IV
Ya alto el sol, Billy decidió marchar en dirección de río Pecos. Tuvo que caminar con el calzado roto, los pies heridos y casi sin comer tres días largos.
Al caer la tarde del primer día pudo encontrar agua y algunos puñados de frambuesas y moras de Zarza. Por fin llegó al campamento de río Pecos donde descansó un par de días. Pidió luego informes sobre el condado de Lincoln donde se dirimían a tiros las rivalidades entre Chisun y Daniels y se dio a conocer.
Inmediatamente fue provisto de armas y de un buen caballo por la facción de Murphy-Dolan-Daniels. Había una situación de violencia permanente entre los ladrones de ganado por una parte y los propietarios por otra, y ocasionalmente entre los mismos propietarios por el uso de pastos. A veces había hechos de violencia entre todos ellos juntos por un lado y por otro las fuerzas armadas del Gobierno americano o los indios bravos.
La policía local, cuando la había, tomaba parte a veces por los unos o por los otros. (Dependía a menudo del provecho material más inmediato). Así un sheriff podía ocasionalmente ayudar a una facción de bandidos contra otra sin mayores escrúpulos.
El Kid preguntaba en todas partes por Tom O’Keefe y aunque le caía fuera de mano decidió ir en su busca a Las Cruces, sospechando que estaría allí y que tal vez necesitaría ayuda. «Si lo encuentro —se dijo— lo llevaré conmigo al condado de Lincoln y si no aprovecharé el viaje tumbando algún indio por el camino y de paso rescataré el caballo gris».
Como se ve, el recuerdo de la deserción forzosa de Tom (con el fantasma y todo de su filantrópico padre) no le impedía al Kid tratar de ayudar al paisano irlandés. Tenía Billy un sentido de solidaridad que no era de familia ni de clan sino de especie humana, excluidos los indios.
Según Billy suponía encontró a O’Keefe en Las Cruces. He aquí lo que su amigo le contó: después de pasar la noche en lo alto de la sierra frontera a la de Billy, poco antes de amanecer salió medio muerto de sed decidido a jugarse la vida y tratar de beber donde había bebido Billy. Fue en aquella dirección con el revólver montado.
Llegó en plena oscuridad —la luz del día no entraba aún en aquellos lugares—, bebió y llenó una cantimplora, encontró uno de los caballos, muerto a balazos y trató de seguir las huellas del otro que era por cierto el suyo. Pero no pudo. Se alejó de aquellos lugares lo antes posible tratando de seguir la dirección probable de su caballo y al mediodía se sintió lejos de las sendas de los apaches. Siguió caminando y pensando siempre en recuperar su caballo y a media tarde pasó cerca de un campamento indio abandonado donde habían estado asando mexcal, una especie de semilla o nuez que los indios comían después de asarla y tenía un sabor entre la castaña y la avellana.
La buena suerte de Tom no acabó ahí, porque poco después creyó hallar huellas de caballo que le parecieron las del suyo y siguiéndolas llegó a encontrarlo. El animal se había detenido, sin duda, esperándolo a él. Durmió aquella noche O’Keefe cómodamente en las mantas de la montura y al día siguiente reanudó la marcha hacia río Grande.
Fue el encuentro con el Kid en Las Cruces una sorpresa para los dos, porque cada uno tenía motivos para sospechar y temer la muerte del otro. Billy se propuso conquistar a O’Keefe, a pesar de todo, para la guerra de Lincoln, pero el irlandés había tenido bastante y quería calma y descanso. Por todas partes veía indios mexcaleros aullando y repitiendo su grito de guerra. Alegaba además los consejos prudentes de su padre muerto, que ahora hacían reír al Kid.
Las violencias en el condado de Lincoln habían comenzado en la primavera de 1877 con robos, asesinatos, traiciones, crueldades y desafueros de todas clases. Nadie se sentía seguro en aquellos lugares. No hay que decir que los que sobrevivieron al primer año sangriento, como Billy the Kid, se hicieron para siempre una reputación de hombres duros. En aquellos territorios el crimen parecía legitimado y allí acudían los aventureros que, habiendo renunciado a los provechos del honesto trabajo, esperaban todavía encontrar en el río revuelto alguna clase de oportunidad.
Las personas principales en aquel territorio eran, por un lado, el rey de la ganadería neomexicana John S. Chisun, de quien hablé antes, hombre pequeño, callado y tortuoso. Con él estaban aliados otros dos ganaderos importantes: Mac Sween, comerciante pacífico, y Tunstall, el inglés caballeroso que tanta impresión había hecho a Billy the Kid. En el lado contrario estaban Murphy, Dolan y Daniels, comerciantes ricos de Lincoln apoyados poderosamente por T. B. Catron, fiscal yanqui en el territorio, residente en Santa Fe, y propietario de considerables rebaños. Murphy y Dolan eran como dos hermanos gemelos, siempre juntos, y tenían fama de leguleyos y de robar por medio de trucos jurídicos a la población hispana. Al lado de esa segunda facción estaban casi todos los ganaderos menores de la región y algunos comerciantes poderosos.
Se atribuían a Chisun en distintos ranchos y en una extensión de unas doscientas millas más de ochenta mil cabezas de ganado mayor, todas de buena casta, y el mismo Chisun parecía un toro holandés, gordo, corto de piernas y compacto. Como el toro, solía también Chisun ser receloso, altivo y elusivo. Era tremendamente rico y tenía guardas de corps, tropillas armadas y partidarios y enemigos como un monarca. «Chisun, el rey de la cuerna», decían con envidia sus rivales.
Las violencias comenzaron porque los pequeños ganaderos del valle de Pecos, confiando en el apoyo del fiscal federal Catron, acusaron al monarca pecuario de monopolizar por derecho de posesión y sin gasto alguno las vastas praderías de la región para sus animales. Pero no era sólo eso, sino que los rebaños colosales de Chisun se llevaban consigo docenas y centenares de reses de otros dueños que se les incorporaban por una especie de atracción de masas. Así, pues, Chisun se comía deliberadamente o no a los rancheros menores y, fuera un hecho natural o deliberado, el caso es que a algunos de ellos los arruinaba.
Por su lado se quejaba Chisun de que los pequeños rancheros le robaban ganados que llevaban su marca y divisa y no se los devolvían sino haciéndoselos pagar. A Chisun, como a muchos millonarios, la pequeña pérdida fraudulenta lo sacaba de quicio, aunque pudiera ser generoso en otras cosas.
No pasaba un día sin algún asesinato acompañado de robo de reses. En esas circunstancias un hombre como Billy the Kid tenía que representar una ayuda eficaz y fue contratado por la facción Murphy-Dolan, quienes representaban en cierto modo, y gracias a la alianza del fiscal del territorio Mr. Catron, la ley. Una ley que, siendo más que dudosa para los unos y los otros, necesitaba de vez en cuando el refrendo de la sangre.
Tenían Murphy y Dolan como jefe de sus mesnadas a un tal Morton, de quien se decía que había matado en West Virginia a su mujer —él la hizo desenterrar para que le hicieran la autopsia y desmentir a sus calumniadores—. Morton, a pesar de su apariencia decidida y justiciera, era cobarde y cruel. Presumía de «caballero del Sur» y Billy se burlaba de él diciendo que más que caballero era un mulero del sur.
De Murphy no se hablaba tan mal. Sólo se decía que había prostituido a sus mujeres anteriores y obtenido, gracias a su galante mediación, los créditos que le permitieron comenzar su negocio. Un negocio próspero, aunque dentro de los límites de un territorio y de unas condiciones precarias.
Billy the Kid yendo con Murphy y Morton había pasado al bando que mejor o peor representaba la ley. Durante la primavera y el verano de 1877 el Kid siguió la suerte del bando Murphy-Morton, con el cual se había comprometido, pero pensaba con simpatía en el otro partido, el de los rebeldes que, por raro azar, era al mismo tiempo el más poderoso. Sus reacciones de combatiente eran muy curiosas. Después de los primeros choques con el adversario sentía por él un respeto que se parecía a la devoción. En plena adolescencia Billy necesitaba admirar —cosa rara— a sus enemigos.
Solía Billy tener su cuartel general en el valle de Pecos, donde se divertía en los lugares de recreo o, como decían con una palabra española hoy en desuso, en los tendejones. En aquellos lugares, además del bar y del juego, había grupos que conspiraban, espías de un bando u otro y algunas pistolas impacientes por emplearse. Los hispanos y anglos que estimaban sus vidas se acercaban lo menos posible a aquellos lugares cuando veían caballos sudorosos en la barra exterior.
Billy se mostraba insatisfecho y solía decir que no había nacido para servir a nadie y que peligros por peligros prefería correrlos por su cuenta. Como dije antes, admiraba a sus enemigos y tenía reacciones ante ellos que a él mismo le confundían. Contestando a una pregunta de Jesse Evans le dijo un día enojado.
—Se vive sólo una vez; los días pasan uno detrás del otro y hay que saberlos gozar.
No era gustoso defender a la gente que en nombre de la ley robaba a los hispanos.
Una noche encontró en un saloon al inglés M. Tunstall. El Kid, que conocía su honradez y tenía la tendencia a considerar a los ingleses hombres de conciencia (así le había oído hablar a su madre), le dijo a Tunstall que estaba a disgusto con los de Murphy y llegó a disculparse de haber hecho daño a algunas partidas suyas.
—¿Es eso un ofrecimiento, Billy? —preguntó Tunstall, que solía ir directamente a las cosas.
—Tómelo como quiera —respondió el Kid.
Se pusieron de acuerdo fácilmente sin discutir condiciones.
Uno de los primeros trabajos que Tunstall encomendó a Billy fue difícil. Se trataba de cazar para los rebaños de Tunstall un toro cimarrón. Como Billy acostumbraba explicarse a sí mismo sus propios actos, anduvo dando vueltas a aquella idea:
—¿Por qué lo quiere usted cimarrón? Son animales maltratados por la intemperie.
—La intemperie —respondió el inglés— sólo maltrata a los débiles. El toro cimarrón que sobrevive es mucho más fuerte que los toros de establo.
Mr. Tunstall llevó a Billy a un patio exterior y le puso un ejemplo. Tenía dos pavos y uno de ellos vivía en un patio descubierto mientras que el otro lo tenía la cocinera en la despensa, vivo también. El que estaba en la despensa era sobrealimentado —la cocinera decía empapuzado— con nueces y otros manjares. Así y todo, el que estaba al aire libre era hermoso, saludable, gordo y feliz, y el otro marchito y decadente.
Billy rió y se dio por convencido.
Dos días después salió con cuatro cow-boys en busca del toro cimarrón. La posibilidad de tener que vérselas con indios (que solían buscar ganado perdido para carnearlo) le estimulaba. Una buena pelea con indios no era cosa de desperdiciar y le parecía el mejor de los deportes. Tenía Billy la misma afición que tienen ahora en todas partes los niños a jugar a los indios, con la sola diferencia de que los revólveres despedían plomo caliente y en aquellos juegos los muertos no volvían a levantarse.
Hubo en aquella aventura del toro cimarrón algunas cosas memorables. Como había sospechado, Billy tropezó con indios, pero afortunadamente éstos iban mal armados y al darse cuenta de su inferioridad no hicieron cara a Billy. Uno de los indios le pidió, por favor, que dejara en paz al toro cimarrón, porque estaba marcado ya por su tribu.
—¿Cómo es eso? —preguntó Billy.
Le explicaron que aquel toro no debía ser cazado vivo ni muerto. Uno de los cow-boys dijo:
—Los pendejos creen que ese toro es su padre.
—No —replicó otro—. Creen que es su abuelo.
Un tercer miembro de la banda que sabía el dialecto de los indios y los había oído hablar entre sí, añadió:
—Lo que pasa es que le han puesto la sombra de la mano encima.
Los indios se habían apostado, días atrás, con su jefe al borde de una quebrada de espaldas al sol, mientras otros indios acosaban al animal y a su grupo de hembras, tratando de hacerlos pasar por el pequeño desfiladero que había al fondo de una quebrada. El día que lo consiguieron el jefe de la tribu proyectó la sombra de su mano derecha sobre la testuz y el cuerpo del animal.
Había quedado marcado ritualmente.
Cuando lograron llevar el toro a los establos de Tunstall y Billy le contó aquello al inglés, éste lo apuntó en su libro de memorias, encuadernado en cuero blanco, que para Billy tenía un sentido mágico.
Las tres primeras noches del encierro del toro se oyeron tamborcillos indios lejanos. El jefe indio que había proyectado la sombra de su mano sobre el animal rendía homenaje al toro. Éste mugía de vez en cuando como si respondiera a los tambores, lo que daba la impresión pintoresca de un diálogo. Billy quería salir en busca de los indios, pero Tunstall, a quien divertían a veces los ímpetus de Billy, lo calmaba advirtiéndole que en aquellos tamborcillos no podía haber nada ofensivo ni peligroso.
Había en el rancho un mestizo experto en vacadas y ahijaderas que domesticó fácilmente al toro cimarrón, y que pocos días después se inclinaba debajo del vientre del animal y sopesaba con la mano abierta sus testículos.
—Si no pesan ocho libras no pesan nada —decía una vez y otra, admirado.
Fue a decírselo a Tunstall:
—Vaya su mercé y verá.
El inglés lo comprobó, pero con la mano enguantada.
Algunas veces Tunstall y Billy bebían juntos, aunque había siempre alguna diferencia obvia entre ellos. Aceptaba Billy la superioridad de Tunstall, no por razones sociales ni económicas a las que no daba importancia, sino porque le parecía hombre de cultura. No podía menos de mirar con respeto aquellas estanterías llenas de libros que cubrían tres de las paredes de su estudio. El cuarto muro —donde estaba la puerta— tenía también anaqueles, pero éstos tenían botellas en lugar de libros.
Atendía Billy regularmente a las tareas que le estaban asignadas. El inglés lo envió a río Feliz, donde él y Chisun tenían importantes rebaños. Billy se había pasado al enemigo por las razones que dije antes y sobre todo porque en su primer diálogo con Mr. Tunstall éste le dijo: «Usted es un gentleman y no debe estar a las órdenes de Morton, que es un criminal. Usted debe ser su propio jefe y ocasionalmente el guardián de algunas partidas importantes de propietarios amigos suyos, como Chisun y yo».
Billy pensaba: «De Tunstall, sí. Soy su amigo y lo seré siempre. De Chisun no lo sé todavía». Por otra parte le gustaba ayudar a los hispanos contra la ley gringa.
Sintiéndose Billy a gusto con sus nuevos aliados comenzó a decir en todas partes que Murphy y los partidarios del fiscal harían mejor evitando su encuentro, ya que no se decidían a abandonar el territorio, que habría sido lo más saludable para ellos.
La primera vez que se halló cara a cara en una cantina con el grupo del cual había desertado, iba Billy solo, y cuando los ánimos parecían más exaltados y la violencia inevitable, intervino nada menos que Jesse Evans.
—Amigos —dijo con el acento efusivo que solía usar, incluidos los tartamudeos y las palabras sucias—. Todos hemos vivido con Billy, pasado hambres y peligros con él, peleado a su lado y si a mano viene alguno de nosotros vivimos todavía gracias a la intervención de su rifle o de su cuchillo en los encuentros que hemos tenido con la gente de Chisun. Billy viene aquí y él mismo nos ha advertido que en el futuro será nuestro contrario. No ha esperado a que lo averigüemos nosotros oyéndole cerrar su winchester en una emboscada, sino que lo dijo llana y noblemente. Dejémosle salir y marcharse en paz. Él va solo y nosotros en cuadrilla. Otro día lo encontraremos en campo abierto y nos veremos las caras en una honrada pelea.
Se hizo un silencio en el cual Billy miró con humor las cejas albinas de Jesse y oyó decir a alguien malhumorado: «Sí, todo eso está muy bien, pero Billy nos meterá un día una bala en la tripa». Era Frank Baker, el mercenario del fiscal que cojeaba y decía a veces con aire siniestro que si mataba gente era porque no tenía valor para suicidarse. Después añadió que, puesto que el Kid iba solo, la ocasión era la mejor para acabar con él.
Billy volvió la cabeza con la rapidez de la serpiente:
—Será la mejor para ti, cobarde, que sólo eres capaz de matar a un hombre por la espalda y cuando estás como ahora, nueve contra uno y borracho. Anda, Baker, si tantas ganas tienes de pelea, estoy aquí, pero frente a frente y de hombre a hombre. Qué, ¿no te atreves?
Lo decía de pie, la espalda contra el muro y la mano cerca del revólver. Baker, con la mano cerca también del suyo, no respondía una palabra. El Kid, sin dejar de insultarle, retrocedió hasta el porche abierto, montó en su caballo gris, sin prisa, lanzó una mirada de amistosa despedida a Jesse y se marchó al trote de su caballo gris.
Baker decía entretanto a su amigo albino:
—Algún día te arrepentirás de que no haya matado como una cucaracha al Kid.
Sonreía Jesse y le decía: «Como a un hombre, Baker, como a un hombre».
Cada día se hacía el Kid más amigo de Tunstall. Los amigos importantes de Tunstall, como el calvo, pacífico y un poco neurótico Mac Sween, querían también a Billy y lo invitaban a veces a sus fiestas en las cuales la esposa de Mac Sween tocaba el piano y cantaba romanzas italianas muy sentimentales.
Acudía a veces a aquellas fiestas Billy no por oír a la cantante, sino por hablar con Tunstall. Un día Billy le dijo a Tunstall que no había matado nunca sino en defensa propia. Se extrañó un poco al advertir que aquello le tenía del todo sin cuidado al inglés, quien le dijo:
—No es importante eso.
—¿Qué quiere decir?
—Amigo Billy. Muchas naciones desde los tiempos que alcanza la historia han comenzado con bandos de pastores rivales que se mataban entre sí. Lo mismo en Egipto que en Mesopotamia y Tartaria y Mongolia. El Antiguo Testamento está lleno de hechos sangrientos de ese género entre los propietarios de grandes ganados.
Eso del Antiguo Testamento (al fin un libro sagrado) impresionó a Billy, quien preguntó:
—¿Había entonces indios y vacadas cimarronas?
—No, pero había pastores y rebaños y todos tenían necesidad de pastos de ribera y de monte y había que conseguirlos a veces a punta de lanza, porque era cuestión de vida o muerte.
No dejaba de extrañarse, a veces, Billy de la indiferencia con que aquel gentleman veía los hechos de sangre, al menos en los tiempos pasados. Sin embargo, no se sabía que Mr. Tunstall hubiera matado nunca a nadie. La mayor parte de las veces iba incluso sin armas. «Los valientes —pensaba Billy— son confiados, pero la confianza tiene sus límites cuando se vive como yo, entre bandidos de camino real y gente de horca». No solía considerarse Billy uno de ellos, sino un cow-boy armado. Era verdad que mataba indios siempre que tenía ocasión y que a veces buscaba esa ocasión un poco a la fuerza, pero Billy se ponía él mismo en riesgo de muerte. La muerte cara a cara era noble y la habían cultivado los hombres desde Adán y Eva. «Hay cosas en la vida —decía a veces Billy— más importantes que la vida y la muerte». No sabía Billy al hablar así cuáles eran aquellas cosas.
Algunas noches salían juntos Billy y el inglés de casa de Mac Sween y seguían charlando y bebiendo en casa de este último. Una de las cosas que más le agradecía Billy a Tunstall era que su criado le diera también tratamiento y le dijera sir como al amo. Pensaba: «Me respeta el criado porque ha visto que Mr. Tunstall habla con respeto de mí». No dudaba de aquello.
Miraba con involuntaria admiración aquella sala llena de estanterías y de libros. Se encontraba con Tunstall más a gusto que nunca desde que salió de Silver City y de las faldas de su madre.
Todavía Billy se disculpó de las violencias que la vida en aquellos condados imponía a los hombres y otra vez se extrañó de oír hablar al inglés:
—No hay que disculparse, Billy. Ya le dije que lo que sucede no puede dejar de suceder.
Añadió que New México no tenía todavía la ley americana y había sido liberado de la ley mejicana. Las luchas de bandos serían inevitables y sangrientas hasta que se impusiera alguna forma de ley o simplemente el territorio fuera asimilado por la Unión. Luego el inglés dijo que en el mar los piratas formaron un día el Estado británico y de ellos nació Inglaterra.
En la tierra, los pastores, a lo largo de sus pendencias, habían sido los padres del Estado moderno.
Lo que pasaba en New México había pasado en Europa antes de que existieran cuerpos escritos de ley. Cuando los rebaños son pequeños el pastor no sale de su tierra porque no necesita salir. Pero el ganado se multiplica y entonces hay que buscar pastos en las tierras colindantes. Ha sido siempre un gran problema. Además, en todas partes, los ganados tienen que emigrar en verano buscando pastos de altura y tierras frías, esto último para criar mejor lana cuando se trata de ovejas. En todos los tiempos los grandes rebaños han sido nómadas porque las reses esquilman el terreno y necesitan buscar comida donde la haya. Y el dueño de grandes rebaños que llega a ser poderoso necesita hombres armados que lo defiendan. El dueño de rebaños que tiene defensores más valientes y mejor organizados subyuga al agricultor indígena y le impone su ley. En ese hecho se basa el Estado primitivo y sobre él se ha ido formando el Estado moderno. Los rebaños trashumantes de las estepas de Asia avanzaban sobre Rusia y más tarde sobre Europa, imponiendo sus armas y sus leyes, en la antigüedad.
Escuchaba Billy a su jefe y amigo Tunstall, quien le hablaba de los viejos héroes de la historia que fueron antes pastores: los Gengis Khan, los Tamerlán, los Atila con sus hunos, magiares, tártaros, turcos…
Delante de las nuevas culturas o barbaries invasoras han ido siempre los rebaños hambrientos. New México, y sobre todo el condado de Lincoln, eran embriones de Estados nuevos.
Billy creía todo aquello, pero se resistía a aceptar que Chisun pudiera llegar un día, por bien que se dieran los acontecimientos, a ser considerado como jefe de Estado alguno, viejo o nuevo. Mentalmente adjudicaba ese puesto a su amigo Tunstall, a quien consideraba superior.
—No sé por qué puede usted aguantar a Chisun ni cómo lo tolera.
Sonreía el inglés sin responder.
Un día que Billy había cruzado algunos disparos con una partida de merodeadores téjanos y matado a uno de ellos, sin aparente motivo, le dijo Tunstall algo que parecía desmentir sus opiniones anteriores:
—Parece que a veces tiene usted la mano demasiado pronta.
Miraba Billy de frente a Tunstall y acabó por responder:
—Ese tejano me insultó. Tengo la mano tan pronta como otros la lengua.
El inglés explicaba, amistoso:
—Lo digo por su bien, Billy. Es usted muy joven y un poco de prudencia nunca estorba.
—¿Qué importa? —preguntó a su vez Billy—. Matar a un hombre no es ofenderlo. La muerte la lleva todo el mundo en la sangre desde que nace. Lo único que hacemos es adelantarle la fecha a nuestro enemigo para impedir que él haga lo mismo con uno. Eso es. Lo malo en la vida no es matar a otro, sino ofenderlo con alguna clase de humillación o mala palabra. Yo puedo darle un plomazo a cualquiera, es verdad. Pero no lo insulto.
Añadió Billy, bebiendo un sorbo de una ancha copa ovoidal mediada de brandy:
—¿Qué necesidad hay de insultar a nadie y menos si va uno a quitarle la vida?
El inglés le preguntó a qué atribuía su puntería excepcional, y una vez más explicó Billy que él no cerraba los ojos al disparar.
Se quedaba Tunstall reflexionando y Billy añadía: «Todo el mundo parpadea cuando dispara y hacen mal, porque la voluntad guía la vista y la vista guía la bala».
—¿Está usted revelando su secreto? —preguntó Tunstall en broma.
—Eso no tiene importancia, porque el cerrar los ojos o tenerlos abiertos en ese trance no depende de la voluntad de uno. Muchos hombres bragados pestañean al apretar el gatillo. Yo no. Y en la vida todo lo hace la voluntad. Los animales y hasta las cosas tienen voluntad como nosotros los hombres.
Entre los libros de Tunstall los había de escritores, como Schopenhauer y Hume. Pensaba el inglés: «Sin saberlo Billy, en él coinciden el filósofo y el hombre de acción». Volvió a llenar la copa del Kid y como otras veces lo invitó a sentarse dispuesto a seguir la conversación. Pero Billy sabía que la camaradería no era nunca completa.
—Me trata usted —le dijo al inglés— como los sabios tratan al animal cuyas costumbres estudian.
Y soltó a reír para añadir luego cómicamente inseguro:
—¿O me equivoco?
Dijo el inglés que en parte se equivocaba y en parte no.
—Somos dos hombres, amigo Billy, e incluso dos amigos que se necesitan recíprocamente en estos desiertos. Vivimos en niveles distintos y yo a veces trato de entenderle a usted en mis propios términos, es decir, como un hombre que se ha interesado toda su vida por la historia. Usted ve que yo soy aquí un hombre de negocios, pero no son los negocios lo único que me interesa.
Volvió a hablar de la importancia que en los más remotos tiempos de la prehistoria había tenido la ganadería, y de la manera de comenzar a crearse las fronteras y las naciones. El ganado y la cría de reses había sido de la mayor importancia en la formación de los grupos y las comunidades primitivas. Todavía se usaba la palabra pecunia en todos los países como expresión del factor económico y venía esa palabra de pecus, es decir, animal de pezuña. Mientras el inglés hablaba, Billy lo escuchaba intrigado:
—Los ingleses se interesan por los tiempos y las gentes del pasado.
—En cierto modo es verdad —aceptó Tunstall.
—Otros ingleses he visto yo —dijo el Kid— interesados buscando huesos y desenterrando vasijas de barro.
—Sí, ellos y yo tenemos el mismo deseo de aprender lo que hacían nuestros lejanos antepasados. ¿No le parece a usted que eso puede tener interés?
Dijo Billy que sí y que era tan interesante aquello como averiguar el futuro. El pasado y el futuro eran sólo partes de una misma rueda.
—¿Qué rueda? —preguntó Tunstall sólo por hacer hablar al muchacho.
—¿Qué rueda ha de ser? Cuando va uno galopando por el valle en la tierra alta, digo por Fort Sumner, desde el caballo se ve la planicie girando como un disco enorme y gris. Girando alrededor de uno.
El inglés no decía nada y tampoco Billy, quien se creyó obligado a añadir:
—La rueda de la existencia.
La vieja cocinera mestiza, que no podía menos de escuchar todo lo que se hablaba en la casa, cuando vio que no sacaba nada en limpio se puso a canturrear entre dientes para demostrar que no estaba escuchando —al menos quería obtener el prestigio de su desinterés y discreción—. Entonces Tunstall la llamó y le dijo que podía acostarse si quería.
Antes la cocinera llevó a Mr. Tunstall una jarra de agua fresca —para mezclar con el whisky— y un gran tazón con aceitunas negras y brillantes.
Hablaba Tunstall de las relaciones de su grupo con los grupos rivales y más concretamente de los peligros inmediatos. El inglés creía ciegamente en las opiniones de Billy, quien dijo:
—Por el momento el más peligroso es Morton y su gang.
—Yo lo trato bien a Morton —advirtió Tunstall alzando una ceja.
—No todo consiste en tratar bien a la gente.
—Las pocas veces que me he encontrado con Morton han podido ver que iba sin armas.
—Se puede ir sin armas por amistad y se puede ir por desprecio.
Tunstall se apresuró a afirmar con la cabeza. Y se quedaba mirando a Billy como si pensara: «¿De dónde saca este muchacho tan joven esas sutilezas?». El Kid continuaba apurando el tema y el fondo de la segunda copa:
—Morton sabe ese desprecio de usted, aunque no se lo haya dicho porque son cosas que huelen a distancia. Lo mismo que entienden los animales sus resquemores sin necesidad de hablarse.
Los hechos habían de dar pronto la razón a Billy. Más pronto de lo que los dos querían. Ya por entonces los territorios del río Feliz estaban bajo la vigilancia directa del muchacho y de su banda.
Pero los adversarios no dormían. En febrero de 1878 Morton, pequeño y receloso, que se atribuía la autoridad del ayudante del sheriff (deputy sheriff), trató de apoderarse con una escolta de hombres armados de río Pecos de algunos caballos que estaban en terreno colindante con el de Tunstall. El ranchero inglés se hallaba cerca con sus guardias de corps quienes, al ver que la partida de Morton era mucho más numerosa, dijeron que era locura hacerles frente y se alejaron al trote esperando que el inglés les seguiría. Entre los guardias de corps no estaba Billy.
No tenía Tunstall nada de cobarde y esperó a pie firme a sus contrarios.
Al ver solo al inglés, Morton disparó y lo hirió gravemente. Caído Tunstall boca abajo y en los estertores de la agonía, uno de los de Morton —el llamado Baker— se acercó, le puso el rifle en el occipucio, disparó y el cerebro del inglés se esparció por el suelo. Pensar que la vida de un joven valiente y generoso como Tunstall pudiera depender de un tipo como Morton, a quienes la mayor parte de los bravos despreciaban, era una de las mayores miserias que se podían concebir en este mundo y era, sin embargo, un hecho sin remedio. Los asesinos dejaron en tierra aquel cuerpo sin vida y se apartaron —todo hay que decirlo— no muy satisfechos de su hazaña. Morton mismo, que era un sujeto sin escrúpulos, repitió entre dientes como buscando una disculpa:
—¡No basta andar sin armas para ser mejor que los demás!
Lo que preocupaba a Morton no era, sin embargo, la muerte de Tunstall en sí misma, sino la venganza de Billy. «La misma bala debía haberles matado a los dos, que eran carne y uña», musitó también entre dientes. Sucedieron estos hechos el 18 de febrero de 1878. Al recibir la noticia Billy salió a campo traviesa, solo y sin saber a dónde iba, y no volvió nunca más a río Feliz. Desde aquel día decidió no seguir el consejo ni el interés de nadie. Preguntaba de vez en cuando por el paradero de Morton, inútilmente, porque nadie le daba noticias. La muerte de su amigo Tunstall iba a hacer de Billy por vez primera un genuino enemigo no sólo de la sociedad, sino del hombre. Hasta entonces había tenido alguna clase de esperanza, aunque no sabía en qué. Desde entonces sería un desperado.