El cambio fue considerable.
Como yo suponía, aquel lugar era un antiguo monasterio-castillo-al-munia. Tenía todas las condiciones de un reducto de guerra, aunque en su origen fue una granja árabe. Almunia quiere decir eso. Es decir, en castellano las palabras árabes conservan el artículo incorporado al nombre. Los árabes dicen sólo munia. Como cuando decimos alberca. Los árabes dicen sólo berca. O Almanzor (el victorioso). Ellos dicen Mansur. El monasterio-castillo-almunia tenía todas las condiciones de un reducto de guerra: polígonos exterior e interior, líneas de defensa rasante, ángulos muertos, la llamada obra accesoria, su alcazaba, su poterna, sus glacis, contrafuertes y blocaos, casernas y casamatas, escarpas, cresterías, adarves, parapetos, batientes, excavaciones, caminos cubiertos, fosos y contrafosos, nidos artilleros y, en fin, todo lo necesario para hacer aquel baluarte inexpugnable.
Pero, a última hora, el mando decidió que aquello era innecesario para la defensa y lo dedicó a prisión. El frente se había establecido algunos kilómetros más adelante.
Los frailes de aquel convento (no recuerdo la orden a la que pertenecían) debían ser combativos y pugnaces como los almorávides musulmanes o los templarios que cultivaban la magia blanca de Salomón. Y habían ido construyendo aquel baluarte callada y sencillamente. Cuando vi todo aquello (que no se percibía apenas desde el exterior) decidí llamar a aquella congregación los hormiguiotas cristianos. Firmes como el hormigón, activos y silenciosos como las hormigas y un poco ilotas bajo la República. Absurdos, merecedores y respetables, en cierto modo.
Pero ya digo, todo su esfuerzo resultó vano.
En las cocinas había una especie de superintendenta, mujer de aire oriental y de alguna delicadeza que me miró con amistad desde el primer momento. Me di cuenta de que no estaba de acuerdo con los nacionalistas, pero yo le guardaba el secreto y le hablaba como si lo estuviera. Ella comprendía que yo no pensaba como los que mandaban allí y, por reciprocidad, disimulaba también. Así, pues, los dos solíamos hablarnos a veces como reaccionarios sin serlo. Y la falsedad era obvia en los dos.
Se llamaba Carmela, como la de la canción del «ejército del Ebro».
Como es natural, yo también estaba atento a salvar mi vida a mi manera y lo iba logrando día tras día, sin necesidad (¡gran Dios!) de hacer demasiadas concesiones y, sobre todo, concesiones demasiado villanas.
De noche oía las descargas de fusilería, y, a solas conmigo mismo, me preguntaba: «¿Por qué?». Trataba de comprender en vano. Bien se veía que había, en el fondo de aquella especie de locura, una combinación de odio y de miedo. Pero había más.
El odio se había creado (por varias razones) como una consecuencia de la discrepancia política violenta: el cambio de bandera nacional, la desvaloración de las formas de vida de nuestros padres (sobre todo, la tradición católica) y el auge económico de las clases humildes durante la República. Esto no bastaba para matar, sin embargo. Ni en un lado de la Península ni en el otro.
Así como las teorías de Freud suprimieron un día el pecado sexual, las prácticas de Hitler y Stalin hicieron frívolo y habitual el crimen político. Casi todas las mujeres económicamente independientes se atrevían a ir a la cama con cualquier hombre; las empezonadas, las esdorzoneras y las culirrosas; porque Freud abrió las puertas para el pecado y acabó por suprimirlo en nombre de alguna especie de positiva, moral o higiene del alma. Yo podía hablar de eso con sólo recordar mis tiempos recientes de Madrid. Pero no es preciso. Es decir, creo haberlo hecho ya.
Hitler y Stalin decían: «Matad a vuestros disidentes». No a «vuestros enemigos», sino a vuestros disidentes, lo que representaba alguna forma de progreso sobre el idealismo kantiano del siglo XIX. Y no sólo autorizaban con el ejemplo el crimen político, sino —lo que es peor— lo pusieron de moda. Y ya se sabe que los cursis, en España y en otros países, siguen las modas. Así es que, en el lado republicano y en el nacional, se mataba por cursilería política.
Hacía falta un poco de resentimiento defensivo, más o menos genuino (había que salvar la cara), para decidirse a seguir la moda, porque en todo caso había que empuñar un arma y apretar el gatillo. En cuanto al miedo, lo crearon los ideófonos; es decir, los altavoces de las radios, y sobre todo de los mítines políticos, presentando una y otra vez al dragón enemigo; o sea, a la fiera corrupia que quería violarnos y destruirnos. Casi cual hablaba del dragón enemigo y de su peligrosidad.
En el lado republicano sucedía lo mismo que en el nacional, aunque se podía sugerir la disculpa de los hombres pobres e ineducados, secularmente sumisos a la explotación y milenariamente humillados.
El peor inconveniente, por el momento, consistía en que no había una figura política capaz de hacerse escuchar por las masas y de llamarlas al orden. Eran sólo jefes de grupo y de parroquia, que iban a lo suyo mezquinamente. Unos, con cara de calabaza genial, que sólo querían ser presidentes para tener tiempo de escribir dramas. Otros, con aspecto más decorativo, trataban de imponerse (dentro de la red sindical) a sus rivales. Pero no había un jefe conductor de masas aunque cada cual leía a Maquiavelo.
La verdad era —dicho sea por respeto a los unos y los otros— que no había habido vagar en aquellos tiempos de la República inesperada para que se levantaran corrientes y movimientos de masas. Eso lleva tiempo.
Así es que, por la nación entera y en su nombre hablaban insolentemente los cursis que seguían la moda del otoño moscovita o de la primavera prusiana. Nadie les daba la palabra, pero ellos se la tomaban. Y en un campo y en otro y por una razón u otra, la bandera era la misma: la calavera y las dos tibias. No la bandera de los piratas, o en todo caso la de los piratas bordada con bodoques y entredoses y calados por las hijas de María, que fueron haciéndose progresivamente elocuentes. (En los dos lados, ¡y había que oírlas!). Entre esos dos lados, la calabaza genial y la pera canónica no aprobaban el crimen y tampoco lo condenaban. Querían ganar por los dos lados, y así les fue a los dos y a los tres y a los cuatro.
Así nos fue a todos.
Yo comprobaba aquello pegado a la radio, por la noche. Y me decía: «Estamos sin remedio. Nuestra salvación, si la había, no podía venirnos de Rusia (spassiva), ni de Alemania (schönen dank), ni de Inglaterra (thanks so much), ni de Italia (gratie…); ni de los cursis elocuentes y ni siquiera de los maquiavélicos reorganizados, sino de algún lugar indiscernible fuera de este mundo. A mí, por ejemplo, la salvación podía llegarme de Valentina». Pero también yo quería ganar (en mi edad erótico-conflictiva) por dos lados. Como la calabaza genial y la pera canónica. Y Valentina.
Verdad es que no era bastante cursi para matar.
Al menos, con revólver o puñal. Pero más tarde… Bueno, cursi del upo sangriento no lo fui nunca. Aunque bien mirado… En todo caso, a su tiempo lo diré; porque hay un tiempo para cada cosa. Aunque cada día, ese tiempo sea menos sólido y más fugitivo. Volando por los vanos ultraespaciales a una velocidad creciente —dice Einstein, el divino clown—, el tiempo va haciéndose elástico. Poco tiempo elástico o rígido me queda aquí, ahora, en Argeles; pero esa declaración mía vale por otras más extensas fuera del tiempo y del espacio: Yo no era bastante cursi para matar, eso es verdad. Y no sé si lamentarlo o no.
Y además, estaba enamorado. Y había inventado un arma secreta. Los enamorados que inventan armas secretas no necesitan matar a nadie. Y no matan a nadie.
Pero… ¿y qué? Yo no maté a nadie en la guerra, ni antes ni después. Esa reflexión, sin embargo, no me da tranquilidad alguna. Tal vez si hubiera matado a alguien, ese hecho tampoco me daría ninguna inquietud. Aunque nunca se sabe. En aquel tiempo, tan reciente, los cursis mataban y nosotros, los que siempre habíamos osado las cosas difíciles y vivido a contrapelo, éramos razonables y relativamente honrados. Es lo que pasa. No por honradez, sino por ir contra la corriente. Por evitar caer en la moda.
En Casalmunia evitaba encontrar a Carmela —la intendenta— aquellos días.
Vivía en un cuarto lleno de maquinitas grabadoras, fichadoras, etcétera, y trataba de pasar desapercibido, pero había demasiadas cosas a mi alrededor que me inquietaban. Naturalmente, disfrazaba mi inquietud. Por ejemplo, en la parte del monasterio que llamaban el torreón había varios reos de muerte que iban siendo fusilados al amanecer o a primera hora de la tarde. Me obligaban a ir y venir con mis maquinitas tomando declaraciones y luego daba las cintas magnetofónicas al juez. Ciertamente, cuando la declaración perjudicaba a los reos (y yo lo sabía porque estaba en interioridades de los autos) la suprimía alegando defectos técnicos y volvía a grabar otra, hasta lograr la que podía favorecerles. A veces, esto último era imposible y me encerraba en mi albergue soñando en una oportunidad para escapar al otro lado. No me hacía ilusiones, sin embargo, y sabía que en aquel «otro lado» encontraría los mismos paredones y fusilamientos, maquinitas más o menos.
Por la radio oía cada noche las arengas de la derecha o de la izquierda (cuando oía Madrid ponía el volumen del sonido muy bajo). Era como si España entera estuviera empavesada de gallardetes vitales o mortales, según el color. La calidad de los unos y los otros era intercambiable, a veces. Yo oía todo aquello y volvía después un poco mareado a mi trabajo pensando otra vez que Buda, san Francisco, Proudhon, Bakunin y Gandhi eran el amor y la paz (un poco femeninos) y Syva, Maquiavelo, Gengis Kan, Nietzsche, el lado viril y pugnaz. Pero las banderas estaban a veces cambiadas y el conjunto bastante confuso. En todo caso, a mí me gustaba oír hablar de la libertad por las estaciones de radio republicanas.
Entre los presos del torreón había uno a quien llamaban Luis Alberto Guinart, pero el nombre era falso. Todo el mundo —digo, entre las gentes de Casalmunia— quería identificarlo porque lo consideraban un pez gordo, y naturalmente me enviaban a mí por delante.
Me confundía la mirada de Guinart, una mirada sin miedo pero también sin esperanza. Con el clásico nec spee nec mectu. Algo congelado había en ella que me helaba también a mí.
Hablaba Guinart sin acento regional alguno, aunque por el apellido que se atribuía debía ser catalán.
—¿Cuándo me fusilan? —preguntaba a veces con aire ligero.
—Yo no sé —decía disimulando y sintiéndome de alguna manera culpable—. Yo estoy encargado solamente de las fichas de identidad.
Añadía para mí: «Si me descuido y me identifican, me fusilarán a mí antes que a ti». Iba y venía tratando de adivinar la clase de idiota que era cada cual (idiota en griego quiere decir identificado), mientras evitaba que descubrieran la clase de idiota que era yo. Dándose cuenta Guinart de que mi acento tenía una doble resonancia se atrevió a preguntar:
—¿Es esta mi última semana?
—No creo. Primero hay que identificarlo. Luego tal vez lo juzgarán; pero eso no es cosa mía, usted comprende.
—A veces fusilan sin proceso. El día que entré en la prisión fusilaron a varios hombres sin saber quiénes eran. Por sospechas.
—El caso suyo es diferente. Parece que usted no se negó a decir su nombre sino que dijo un nombre falso. Es diferente.
Me marchaba llevándome los útiles de mi trabajo y Guinart se quedaba murmurando.
Más tarde me enteré de algunas circunstancias de la vida de Guinart, una de ellas bastante curiosa. Tendría catorce o quince años Guinart cuando, estando un día con su madre en la terraza de la casa y en medio de una terrible tormenta eléctrica, el chico alzó la cabeza al cielo y dijo:
—Yo quisiera creer en Dios. Vamos a ver. ¡Si hay Dios, que caiga un rayo sobre mi cabeza!
La madre se santiguaba, daba voces pidiendo misericordia al Señor y en lo alto bramaba la tronada. Guinart repetía:
—¿Hay Dios o no? Si lo hay, que me fulmine un rayo. Así mi madre lo dirá por ahí y la gente más escéptica comenzará a creer. Vamos a ver. Si Dios tiene poder sobre la naturaleza, que me envíe un rayo. De otro modo, seguiré creyendo que no existe. Y si existe, que no tiene poder alguno sobre la naturaleza ni sobre mí.
Cayeron algunos rayos, pero ninguno sobre Guinart. Uno, incidentalmente, sobre la torre de la iglesia. Pero su madre dedujo la existencia de Dios del hecho de haber escuchado sus rezos y perdonado al hijo.
Su padre, que aunque era muy beato era también codicioso, acudió a una compañía de seguros e hizo uno a nombre de su hijo poniéndose él como beneficiario. Un seguro contra las exhalaciones eléctricas. Era como hacer a Dios socio industrial. Iba con su hijo a la, montañas en días de tormenta. El hijo subía a las crestas y volvía a desafiar al destino, pero este no le escuchaba.
Yo me acordaba de mi padre, receloso. Mi padre parecía un animal prehistórico, de aquellos que representaban simbólicamente al clan. Un día de esos diré la verdad sobre mi padre. A veces me parecía una figura desprendida de las pinturas de la cueva de Altamira. Pero ya digo que un día próximo hablaré más despacio de él. Y más exactamente.
Aquella extraña ocurrencia de Guinart me la había contado el basurero que venía dos días a la semana con un camión blindado a llevarse los desperdicios. No sé de dónde sacaba el basurero tanta información ni por qué conociendo a Guinart no intervenía en su favor ni en contra suya.
El basurero era un tipo raro, harapiento y jovial. Tenía una barbichuela deslucida que un día debió ser rubia.
Yo le pregunté a Guinatt si conocía al basurero y él no me respondió. Es decir, respondió repitiendo su misma pregunta de siempre:
—¿Cree usted que van a conseguir averiguar quién soy?
—Por el momento, tenemos dos datos genuinos: su foto y sus huellas dactilares. Bueno, y su voz.
Mi cuarto-laboratorio era ancho, cuadrado con muros de piedra. Se veían las junturas de los sillares, como en los castillos.
No comprendía yo qué era lo que hacían en aquel monasterio-castillo, pero suponía que el frente sería rectificado cualquier día y entonces la seguridad de aquellos lugares sería mayor y podría fumar mi pipa en paz cuando al caer la tarde me retiraba a mi albergue.
Tenía en el cuarto diversas máquinas, entre ellas dos dictáfonos y una grabadora que yo mismo había hecho con los restos de otras dos estropeadas, y algunas docenas de rollos de cinta que acababa de ser inventada y que causaba todavía asombro.
Escribía a veces cartas a Valentina, llenas de ternura. No las echaba al correo, como se puede suponer. No sabía dónde estaba ella, y si estaba en Bilbao mi carta no le llegaría nunca, porque entre Bilbao y Casalmunia había trincheras, campos minados y baterías.
Me pasaba el día y parte de la noche «haciendo que hacía». Me había dado a mí mismo el puesto de jefe de gabinete antropométrico. Al principio, los militares no sabían lo que aquello quería decir, pero con alguna palabra técnica que dejaba caer a su tiempo, y sobre todo con mi laconismo verbal y con mi nombre falsamente noble que recordaba La Seo de Urgel —ciudad que había quedado en el campo contrario—, nadie se tomaba la molestia de dudar. Alguien había dicho incluso que yo era pariente del obispo de Urgel y yo no lo negué —era extremadamente prudente en aquellos días—, aunque la atribución era absurda.
Me sentía un poco prisionero, también, en aquel lugar, pero mirando al cielo me acordaba de Panticosa. Pasaban también formaciones de ocas migratorias en ángulo, altísimas y lanzando a voces su grito (parecido al graznido de los cuervos, pero no tan ronco) unánimemente. En el eco que aquellas voces producían en los adarves sentía yo, no sé por qué, la infinitud del espacio.
Las ocas migratorias llevaban entonces la dirección contraria: iban de España a Francia. Tal vez huían de la albufera de Valencia, porque había bombardeos de aviación en el Grao.
Aquella gente de Casalmunia parecía distraída de todo menos de las obligaciones judiciales militares. Se distinguían de los míos por su aire ejecutivo y uniformativo. Unidad de silencios, de movimientos, de banderas y de palabras. Gente uniformatoria. Ejecutivos y uniformadores. A mí me chocaba la nueva retórica imperial, que no estaba mal como estilo literario, pero faltando el imperio y la posibilidad de restaurarlo resultaba inadecuada y un poco desairada. Había un joven que llegaba a veces no se sabe de dónde con una motocicleta y papeles y hacía tantos saludos y tan bien hechos como en un ballet. Yo lamentaba que todo aquello (como también la retórica), careciera de base, porque los que lo cultivaban debían sentirse tan frustrados como los buenos actores cuando representan una mala comedia. Aunque eran enemigos míos, los consideraba elementos ciegos del destino y no les guardaba rencor.
Casalmunia era grande y complicado como los castillos de las decoraciones de los dramas románticos. Aunque nunca he creído en duendes ni fantasmas, sucedían cosas raras. Por ejemplo, algunas noches se oían pasos dentro de mi habitación y otras como si alguien manipulara en la poma de la cerradura. Como el cuarto era ochavado con varias ventanas, yo corría a ver desde alguna de ellas quién estaba fuera, y no había nadie.
Supongo que lo mismo que en un disco de ebonita se conservan sonidos de años anteriores (y los oímos en un gramófono), pueden en ciertas condiciones oírse ruidos del pasado sin aparente motivación. No me preocupaba.
Habría en aquella prisión unos cien individuos esperando juicio y condena. Y ocho o diez ya sentenciados, algunos a muerte, que iban siendo ejecutados a las mismas horas cada día por una escuadra, contra una muralla. Como los rebotes en las piedras eran peligrosos, habían puesto contra el muro sacos terreros que retenían en su entraña las balas zumbadoras igual que en Cabrerizas Altas.
No me sentía a gusto allí, pero tampoco había estado a gusto en parte alguna sino cerca de Valentina. Gozaba de la vida como cada cual, aunque es difícil gozar de una cosa que no se entiende. Se podía uno embriagar de vida y producirse a sí mismo alguna clase de anestesia con la embriaguez. A veces, el placer era genuino, pero duraba poco. Yo no era ni soy sentimental; así, pues, no sufría demasiado por las ejecuciones sino —digámoslo así—, en mi mente, en mi razón. No era hombre de llantos ni de angustias, sino más bien de perplejidades frías, como sucede en tiempos de grandes crisis.
En el muro de mi habitación había un cuadro de un santo o de un anacoreta en el desierto, uno de esos anacoretas que todos los pintores del siglo XVII han pintado, con su calavera al pie y un crucifijo sobre el saliente de una roca. «Esos anacoretas —me decía yo— no necesitaban entender la vida, pero creían entender la muerte, lo que era lo mismo, o mejor».
Pensaba a veces en la fuga, pero era algo que había que intentar una sola vez sobre seguro y con fortuna. De otra manera, me jugaba la cabeza, y por el momento las probabilidades estaban todas en contra.
Me conducía de una manera cuidadosamente impersonal. La impersonalidad es una buena arma si se sabe usar. Evitaba fácilmente a la superintendenta de las cocinas, porque ella tenía también miedo de hacerse notar y, con su perfil berberisco, sabía andar por aquel pequeño mundo de Casalmunia de puntillas. Pero los demás eran ruidosos y había ruidos de ignominia y horror. A la pobre debían despertarla de noche las descargas de la fusilería. Tal vez, igual que yo, ella despertaba en la cama, se volvía de lado y se dormía otra vez gruñendo entre dientes. La conciencia de uno argüía protestando contra aquellas ejecuciones y el cuerpo gruñía por el simple hecho de haber sido arrancado del gustoso sueño. Este cuerpo nuestro cuyas letras, reajustadas con una metátesis sabia, decía: puerco. El puerco cuerpo quería dormir, a pesar de todo.
Mi situación era provisional. También lo era la de todos los españoles cualquiera que fuera la batidera que seguían. Era como si la vida, o al menos la historia, se hubiera detenido de pronto.
La muerte no se hizo frívola, sino familiar. Hay familiaridades y frivolidades, y debemos saber distinguir.
No odiaba yo a los nacionales, ni siquiera a los jefes militares que ponían más tesón y saña en sus misiones. Morían como cada cual; es decir, a veces como perros. En la guerra o en la paz, debía ser difícil morir. Sólo individuos como aquel anacoreta del cuadro entendían la muerte.
Como se puede suponer, en mis grandes crisis de soledad pensaba en Valentina. A veces no podía resistir y volvía a escribir diciéndole cosas importantes, pero no podía firmar con mi nombre ni arriesgarme a que me contestara poniendo mi nombre en el sobre, falso o verdadero. Además, me repugnaba la idea de mezclar a Valentina en una mixtificación de aquellas.
Cuando más tarde las tropas nacionales ocuparon Bilbao, me alegré a pesar de todo, porque Valentina quedaba en mi sector y de un modo u otro podría escribirle. Por lo tanto, la noticia de la caída de Bilbao tenía un sentido ambivalente. Por un lado me hería y por otro me halagaba. Pensaba a veces que lo mismo que en Panticosa estuvo a un tiempo conmigo y con su madre, digo, en dos lugares a la vez, tal vez en Bilbao estuvo a un tiempo dentro y fuera del peligro.
Pero escribirle a Valentina era difícil de veras. Resultaba más fácil hablar con ella en Panticosa, acompañados los dos de una corza blanca y sin que mi dulce amor hubiera necesitado salir del lado de su madre para venir a pasear conmigo a la montaña. (Extraño prodigio que todavía no comprendo).
A mi cuarto no se acercaba nadie, con excepción de Blas, el ordenanza de la guardia y sacristán de la capilla. Un hombre de cincuenta años que me admiraba porque no me había visto reír nunca. Ni siquiera sonreír. No estaba el horno para bollos. Aquel hombre había sido sacristán en la población vecina, destruida por la guerra. Aunque parecía estar de acuerdo con los nacionalistas, había algo que le gustaba en los republicanos. Todos se tuteaban en la prisión, altos y bajos, cultos y analfabetos. En tiempos de terror, cada cual necesita sentirse más cerca del prójimo, y a veces Blas probaba a tutear a algún superior en su campo, entre los nacionales. Pero no conseguía nada. Lo había intentado dos veces conmigo y yo había seguido tratándolo de usted con acentos más fríos que antes. Parecía decirle: «Ojo, que conmigo no hay familiaridades». Tenía yo miedo entonces a cualquier clase de confianza.
Aunque era alférez, esperaba que esa circunstancia pasara desapercibida, porque mi expediente militar estaba en el cuartel de la Montaña en Madrid, en los archivos del regimiento de Asturias. Y además con otro nombre, con el mío verdadero.
Me dedicaba a reimprimir en una cinta nueva las declaraciones de Guinart, cuando Blas llamó a la puerta:
—¿Caigo a deshora? —preguntó—. Estaba pensando en ese Guinart. Yo digo que es hombre de más caletre del que aparenta y me dije, digo, pues vamos a ver qué es lo que opina el señor Urgel.
—Yo no tengo —dije secamente— más que opiniones técnicas, y esas las guardo para el juez cuando las pide.
Blas se puso a mirar alrededor:
—La verdad —confesaba rascándose en la mejilla eso de que la voz de uno quede en la cintita sin que se vea nada escrito…
Cogí un micrófono y se lo acerqué a los labios:
—Hable usted —le dije.
—¿Yo? —y Blas retrocedió un paso recordando que aquello se hacía sólo con los llamados delincuentes—. ¿De qué voy a hablar?
—Haga un sermón o un discurso. Diga cualquier cosa. Es para que oiga su propia voz después.
Vaciló un momento asustado y se negó.
Aquella noche vino a verme también el abogado Villar, quien quería oír las declaraciones de Guinart, porque lo habían nombrado defensor de oficio. Yo le hice oír una cinta y luego evité los temas personales.
El día siguiente, a media mañana, iba y venía por los corredores donde estaban los calabozos cuando vi que Blas, asomándose a la verja de la puerta de Guinart, le gritaba.
—Eh, tú, el abogado que viene a verte.
Detrás de él entraba Villar con una cartera bajo el brazo. Escuchaba yo al azar, desde el pasillo. Solía hacerlo para entender mejor las circunstancias de mi adaptación. Me pasaba la vida escuchando. Y callando.
Era mi vida, en aquellos días, de veras sórdida.
Ahora, recordándolo, pienso a veces si mi esperanza de Valentina no sería un subterfugio para salvarme, para justificar mi salvación, lo que en todo caso no era menos prodigioso. Valentina era lo único deseable que había en mi futuro.
El abogado Villar se dirigía otra vez al preso llamándolo señor Equis, y este aclaraba:
—Me llamo Luis Alberto Guinart.
—A mí puede hablarme con franqueza. Soy su defensor. Claro es que tiene usted que firmar la aceptación.
Sacaba un papel de la cartera.
—¿Me permite ver ese papel? —decía Guinart, y el abogado se lo daba—. Ignacio Villar. ¿No era usted un político liberal?
Se sobresaltaba el abogado, con las dos manos en la cruz de los calzones:
—Poco a poco. Liberal antidemocrático. Me arrimo al sol que más calienta. No estoy seguro de tener fe en mí mismo, ¿y quiere que la tenga en los demás? Conozco los hombres. Unos se rigen por el corazón, otros por la cabeza, otros por el estómago y la mayor parte por el bolsillo. Yo soy de estos últimos; digo, es una manera de hablar.
—En esta prisión —dijo Guinart alzando las cejas— cada día muere alguno por sus convicciones.
—¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! —argüyó Villar, escéptico—. La mayor parte mueren para purgar el error de no haber aprendido a vivir. Por eso, algunos, cuándo se ven perdidos, abjuran de sus ideas; pero es tarde y no les vale. Van al muro. Usted abjurará también cuando se vea perdido.
—Yo no tengo nada de que abjurar.
—Le aconsejo a usted entre nosotros —insistía el abogado— que me diga francamente quién es. Usted es alguien, pero en este rincón nadie le conoce. En todo caso, ¿no dicen que ama usted a la humanidad? Confíe en mí, que soy una parte de la humanidad.
Reía, mostrando sus dientes limpios e irregulares. «Es usted un bellaco —murmuró Guinart con acento ligero, y añadió con falsa cortesía—: Digo, si no lo toma usted a mal».
—Lo soy, pero les sobreviviré a ustedes, hombres puros. ¿Firma usted, aceptándome como abogado? Veo que sigue usted en sus trece, como se decía de los judíos cuando la Inquisición. Los trece puntos de Maimónides. Tentado estoy de creer que Guinart es su verdadero nombre. ¿No tiene confianza en mí? Hace mal. En este momento piensa usted que los nacionales debían haberme fusilado siendo como era un liberal conspicuo. Yo le diré por qué no me han fusilado. Cuando alguno comienza a recelar de mí, digo, entre los nacionales, le cuento un cuento procaz, alguna cochinería a solas. Reímos y el riesgo se resuelve en camaradería. Yo sé que los nacionales nos desprecian a mí y a los míos. Si yo comparto ese desprecio general contra mí mismo, la gente me toma por un granuja simpático. Tengo familia, pero en el seno del hogar todos nos despreciamos, lo que no deja de ser una manera de estar todos de acuerdo. Mi mujer es un pendón; mi hija, de quince años, una virgen curiosa y viciosa, aunque no tanto como sus dos hermanos, de los cuales ninguno se parece a mí. Son hijos míos por el nombre, nada más. En serio.
El preso comenzaba a escandalizarse:
—Sólo se habla con esa desnudez de conciencia a un hombre perdido y sin remedio. Cerca de nosotros, en esta misma cárcel —añadió sencillamente— hay algunos hombres en quienes podría usted creer. Están esperando la ejecución. Saben quién soy y si me denunciaran salvarían su vida. ¿Qué hora es? Dentro de unos instantes van a fusilar a esos dos presos. Van a morir. Pues bien; hace dos semanas se me acercaron en el patio y me dijeron: «¿No se acuerda de nosotros?». Yo les dije: «Sí, son los hermanos Lacambra». Y aquí viene lo importante, señor Villar. Añadieron, bajando la voz, que por ellos no sabría nadie quién era yo. Estas palabras dijeron exactamente: «No pase pena, que por nosotros no lo sabrá nadie». Como digo, dentro de unos instantes van a fusilar a los dos presos y ellos saben que salvarían la vida denunciándome, como la han salvado otros en esta misma prisión por identificar a un enemigo de los nacionales. Si dicen mi nombre se salvarán y seré yo quien irá al muro. Yo, en lugar de ellos. Creo que es mi obligación darles a esos honrados muchachos la última oportunidad. Vaya usted y dígales que les autorizo a decir mi nombre.
—Eso es falso —declaró Villar—. Suponiendo que fuera verdad, ¿cómo es posible que usted acepte ahora el riesgo?
Guinart se alzó de hombros: «Ellos son jóvenes. En las grandes catástrofes, siempre tienen prioridad de salvación los jóvenes sobre los viejos. Vaya y dígaselo».
Excitado e impaciente, el abogado tomaba del brazo a Guinart:
—Si lo que dice es verdad, salvarán la vida. Seguro.
Salió, y Guinart se quedó solo una vez más y en silencio. En el marco de la puerta asomaba Blas:
—¿Has firmado? ¿No? Haces mal. Los que entraron aquí contigo están ya criando malvas y tú vives todavía. Pero en lo de no firmar, te engañas. Ese tío, digo, el defensor, te estima. Y mientras hay vida hay esperanza. Eso es. Uno tiene experiencia. Figúrate que hubiera un terremoto y que se rompieran los muros y que murieran los soldados de la guardia. Tú podrías salir y llegar a Francia con tus buenas botas de campo.
Escuchaba Guinart, inquieto:
—No se han oído como otros días las descargas.
—Hoy matan a los dos hermanos de Tardienta. Yo vi al pelotón de la guardia que iba para el muro. El mayor de los hermanos llevaba tres días y tres noches mirando al suelo encogido y quejándose como si le dolieran las tripas, pero al decirle que había llegado la hora se ha levantado y ha salido con su hermano para la capilla tranquilo y pisando recio. Como un emperador. ¿Y tú? ¿Dices que no has firmao?
—¿Qué más te da a ti?
—Ni me va ni me viene, pero lo que hablas cuando duermes lo registra Urgel en una maquinita. El de la identificación va como un médico con su maletín. Es hombre de luces que no se dejaría ahorcar por un millón. Yo miro desde la reja, nada más. El cine de la historia. A ti te convendría firmar, porque ese abogado es hombre de trastienda. ¿Cuánto pagaste por ese calzado? ¿No te acuerdas? Eso es lo que te pierde, la falta de memoria. Unos dicen que eres Juan y otros Pedro. Tú pensabas cruzar la montaña y pasar la frontera. Para eso hay que ir bien calzado.
—¿Qué es lo que yo he dicho en sueños?
—Esas botas tuyas pensaban pisar el romero y la aliaga al otro lado de la sierra. Les salió mal la cuenta. Para lo que haces aquí te habría bastado con las zapatillas de casa; digo, las que te lleva tu mujer cuando vuelves del trabajo. ¿No te las lleva tu mujer? ¿O eres soltero?
Parecía poner Blas en su pregunta un interés excesivo y Guinart no respondía.
—A mí puedes decirme la verdad —insistía Blas—, porque yo no ando por ahí con el soplo.
—¿Para qué quienes saber si soy soltero?
No pienses que estoy sonsacándote, pero tú eres un as de la baraja grande. En cambio, yo no soy nadie. Lo mejor para llegar a viejo es no ser nadie. Ser como un gusano. Pongamos un gusano de Dios. Eso suena un poco más decente. Y esas botas valen quince duros como nada. Y veinte. No vayas a pensar que cada fusilamiento me vale algo a mí. Muchos, por ejemplo, llevan alpargatas porque es verano y esos no me valen nada.
—¿Qué haces con las botas? —preguntaba Guinart sin interés.
—Algunos no tienen botas —repetía Blas—, pero, en cambio, tienen reló y pluma estilográfica. Son los efectos del margen. Si son casados, todos esos efectos van a la viuda. Si son solteros, nadie reclama y entonces… pues los apando yo. Pero no creas que yo te lo preguntaba por eso.
Alzándose la manga mostraba siete u ocho relojes de pulsera:
—Los efectos del margen. Para tabaco. Los relojes —explicaba torciendo el gesto— tienen marcas de poco más o menos. Algunas no las he oído mentar en mi vida. Venus, por ejemplo. ¿Qué clase de reló será ese? ¿Y tú? ¿Tienes reló? Es difícil venderlos, porque la gente sabe de dónde vienen y tienen reparo. Piensan que el fantasma va a venir por la noche a preguntar la hora. ¡Falta de cultura!
Guinart escuchaba los rumores de fuera, sin comprender:
—No se oye nada.
—Algo ha debido pasar con esos, digo, que la función se retrasa a veces porque algunos presos se niegan a marchar o no pueden y se caen. Entonces tienen que llevarlos entre dos hombres y a veces vomitan. A mí ya no me impresiona. Todo consiste en la costumbre. Lo malo es que los presos vienen sin dinero. Se lo quitan al entrar. Si tuvieran dinero, yo pondría una cantina. De oro me haría, porque teniendo dinero estos hombres que van al muro lo gastarían a manos llenas. Y como yo sacaría los víveres del economato militar, doble negocio.
—Eres práctico.
—El muerto al hoyo y el vivo al bollo, como decía mi abuela. Lo malo es que me gusta el vino, y lo que avanzo en cinco años lo pierdo en un día de borrachera. Pero el economato no es una persona, sino un organismo. A un organismo se le puede dar el pego. Uno conoce el tejemaneje de los vales. Yo les doy el pego a esta gente de uniforme. Además, yo voy a misa y eso le da a uno vara alta con ciertas gentes, digo, los que deciden ahora las cuestiones.
—¿Los curas?
—Sí y no, porque entre ellos hay de todo. Hay curas rojos también, no creas. Esto se me da a mí —y escupía en el suelo—. Pero con los otros, si los tienes en contra, ni Dios te vale.
—Es lo que yo creo.
—Pero si tengo un poco de gobierno con el vino, todo va bien. Aquí dentro de la prisión tú caminas muy poco. Se ve que no gastas las botas. En que pase un mes estarán tan buenas como ahora.
—Y dos —prometió Guinart incómodo tratando de escuchar los rumores lejanos—. Calla.
—Son las voces del piquete. Yo en el caso de usted… —se oyó una descarga—. Ya cayeron. Vaya, Dios les perdone. ¿Sabe? Cuando cae uno de esos siempre parece que tiene razón y que dígase lo que se diga…
Estaba Guinart con la cabeza entre las manos:
—¿Tú crees en Dios? —preguntó.
—Yo soy un ignorante —declaró Blas, cautamente—; y es lo que digo: ¿hay Dios? Algo sales ganando. ¿No hay Dios? Nada pierdes.
Le ordenó Guinart, sombrío:
—Anda a buscar a ese abogado.
—Pero ¿has firmao? ¿No? Esto que pasa ahora —dijo gravemente—, es la purificación de la patria. Escapularios, bandas, condecoraciones, ciudades enteras que salen en procesión. Historia pura. De lo que dices de que soy imbécil, puede que tengas razón; pero es porque no tuve escuela.
En aquel momento se oyó un disparo y Blas, experto, comentó:
—Uno de los dos debió quedar con vida. Ahora lo han rematado; Dios le asista. Les vuelan la cabeza. El otro murió en el acto.
Transcurrió un largo espacio en silencio.
—Yo tengo también mi filosofía, no vayas, a creer. Morir lo más tarde posible en mi buena cama, con indulgencias plenarias, por si acaso. Yo no soy mala persona, ya ves. Vengo aquí a echarte la conversa y de eso yo no saco nada.
Villar entraba en aquel momento, muy agitado:
—Increíble y absurdo, pero era verdad.
—¿De qué hablan? —se atrevió a preguntar Blas.
—Fuera de aquí —le dijo el abogado—. La ley me autoriza a estar solo con el preso.
Blas miraba el reloj:
—Sólo media hora. A propósito. ¿No necesita usted un buen reló barato?
El abogado le respondió con un silencio corrosivo. Luego, dijo:
—Increíble. Estuve un momento con ellos y también con el comandante de la prisión. Les dije a los reos: «¿Saben quién es el hombre que está en la torre vieja? Si me dicen su nombre, salvarán la vida». El comandante les prometió lo mismo y ellos respondieron que no podían decirlo porque habían dado palabra de callarse. Cayeron sin hablar. Increíble. No hablaron porque habían dado palabra de callarse.
Guinart miraba fijamente al abogado y dijo, después de una pausa traumática:
—Uno de ellos quedó vivo. ¿Quién era?
—El menor. Quedó con la espina dorsal rota, pidiendo que lo remataran. Viéndole sufrir, le dijeron: «Si dices el nombre de ese preso del torreón te remataremos y si no lo dices seguirás sufriendo ahí todo el día y toda la noche». Pero ni la promesa de la vida ni de la muerte dieron resultado. Por fin, le dieron el tiro de gracia.
Lejos se oían los pasos a compás del pelotón y las voces mecánicas de mando.
—Es una aberración —dijo Villar, meditando—; pero no sé… Yo mismo no sé lo que pienso en este momento. Podían haber dicho el nombre de usted y salvarse. Podrían haber evitado la muerte.
—No, señor. La habrían aplazado nada más. Todos hemos de morir un día. Ustedes también. Usted y el comandante morirán de otra manera, supongo.
Con los ojos fijos en un lugar vago del aire, confesaba Villar:
—Es admirable, pero no comprendo. ¿Qué gana nadie con ese altruismo? Bueno; usted es el único que lo puede encontrar justificado, porque usted gana algo. Han muerto por usted.
—Cuando muere alguien como esos dos hombres, la vida de los que quedamos vivos vale un poco más. Incluso la suya. Ahora no es usted tan miserable. Antes no me fiaba yo de usted y ahora sí.
—Hace usted mal en fiarse de mí —decía Villar, con el acento penetrante de la amenaza—. Ya le dije antes que soy un bellaco.
—Confío tanto en usted, que voy a decirle quién soy. Quizá me equivoco y este error me cueste la vida. No importa. Ese nombre que los que acaban de morir no quisieron decirle se lo voy a decir yo ahora. Soy… Julio Bazán.
Yo ya lo sabía —digo yo, Pepe Garcés—, porque se lo había oído decir en sueños. Y me dije, cuando vi que Guinart confesaba su identidad: «Eso me obligará a buscar y tratar de desarrollar otro plan en su favor». No sabía cual, todavía. Entretanto, Villar se recuperaba de su asombro:
—¿Bazán, el de los sindicatos catalanes? Hay que ocultarlo por todos los medios. Si lo supieran, vendrían a matarlo aquí mismo, ahora. Desde la puerta, sin pestañear, sin dejarle hablar. No repita esas palabras. Yo las olvidaré. Yo las he olvidado ya. No seré un héroe como esos dos pobres muchachos fusilados, pero también sé callar. Voy a tratar de salvarlo a usted. Lo salvaría, si fuera necesario, aun contra sí mismo.
Tomando la pluma, Guinart se dispuso a poner su nombre falso.
Fuera de España, la guerra agitaba el mundo entero. Algunas personas que aman y buscan el faro de la publicidad se acercaban para dar pretexto a que la prensa hablara de ellos. En ese caso estaban algunos escritores cosmopolitas. Otros acudían de buena fe y no pocos voluntarios a combatir poniendo su vida como respaldo de sus convicciones. Sinceramente, creo que esos voluntarios eran la crema de la humanidad, igual en un lado que en el otro y por encima de las ideologías.
Había también un lado pintoresco. Poetisas sudamericanas que se hacían fotografiar junto a un tanque blindado con la falda por encima de la rodilla; damiselas surrealistas inglesas que pasaban fines de semana con algún amigo en las ruinas de un pueblo bombardeado y evacuado, y hasta en una ocasión —¿quién iba a pensarlo?— Miss Universo en persona. Blas andaba deslumbrado.
Cuando ella se hubo marchado, las cosas volvieron a su cauce y dos días después se celebró la vista de la causa de Guinart.
La sala era grande. A la derecha estaba la tribuna del defensor y abajo, entre dos policías, Guinart. Tenía la misma expresión que debía de tener el día que desafiaba las iras del cielo bajo la tormenta.
Era la luz de la mañana, selvática y montañosa, con olor de tomillos. En la sala de al lado, que llamaban sala de testigos, esperaba yo como siempre, por si eran necesarios mis servicios técnicos. Con Guinart me había hecho mi composición de lugar. Los caminos de mi ayuda eran enrevesados y laberínticos, pero bastante eficaces —creía yo—. En todo caso, desde la sala de al lado llegaba el discurso del fiscal lleno de opiniones ofensivas contra el reo. Acabado su informe, comenzó el de Villar y yo lo oía con indiferencia porque consideraba el caso perdido. Todo lo que podría intentar yo sería algún trabajo de distracción y confusión.
Fue un discurso largo. Escuchaba, pero a veces renunciaba, a seguir oyendo, como digo, por escepticismo. Otras, Villar bajaba demasiado la voz y no llegaba hasta mí a través de la puerta entreabierta.
—En cumplimiento de mi deber —decía el abogado, engolado y forense— vengo a esta tribuna a defender no sólo la vida sino también la libertad y el honor del preso Guinart, a quien se ha acusado de los mayores crímenes, antes aún de conocer su verdadera identidad. La fantasía más atrevida le atribuye conspiraciones, atentados, y otros hechos nefastos que están muy en contra de su naturaleza moral. Han llegado a decir que este hombre maniatado y custodiado por la benemérita es nada menos que Julio Bazán. No es Julio Bazán un hombre cualquiera, no es un innominado, no es un ciudadano ordinario y mucho menos virtuoso, no es tampoco un idealista ni un doctrinario, señores. Julio Bazán es el mayor criminal que ha conocido la historia de nuestra patria. ¿Cómo es posible que hayan confundido a mi defendido con él? Mírenlo vuestras señorías. ¿Es ese rostro viril y confiado, ese continente grave y reposado, esa honesta expresión la que corresponde a un criminal conocido en Barcelona con el nombre de Tigre del Paralelo? ¿El que organizó la ejecución de cardenales y la sublevación de cuarteles?
Yo no escuchaba, pensando en mi amigo, el Checa. Era mi rememoración como una escapada, pero no al ensueño sino a la realidad. Pensaba en el Checa y también más atrás, por ejemplo en mi infancia, que he contado en uno de estos cuadernos mintiendo un poco —repito una vez más—; es decir, idealizando a mi padre en sus relaciones con la sociedad y sobre todo conmigo. En todo lo demás he dicho la escueta y exacta verdad; sobre todo en relación con Valentina.
La aldea donde yo nací no era la misma donde conocí a Valentina. Yo nací en otro lugar, lejos de los caminos reales y los ferrocarriles, en una aldea olvidada de los agitadores políticos y de los propagandistas en tiempos de elecciones. Una aldea con un nombre que parecía árabe: Alforta. La población más cercana era Rivaltea, y los chicos de cada pueblo se insultaban recíprocamente:
—Alfortino, tripa de pollino. O bien:
—Rivalteano, tripa de mardano.
El mardano era el carnero. En el primero de estos cuadernos, yo mentí para mejorar la figura de mi padre. Creo que hice mal. La ventaja de los españoles nacidos en esas pequeñas aldeas, trasladados después a la capital de la provincia y tal vez de la nación misma, consiste, como creo haber dicho, en que a lo largo de su vida se puede decir que han vivido en los diferentes estratos de un período histórico de quince o veinte mil años. Porque muchas de las aldeas españolas viven hoy todavía en el neolítico inferior o en el mesolítico.
Así pensaba yo mientras oía al abogado Villar, quien daba ahora grandes voces: «Mi deber de honesto ciudadano de una gran patria renacida para la gloria del imperio…».Y seguía recordando yo: «Alforta, en 1905, vivía plácidamente en el mesolítico. Pocos sabían por propia experiencia lo que era un tren, nadie podía imaginar el telégrafo, la ley civil era algo impuesto desde arriba y de menos importancia que la costumbre, que venía de abajo. La gente comía el pan que fabricaba con sus manos, bebía el vino sacado de las uvas que exprimía con sus pies y, de tarde en tarde, aquellos pobres hombres tenían carne de un animal que cazaban con cuerdas ayudados por perros venteadores. Una escopeta era un lujo. La única de la aldea era la de mi padrino de bautismo, el señor feudaloide, que se llamaba don Antonio Juárez y que no debía tener con todas sus rentas reunidas un ingreso superior a dos mil pesetas al año». Su casa, sin embargo, era señorial, en un extremo del pueblo, asomada a un acantilado altísimo sobre un vasto valle donde se reunían dos ríos con sus meandros azules. Era viudo y tenía una hija muy hermosa.
Había nacido yo en aquel pueblo en una casa humilde como eran todas, en la plaza. Mi padre era secretario del Ayuntamiento. No estoy seguro de que tuviera entonces otro empleo, aunque más tarde fue secretario, al mismo tiempo, de Rivaltea. Iba del uno al otro por cañadas y sendas extraviadas, a caballo y armado. Nunca se sabe cómo puede reaccionar la gente del mesolítico.
Lo curioso es que al lado de los campesinos o pastores más primitivos y selváticos —seguía yo pensando en Casalmunia y en la sala que llamaban «de testigos»— se encontraban, de pronto, hombres viejos o jóvenes de una sabiduría reposada y reflexiva que sería imposible hallar en las ciudades más cultas y entre los hombres más instruidos. En el mesolítico, esos hombres debían existir ya, y lo bueno es que los otros, los cerriles y selváticos, los respetaban. Claro es que había tipos inadaptados y que de vez en cuando sucedían cosas siniestras. La última que recordaba yo era aquella del indiano que habiendo nacido en la aldea volvió rico de América y estuvo toda la noche invitando en la taberna a sus antiguos amigos. Todos bebieron y rieron, y la verdad es que el indiano no era tan rico, pero le gustaba aparentarlo. Se gastó aquella noche más de cincuenta duros en vino y jamón. Luego, ya de madrugada, salieron en grupo hacia la venta donde se hospedaba el indiano y por el camino lo mataron.
Pero no todo era así en aquella aldea. El hecho de que hubiera en ella más suicidios que asesinatos, me parece hoy conmovedor.
Mi padre era secretario del municipio y no sé cuál sería su salario; pero un año después de nacer yo pasó a ser también, como digo, secretario de Rivaltea, donde ganaba mil pesetas al año. Con ese sueldo se consideraba casi rico y tenía una casa más decente que la anterior, también en la plaza; cuatro hijos, y uno nuevo cada año. Entre sirvientas con salario, vecinas que acudían a la sombra de nuestro bienestar y voluntarias que trabajaban en las faenas domésticas por amor a la convivencia con nosotros habría en mi casa no menos de ocho mujeres, lo que quería decir que la tribu prosperaba.
En la sala de al lado oía a Villar gritar con su voz de barítono: «Así, señor juez, se ejerce le justicia en esta sala donde todos esperamos deslindar la verdad y perder o salvar a un hombre que, en mi opinión, es honrado y merece no sólo vivir sino vivir con el respeto de todo el mundo».
Volvía yo a mis recuerdos: «Mi madre y mi padre habían nacido en Rivaltea. La familia de mi madre era de ganaderos que en tiempos pasados tuvieron alguna importancia y riqueza. Se llamaban Borrell. Cuando mi madre se casó, tenían sólo algunos rebaños y la carnicería de la aldea, tenían también algunas fincas de labranza y de monte, que pasaron a pertenecer a mi padre como dote de bodas. Con ellas no habríamos podido vivir, sin embargo.
»La familia de mi madre era socialmente más importante que la de mi padre. Mi abuelo paterno había sido un jornalero que trabajó a medias para una familia hidalga. Analfabeto y sin curiosidad alguna por el mundo civilizado, era sin embargo, mi abuelo, el mejor hortelano de la aldea, y sus melones, pepinos, espárragos, espinacas eran famosos en la ribera. Como producía mucho más de lo que solía consumir, vendía gran parte de las cosechas y, desdeñando las costumbres mercantiles modernas, tenía su dinero en el desván y en moneda menuda de cobre, con la cual había llenado varias talegas. El metal —cualquier clase de cobre, bronce o hierro— tenía prestigio entre aquellos hombres del mesolítico».
—¡Ese es Guinart! —gritaba Villar en la sala de al lado—. ¡Ese es mi defendido!
Oyéndolo, yo comprendía que el tono, la energía, la violencia de la dicción eran tan importantes como los mismos argumentos. Pero, desinteresado de todo aquello, volvía a pensar: «Por lo demás, mi abuelo paterno, el hortelano, no daba a aquellas talegas de cuadernas y reales importancia mayor y nunca las contó. Lo importante para él era la selección de semillas, el cuidado de los invernaderos o planteros y sobre todo las sobremesas del verano, cuando los cestos de fruta llegaban a la mesa perfumando el comedor con su fragancia. La fruta predilecta de mi madre era la fresa; la de mi padre, el melón. Había desvanes llenos todo el invierno de melones de cuelga. Por entonces, digo, mi abuelo ya no trabajaba sino que se había retirado y se entretenía en nuestro propio huerto, un huerto bastante grande, a orillas de una acequia, que formaba parte de la propiedad de la casa.
»Mi abuelo materno era, por el contrario, un ganadero rico, según dije antes, y vivía en el pueblo vecino, al otro lado del río. El viejo Luna lo llamaban como ya sabemos.
»Desde muy niño yo tuve la idea un poco mezquina de mi inferioridad ante los poderosos. No me sentía superior a los que eran más pobres que yo, pero sí inferior a los que eran más ricos. Mi sentimiento de inferioridad era mayor a causa de mis deplorables relaciones con mi padre. Nunca llegaré a saber con certidumbre la causa de aquel odio de mi padre contra mí. Tenía no más de cuatro años cuando mi padre me hacía objeto de sus iras adultas y saciaba en mi pobre cuerpo la necesidad de venganza que frecuentemente le inspiraba la sociedad. Cada vez que mi padre se sentía frustrado o disminuido, tenía que pagarlo yo. Me daba tremendas palizas y al principio yo aguantaba sin gritar para que no me oyeran los niños de la vecindad, ya que aquellas palizas me afrentaban; pero el dolor era mayor que mi voluntad de decoro y acabé por llorar y dar grandes voces. Entonces, los chicos oían y yo no me atrevía después a salir a la plaza, porque temía que me miraran con una curiosidad vejatoria. Yo era el chico más castigado del pueblo y sin duda culpable, aunque no supiera de qué.
»Creo que debo decirlo todo. Mi padre era un ogro conmigo, y esto hizo de mí un niño un poco raro, de reacciones desiguales y extrañas. Dulce y angélico o súbitamente agresivo y hosco. Vivía en un terror continuo y antes de los diez años me escapé de casa dos veces. Mi madre me decía: “No debes escapar de casa, pero tampoco debes ponerte delante de tu padre, porque un día te va a matar, hijo mío”. En otro país, a mi padre lo habrían llevado a la cárcel y a mí me habrían puesto en un orfelinato. Ni qué decir tiene, yo envidiaba a los huérfanos aunque no odiaba a mi padre. Le temía, nada más».
Oyendo a Villar, pensaba que mi padre estaba entonces en la lejana aldea e ignoraba dónde me encontraba yo. Tenía buen cuidado de que mi padre no se enterara porque habría sido capaz —pensaba entonces— de denunciarme a los nacionales como desafecto al régimen.
En aquel momento, Villar, el abogado, daba un golpe en la mesa para decir luego algunas palabras confusas que yo no pude entender. «Esto debe ir mal para Guinart», pensé. Y volví a mis recuerdos. Más tarde, me di cuenta de que las reacciones de mi padre tenían, como cada cosa, su motivación y esta era una especie de extravagancia atávica según la cual el hijo que no mostraba en su cara las señales exactas de la tribu o del clan, debía ser aniquilado. En fin, yo no me parecía bastante a mi padre y eso le ponía furioso. En el fondo, había larvada alguna clase de locura sexual.
A la familia de mi padre la llamaban los Mochos. Quizás hubo generaciones atrás algún pariente amputado de un brazo. Así, aunque la gente nos estimaba, el apodo era como una advertencia en contra de nuestro supuesto deseo de subir socialmente.
Este deseo debía ser potencial y esencial en mi padre, pero nunca se manifestó concretamente. Tampoco en nosotros, los hijos (tres varones y tres hembras). Para que la simetría genésica fuera mayor, tres de nosotros eran rubios como mi madre y los otros tres morenos como mi padre. Los hijos nunca tratábamos de aparentar nada; sabíamos que éramos poca cosa y nos conformábamos. A veces yo pensaba que estábamos al margen de toda clasificación, como bichos raros cuya especie no ha sido aún determinada. Más tarde, cuando leía historia, me enteré de algo divertido y absurdo: en mi familia había dos apellidos que habían sido llevados —creo haberlo dicho ya— por reyes de la antigüedad. Lo de los Mochos no sé cómo ni por dónde se le ocurrió a alguien.
Todo eso daba una dimensión rara a mi familia, o al menos así creo yo. Ha habido en ella errores y debilidades, pero no abyecciones, aunque —repito— si mi padre supiera que estoy aquí, es posible que me denunciara; pero ya digo que se trataba de una locura, como debían tenerlas en el mesolítico. En cambio, ha habido hechos de heroísmo y de grandeza moral en mi gente. Subiendo por el árbol genealógico (cuatro abuelos, cada uno de los cuales tuvo cuatro abuelos, cada uno de los cuales… etcétera) se llega al siglo XV con algunas docenas de millones de antepasados directos y consanguíneos. Así, pues, todos tenemos duques, bandidos, prostitutas, mendigos y algún rey, entre nuestros parientes. Cuando mi familia fue a Rivaltea, tenía yo año y medio. En el pueblo anterior no había luz eléctrica y en Rivaltea, sí. No puedo recordar cuándo empezó a odiarme mi padre. La vida comenzó para mí con sus tremendas palizas (es lo primero que recuerdo) a los tres o cuatro años. Uno de los primeros recuerdos de mi vida es el de haber sido encerrado en una bodega de aceite al lado de una pila enorme hecha de un solo bloque cuadrado de piedra. Una pila prehistórica, también. Como nosotros no producíamos aceite, aquella pila y aquella bodega no se usaban nunca y estaban llenas de telarañas y mi imaginación infantil las poblaba de alimañas fabulosas. Me recuerdo a mí mismo encerrado allí horas y horas en plena oscuridad, con la frente pegada a la puerta y sin atreverme a mirar detrás de mí.
Mientras seguía con mis memorias, gritaba el fiscal en la sala interrumpiendo al abogado Villar:
—¡Protesto, señor juez!
¿Contra qué protestaría el fiscal? —me preguntaba yo—. Y volvía a los tiempos de mi infancia, apoyada la cabeza en el muro y con los ojos cansados.
Nunca oí a nadie llamarnos por el apodo, aunque en las aldeas de España no se considera esa costumbre ofensiva. A los del linaje de Valle-Inclán —Bradomín, señor de Brandeso— les llamaba la gente en Galicia «los chivos». Yo no sé cómo ni dónde nació el apodo de la familia de mi padre. La verdad es que cuando salimos de Rivaltea, para no volver, yo no había cumplido aún los diez años y no me interesaba averiguar cosas tan adjetivas.
En Rivaltea era monaguillo. Me pasaba algunas mañanas en la sacristía, con mi sotana roja y mi roquete blanco rizado. A fuerza de ver comulgar a mi padre y de oír hablar al cura de amor y de benevolencia, llegué a desarrollar una especie de infantil escepticismo en relación con la religión. Si mi padre, que durante meses enteros comulgaba cada día, se conducía conmigo de un modo tan cruel debía hacerlo por su cuenta, en cuyo caso era injusto, ya que yo no podía tener culpa a los cuatro o cinco años, o lo hacía en el nombre de Dios y entonces había que pensar que Dios era mi más terrible enemigo, sin que yo pudiera imaginar aún en qué consistía aquella enemistad. Esas dos hipótesis (que yo no me planteaba aún conscientemente, pero que sentía agitarse en el reino débil e inquieto de mi voluntad) hacían difícil para mí desarrollar alguna clase de sentimiento religioso. Habían de transcurrir muchos años antes de comenzar a comprender que precisamente aquellas dos hipótesis podían en ciertas condiciones ser la mejor base, ya que para mí el sentimiento religioso genuino no representaba solución alguna y mucho menos seguridad lógica, sino duda sin respuesta o con respuestas inquietantes, incomprensibles. O sea, angustia.
De momento, mi vida infantil se desarrollaba entre la indiferencia de mi madre —que siempre tenía bebés nuevos a quienes dedicar su dulce atención—, el desprecio de mis hermanos, que veían cómo me maltrataba mi padre, y la compasión humillante de algunos amigos de la familia, entre ellos mi propio padrino, que cuando venía a Rivaltea trayéndome algún pequeño regalo y me encontraba con un ojo morado y equimosis en brazos y piernas preguntaba lo que me había sucedido y mi padre decía: «¡Lo que merece!». Viéndome tan desgraciado, mis hermanos se encarnizaban conmigo, no por maldad, sino por seguir el instinto natural según el cual el individuo imperfecto debe morir. La consecuencia de todo era un poco ridícula para mí. La desgracia, cuando alcanza ciertos niveles, se hace desairada y grotesca.
En la sala del juicio se oía ahora la voz de Villar insultando al fiscal. Le dijo palabras gruesas y el juez tuvo que amenazarles a los dos para hacerles callar. Oyéndolos, yo pensaba: «¡Qué raro, que el escéptico Villar gaste tanta retórica para salvar la vida de un ser humano! Todavía si hubiera tratado de salvar a algún ser de otra especie, por ejemplo a su perro… porque tenía un perro al que quería mucho y que se le parecía físicamente. Pero Villar comenzaba a ser un hombre nuevo».
Seguía yo recordando: Mi vida social de niño, dentro y fuera de casa, era más que penosa. Me recluía en mi soledad y me hacía amigo de algún animal. Especialmente de los gatos. A esos animalitos, mi padre los odiaba y a veces los perseguía dentro de casa. Había semanas enteras dedicadas a algo que se podía llamar la exterminación de los gatos, y como había siempre quince o veinte y sabían rehuir el peligro, la tarea no era fácil.
Las pocas veces que mi padre me consentía ir públicamente a su lado, era para torturarme de alguna manera. En una ocasión que mi padrino protestó, le dijo mi padre: «Es un golfo». «¿Cómo puede ser a su edad?», preguntó el padrino, porque yo no había cumplido aún los seis años; y mi padre dijo: «En todo caso, hay que torcerle la voluntad desde pequeño. Porque si lo dejo, llegará a creer que puede más que yo».
No comprendía yo eso de torcerme la voluntad y lo entendí más bien como torcerme el pescuezo, lo que solían hacer con los pollos para matarlos. Cuando oía los pasos de mi padre en la escalera, corría a esconderme. No lo odiaba, sin embargo; como no se odia al destino ni al rayo amenazador en las tormentas. Porque yo no era como Guinart. Yo tenía miedo de los rayos.
Costaba trabajo encontrarme y hacerme ir a la mesa a la hora de comer. Mi hermana Concha me compadecía. Los otros hermanos, más pequeños, probaban a burlarse de mí, me sacaban la lengua y me acusaban de extrañas fechorías que no había cometido, sólo por congraciarse con mi padre. Él aprovechaba todas estas coyunturas para justificar sus castigos y ensañarse.
La vida era miserable. No tenía yo sino algún rato de sosiego cuando estaba a solas y miraba pasar las nubes, volar los pájaros viajeros o flotar la luna caminadora. Me iba con los ojos detrás de todas las cosas y los seres que se marchaban. Pero sólo con los ojos. Un día, viendo un pájaro muerto que flotaba en la corriente huidiza del río, me quedé pensando que sería bueno flotar y huir como él a alguna parte, a ninguna parte. Aunque estuviera muerto.
De pronto me decía, en la sala de testigos, oyendo mecánicamente a Villar: «Estoy pensando en mí mismo con ternura, con “coquetería”. Una coquetería que permitía ver las diferencias entre el que era entonces y el que soy ahora». ¡Qué raro les parecería a los que creen conocerme y me tienen por un hombre frío y duro!
A pesar de estas reflexiones, seguía con los mismos módulos: Desarrollé entonces, digo, en plena infancia, un escepticismo que a mi edad debía ser monstruoso. Estaba prevenido contra la posibilidad de cualquier clase de amor, incluso el materno, que me parecía también sospechoso. En todo caso, era seguro que yo no merecía ser amado. Algún gato o algún perro que llegaron a amarme, pagaron con su vida la imprudencia, porque mi padre los hizo matar sangrientamente y delante de mí. No me extrañaba ya nada, en definitiva.
Y sin embargo, la vida era atrayente y tentadora, con los milagros de la naturaleza, con las promesas de la sensualidad (para mí esas promesas eran solo entonces el comer, el beber, la música de la iglesia, los juegos de la luz natural en las vidrieras, el canto lúgubre del búho en el tejado y el zureo de las palomas al amanecer).
Estuve enfermo de no sé qué. Debía ser grave (tal vez tifus) y como tenía fiebre alta, para evitar que me diera meningitis me metían desnudo en una tinaja de agua caliente (era en invierno) y por detrás, sin que yo lo viera, venían con cubos de agua fría y la arrojaban sobre mi cabeza. Yo daba grandes gritos al principio; pero cuando oí la voz lejana de mi padre, me callé y aguanté como pude. Aquel sistema de curación se convertía en una especie de diversión —creía yo— de la gente adulta contra mi pobre naturaleza indefensa. Era yo terriblemente desgraciado y, como digo, un poco ridículo. Mi madre no intervenía en todo aquello, porque andaba siempre ocupada con los bebés más pequeños.
Como el agua de la tina se enfriaba pronto con la añadidura de la que me echaban por la cabeza, yo estaba en pleno invierno sufriendo un baño frío en medio de las criadas que, como todos los sirvientes, trataban de hacer más llevadero su trabajo añadiéndole alguna amenidad. En fin, yo me salvé de la meningitis, pero contraje una pulmonía. Además del tifus.
Mi madre me quería, sin duda. Solía decir a mis espaldas que tal vez sería un santo y ojalá hubiera acertado. Tenía yo una imaginación parecida a la de algunos santos, según mi entender de ahora; pero carecía en absoluto de medios de adaptarla a la realidad. Tenía miedo de Dios como de mi padre. Sin odiar a ninguno de los dos, quería huir de ellos y esconderme. La idea de amarlos me parecía inadecuada e insolente. Yo no merecía amarlos, no debía atreverme a amarlos.
Y así transcurrió mi infancia, mi juventud y en cierto modo mi vida adulta. Los que me ven ahora, duro e indiferente, no podrían entenderlo. Tendría ya más de treinta años cuando comencé a darme cuenta de que Dios me había mirado alguna vez; es decir, dedicado alguna forma de atención (y no había duda, según el desarrollo de algunos acontecimientos que no se podrían explicar por el orden natural). Tal vez Él esperaba algo de mí. El hecho de que Dios me hubiera mirado me daba una sensación de gloria secreta que me marcaba, a veces. Eso no quiere decir que yo supiera quién era Dios. Era para mí, y es todavía, una hipótesis inefable.
El día que comprendí que mi padre natural era no más que un accidente y que yo era hijo más bien de esa divina hipótesis inefable, desarrollé una especie de orgullo sobrenatural gracias al cual me ha sido posible vivir más o menos de acuerdo conmigo mismo hasta hoy. Aunque, como se habrá visto, no hablo casi nunca de religión. Desde la infancia, el desdén de mí mismo hizo de mí un ser casi monstruoso. Lo pienso en serio y con plena conciencia del alcance de estas palabras. Sentía a veces una rabia secreta y a veces incluso me calumniaba a mí mismo sólo por mostrarle al destino que me importaba un bledo mi propia desgracia y que podía yo añadir, despreocupadamente, alguna clase de degradación social. Era como un desafío a los hados que tan mal mecieron mi cuna. Y ellos se encarnizaron conmigo de tal forma que durante años enteros he vivido, a veces, como una cosa, no como una persona; y sin embargo, cuidando la apariencia para no herir a los otros hombres con mi presencia o mi proximidad. Para no degradar demasiado a la especie humana a la que de un modo u otro pertenecía.
Al llegar a esta cruda evidencia, oí una vez más a Villar en la sala de al lado. Invocaba a grandes voces —esta vez eran voces de tenor— el nombre de Dios, y sentía yo vergüenza oyendo el nombre de Dios en aquel lugar.
El terror constante en que vivía de niño influyó en mi cuerpo, y hacia los seis años comencé a ver que la coloración de mi piel cambiaba y se hacía gris o sepia según mis estados de ánimo y también según las estaciones del año. Yo creo que así como la mayor parte de los animales desarrollan alguna aptitud a confundirse físicamente con el medio, y el león es del color de las arenas africanas, el leopardo de las manchas de luz en la selva, el tigre y la cebra del color de las rayas de sombra de los árboles —y en aquel momento la palabra tigre sonaba en la sala, porque Villar se refería al «tigre del Paralelo» y a los actos de violencia de los revolucionarios de Barcelona—; así, digo, como algunos insectos se confunden con la hoja verde en la que están posados y el camaleón toma poco a poco el color que tiene debajo, así yo, a fuerza de terror (no descansaba ni cuando dormía porque las pesadillas eran cosa de cada noche), vi que mi cuerpo reaccionaba de alguna manera y mi piel, como la de los animales citados y la de las liebres y los lemures de la tundra, que son de color marrón en verano y blancos en invierno para confundirse con la nieve, mi piel, digo, se sensibilizó de tal forma que cuando las palizas de mi padre eran más frecuentes (dos o tres cada día) se me formaban pequeñas manchas de color ocre. Y no se iban lavándome. Comencé a avergonzarme físicamente de mí mismo. Sólo eso me faltaba. Era una reacción parecida a la que deben tener los pobres leprosos. A veces me preguntaba si no lo sería. Mi hermana Luisa, que era pelirroja, tenía las mismas manchas en los brazos cuando le daba el sol, pero desaparecían cuando estaba algunos días sin salir al aire libre. Mis hermanos, desnudos o vestidos, eran mejores que yo. Mi padre no les pegaba. Es verdad que se parecían a él más que yo. Eran más mochos y más de la tribu. Mi madre no se atrevía a defenderme, porque entonces mi padre tenía celos de mí, que era el mayor de los varones. (Otra vez el mesolítico).
En aquellos tiempos, mi vida se resumía en evitar llamar la atención de mi padre, ocultar mi piel manchada en algunos lugares de mi cuerpo y esperar la hora de ponerse el sol para gozar del fabuloso espectáculo de las nubes que formaban como lejanas ciudades de oro y plata. En aquellos lugares —que me parecían habitables— todo debía ser diferente. Mi deseo más constante era, como se puede suponer, aprovechar alguna oportunidad para actuar como un niño normal. Y merecer como tal niño alguna clase, no de amor (no pretendía tanto), sino de consideración humana. Es decir, que mis más alta ambición era «parecer como los otros» y así conseguir que «los otros» me dejaran en paz.
Pensando en todo esto, volvía a decirme: «¡Qué diferente soy en el fondo de lo que la gente piensa de mí!». Y seguía: Si alguna vez he conseguido en mi infancia parecer como los otros, lejos de mi padre aunque sólo fuera por algunas horas, debía irradiar luz. Lo que para los otros era natural, para mí resultaba glorioso e inaccesible. Cuando hice la primera comunión, creía que mi vida iba a cambiar. Tenía siete años y la impresión de estar entrando en el mundo de las personas mayores. Mi padre, sin duda por razones de vanidad a las que era y es aún enfermizamente sensible, consintió en que mi madre me encargara un traje adecuado a la solemnidad del caso: negro, con pantalón largo, camisa dura y almidonada, cuello de pajarita, corbata de lazo blanca. Parecía un caballerito pigmeo. Con mi cabeza rapada al cero, debía dar una impresión rara. Llevaba además un lazo de seda estampada en el brazo izquierdo, con tembleques dorados colgando.
Cuando vi todo aquello y supe que era para mí, me quedé de veras confuso. Podía pensar que mi padre lo hacía por respeto a Dios y a la eucaristía, pero era muy niño para esas reflexiones y todo lo que sabía era que después de tomar la comunión debía ir acompañado de una sirvienta a visitar parientes y amigos de la familia, en cuyas casas me darían algún refresco o golosina. Mi madre me dijo que lo que pidiera a Dios al tomar la primera comunión me lo concedería y yo le pedí que hubiera arcos iris a menudo. Recuerdo que aquel día, después de la comunión, me sentía tan sagrado que no me atrevía a orinar en ninguna parte y me aguantaba las ganas sin comprender que después de haber recibido a Dios en mi cuerpo necesitara hacer todavía las mismas cosas que hacían los perros.
Por algunos días no me pegó mi padre, y yo sentía que todo era mejor y que comenzaba a ser o a parecer un niño como los otros. La sensación de degradación social iba desapareciendo y también las manchas de mi piel, lo que me hace pensar que la sensibilidad física y moral de los niños —y la interdependencia de esos dos planos o niveles— es algo que los médicos deben considerar, si es que la mayor parte de los médicos (afanados en hacer dinero y reputación) tienen hoy todavía tiempo para considerar seriamente ningún problema. En fin, yo comenzaba a salir a jugar con los otros chicos a la plaza.
En la sala, volvía Villar a alzar la voz —era otra vez una voz atenorada— para apostrofar a los que consideraban culpable a Guinart. Y el juez le interrumpía con su voz de viejo escéptico:
—Ajústese a los hechos el señor letrado y déjese de divagaciones.
Yo no escuchaba porque seguía dedicado a mis recuerdos: La felicidad no duró mucho. Mi padre volvió un día de la oficina con expresión agria y al entrar en la sala (el cuarto de recibir tenía un balcón grande a la calle) estaba mi madre mirando por los cristales cuando mi padre le dijo con voz ronca:
—¿Qué miras ahí?
Y antes de que ella respondiera le dio una bofetada. Mi madre, con la mano en la mejilla, se fue a su cuarto llorando. Yo me quedé en el pasillo sabiendo que sería inútil huir y que era mi turno. Mi padre se acercó y fue a decir algo alzando la mano en el aire. Yo, con el gesto convulsivo acostumbrado, levanté los brazos y me cubrí la cabeza y la cara.
—Mucho miedo y poca vergüenza —dijo mi padre.
Me dio un par de golpes que casi me derribaron —por no perder la costumbre— y en el estado de ánimo habitual de los tiempos anteriores a la comunión me cogió del brazo y me condujo escaleras abajo, golpeándome con la rodilla o con el pie al bajar cada peldaño. Yo sabía que me llevaba al sotanillo de la pila de aceite, lugar sin luz, con telarañas y toda clase de miserias y amenazas.
Lloraba yo en tono menor y en voz baja para que los chicos de la plaza no me oyeran. La intuición de que la desgracia cuando alcanza ciertos niveles es vejatoria y degradante, me cohibía ante los otros y —cosa rara— ante mí mismo. Me sentía irremediablemente perdido. Si el haber tomado la comunión no me servía para que mi padre cambiara de conducta conmigo, no debía tener ya esperanza alguna. La eucaristía no me había mejorado a sus ojos y no había nada que pudiera salvarme. Yo, por mi parte, no era mejor aunque lo intentaba. Mi padre había pegado a mi madre delante de mí y yo no había sabido defenderla. Tal vez merecía las palizas que me daban por no haber sabido defender a mi pobre madre.
En su juventud, mi padre había sido estudiante de cura en un seminario y adquirió una manera esquizoide de entender las cosas: simular la virtud formal (frecuentar los sacramentos) y fuera de la iglesia atreverse a todo. Un día, mi padre colgó la sotana y sentó plaza de soldado en Zaragoza. Como había leído a Cicerón, no tardaron en hacerlo sargento y como tal hizo el resto del servicio militar obligatorio. Le quedó de sus tiempos de seminarista una especie de clericalismo más o menos agudo según las circunstancias, y aquella era toda su religión. Una serie de prácticas mecánicas, con poca o ninguna relación con el mundo moral o espiritual. Por ejemplo, confesaba y comulgaba a menudo, pero le molestaba que lo hiciera su esposa, mi dulce madre.
Seguía yo en la sala de testigos, y me decía: «Si mi padre se enterara ahora de que estoy aquí; es decir, a su alcance, con un nombre falso, podría considerarme yo perdido». Por fortuna, mi padre me imaginaba en el otro lado de las trincheras, con los republicanos, porque no sabía que había salido de Madrid.
Mi escepticismo de niño —en la infancia— crecía más todavía y me apartaba de la realidad de un modo que recuerdo con asombro. Hay algo más triste que un niño desgraciado y es un niño escéptico. Me veo a mí mismo en aquel tiempo instalado en una zona intermedia entre la fantasía y la realidad de los otros, como un perfecto loco. Tal vez con alguna clase de defensas, porque la selección natural entre la gente del neolítico era entonces y sigue siendo, a través de un proceso milenario, muy dura. Así, los que veníamos al mundo traíamos tal vez reservas monstruosas de energía. En todo caso, no entiendo aún por qué no me volví loco del todo.
En la escuela había chicos de familias muy pobres. A veces, con enfermedades contagiosas. Y allí contraje la más miserable: la tiña. Me retiraron de la escuela. El médico venía y me arrancaba los pelos de la zona afectada con un alicate de cirugía. Luego ponía óxido de cobre en la llaga. Me tenían aislado. Me había convertido en un «intocable».
Cuando me curé me llevaron a un maestro particular, al que íbamos diez o doce chicos. El maestro no nos enseñaba mucho, pero debía ser un vicioso hipersexual y nos contaba historias cochinas que no entendíamos.
Quería escapar entonces de mi padre y sobrevivir como una rata o un infusorio. ¿No quieren ellos sobrevivir, también? Todo lo demás era aleatorio y sin importancia. Creía, repito, que el mérito estaba en poder comer, respirar, caminar en dos patas y pasar entre los otros como uno más. Cuando mi padre, en vista de mis repetidos fracasos en la escuela, me amenazaba con hacer de mí un boyatero o un zapatero remendón, yo pensaba: «¡Qué bien, ir por los caminos tranquilamente, lejos de mi padre, con mi par de bueyes!». En cuanto a ser zapatero, me parecía demasiado. No estaba seguro de poder aprender nunca a remendar zapatos.
Oyendo las voces del defensor y del fiscal en la sala de al lado, me pregunté: «Bueno, ¿qué importancia tiene todo esto que estoy recordando ahora?». Pero mi imaginación seguía desarrollando la cinta del pasado.
El desprecio de mí mismo había llegado entonces a ser tan grande (digo, en mi infancia), que desconfiaba de mis aptitudes, aun las más simples. Creía lo que mi padre decía de mí. Yo era un error. Mi nacimiento había sido un error. Pero ¿de quién? ¿Y qué hacer? La muerte, como solución, no me convencía. Había visto morir algunos animales (que yo amaba) y el ejemplo era sencillamente horroroso.
Estaba tremendamente solo. La soledad me ayudaba, es cierto. Muertos mis perros y mis gatos, yo y mi sombra no nos bastábamos, sin embargo, el uno a la otra. Entonces, una pequeña circunstancia vino en mi ayuda. Un alivio infantil, puesto que yo era un niño: los cuentos de Calleja. Aquellos folletitos en dieciseisavo con cubierta en colores y una narración más o menos torpe en ocho o diez páginas, me abrieron horizontes nuevos. Me asombraba de que los niños fueran tratados en aquellas narraciones con respeto. Yo no podía distinguir la ficción de la realidad y el prestigio de la letra impresa era entonces enorme para mí, puesto que los únicos libros que había visto hasta entonces representaba la verdad revelada (libros de religión) o la ciencia (libros de estudio escolar). Los niños de los que hablaban los cuentos de Calleja eran virtuosos, sin duda. Pero mi único defecto consistía en mi resistencia al estudio, y no por rebeldía, sino por humildad. Creía en mi padre y en la idea que él tenía de mí. Según esa idea, yo no podía ser sino un golfo o un boyatero y me había resignado a esto último por una especie de escepticismo fatalista. Recuerdo que, una vez, mi padre se sintió tal vez culpable y dijo: «Tú serás un día mi peor enemigo, pero te mataré antes de que llegue yo a ser viejo, para impedir que me mates tú a mí». La hipótesis de mi padre, viejo y débil, muriendo a mis manos me daba una gran compasión y lloré. Pero al día siguiente, mi padre volvió a pegarme como si tal cosa.
A fuerza de infelicidad, las manchas de mis muslos volvían a hacerse visibles. Aparecían o desaparecían según la intensidad de mi desgracia. Por fortuna, había frecuentes arcos iris y yo creía sentir en ellos la amistad de Dios y le daba las gracias.
Cuando iba a la iglesia y actuaba de monaguillo, lo hacía sin sentido religioso alguno a pesar de los arcos iris. Sólo tenía miedo. Miedo de Dios y miedo del diablo, menos del diablo (que no era tan poderoso). Sentido del misterio sí que lo tenía, pero como pueden tenerlo los negros del centro de África. No me faltaba alguna palabra para conjurar las amenazas del diablo, pero para las de Dios no había conjuros. Tampoco para las de mi padre. La vida era grandiosa, pero no había en ella lugar para mí. Era de otros, la vida. Tenía miedo a Dios, al diablo, a mi padre, a la vida y a la muerte.
No creo que fuera cobarde, sin embargo. Una vez reñí con un chico y le hice sangrar por la nariz porque me había robado dos cuentos de Calleja. Perdió tanta sangre que pensé que iba a morirse y corrí a ocultarme en el fondo del gallinero de mi casa, donde me quedé más de dos horas. Cuando salí estaba lleno de piojos de gallina y tuve que ponerme en colada y jabonarme para librarme de ellos. Cuando mi padre se enteró de la riña no me dijo nada. En el fondo, tal vez le gustaba que me condujera de un modo violento y bárbaro con un enemigo superior en fuerzas y en edad. Debió pensar que honraba a la tribu. Aunque mi padre no había hecho en su vida nada heroico y ni siquiera nada violento sino pegarme a mí.
La mayor parte de los chicos iban haciéndose enemigos míos. Sólo tenía dos amigos: el hijo menor de la casa más rica del pueblo (que pasaba los inviernos en la ciudad) y el de Sixto el carretero. Este era un buen muchacho que no se metía en nada.
Yo era ese bicho un poco raro que he sido más tarde y que ha suscitado frecuentes malentendidos. Siempre en guardia contra el amor y la confianza. Sin embargo, me permitía un lujo increíble, un lujo peligroso al que no suele atraverse casi nadie en la vida: la sinceridad. No era por respeto ni por desprecio de los otros. Creo que era más bien por una especie de desesperación. Era como el que dice: de perdidos, al río. Nadar en aquel río de la desesperación (nadar, simplemente) era un placer. Tal vez algunos creían que yo era estúpido. Otros pensaban que era atrevido y temerario (¡no es nada, atreverse a decir la verdad!). En definitiva era ya entonces potencialmente un poco de las dos cosas extremas con otras intermedias y menos escandalosas. Pero estaba lleno de contradicciones. Lo más aproximado a la verdad era tal vez una timidez recelosa iluminada por decisiones serenamente desesperadas. Esa serenidad daba lugar a algunos errores, y así, unos creían que era un santo y otros un criminal en potencia, un ser inteligente, pero satánico o un idiota un poco angélico. Tal vez, a su modo, todos tenían razón. Lo que no sería ya nunca era un ciudadano. Me encontraba en un lío de contradicciones, con virtudes o vicios potenciales más fuertes que yo mismo. Por decirlo de un modo romántico, era una hoja desprendida del árbol del vivir y agitada por las brisas (a veces los huracanes) de Dios. Cuando creía en Él, realmente, llegaba a gozar de mi fe infantil; pero la desgracia permanente en la que seguía hundido, creo que deslumbramiento permanente, una admiración sobrehumana, basada en lo poco que me ha sido posible aprender (intuir y entrever) de ti a través del orden maravilloso de su creación dentro y fuera de mí.
Una vez más me decía que mi personalidad superficial y aparente de hombre cauto y de oficial de identificaciones y de antropometría (mintiendo a todos constantemente) estaba en desacuerdo con mi vida anterior. A veces, temía que aquel desacuerdo pudiera llevarme a la catástrofe. Esa catástrofe —es decir, la ejecución contra el muro— no me habría extrañado lo más mínimo. Y no la temía, en realidad.
Mi actitud genuina, ahora, en mi madurez, es parecida a la que adoptaba sin querer cuando tenía nueve años. No hay duda de que a esa temprana edad estamos ya formados o deformados para siempre. Lo poco que uno ha aprendido en los libros o en las experiencias sucesivas, no ha modificado las líneas básicas del carácter. Soy el mismo, tímido y serenamente exasperado, con mi idiotez y mi locura y mi sinceridad desesperada. Una sinceridad absoluta para la cual a veces no encuentro empleo en la Tierra.
Mi padre dejó el Ayuntamiento de Rivaltea para ir como secretario al de Tauste, mucho más grande y rico, gran productor de trigo y casi una ciudad. Era para mi padre un ascenso importante. Creo que su sueldo pasaba a ser de tres mil pesetas. Yo tenía nueve años.
Marchamos allí y mi padre tomó una de aquellas casas de aire palaciego que costaban cuatro o cinco duros al mes. Recuerdo que tenía tres pisos y altas buhardillas. En Tauste la vida fue mejor. Por lo pronto me dieron un cuarto en el tercer piso de la casa, para mí solo. Después, mi padre, que sin duda quería impresionar a la población con pequeños detalles decorativos, me hizo ir al sastre quien me vistió como a un niño de casa rica. Tuve la sensación de que mi padre iba a tratarme mejor, pero no tardé en desengañarme.
Venía a casa un maestro de música para mis hermanas. Era director de la capilla de la iglesia mayor, donde tocaba el órgano, y decidió que yo debía formar parte del coro con otros cinco o seis chicos, entre ellos uno que tenía una voz de contralto de veras angélica y que cantaba los solos, Mi voz debía ser bastante mala y el maestro me ponía contra un panel de madera del órgano, de modo que tomara resonancia y gravedad.
Pasadas las primeras semanas de adaptación a la nueva vida, mi padre volvió a hacerme objeto de sus intemperancias. Me pegaba si no practicaba el piano, si lo practicaba y hacía errores, si no estudiaba, si estudiaba pero no bastante, si alguna hermana me acusaba de algo, si nadie me acusaba de nada, lo que le ponía desazonado y tal vez le hacía sentirse culpable. En fin, me azotaba por cualquier cosa, por todo y aun por nada. Necesitaba azotarme para sentirse mejor en la vida. Ahora dirían los psicólogos que así reedificaba su ego.
Oyendo la voz del abogado defensor, me sentía otra vez fuera de situación: ¿qué importaban aquellos recuerdos de infancia en medio de las dificultades que la vida tiene hoy para todos? Sin embargo, volvía a ellos. Un día, sin que la conducta de mi padre mejorara conmigo, yo descubrí a Valentina. Aquella niña siempre se dirigía a mí sonriendo. Sonreía con los ojos (negros como la noche inmensa), sonreía con los labios, con la voz, con las manos que no acertaban a accionar adecuadamente y tenían aún la indecisión de las manos de los bebés y no opinaba sobre ninguna cosa hasta que yo había dicho lo que pensaba. Entonces, ella repetía mi opinión con tal convencimiento que todos la aceptaban. Valentina era mi secreta recompensa, mi rehabilitación ante el orbe entero. Ya dije antes que yo tenía un pequeño tesoro escondido: la colección de cuentos de Calleja. Lo que más me gustaba en ellos era el hecho de que los niños y las niñas fueran tratados en serio. A veces, temía que todo aquello fuera ficción y embuste; pero cuando conocí a Valentina me di cuenta de que aquellas grandezas deslumbradoras eran posibles. El color de mi piel comenzó a cambiar, desaparecieron las pequeñas manchas oscuras e hice frente a mi padre. Quiero decir, que recibí sus amenazas sin miedo y sus golpes sin dolor. Mi padre no podía comprender. Un día me sorprendió escribiendo una carta de amor. Y me dio dos bofetadas de esas que alcanzando parte de la órbita del ojo y tal vez de la córnea hacen ver estrellas, realmente. A pesar de todo eso, yo era entonces menos desgraciado. Me conducía fuera de casa como un héroe, llegué incluso a tener mi bando partidario y a hacer travesuras. Era, en fin, otro y se lo debía a Valentina. Ella había hecho el milagro.
A aquella edad era yo de una pureza completa en lo que se refiere a materia erótica. El no haber andado en juegos callejeros con otros chicos, salvó mi inocencia. Cuando Valentina me dijo un día que mi hermana Maruja la compadecía por ser mi novia, yo me puse colorado y ella, que debía tener ocho años escasos, también, para no ser menos. Al mismo tiempo, me miraba en silencio esperando que dijera algo. Yo hablé por fin:
—Bien podríamos ser novios y casarnos un día.
—Sí —rió Valentina, y añadió—: Cuando yo era niña quería casarme con papá.
—Tu papá está casado. ¿Qué iba a hacer tu madre? —pregunté yo estúpidamente.
—Mamá podría quedarse de tía en la familia. Eso creía yo antes, cuando era niña. Pero será mejor que nos casemos tú y yo y dejar a mamá que siga siendo mamá. ¿No te parece?
—Además —declaré, experto—, tú debes casarte con un hombre de fuera de la familia y de tu edad. Siempre son así las bodas: una mujer con un hombre de su edad.
Desde entonces, ella y yo vivíamos en aquellas ciudades de oro y plata que formaban las nubes al atardecer. Mi padre se daba cuenta de que algo sucedía y no acababa de entenderlo. Un día me dijo: «Piensas que eres más fuerte que yo, pero no te saldrás con la tuya». Vino sobre mí, alzó la mano y yo con las mías a la espalda levanté el rostro serenamente: «Anda, pégame —le dije desafiador—, si no te da vergüenza».
Y no me pegó. Pero no tardó en arrepentirse y comenzaron de nuevo a llover golpes. Un día, cuatro o cinco meses después, yo me marché de casa a media tarde (antes de que volviera mi padre de la oficina) con el plan de llegar a Zaragoza. Creo haberlo contado. Pero se hizo de noche, tenía hambre y sueño y tuve que volver. No fui, sin embargo, a mi casa, sino a la de Valentina. También creo haberlo contado. Todo lo que he contado en estas páginas es verdad, menos el género de relación que yo tenía con mi padre. He dado a entender que nos llevábamos mal, como tantos hijos y padres, pero en mis primeros cuadernos me daba vergüenza decir la verdad, por él y por mí mismo. Ya he dicho que la desgracia es ridícula.
En fin, cuando salí de casa de Valentina y volví a la mía, las palizas de mi padre recomenzaron. Parece que mi padre había decidido acabar conmigo.
Pensando en todo esto —en la sala de testigos de Casalmunia— comprendí que los recuerdos de infancia conmueven innecesariamente y, de pronto y de una manera abrupta, cerré los horizontes de mi memoria. Me quedé desorientado un momento, pero quería oír el discurso del abogado Villar, que parecía más apasionado ahora, en favor de su defendido. Aquella pasión no la entendía yo y suponía que era parte de la comedia sobrentendida, como en otras ocasiones con otros presos a quienes Villar había defendido y a quienes habían fusilado. Una vez me confesó Villar que aquellas defensas y contradefensas, aunque no salvaban a los reos, le servían a él para practicar la oratoria forense.
Decía Villar: «Permítame, señor juez, que insista en este aspecto del conflicto por el que pasa el acusado. Hasta este tribunal ha llegado una afirmación en condiciones legales adecuadas para que la tomemos en cuenta. El oficial encargado de la identificación ha dicho, señalando a mi defendido: “Este hombre parece ser Julio Bazán”. Y este hombre, que es un honesto profesor de ciencias, un buen padre de familia y un católico ferviente, ha tenido que sufrir equívocos vejatorios. Lo que yo digo —y el abogado volvía a alzar la voz— es que Julio Bazán, allí donde sea encontrado, debe sufrir una muerte vil. En el caso de mi defendido, lo de menos sería la muerte. Lo peor es el estigma que este tribunal haría caer sobre su persona si accediera a atribuirle ese nombre bochornoso. “Si me matan —me dijo Guinart—, que sea con mi propio nombre honrado y no con el de Julio Bazán”».
«Esto de ser Bazán es verdad», pensé yo; y me propuse hacer algo en el caso de que esta identificación prosperara. Algo en favor de Bazán. Cavilaba y no sabía qué.
—Mi defendido —seguía el abogado— es un profesor de álgebra del Instituto Cardenal Cisneros de Madrid. Su identificación es irrefutable, aunque no ha faltado quien diga señalando a ese hombre: «Es julio Bazán». Para ser más exacto, no ha afirmado, sino que se ha limitado a sentar una hipótesis: «Parece que es julio Bazán». ¿Es que con un parece se define a nadie? ¿Vuestra señoría sabe, señor juez, quién era Julio Bazán?
—Todos lo sabemos —interrumpió el fiscal mirando a Guinart con una expresión de horror.
—Es necesario —dijo el juez— oír el informe del probo funcionario de identificaciones y hacerle ampliar el que dio por escrito y consta en los anexos del sumario. ¡Oficial de identificaciones!
Me apresuré a aparecer y dije desde la puerta:
—La verdad de los hechos responde a lo que he dejado expuesto en mi informe.
—Acérquese —ordenó el juez haciendo un gesto con la mano—. ¿Usted registró las palabras que el acusado dijo en sueños?
Yo me acerqué como si anduviera sobre algodón:
—Durante tres semanas, señor juez.
—¿Dijo que se llamaba Julio Bazán? —preguntaba el juez, obstinado.
Descubrí en aquel momento que el juez no había leído mi informe. Al parecer «practicaba», como Villar, esperando tiempos mejores. Mis planes de ayuda a Guinart se complicaban de pronto enormemente y no pudiendo hacer de momento otra cosa mejor me propuse aumentar esa complicación hasta la más embrollada falacia:
—No, señor. El acusado dijo lo contrario. Dijo que no era Julio Bazán. Si lo hubiera dicho una vez sola, no tendría importancia —expliqué yo lo más impersonalmente posible—. Pero lo dijo en diferentes ocasiones siete veces. El siete es el número mágico con el cual comienza a manifestarse la obsesión. Una obsesión difícilmente va sin un sentimiento de culpabilidad.
Me callé, moderadamente satisfecho de mí mismo. Intervino Villar, airado:
—¿Se puede saber qué es una obsesión?
Pensé yo: «Este abogado no puede imaginar que estoy trabajando en favor de Guinart». Y lo más tranquilamente que pude, expliqué:
—En un estado normal, la obsesión es determinada por la vigilancia del demonio. En la teología cristiana lo puede ver su señoría. El demonio influye desde fuera en aquellas personas a quienes quiere poseer. Primero las obsede y luego las posee.
Más satisfecho de mí mismo, pensé que la alusión a la teología le ayudaba en aquel lugar —en cualquier tribunal nacionalista— al reo. Trabajaba por Guinart y por mí mismo. Esperaba que el demonio nos ayudaría a los dos, a falta de otros defensores.
Preguntó el juez, escéptico:
—¿Es todo?
—Sí, señor —respondí yo, pensando que el juez era poco inteligente, pero buena persona.
—¿Negó siete veces y, por lo tanto, confesó que era julio Bazán? No lo entiendo. ¿En la séptima vez estaba implícita la confesión?
Yo negaba:
—No, señor. Estaba en la acumulación de las siete negaciones: excusatio non paetita, acusatio manifesta.
Estaba yo satisfecho de mis propios latines.
—No lo entiendo —dijo el juez.
—Hace falta ser tonto —se me escapó.
Indignado, el juez se incorporó a medias sobre su sillón:
—Le prohíbo sentar hipótesis ofensivas.
—Perdone, señor juez. Quiero decir que, desde Duns Scotus, la razón no es la que debe tener la última palabra en materias tan delicadas.
Me miraba el juez todavía indignado, aunque lo había impresionado con mi cita. Pero, al mismo tiempo, estaba yo pensando en mi padre y en la posibilidad de que me denunciara si se enteraba de mi paradero (lo que lógicamente iba a suceder un día). Concebí allí mismo la idea de fugarme cuanto antes. Mi insulto contra el juez había salido de mis labios inconscientemente y contra mi voluntad. ¿Sería también cosa del diablo? ¿En qué otras imprudencias iba yo a caer?
Allí mismo, en la sala del juzgado, llegué a idear las condiciones concretas de mi fuga, pensando en el agente que la haría posible: en un aviador amigo mío que volaba a veces sobre territorio enemigo en aviones de caza y me había confesado que lo hacía con reservas mentales. En realidad tenía miedo. Disimulaba ese miedo con las reservas mentales y, por si acaso no bastaba, me habló también de una antigua dolencia de hígado. Como cualquier español, tenía que disfrazar su miedo y habría sido capaz de morir para encubrir su miedo a morir.
Pero el juez ordenaba al defensor:
—Continúe el señor letrado.
—Esa imputación —decía Villar, apuntando con el dedo al fiscal— ha hecho a mi defendido más daño que una sentencia condenatoria. Yo defiendo su dignidad de buen ciudadano, de miembro de la Iglesia de Cristo, de padre ejemplar. Comprendo y disculpo la ofuscación del oficial del gabinete antropométrico como un exceso en el cumplimiento del deber y admiro sus conocimientos en materia de teología y de demonología procesal. Rindo también homenaje a su muy demostrada independencia de criterio…
Yo pensaba: «Tú no sabes lo que estoy tratando de hacer. Tal vez lo entenderás más tarde». Villar seguía:
—El hecho de que mi defendido haya hablado durante el sueño de un modo u otro, no justifica que el oficial antropontensor —y permítame la sala este neologismo— le atribuya un estado de obsesión diabólica. Justifica todavía menos aún que insinúe el hecho de que el demonio pudo intervenir en la acción heroica de los hermanos Lacambra.
Alzaba la mano el fiscal:
—Protesto, señor juez. El heroísmo de los hermanos Lacambra implica la culpabilidad del acusado que se sienta en el banquillo.
—Se desestima la protesta —decía el juez y añadía, dirigiéndose a mí—: ¿Usted cree que el demonio pudo influir en ese hecho?
Yo aguantaba la risa, para lo cual tenía que simular una gran rigidez y gravedad:
—Siendo un acto de generosidad —dije—, no lo creo. Esos actos son inspirados más bien por la divina Providencia, si me es permitido hablar así. Según Duns Scotus…
Cada vez que lo citaba, el fiscal fruncía el entrecejo y me miraba con la expresión fría y distante del que no sabía de qué se trataba, pero Duns Scotus era un toquecito mágico en ayuda de Guinart. Estaba Scotus de moda entre los nacionales. Tenía yo otros toques más eficaces, que me reservaba para cuando llegara el momento.
—Eso creo yo también —interrumpió el juez, que tampoco había leído al teólogo de Escocia.
—El señor juez no tiene derecho a creer nada —saltó el fiscal— mientras ocupa la presidencia y no hayan sido esclarecidos los hechos.
—Tengo derecho a creer en Dios —dijo el juez muy tranquilo, y añadió, dirigiéndose al abogado—: Prosiga su señoría.
Oyendo a aquella gente, yo pensaba que no sería imposible salvar a Guinart. El abogado volvió a sus tiradas retóricas alzando el brazo y estirando el puño de su camisa para hacer ostensible su nitidez:
—Decir que el honesto ciudadano aquí presente es Julio Guinart significa sólo un capricho de la fantasía excitada por el espectáculo diario de la sangre. En el trance más crítico de la vida de mi defendido, ¿saben sus señorías lo que nos pide? Nos pide sólo una cosa. Nos pide que lo ejecutemos con su nombre verdadero. No crean vuestras señorías que yo olvido los cargos del señor fiscal. Permítame que lo repita. Si mi defendido fuera Julio Bazán, no estaría yo aquí, sino que pediría un puesto de honor en la escuadra de ejecución.
Villar saludó dando por terminado el discurso.
—¿Tiene el procesado algo que decir? —preguntó amablemente el juez.
Guinart se levantó con una expresión de falsa indiferencia:
—No puedo menos de agradecer al abogado señor Villar sus argumentos en mi favor, pero se equivoca. Todo lo que ha dicho está bien, aunque se basa en falsedades. Yo soy Julio Bazán y el nombre que ocultaban los heroicos hermanos Lacambra era este: Julio Bazán. Ni más ni menos.
Yo me asusté, al principio, pero pronto me di cuenta de que era posible todavía una maniobra en favor de mi amigo y pensé: «Tal vez se salve ahora mejor que nunca». El abogado defensor se había puesto en pie, muy excitado:
—Ruego al tribunal que tenga en cuenta que mi defendido sufre tal vez un acceso de locura y que lo someta a la observación de la ciencia médica. Ayer mismo le pregunté cuál era su verdadero nombre y me respondió que no podía decirlo porque no lo sabía y que ese nombre era un secreto que se habían llevado a la tumba los hermanos Lacambra.
Yo intervine con Duns Scotus:
—Se lo llevaron a la tumba los dos hermanos fusilados y Guinart se quedó sin nombre alguno. Es uno de esos misterios por encima de la razón a los que se refiere Duns Scotus cuando dice…
—Vanas palabras —me interrumpió Guinart con su mismo aire estoico—. Yo soy el del Paralelo, el del tren real y el secretario de la organización que decidió la aventura del cuartel del Carmen de Zaragoza en la que perdió la vida Ángel Checa.
—Considerando ociosa y sin sentido toda diligencia ulterior —dijo el juez lentamente y como condolido— y rechazando el alegato de locura del defensor, creo que debo aceptar en su totalidad las conclusiones del señor fiscal. El reo, pues, pasará a ocupar una de las celdas de los condenados a muerte —y según costumbre ritual, antes de pronunciar la palabra muerte se puso de pie y se quitó el birrete, respetuoso—, donde esperará la lecha de la ejecución que será señalada oportunamente. Laus Deo.
Levantada la sesión, el abogado se acercaba al juez y le decía algo que en vano trataba yo de oír desde la puerta. Temía yo que mis diligencias secretas fallaran, pero en todo caso Guinart estaba perdido desde el principio. Yo quería más que nunca salvarlo desde que vi que aceptaba la responsabilidad por lo que hizo en Zaragoza mi amigo Checa.
Aquel mismo día por la noche me acerqué al juez y le dije: «Me consta que el verdadero Julio Bazán está en la zona republicana, porque he oído esta tarde un discurso por la radio. Un discurso suyo». El juez quedó hecho un mar de confusiones. Naturalmente, yo mentía. Esa era mi maniobra más arriesgada.
Pero a medida que avanzaba en mis intrigas en favor de Guinart, las cosas se iban complicando para mí. Debía ponerme al habla cuanto antes con mi amigo el piloto, lo que no era fácil. Salir de aquel rincón donde me había escondido era exponerme a ser visto e identificado a mi vez.
Después de pensarlo mucho decidí preparar cautelosamente una entrevista con el piloto del hígado enfermo, que se llamaba Joaquín Torla y que estaba en un aeródromo no lejano.
Volví a mi morada, despacio.
Aunque no tenía necesidad de gafas, había encontrado un par en alguna parte y me las puse para disimular la disposición huidiza de mis miradas, que estaban en desacuerdo con todo lo que veían. Y me sentía más a gusto detrás de aquellas gafas. Lo malo era que debía andar con cuidado, porque con la vista desenfocada tropezaba a menudo.
Como sabía que estaba traicionando a los nacionales, el uso de aquellas gafas me ayudó un poco. «Así verán más difícilmente las ambivalencias de las luces en mis ojos». La verdad es que solía tomar otras precauciones más sofisticadas. Todo era peligroso, entonces. Hablar, callar, moverse y estarse quieto. Y mirar. Y cerrar los ojos.
Al caer la tarde de aquel día se presentó Villar en mi aposento. Venía deprimido y excitado a un tiempo: «Así no se puede hacer nada», repetía, Yo estuve a pique de revelarle mi disposición propicia y mis planes secretos, pero me contuve y me limité a darle elementos de juicio que ayudaran a derivar la imaginación de todos hacia un terreno más favorable al reo. Así, pues, le dije al abogado lo mismo que le había dicho al juez:
—Julio Bazán está vivo y en libertad en la otra zona. Yo mismo escuché un discurso suyo en la radio hace dos días. No dijeron su nombre, pero reconocí su voz y además dijeron que era el secretario del partido tal y cual, de modo que no hay duda.
Villar necesitaba aclarar algo. Siempre necesitaba aclaraciones:
—Si sabe usted eso ¿cómo es posible que acuse a Guinart de ser Julio Bazán?
—Yo no acuso a nadie. Tengo que registrar lo que dice en sueños y eso es todo. Si lo que dice es absurdo, no me toca decidirlo a mí sino a ustedes. La confesión de Guinart parece estúpida. El hacerse fusilar con el nombre de Bazán no lo es tanto si pensamos que tal vez el verdadero y peligroso Bazán tiene el propósito de venir a nuestra zona con un nombre supuesto, y en ese caso nada mejor que hacer pensar a todo el mundo que ha sido fusilado, digo yo. Estas gentes pueden ser muy astutas y la astucia ligada al heroísmo es omnipotente. Cuando Guinart comprendió que lo iban a condenar, prefirió tal vez ser útil a la causa de esa manera. O tal vez me equivoco.
Me miraba Villar como si quisiera penetrar, a través de mis palabras, en los últimos rincones de mi intención. Luego, sin decir nada, salió precipitadamente. Yo me quedé pensando: «Ha cambiado, ese hombre. Antes era tranquilamente absurdo y ahora es atropelladamente razonable». No sabía qué pensar.
Lo cierto es que yo me estaba metiendo en laberintos de los que sería difícil salir. Pasé un par de días pensando en mi amigo el piloto, para quien volar era suicida, no por los cazas enemigos —decía él— sino porque le iba mal al hígado. Pensé escribirle y decirle que cuando tuviera un día libre se acercara por allí. Era un teniente de infantería que conocí en Marruecos y que luego pasó a la aviación. Se llamaba, como dije, Joaquín Torla y era enamoradizo en el estilo platónico, secreto y lúgubre. Habia demostrado ser valiente, pero estaba desinflándose. Tal vez era verdad lo del hígado. A mi amigo Torla, todo lo que se hiciera en el mundo con el pretexto del amor le parecía autorizado y noble, como a mí en relación con Valentina.
Éramos, sin embargo, bastante diferentes. Por ejemplo, a pesar de estar siempre enamorado, Torla hablaba mal de las mujeres (de todas menos la suya) y usaba expresiones tan realistas que a veces yo no sabía si reír o indignarme cuando se refería a muchachas que conocíamos los dos.
Por disposición del juez pasó Guinart al calabozo de los condenados a muerte —que no era aún la capilla—. Se abandonaba Guinart un poco, llevaba barba de tres o cuatro días y con aquel aspecto parecía de veras culpable. Se lo dije, y me miró un poco sorprendido:
—Tiene usted razón. Uno debía cuidar la moral hasta en esos detalles.
Al fondo del calabozo y ocupando casi todo lo ancho del muro, en la mitad superior de este había una doble reja y detrás de ella se veía, a veces, alguna vaga sombra humana, porque los presos que vivían en la espelunca contigua —sin luz— subían trepando para ver a Guinart y hablar con él.
En los dos lados de la reja el lugar era húmedo y sombrío.
Guinart ojeaba un libro de devoción, sin devoción alguna. De vez en cuando miraba una hoja al trasluz, mientras una sombra hablaba desde el otro lado de la reja:
—Bazán…
Sin dejar de mirar el libro, respondía Guinart con un gruñido amistoso. La sombra añadía:
—Nos asomamos a esta reja para hablarte. ¡Qué raro lugar es este! Lo digo por la reja. ¿Sabes? Es que antes era un convento de clausura y esta es la reja de eso que llaman el locutorio. Yo quería hacerte una pregunta, si no, te incomodo. ¿Duelen mucho las balas, Bazán?
—Uno se desmaya y no vuelve del desmayo, eso es todo.
Lo decía Guinart sin dejar de mirar el libro y con un abandono natural. La sombra se daba ánimos:
—Otros han pasado por este trance como si tal cosa. Nosotros somos más fuertes, todavía.
—Tú y yo, sí. ¿Y los otros?
—Hay de todo. Aquí está Iriarte, que te quiere hablar.
Hablaba Iriarte de otra manera, no ligeramente como su compañero sino con modulaciones patéticas:
—Bazán, hace tres meses que no he visto el campo. ¡Tres meses! Debe estar verde, ahora. ¿Se ve, por lo menos, el campo desde el sitio donde nos fusilan? Yo preferiría que me sacaran de noche con el cielo estrellado. Quiero hacer otra pregunta, Bazán: ¿Es verdad que la Tierra da vueltas alrededor del Sol? ¿Sí? ¿Y no se ha salido nunca del camino?
—No hay camino —decía Guinart con acento aburrido.
—Tiene que haberlo, Bazán. Piénsalo bien, porque tiene que haberlo.
Intervenía la sombra de al lado:
—Si se sale no importa, ¿verdad?
—No importa, dices bien.
—Y la Tierra ¿anda sola? —seguía preguntando Iriarte—. ¿Ella sola? Alguno tiene que empujarla. ¿Y si se cae?
—¿Quién se va a caer?
—La Tierra. Si pesa tanto ¿cómo no se cae?
—Anda este —se adelantaba a responder la sombra—. No tiene donde caerse, la Tierra.
—Yo tengo donde caerme —decía, obstinado, Iriarte—. En la Tierra. Pero la Tierra no tiene donde caerse, ¿verdad, Bazán? Por fin, Guinart alzaba los ojos del libro y los ponía en la reja:
—¿Por qué me llamáis Bazán? ¿Quién os ha dicho que soy Bazán?
—Nos lo ha dicho Blas, el ordenanza de la guardia. Y a nosotros nos gusta que lo seas.
—Pues… bien —respondía Guinart, paternal—: Es verdad. La Tierra no tiene donde caerse y no se cae. ¿Adónde se va a caer?
—Abajo.
—No hay abajo ni arriba, fuera de la atmósfera. Digo, en el espacio.
—Eso yo no lo entiendo —se asombraba Iriarte—. Digo, eso de que no haya abajo. No lo he entendido nunca. Porque si no hay arriba ni abajo, entonces ¿qué hay?
—Fuerzas cósmicas que el hombre trata de entender —respondía Guinart.
Iriarte reflexionaba antes de hablar:
—Todo vale para algo. Aunque estemos aguardando la muerte. El cura también. Eso es lo que pienso yo. También el cura vale para algo. Cuando viene a verle a uno, es que le llegó el acabóse. Entonces uno se entera.
—¿Tú crees en Dios? —preguntaba la sombra.
—¿De qué me sirve creer si no lo entiendo? Bueno, algo se me alcanza. Nosotros tenemos poco dinero y podemos poco o nada. Por eso nos van a matar. El cura tiene algún dinero. El obispo tiene más y si se pone en favor tuyo te salvas. El Papa tiene millones. Dios tiene más que todos juntos; digo, es una manera de hablar, y por eso puede más que nadie. Los más ricos hacen y deshacen en la vida. En nuestra vida, al menos.
En aquel momento entraba Blas y contemplaba una vez más, en éxtasis, las botas de Guinart:
—¿No quieres que les dé una mano de grasa?
—No te preocupes, Blas, que se conservarán bien hasta el día que las heredes tú.
Pensaba yo: «Está obsesionado Blas también y el diablo lo mira desde las botas de Guinart». La sombra de la reja intervenía:
—Ahí viene el lechuzo. Hola, hijo de puta.
—Está llegando el teniente a pasar revista —gritaba Blas ofendido—. No trepen a la reja que los verá el teniente y además se pueden desnucar. Por lo demás, el reo en capilla no ofende.
Las sombras desaparecieron y el comandante de la guardia se presentó en la puerta:
—¿Luis Alberto Guinart?
—No. Yo no soy ese. Hay que cambiar el nombre en la lista.
Estaba el teniente de malas pulgas y se dirigía a mí:
—A ver si me hacen una lista sin pegas, porque yo tengo que firmarle la entrega al oficial saliente.
—No sé —decía yo, prudente—. Habrá que avisar al alcalde.
El alférez se fue taconeando y arrastrando el sable. Yo pensaba: «Cerca del frente no se usa el sable, pero a este alférez, como no es profesional, le gusta el aparato y la bambolla militar de la retaguardia».
Bajo la mirada irónica de Guinart, pregunté:
—¿Quién le ha dado ese libro? ¿El capellán? Usted no cree en nada de eso. Entonces, ¿qué lee ahí?
Alzaba Guinart el libro en el aire:
—Mensajes del otro mundo. Este libro ha pasado por las manos de otros hombres que iban a morir y con un alfiler, o como podían, han marcado algunas letras.
Yo lo sabía muy bien. Algunos mensajes los había marcado yo. Guinart miraba al trasluz y leía:
—«Tú no eres Bazán, que yo lo sé muy bien».
Bajaba yo la voz mirando a la puerta:
—Lo he examinado página por página antes de que se lo entregaran a usted. En el libro hay tal vez un mensaje para usted pidiéndole que se haga pasar por Bazán y que si ha de morir muera con ese nombre. ¿No es eso?
—Ese mensaje —dijo Guinart, mirándome gravemente y bajando la voz— lo ha escrito usted. ¿Lo ha hecho ver a los otros, digo al juez?
Era verdad que se lo había mostrado. Y dije, con la sensación de estar por primera vez arriesgando la vida a cara o cruz:
—Todos andan desorientados. El juez piensa: «Los hermanos Lacambra mueren por Guinart, Guinart ahora afronta la muerte por Bazán, y, sin embargo, no hay más que una vida». Se pregunta el juez qué clase de gentes son ustedes. Eso piensa también algún otro.
Se oyó un rumor cerca y Guinart se alarmó, pero era el abogado. En la puerta se inmovilizaba Villar, viéndome a mí. Yo salí pensando: «Las cosas van a precipitarse y debo tratar de escapar lo antes posible».
Aquel mismo día vi en la comandancia militar a un teniente coronel que me conocía y me saludó con cierta sorpresa, como pensando: «No sabía que este sujeto estuviera con nosotros». Me conocía de Marruecos.
Llamé por teléfono al aeródromo donde estaba Torla con su hígado enfermo. No estaba, pero le dejé recado para que me llamara.
Estaba metiéndome en una encrucijada de triple fondo (las de doble fondo no son tan peligrosas), de las cuales sólo se salvan los más listos. Yo no lo era, pero andaba tan secretamente alerta, que podría salvarme también.
Entretanto, el abogado Villar bajaba la voz para decirle a Guinart:
—Hay noticias. El juez simpatiza con usted, pero después de haber sentenciado, su simpatía se la puede poner en los calzones. Además, no la necesitamos. De un momento a otro le sacaremos a usted de aquí.
—¿Para el paredón?
—No; para Francia. Tengo su libertad en la mano.
No lo podía creer Guinart. Yo también dudaba. En aquellos momentos sacar un preso como Guinart de la prisión era del todo imposible.
—Si tiene mi libertad en la mano, ¿qué hace? —preguntaba.
El abogado callaba y miraba hacia el pasillo.
—Vamos a la calle —repetía Guinart.
Sonreía yo, incrédulo, y el abogado seguía hablando:
—Mañana, a las nueve. Cuando oiga tres golpes de campana en el claustro, salga, que estará el camino despejado. En el patio verá el camión de la basura y usted entrará en él. Eso es todo. Les ganaremos la partida por unas horas. A propósito, el basurero es un tipo bufonesco y dice que es su padre.
—Mi padre murió hace tiempo.
Se ponía Villar un dedo en los labios indicando silencio: «No haga ningún comentario con nadie. No se extrañe de nada de lo que vea u oiga». Y se fue.
En la reja del fondo volvía a oírse la voz de Iriarte:
¡Eh Bazán! Los otros dicen que para que la Tierra ande necesita que alguno la empuje. ¿Oyes? Digo, para que la Tierra ande. ¡Bazán! Que alguien empuje a la Tierra o que haya un motor. ¿Qué motor, Bazán? ¿Qué motor puede haber en una bola tan grande para que no se caiga y para que ande sola?
—Hay una fuerza que hace moverse a los planetas.
—¿Cómo se llama esa fuerza? —decía Iriarte—. Un maestro que hay aquí dice que es el magnetismo.
Y añadía, preguntando hacia adentro: «¡Eh, Santolaria!, ¿verdad?». Alguien le respondió que a Santolaria lo habían fusilado la noche anterior. Oyó aquella respuesta Guinart y se estremeció, pero simuló no haber oído:
—Cuestión de palabras, Iriarte. Pero cuidado. Alguien se viene acercando.
El alcaide de la prisión era un hombre de cabeza estulta y fisgona.
—¿Qué hablan ustedes ahí?
—Estábamos discutiendo —dijo Guinart— sobre la verdadera patria de Cristóbal Colón.
—¿En un día como este? Hoy es la víspera de mañana. Todos los días son la víspera de mañana, pero no todos los días son iguales, En fin, mañana, a las tres de la tarde se cumplirá la sentencia. Es la única fuga posible en esta cárcel, mientras yo sea el director. Por el camino vertical; digo, el de los que suben al cielo o bajan al infierno. A juzgar por esa Biblia —concluía un poco sádico—, quiere usted ir al cielo.
Guinart no sabía qué decir. Por fin, acertó a hablar: «¿Mañana? ¿Entonces se ha revocado el acuerdo del aplazamiento?». El alcaide fue ahora el sorprendido:
—¡Ah!, yo no sabía que hubiera aplazamiento. Aquí… como no soy militar ni del cuerpo jurídico, no me comunican las decisiones. La verdad es que no venía a traerle la mala noticia, sino más bien a ver esa reja. Habría que tapiarla. El oficial de la guardia lo ha pedido muchas veces. En fin, si no me comunican antes por escrito el aplazamiento, a las ocho de esta noche entrará usted en capilla.
El alcaide salía y cerraba la puerta cuidadosamente. En la reja del fondo aparecía la sombra anterior:
—Bazán, lo tuyo lo habrán aplazado, y me alegro; pero lo nuestro no. Bueno, es lo que pasa. Lo peor es la víspera y lo que uno piensa ahora, ¿verdad? Eso es lo que duele.
Guinart callaba, mirando la Biblia.
—¡Eh, Bazán! —intervino Iriarte apareciendo otra vez en la reja—. No le hagas caso a este. Yo soy el que te preguntaba hace poco si se caía o no la Tierra.
—No se cae —dijo Guinart.
—Pero si no la empuja nadie y no tiene motor, ¿cómo anda? ¿El magnetismo? Yo tengo un hermano electricista y dice que eso de la electricidad es un misterio. Alguno mueve la Tierra, Guinart. Es lo que yo digo. El cura dice que es Dios quien mueve la Tierra. ¿En qué quedamos? Tú decías que era el magnetismo.
—Dios tiene nombres diferentes —dijo Guinart, todavía distraído—. Infinitos nombres puede tener. Cualquier misterio es Dios. ¿Por qué no? Todo lo que no se puede explicar es Dios.
Iriarte no estaba satisfecho:
—Pero ¿tú crees que Dios existe?
—Dios, para ser Dios, no necesita existir. Si piensas un poco en eso, lo comprenderás.
—Bueno, eso es diferente —comentó Iriarte más confuso aún, pero sin querer confesarlo—. Oye, Bazán, ¿se puede saber para qué hemos venido al mundo los hombres?
—¿Para qué han venido los árboles, los pájaros, los caballos y las águilas? Es la naturaleza, la vida. Somos la vida.
—Y ahora todo se va a acabar —dijo lúgubremente la sombra.
—No, nada se acaba nunca. Pero alguien viene otra vez. Salid de ahí.
Las sombras de la reja desaparecieron hacia abajo, pero el que entraba era sólo Blas.
—No te preocupes, que cuanto más borracho estoy soy más secreto. No soy en eso como los demás. Y si me aprovecho de los efectos del margen es porque alguno tiene que aprovecharse; pero, entre nosotros, una cosa quiero decirte: que yo podría ir también al muro como cualquier hijo de su madre. Valgo tanto como otro. Yo, sin miedo.
La sombra reconoció desde la reja la voz de Blas:
—¿Estás ahí, lechuzo?
—Uno no es ningún borde ni inclusero. Mis padres me tuvieron a mí en legítimo matrimonio. Y aquí donde me ves, bailaré sobre tu sepultura. El garrotín floreao.
—Oye, Bazán —rió la sombra—, echa de ahí al lechuzo.
Pero Blas se marchaba sin que lo echara nadie. Y hablaba desde la puerta:
—El que te vayan a matar mañana no es para presumir de esa manera. El mismo ganado somos tú y yo.
Y añadía marchándose:
—Ya sabemos lo que es eso. Es como un viejo chiste, la muerte. Como un chiste del tiempo de los abuelos cabrones. Y todos se ríen después de muertos. Tú también vas a reírte, Iriarte. El seis doble es el que viene ahora. A mi me da lo mismo.
Hizo un corte de mangas y descubrió sin querer el antebrazo con los relojes. Se quedó mirándolos como sorprendido y explicó:
—Cada reló marca una hora diferente. El primero, la hora de la verdad; el segundo, la hora de los inocentes; el tercero, la de los que no tenemos miedo; el cuarto, la de los que lloran; el quinto, la de los que ríen antes del muro, en el muro y después del muro, y la sexta, la hora de los que se salvan. A vosotros no hay quien os salve ya. Yo diría que la hora de Bazán es diferente y para esa hora yo no tengo reló. Mucho salvarse es tres veces.
Se oía fuera el rumor lejano de los motores de aviación. Después, alguna explosión cuyas ondas llegaban a los recintos cerrados y los hacían vibrar.
—Aviones enemigos —dijo Blas.
Al mismo tiempo apareció el juez en la extraña compañía del basurero, que solía llegar dos veces a la semana conduciendo una especie de camión blindado. Era un hombre mal vestido y sucio, con bigotes y perilla roja y unos ojos pequeños y oblicuos llenos de silencio. El juez entraba hablando:
—Vengo porque hay algo inesperado en relación con usted, Guinart. Este es el basurero. Nadie estima gran cosa a un basurero. Yo tampoco, pero viene a complicar más todavía el laberinto de su proceso, porque dice que es su padre. Que él lo diga no es bastante para que yo lo crea.
—¿Mi padre?
El juez hablaba pensando, como siempre, en los hermanos Lacambra.
—¿Es posible que un hombre de ideas subversivas como usted tenga prejuicios de clase y se avergüence de ser hijo de un basurero?
—Hombre, yo… —dudaba Guinart, del todo desconcertado.
Arreciaba fuera el bombardeo. Parecía que el riesgo de muerte le hacía olvidar al juez las distancias y le hablaba a Guinart como a un ciudadano ordinario y no como a un reo. Reía entretanto el basurero, como si se tratara de un incidente cómico.
Evitaba el juez hacer consideraciones sobre la situación del reo y al ver que el bombardeo había cesado preguntó a Guinart si dormía bien a pesar de la sentencia, y salió sin esperar su contestación. Por su manera de preguntar y de eludir las respuestas, se veía que Guinart le tenía sin cuidado y que había bajado a los calabozos a resguardarse de las bombas.
Salió el juez con una especie de ligereza juvenil que no correspondía a sus años, mientras el basurero reía y el centinela murmuraba contra los aviones enemigos.
—¿Por qué dice usted que soy su hijo? —preguntaba Guinart al basurero.
—De alguien tienes que serlo —y reía el viejo con aire superior.
Guinart esperó que el centinela (que había llegado acompañando al juez) se alejara por los corredores, y dijo en voz baja.
—Eso de las campanadas, ¿es verdad? ¿Mañana temprano?
—No, no. ¿A quién se le ocurre? Tiene que ser mientras la guardia duerme. Mañana por la noche.
Entretanto, la sombra amiga de Iriarte trepaba otra vez por la reja del fondo:
—Oye, tú, astroso, ¿eres el basurero? Antes le preguntaba a Bazán quién mueve el mundo y me decía que es el magnetismo. ¿Tú que piensas?
—¡Esto sí que es bueno! —reía el de la barbita roja—. Un basurero no está obligado a saberlo todo, pero lo único que puedo decirte es que en el mundo hay amor.
—¿El amor de la hembra?
—Pues… amor. Según dicen —explicaba el basurero, riendo también— lo hay entre los animales y entre las plantas y hasta entre las piedras. Piedras hay que quieren estar cerca de otras. ¿No has oído hablar de la piedra imán? Hay tierras lejanas y tiempos en la historia donde el amor y el imán significan lo mismo; pero, claro, si hay amor también tiene que haber odio, y las piedras, vegetales y animales que se repelen. ¿Qué te parece, rojillo?
Volvía a reír sin saber por qué.
—¿Es verdad, Bazán, eso de las piedras? —preguntaba el reo desde la reja del fondo.
Nadie contestaba, y por fin se oyó a Guinart:
—A ti te bastan mis respuestas, pero yo… ¿a quién voy a preguntarle yo?
—A mí —rió el basurero en un tono alto y agudo—. Tú crees que no soy nadie, pero todo el mundo abandona sus suciedades para que yo me las lleve y las queme en los incineradores. Así se llaman, incineradores. El incinerador universal.
—De una vez, ¿quién es usted? —preguntaba Guinart con la pregunta helada en sus labios grises.
—¿No te lo ha dicho Villar?
—¿Y es usted quien va a sacarme de aquí? ¿Cómo? ¿Por qué?
—Depende. Yo no puedo cambiar las leyes naturales. Mi patrón tampoco podría cambiarlas, aunque quisiera. Digo, él solo.
—¿El patrón?
—¡A ver! —y reía de nuevo, viendo la confusión de Guinart—. Ese joven taciturno que se ocupa de las identificaciones, un tal Urgel, me decía hace poco que yo debo ser el cornudo Pan de los viejos tiempos. El viejo Pan que sale del bosque y asusta a las gentes. Cree Urgel que la humanidad ha caído otra vez en el pánico antiguo porque he salido yo del bosque. Por eso ahora todos matan o mueren. Por pánico, más que por odio o por convicciones. Me decía que yo soy Pan y que entre este pelo rojizo de mala casta debo tener dos pequeños cuernos.
—¡Y es bien posible!
El basurero retrocedía para evitar que Guinart hiciera la comprobación, y el preso seguía opinando, pálido y turbado:
—Eso del viejo Pan es solamente un mito de poetas. ¿Qué tiene usted que ver con eso?
El viejo volvía a reír jocundo y Guinart lo miraba más confuso, pensando que los basureros no suelen hablar de mitos ni de poetas.
—¿Vas a salvarme? —preguntó esperanzado, sin saber por qué.
—Para eso necesito la ayuda de toda esta gente, y antes que nada la tuya. Hay, que cambiar la ley natural.
—¿De qué ley hablas?
—Sólo hay una. Todas las cosas que viven quieren seguir viviendo: la roca y el árbol y el animal. Todas las cosas.
Guinart creía que el basurero estaba loco. Y repetía:
—No creo en los prodigios. ¿Qué tiene que ver eso con mi problema?
El basurero llamaba al comandante de la guardia sin hacer caso de Guinart, quien, temeroso de perder aquella oportunidad de hablar a solas con el basurero, repetía:
—Espera. Explícame un poco más. ¿Eres un borracho, un loco, un filósofo o simplemente un agente provocador? ¿Provocador de qué?
—No hay tiempo para esperar —y añadía bajando la voz—: Tú no eres tan astuto como pareces, Guinart, o como quiera que te llames, y en tu situación se comprende. Pero ahí, en esa Biblia con letras pinchadas te decían que el alférez que está de guardia es… —haciendo con los dedos el gesto de contar monedas— vulnerable. Y no te has enterado. Te pasa la evidencia por delante de las narices y no te das cuenta.
—¿Vulnerable?
—Sí. Hay quien se juega la vida por un billete grande. Y no es culpa de él, porque le viene de familia la bellaquería, así como a otros les viene la grandeza. ¿Es que no ves las letras pinchadas en el libro de Job? El padre del alférez era un loco de la pecunia. Le viene de lejos eso. Hay la locura del oro, como hay otras locuras.
Aparecía el alférez en la puerta.
—¿Quién le ha dado permiso para entrar aquí? ¿Qué hace aquí?
—Vino con el juez —explicó Guinart, prudente.
—Este no se entera ni siquiera de lo que le conviene —dijo el basurero por Guinart— y tú, alférez, ni siquiera sabes su nombre.
—Todavía no han cambiado su nombre en la lista —comentó el oficial, con una expresión lerda.
El basurero miró alrededor, sacó un fajo de billetes que parecían recién planchados y lo agitó en el aire:
—Puedo dejarlo salir —prometía el alférez apoyando la mano derecha y vacía en el cinto de cuero en el que repicaba con los dedos— pero sólo si hay bastante violencia para cubrirme. Ya lo dije ayer. Hay que sacar de en medio al centinela y al cabo. Con la sangre de ellos me cubro y nadie sospechará. Venga —y trataba de coger los billetes.
El basurero se guardaba el dinero, riendo a carcajadas:
—Te los daré después. ¿Qué dices tú, Guinart? ¿Matamos al centinela y al cabo?
Negaba el preso con la cabeza:
—No. Ese cabo y ese soldado son hombres del pueblo y son inocentes. No puedo permitir que los maten para salvarme yo.
Estuvieron discutiendo el asunto del dinero largamente, sin llegar a un acuerdo. Volvía el alférez a proponer la muerte de aquellos dos hombres y Guinart se negaba una vez y otra, mientras el basurero lo miraba complacido:
—Bien está —decía, sin dejar de reír—, pero muy bien. El prodigio. La ley natural, cambia. Por los dos lados cambia la ley natural. Primero, los hermanos Lacambra, que habían dado palabra, y ahora tú. Así todo será mejor.
Yo me alejé, sin embargo, convencido de que el asunto de Guinart se complicaba inútilmente y pensando que al reo le quedaban muy pocas horas de vida.
En cambio, mi problema (el de mi fuga) se presentaba mejor, ya que poco después llamé otra vez al aviador Joaquín Torla por teléfono y aquella misma noche llegó conduciendo un coche nuevo, según dijo para probarlo.
No habían ascendido a Torla a pesar de la facilidad de las promociones en tiempos de guerra. Era aún teniente y suponiendo que estaba resentido con los mandos, me alegré. Le dije que me habría gustado ser aviador porque tenían ellos un limpio sentido deportivo de la guerra y eran como trapecistas del circo de la muerte. Hacían su número difícil en lo alto, contra el cielo azul o gris. De vez en cuando sonaban las ametralladoras. Se lo decía esperando halagarle, pero él escuchaba con la faz congelada:
—¡Menudo trapecio!
—Ya, ya —dije gravemente—. No sé cómo te permiten volar con tu hígado enfermo. Es un crimen.
—La culpa la tiene el médico del aeródromo. Lo único que hace es darnos un vaso de coñac cuando volvemos de una misión. Eso ayuda a los nervios, pero ya ves tú: un vaso de coñac a un enfermo crónico del hígado. Cada día estoy peor. O muero de una ráfaga de ametralladora o de cirrosis hepática.
En la manera que tenía mi amigo de cruzar las piernas y echar la cabeza atrás creía descubrir, de pronto, una fidelidad al uniforme que no habría sospechado antes. Si Torla no aceptaba, podría suceder que me denunciara. En aquellos días nadie podía estar seguro de nadie. Había que medir cada palabra, cada silencio, cada gesto.
Avanzada ya la madrugada y viendo que sus resistencias parecían debilitadas por el insomnio, le hablé más francamente. No descubrí del todo mis cartas. Fui soltando la verdad, pero en pequeñas dosis. Torla me consideraba un tipo de quien podía esperarse cualquier extravagancia, aunque no en el sentido degradador ni vergonzante. Por ejemplo, sabía mi invento de la pistola alevosa y no podía comprender que no lo explotara.
—Sacrificar la vida a una causa —dije como preámbulo— es noble, aunque no se le puede exigir a nadie en una guerra civil. Digo, en esta guerra nuestra, entre hermanos. Si fuera contra un país extranjero sería otra cosa.
Me miraba Torla como si pensara: «Desde el principio sabía que aquí había gato encerrado». Yo argumentaba, atropelladamente:
—Si a mí me obligaran a batirme con los rojos en un avión de caza, no respondo de lo que haría. Los rojos son españoles también. Quizás estaría mi mejor amigo en el avión contrario. Quién sabe.
—Eso no importa. Lo único cierto es que cada vez que mi avión encuentra un bache de aire, el hígado se me pone aquí —y señalaba la garganta.
—Cuando uno se ofrece voluntariamente, allá él —insistí yo—. La vida, en el fondo, no es sino un largo y lento suicidio. Uno elige una clase u otra de muerte. Pero la que me ofrecen aquí no me gusta y estoy dispuesto a largarme y a pasar la frontera. Yo. Cuanto antes.
No había hablado de pasarme al campo enemigo sino sólo de salir de España y quedarme en Francia. Por si acaso.
Torla me miraba en silencio como si no comprendiera, pero yo sabía que estaba al cabo de la calle. Entonces seguí hablando:
—Necesito que me lleves al otro lado de la frontera en tu avión. Sí, tú. Con eso no estoy pidiéndote que desertes, ya que podrías volver, supongo, y justificar la cosa con un accidente. Una tormenta, una avería en el motor. Eso puede pasarle a cualquiera.
Veía en los ojos de Torla intensidades cambiantes. También la sospecha de que yo estuviera sondeando la firmeza de sus convicciones para empujarlo al borde de alguna clase de precipicio.
—En definitiva —le dije—, ningún piloto está libre de ser atrapado por una corriente de aire contraria, por una tormenta. A mí me salvarías la vida y a ti nadie podría acusarte de nada.
Miraba Torla a otra parte para evitar que yo viera alguna expresión concreta en su cara. Tenía miedo de que yo descubriera su aceptación.
—Una corriente de aire contraria —murmuró—. ¡Y tan contraria!
Luego añadió:
—¿Dices todo lo que piensas? ¿Se trata sólo de tu problema y del mío? ¿No hay nada más?
Torla miró alrededor, todavía, con escama, y dijo, riendo: «¿No estará funcionando alguna de tus maquinitas secretas?». Reía aún porque tenía miedo al fondo dramático de todo aquello.
—Hablas como un gato escaldado.
Tenía yo la sensación de la victoria, pero la disimulaba para no alarmarlo. Después de otro largo silencio, con la mirada perdida ahora en el techo, mi amigo extendió una pierna, hizo descansar el pie contrario en la rodilla, se abarcó el tobillo con las dos manos y preguntó:
—¿No hay leyes según las cuales cuando un avión cae en territorio neutral internan al piloto y lo desmovilizan? He leído algo de eso.
—En las guerras civiles creo que no. Eso pasa en las guerras entre naciones, cuando un aviador cae en campo neutral.
Al parecer quería mi amigo que lo internaran en Francia después de fingir un aterrizaje forzado. Yo temía en aquel momento que mi amigo se volviera atrás y quise plantear las últimas dificultades y resolverlas de una vez:
—Es para ti y para mí, asunto de vida o muerte. Y la salvación no puede ser más fácil. Es sólo cuestión de coordinar los movimientos. Desde aquí a tu campo hay poca distancia. Yo tardaría en llegar unos treinta minutos, pero tendría que saber exactamente la hora de despegar para presentarme allí en el justo momento. Otra cosa sería peligrosa.
Torla podría negarse aún, pero la vida en combate de los pilotos de caza era corta. Seguir volando cada día en el Ejército nacional no era solución alguna. Por si acaso, se lo recordé:
—¿No has rebasado ya el promedio de vida de los pilotos de guerra en el aire? ¿No es ese promedio de treinta horas?
—Treinta y siete —dijo él con voz ronca.
En aquella afonía percibí la última prueba de su convencimiento. El resto de la noche transcurrió, sin embargo —todavía—, en tanteos, consideraciones, cálculos y contracálculos. Faltaba poco para el amanecer.
—¿Tú ves? —le decía yo—. Treinta y siete horas. ¿No has rebasado ya ese promedio?
Él afirmaba con la cabeza y aunque parecía enfadado consigo mismo quedamos en que me llamaría por teléfono dos días después, cuando estuviera de guardia en el campo. Tendría un avión listo. Había que precaverse contra la probabilidad de que la línea telefónica estuviera vigilada. Él me diría por teléfono: «Tu hermana se casa y la boda será a tal hora». Sería la hora del despegue. Dejamos bien claros otros pequeños detalles. Sin embargo, no había dicho expresamente que aceptaba, ni perdió el tiempo acusando a nadie ni opinando sobre sus jefes. En los casos de indignidad, lo peor está en las palabras y todas son ociosas.
Trataba de entretener al piloto hasta que se hiciera de día, ya que hay personas que cambian de parecer según sea de día o de noche. De día son tímidos y de noche atrevidos, o al revés. Influencias —supongo— del sol. Quería ver si el cambio influía en él.
Seguimos hablando hasta las siete de la mañana a plena luz, y viendo que se mostraba aún firme y decidido, salimos.
La noche en blanco no me hizo mella, porque vivía la mayor parte del tiempo en un estado de gravedad parecido al sonambulismo.
Pasó el día sin novedad y al hacerse de noche me sentí nervioso pensando en Guinart y bajé a la capilla, adonde solían llevar a los reos veinticuatro horas antes de ejecutarlos. Allí encontraría a Guinart y a los otros seis emplazados.
El baptisterio aparecía cerrado por una verja, detrás de la cual se agitaban sombras humanas. Todo era confuso y tétrico, como son las iglesias de noche. Fuera del baptisterio estaba Guinart, a quien le habían cedido por extraños respetos toda la capilla. Desde la muerte de los hermanos Lacambra parecían mirar a aquel hombre a quien iban a matar con alguna clase de exclusiva reverencia. Vacilé un momento pensando que en aquel complot para liberar a Guinart, si fracasaba, podía quedar implicado yo gravemente. Fatalmente. Lástima, ahora que la fuga con Torla parecía segura. Podría, si las cosas fallaban, ir también al muro, lo que vendría a ser grandemente inoportuno —pensaba con humor cáustico—. Me quedé, pues, cerca y lleno de curiosidad, pero fuera de la capilla. Oía lo que se hablaba y veía lo que pasaba, pero no quería entrar.
Me sentía incapaz, por otra parte, de hablar adecuadamente con unos hombres que estaban esperando el fusilamiento.
Guinart estaba solo. Precisamente en aquel momento llegaba el capellán y Blas lo anunció no sé si en broma o en serio desde la puerta:
—Aquí está el reverendo padre. Las lechuzas vuelan de noche.
De las sombras salió una voz:
—Bazán, echa al cura, que es un camándula.
El cura pareció súbitamente ofendido:
—¿Quién habla?
—Si estuviéramos libres yo y estos —dijo la voz lejana— te íbamos a cazar vivo y te pondríamos a trabajar en el campo. Así arreglaría yo el problema agrario: la tierra para los sacerdotes. ¡Que la labren y la escarden y suden sobre ella! ¡Camándulas!
—¿Creerás que no trabajo yo? ¿Qué dices, desgraciado? —preguntaba el cura haciendo avanzar su hocico en el aire como una gárgola antigua—. Quizá trabajo más que todos los campesinos juntos.
Con el desenfado de la desventura, la voz del baptisterio gritaba:
—Ya, ya, echando responsos y dando sablazos. Pues el responso que me eches a mí no te va a valer mucho:
Cinco duros, cinco duros
esos sí que están seguros…
—Ya lo ve usted. Al borde de la sepultura, pero ofendiendo a un ministro de Dios.
—Discúlpelo —dijo Guinart, con un humor agrio y subrayado.
—Márchate de ahí, camándula —gritó otra vez la voz de las sombras.
—Aunque yo lo disculpe —replicó el sacerdote, ofendido por ser tuteado más que por otra cosa— no los disculpa Dios, a ustedes. A ti tampoco. Eres tan malo como los otros, tú, Guinart. O peor.
Se marchaba el cura, pero recordando que tenía una misión se detuvo antes de llegar a la puerta:
—¿Quieres confesar, Guinart?
—No. Se lo agradezco, pero no lo considero necesario.
Salía el cura, indignado, y tropezaba en la puerta con el alférez que entraba. Este vio los ojos del cura febriles por la ofensa:
—¿No se encuentra bien, padre?
El cura desapareció en un revuelo de palabras confusas y de recelos.
El alférez me llamaba a mí y yo acudí un poco intrigado y seguido del basurero, que me alcanzó y entró conmigo, jovial y tranquilo como si no sucediera nada.
Yo me encontraba bajo la impresión de haber pasado también a ser un reo de muerte y pensé de pronto en Panticosa, en Valentina y en la corza blanca. Pensaba también, de un modo involuntario y maquinal: «A mí, por ser tal vez civil y no militar, me ahorcarían en lugar de fusilarme». Y decidía que era mucho mejor el fusilamiento. Pensándolo, me entraban unas ganas tremendas de vivir, allí, en la noche, bajo las altas bóvedas.
—¿Qué van ustedes a hacer por fin? —dije disimulando el temblor de mi voz.
El alférez respondía mordiéndose las uñas:
—Para salir de esta cárcel tiene que haber sangre, repito, o de otro modo me busco la perpetua. Si usted, Guinart o como se llame, no quiere matar a ningún hombre del pueblo, entonces lo matarán a usted. Hay que elegir, y pronto, porque la noche pasa de prisa, ¿verdad, basurero?
Este miraba a Guinart con expresión lejana y grave:
—¿Sí o no?
—No. Ya lo dije ayer.
Volvía el basurero a sus risas y chanzas:
—Este ha cambiado la ley natural.
Visiblemente ebrio, Blas se puso en el centro del corro:
—Donde hable el basurero también puedo hablar yo. Mi opinión es que los van a matar a todos. A mí también.
Calló para escuchar los ruidos de fuera. Estampidos de granadas enemigas, ametralladoras lejanas. Se oía también el fragor tormentoso de motores y de hierros mal ensamblados: tanques. Quizá tanques pesados. Un verdadero caos que los hacía callar a todos.
—Comienza la función, coño —reflexionó Blas.
—Tiran —dije yo al azar—, pero debe ser una finta para atacar en otra parte. Este frente no le interesa al enemigo. Todos saben que no le interesa.
—Pues como pegar, pegan —declaró el oficial, inquieto.
La artillería arreciaba y en aquel momento, y por encima del tronar de los cañones sonaron cerca, metálicas y concretas, las tres campanadas. Quedaron todos suspensos y en silencio. Iba yo a decir algo, pero me contuve. Quería huir recordando mis planes con Torla y temiendo invalidarlos con una imprudencia, pero el basurero se dirigía a Guinart:
—Mi camión está blindado. Vamos.
—¡El carro de la basura! —comentó, desdeñoso, Blas.
—¡Con un motor diésel, señor! —gritó, enfático, el basurero—. Vamos, que no hay momento que perder.
Se atrevió el oficial a preguntarme, lleno de súbitos recelos:
—¿Qué hace usted aquí, señor Urgel? ¿Qué pinta usted en este negocio?
—Nada, nada —me apresuré a decir, feliz de marcharme—, pueden estar seguros que por mí, y suceda lo que suceda, nadie se va a enterar. Mis ideas son contrarías a las de Guinart, y no precisamente por miedo a las tormentas ni a los rayos del cielo, pero no soy de los que van con el soplo. Yo soy ciego y sordo en este asunto.
El alférez me miraba pensando: «Este tío miente. Es de los que saben nadar y guardar la ropa». Yo salía riendo (mi risa imitaba sin querer la del basurero). Todos reían fácilmente y con cualquier pretexto, menos el alférez, engolosinado con el dinero y temeroso de perderlo.
Caminaba por el atrio tratando de escuchar todavía lo que se decía detrás de mí. Villar apareció no sé por dónde —quizás había entrado por la sacristía— y declaraba, refiriéndose a mí:
—Ha hecho Urgel más por Guinart que por todos nosotros juntos, y es porque se enteró de que Guinart tuvo que ver hace tiempo con lo del cuartel del Carmen en Zaragoza. ¿Se acuerdan de aquel jorobado medio loco que se jugó la jeta y la perdió?
Con una determinación súbita, el basurero se ponía a dar órdenes:
—Anda, Blas; llama al centinela y al cabo de guardia, y acabemos de una vez.
—Veo que comprenden —dijo el alférez, feliz, creyendo que iban a poner en acción su plan de «cubrirle» con la sangre de aquellos dos hombres—; pero mucho ojo, que llevan armas y podrían defenderse. Hay que atraparlos por sorpresa y de espaldas. Eh, Blas, diles que soy yo quien los llama, de otro modo no vendrán. Tú, basurero, encárgate del cabo.
—¿Que me cargue al cabo? —preguntó el basurero riendo y entendiendo mal y bien al mismo tiempo las palabras del alférez—. ¿Yo? ¿Con qué? Voy sin armas.
—Toma mi pistola.
Y el alférez se la dio, lo que no dejó de causarme sorpresa. Era una serie de gravísimas imprudencias. El alférez debía haber bebido. Blas pasó a mi lado, camino de la guardia, sin verme. Estaba yo en el atrio escuchando, con los pelos de punta y sin acabar de entender. Al parecer, el basurero iba a matar al cabo y el alférez al soldado. Pensé por un instante correr a avisar a los soldados, pero mi voluntad —solicitada desde tantos planos diferentes y opuestos— se quedaba indecisa y paralizada. Las explosiones seguían fuera.
—Este bombardeo —declaró el alférez— puede facilitar la cosa. Este bombardeo y la noche sin luna.
—La luna sale a las doce —dijo alguien, en las sombras.
—¿Dónde está el dinero? —preguntaba el oficial.
Se negaba a entregarlo el basurero, todavía, y discutieron.
El alférez suplicaba diciendo que tal vez sería relevado al amanecer y quería el dinero para una gran necesidad urgente. Pero volvía Blas con el soldado y el cabo. Cuando entraron, el alférez cerró la puerta.
Hablaba el basurero con la pistola en la mano y Guinart lo miraba con una expresión entre alucinada y recelosa.
—¿Han oído las tres campanadas? —el cabo afirmaba—. Pues esa era la señal.
—¿Qué señal? —dijo el cabo.
—La de vuestro fin. Al sonar esas campanadas teníamos que salir de aquí, matarles a ustedes dos y escapar. ¿Ven? Ahora mismo el alférez me hace una seña para que dispare esta pistola contra tu nuca, ¿la ves?
Y alzaba la mano armada. El rostro de Guinart estaba blanco y blando como la masa de harina antes de entrar en el horno.
—Un momento, caballeros —gritaba el alférez, histérico.
—Ahora os llama «caballeros» —decía el basurero, riendo—, pero no sois para él caballeros, ni muleros, ni burreros, sino carne de muladar. El oficial nos dijo que mediante cierta cantidad que tengo aquí —y mostraba los billetes— nos permitiría salir de la prisión con la condición de mataros a los dos y salvar de esa manera su responsabilidad. ¿Qué os parece?
Fuera arreciaba el bombardeo y algunas granadas caían cerca de la capilla mientras el alférez parecía enloquecer:
—¡Un momento! No olviden que es el comandante de la guardia quien les habla.
—Sobre vuestros cadáveres —repetía el basurero.
—Pero ¿quién nos iba a matar? —preguntaba el soldado sin acabar de comprender.
—Voy a explicarlo todo —vociferaba el alférez—. Atención, que voy a explicarlo todo.
—Se supone que una vez muertos vosotros —seguía el basurero—, nosotros saldríamos de aquí con el preso, montaríamos en mi camión y el oficial se embolsaría el dinero. Pero el preso Guinart, aquí presente, se niega diciendo que prefiere ir al muro mañana y dejarse fusilar antes que permitir que los maten a ustedes. Con esto ha puesto el prodigio en mi mano. Alguna vez ha de hacer prodigios el basurero. Todo es diferente ahora. Cabo —ordenaba el basurero, riendo—, quítale al oficial las llaves y yo arreglaré las cosas en un momento. Pronto, que la noche avanza.
Una voz llegaba desde el baptisterio:
—Ojo con el oficial, que cuando se vea fuera avisará a los otros y en ese caso estamos todos perdidos.
—Yo también soy hombre del pueblo, señor Guinart —decía el alférez borracho, temblando—. Comprendan ustedes, cabo y centinela. Pero esos del baptisterio no estaban en el plan. No olviden ustedes que yo soy el comandante y que puedo todavía dar parte por escrito y que será a mí a quien creerán los superiores.
Una voz llamaba desde fuera:
—¡Oficial de guardia!
Era una voz apremiante y se oían al mismo tiempo pasos con botas de jerarca. El alférez suplicaba:
—No me denuncien. ¡Juro por Dios que yo tampoco diré nada!
Sonreía el basurero pensando que el alférez estaba marcado por el vino, enloquecido por el dinero y estupefacto por el riesgo. ¿Cómo iban a denunciarlo sin denunciarse a sí mismos?
—Disimula también tú, o te abrasaré el corazón, pase lo que pase —decía el basurero clavándole al alférez la pistola en la espalda.
En la puerta apareció un ayudante con casco y equipo de combate. Llevaba un pliego y un cuaderno en la mano. No se fijó en nada. No le extrañó nada.
—Firme el recibo e impóngase del contenido dentro de dos horas. Vamos, pronto.
El oficial sentía la pistola del basurero en la espalda. Un gesto, una palabra y aquel hombre astroso de perilla rubia apretaría el gatillo sin dejar de reír. Después, los fusilarían a ellos, pero el alférez habría ido por delante. Y vida no hay más que una. El pliego estaba cerrado y en el sobre se indicaba cuándo debía ser abierto.
Fuera seguían estallando las granadas. Al ayudante debía haberle alcanzado alguna esquirla y llevaba un hilillo de sangre debajo de la oreja, descendiendo cuello abajo. No se daba cuenta. Nadie se daba cuenta de lo absurdo y lo inverosímil de la situación, al parecer, más que Guinart dentro de la capilla y yo en el atrio. Y los dos estábamos perplejos.
—No abra el pliego —repetía el ayudante— hasta dentro de dos horas. Vamos, ¿en qué piensa?
Vacilaba aún el alférez y el ayudante, tuteándolo, añadió con súbita energía:
—¡Firma, huevón!
Firmó el alférez y el ayudante salió a grandes trancos. Al verme a mí en el atrio pareció sorprendido: «¿Qué hace usted ahí? Orden de evacuación. Venga conmigo». Yo le seguí. Detrás quedaba el alférez, repitiendo:
—Ustedes son mis subordinados y yo su comandante en comisión de servicio.
Blas salió a informarse de lo que pasaba y volvió a decir que las tropas se marchaban y con ellas también yo.
—Ya no quedan —decía— sino algunos tanques que cubren la retaguardia. Parece que llegó un parte como que había que rectificar la línea.
Lo que parecía más extraño es que me obligaran a incorporarme a la columna abandonando todo mi equipo. Allí quedaron mis dietáfonos, mis rollos magnetofónicos.
Ocuparon las tropas una segunda línea fortificada y al ver que nos quedábamos tres millas o cuatro más atrás me alegré, porque no quería alejarme de aquel frente pensando en mi fuga con Torla. Había algunas cosas incongruentes. Por ejemplo, no podía comprender que hubieran dejado a los presos detrás; pero cuando vi más tarde que la artillería apenas emplazada comenzaba a tirar sobre Casalmunia, pensé: «Pobres diablos, no va a quedar un preso vivo». Todo nuestro esfuerzo inútil.
Dos días después me llamó por teléfono el piloto y me dijo, según habíamos convenido, que la boda de mi hermana —yo pensaba en Maruja— sería al día siguiente a las tres y veinte minutos. Respiré por fin, ya que estaba seguro de verme envuelto en la intriga de Casalmunia.
Recuerdo que habiéndome acostumbrado en Casalmunia a la vida quieta y sedentaria de los burócratas, la perspectiva de un vuelo clandestino e ilegal por los aires pugnaces de la guerra me desazonaba un poco. Imaginaba, sin embargo, a Valentina esperándome en el aeródromo de llegada y entonces las inquietudes desaparecerían. Habría volado, si fuera preciso, colgado del avión, en un trapecio. Por desgracia, aquello de Valentina no era verdad.
Cuando pedí permiso para asistir a la boda de mi hermana, me lo concedieron sin dificultad.
El día anterior había vuelto a ver al jefe militar amigo de mi padre, quien me miró, yo creo, de una manera reticente. «Tal vez ha visto a mi padre —pensé— y han estado hablando de mí. ¿Qué le habría dicho, mi padre?». Estaba seguro de que algo adverso e inmediato iba a sucederme. Por lo menos iban a movilizarme, ya que al parecer suprimían los servicios de identificación —el coronel andaluz decía que aquello era un paripé— y me dejaban cesante.
Recogí el dinero del que disponía, que no era mucho, y esperé el momento. Al día siguiente salí con uno de los camiones de intendencia llevando un paquete con el overol de los mecánicos de aviación, y me puse en el camino.
No tardé en llegar, pero en el aeródromo pasé un mal rato al acercarme a la barraca de los pilotos, en cuyo vestíbulo tuve que esperar. Era uno de esos lugares de paso, con luces y ecos contrarios e imprevisibles donde se desbaratan a veces las mejores intrigas. Para remate de pleito, vi en la pared una estampa que parecía la Virgen María, pero era la misma cantante de la ópera Ildegonda.
Cuando salió Torla, dijo, sin mirarme: «Sígueme hasta el avión, no hables con los otros, sube por donde suba yo y siéntate en el lado contrario del sillín. Hazlo todo despacio y sin nervios».
Fingíamos los dos el aire aburrido y taciturno de los que están entregados a una tarea rutinaria. Subimos al avión. Cuando estuve dentro, el piloto cerró la toldilla, puso en marcha el motor y arrancó.
Todavía se permitió un lujo deportivo. Al despegar, y antes de alcanzar una altura de veinte metros, viró hasta poner el avión sobre un ala casi rozando el suelo y tomó la dirección contraria a la del despegue. Yo me llevé un gran susto porque creí que nos caíamos.
—Es la salida pera —dijo Torla, feliz a pesar de su hígado.
La broma podía habernos costado la vida, pero en posición normal el avión subía rápidamente. Mirábamos con recelo el horizonte a nuestra derecha, que era donde estaba el peligro. La gasolina se consumía rápidamente y media hora después estábamos aún en las estribaciones de los Pirineos. No tardamos, sin embargo, en volar sobre las crestas nevadas. Yo respiraba mejor viéndome en un cielo y en una tierra donde mi padre no podría alcanzarme.
En cuanto a mis amigos de Casalmunia, consideraba a Guinart muerto como el mismo Checa después de los bombardeos de la artillería nacional.
El misterio del basurero no acababa de entenderlo y si insistía en tratarlo de comprender sentía mi cabeza como una devanadera.
Volábamos hacia Pau. El hecho de caer por una falla mecánica en tierra francesa no nos parecía tan peligroso como en tierra española; lo que no deja de ser absurdo, porque habría sido también un accidente mortal.
Aunque por radio preguntaban los franceses quiénes éramos y qué buscábamos, decidimos no responder y aplazar las explicaciones para cuando llegáramos.
Aterrizamos sin novedad. Todo el interés que parecían tener por radio los franceses desapareció cuando nos vieron salir del avión. Procuraban dar la impresión de que no se habían dado cuenta de nuestra presencia. Por fin, nos acercamos un poco extrañados a las oficinas del aeródromo.
Poco después de darnos a conocer, comenzó la gente a mirarnos amistosamente y a sonreímos, especialmente cuando supieron que escapábamos de la zona nacionalista.
—¿Desertores? —preguntaban algunos alegremente.
Un resto de pudor obligaba al piloto a negar: «Una panne». Uno de los franceses guiñó un ojo y un viejo, que resultó ser pariente de un diputado socialista, llamado Berdier, dijo en voz alta:
—Algunas pannes como esta y los rojos españoles ganarán pronto la guerra.
Llegaron después varios oficiales de aviación y con su aire de superioridad distante trataban de dar a entender que los fugitivos españoles carecían de interés, que la guerra española les tenía sin cuidado y que los millares de muertos españoles eran una broma sin importancia, aunque desgraciadamente había entre ellos algunos voluntarios franceses. Llegaban a inspeccionar el avión por orden de la comandancia militar de los Bajos Pirineos.
Hacían fotos del aparato por la derecha, por la izquierda, de frente y de espaldas. Torla aguantaba la risa:
—El interés está dentro, en el motor y en la sincronización de las ametralladoras. También en el sistema de recuperación del tren de aterrizaje, que es un mecanismo nuevo.
Seguían los militares haciendo fotos y tomándose el mayor trabajo para demostrarnos que no existíamos. Para mí la cosa comenzaba a ser cómica. Luego, oyendo las preguntas de los oficiales franceses, Torla se impacientaba y yo reía, porque desde que habíamos aterrizado tenía una disposición fácil a la risa. Me pasa siempre que viajo en avión durante la primera hora después de llegar al punto de destino.
—A estos tíos —dije yo— no les gusta que hayamos salido del lado nacional.
Un viejo oficial francés repetía con ganas de molestarnos:
—Ustedes han robado un avión y debían ir a la cárcel, pero esperamos noticias de las autoridades españolas.
Yo replicaba:
—Si quieren acudir a las autoridades de España, aquí mismo hay un cónsul. Él les dirá a ustedes lo que hay que hacer.
El cónsul era republicano, ya que el gobierno de la República seguía siendo el único reconocido por Francia. Mi amigo miraba de reojo indignado. A veces parecía resentido conmigo también, pero lo estaba con la humanidad entera. Yo quería telegrafiar a Barcelona, volar a San Juan de Luz a ver si estaba Valentina. Como era imposible hacerlo todo a un tiempo, decidí comer en un buen restaurante, cosa que no había hecho desde hacía tiempo.
Fui a cambiar mi dinero y aunque temía que no lo aceptaran me encontré con la sorpresa de que todavía la peseta valía más que el franco —pobre moneda francesa, condenada eternamente a la depreciación.
Y con los bolsillos llenos de billetes azulinos, fuimos a un lugar donde comimos opíparamente.
Después de comer llamé al cónsul por teléfono y fuimos los dos a verlo. Era un vasco grande, redondo, rubiáceo. Honesto como una ballena de agua dulce.
Pareció feliz con nuestra deserción y aunque ofreció grandes albricias y premios al piloto si pasaba a combatir al lado de la República, mi amigo resistió, a pesar de lo cual el cónsul le ayudó con los problemas legales igual que a mí y nos dio documentos que nos permitían toda clase de movimientos en territorio francés los necesitaba, porque pensaba ir a Barcelona.
El cónsul era de Bilbao y conocía de oídas al notario don Arturo. Sabía que él y su familia —incluida Valentina— seguían en aquella ciudad. «No piensa políticamente como nosotros», dijo sin hacer comentario alguno. Hombre cauto, también.
Por la noche comimos con él y el piloto bebió bastante y a los postres le dio por confesarse:
—Yo no soy para vivir en Europa —decía— ni Europa es un país para vivir, sino sólo para aprender a vivir. Europa es la escuela y yo he aprendido y quiero marcharme a explotar mis conocimientos en el otro lado del mar, adonde han ido antes mis parientes. Voy allí bien enseñado y aprendido.
—¿Qué aprendizaje es ese? —decía yo para tirarle de la lengua.
—¿Qué aprendizaje quieres que sea? Cada cual pasa el suyo y aprendemos o nos estrellamos luego en la vida. Eso es todo lo que puedo decirte.
—Pero ¿cuál fue el tuyo?
—De chico fui a la escuela y el cura me enseñaba latín y quiso salvar mi alma; es decir, quiso hacerme fraile. En el convento se interesaban más por mi cuerpo que por mi alma y descalabré a un padre de novicios. El prior me dio una golpiza que para qué les voy a contar. Me escapé con toda mi integridad —todavía no sé como— y me hice soldado. En el período de instrucción, un cabo me dio de bofetadas, yo se las devolví y me encerraron en un calabozo. Cuando estuve ya instruido me enviaron a Marruecos, donde me dieron dos balazos. Luego entré en eso que llaman capítulo de complemento y me hice teniente, pero al mismo tiempo me enamoré de una sílfide y poco después me enteré de que me ponía ya los cuernos, lo que revelaba una rara precocidad. Me enamoré de otra que parecía más tonta y me casé con ella tomando las debidas precauciones, pero no me valió y me puso los cuernos también. Entonces lo tomé filosóficamente y quise pagarle con la misma moneda; es decir, que me eché una querida; pero me contagió la gonorrea. Yo se la trasladé a mi mujer y ella a su amigo y al fin los dejé a los dos con aquel recuerdo. Entonces comenzó la guerra y en cuanto pude entré en una de esas academias rápidas para hacerme aviador con ánimo de escapar un día, aunque este —se refería a mí— cree que me ha conquistado con sus habilidades. Ahora estoy fuera de España y no pienso volver sino marcharme a América, donde, con la experiencia de mi aprendizaje en Europa, espero comenzar otra vez a vivir. Tengo parientes que andan en negocios. Uno de ellos me espera en Río de Janeiro. Los negocios míos serán sólo un disfraz y una apariencia y en cuanto llegue compraré un revólver de seis tiros y una navaja de siete puntos y que me los echen de dos en dos. Por las buenas o por las malas, antes de tres años seré rico. Acuérdense de lo que les digo: antes de tres años.
El cónsul, que era muy católico, se escandalizaba aunque fingía tolerancia, diciendo:
—Se dan casos, con un poco de suerte; pero esos tiempos ya pasaron, digo en Río de Janeiro.
Su gran calva rojiza se hacía más conspicua.
Entretanto, yo pensaba en el avión que debía llevarme el día siguiente a Barcelona.
En nuestro tiempo es curioso observar cómo un hombre cambia de atmósfera social —con sus implicaciones morales y psicológicas— en pocas horas gracias a la facilidad de desplazamiento. En Pau me despedí del piloto y del cónsul y tomé el tren para Toulouse donde tenía asiento reservado en un avión de la Air France. El cónsul parecía personalmente agradecido por mi decisión de ir a combatir a Madrid y me regaló un pequeño frasco de brandy, que guardé para el avión.
En Toulouse dormí en el hotel de la Gare du Midi. Es Toulouse la ciudad más reaccionaria del mundo —eso creo al menos desde que leí a Voltaire y lo ajusté a mis experiencias personales—; y al día siguiente antes de hacerse de día, partí para el aeródromo en un autocar donde iban también los pilotos y otros viajeros.
Era todavía de noche cuando despegamos, pero al subir a unos mil metros de altura recibimos el primer rayo de sol, dorado y virgen. Fuimos paralelos a la frontera hasta Port-Bou y al llegar a la vista del mar era ya día claro. Tenía la mañana una luz de ópalo, detrás de la cual las auroras catalanas, las más legítimas del Mediterráneo, iban expandiéndose.
No hallamos otros aviones militares ni civiles por el camino. El mundo entero parecía en calma. Debajo de nosotros iba abriéndose el paisaje de Cataluña festoneado de espumas de mar, con sus viñedos, sus pinares, sus pequeñas urbes agrícolas o industriales. Era todo de una serenidad de atlas escolar. Cuando el avión descendía un poco, se veían las chimeneas de las fábricas o las colinas flanqueadas de pitas azules. Yo me decía: «Esta es la parte de mi inmenso hogar español donde no está mi padre. La España que trabaja y canta. Que canta al aire libre, como los antiguos griegos. Cantos profanos, húmedos como las algas, o el canto de gloria de san Dámaso entre viñedos y almendrales».
No la España de mi padre, prehistórico y castrense. (Aunque lo castrense y prehistórico tenga un encanto que yo sé gozar, también).
Aterrizamos bajo un cielo nuboso en el aeródromo de Llobregat. Como siempre que llegaba a Barcelona, recordaba las palabras clásicas: «Ciudad archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y sobre todo correspondencia grata de firmes amistades, en sitio y belleza única». Después del vencimiento del caballero de la Triste Figura, dice Don Quijote todavía: «Aunque los sucesos que en Barcelona me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella sólo por haber conocido la ciudad».
La decepción por los bombardeos frecuentes y por la escasez de víveres no había llegado a desmoralizar a la población civil, que sabía poner al mal tiempo buena cara. Se veían banderas por las calles y en los muros carteles de propaganda política. Había muchas facciones con siglas diferentes. No dejé de observar que aunque el gobierno central se había instalado allí, los catalanistas más apasionados se abstenían de hacerles sentir el mérito de su hospitalidad. Por cortesía, parecían olvidar que eran los dueños de la casa. Cervantes tenía razón una vez más.
Entre los múltiples pasquines que se veían en las calles, me salió al encuentro uno que tenía una enorme fotografía de mi amigo Guinart. Es decir, de Bazán; porque ese nombre estaba escrito encima de la foto: «En memoria del secretario del PLMC». Yo me sobresalté viendo que había muerto Guinart, amigo de Checa. Naturalmente, fui aquella noche —muy dolido— a rendir también pleitesía al amigo sacrificado en Casalmunia. No dudaba de que Bazán, el obseso, «contemplado a distancia por el diablo», ya no vivía. El basurero, no había podido salvarlo, quizás. Era lo más probable.
Suponía que en Barcelona se habían enterado de su muerte por la radio y me sentí secreta y profundamente herido, aunque mi sensibilidad, como la de casi todo el mundo, estaba ya entonces educada para tolerar o dominar aquella clase de emociones. Llegué al lugar del homenaje cuando el acto había comenzado. Y me sorprendió ver que los oradores se referían a la ejecución de Guinart como si esta hubiera tenido lugar seis meses antes. Estando mal informados en aquello, podían tal vez estarlo en lo demás y la esperanza de que Guinart estuviera vivo renacía. Yo escuchaba aquellos discursos llenos de sentimientos encontrados (esperanza y pesadumbre en relación con el posible destino de Guinart).
Se veían el local atestado de obreros militantes, muchos de ellos armados. Era el de Guinart un partido bien articulado, pero representaba una minoría en la España republicana. Una minoría socialista de oposición. La presidencia del acto estaba ocupada por algunas personalidades políticas conocidas y al fondo de la escena había un retrato de Bazán muy grande —una cabeza cuidadosamente ampliada—, que ocupaba todo el muro.
Veía yo aquello y sentía una emoción parecida a la que me produjo años antes ver el nombre del Checa en la primera página de los periódicos de Zaragoza. Pura historia, como diría Blas, el de Casalmunia. Aunque Bazán no era hombre de acción, ni menos de terror. Era un teórico importante, un organizador, un hombre culto. Checa había sido valiente, pero rencoroso y su rencor (que oscurecía su personalidad) parecía justificado por las injusticias que había sufrido. Pero Bazán era una buena cabeza analítica y serena. No estaba con Cristo ni con Buda, pero tampoco con Maquiavelo ni con Nietzsche. Estaba, por decirlo así, con un Sócrates que hubiera vivido en tiempos de Espartaco e inteligentemente trabajado por su victoria.
El proletariado tenía también su legítima aristocracia. El proletariado. A mí no me gustaba esta expresión, que me parecía llevar consigo un prejuicio discriminatorio de origen pequeño burgués típicamente «siglo XIX». Era mejor decir «el pueblo». ¿Había algo mejor en el mundo que un hombre del pueblo? En España, incluso la aristocracia feudal había imitado tradicionalmente al pueblo para asimilar alguna clase de distinción no sólo moral sino en sus costumbres y maneras. La duquesa de Alba había sido ante todo una maja. La condesa de Montijo, también. En otros países, como Inglaterra y Francia, la gente de blasones se aparta del pueblo para caracterizar su nobleza. Son nobles «por exclusión y eliminación», se podría decir. En España, la nobleza, inteligente o estúpida, imitaba al pueblo porque la verdadera virtud de singularización y capacidad de estilo, así como la libertad y la gracia, estaban en él.
Los aristócratas españoles que se apartan del pueblo acaban en caricaturas decadentes.
El acto en memoria de Bazán me resultaba doblemente interesante porque con una motivación errónea producía efectos más inusuales y raros. Así, pues, era como un acto político con dimensiones líricas. Hablaron varias personas, entre ellas un especialista en trabajo sindical, hombre alto, flaco y fantasmal, agrio y un poco torquemadesco, que parecía feliz exhibiendo el supuesto cadáver del jefe; otro movedizo y ágil, de tono intelectual, que había pasado la mayor parte de su vida en Francia y gargarizaba un poco las erres; un tercero, joven también y de aire romántico —uno de esos metalúrgicos ceñudos que paseaban con su novia por las Ramblas—; un profesor —economista conocido—; en fin, todos los que representaban algo funcional y direccional en aquella fracción que era tal vez la mejor dotada intelectualmente de Barcelona y a la que los partidos que compartían el poder miraban con recelo.
Tomaban una actitud despiadadamente crítica no sólo para referirse a los nacionales sino también a los nuestros. Y esto último, a mí, que no estaba acostumbrado a los problemas de la España populista en pie de guerra ni a las rivalidades agudizadas por la revolución, me chocaba un poco; aunque comprendía que en un movimiento tan vital y radical la lucha interior era inevitable y tal vez saludable.
Relacionaba yo lo que decían en el escenario sobre Bazán con la persona de mi amigo. Destacado quince años antes de la masa popular, había sido calumniado por sus enemigos —tan calumniado como el Palmao— hasta extremos barrocos y bellacos, que no habían afectado, sin embargo, su moral. Los que presidían el acto procedían de los mismos medios que Peiró, Pestaña, Durruti, y desde luego de mi amigo Checa. De Pestaña había dicho años atrás el mongoloide Lenin: «Es uno de esos obreros puritanos de la revolución, de veras admirable». Y Pestaña era enemigo del mongoloide genial y lo fue siempre.
Cataluña era rica y en la región más rica de España se producían los mejores revolucionarios, lo que me hacía pensar que había la posibilidad de una revolución no por el odio y el miedo (como la del mongoloide) sino por la riqueza, la cultura y el amor. Una superación afirmativa y serenamente inteligente. A eso me atenía yo. Sin embargo, no había que hacerse ilusiones. Buda, Proudhon, Gandhi eran el lado femenino del pensamiento. El lado virginal y violable. En la encrucijada en la que estábamos, había para cada uno de nosotros una bala perdida a la vuelta de cada esquina. Perdida o bien dirigida. Cuidado, pues, en nombre de Maquiavelo, Nietzsche y hasta en nombre del abuelo infernal: Stalin.
Una voz decía desde el escenario: «Hay una justicia histórica que…». Bien, pero esa justicia no ayuda mucho a los muertos. Decir aquello y en aquellos momentos parecía un poco candoroso. «Pero es verdad —pensaba yo— que los crímenes cometidos en la madrugada con la impunidad de los grandes estafermos (Hitler, Stalin, etc.) van a acabar, a la larga, con los grandes Estados que los ordenan y organizan y legalizan. Los Estados y los estafermos tienen el mismo prefijo, en definitiva».
Aunque hubiera en todos nosotros un poco de tontería implícita (simplicidad feminoide de Buda), el futuro era como una inundación creciente de aguas turbias que dejarían la tierra llena de limos fertilizadores.
Y en esa inundación había algunos contraecos de masculinidad. Lo mejor sería encontrar una síntesis, si era posible.
Hubo una alarma durante la cual la reunión se interrumpió y las luces se apagaron y se oyeron caer bombas de aviación cerca. Arriesgar la vida en Barcelona tenía alguna calidad orgiástica que no había sentido en Casalmunia. Había que vigilarse a sí mismo, para que la orgía no consumiera algunas de nuestras energías morales. Durante aquellas noches se sucedían las alarmas cada dos o tres horas, para impedir que la gente durmiera. Los aviones eran Fiats del esperpéntico Mussolini.
Al encenderse de nuevo las luces, vi cerca de mí nada menos que a Ramón I, el colega de reboticas y otras altas empresas.
—¿Tú aquí? —le dije—. Yo te hacía en Melilla.
Me sentía en delito con él por haber usado su nombre, y no se lo dije por el momento. Salimos al pasillo para poder hablar más cómodamente. «Ya sé —me dijo— que acabaste la carrera, que inventaste un arma un poco siniestra para matar sin peligro y que al comenzar la guerra te atraparon en el otro lado de los frentes. Si yo fuera jefe de policía te metería en la cárcel, a causa de ese invento, para el resto de tu vida, preventivamente, claro». Esa «cadena perpetua preventiva» nos hizo reír y comenzamos a recordar los buenos tiempos del Ateneo, cuando discutíamos con el melifluo y enrabiado Unamuno. Le habíamos dado a don Miguel malos ratos. Como había muerto en Salamanca la única muerte que podía morir (tenía pánico a la conciencia del acabóse), sentíamos respeto por su memoria, pero los hombres públicos tienen que aceptar riesgos. Recordaba yo que mi amigo estaba enterado —rara avis— de las corrientes que había por el mundo literario anglosajón, y cuando Unamuno, siempre pontificando, comenzaba a hablar del genuino yo, del otro yo, del que el vecino ve en nosotros, etcétera, Ramón le interrumpía diciendo: «Todo eso lo he leído antes en Wendel Holmes». Unamuno se ponía nervioso y comenzaba a decir que nosotros —supongo los revolucionarios—, éramos locos, tan locos como los frailes trapenses y que nos diferenciábamos de ellos y de los que estaban en los manicomios sólo en que andábamos sueltos. Mi amigo comentaba tranquilamente: «Esa idea también es de Holmes, don Miguel».
Cambiaba Unamuno de tema y decía, por ejemplo, algo sobre la voluntad de ser, y Ramón le advertía: «Me alegro de coincidir con usted en Spinoza». Como dijera una vez, el viejo profesor, algo impertinente y agresivo con su voz atenorada entre tímida y despótica, mi amigo subrayó: «Veo que hasta en sus rencores es usted subsidiario de otros, porque eso lo dijo hace tiempo Schopenhauer. Cerebro mucho tenerlos mismos autores favoritos que tiene usted, pero siento decirle que en todo lo que he leído de usted hasta ahora no hay una sola idea suya original».
Recuerdo que atrapó Unamuno una de aquellas rabietas profesorales que lo hacían parecer un poco infantil. Después me decía Ramón: «Todo el Sentimiento trágico de la vida es puro Spinoza sin una sola añadidura original. Pero como ahora la vida intelectual española es colonial o colonizable y nadie tiene opiniones propias, se guían por patrones académicos —por diplomas— y el rector de Salamanca tiene que tener alguna autoridad. Nadie ha leído a Spinoza ni a Holmes (que murió hacia 1898, en Norteamérica) y Unamuno lo sabe y se aprovecha».
La verdad es que las novelas de Unamuno son puro lugar común y expresado con una torpeza de estudiante de cuarto año de bachillerato. Sus poemas, también. Era entonces Unamuno el figurón de una especie de genialidad adrede y obstinada. La caja de los truenos de Unamuno era tramoya y fraude y opera á quatre sous, según Ramón. Por desidia intelectual, algunos siguen creyendo que Unamuno era un portento. Es más fácil aplaudir que discriminar, más cómodo decir que sí que justificar el quizá.
Yo cambié el registro. Llevando la atención de mi amigo hacia los que presidían el acto, le pregunté:
—¿Estás tú con ellos?
—¿Yo? Bastante hago si estoy conmigo mismo. Me han herido y ando convaleciente. ¿No ves que llevo un bastón? Estaba en el Segre como jefe de brigada.
Le dije que días antes había estado con Bazán en Casalmunia y que se hallaba vivo aunque encarcelado y esperando la ejecución. Ramón se quedó congelado:
—¿No lo mataron hace seis meses en Aragón? ¿No? Chico, más vale que no les digas nada. Tengamos la fiesta en paz. Sería inoportuno después de todo lo que se ha escrito y dicho sobre él. La política es la adecuación sistematizada de lo posible y esto los desconcertaría de veras.
Yo pensaba en Bazán diciéndome: «Allá quedó un hombre que teme a la muerte como cada cual, pero que al mismo tiempo no puede alegrarse de estar vivo»: No era que sus colegas prefirieran su muerte, pero sin duda habrían querido matarlo como político y conservarlo como amigo entrañable. Rara situación aquella.
Conocí en aquel lugar a un voluntario inglés convaleciente de un balazo en el cuello que escribía versos y que al parecer era estimado en su patria como novelista y ensayista. Se llamaba Orwell. Llevaba todavía una venda en la garganta. Decía con humor: «Todos me dicen, comenzando por los médicos, que he tenido mucha suerte, pero supongo que mi suerte podría haber sido un poco mejor». Recuerdo que Orwell escribió un poema en el que decía de Ramón:
Tú naciste en tu aldea sabiéndolo ya todo,
todo lo que yo aprendo poco a poco en los libros…
También decía de él en otro lugar (no recuerdo el poema entero):
¿Qué puede darte el mundo?
Menos siempre será de lo que tú te has dado.
Añadía que el nombre y las hazañas de Ramón serían olvidados antes de que sus huesos se secaran del todo, pero que no había bombas capaces de trizar ni quebrantar su espíritu.
Era Orwell un buen hombre y espero que se salvara. Lo que decía era verdad. Ramón era un pequeño gran hombre. ¡Tanta generosidad, tanto olvido de sí! Pero a veces me decía yo a mí mismo: «¿Para qué? Medio metro de escombros nos bastará a cada cual para cubrir esa generosidad, disolverla y hacerla olvidar, polvo en el polvo». Aunque el mío, como el de Quevedo, polvo será, mas polvo enamorado.
Lo digo pensando, naturalmente, en Valentina.
En estos países viejos como España y Francia, el suelo que pisamos y el polvo que respiramos en el aire están hechos con residuos humanos en desintegración. ¿Quién respirará los míos? ¿Quién fabricará con la tierra de mi carne y el calcio de mis huesos el umbral de su choza? ¿Qué pies carnosos y juguetones de infantuelo me trillarán? Alguien percibirá en ese polvo —en todo caso— una clase de gloria indiscernible que le embriagará, sin embargo, como me embriaga a mí en este instante la de los pobres diablos que fueron antes.
Una gloria inmerecida, claro, e ilusoria.
Ese Orwell tenía —recuerdo ahora— algunas manías un poco tontas. Por ejemplo, le molestaba que los oficiales del Ejército español usaran el mismo uniforme que los ingleses. No sabía que ese uniforme lo llevaban desde principios de siglo en todas partes, lo mismo en Alemania que en Turquía. Los ingleses suelen tener algún detalle chocante en su varonía, digo alguna manía de pequeños burgueses insulares, aunque en las demás cosas sean frecuentemente admirables.
Pero volvamos al mitin. Mi amigo Ramón recordó algo que yo había olvidado: la pistola de la alevosía. «Si la vendieras —me dijo— te harías millonario. Un millonario abyecto, claro, como la mayoría». Cada vez que Ramón daba una opinión directa (las suyas solían serlo) tomaba no sé por qué un aire iluminado y radiante. Esperaba a ver lo que yo decía y al ver que me limitaba a negar con la cabeza, pareció satisfecho. La verdad es que yo no estaba del todo convencido, porque elegir la pobreza honrada me parecía un poco sórdido y sin bastante justificación ante mí mismo.
Era Ramón hombre de valor físico y de costumbres puras, aunque en un momento dado capaz tal vez de violar a una niña o de robar la caja de su tío, si su tío tenía una caja. Habría sido mi amigo un gran pecador o un santo en otros tiempos. De momento era un soldado que se batía y había sido herido un par de veces. Pensaba volver al frente, y decía sonriendo: «A la tercera va la vencida». Tal vez por eso hacía todas las cosas, incluso las más simples como caminar o hablar, con una especie de precipitación, como si fuera a faltarle tiempo. Unamuno no habría sabido qué decir ahora delante de mi amigo, de aquel soldado heroico a quien Orwell dedicó un poema.
Cuando Ramón se enteró del poema de Orwell se encogió de hombros:
—¡Bah!, esos son malentendidos de gentes de diferentes culturas.
Pero había también por allí una muchacha angelicalmente fea, muy culta, judía francesa que se llamaba Simone Weil y que dijo de Ramón: «Mon Dieu, qu’il est beau». Y aunque era una muchacha de costumbres ascéticas que se situaba voluntariamente al margen de toda posibilidad voluptuosa, al enterarse Ramón se sintió muy feliz y anduvo algunos días como ebrio. La verdad es que yo no veía belleza alguna en Ramón, pero nunca se sabe lo que las mujeres ven en los hombres. «Mon Dieu, qu’il est beau!» no le iba a mi amigo.
No hay que pensar que todos los Ramones eran perfectos. Los había también ridículos y grotescos, y uno, de veras abyecto, y lo bueno es que se parecía también a mí. Quisiéralo yo o no. Era —creo— el que llamaba Ramón VIII. Estaba también en la sala y era un golfo del género decorativo; es decir, un golfante. Gozaba o sufría grandes pasiones amorosas, que como suele suceder acaban mal, y solía ser con mujeres que tenían posición social y fortuna. Era fama que a dos de ellas les había sacado cantidades considerables de dinero, y un día que yo se lo reproché me respondió:
—Hombre, todo tiene su explicación. El amor es un asunto cómico-trágico-histérico-ignominioso-sublime, todo junto. Por cada vez que estas hembras me han puesto un cuernito, les he deducido una cantidad de la deuda que tenía con ellas (me habían hecho préstamos). A una le he quedado a deber ciento veinte mil pesetas y a la otra menos. No es mucho para lo que ellas merecían.
—¿Qué merecían?
—Bueno, para lo que se acostumbra, digo.
—¿Se acostumbra? ¿En qué consiste la costumbre?
Mi amigo descendía a niveles incomprensibles, como solía hacer Vicente cuando tiempos atrás me hablaba en Madrid de la danza de los culos uruguayos. Ramón explicaba:
—Digo con las calandracas. El amor desde antes de la Celestina es una tragicomedia, más risible que lacrimosa, tú comprendes. A las que tienen dinero y golfean a costa del amante titular y oficial, les ponemos multas secretas (sin hablar de ello, claro) y palabra: calandracas. Mujeres diabólicas y fatales, pero que nos negamos a tomar en serio. ¿Está claro?
Lo curioso es que Ramón VIII era, como el rey británico que con el nombre de Enrique llevaba los mismos numerales, un enamorado transido. Cuando ellas lo traicionaban, probaba a ser golfante y a izar una banderita de pirata. Con la guerra se le desarrolló a Ramón VIII una especie de pesadumbre y de contrición tardía que le daba un aire compungido. Un tipo raro, aquel. Lo mataron; y ahora yo pienso en él con respeto, a pesar de todo.
El día siguiente, quizá por haber dicho Ramón I alguna palabra indiscreta sobre el asunto de mi invento, vinieron tres personas a verme al hotel Bristol donde me hospedaba. Querían ver si estaba o no dispuesto a tratar la cuestión comercialmente. No me ofrecieron dinero, porque sabían que lo habían hecho otros en vano, sino participación en los beneficios, como socio industrial. Al ver que no aceptaba, me miraron como si fuera un atrasado mental. Ahora pienso que si hubiera vendido mi invento estaría tal vez en algún lugar cómodo y soleado, quizás en Río de Janeiro —como Torla—, disfrutando de mi fortuna y casado con Valentina. Entretanto, los hijos de puta que tanto abundan en todos los sitios se matarían entre sí, con mi pistola y realmente no se perdería gran cosa. En realidad, sobra gente.
Bueno, olvidé aquello por el momento. Quería ir a Madrid y eso era todo.
Otro día vinieron a verme al hotel dos individuos que disimulaban malamente su acento ruso. Les dije que mi pistola no valía para la guerra y que la consideraba sólo un juguete sucio.
—La reacción química —me dijo uno de ellos con una especie de suficiencia de bonzo chino— la conocemos. Lo que queríamos comprarle es el blue print —decía en inglés— del mecanismo por medio del cual se aprovecha la fuerza de compresión de la congelación para producir el disparo.
—No —negaba yo.
—Creíamos que era usted un revolucionario.
—Tal vez lo soy, pero no un criminal.
—Las revoluciones no se pueden hacer sin sangre —y añadió el sabido lugar común—: Para obtener el fruto de las plantas hay que sacrificar la flor.
Respondí secamente:
—Eso será con las calabazas y los pepinos.
Se fueron decepcionados y kremlinales. No criminales, sino kremlinales. Estaba el comedor del hotel atestado de periodistas extranjeros, tal vez por hallarse al lado de la central de Teléfonos. Se me acercaron dos de ellos y me preguntaron si sabía algo de Andrés Nin. Les dije que no sabía nada y ellos me miraron de reojo pensando que tal vez estaba en el partido de los culpables por haberme visto antes con los rusos. Para compensarlo, hice los elogios más entusiásticos de Andrés Nin y entretanto pensaba que había entre los revolucionarios españoles muchos nombres acabados en in, lo mismo que en Rusia. Allí tenían Lenin, Stalin, Bukharin, Kalinin, etc. En España Nin, Maurín, Negrín, Claudín, Sendín y otros muchos de menos relieve. Todos parecían condicionados por los sufijos de sus nombres, sufijos pánicos, cartagineses, fenicios, tal vez etruscos y en todo caso terriblemente mediterráneos.
El día siguiente volvieron los rusos del blue print y yo me alarmé pensando que estaba atrayendo la atención innecesariamente. Hay dos tipos de atención en épocas de crisis. La atención pública, que da popularidad y puede actuar como escudo protector, y la otra, la atención de voces bajas (y miradas diagonales), crecientemente peligrosa cuando no hay probabilidad alguna —y este era mi caso— de que se resolviera haciéndole a uno capitoste de alguna ínsula Barataría.
Decidí salir cuanto antes para Madrid, pero todavía encontré en un café nocturno a un pintor sevillano que se llamaba Helios. Su buena presencia, su aire taciturno y su inmenso candor tenían un éxito envidiable con las hembras. En materia política había hecho todos los errores y las imprudencias imaginables y nunca le pasaba nada. Dándose cuenta los cuadros técnicos de su falta de peligrosidad, lo dejaban en paz. Mentía Helios, no como un bellaco sino como un niño de nueve años y siempre, claro está, con alguna clase de ingenio. Como casi todos los hombres de fácil moral, era una excelente persona.
Tal vez no había leído un libro desde hacía veinte años, pero atrapaba en el aire las opiniones —referencias de segunda mano a libros y doctrinas— de los otros y organizaba muy bien sus síntesis. No sé con qué, pretextos había evitado ir al frente a pesar de hallarse en edad militar. Aunque no vendía un cuadro (¿quién iba a comprar pintura en aquellos días?) vivía desahogadamente. Los hombres simpáticos se salvan en las peores encrucijadas. Helios tenía un carácter acomodaticio que más de un filósofo habría aprobado e incluso envidiado. Hablaba bien de todos sus conocidos y no por habilidad cauta sino porque lo sentía. Si alguna vez censuraba a alguien, lo hacía tan apasionadamente y tan sin control (y tan sin malignidad) que no había ultraje ni ofensa. Era Helios una especie de carajo a la vela de tal perfección (en género tan difícil de ponderar) que suscitaba alguna clase de respeto y de leal amistad.
—Ten cuidado —me dijo— porque los nacionales van a cortar España en dos y Madrid se va a convertir en una ratonera. Yo no voy al frente porque sería una primada. Que me fusilen si quieren, pero yo no hago el canelo, tú comprendes.
Nadie había pensado ni pensaría nunca en fusilarlo.
Luego me preguntó si era verdad que había inventado una ametralladora con refrigeración automática y proyectiles atómicos. Yo le dije que no, pero a él le impresionó mi disimulo y desde entonces se dedicó a decir que había inventado un submarino sin motor que podía acercarse a las ciudades costeras calladamente y destruirlas con rayos delta. Elogiaba disparatadamente a todos sus amigos, porque así creía recibir alguna gloria refleja.
Dudaba yo de que ganaran la guerra los republicanos, pero ganar o perder en la vida no lo es todo y lo que importa es la manera de aceptar la dicha o la desventura; la vida es lucha en una forma u otra y en todas partes y en todos los tiempos y niveles sociales esa lucha es inevitable. Yo solía pensar: «Es bueno en todo caso estar en el lado de los que merecen vencer. Merecer la victoria puede ser tan bueno como tenerla y aún mejor: nos permite encararnos trágicamente con el destino y pedirle cuentas. Sólo a un español se le ocurre esto».
Cuatro días después tenía yo arreglados mis papeles y pude tomar otro avión y marchar a Madrid (que estaba sitiada por el enemigo), cuyos espacios aéreos eran cerca de la ciudad tan arriesgados y llenos de (o punteados con) orejas de lobo como los terrestres.
Al llegar me fui a mi antigua casa vacía.
Mi casa de Madrid olía —al entrar— a desayunos pobres. Había un gran silencio. Ese silencio (yo me detuve a «escucharlo») que precede a los primeros rayos en las tormentas.
Fui al cuarto de baño y solté el agua.
Oí explosiones cerca. Con el ruido del agua no había oído las sirenas de alarma ni los motores de la aviación. Salí a ver por una ventana.
Luego volví al baño. Había tres desnudeces allí. La del agua, casi azul; la mía, casi verde, y la de la muerte, que flotaba en torno.
Mientras entraba en el agua, iba hablándome a mí mismo: «La muerte, ¡bah!».
Es buena, la muerte. Bien pensado, cuando se nos acerca se suele disfrazar, para no asustarnos, y se pone una máscara, la máscara de una persona querida que murió. ¿Por qué no ir a donde ella —esa persona— está? ¿Por qué no pasar por donde esa otra persona querida pasó?
Entretanto bueno era ir a la deriva, como cada cual.
El puerto será el mismo aunque el mar esté lleno a veces de claveles flotantes y de banderas tiradas y encendidas.
Al día siguiente, me levanté pronto (comenzaba a amanecer) y me di cuenta de que había dormido mal. Estuve agitado toda la noche, como si tuviera un alfiler en la almohada.
Por la ventana sobre el Retiro veía a los pájaros de la primera hora. Los que vuelan en parábola son un poco más cósmico que los que vuelan en línea recta.
Pero, sobre todo, lo que me impresionó fue un perro mendigo sentado en la acera de enfrente. Madrid era una ciudad sin desperdicios. Una ciudad enorme con las latas de la basura vacías. Aquel perro mendigo, con la piel sobre los huesos, no podía comprender. Las explosiones de la guerra eran una tortura constante pata sus sensitivos oídos. Cuando salí de casa me miró con ojos azules y adolecidos. Todo el día pensé en aquellos ojos.
Salí a ver la ciudad. Era muy diferente de Barcelona. Había sufrido con el enemigo a las puertas. Muchas casas llevaban la marca sombría de las granadas y muchos rostros humanos la de la angustia. Por el cielo de otoño pasaban las granadas enemigas y las propias. En el Retiro y en muchas plazas y parques había baterías pesadas que disparaban noche y día, en un tronar sin pausa. Granadas de todos los calibres nos salían al paso en las avenidas enfiladas.
Al mediodía fui al Ministerio de la Guerra, donde me dieron el grado de capitán sin examinar siquiera mi expediente militar, que enviaron sin embargo a buscar al cuartel de la Montaña con una especie de pudor burocrático, pero con cierto escepticismo. Me destinaron a un frente, no en el mismo Madrid, sino cuarenta kilómetros más al norte, en la sierra, y me dieron dos días de plazo para presentarme. La ligereza con que me hicieron capitán me dio mala espina. Había un pesimismo secreto y una falta de fe en nuestro Ejército —en la eficacia de los mandos y en la seriedad de las responsabilidades— que me deprimió un poco.
Fui también a una oficina de información a decir lo que sabía sobre el campo enemigo. Entre otras cosas, dije que el mando general estaba en Talavera de la Reina y aquella misma noche los aviones republicanos bombardearon la ciudad y mataron a la mitad de los oficiales del Estado Mayor central de los nacionalistas.
Yo iba acompañado de mis recuerdos de oficial de identificaciones en Casalmunia. Solía evitarlos, porque si caía en ellos sentía un reconcomio amargo y hasta cierta dificultad en la respiración parecida al asma, aunque es verdad que había hecho lo posible para salvar las vidas de los reos más amenazados.
Especialmente de Bazán, a quien consideraba sin embargo fenecido ya y enterrado. O tal vez no. Siempre quedaba una duda después de haber visto el error de sus compañeros de Barcelona. Estos recuerdos me daban una profunda grima, que trataba de compensar pensando en otra cosa; y a veces lo conseguía, pero no siempre. Me quedaba en todo caso la infausta sospecha de la muerte de Bazán. No sé por qué imaginaba al viejo Pan en el entierro, tocando su siringa —aquella flauta múltiple que tanto se parecía a la de los franceses capadores de gatos y cerdos—. El viejo Pan debía andar todavía fuera del bosque.
Por fin me presenté en mi sector, que era un sector duro y eso me gustaba, aunque nunca me he considerado valiente. La idea de estar arriesgando algo por la libertad me parecía bien y solía decirme que los sentimientos de libertad, amor y Dios eran igualmente inefables y en cierto modo (en cuanto a su percepción como abstracciones) equivalentes. De ninguno de los tres podía prescindir ningún ser humano sin gravísimo daño mortal. Con ninguno de los tres aislados se podía saciar nunca nuestra alma y eran tres aspiraciones (o una sola en la que estaban las otras dos implícitas) que, cumpliéndose, crecían y cuyos límites era imposible determinar. Ninguno de los tres sentires era definible de un modo cabal y, sin embargo, sirviendo a la libertad se servía a Dios y lo mismo se podía decir alterando los términos. Eran tres necesidades absolutamente indispensables y crecientemente insatisfactorias. (Y eternamente presentes en la razón universal de ser). Para mí el misterio de la Trinidad era ese: Dios, la libertad (llevada a los extremos cristianos del sacrificio voluntario en la Cruz) y el amor, que iban juntos.
En el frente me puse a trabajar sin hablar de mis experiencias pasadas. El general jefe del sector era un militar profesional, pero parecía a primera vista un fontanero o un empleado humilde y hacía la guerra sin alardes (y menos alardes castrenses), con un honesto sentido de la eficacia. Era, sin embargo, un soldado y como tal tenía a veces reacciones personales de una violencia profesional.
Había en el Estado Mayor del general hombres mucho más meritorios que yo y con una historia más patética, entre ellos el comandante Bartolomé, que había sido cogido prisionero por el enemigo y fusilado sobre el terreno en el frente mismo, pero pudo escapar con seis balazos y regresar desangrándose a la trinchera. Algún tiempo después se había recuperado y volvió al servicio activo. Más tarde lo mataron en el estúpido ataque frontal de Brunete que ordenó, desde lejos, el paralítico progresivo, sifilítico y abuelo infernal, sólo para darse importancia con los polacos y las secretarias de los polacos.
Hombres como Bartolomé tampoco solían hablar de sí mismos. Me enteré de su historia por el general que me la contó.
Un mes después de haberme hecho cargo de mi puesto comencé a verme en dificultades. No podía dormir en la trinchera. Después de algún tiempo de servicio ininterrumpido sin ataques ni contraataques de importancia —era aquel un frente estabilizado—, pedí permiso algunas veces para ir a dormir a la retaguardia y se me concedió. De tarde en tarde incluso a Madrid. Quería tratar de encontrar a una antigua amiga que en la confusión de la guerra parecía haberse esfumado sin dejar rastro. Nuestras amantes desaparecidas suscitaban en los subfondos del deseo un poco de alarma (la posibilidad de un accidente mortal) y un poco de alegría unida a esa posibilidad. Me sentía culpable, pero me consolaba pensando que Dostoyewski y después Freud debían tener razón cuando hablan de las ambivalencias en casos parecidos.
Esa ambivalencia no funcionaba, sin embargo, en el caso de Valentina, que estaba por encima de todas las circunstancias terrenales. Es verdad que nunca fue y no podría haber sido nunca mi amante.
La antigua amiga de la que hablo vivía en el paseo de Rosales y su casa había sido evacuada por el riesgo de la artillería enemiga. Era aquella la muchacha del sobrinito de cinco años que se daba cabezadas contra la pared para conseguir chocolate.
Llegando yo a Madrid casi siempre al atardecer, y teniendo que volver al frente al punto del día no había grandes ocasiones de indagar. De noche era difícil hacer diligencias en la ciudad sumida en sombras, bajo el cañoneo y los morterazos. Esperaba tener un permiso más largo, tal vez de una semana, pero para conseguirlo no bastaba con alegar insomnio. Había cierta desvergüenza en el solo hecho de pretenderlo.
Así es que me las arreglaba como podía.
Observé que en la trinchera no tenía miedo ni siquiera bajo los bombardeos más concentrados. Es decir, mientras estaba en compañía de soldados o de otros oficiales. Aunque si me quedaba solo en mi albergue, me sentía flaquear, a veces. Parece que la compañía humana aligera y descarga nuestros nervios y distribuyéndose el peligro entre todos tocamos a menos. Supongo que también hay un poco de sentimiento de decoro y de dignidad. (No queremos que los otros descubran que tenernos miedo y llegamos por una mecánica sutil y secreta a suprimirlo, creo yo). En soledad es otra cosa.
Para conseguir un permiso más largo no podía alegar fatiga de guerra. Todos estaban fatigados en el frente, pero yo lo estaba más. «¿Resultará que en resumidas cuentas no soy más que un señorito?», me preguntaba avergonzado. Era, sin embargo, hombre del pueblo y mis cuatro abuelos habían sido campesinos ganaderos, dos de ellos analfabetos «a mucha honra»; es decir, a honra de cristianos viejos. Analfabetos como Carlomagno. No creían mis abuelos que la ciudad, es decir, los oficios liberales que en ella se cultivaban, pudieran ofrecer ventajas a hombres como ellos; y tal vez tenían razón.
Pero yo había sido incorporado a la ciudad. Los tiempos cambiaban. Yo no dormía y llegaba un momento en que era absolutamente imposible seguir de pie porque la tierra se movía delante de mí como si fuera fluida y a veces el suelo se levantaba y se iba poniendo vertical igual que se ve a veces desde un avión cuando se ladea para perder altura antes de aterrizar. Yo no lo decía a mis compañeros, porque me molestaba que me consideraran más débil y porque de antemano rechazaba cualquier clase de trato especial y de privilegio. No dormía, sencillamente, y en la noche, recorriendo los puestos como un fantasma, evitaba pensar en aquello, porque un soldado que no puede dormir en cualquier momento del día o de la noche no puede ser un soldado aprovechable. Y eso era lo único que yo quería ser, entonces.
Conservaba aquella tendencia a la reserva y a la cautela aprendidas en el lado contrario del frente. A veces, eso chocaba un poco a mis compañeros, que no lo entendían.
Me acordaba de aquellos presos que aguardando la ejecución querían comprender aún por qué se movía el mundo y no podían. Yo también habría querido saber por qué se movía el mundo aunque no me fusilaban.
Lo que más preocupaba la parte de mi atención, polarizada por lo que podría llamar la memoria heroica, era el basurero por un lado y Sender por el otro. Seguía identificando, sin darme cuenta, al basurero con Pan el de la siringa. En cuanto a Sender me habría gustado que lo mataran aunque no podría decir por qué.
Pan era el del pánico. Más pánico que música, a no ser que el uno y la otra llegaran a hacerse interdependientes, lo que rebasaría las fronteras del juicio para apelar no sólo a alguna clase de locura, sino (colmo ya de lo inefable-siniestro) a alguna clase de locura gustosa.
Puestos en eso más valía apagar la luz y largarse (digo, de este mundo), sobre todo en aquellos días que teníamos el ánimo de las despedidas y el interruptor (la pistola) a nuestro alcance.
Si hubiera podido dormir un día cada tres, es decir, dos veces por semana, me habría visto libre de la peor necesidad de mi vida, más grave que el comer. Porque el no comer produce la muerte (que no es desgracia sino fatalismo y orden natural) y el no dormir produce una especie de locura fría con la cual se deteriora el vivir en sus mismas raíces sin salida ni solución. Ni siquiera solución mortal. Y con aquel deterioro llegaban algunas incomodidades que nadie sino los que no duermen pueden imaginar.
Pesadumbres secretas y difíciles de ponderar.
A veces sentía abismos físicos a los lados, a la derecha y a la izquierda, con el fondo fluido y nebuloso; verdaderos precipicios hacia los cuales me inclinaba sin darme cuenta. Cuando creía caer, me estremecía e incluso saltaba un poco hacia atrás. Si esto sucedía por segunda o tercera vez, tenía que irme a la retaguardia a dormir, sin darme de baja. No quería llegar a esa miserable determinación por nada del mundo y a veces me decía: «Físicamente estaba mejor en el otro lado. Pero moralmente vivía en una agonía constante. Aquí soy moralmente feliz, pero físicamente no acabo de adaptarme». La vida era compleja con sus laberintos y contradicciones. (Y sin embargo, me gustaba la vida, como debe gustar a los cerdos mismos, y tal vez a los ángeles).
Con frecuencia dormía en la segunda línea entre las ruinas de una casa bombardeada donde quedaba una cama y un colchón entre las vigas rotas y socarradas, pero no diez ni doce horas (como suponía que iba a dormir) sino sólo seis o siete. El insomnio no se recupera durmiendo en proporción de las horas de sueño perdidas, sino según otras leyes misteriosas por las que se rige nuestro sistema nervioso. En fin, después de dormir seis horas yo volvía a mi puesto. Al principio mis compañeros se burlaban de mí, pero cuando comprendieron que aquellas burlas me herían se refrenaron.
Por fortuna, el enemigo no atacaba. La artillería se cambiaba fuego de posiciones aburridamente y a veces no se oía por horas una ametralladora en mi sector. Me sentía ligeramente culpable, trataba de superar mi dificultad secretamente y cuanto más difícil era la tarea mejor me conducía, porque además de la atención natural ponía un poco de énfasis para compensar la propia inadecuación. Mis soldados veían en aquel énfasis algo que no entendían y les gustaba. Algo casi decorativo y honestamente teatral. Yo no creo tener sin embargo nada de histriónico.
Me dieron permiso aquel día y dejando la trinchera anduve la distancia que me separaba de la aldea próxima, que estaría a no más de tres kilómetros. Los hombres jóvenes de la aldea estaban en el frente y las mujeres y los viejos que no habían salido dormían en los sótanos para evitar el riesgo de la artillería. Una parte del pueblo, que era de casitas más o menos coquetas de veraneantes, estaba destruida. Yo quería acomodarme en una de ellas e iba de aquí para allá como un animal nocturno de los que no pueden ver o ven mal bajo la luz del sol.
Pero me salieron al encuentro dos soldados, es decir, dos milicianos, que parecían estar de facción. Me ordenaron que me detuviera y los acompañara al puesto de mando. Me extrañó ver que se atrevían a dar órdenes a un capitán, pero no me sentí ofendido, sino más bien picado de curiosidad. En la comandancia —que era un hotelito no tocado por las bombas— pasó un hombre gordo vestido con un overol pardo. Debajo de su apariencia tosca se veía que era tal vez un profesionista de clase media, un abogado, un médico, alguien que había pasado por alguna universidad. Su aparente rudeza no era simple sino elaborada.
Los soldados me acusaron de abandonar el frente sin permiso escrito.
—Yo no necesito permiso —dije sintiéndome insultado— porque todo el mundo me conoce en la línea, y además si tuviera que dar explicaciones a alguno no sería precisamente a vosotros.
—¿Qué nos pasa a nosotros? —dijo uno de los soldados, arrogante.
El comandante gordo, que se llamaba López, intervino:
—¡Cállate la boca!
Debía de ser andaluz porque un castellano habría dicho sencillamente: «¡Cállate!». Eso de la boca era un coloquialismo meridional. Yo volví la espalda para marcharme, con la mano en el cinto, cerca de la pistola, por si acaso. Aquella discreta precaución impresionó al comandante, quien ordenó a los soldados que volvieran a sus puestos, me llamó y con una confianza súbita me dijo:
—Perdona, pero es por el ejemplo.
Añadió que tenía una misión en aquellos lugares: la limpieza política. Pertenecía a un partido extremista —la gente lo llamaba extremista, pero a mí me parecía un partido conformista y, acomodaticio, sobrecargado de mediocre burocracia— que le había encomendado en aquel frente «servicios especiales». Yo no sabía aún lo que aquellos servicios especiales representaban y pensé que se trataba de servicios de información y tal vez de instrucción política y de proselitismo. Pero tenía sueño. Ya dentro de la comandancia me apoyé en el respaldo de un sillón, luego me senté en uno de los brazos y por fin me instalé en el asiento como si no hubiera de levantarme nunca.
Entonces llegó un hombre de media edad vestido con un overol gris y sin insignias militares. Era obviamente más civil que militar. Dijo al comandante que había conseguido las señas de no sé quién. Luego supe que se refería al secretario del Ayuntamiento de aquella aldea, emigrado como tantos otros a la ciudad. Aquel hombre era reclamado por alguna clase de autoridad para alguna gestión relacionada con la administración de la aldea. El recién llegado, que se llamaba Miranda, insistía en que tenía su dirección y dijo al comandante:
—Toda la aldea odia al secretario. Si cayera aquí, lo harían trizas con las uñas y los dientes. Nunca vi un odio más unánime y encarnizado.
A aquel pobre secretario del Ayuntamiento lo execraban y la inquina era tal que se enconaba ella sola en el aire (digo entre el comandante y sus milicianos) aun antes de que lo conocieran. Se podría decir que lo detestaban «por referencias», así como se suele decir de alguien que se le conoce por referencias. A mí la suerte de aquel hombre me tenía sin cuidado. Sólo quería una cosa en el mundo: dormir. Miraba a López y escuchaba a Miranda sin acabar de interesarme en lo que decían. Sus voces eran limosas y vitandas, sobre todo la del comandante.
Entretanto, a una distancia o proximidad inquietante, comenzaban a estallar las granadas enemigas como todos los días a aquella hora. Yo sentía algún miedo porque no logrando identificarme con López ni con Miranda me sentía solo.
—Tienes que ir a la ciudad —decía el comandante a su subordinado— y traer a ese tipo. ¿Quién te ha dado la dirección?
—Un amigo suyo —dijo Miranda enigmáticamente— que le debe favores. Así anda el mundo.
Estaba Miranda dispuesto a ir a la ciudad, pero no quería ir solo. Y según decía no debía acompañarle un miliciano, sino un oficial. Yo pensaba: «Ahora me dirán que vaya yo y como estoy muerto de sueño aceptaré. ¿Qué remedio?». López tenía un perfil clásico con pechuga y papada, como los luchadores grecorromanos. Debía ser un tipo raro, aquel, en la vida civil.
A través de la campana de niebla que me rodeaba, López decía que en media hora llegaríamos a la ciudad, donde podría dormir mejor que en la aldea. Yo callaba preguntándome qué se proponían hacer con el secretario. Al parecer, el comandante quería entregarlo a la población de la aldea en prenda de amistad política, diciendo: Ecce homo, como Pilatos. Las doctrinas y sus derivaciones demagógicas se exponían en un lado y en el otro con notas sangrientas al pie.
El comandante hablaba mucho y gozaba con sus propias palabras. Era un médico del Puente de Vallecas y tal vez por considerarse superior a los que lo rodeaban tenía que afrontar alguna clase de soledad (suele ser lo que pasa con la gente altanera). Estaba siempre con ganas atrasadas de hablar y se le veía feliz de tenerme a mí delante. Sin embargo, sacrificaba aquel deseo a las necesidades del servicio.
—En serio —me dijo, dudoso de mi aceptación—, yo creo que debes ir con Miranda.
Pensaba yo que si me quedaba allí sería difícil hallar un rincón donde dormir, porque López querría hablar. Lo miraba y no decía nada.
—Mañana puedes volver —insistía él—. Yo os daré una orden escrita de arresto.
—¿Qué vais a hacer con el secretario? —pregunté.
—Traerlo y juzgarlo aquí. Lo juzgará el pueblo entero —respondió el comandante con cierto ímpetu contenido.
Quería decirme: «El pueblo no puede equivocarse». Aquello sonaba a literatura clásica: «Fuenteovejuna, todos a una». Pero el pobre hombre debía tener también algún partidario. Estaba yo en esa situación en que la voluntad funciona como en los sonámbulos, por sí misma y sin conciencia moral. «En definitiva —pensaba— me da igual lo que le suceda al secretario». Todos los días moría alguien en el frente y mataban a algunos en las prisiones del campo enemigo. Amigos míos caían aquí o allá para no levantarse. En la lejana provincia, algunos de ellos habían muerto bajo los fuegos de la escuadra enemiga y la tolerante neutralidad de mi propio padre. Podían hacer lo que quisieran con el secretario. Todo lo que yo deseaba era acostarme a dormir en una cama y si era posible en una penumbra silenciosa y cómoda. Quizás habría sido mejor (si no había de encontrar ya nunca a Valentina) acostarme a dormir para siempre.
Fuimos poco después a la ciudad. El primer trayecto de la carretera estaba expuesto a la artillería enemiga y Miranda, que conducía el coche, lo lanzó a toda marcha. Como mantuvo después la velocidad, llegamos a la ciudad en veinte minutos. Quería yo ir a mi casa, pero Miranda prefería antes cumplir su misión.
—En cualquier caso —le advertí yo—, no pienso volver al frente hasta mañana. ¿Qué vas a hacer con el secretario hasta entonces?
—Lo dejaré en algún cuartel de milicias, vigilado.
Me encogí de hombros y cinco minutos después estábamos frente a la puerta de un piso cuarto en una casa moderna. Una mujer joven y marchita abrió y Miranda mostró los papeles y dijo al secretario cuando este apareció con el aspecto de un ave alicortada:
—Tengo la orden de llevarlo a su pueblo.
Pareció el hombre resignado, sin grandes esperanzas ni temores. Yo sentí alguna repugnancia. «Estoy haciendo una tarea policíaca». Pero seguía sin resistencias. Si aquel hombre me hubiera dicho que no quería venir, yo le habría contestado probablemente: «Usted perdone» y me habría marchado. Cuando salimos nos encontramos en el patio con un grupo de policías uniformados que habían sido avisados por teléfono. Aquello me hizo despertar de mi sonambulismo: «Estoy comprometiéndome gravemente con esta gestión», pensé, con más curiosidad por mi mismo que repugnancia.
Y sospeché que alguien podía estar interesado en que yo me comprometiera. Por el momento no le di importancia.
Los policías vieron los papeles de Miranda y dijeron que estaban en regla. Miranda, que tenía alguna experiencia de aquellas cosas, nos encaminó a un cuartel del barrio, en uno de cuyos calabozos de la planta baja dejé al secretario después de hacer que le firmaran un recibo. Yo, que no había estado nunca en un lugar de aquellos, me detuve a verlo por dentro. Tenía una reja alta (que no daba a la calle) y un aire de teatro popular (género chico) pintoresco. Se veía que por allí habían pasado muchos delincuentes menores, borrachos, algún carterista, chulos del teatro de Arniches, maricas turbulentos, gente en fin picaresca y más o menos culpable. Con presos como el secretario aquel lugar se ennoblecía un poco.
Al salir nos separamos y yo dije a Miranda dónde estaría el día siguiente a las siete de la mañana para que me recogiera y regresar los tres al frente.
Cuando me vi solo fui a casa, entré en el ascensor y subí fatigado y escéptico. El escepticismo es una suerte de fatiga moral. Suponía que estábamos perdiendo la guerra. La acción política y militar no andaban coordinadas. Demasiada literatura humanitaria (Buda y Cristo), es decir, reblandeciente. Y cierto aire verbenero unido a un instinto heroico sin disciplina.
Las tendencias políticas eran diversas y contradictorias. Y la nación lejana, primitiva y brutal que decía ayudar a la república española estaba ayudándola a morir y no a vencer. Y lo hacía adrede.
Seguir en el frente a sabiendas de que no podía ganarse la guerra era deprimente, pero yo no estaba desmoralizado, porque mi moral no había sido nunca la de un guerrero sino la de un hombre civil que se cree obligado a hacer algo por ese mínimo de gozosa libertad que había buscado toda mi vida y tenido de vez en cuando. No sentía lástima por mí mismo ni por el secretario, ¿cómo iba a sentirla por un desconocido? Y sin embargo, la mansedumbre con que el secretario había aceptado su destino y se había dejado arrestar me impresionaba. El hombre estaba acostumbrado a obedecer a cualquier clase de autoridad y Miranda y yo representábamos aquella autoridad, por el momento.
Daba Miranda la impresión de un contratista de obras en día feriado. Llevaba un chaleco elástico cerrado en el cuello y mostraba cierta parquedad de movimientos que recordaba también al cura o al profesor o al empleado de banco. Podría ser un buen burgués de esos que se conducen honestamente no tanto por bondad como porque «no quieren líos». O lo contrario.
Ya en mi casa vi otra vez con tristeza el enorme cacto que decoraba el recibimiento encima de una mesa baja de pino sin pintar. «Está vivo ese cacto —pensé— aunque nadie lo riega, porque es una planta desértica y apenas si necesita agua. Pero necesita sol». Tampoco el sol llegaba allí. Una planta desdichada, aquella. Yo, desnudándome y quitándome las botas por vez primera desde hacía veinte días, me extrañé con cierta complacencia de ver que mis pies no estaban inflamados y me sentí caer poco después en un sueño profundo y pesado. Tan pesado que no oí que alguien abría la puerta del piso.
Olvidaba que cuando llegué de Barcelona había dejado en la portería las otras dos llaves de mi casa y dicho al portero que si hacía falta alojar a alguna familia de fugitivos y refugiados dispusiera de mi vivienda según las necesidades del comité del barrio. Podría dar también mis ropas de cama si hacían falta.
En la vivienda se habían instalado dos mujeres y un hombre viejo. En aquel momento —cuando yo llegué— no había nadie. Al día siguiente desperté y vi en el marco de la puerta las dos mujeres que me contemplaban. Eran de media edad y tenían esas caras honradas y dramáticas que suele tener la gente del pueblo cuando sufren una gran desesperación o alientan una gran esperanza.
—Buenos días, capitán —dijo el mayor—. Suponemos que es usted el capitán Clarees porque vi una foto en un periódico la semana pasada. ¡Vaya susto que nos dio!
Yo me incorporé en la cama, escuchando. La mujer continuó:
—Cuando vimos la foto nos dijimos: «Ya lo han matado». Es lo que pasa. Pero era sólo que estaba propuesto para un cargo: jefe de Estado Mayor de la catorce brigada mixta si no recuerdo mal.
—¿Yo? —preguntaba sin acabar de despertar.
Aquella brigada estaba en período de organización esperando artillería y otras armas. No sabía que un periódico de la ciudad hubiera publicado mi foto y recordando a un amigo mío redactor de aquel diario, pensé: «¡Bah!, ese ha tenido siempre la manía de que yo estaba llamado a ser un buen militar, una especie de Napoleón de bolsillo». No me disgustaba, sin embargo.
Ellas seguían en la puerta y comenzaron a hablar del cuidado que dedicaban a la casa, a los muebles, a las ropas de cama y a la cocina. Yo les dije que había alquilado aquel piso poco antes de comenzar la guerra, cuando tuve mi primer empleo fijo, pero no había tenido tiempo ni dinero para amueblarlo del todo.
Para ellas, según dijeron, era mi casa un palacio de las mil y una noches y yo, por halagarlas, les repliqué que nunca había estado más limpia que entonces. Era verdad. Cada mueble resplandecía. Me adularon un poco diciendo que tampoco habían tenido ellas cubiertos de plata hasta que pudieron hacer uso de los míos y que gracias a la guerra vivían «como ricos». Lo que más les gustaba era la colección de discos de música.
En medio de la conversación comenzaron a oírse las sirenas de alarma y casi al mismo tiempo los motores de los aviones enemigos y algunas fuertes explosiones. Las vecinas corrieron escaleras abajo. Yo me quedé en el cuarto mirando al cielo a través de la ancha ventana. Era mejor morir allí que agonizar en el sótano durante dos o tres días debajo de algunas toneladas de escombros si una bomba alcanzaba la casa.
Los aviones enemigos pasaban por encima y las bombas explotaban más cerca o más lejos. Era la hora de mi cita con Miranda, cuyo coche no tardó en llegar a pesar del bombardeo. Iba acompañado del secretario, quien me miraba con aire distante. Cuando me instalé a un lado del volante, dijo sombríamente:
—Preferiría que me llevaran a una checa, aquí.
Yo no sabía lo que era una checa, pero lo imaginé. Por extraño azar aquella palabra coincidía con el nombre de mi amigo el héroe jorobado de Zaragoza.
No le respondimos, y el secretario puntualizó:
—Digo, en la ciudad.
—Es allá donde lo quieren —dijo Miranda sin poner énfasis alguno en sus palabras.
—¿A mí?
—A usted. Lo quieren allá.
—A mí no me quiere nadie en la aldea. Al menos, vivo. Muerto, tal vez; pero no entiendo lo que pueden hacer con mi cadáver. ¿Para qué?
Por el acento del secretario deduje que aquel hombre estaba apartándose de la realidad —como defensa—, igual que me había sucedido a mí tantas veces, y comenzaba a hacer cosas sin creer en ellas o a decirlas sin pensarlas, por una especie de inercia. Yo le preguntaba a Miranda cosas triviales, sólo por romper el silencio y escuchaba al secretario con su gris resignación de hombre intimidado. El coche aceleró al entrar en la zona batida.
—Este coche —dijo Miranda— ha visto muchas cosas.
Lo decía entre dientes y con un acento que no se sabía si era de lamentación o de alarde.
Aquel hombre había tropezado probablemente con el comandante López y bajo su presión, más o menos amenazadora, comenzó a flaquear y a decir amén. Cada amén le valía (eso pensaba Miranda, al menos) una semana más de seguridad. Vivir era importante. Era no sólo comer y defecar sino, también ver la luz, oír cantar a los pájaros y gozar algún momento de placentera soledad con la hembra, aunque fuera sólo con su mujer, entrada en años y no muy apetecible, que tal vez había ido a vivir a Valencia con la población civil evacuada. López no quería que Miranda se fuera a Valencia y el buen hombre no se atrevía a insistir para no parecer sospechoso de deserción.
Yo vi que la revolución estaba convirtiéndose en un deporte amable, sólo que con muertos y heridos. López era un deportista profesional y Miranda sólo un aficionado.
Miranda no llegaría a asimilar el sentido deportivo de la violencia. Demasiado viejo, para eso. Cada vez que López lo llamaba y le hablaba de alguna tarea inmediata, a Miranda le sucedían cosas raras, la menor de las cuales era tragar aire. Creía Miranda que el comandante era una desgracia providencial. Dios estaba usando a López para castigarle a él por algún tremendo pecado anterior. Tenía Miranda el peor miedo, ese miedo en el cual complicamos nuestras más íntimas creencias. Porque Miranda tenía fe religiosa.
Miranda vivía en condiciones de comedia siendo hombre con sentido trágico y López en condiciones trágicas teniendo sentido cómico y deportivo. Esto hacía de López el dueño de Miranda.
Repetía Miranda, tomando una curva:
—Muchas cosas ha visto uno desde que comenzó la guerra.
Y parecía incluso satisfecho de haberlas visto. Yo pensé: «Me considera un hombre indiferente y duro y quiere hacer méritos conmigo como los hace con López». Ahí se equivocaba el pobre Miranda.
La culpa de su error no era suya. Había oído a López (que sabía algo de mí) llamarme una vez Garcés y otra Urgel. En general, la gente que usaba más de un nombre solía ser gente conspiratoria y peligrosa.
El pobre Miranda me creía importante. Lo que yo hacía por prudencia (evitar opiniones, callar cuando todos hablaban) él lo consideraba como «indicio de alta responsabilidad». Estaba lejos de sospechar que él, con sus cualidades de hombre obediente y sumiso, podría ser algún día un jefe (un subjefe, como eran todos) antes que yo. A veces me decía yo a mí mismo: «En el otro lado era más valiente. No sabía ser tan cuidadoso como soy ahora». Y me daba cuenta una vez más de que mi aire taciturno natural invitaba a los otros a formar ideas falsas. Yo me precavía sin darme cuenta. «Si un día me matan —pensaba—, en un lado o en el otro, será por algún malentendido suscitado estúpidamente por mi taciturnidad. Una taciturnidad que suscita pábulos. Pero ¿no es siempre así? La gente no entiende y de un malentendido vienen las catástrofes como también, a veces, las grandes glorias».
Al llegar a la aldea hicimos entrega del secretario al comandante López. Yo le pedí un recibo pensando: «A lo mejor lo matan esta noche y el equívoco sangriento queda sobre mí». Yo no era un deportista, sino un sonámbulo ocasional. Muy extrañado, López me dio el recibo. El preso miraba alrededor buscando un punto de apoyo y no lo hallaba:
—No tengo el gusto de haberlo visto a usted antes, digo, en la aldea —le dijo a López con esa voz hueca que recuerda la que suelen tener los enamorados transidos y los hambrientos.
Yo me acordaba de Julio Bazán y me preguntaba si lo habrían ejecutado o no. Sospechaba que lo habían matado. En ese caso de poco le había servido la lealtad de los hermanos Lacambra. Ni antes ni después. Tampoco la lealtad les ayuda mucho a los muertos.
Como no había cárcel, López encerró al secretario en la iglesia, que falta de cura y de fieles estaba sin función ni empleo. Una cárcel con alusiones a lo sobrenatural en todas partes. El secretario, como cada cual, debió hacerse más religioso a medida que envejecía. No por la proximidad de la muerte, sino por la soledad, esa soledad de los ancianos cuya compañía nadie busca porque ya no sirven para ayudar a nadie. El secretario miraba alrededor la iglesia vacía. No había cura. Eso no importaba, porque la solidaridad de los curas era peor, ya que sólo tenía un sentido fatal.
Quedó el secretario preso en la iglesia, con un vigilante en la puerta principal y otro en la sacristía. Las personas que seguían en la aldea estaban alborozados con la noticia y algunos se presentaban al comandante López ofreciéndose «para lo que gustara mandar». López les dijo que el secretario sería juzgado y que si querían declarar en favor o en contra podrían hacerlo. Cuando López decía en favor los campesinos abrían grandes ojos de asombro. Lo que ellos querían no era declarar, sino matarlo.
Nadie pensaba declarar en su favor. A medida que me iba dando cuenta comencé a ver en él no un animal humano (postulante a la comicidad o a la tragedia) sino un ser desmaterializado y esencial. Suele sucedemos al ver que alguien va a morir a plazo fijo. Empezaba yo a ver con él lo que iba a quedar de su persona una vez muerto y enterrado. Eso, ni que decir tiene, lo ennoblecía.
Volví al frente pero antes y habiéndome dado cuenta de lo que le aguardaba al secretario —pobre menesteroso de expedientes y catastros— pedí que me reservaran la tarea de defensor. Quería demostrarme a mí mismo mi nobleza.
Aquella noche, en la trinchera, me llevé una agradable sorpresa. Dormí más de tres horas y comprendí que a veces el haber dormido bien una noche da al cuerpo el deseo y la aptitud de dormir otra. Me decía en las sombras de la noche: «Todos los placeres crean hábito en el cuerpo, sobre todo si van ayudados de la necesidad. El sueño es una necesidad y un placer y un hábito. Por eso he dormido tres horas después de haber dormido ocho en la ciudad». Más tarde descubrí que si dormía una pequeña siesta (aunque sólo fueran quince minutos) era más fácil, en la noche, conciliar el sueño.
A la una de la madrugada me dediqué a recorrer los puestos. Después me quedé en el mío y estuve pensando en el «animal» mecánico llamado Pérez o Rodríguez que siempre es un poco humorístico. Un hombre hablando en público, fumando, leyendo la Biblia u orinando contra una valla es una de las imágenes más cómicas que se pueden idear. En el caso de Torla el piloto, que se iba al Brasil a que se los echaran de dos en dos, su miedo de guerrero aéreo (y el disfraz de aquel miedo con una enfermedad del hígado) era lo único que lo había hecho respetable para mí. Su miedo lo hacía merecedor. Más que su posible valentía. La valentía física por sí sola es vulgar. Y puede ser abyecta. Sólo la exaltan los que, como Nietzsche, se vuelven locos de cobardía.
Pensaba también en el secretario experto en gravámenes y gabelas municipales, que debía estar paseando con las manos en los bolsillos de la chaqueta, desde el presbiterio al baptisterio, usando el sistema de palancas de sus fémures y sus tibias para transportar una máquina que se acercaba a su fin. El recrearse le quitaba de pronto la comicidad que todavía hacía de Torla (de todo él) una especie de máquina de la risa.
Todos lo son, eso, en la vida, menos uno mismo. Pero todos van a dejar de serlo, porque vivimos un período histórico de transformación y, por ejemplo, los escritores son ya, más que máquinas de la risa, artefactos conductores y fijadores de la perplejidad.
Algo es algo. Por ahí se puede entrar en alguna clase de vía esencial, también. Es lo que uno pretende, al menos.
Al secretario, covachuelista entendido en cosas raras con nombres raros también —por ejemplo en amillaramientos—, 1o iban a matar porque López no dejaba que se le fuera una oportunidad de aquellas; pero yo, que era una máquina perpleja y que había inventado un arma (sin usarla), debía hacer lo que pudiera para salvarlo. Antes de ser arrestado, era también el secretario una especie de máquina de la risa, temporero de la autoridad, pero ahora estaba entrando en el plano de las esencias. Había que ayudarle contra aquella otra entidad risible que era, todavía, López.
Además me sentía obligado, ya que había contribuido a la detención del hombre por ignorancia, por disciplina y sobre todo por una especie de abulia de sonámbulo.
Comenzaba a preparar los argumentos de la defensa, aunque sin olvidar que todo aquello era frívolo y vano. En el otro lado había visto que sucedía lo mismo, aunque de un modo más aparatoso, porque a los conservadores les gusta el énfasis.
«Este hombre, el secretario —me decía—, va a ser un mártir, es decir, un testigo de Dios». El comandante López me había aceptado como defensor y he aquí que yo, un animal risible y orinador, me convertía de pronto en brazo de la providencia. No tenía pluma ni lápiz ni papel, así que me limitaba a poner en orden mis argumentos mentalmente. Tomaba en serio la defensa. Tan en serio que a veces me sucedía lo que a aquel estudiante de guitarra que decía que no progresaba porque las ganas de aprender a tañer se le subían a la cabeza. A mí no se me subían las ganas de defenderlo, al secretario, sino de mostrar a los demás un ejemplar diferente (yo mismo) de ese muñeco de la risa que es cada uno para todos los demás (menos para uno mismo). Un muñeco magnánimo, yo. Pero entonces no me daba cuenta de nada de esto.
A veces, las palabras de mis reflexiones me llevaban por caminos bobos. Por ejemplo, esa del muñeco. Dos años antes yo le decía a una taquillera linda del metro: «Hola, muñequita». Y ella me respondía, si no había terceras personas a la vista: «Hola, muñecón».
Quería hacer la defensa. Con peligros en todas partes y muertos recientes en las trincheras, lo que pudiera pasarle al secretario era horrorosamente frívolo, es decir, monstruosamente indiferente. Me dejaba frío del todo, aunque con un frío peculiar, el de los humanitarios escépticos. Me había acostumbrado a aquella frialdad en el lado contrario, con las cintas magnetofónicas que registraban hasta la respiración de Guinart dormido, cuyas declaraciones alteraba para salvarlo. Escépticamente también, claro; y sólo por fidelidad impersonal a los principios.
Salvar la máquina de la risa que se suponía que debía ir al muro usando el sistema de palancas de los fémures y las tibias. Me tenía sin cuidado la vida del secretario de los gravámenes y, sin embargo, quería ayudarle. Pensaba en mi padre, en las palizas que había recibido yo durante la infancia. Tal vez mi intervención en el triste incidente y arresto del secretario era una inclinación inconsciente, aunque no había sido una decisión voluntaria sino una orden militar. El mío fue un movimiento mecánico. Claro es que podía haberse negado mi máquina de la risa, mecánicamente también.
No me negué, tal vez porque identificaba inconscientemente a aquel secretario con mi padre. De mi infancia, lo que recordaba más claramente era la bofetada que mi padre dio a mi madre cuando ella miraba por los cristales del balcón. Y el gesto de mi madre, con la mano en la mejilla, llorando y retirándose a su cuarto. Allí estábamos tres máquinas humorísticas tratando de redimirse por un juego de esencialidades: la inocencia (mi madre), los celos (mi padre), el pánico (yo). Un pánico filial que no iba a salvarme. Yo habría vengado a mi madre con gusto, pero la idea de matar a mi padre me parecía peligrosa no por las posibles consecuencias legales sino porque detrás de aquellos confusos deseos creía yo estar escuchando mugidos de animales antediluvianos.
Mi madre era la única persona en mi familia que merecía mi lealtad. Al fin, un padre lo es o puede no serlo. Si la madre se ha dejado fecundar por otro hombre —cosa del todo increíble en la mía—, no por eso es menos madre ni merece menos el amor de su hijo. La madre es la parte de los orígenes de uno que es absolutamente segura, ya que de ella venimos, en su vientre hemos habitado (lo que no deja de ser incómodo y dramático) y por su útero hemos salido heroicamente en un día no lejano pero cada día más remoto. La madre no es una mujer, sino una especie de gusano grávido y sagrado en el que hay algo de tabernáculo de Dios.
El odio a mi padre no había llegado a ser formulado nunca en mi conciencia, pero tal vez por eso había crecido más en las zonas oscuras de mi pasado.
En fin, me sentía casi feliz aquella noche en mi trinchera después de haber dormido ocho horas en la ciudad y tres en el puesto de mando del batallón. De vez en cuando y entre los diversos quehaceres de la guerra volvía a pensar en el secretario de las alcabalas municipales. ¿Qué haría aquel hombre encarcelado en la iglesia llena de sombras y de ecos? El de sus pasos volvería sobre él una y otra vez. Pasear. Es lo que hacen las máquinas digeridoras y las palancas femorales cuando pasan a ser el habitáculo más o menos humorístico del reo de muerte.
Esperaba que el comandante López me avisara con tiempo. Aquel comandante era joven y franco —con rasgos de nobleza antigua— y, sin embargo, secretamente sanguinario. Parecía hombre culto, o al menos tenía una carrera, pero gozaba compartiendo las pasiones y las costumbres de los milicianos menos instruidos, de los campesinos y de los trabajadores proletarizados.
Sospechaba yo que el comandante López, al margen de cualquier clase de convicción política, estaba vengándose de la sociedad, del homo economicus de Marx. Yo me enteré aquellos días de que había matado a varias personas en distintas poblaciones de la comarca; es decir, destruido sus máquinas calientes para edificar alguna clase de escándalo no necesariamente político. Era López un truhán (probablemente un lobo nocturno) cazador de reses dispersas.
Y ahora quería acabar con el secretario de los arbitrios. «Si este pueblo hubiera caído en manos de nuestros enemigos habrían encarcelado al secretario también por un motivo u otro —me decía— y tal vez habrían llegado a fusilarlo por esas razones políticas de lo adecuado posible». Aquel hombre no tenía razón de existir ni en un lado ni en el otro. López lo había olfateado y calificado de res mostrenca. Un ejemplo ruin. Los unos y los otros habrían hecho demagogia con su cadáver. Pero yo iba a defenderlo y la idea de hacerlo me gustaba no tanto por el secretario empadronador sino por mí mismo. Me sentía no hombre un poco mejor desde que hice aquella decisión. En nombre de Buda, de Cristo o simplemente de mi propia máquina de la risa, que quería esencializarse.
Dos días después salí de la trinchera y tomando una de las motocicletas del Estado Mayor me dirigí a la aldea donde se iba a celebrar el juicio. Cuando llegué, después de evitar algunos hoyos de granada que habían hecho la carretera casi intransitable, vi que la iglesia estaba muy concurrida. Al entrar oí decir a un campesino viejo: «Nunca se ha visto esta iglesia con tanta plebe como hogaño».
Me extrañó que estando tan cerca de la capital hubiera hombres que hablaran de una manera tan arcaica. Y otro campesino, de expresión honesta y veraz, dijo, mirando al secretario que estaba sentado en el presbiterio: «Quiera Dios que le den su merecido a ese hombre sin corazón». Estas palabras me impresionaron y aunque parecían justificadas sentí piedad por el reo y me propuse hacer su defensa lo mejor posible.
No había hablado antes con el secretario ni lo creía indispensable. El relator y el acusador me pondrían en antecedentes a lo largo del juicio. Por otra parte, la verdad tenía que perjudicar siempre aquel pobre hombre y si tenía salvación sería a través de sofismas y trucos y habilidades independientes de la naturaleza de los hechos. La verdad era que la población quería matarlo. Todos los argumentos, incluso los favores, deberían tener para él pinchos venenosos como las hojas de las ortigas.
El hecho de que el juicio se celebrara en la iglesia me impresionaba. «Yo soy cristiano —me decía—, de un Cristo que tampoco necesitaría haber existido para ser». Y la iglesia me parecía ir llenándose de fantasmas vestidos con túnicas y mantos de los tiempos de los fariseos y los jebuseos. Así pensaba yo, acomodándome en el presbiterio. Estaban en sus puestos todos los que formaban el tribunal: el juez, el acusador público, el secretario de actas, los jurados. No tenía el presbiterio carácter religioso alguno, ya que el altar estaba sin luces, el ara sin manteles, el aire sin olor a incienso y el tabernáculo abierto y sin copón ni corporales. En un lado del presbiterio habían puesto bancos paralelos, donde se sentaba el jurado. Por una alta ventana entraban las brisas de la mañana y con ellas el fragor de la artillería y de las ametralladoras lejanas. Las caras de los campesinos tenían la misma fijeza de los que oyen misa.
Saludé con un movimiento de cabeza a López, quien me indicó mi verdadero sitio y tuve que cambiar de lugar El relator era un secretario profesional de juzgado y comenzó a leer. No se trataba de faltas ni errores cometidos por el reo, sino de verdaderos crímenes. El acusado había urdido años atrás situaciones evidentemente criminosas en las que habían perecido (como animales en la trampa del bosque) algunos vecinos, al parecer. Y después de relatar una tras otra las fechorías de aquel hombre tan insignificante en apariencia, alzando y bajando el antebrazo en el aire como un preboste o un arcediano para llamar la atención e impresionar a la gente, el oficial relator se calló.
Yo echaba de menos las togas, las garnachas, las pretextas; pero así y todo, la atmósfera tenía carácter. La iglesia estaba llena de jurisdicciones de paz y de guerra, y el secretario de las antiguas alfardas se daba cuenta y parecía cohibido.
No hacían falta testigos, porque todo el pueblo testimoniaba con su presencia. El comandante López hizo la acusación con su pecho alzado, su sotabarba y su voz. Repitió la lista de los delitos del secretario, gargarizó con las consonantes, se enjuagó con las vocales, insultó al pobre viejo varias veces, hizo elogios demagógicos de los campesinos de la aldea y al final pidió tres sentencias de muerte nada menos. Yo me decía: ¿Por qué tres? Luego recordé que un reo con tres penas de muerte necesitaría tal vez tres indultos legales (lo que era muy raro) si esperaba salvar la vida, y no quería López que se le escapara. Quizás en tiempos de guerra civil y en estricta justicia, la posición de López era correcta, pero a mí me repugnaba matar a nadie fuera del terreno impersonalmente militar.
La vida de aquel secretario me tenía sin cuidado, pero iba a aprovechar la oportunidad para decir algunas palabras que al acusado y futuro reo le confortarían. Aquel alma del secretario debía tener ese frío polvoriento que hay en el rincón sin ecos donde se guardan las escobas. Peor que la muerte es para cualquiera de nosotros la falta de atención. La sistemática indiferencia diaria de todo el mundo. Y yo iba a dar al secretario la prueba de una atención genuina sostenida y exaltada. Aquello me gustaba, en medio de todo.
Uno de los campesinos de primera fila escuchaba con una fijeza cómica. Sin duda era miope y contraía las pupilas distendiendo al mismo tiempo los labios. Parecía que reía, pero era sólo que escuchaba.
Detrás de mí y un poco sobre mi cabeza, pegado a una columna, san Roque con su perrito parecía alargar el cuello para ver mejor. Yo no creía en los iconos aunque comprendía que la gente los necesitaba como apoyo para el salto mortal de la fe. En todo caso me gustaban los santos acompañados de animales: san Antón con el cerdo, san Roque con el perro, san Marcos con el león. Era la parte humilde de la Iglesia y la humildad siempre está bien. Si no ha arraigado la Iglesia en Australia es seguramente por no haber sabido adoptar al canguro, considerándolo quizá demasiado brincador.
Enfrente había un san José con la vara florida, que es sin duda un símbolo de la fecundidad viril. Parecía san José mirar severamente al secretario de los portazgos y reconvenirle con el dedo en el aire, aunque según creo el dedo en el aire corresponde más bien a san Juan Bautista y no es una señal granuja sino la indicación del cielo y del origen de la gracia.
No parecía el secretario temer gran cosa por su vida. Tampoco habría temido yo, en su caso. La máquina de la risa podría producir lluvias de primavera y arcos iris interiores. Arcos iris de bonanza. ¿Quién trataba en aquellos días de conservar su vida? Vivir o no dependía en los dos lados de una especie de lotería cuyos números no se hacían públicos. El boleto premiado le estallaba a uno en el lugar del aneurisma, y a otra cosa. Pero la indiferencia de aquella multitud, doblada de rencor, debía dolerle al viejo secretario y a eso se debía sin duda su color gris y su gesto quebrado. Había que ayudar al viejo si no a vivir por lo menos a salir de la vida.
Pensaba yo, sin atender a lo que habían dicho antes algunos testigos espontáneos desde sus asientos: «El secretario merece por lo menos esa simpatía que sentimos por un animal viejo atado a una estaca con un fencejo. Todavía si estuviera atado con una cadena de acero inoxidable sería menos lastimero». Pero si estaba atado con un fencejo a la vida, inspiraba una amistad callada y honda. En el deseo de dar al viejo alguna clase de consuelo, me sentía un poco fuera de situación. Recordaba que en mis tiempos de estudiante había hecho algunas irreverencias en los templos (travesuras anticlericales), pero aquella manera de juzgar a un hombre previamente condenado, en el presbiterio, bajo el altar mayor, me parecía de veras objecionable.
Por fin me llegó el turno y hablé más o menos en los términos siguientes:
«No dudo de que las acusaciones que hemos oído tienen alguna base en la realidad, pero antes de llegar a formar juicio sería bueno reflexionar un poco. Entre los que me oís hay personas de todas clases. Algunos vecinos de este pueblo conocen bien al acusado. Entre ellos hay feligreses de todos los partidos y también otros muchos sin credo político. Todos coinciden más o menos en dos cosas: en el amor por la democracia y en considerar al antiguo secretario de este municipio como un enemigo de la democracia».
Hubo rumores que no eran de aprobación pero tampoco de protesta. Extrañaba al público aquella templanza después de haber oído a López. Yo vi un soldado con fusil y bayoneta vigilando desde el púlpito. Otros sin armas, confundidos con el público. Un campesino de la primera fila oía con la boca abierta y a veces repetía para sí la palabra final como al oír música algunos tararean la melodía. Y yo, con un acento frío que sin embargo iba tomando vigor a medida que veía que el secretario me escuchaba, seguía hablando. Pensé que en la iglesia irían bien algunas frases latinas y dije, después de disculparme por aludir a la sabiduría de los tiempos antiguos. «Commodum eius esse debet, cuius periculum est, es decir, que hay que otorgar alguna ventaja natural a todo aquel que corre algún peligro. Y no hay duda de que el secretario está en ese caso. Ruego a cada uno de ustedes que me escuche con benevolencia. Otro sabio dice: Justitia est constans ei perpetua voluntas ius suum cuique tribuere, es decir, amigos míos, que la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde en derecho, libre la conciencia de pasiones. Es lo que estamos tratando de hacer aquí. Finalmente: Libertas est naturalis lacultas eius quod cuique lacere, nissi si quid ui aut jure prohibetur, que quiere decir que la libertad es la facultad natural de hacer cada cual lo que le plazca salvo si algo es prohibido por la fuerza autorizada o por la ley. De esa libertad gozamos todos en este momento menos el secretario, mi defendido».
Dándome cuenta de que con aquellos latines, que tan bien sonaban en la iglesia, había ganado alguna clase de respeto —incluso de López, según podía advertir en su expresión—, continué más seguro de mí mismo:
«No voy a ir atacando una por una las afirmaciones del acusador ni a destruir sus testimonios, algunos de los cuales obedecen más a la pasión del momento y a la idea de la venganza que a la justa apreciación de los hechos, ya que en estos días que vivimos la pasión se exacerba y como decía un campesino amigo mío, ayer, en la trinchera, la sangre llama a la sangre. Sin embargo, esto no debía ser así. La sangre debe llamar a la razón, a la reflexión, a la conciliación y a la paz. A nosotros no nos interesa la venganza. (Hablando así debo reconocer que sentía la cabeza de Buda apoyada en mi hombro derecho y veía la de Cristo enfrente y me consideraba un poco farsante). Sentenciando a este hombre de acuerdo con las conclusiones del acusador no haremos sino imitar a nuestros enemigos. A todos ustedes debía repugnarles pensar en la venganza como una solución».
En aquel momento sentía la sonrisa de Sócrates en el aire, pero no me satisfacía. Algo sonaba mal en mi voz.
«Matando a este hombre no haremos sino imitar —repito— a nuestros enemigos. Nosotros no hemos hecho daño a nadie y sin embargo ahí están las baterías enemigas disparando. Esos cañones que oímos desde aquí, ¿de quién se vengan si no les hemos provocado a la violencia? Nuestros enemigos tienen una enana que los preside y aconseja y que en la noche, a veces, da alaridos. Se vengan del hecho de haber escuchado sus consejos y de estar equivocados y de saberlo. Pueden tolerar que nosotros existamos, pero no que tengamos razón, y vertiendo la sangre de aquellos que discrepan se convencen a sí mismos de varias cosas: primero, de que podrían tener razón, cosa que no han creído sino ocasionalmente. Cuando vierten la sangre de sus oponentes la violencia habla por sí misma y lo primero que dice la violencia es que la acumulación de sangre vale por una bandera, ya que no por un argumento. Ninguna bandera es razonable porque quiere ser más que razonable, ya que a su sombra se mata y se muere, y quitar la vida a otro o perder la propia es más que tener razón o quitar la razón. Nosotros no necesitamos bandera ninguna porque tenemos razón, como la tiene el agua que cae con la lluvia o el sol que se refleja en el vidrio de la ventana. O como la tiene la vida contra la muerte».
Esto último me pareció exagerado. No había que tratar de tener demasiada razón. Era lo que perdió a Buda y tal vez al buen Jesús ante el Sanedrín, ante Caifás y ante Pilatos. No es bueno tener demasiada razón, en la vida. En aquel momento, el reflejo de un parabrisas de un coche estacionado al lado de la puerta lanzaba su haz luminoso de abajo arriba e iba a iluminar un pedazo de muro mostrando las rugosidades de la piedra. Por el camino de aquel haz se veían miríadas de partículas de polvo flotante y yo creía de niño que aquellas partículas eran los misteriosos átomos.
«No queremos matar a nadie sino obligarles a escucharnos y a dejarse convencer. El hombre no es una bestia dañina —decía yo sin convicción alguna y pensando que realmente lo era— a la que hay que exterminar. Es un ser a quien debemos respeto y ayuda. En el caso de este secretario del municipio, si bien reflexionamos, no hay nada culpable ni criminal. El buen secretario servía a la ley, que es restrictiva como lo son todas, y no era sino un producto de las circunstancias en las cuales había nacido y vivido. Tenía hijos y quería para ellos mejores condiciones de vida. Igual que todos ustedes las quieren para los suyos. No sólo asegurarles el pan de cada día sino a ser posible la vianda y el postre. Quería también para ellos un poco de calor en invierno y una educación adecuada. En fin quería para sus hijos las ventajas que él no tuvo nunca».
Yo me sentía arrogantemente protector, lo que era absurdo, pero no podía remediarlo. Y seguía:
«La sociedad se negaba a dárselas. En un mundo más justo, nadie carecería de lo indispensable (gritaba, a sabiendas de que mis palabras eran falsas y apelaban a un mundo utópico), pero en el nuestro el bienestar está acotado con alambre espinoso y lo tienen sólo los poderosos, quienes ni siquiera lo estiman porque no se estima lo que se posee por arbitrario privilegio. Si nuestro hombre se acercó a los ricos era porque ellos tenían la llave del arca, la del pan y las medicinas, la de los bancos y además también la del dormitorio con la dulce promesa del sexo. Por si todo eso no bastara, tenían la llave de las iglesias que otorgaban a sus fieles la felicidad eterna. Algunos que me escuchan pensarán: “Este hombre a quien estamos juzgando estaba entonces equivocado”. Es verdad, pero no había tenido ocasión de enterarse de que lo estaba. Y actuaba como si tuviera razón.
»Este hombre no ha sido feliz nunca. Más alto, no esperaba serlo. ¿Oís bien? Basta con mirar su cara para ver que en cada sombra, en cada arruga, en cada gesto hay la resignación a alguna clase de limitación. Es decir, que hay alguna desgracia. No ha conocido otra cosa en toda su vida. Quizá la desgracia que hoy le aflige es la que menos le importa. Desde su juventud lo sospechaba y desde su madurez comenzó a resignarse conscientemente. Vivir toda una vida de renunciamientos y desengaños, sin otra esperanza que la de conseguir algún día mejores condiciones para los suyos, es vivir tan heroicamente como viven ahora los jóvenes que se juegan la vida en las trincheras. Decía hace poco el acusador comandante López que el secretario había testificado falsamente en contra de un grupo de obreros que fueron condenados a varios años de prisión. Yo no creo que testificara falsamente, porque en aquel momento estaba seguro de decir la verdad y esa actitud del secretario le trajo riesgos mayores y más inmediatos, porque entonces ya estaba larvada toda esta violencia que ha estallado ahora. El secretario era entonces un soldado en el campo de batalla y así debemos considerarlo en este momento».
Estaba yo apelando tal vez a la compasión de aquella gente, pero sabía que había algo más decisivo que la compasión y quise apelar a su vanidad y a su sentido del poder. A la conciencia de su propia soberanía, como habría dicho Anselmo Lorenzo.
«Ahora lo tenemos aquí —dije señalando al reo—, a nuestra disposición, débil, contrito y sin armas, y vosotros sois fuertes, sois los que tienen razón y poderío, sois los que imponen ese poderío y esa razón a cañonazos. Sois los que deciden la vida y la muerte de los vencidos. Sois bravos y debéis ser justicieros. ¿Cómo podéis demostrar vuestra fortaleza y vuestro uso activo de esta fortaleza? Por la clemencia. Sois la justicia clemente y queréis demostrarlo; pero a pesar de todo, el acusador quiere matar a ese hombre. Mostrad vuestra omnipotencia no matando, sino perdonando, mostrad vuestra grandeza ejerciéndola. Hasta los animales perdonan al enemigo que se ofrece a su magnanimidad. ¿No habéis visto que cuando una fiera ataca a otra, si la otra se arroja al suelo con las cuatro patas en el aire la agresora se da por satisfecha y la deja en paz? Debéis ser magnánimos como la fiera, ya que sois, como ella, poderosos».
Me ponía yo elocuente de gesto y de tono y sentí rumores de conformidad en la sala. La apelación a la grandeza del poder daba resultado. Alcé los ojos al capitel de enfrente, que tenía florestas de piedra y un monstruo antediluviano. Pero continué: «Si mi defendido se conducía a veces deshonestamente, ¿quién de nosotros no se ha conducido deshonestamente alguna vez? ¿Y por eso vamos a quitarnos los unos a los otros la vida? ¿En nombre de qué o de quién? ¿Creéis que es cómoda la deshonestidad? ¿Creéis que eso hace a la gente feliz? Este hombre que renunciaba a su buena reputación a cambio del bienestar de sus hijos, obedecía a una ley fundamental de la naturaleza. Este hombre solo, débil y pobre rezaba en la noche por sus hijos.
»¿Cuáles son las leyes de la naturaleza, amigos míos? Todo vive cara al mañana. Los hijos no piensan en sus padres, sino en sus propios potenciales hijos. Si los árboles pudieran pensar, pensarían en las mejores condiciones de sol y suelo propicio para producir las semillas en las cuales se encierra su propio futuro. Las rocas, en mantenerse firmes contra el viento, contra la lluvia y contra los embates del mar para propiciar la solidez y la permanencia de sus propios minerales. Todo mira al mañana, hasta el extremo de que cuando algo o alguien quiere mantenerse inmóvil en el presente, no puede, y el mero hecho de dejar de mirar hacia el mañana determina su retroceso, disminución y ruina. Nuestro hombre, el secretario a quien juzgamos, sacrificaba su salud física y moral, su prestigio y su integridad por el mañana de sus hijos. “Yo no puedo ser siempre honrado —parecía pensar—, pero lo serán mis hijos, porque les dejaré condiciones de vida mejores”; Cervantes dudaba de que se pudiera ser honrado siendo pobre. Y este hombre a quien juzgamos se disponía ya a sacrificar su pasado y su presente por un futuro próximo que él no conocería, pero que disfrutarían los seres nacidos de su carne y de su alma. Vivir así era vivir de acuerdo con las leyes fundamentales de la naturaleza».
Pensé que me estaba atascando en aquel argumento, pero continué, mirando en el aire los reflejos del parabrisas del coche:
«Todo el delito de nuestro hombre consiste en haber tratado de adaptarse a las leyes de la naturaleza. ¿Quién puede acusarlo? Alguno de vosotros dice en su fuero interno: “Yo”. Pero esa sañuda voz no es la voz de la justicia, porque tratar de matar a este hombre es de una perfidia saturniana. (Dicha la palabra saturniana, me arrepentí, porque creí que su sentido resultaría demasiado esotérico). Con su muerte tratáis de asustar a otros para que no hagan lo que hizo él. Pero lo que hay que suprimir no es el hombre, sino el orden político, económico y moral que lo produce. Hay que suprimir los obstáculos en los que él ha tropezado».
Fui a decir en latín aquello de «quitada la causa, quitado el efecto», pero me pareció demasiado lugar común. Las ametralladoras lejanas volvían a oírse y yo pensaba que aquel fragor perjudicaría en los oídos del jurado a mi defendido. En vista de eso, alcé la voz tratando de cubrir con ella las ametralladoras, pero el tono y el acento no eran bastante compactos y el tableteo se oía a pesar de todo en los intervalos. Yo me admiraba a mí mismo y me daba ánimos con mi admiración. Y me burlaba de mis ánimos.
«Decía el acusador que el secretario denunció a dos obreros del comité de un sindicato y que uno de ellos sufrió la ley de fugas, siendo muerto en el camino, cuando era trasladado en conducción ordinaria a la ciudad. Pero lo que hay que suprimir no es el secretario, sino la ley de fugas. Siempre habrá, por cada secretario muerto, otros diez dispuestos a hacer la misma denuncia en condiciones parecidas. Con el terror lo único que haremos será llevar el agua al molino de nuestros enemigos. ¿Es eso lo que queréis hacer?». Se oyó una voz en el silencio. La voz de un campesino que decía ingenuamente a un vecino: «En esta tierra no hay molinos». La máquina de la risa se ponía en movimiento y era peligrosa en aquel momento. Yo calculé por otra parte: «Ese campesino les recuerda a los otros que soy forastero y que no conozco la tierra donde estoy hablando». No sabía si aquello era bueno o malo. A veces los aldeanos recelan del forastero y otras lo reverencian. Y seguía: «Aquí estoy para deciros, ni más ni menos, la verdad, y la verdad es lo que estáis oyendo. Ese hombre —y alzaba la voz patéticamente, señalándolo con el dedo— merece que pensemos despacio en lo que ha hecho y en las razones que tuvo para hacerlo antes de sentenciarlo».
Otro campesino me interrumpió: «A ese hay que rebanarle el pescuezo». Se oyó bien claro, y yo no supe, por el momento, si el campesino se refería al secretario o a mí. Siempre me había causado asombro la manera de reaccionar de los campesinos conmigo. Los obreros de la ciudad se dejaban persuadir, pero los campesinos eran más duros. Recordaba que una vez fui con otros agitadores a una aldea y después de estar una hora hablándoles de humanitarismo, justicia social, de la necesidad de redimir a los pobres de su esclavitud obteniendo leyes mejores y organizándose para la resistencia, y si era preciso para el ataque, de pronto, y cuando creía haberlos convencido viendo cómo me aplaudían, oí a alguien decir a media voz: «Ese, ese de la gabardina es el más malo». El de la gabardina era yo. No me hacía, pues, ilusiones con aquella masa agrícola, y menos ahora, que estaba soliviantada por la guerra. Suponía que el campesino que en la primera fila repetía mis últimas palabras en éxtasis podía rebanarme el pescuezo con la hoz. Es verdad que yo no había dado nunca importancia excesiva a mi propio pescuezo, pero no tengo otro y habría preferido que los campesinos olvidaran las hoces hasta el tiempo de la siega.
Volviendo al discurso, señalé al reo con la mano y dije: «Ese hombre merece el perdón». Un campesino que estaba debajo del púlpito me entendió mal y repitió de buena fe:
—¡Eso es, al paredón!
López ahogó en su propia garganta la carcajada con un pequeño y discreto gorgeo. Aquello me indignó, pero disimulé: «El secretario de los líquidos imponibles era y es un pobre hombre y, además, un hombre pobre. Vosotros, campesinos, tenéis raíces en el suelo, tenéis el pan y las patatas seguros. Tenéis los frutos de la tierra, pocos o muchos. Vivís de una manera parecida a los árboles y a los arbustos. Una vida limitada, pero segura. En cambio, la familia del secretario cuando quería una zanahoria o un kilo de pan tenía que comprarlos y el dinero lo daban los que lo tenían, es decir, los ricos. Uno de vosotros puede vivir años enteros sin manejar dinero, ya que sólo es menester para comprarse una camisa o un pantalón». (Aquí un campesino alzó la mano porque quería decir algo: «Yo no necesito dinero para comprar camisa, porque me las hace mi mujer con tela tramada con sus pies y con hilo filado por sus pulgares»).
Hubo un pequeño silencio y aquí y allá se oyeron risas. Alguien dijo: «Es una ocurrencia del tío Benjamín, que siempre tiene que meter su dictamen». Y yo, pensando que otra cita latina caería bien para restablecer la autoridad, dije: Utilius bomini nihil est quatn recte Iriqui, es decir, que nada es más útil al hombre que la franqueza en el hablar, y es lo que estoy haciendo ahora, ciudadanos y amigos.
«Cualquiera de ustedes que hubiera sido secretario habría favorecido en la administración del pueblo a las familias ricas para que pagaran menos impuestos y merecer así su gratitud. De esas casas ricas llega una recomendación, un empleo para el hijo mayor o el pequeño. ¿Quién sabe? Vivir no es fácil. En caso de una huelga de campesinos, tal vez el secretario de los censos pensaba que los huelguistas tenían razón, pero si lo hubiera dicho en público o en privado le habrían quitado el empleo. No es ese empleo tan bien retribuido que permita hacer ahorros, y el secretario y su familia habrían conocido la humillación y el hambre. Vosotros diréis: nadie está obligado a falsear sus propias opiniones. Pero ¿qué es lo que hacía todo el mundo, especialmente en los tiempos de la monarquía, que están bien frescos en vuestra imaginación? Todo el mundo falseaba y falsea sus opiniones y sus sentimientos. El banquero roba por un lado al pueblo y por otro al Estado, pero defiende públicamente la honradez. El noble se burla secretamente de la nobleza, pero pule y luce su corona. El único que tiene que creer en algo y adaptarse a su creencia es el pobre. El pobre cree en su pobreza y la tiene clavada como una condenación en la mente, y esa condenación se refleja en todos sus actos. Y lo primero que tiene que procurar es asegurar el pan de sus hijos. ¿Cómo?».
Otra voz campesina dijo: «¡Que salga a robar a un camino!». Yo respondí, irritado: «Y usted, que habla así, ¿quiere juzgar a este hombre e imponer la justicia? Salir a robar no es solución alguna, sino degradación y villanía. Este hombre era potencial y presencialmente un hombre honesto, es decir, un hombre que respetaba la ley y vivía dentro de ella, y una vez más, repito —y aquí alcé la voz dramáticamente, aunque con poca fe— que como la ley está hecha por los ricos y para los ricos, este hombre, ajustándose a la ley, tenía que defender a los ricos. Pensar otra cosa es locura. ¿Es que vamos a matar a este hombre por haber hecho lo único que podía hacer en las condiciones en que vivía? ¿Es que vais a organizar la sociedad de mañana con los mismos vicios y pasiones vengativas que la de ayer? ¿Es que vais a arreglar algo matando a los servidores de una ley mala y no cambiando la ley? No seré yo quien os ayude. Lo primero que tenemos que hacer es afrontar la verdad desnuda y después ir adaptando a ella nuestra templanza o nuestra violencia. En este lugar, alguien se ha dado cuenta de que el pueblo entero odia al secretario de las aparcerías con motivo o sin él, y ese alguien quiere ganarse la voluntad del pueblo por encima de la vida de un hombre. Pero un ser vivo es más que un secretario o un campesino o un duque. Es la humanidad entera. Tenemos que mirarlo como nos vemos a nosotros mismos en un espejo. Un hombre cualquiera, además de ser todos los hombres, es un reflejo de Dios para los que saben mirar con atención. Nuestras mejores cualidades, amigos míos, ya no son nuestras, sino de Él».
Al decir estas palabras, todos miraban al tabernáculo vacío, en el centro del altar. Abierto y vacío. También miré yo allí un momento antes de seguir: «Si el acusador cree necesario matar a este hombre para tener a su lado a la población entera, que lo diga. La mentira, el disimulo, el escándalo sangriento, el pensar una cosa y decir otra tal vez darán la victoria a nuestros enemigos, pero esa victoria no será duradera ni les llevará lejos. (El comandante López me miraba con grandes ojos asombrados). Y yo invito al acusador a que nos diga toda la verdad. Mejor que conquistar la adhesión política de este pueblo con un asesinato sería conquistarla con toda la verdad, como estoy tratando de hacer ahora».
—La verdad —murmuró escépticamente López—. ¿Qué es la verdad?
Aquellas palabras me ofrecían un efecto fácil y no quise perdérmelo, y menos en aquel lugar. «Eso es lo que Pilatos respondió a Cristo cuando este dijo que servía a la verdad. Y siempre que alguien pregunta qué es la verdad, hay un inocente que muere en el suplicio. ¿Oís, compañeros y amigos? En este caso la verdad es que el sacrificio de este hombre no va a ayudar sino a nuestros enemigos, como dije antes; porque cada vez que un hombre muere en el suplicio, la vida de sus correligionarios vale un poco más. ¿Qué interés tenéis en que la vida de los enemigos vuestros valga más? Yo confieso que no tengo ninguno y que por eso me he encargado de la defensa. No hay que sentenciar a este hombre a ninguna de las tres penas capitales que pide el acusador. ¿Tres penas de muerte? Espero —añadí dirigiéndome a los hombres del jurado—, espero que ninguna de esas tres penas de muerte le serán impuestas al reo». Yo hablaba escuchándome a mí mismo. A veces sinceramente y a veces sólo retóricamente.
Al llegar aquí me di cuenta de que no tenía más argumentos a mano. No se me ocurría nada oyendo las ametralladoras lejanas. Me creí un momento perdido, pero derivé por el lado erudito de los símbolos religiosos, un poco al azar, viendo en el techo del templo el triángulo de la Trinidad y en el aire una mariposa que cruzó el haz de luz del parabrisas y que iluminada parecía de plata.
«Ciertamente, el número tres tienta al acusador; y no es su culpa, porque desde los tiempos más remotos ha sido rodeado de sugestivas proyecciones. Tres es la cifra de uno de los misterios más antiguos, en los que está implícito el de los orígenes del hombre. De los tres órganos de generación del hombre viene el prestigio del número tres en las religiones antiguas, incluido el misterio de la Trinidad de los hindúes. De ese número mágico para nuestros lejanos bisabuelos viene la cruz anxata de los egipcios, la imagen matriarcal Tanit de los fenicios y otros muchos símbolos. Para un observador riguroso de la historia, eso no representa irreverencia alguna. También nuestro sexo es obra de Dios. Pero volviendo a la sugestión del número tres en el acusador, este trata de hacer al secretario depuesto víctima de un mito religioso anterior a nuestra era. Tres penas de muerte. ¿Por qué no dos ni cuatro? El acusador, que tiene una mente clara, se extrañará de verse a sí mismo envuelto en esta clase de supersticiones; pero la verdad es que quiere, con el sacrificio triple del secretario supernumerario del despacho municipal, halagar al antiquísimo Osiris, a la deidad semítica Tanit y al triángulo ritual de los remotísimos hindúes. (Mientras yo hablaba así, el comandante López me escuchaba boquiabierto). Tal vez el acusador se extraña y protesta en su fuero interno, pero ni su extrañeza ni su protesta prueban que yo esté equivocado. La sed de venganza es una prolongación atávica de los tiempos crueles, cuando la gente se regía por el terror y por las danzas a la luz del plenilunio. No me extraña, por lo tanto, la recurrencia del acusador al número tres. Yo os pido que libréis al secretario de esa bárbara, primitiva e inhumana cadena de sucios prejuicios».
No decía yo estas cosas para la masa campesina, sino para López, cuya decisión iba a ser sin duda aprobada por el jurado. Y él escuchaba, perplejo. Creí que debía volver a dirigirme a los campesinos, y dije: «A ninguno puede extrañar la conducta que seguís en este momento con el procesado, ya que cuarenta años de convivencia con el secretario del consejo de esta aldea…». (Otro de los que escuchaban alzó la mano e interrumpió para corregir: «No es aldea la nuestra, sino villa, y así fue concedido antaño por fuero de reyes»). Yo sonreía pensando que aquellos campesinos, cuyos hijos estaban batiéndose por la República y cuya propia vida ponían en peligro día y noche las baterías de los monárquicos, hablaban del fuero de reyes con orgullo. Me daba cuenta del cúmulo de contradicciones en que todo el mundo estaba viviendo y lamentaba haber intervenido en la detención de aquel hombre, aunque —me preguntaba—, ¿qué otra cosa podía hacer? En caso de haberme negado se habrían concentrado sobre mí los recelos, y conmigo o sin mí, habrían arrestado y matado de todas formas al pobre hombre. Quizá sin concederle el consuelo de mi atención exaltada.
Lo malo era que con aquella intervención el comandante López quería comprometerme, y lo estaba consiguiendo, sin duda. Pero yo, que me había dejado comprometer días antes por el lado izquierdo en Casalmunia, trataba de rectificar y estaba defendiendo al secretario y comprometiéndome por el lado derecho, aunque sin mucha fe, la verdad. Tal vez no lo salvaría, pero, en todo caso y en último extremo, con mis palabras le mostraba un poco de esa consideración de la cual todos los seres nacidos están siempre hambrientos. En el fondo la vida o la muerte del secretario me daban igual, pero estaba gozando de aquella expresión de gratitud que veía en su cara. Tal vez estaba encontrando el secretario, a través de mis palabras, la justificación de su propio pasado, lo que debía aliviarle. Y esa dimensión secreta de mi probable santidad me la agradecía yo entonces, honradamente, a mí mismo.
Y seguía: «Tantos años de convivencia con el secretario de actas de esta aldea, digo de esta villa, han creado en cada uno de ustedes motivos de enemistad y de resentimiento. El simple hecho de visitarlo en su oficina para pedirle algún favor que no les concedió, ha ido depositando en el fondo de la memoria de cada cual un repertorio de motivaciones resentidas que les empujan hoy a la agresión. ¿No es eso? ¿Y van a juzgar a este hombre ab irato? ¿Quién tiene derecho a eso? Ustedes recuerdan haber salido alguna vez de la oficina del secretario atufados, mohínos, llenos de despecho. Con el tiempo ha crecido el rencor. El acusador cree ser intérprete de todo ese aborrecimiento pidiendo tres penas de muerte. Yo siento la desazón en el aire y la exasperación en las miradas de algunos. Como ustedes ven, yo no respondo con iracundia y ni siquiera con vehemencia en mis argumentaciones. ¿Para qué? Para salvar la vida de un hombre basta con una voluntad recta. El acusador buscaba la manera de encolerizarles a ustedes hasta el encarnizamiento. ¿Lo ha conseguido? Yo solamente quisiera apaciguarles y ponerles de acuerdo con su propia conciencia. No quiero azuzarlos contra nadie, ni siquiera contra el acusador. Hombre de malas pulgas, su borrascosa manera de hablar es comprensible. Todos nos descomedimos a veces cuando se oyen los cañones y cuando sobre nuestras cabezas zumban los aviones cargados de bombas. Pero a mí no se me sube la sangre a la cabeza ni permitiré, si puedo remediarlo, que ninguna clase de pasión me domine. Se trata nada más y nada menos que de salvar o perder a un hombre como nosotros mismos. Un hombre cuyo mayor pecado fue siempre no poder permitirse el lujo de ser agradable a sus convecinos ni actuar de acuerdo con su propia conciencia. Su carácter era esquinado, amoscado y taciturno porque había en su casa más mohína que harina y cualquier insistencia de uno de ustedes sobre cuestiones prácticas que no podía resolver le exasperaba y sacaba de madre, como vulgarmente se dice. Los ricos habían puesto al hombre en la secretaría del Ayuntamiento para que acumulara sobre sí los rencores y odios que merecían ellos. La capacidad de atención, de justicia, de asistencia o de caridad del secretario, por grandes que fueran, no habrían sido suficientes para satisfacer a un campesino por cada cien. En esa disyuntiva se dedicaba a ayudar a los que parecían mejores, es decir, a los que representaban el poder, por ejemplo, al rico don Cristóbal, aquí presente —todos se volvieron a mirarle y don Cristóbal palideció, que era lo que yo esperaba por haber sido quien denunció al secretario y reveló su escondite—. En la dura selección natural de las especies, a la cual nadie escapa, ni las fieras ni los hombres, el secretario estaba, o creía estar en lo cierto ayudando a los poderosos de la aldea, digo de la villa real. ¿No es así? (El campesino de antes me miraba ceñudamente, reprochándome con el gesto que me equivocara tantas veces llamando aldea a su pueblo). ¿No será siempre así si continuamos destruyendo al hombre que sirve a un mal sistema y conservando ese sistema?».
La iglesia rebosaba de gente. La voz se había corrido por el pueblo y los que no estaban enterados, al saberlo acudían. El destino de aquel hombre interesaba a todo el mundo, pero ni un solo campesino estaba de su parte. Yo no podía extrañarme de aquello. No me extrañaba nada. Observé que mientras yo hablaba, el comandante López tomaba notas y por la presura con que lo hacía (al final de alguna frase de especial significación), suponía de antemano cuáles iban a ser sus contraargumentos. Tanto valían los de él como los míos, y detrás de ellos había un sobrentendido de violencia inevitable. Una vez más, me decía: «El reo va a morir sin remedio y a mí me parece lamentable, aunque no más que la muerte de un soldado en la trinchera, o de Guinart en el otro lados». En todo caso, seguía con mi informe. Era la primera vez en mi vida que intervenía en un acto como aquel y lo hacía sin esperar ninguna eficacia final. Lo más incómodo era que yo tenía la sensación de ser el único que estaba despierto, con mi conciencia y mi razón activas. Todos los demás estaban dormidos y eran una especie (diferentes especies) de sonámbulos. Incluido el comandante López. Sonámbulos peligrosos.
Tenía yo una conciencia moral y una superconciencia —esta última era la que hablaba—, mientras que los otros carecían de ambas y me oponían la inercia del sonámbulo. López, además de un sonámbulo, era la máquina de la risa de la cual he hablado antes. Con sus palancas articuladas y su sistema acústico y fonético.
Me molestaba seguir usando medios de persuasión en una causa de antemano juzgada y perdida. «Yo estoy de parte del reo y no por la obligación natural del defensor. No soy abogado, sino soldado de filas. Acabo de dejar el frente para venir a combatir aquí con las mismas razones que me llevaron un día a pelear en la trinchera. Y por eso os pido ahora no sólo la vida de mi defendido, sino también la libertad. ¿Qué daño puede hacer a nadie este hombre? ¿Hasta qué extremo puede ser peligroso, suponiendo que fuera un enemigo del pueblo? En primer lugar, no lo es por la misma razón por la cual lo era antes de que la guerra comenzara. Ahora el poder ha cambiado de manos, está en las del pueblo y el hombre que tenemos delante ha cambiado de posiciones por el mimetismo de los débiles. Este hombre es el típico servidor de la clase dominante, cualquiera que sea.
»Por otra parte, ciudadanos que me oís, el que hace uso de la clemencia refuerza la justicia con una sombra, o más bien una luz de generosidad. Yo os pido que en último extremo y si por alguna razón o algún eclipse de la razón, que todo puede ser, consideráis al reo culpable, yo os pido que hagáis uso de esa clemencia con la cual somos superiores a nuestros enemigos. Cada uno de nosotros se sentirá premiado en su conciencia por la calma y la serenidad que da Dios a los que han sabido ejercer el bien y restablecer no la justicia de los jueces, sino la inmanente bondad de las cosas y los hechos y la sublime caridad de las conciencias».