy es verdad y no se podría decir lo mismo de las costumbres de Evans, quien hablaba sucio y sus groserías lo parecían más porque era un poco tartamudo. En español lo era más que en inglés. Otras veces invertía el orden de las sílabas, como cuando decía niervos en lugar de nervios, y era en vano que Billy le corrigiera. Por lo demás, y mientras no hablaba, Evans parecía un aristócrata natural, un tipo refinado y de casta.

Como se puede suponer, en los dos lados de la frontera estaban las cabezas de Billy y de Evans puestas a precio, pero algunos rancheros que salieron en persecución de los ladrones perdieron la suya en el camino. Poco tiempo después de andar juntos, Jesse Evans comenzó a parecer más viejo de lo que era por el color albino de sus cejas y su pelo. Sus pestañas, blancas también, y sus ojos azules y opacos le daban un aspecto un poco visionario. Balbuceaba al hablar y sólo salían fluidamente las palabras blasfemas y los juramentos. Billy le decía que su nombre —Jesse Evans— era también un nombre albino y que de noche parecía más fantasma que persona humana.

Admiraba Billy su franca y violenta amoralidad, pero sabía que los animales albinos (caballos blancos, perros y gatos blancos) tienen taras contra las cuales hay que precaverse. A veces el Kid miraba a Jesse y tenía sobre él ideas no muy favorables que, sin embargo, se reservaba. Atribuía algunos rasgos funestos de su carácter al color albino. «Cállate, overo palomino», le decía como si fuera un caballo. Más tarde el mismo Evans solía decir:

—Billy es mi mejor amigo, pero a veces, por su manera de mirar, se diría que tiene sangre india.

Las dificultades de pronunciación de Evans eran mayores algunos días. Parecía que tenía en la boca un hueso de durazno que le trabara la lengua. A veces Billy le hacía repetir y Evans explicaba:

—Es que tengo el frenillo.

Se refería a esa pequeña membrana que algunos tienen al nacer debajo de la lengua. Los médicos la cortan con un ligero toque de lanceta, a veces. Pero la de Jesse no la cortó nadie. Por eso, cuando iban a dar un golpe de noche y se cubrían la cara, no era Evans quien hablaba, sino Billy. La manera de hablar de Evans llamaba la atención y habría sido fácilmente reconocido.

Eran grandes amigos, pero con alguna reserva por los dos lados.

Cerca del lugar de operaciones de Billy los indios apaches de Mexcalero solían trabajar por su cuenta, haciendo también incursiones en México y a veces robando y matando a los emigrantes que pasaban el río en una dirección u otra. Eran aquéllos los indios más peligrosos de la comarca. A veces mataban sin provecho ni necesidad, sólo por el gusto de ver que el hombre blanco podía morir igual que el indio.

En una ocasión encontraron Evans y Billy un grupo de emigrantes que iban de Texas a Arizona en las cercanías del río Mimbres. Eran tres familias en tres carretas de mulos. Cada uno tenía su rifle e iban bien provistos de municiones y vituallas. Dos eran mejicanos españoles y el otro mulato cubano, es decir, español también. Cada familia tenía dos o tres niños pequeños. Una de las niñas trabó conversación con Billy y se hizo muy amiga de él. Le preguntó al Kid si Jesse era su padre porque tenía el pelo blanco y hubo risas y bromas.

Los viajeros invitaron a Jesse y Billy a comer e hicieron rancho juntos. Cada cual contó sus historias, aunque Billy y Jesse muy moderadamente. El español más viejo dijo que se habían batido más de una vez con indios y algunos comanches, kickapoos y lipans, cayeron bajo sus balas. Aconsejaron a los aventureros que no se arriesgaran por aquellos territorios ellos dos solos aunque tuvieran buenas armas.

—Llévame contigo —dijo la niña a Billy— y yo te defenderé contra los comanches.

Llevaban el mismo rumbo y los emigrantes les ofrecieron puesto en su compañía, pero Billy y Jesse declinaron pensando en la lentitud de las carretas.

Después de la comida se despidieron con expresiones de buena voluntad. Billy besó en las dos mejillas a la niña y como iban desembarazados y en caballos ligeros se adelantaron pronto algunas millas. A media tarde descubrieron una banda de quince indios montados que parecían marchar en dirección contraria. Por algunas huellas frescas de caballo vistas antes en el camino supusieron que los indios habían enviado un jinete explorador y sin duda se preparaban para caer sobre la pequeña caravana. Todos llevaban la cara pintada para la guerra y se perdieron pronto de vista.

Billy y Evans siguieron caminando sin hablar. Los dos pensaban en lo mismo y una hora después Billy dijo:

—¿Has visto, Jesse? Esos indios llevan mala intención. Son muchos y van bien montados. Acuérdate de la niña que decía que eras mi padre. Tenemos que llegar a tiempo y llegaremos.

Tornaron bridas y pusiéronse al galope sin hablar más. Al oscurecer llegaban otra vez a la vista de la pequeña caravana en el instante en que los indios apaches iban sobre ella con los alaridos con que suelen comenzar sus ataques. Jesse y Billy se unieron al cordón ululante, pero en lugar de disparar contra las carretas disparaban contra los indios y con cada disparo caía uno.

Poco a poco los indios cambiaban sus gritos de guerra por otros de sorpresa y terror que Billy conocía bien, pero seguían atacando y batiéndose. Una bala india dio en la madera del rifle de Billy y lo partió por la mitad. Desarmado a medias y con la mano herida con las astillas sacó Billy su revólver y siguió peleando. Pudo atrapar una de las hachas arrojadizas que los indios habían tirado contra una carreta y con ella en una mano y el revólver en la otra volvió a la refriega. Mientras tanto, Jesse, apostado detrás de una roca disparaba también de vez en cuando con fortuna. Aislado, Billy peleaba solo contra seis indios.

Contaba después Billy que no podía comprender cómo sucedió, pero estaba seguro de que los gritos de alegría orgiástica que daban él y Jesse debieron desconcertar a sus enemigos. En todo caso, once de éstos quedaron muertos o malheridos en el campo. De los emigrantes de las carretas los tres hombres estaban heridos, y uno de ellos debió morir aquella misma noche de un balazo en el vientre. La niña amiga de Billy yacía con el cráneo fracturado y su madre herida y desmayada.

Salvados por la ayuda de Jesse Evans y de Billy los emigrantes reorganizaron su campamento y Billy y su amigo avisaron al poblado más próximo para que acudieran a prestar ayuda a los heridos. El aviso fue por tercera persona ya que Billy y su amigo recelaban de la justicia y sus cabezas estaban tan inseguras como sus sombreros. Por cierto, que Jesse había perdido el suyo en la refriega y no se consolaba.

Volvieron riendas hacia río Grande y se encontraron por azar con un grupo de jóvenes amigos de Jesse. El que parecía jefe les dijo que si se juntaban podrían formar una buena partida de cow-boys y que como tales les garantizaba salarios y otros provechos. Entre ellos iban en el grupo las siguientes personas, que por una razón u otra, y ninguna plausible, habían de adquirir fama en la región: James McDaniels, William Morton y Frank Baker, ya conocidos en los valles que se escalonan entre el río Pecos y el río Grande. Eran tres tipos muy diferentes entre sí. Daniels parecía un hombre de negocios de aire calmo y mirada tranquila y amistosa, aunque tenía fama de ser un criminal. Como decía Jesse tartamudeando un poco: «Un asesino de buena reputación».

William Morton era macizo, malcarado y receloso. Venía de una familia conocida de Virginia y parecía sentirse superior a sus colegas. A Billy le hizo mala impresión desde el primer momento. Tenía Morton el raro don de molestar con sus silencios así como otros con sus palabras.

En cuanto a Baker, era hombre de ojos fríos y grises que no bajaba nunca de su caballo porque, mal curado de un balazo en la pierna izquierda, cojeaba un poco. Es decir, para disimular la cojera por aquel lado cojeaba sin darse cuenta por el lado contrario. El gris de sus ojos tenía a veces relumbres rosados como los hurones sanguinarios.

Les dijo Billy lo que había sucedido con los indios y le proporcionaron un rifle nuevo y municiones a descontar de su salario.

Estaban cerca de Las Cruces en un rancho de Daniels, quien repartía con parsimonia billetes de la Unión y monedas de oro mejicanas e iba haciéndoles firmar en un cuaderno.