Ya no estaba en Burgos, pero no recuerdo el nombre de la nueva ciudad. Sé que dos horas después salí en busca de la casa de O. (había dejado mi magro equipaje en una posada campesina). Fuera a donde fuera e hiciera lo que hiciera iba pensando en aquellos dos presos que se sacrificaron para salvar un secreto de guerra. Y sobre todo en el que engañó al archicomisario. «No hay duda —pensaba yo— de que la gente de1 pueblo es más aguda que cualquier oligarca». En cuanto al espíritu de sacrificio, era igual en los dos lados, lo declaro paladinamente. Lo pensaba entonces y lo pienso ahora.
No recuerdo la ciudad donde sucedió lo que voy a contar. Por su emplazamiento podría ser Zaragoza, pero no por los hechos. ¿Sería la capital de la Rioja? Tampoco lo creo. Ahora, ya digo, no puedo recordar; de tal modo los hechos se me hicieron confusos. En todo caso, llegué en un camión de intendencia. Tenía otro amigo allí, que me acogió en su casa. Era anarcosindicalista, y andaba disimulando. Más tarde logró escapar a nuestra zona.
Mi amigo me contó lo de la muerte del Palmao en las afueras de Sahagún, y como los hechos de esa naturaleza se repetían a cada paso ya no nos impresionaba. Le dije que el hermano de O. me había invitado a comer. Salí y me dirigí a casa de O. contra mi voluntad aunque lo estimo y tengo el mejor concepto de él. Pero sus invitaciones no eran realmente placenteras, como las de otras personas. Yo sé bien por qué. Conoció a la familia de don Arturo y no me hablaba nunca de Valentina, como si hubiera que evitar el tema por tener algo implícitamente funesto. No creo que valga la pena insistir en eso por ahora. Desde luego, ese tal O. ignoraba mi verdadero nombre. Eso era importante.
Yo buscaba un taxi y caminaba entretanto en la dirección aproximada de la casa de O. Aquella casa abundante y casi lujosa, pero de una cierta ordinariez y con olor a raíz de malvavisco, uno de esos olores que se consideraban en la antigüedad como conjuros contra las cuménides; es decir, las parcas.
Encontré por las calles cosas raras. No taxis, por el momento. Las calles iban cambiando de carácter y entre ellas aparecían espacios yermos y campestres atravesados a veces por la vía férrea de la Compañía de Ferrocarriles del Norte y a veces por una autopista bordeada de una pequeña valla de alambre. De una valla de alambre no muy alta, puesto que sólo me llegaba a las rodillas.
En una de aquellas autopistas —al otro lado había también calles y casas— vi aparecer un carruaje muy raro. Parecía uno de esos carruajes especialmente construidos para transportar en atrevidas perchas siete u ocho coches nuevos y superpuestos. Yo buscaba un taxi y hallaba uno de aquellos armatostes incalificables. Creo que no tienen nombre en español, aún. Se les podría llamar automedontes con más sentido que llamaban así los retóricos del romanticismo a los aurigas: automedontes. Aquel iba vacío y era por lo tanto nada más que un armazón perchero muy grande. Llevaba una velocidad mayor que la máxima de un coche ordinario. Tal velocidad, que yo pensé: «No tardará en estrellarse». Y así fue, en la curva de la autopista, a una distancia de unos trescientos metros de donde estaba yo. Acababa de estrellarse contra unos postes y una alambrada alta cuando apareció otro carruaje exactamente igual con la misma velocidad loca. Le sucedió lo mismo y yo menos alarmado porque el primer accidente me había preparado para el segundo, crucé entonces la autopista y entré en la casa que había enfrente para usar el teléfono y llamar a la policía. Suponía que había muertos y heridos. Estaba seguro. Como los dos accidentes los había previsto me eran perfectamente explicables. Cuando uno puede explicarse una catástrofe no impresiona ni duele tanto. Una vez dentro de aquella casa vi que se trataba de una peluquería. Había varios empleados, con blusas blancas y el peine como si tal cosa en la oreja. Todos parecían italianos. Fui al teléfono, pero cuando buscaba el número de la estación de policía recordé que todavía no tenía yo taxi alguno para ir a casa de O., quien me hablaría tal vez de Valentina, y decidí antes que nada pedir un taxi. Luego recordé que no sabía la dirección de O. y como me había dejado el libro de direcciones en casa del otro amigo era un problema, aunque pensándolo dos veces caí en la cuenta de que la dirección de O. debía estar en la guía de teléfonos y me puse a buscarla para apuntarla y dársela al taxista. «Lo más importante en estos momentos —pensaba— es tratar de identificar a la gente y saber quién es cada quién».
Luego vi que aquella guía telefónica era la de un sector de la ciudad que no correspondía al de O. y, por lo tanto, no tenía su teléfono ni su dirección. «Buena la he hecho», pensaba, desconcertado. El olor de agua de colonia hacía mi decepción pretenciosamente chirle.
En aquel momento, yo, que había dejado mi sombrero en una percha, vi que el dueño de la barbería se acercaba a preguntarme:
—¿Dónde compró ese sombrero?
—En Zaragoza y me costó ochenta pesetas.
Pero aquellas monedas —las pesetas— estaban un poco desvalorizadas ya. Yo creo que por el terror. El valor de la moneda requiere alguna clase de calma y de legalidad. El jefe de la peluquería dijo a los otros: «Este es un cliente distinguido». Yo prometí sentarme en un sillón y cortarme el pelo si alguien entretanto llamaba a la policía y pedía ambulancias. Y taxis. Al menos un taxi con el cual yo pudiera volver a buscar mi cuaderno de direcciones. O ir directamente a casa de O.
Mientras me cortaban el pelo, uno de los hijos del barbero vino y estuvo haciendo algo en mi reloj pulsera. Yo pensaba: «En esta barbería arreglan los relojes así como en otras recortan las uñas».
Finalmente quise salir al oír las ambulancias fuera, pero iba sin sombrero. Tuve que volver a buscarlo y el barbero se consideró un poco en evidencia, no por nada, sino por ser un sombrero tan caro. «No crea —decía— que se lo quería robar». Yo no comprendía sus excusas.
Le dije lo del taxi y él me aseguró que no hacía falta y que por eso no lo había pedido. La casa de O. estaba cerca y fui caminando en una determinada dirección que me explicaron. Pero iba penetrando en barrios realmente extravagantes. Era aquello como una aldea polaca cerca de Rusia, en el distrito de Vilna, quizá, con campaniles bizantinos y almiares con techumbre de paja amazacotada por las lluvias antiguas. El suelo en declive, siempre en declive y de tierra; es decir, sin pavimentar.
Caminando al azar, pero en la dirección de la casa de O. y esperando que una vez allí mi amigo me hablaría de la familia de don Arturo, me di cuenta de que estaba bajo techado aunque aquello no era casa sino una especie de cobertizo exterior de una fábrica o estación de ferrocarril o aeropuerto. Vi algunos grupos de personas y avancé hacia ellas. No era la casa de O., pero era más interesante que la casa de O. Aquellas personas, al ver que me acercaba se retiraban como tratando de evitarme. Unos de espaldas, otros de costado y alguno de un modo que podríamos llamar diagonal y oblicuo. Pero sin perderme de vista. Aquello me asustó un poco, ya que cualquier recelo podía complicarse entonces.
Salí de aquellos cobertizos y viéndome otra vez al aire libre eché a caminar sin rumbo, aunque, como siempre, en la dirección vaga del sol naciente. (Era antes del mediodía).
En un cruce de caminos encontré a un individuo de quien me he acordado algunas veces, después. No sé por qué me he acordado, la verdad. No tenía rasgos salientes que merecieran ser recordados. Aparte de su nombre, porque tenía alguna notoriedad como escritor.
Es decir, comprendo que no lo haya olvidado porque los dos hablamos mintiéndonos el uno al otro y al principio nos fingíamos partidarios de los nacionales sin serlo. Más adelante, aquello volvió a sucederme con una mujer.
Pero voy a contarlo más detalladamente. Era un hombre ordinario, de estatura algo más que mediana, moreno y adusto a primera vista. Luego, hablando, se veía que podía ser un tipo amable.
La primera impresión no le favorecía, la verdad.
Nuestra relación fue accidental. Estaba yo tan cansado de caminar sin rumbo hallando sólo experiencias de tipo incongruente (cuya incongruencia añadía a la fatiga una especie de penosa perplejidad), que debía caminar como borracho en aquellos momentos. Y viéndome el otro ir contra un poste, vino, me cogió del brazo, me ayudó a volver al camino y me dijo:
—¿No se encuentra bien? ¿Qué le pasa?
Yo iba a echar mano de mi falsa documentación pensando que podía tratarse de un policía, aunque raramente suelen ir solos (por lo menos van con otro). Aquel individuo repitió su pregunta y yo se la agradecía en el fondo de mi alma.
—No, no. Estoy bien. Estoy muy cansado, pero bien.
Me parecía tan raro y chocante aquello que ni siquiera le di las gracias. El otro trató de echarlo a broma:
—¿Quién no está cansado estos días? Aunque sólo sea de dar voces, ¿verdad? El entusiasmo fatiga. Es lo que me pasa a mí también. Tiene un límite físico el entusiasmo.
Cerca había un banco, lo que no dejaba de ser raro en una carretera, digo, en despoblado. Aunque no era realmente despoblado, aquello. A media legua de allí había como una ciudad a medio construir. O a medio derruir. No es fácil determinar cuándo la obra del hombre es constructiva o destructiva y hay que esperar al fin para darse cuenta, y ese fin no llega a veces.
Nos sentamos en el banco. Se veía que aquel joven tenía ganas de hablar. Yo también. Todos tenemos ganas de hablar, pero cada cual tiene necesidad de hablar de sí mismo, y la verdad es que escuchamos con recelo o no escuchamos.
Lo que a cada cual le interesa de un desconocido es: primero, si es rico o pobre. Luego si es generoso o mezquino. Finalmente, si es peligroso —de los que matan— o propicio —de los que mueren—. Es decir, victamario o víctima. Si de la investigación resulta alguna forma de comodidad, uno se pone a hablar de sí mismo. Cada cual escucha al otro sólo a medias, esperando una oportunidad para colocar su parte como en el teatro.
Lo que me extrañó de aquel individuo es que parecía no hacer teatro. Allí estábamos, sentados, y ni él ni yo comenzábamos a hablar. Por fin dije, señalando con un movimiento de cabeza los extraños cobertizos que había dejado aproximadamente medio kilómetro atrás:
—¿Qué es aquello? Parece un aeródromo a medio construir. Pero no hay aviones.
El otro se encogió de hombros:
—Todo es un poco raro, ahora.
—Pues bien —dije yo, volviendo a lo de antes—; como dice usted, el entusiasmo fatiga. Físicamente, claro.
—Sí, físicamente. El entusiasmo estos días llega a una especie de paroxismo. Y en eso consumimos energía. Entonces nos quedamos, a veces, un poco exhaustos. Bueno, es una manera de hablar.
Yo quise pedantear, viendo que el otro parecía hombre culto:
—En eso pasa algo curioso. Digo en eso de la energía que consumimos ¿Sabe usted la cantidad de materia y masa que representa la energía que un hombre consume a lo largo de toda su vida? Digo, la cantidad de materia que esa energía podría producir.
Mi pregunta le extrañó a aquel individuo y yo tuve la impresión de que no comprendía y aclaré:
—Yo soy ingeniero. Perdone si le hablo un poco por los cerros de Ubeda. ¿Usted sabe que la energía y la materia son una misma cosa? La luz se consume luciendo; el sonido, sonando; la mirada, mirando; el movimiento, actuando y cambiando, hasta el agotamiento. Una parte de la materia del automóvil se consume con el sonido del motor, el gemido de los frenos, el calor de las llantas. En nosotros, con la voz, con la energía del mirar (afectos u odios), con el calor del movimiento de la sangre en las venas. A eso me refiero. ¿Sabe usted la cantidad de materia que podría ser creada por la energía que un hombre consume a lo largo de ochenta años de vida?
Me miraba aquel tipo disimulando la extrañeza, y sólo por cortesía parecía entrar en el juego:
—Algunas toneladas, quizá.
—No, no —reí yo—. Menos de una onza. Muchísimo menos.
Mi amigo —yo me creía con derecho a considerarlo así— parecía asombrado y un poco decepcionado. Volví a reír y expliqué todavía:
—La energía que un hombre consume en una vida entera de trabajo manual o mental pesa, sólo convertida en materia, la sesenta milésima parte de una onza.
Mi, amigo se puso a atarse un zapato —se le veía reflexionar, al mismo tiempo— y cuando levantó la cara me preguntó:
—¿Es usted de veras hombre de ciencia?
—Tengo curiosidades en ese campo.
Me preguntó cómo me llamaba y yo le dije mi nombre falso: Ramón Urgel.
Él me mintió también. Pero lo asombroso es que dijo mi nombre:
—José Garcés.
—Imposible.
—¿Cómo dice?
—Digo que me llamo José Garcés.
Como se puede suponer, me quedé de una pieza. Mi reacción inmediata fue de pánico. Luego quise decirle que aquel era mi nombre, pero me contuve. No habría sido prudente. Después de un largo silencio, mirándonos el uno al otro y calculando cada cual la cantidad de riesgo que había en aquel silencio me animé a decir la verdad:
—No sé por qué confío en usted, pero mi nombre no es Urgel.
—¿Pues cómo se llama? —preguntó el otro con la mirada indecisa y como palpitante.
—Yo soy Pepe Garcés. Un ingeniero industrial que se llama José Garcés. Sí, el mismo nombre suyo. No puedo entender la coincidencia.
Mi amigo se apresuró a decir que había usado aquel nombre por vez primera y que tampoco era el verdadero nombre suyo. Él se llamaba Ramón Sender.
Mi primera impresión fue de abandono a la confianza. Por entonces, Sender era algo conocido por haber publicado dos o tres libros medianejos, creo yo. La notoriedad se adquiere pronto en España. Pero yo me puse en guardia. Años antes un pícaro sudamericano que se llamaba Armando Basán y que como la mayor parte de los sudamericanos que venían entonces a Europa tenía la enfermedad de la letra impresa y cultivaba la sinestesia líricomarxista en verso y en prosa, se me presentó un día en una librería de viejo diciendo que era Ramón Sender. Yo lo creí de buena fe y nos pusimos a hablar. Poco después, el tal Armando Basán me pidió dos duros. Por cierto que no pude darle más que uno. Conté esta ocurrencia a Sender, quien riendo me dio las gracias por mi generosidad, y dijo que no podía menos de sentirse halagado de que su nombre valiera cinco pesetas —lo decía en serio y no bufoneando—; me juró que, bueno o malo, era el Sender genuino; me aseguró que no iba a pedirme nada y se ofreció a devolverme el dinero. Seguía hablando:
—¡No es nada, cinco pesetas, que digamos! Con ese dinero —añadía— se puede comprar una cantidad de materia trescientas mil veces mayor (de plomo, supongamos) que su equivalente en energía humana. ¡Trescientas mil veces!
Cambié el disco mientras comprobaba que aquel pícaro peruano (que ha publicado dos o tres libros sin importancia) tenía algunas de las condiciones físicas de Sender. Muy moreno, aunque en Basán se advertía alguna sangre india. Luego supe que por algún tiempo y en algunos barrios a Basán se le llamaba Sender.
Aquel hombre —aparentaba unos treinta años, quizás algo más— contenía la risa pensando en lo barroco del caso. Debía pensar que su risa habría denunciado alguna clase de delectación. Pero añadió, igualmente divertido: «No me extraña. En el tercer día de la sublevación militar, antes de que quedaran definidos los frentes, un grupo de anarquistas quiso fusilarme a mí porque me hacía pasar por Sender. Los milicianos decían que conocían muy bien a Sender y que yo era un impostor. Fue esa la primera vez que tuve una idea de lo que nuestros antepasados entendían por la “gloria literaria”. De veras, podía ser algo. Siempre me había parecido un malentendido ridículo, pero en aquel caso concreto la ridiculez de la gloria tenía su reverso en el cadáver (la fórmula cristalizada de mi pobre nombre) caído en tierra con seis u ocho balazos. Por un lado me halagaba, pero era un halago un poco mercurial y venenoso. Usted comprende».
Y reía ahora. Yo pensaba: «Suena a Sender, eso, pero ¿será realmente él?». Podía ser un agente provocador que esperaba tirarme de la lengua. En ese caso, yo estaba perdido porque al usar aquel tipo mi nombre como si fuera suyo parecía querer advertirme un poco siniestramente:
«No vengas con evasivas y trucos, que sé muy bien quién eres». Al mismo tiempo, mis recelos parecían sin base porque la actitud de aquel hombre era natural, cordial y sin sombras. De vez en cuando, sin embargo, yo veía en su manera de mirar que recelaba también de mí. No sabía qué pensar.
—Entonces usted es Garcés —repitió como abstraído.
—Yusted Sender. Yo lo imaginaba de otro modo.
—¿Cómo?
—De otro modo. Más…
—¿Más qué?
—Pues más…
No acabé la frase. En realidad, no sabía qué decir. Sender me estaba mirando como si pensara: «Este es un carajo a la vela». Pero no parecía tener mucha mejor opinión de sí mismo.
De momento se me ocurrió que ni él ni yo nos salvaríamos en la coyuntura siniestra en la que estábamos atrapados.
En fin, el encuentro me pareció de todas formas agradable y deduje que los problemas del nombre son, en realidad, problemas de tragicomedia. Es lo que yo encuentro de falso en algunas formas de la tradición española, por ejemplo el teatro de Calderón: que ligan demasiado el nombre (el honor del nombre) a los valores del alma, de una cosa tan innominable como el alma y tan ligada al inconsciente innominado como el alma. Les falta dimensión humorística.
Repetí que mi nombre era Garcés y que lo ocultaba innecesariamente, ya que no había pertenecido a ningún partido político. Todavía añadí que coincidía con los nacionalistas en algunas cosas. No dije en «muchas», sino en «algunas». Y entonces, Sender me miró con alguna clase de reproche y, como a desgana, dijo que él también aceptaba «mi aceptación». Y con ella mi deseo natural de disimular mi identidad verdadera, ya que el nombre es la persona —la máscara— y puede jugarnos trucos innobles. Trucos sucios. «En la pelea del hombre contra el hombre, que puede ser honesta, la persona suele dar golpes bajos». Eso dijo.
Aquello me hizo confiar, aunque siempre quedaba un recelo, en el fondo. A él le sucedía lo mismo conmigo. (Más tarde supe —repito— que aquel era Sender, de veras, y que pudo pasar las líneas y llegar al campo liberal sin daño, aunque más tarde lo sufrió y grave. Pero ¿quién no recibió heridas en la guerra civil?). En conjunto y a primera vista me pareció un hombre complejo y elemental, simple y hosco, afable y violento a un tiempo. Yo diría un hombre cuyo único lujo en la vida era, tal vez, caminar por ella sin máscara. Atrevida audacia.
En un aragonés no era, sin embargo, demasiado raro. Como mi abuelo(aunque tenía su trastienda, claro) o el criminal Benito, o la Clara en el balcón con su flor en el pelo, o incluso el Bronco bestial que habló «de igual a igual» con la reina. Ser sinceros, sin embargo, no requiere decir ser estúpidos, sino ser valientes y un poco desesperados. (Un lujo, en suma). O quizás hay un fondo idiota, en todo eso. Quién sabe. En mí, al menos.
Sender me pareció más elaborado que yo en su desnudez moral. No necesariamente para bien suyo ni de nadie. Y no quiero decir más inteligente. Un hombre que no es práctico, no puede parecer inteligente a nadie. Era su caso. No creo que pudiera ser un hombre práctico, aquel.
De momento, los dos poníamos alguna clase de gozo en el diálogo:
—¿Adónde va usted? —preguntó Sender.
—Allá —dije yo, vagamente.
—¿De dónde viene?
—De allá —y señalé hacia el lado opuesto.
—Pero ¿qué lugar es ese?
—No sé.
—¿Y cuál es el lugar adonde va?
—Tampoco lo sé.
—¿Está seguro al menos de saber usted quién es? ¿No? Un nombre, al menos. ¿Verdad?
—Eso es. Un nombre intercambiable, como usted ha visto.
—Pues aquí estamos. No sabemos de dónde venimos, no sabemos adonde vamos, no sabemos quiénes somos, pero hay que seguir caminando por un sistema de palancas y de voliciones que tampoco entendemos. Incómodo, ¿eh? Y sin embargo, hay que cambiar miradas con otros y a veces sonrisas y apretones de manos, nosotros. Y hasta salvar alguna alegría de ser. De otro modo, no se podría seguir andando.
—Yo la he salvado, creo, hasta ahora, esa alegría. ¿Y usted?
—Pues ¿quién sabe?
—Parece usted un hombre cabal.
—¿Y eso qué es?
—Hombre…
—He visto el vacío absoluto y después de verlo es difícil. La vida, sin embargo, es verdad. El sexo quiere lo suyo. El estómago quiere comer. Las tripas quieren asimilar o evacuar. La cabeza tiene necesidad de sobresalir de las otras cabezas para recibir, como el pino que sobresale en el bosque, el rayo del cielo. La vida contingente. No es mucho.
—Cuando habla usted del vacío absoluto, ¿qué quiere decir?
—Si no lo ha sentido usted nunca, no podrá comprenderlo.
—¿La falta de sentido de todas las cosas?
—Sí, la nada como una perfección única de la cual, sin embargo, no podemos gozar.
—¿Por qué no se suicida usted?
—También yo me lo pregunto a veces. Tal vez porque hay algún hijo de puta que se alegraría. Me falta generosidad.
Como se ve hablábamos con la desnuda crudeza con que se habla uno a veces a sí mismo.
—Es una buena aventura, la vida, en el peor caso.
—Lo es a pesar de todo. A veces pienso que ninguno de nosotros la merece.
—Entonces ¿de qué se queja?
—No, si yo no me quejo. Pero sin haber llegado a merecer la vida, vea usted lo que hacemos. Caminar.
—Huyendo de la muerte para ir a un lugar donde nos espera la muerte, seguros de que llegaremos.
Yo sentí escalofríos pero quise erguir la cabeza como un imbécil.
—No hay que dar tanta importancia a la muerte.
—No. Yo no se la doy. Es ella quien se da importancia y a veces le convence a uno. Es decir, convence sólo a una parte de uno. A la persona, a la máscara. Antes, usted usaba un nombre que no es el suyo. Yo también. Escapábamos de una muerte que se encarniza en eso: en la persona nominable. En la exacta muerte nominada y experta, hora tiene usted un poco más de miedo. Mucho más miedo. Tiene más miedo porque alguien le llama por su nombre y antes (con un nombre falso) creía que escapaba mejor. La muerte le busca a uno por el nombre. A usted, Garcés. Y a mí. Nos busca con sus palabras y sus silencios. Con palabritas cargadas que estallan aquí y allá como granadas de mortero. Y lo malo es que nunca sabemos por dónde van a llegar esas palabras. Esos morterazos.
Hubo un largo silencio. Por el cielo pasaban tres aviones.
—Cuando queden estabilizados los frentes será mejor —dije yo, por decir.
—Sí, la muerte se hará más impersonal. Será mejor. Tiene usted razón. En este lado está ya la línea fijada con bastante continuidad y hay campos de minas y trincheras. Han trabajado de prisa los zapadores, y han hecho bien, porque era un territorio demasiado abierto. ¿No cree?
—No sé. Ando desorientado. Pero de un modo más general, ¿qué diría usted de todo esto? Digo, de lo que está sucediendo.
—Es fácil de entender.
—Políticamente, sí. Pero eso de la política es una tontería. Quiero decir en el plano de los intereses humanos.
—En un lado y otro —dijo mi amigo como aburrido— están recogiendo toda la libertad de la que somos capaces los hombres para ofrecerla voluntariamente a alguien.
—¿Matando al prójimo?
—El asesinato personal impune es el sacramento de la libertad. Y no se escandalice, que le hablo en serio.
—Eso es lo que me escandaliza, su seriedad. ¿Usted sabe lo que está diciendo? ¿Para qué esa libertad del asesinato a capricho?
—Pues, para cerciorarse de ella, primero. Luego para ofrecerla a alguien. La libertad no la percibimos sino cuando la ofrecemos a algo. A un mito, generalmente.
—Pero ¿no es un mito la libertad?
—No. De todo se puede hacer un mito, menos de la libertad. Primero la gente se cerciora de ella matando gente. Aquí precisamente, en la Península. Nuestra patria es un país libertario, con más potencialidades en ese sentido que ningún otro, incluida Rusia, que ya es decir. No es ninguna broma. Era España (la última Hesperia de los antiguos) el país adonde iba el sol, en su declinación. Los hombres mejores de China, de la India, de Persia, de Egipto, de Mesopotamia, de Grecia, de Italia identificaban al sol con Dios y a Dios con la difícil libertad. Y lo seguían, al Sol. Yllegaban al último eslabón de la difícil realidad geográfica, al último país de occidente. Las palabras nos revelan muchas cosas y occidente quiere decir el lugar de la muerte. De la muerte del Sol, que era como la muerte de todo. Aquí se quedaban los exiliados, porque no se podía ir más lejos. Mis antepasados quizá son un ejemplo. Mi nombre es sánscrito. Sender quiere decir «hermoso», lo que es un despropósito ridículo porque no tengo nada de eso ni pretendo tenerlo, ya que la hermosura física para un hombre siempre sería un poco grotesca. Me gusta mi fealdad. Sin embarro, debo confesar que si en una futura reencarnación (en la que no creo) me dieran a elegir entre ser hermoso (es decir, digno de amor) o genial (es decir, digno de admiración), yo elegiría sin duda la hermosura. Uno quiere ser amado antes mil veces que admirado y parece que eso es natural, puesto que la existencia es antes que la esencia. Pero no se trata de mí. En definitiva y volviendo a lo que decíamos, todo el problema consiste en amar la libertad y en organizar a los amadores de la libertad. Los libertarios etruscos, gente sabia y artista y noble, lograron organizarse y crearon nada menos que a Roma. Por su parte, Roma organizó a los libertarios helenos y todos juntos, con los no menos libertarios semitas, crearon el cristianismo, cifra más alta hasta hoy de la sublimación de la libertad. Luego, los romanos, con su sentido de la libertad articulado ya, vinieron a España, península libertaria sin leyes ni reyes, regida sólo por la costumbre. Tan sin leyes, que en Sagunto la gente moría heroicamente por los romanos, mientras en Numancia morían no menos heroicamente contra los romanos. Lo único importante era el gozo del heroísmo. Es decir, el «morir a gusto», o por lo menos el «morir bonito», como dicen algunos toreros todavía. ¿Deplorable? Yo no lo diría. Es un hecho, y es bastante. Cuando los romanos articularon la locura libertaria de los iberos, crearon una nación: España. Una España que con la ley romana creó a su vez innumerables naciones al otro lado del Atlántico y del Pacífico. Con la ley romana y las parábolas de Cristo. Claro es que del mito al hecho hay gran trecho, pero ahí están los ejemplos históricos, en pie, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Es el milagro de la libertad gozada hasta la orgía y articulada luego; es decir, cuando los libertarios se han estragado de la falta de objeto de su libertad. Y la han ofrecido a algo: un mito, una idea, incluso a una persona que se creía capaz de encarnarlas, equivocada o no. Es en cierto modo lo que está pasando ahora. La libertad la gozamos, pero no basta con gozarla. Todo el mundo, en un campo y en el contrario, «goza» de esa libertad hasta el libertinaje orgiástico, matando gente. Matando cada cual la clase de gente que no le gusta. Eso es abusar de la libertad. Pero usarla, realmente no la usamos (con los placeres implícitos) hasta que la ponemos a los pies de algo o de alguien, aunque sea una imagen religiosa que en sí misma no es nada, pero que es una sugestión (plástica y artística nada menos) de algún fin absoluto. No podemos concebir el infinito; y algunas personas como usted y como yo renunciamos, pero mucha gente sencilla no quiere renunciar a nada y ponen el infinito en esas sugestiones, lo que en cierto modo es respetable. ¿Por qué vamos a quitarles ese recurso si no podemos darles a cambio otra imagen del infinito palpable y mensurable? Y por el momento, mientras la orgía de la sangre continúa, en el campo republicano se defienden las libertades y se las reagrupa tratando de «usarlas» de la única manera posible: poniéndolas al pie de un esquema capaz de creación, en constante desarrollo y avance. En este otro lado tratan de consolidar y fortalecer otro esquema, ya establecido también, para imponerlo y hacerlo aceptar a las masas libertarias o liberales. Que las ideas vengan de fuera, de Cristo, de Roma, de Buda, de Dantón, de Rousseau, es lo de menos. La geografía política no es un absoluto, pero la libertad, sí; la libertad en abstracto. En todo caso, entre libertarios —es decir, abusadores o usadores de la libertad— anda el juego. El pueblo republicano lleva una dirección diferente del pueblo de aquí. Mi pueblo y el suyo lleva la dirección de la vida por la vida, lo que es históricamente justo y noble y, desde el punto de vista práctico, un poco bobo, aunque generoso. Los otros, los que están amenazando desde el otro lado, llevan una dirección opuesta: la vida por la muerte y la muerte por Cristo y por el imperio (pero me parece que Cristo no pedía la muerte de nadie) y ya no hay imperio alguno ni es posible sino en el reino del espíritu. Pero aquí tienen un esquema vernáculo y propio. Los esquemas no llegan a cristalizar, y entretanto en los dos lados sigue la orgía y cada cual mata a su enemigo, pone en el parabrisas del coche incautado (¡qué gozosa e infantil materialización del libre albedrío!) las iniciales (las siglas, dicen ahora) de su organización, corren en coche por las carreteras asfaltadas por los esclavos de ayer y procuran masticar a gusto y fornicar cuando pueden. ¡Ah!, y de paso tratan de levantar la cabeza un poquito más que el vecino, a ver si la gente localiza en esa cabeza el infinito (tan difícil), a ver si se crea el mito a cuyos pies los otros puedan poner la libertad (ya estragados de abusar de ella). Y el que más levanta la cabeza sabe que lo hace provocando al rayo, porque este suele buscar en el bosque al pino más alto. Pero creen que la experiencia vale la pena. Lo mismo en un lado que en el otro. Lo que pasa es que en el lado nuestro el pueblo es el futuro y uno se inclina a pensar que tiene razón. Siempre el futuro tiene razón y, en definitiva, es lo único que nos queda a todos, ya que el pasado es experiencia mortal, vida cancelada y fosa común.
Mi amigo, aunque hablaba tanto, no parecía excitado por sus propias palabras.
—Pero… —le interrumpía yo.
—Se ama la libertad —insistía él—, pero sólo se la percibe cuando podemos ofrecerla a otros. Estos, digo, los de este lado, que nos persiguen a usted y a mí, se la ofrecen a la Iglesia y al Estado con el cual la Iglesia se ha identificado para asegurar algo que ya tienen; es decir, algunos privilegios de animal de pocilga: la comida y el fornicio. Los otros, los nuestros, en cambio, quieren ofrecerle esa libertad a un mañana inseguro y problemático aún, pero en eterno avance y desarrollo. Por eso, yo no puedo estar sino con los del otro lado. He visto el vacío absoluto, es verdad, pero los únicos que me podrían salvar de esa catástrofe que a todo el mundo le atrae después de haber visto el vacío, son las gentes del pueblo que sirven al futuro; es decir, a la vida, como la servían en otros tiempos Jesús y Buda y tantas otras grandes creencias que se alzaron en el lado absoluto de la libertad.
Yo oía aquello como la más dulce música; pero el problema seguía siendo para mí el de mi inmediato futuro, como es natural. Había pequeñas o grandes cosas que no acababan de convencerme.
Admiraba la confianza con que aquel tipo me hablaba, pero tuve que preguntarle por qué estaba tan seguro de mí. Por qué confiaba en mí tan fácilmente.
—Porque es usted —me dijo— hombre de esperanza.
—¿Yo?
—Sí. Usted anda huyendo —me dijo— y el que huye tiene la esperanza de llegar a alguna parte.
—¿Usted no?
—Ya le digo que he visto el vacío absoluto. Aunque la esperanza disminuye, pero no se agota necesariamente. Otros lo han visto, también.
Dejó pasar una pausa larga y luego añadió:
—Todo lo que vive quiere seguir viviendo.
—Venga conmigo.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—Tiene que saberlo.
—Usted dijo que soy hombre de esperanza, pero no estoy seguro de que tenga usted razón. No sé adonde voy.
—Entonces más vale que siga solo. En esos casos se salva mejor un hombre solo que acompañado.
Queriendo cambiar el sesgo de la conversación, me preguntó:
—¿Dónde come usted?
—Por ahí. Donde me coge.
Me levanté disculpándome y allí mismo, un poco apartado, me volví de espaldas para orinar. En seguida se cumplió el refrán según el cual nunca un español evacúa a solas sus aguas, si hay otro cerca. El refrán es estúpido, pero certero. Cuando terminamos, volvimos a sentarnos.
—Los riñones —dijo mi amigo— funcionan bien. Los míos, digo. En tiempos de inquietud y de nervios tirantes los riñones filtran más de prisa. ¿Cuándo orinó usted la última vez?
—No recuerdo. Hace una hora, quizá.
—¿Y ha bebido desde entonces?
—No. Creo que no.
—Se está deshidratando. Eso me pasó a mí una vez en Marruecos cuando salvé la vida escondiéndome dentro del costillar de un caballo, muerto. Eso de orinar a menudo es lo que los gitanos llaman la jindama. No es miedo a que lo maten, sino a que lo traten a uno de manera incomprensible, con muerte o sin ella. Es lo que me pasaba a mí, entonces. Y alguna otra vez, más tarde. Ahora, no. Ahora comprendo que deberían matarme si supieran que fui el que escribió Imán. Cuando se comprende una cosa ya no se tiene jindama.
—¿La tuvo usted cuando los amigos anarquistas lo quisieron matar por hacerse pasar por Sender?
—No llegué a tener jindama entonces, porque la risa no me dejaba.
—Tal vez aquellos anarquistas decían la verdad. Entiéndame. Tal vez a quien conocían era a Armando Basán, que se hacía pasar por usted en los puestos de libros viejos y en las tabernas.
—Es bien posible. La broma del peruano pudo costarme cara. Lástima que Tupac-Amaru no matara a sus antepasados cholos hace dos siglos. Digo, en el Perú. Si hubieran matado a los Basanes, se habría interrumpido la generación de esa cadena de cholos literaturizantes y mi sosia no habría nacido.
Después de orinar estábamos más confianzudos.
—¿Usted cree que sólo por haber escrito Imán lo fusilarían?
—Quizá.
—No leen libros, esta gente. Y si alguno los lee, tiene por sus autores alguna clase de respeto. Bueno, para ser exacto, no necesariamente respeto sino superstición. En esa superstición tal vez…
—No, no. En aquel libro yo ponía los nombres de algunos sujetos que se condujeron con cobardía y se defendieron a tiros contra gentes que querían obligarles a cumplir con su deber; es decir, a batirse. Puse sus mismos nombres. Eso no lo perdonan ellos ni sus familias. Y uno de ellos está allá, en ese cobertizo de donde ha venido usted.
Mi amigo sonrió y añadió:
—Después de esta revelación que le hago tiene usted mi vida en sus manos. Si se encontrara en peligro inmediato y me denunciara a mí, salvaría su vida.
Avanzando la mandíbula en la dirección del cobertizo, añadió: «Vaya usted a denunciarme, si gusta».
—¿Cómo puede usted suponer eso, de mí? —y lo dije ruborizándome como un adolescente.
Sender soltó a reír: «Ya sé que no lo haría. Por eso se lo digo». Y después de una pausa, durante la cual miró mi amigo arriba y abajo con recelo, me atreví a decir:
—Esa manera imprudente de conducirse obedece a lo que llaman ahora el instinto de la muerte.
—¡Bah!, palabras. Es como decir el instinto de la vida. Lo mismo da. La verdad es que yo gozo con mi manera desesperada como otros gozan con sus precauciones astutas. A esto algunos psicólogos lo llaman «liberación». Soy un liberado gozador sempiterno.
Viéndole de perfil, pensaba que nadie habría imaginado en aquel hombre un gozador secreto ni sempiterno. Pero era posible. Yo quise saber el tiempo que faltaba hasta que se hiciera de noche:
—¿Qué hora tiene usted? —le pregunté.
—No sé. Mi reloj lo vendí la semana pasada.
Y añadió, mirando al sol:
—Deben ser las cuatro, más o menos.
Me dijo que aquella noche pasaría las líneas.
—¿Con esa facha? —y yo miraba su traje civil color marrón.
—Tengo un plan. Con todos los detalles previstos. Aunque no sea bueno, siempre hay más probabilidades de salvarse con un plan equivocado que sin plan ninguno.
Se quitó la boina negra y la volvió del revés. El forro de la boina era tojo, de seda y se convertía en un chapela gorria requeté.
—Eso no basta —le dije.
Entonces mi amigo desdobló las solapas de la chaqueta que se podía abrochar sobre el cuello convirtiendo el traje civil en algo como un uniforme militar. Tenía, además, mi amigo una estampa del corazón de Jesús con un letrero al pie: «Detente, bala». Podía ponérselo en el pecho con un imperdible. Eso me hizo reír.
—Lo malo es —dije, bromeando— que algunas balas no saben leer.
—No se ría usted —respondió—, porque no es cosa de broma. Estos detentes son copia de los que usaban los árabes cuando invadieron la Península en el siglo VIII. Llevaban la palabreja bordada en árabe sobre el corazón y como entonces no había balas, decían: detente, flecha. No es broma. El problema de España es el mismo, todavía, de los omeyas y de los almorávides. O, si usted lo prefiere, de los abencerrajes y los mozárabes cristianos.
Mi padre tenía una finca llamada los Almorávides y tal vez venía de ellos con su detente, flecha y su alfanje curvo. No quise decirlo porque en España, cuando se habla de una finca rústica con nombre antiguo, los otros creen que se las da uno de señor feudal. Mi padre estaba lejos de serlo y en ese terreno era un pobre diablo. Yo estuve dudando si hablar o no de mi pistola de la alevosía, pero mi amigo volvía a su tema:
—El dios de los árabes es el mismo de los cristianos; es decir, de los judíos, que lo tomaron prestado en el Sinaí. En el Antiguo Testamento nos dicen que Moisés se sintió «propenso», y se casó con una mujer árabe, quien le habló de Yaweh; —es decir, de Jehová, el dios de los rayos y truenos. Los cristianos lo adoptaron más tarde. Todavía en plena ocupación musulmana de España, cuando escribía santo Tomás su teología, tomó de un árabe cordobés inspirado, Averroes, su idea de la unidad de Dios. Así es que en un lado y en el otro, el dios que adoraban era el mismo. Supongo que los soldados de don Rodrigo el del Guadalete llevaban también su «detente» en latín. Arabes y cristianos debían crearle un serio problema a su dios con esos «detentes».
—Sí —dije yo comenzando a aburrirme—. Los fanáticos de todas las religiones llevan siglos y siglos tratando sin darse cuenta de poner en ridículo a Dios.
Mi amigo abundó en mi opinión diciendo que algunas oraciones representan una forma de adulación que no toleraría ningún hombre medianamente discreto en este mundo. ¿Por qué pensar que va a tolerarlas Dios? Todas y cada una de las oraciones son una acumulación de elogios tal como los desearía el autor mediocre de un mal libro, en este mundo. «La verdad es que el Dios, autor del valle de lágrimas donde todo el mundo llora y sufre y donde tantas injusticias vemos a cada paso, podría ser identificado —así decía Benavente— como el autor glorioso de una obra mediocre y en ese caso la gente de sotana cree que Dios necesita adulación. Si ese dios de los rezos de las beatas, existiera, uno lo imaginaría sentado, escuchando las oraciones y repitiendo entre dientes: “Bueno, mi creación no está del todo mal, pero tanto como eso…”». Yo repetí que los fanáticos adulando a Dios creían taparle los ojos con palabras para poder seguir pecando en paz, guardando el dinero que le sacan al pobre y fornicando.
—¿Cree usted en Dios? —pregunté yo.
—Sí, desde luego. ¿Cómo es posible vivir sin creer? Pero no en ese Dios a quien algunos adulan.
—¿Le salva a usted esa fe de la catástrofe?
—¿Qué catástrofe?
—¿No decía que la visión del vacío absoluto es una catástrofe?
—¡Ah, sí! Pero Dios no le salva a uno de nada en la vida. Lo que pasa es que cuando llegamos al borde del abismo viene a sentarse en ese borde con uno y lo sentimos al lado, callado pero amistoso. Esa compañía le hace a uno reconsiderar el problema desde su base, y a veces uno cree que podría llegar a convertir la presencia del vacío absoluto en un placer. Un placer legítimo.
—¿Cómo? Eso no lo entiendo.
—Pues… —tampoco él parecía muy seguro— por medio tal vez de la obra de arte. No hay que olvidar que Dios se ha expresado desde los orígenes de la humanidad a través de los escritores de talento. Los Upanisbads o Vedantas, el Mahabarata y el Ramayana, el Kalevala, la Biblia, son buenos antologías poéticas. La misa católica es poesía práctica, como un ballet lleno (lo están siempre los ballets) de juegos de símbolos. Bueno, yo no he llegado a gozar la sensación del vacío absoluto, pero para algún hombre de verdadero talento no sería imposible. Los ha habido en el pasado. Y tal vez hoy.
—Por ejemplo.
—Cervantes, Shakespeare, Gogol, Tolstoi… y antes Dante. Y algunos santos que escribieron, como san Agustín. En fin, se han dado casos. Yo no tengo talento. Tengo alguna habilidad para componer libros y salir del paso, pero verdadero talento no creo.
—Si lo tuviera, diría usted lo mismo.
—Tal vez, y es una reflexión amable la suya. Se quedó callado y luego añadió:
—Además, si yo tuviera talento creo que no lo negaría. ¿Por qué iba a negarlo? ¿Por modestia? Los hombres de talento no son modestos; es decir, no necesitan serlo, y si lo son, en todo caso no les vale, porque todos se dan cuenta.
Añadió que la prueba, la gran prueba, consistía en poder digerir el vacío absoluto.
—Yo puedo asegurarle a usted —concluyó— que a mí la noción del vacío absoluto me desintegra, me descompone, me mata con una muerte horrible. Una muerte de cada día, que nunca se cumple.
—Veo que está vivo, a pesar de todo.
—No es vida. Es una angustia más fuerte que yo, y por eso es inexpresable para mí. Usted comprende. Si pudiera expresarla, un día, sería un placer.
—Creo que podría ser un placer. Eso sí que lo entiendo.
—Pero ¿sabe usted? Yo creo que los que han conseguido hacerlo en el pasado no estaban del todo conscientes. Dante, Cervantes, Shakespeare se defendían del vacío absoluto creando realidades exteriores más fuertes que las de dentro, digo, más fuertes que la realidad que les angustiaba. Yo estoy demasiado consciente.
No me atreví a protestar por miedo a que creyera que lo adulaba. Además, tenía respeto por sus palabras, que me parecían del todo sinceras. En esto de calibrar la sinceridad de la gente, se me entiende algo. Por otra parte… ¿quién sabe? Era posible que Sender tuviera razón. Los amigos míos que lo habían leído decían cosas contradictorias, pero no faltaba quien hablara de él con simpatía. Otros lo entendían al revés. Recuerdo un obrero de Vallecas, muy poco leído, el pobre, que le dijo un día, según me contaron: «Si sigues escribiendo y mejorando cada día, tal vez podrás llegar a ser un segundo Vidal y Planas; es decir, un hombre que escribe cosas que le hacen llorar a uno». Eso le dijo un obrero al final de una conferencia. Yo recordé el incidente y añadí: «Un escritor que tolera eso sin pestañear, sin responder y sin soltar a reír está seguro de su propia valía y no creo que se considere un escritor menor».
—No tenía por qué enfadarme ni por qué reírme —dijo Sender—. Aquel obrero hablaba de buena fe y creyendo hacerme un favor. No me entendía, pero ¿qué tiene de particular si yo no me entiendo tampoco? Un crítico dijo un día de mí que yo escribía «con el temperamento». ¿Quién puede escribir con el temperamento? Con el temperamento sólo se puede amar u odiar, matar o morir. Pero es verdad que tampoco escribo con la razón. Escribir es una función compleja y consiste, para mí, en dirigirme a los que no quieren escuchar, a los que no han escuchado antes. Poco se conseguiría de esa gente con la razón y poco también con la voluntad. Yo tengo que hacer uso de una facultad más o menos secreta, que carece de nombre todavía, pero merced a la cual recibo ondas de los niveles más oscuros y hondos de la vida y las transmito a esos «que no quieren escuchar» y que tal vez no han escuchado antes realmente a nadie. Son muchos, claro. Y las palabras no siempre son elementos de facilitación con ellos, sino, a menudo, una dificultad, ya que esas ondas llegan también a los que se niegan a escuchar más fácilmente sin palabras, a veces a través del rumor de la lluvia en las empalizadas o del ulular del lobo en los montes. O de la luz metálica de las tormentas.
Yo no decía nada y Sender debió sentirse un poco ridículo —se había excitado con sus propias palabras—, porque se apresuró a añadir:
—Bueno, en realidad la literatura no es la vida inmediata y de lo que se trata por el momento, es de salvarse. ¿Tiene usted algún plan? Yo espero alguna clase de ayuda del azar. Una de esas ayudas imponderables que a veces se presentan. Tendré que esperar por ahí, medio emboscado, entretanto.
—Pero esperar ¿qué?
—Ya digo que no sé. Una rectificación de los frentes, por ejemplo. De momento, creo que cuanto menos me mueva, mejor.
—Hacerse el muerto, ¿eh? Si pudiera esperar, quizá lo intentara yo también, porque no es fácil atravesar de día o de noche una línea guarnecida con granadas, morteros, ametralladoras y bayonetas. De todos modos, yo no puedo esperar. En cuanto oscurezca me iré hacia allá.
Después de mirar a derecha e izquierda y comprobar que no había nadie, sacó un plano toscamente trazado y estuvo consultándolo. Vi que lo desviaba discretamente de mi curiosidad, lo que no dejó de parecerme impertinente.
—¿No quiere que lo vea? —pregunté. Volvió el plano del revés y explicó:
—Es por su bien. Supongamos que le muestro el plano y esta noche, al cruzar la línea, me atrapan y me fusilan. Si eso sucede yo tendré alguna razón para sospechar un instante de su lealtad (aunque parezca ahora absurdo) y usted mismo al enterarse de que me han matado, tendrá algún resquemor de conciencia sospechando que yo pude dudar de usted en el último momento.
—La vida es complicada.
—No hay que complicarla más todavía. Es lo que suele hacer la gente.
Mi amigo me miró sin decir nada, aunque con una sombra de decepción. Yo entonces alcé la voz y le dije que en aquella manera suya de propiciar la llegada de las ondas secretas y de transmitirlas a los que no querían escuchar —precisamente a ellos—, había una presunción y una arrogancia un poco ofensivas. En su manera de protegerme contra mí mismo había un sentimiento de superioridad injustificado y cómico. Mientras hablaba yo, los ojos de aquel tío parecían apagarse. Yo me escuchaba a mí mismo y sentía alguna clase de rencor, más fuerte cuanto más irracional. ¿Contra él? ¿Contra mí mismo?
Aquel individuo se levantó despacio, se guardó el plano, se desperezó y dijo, disponiéndose a marchar hacia la montaña:
—Ya veo. Me he hecho un enemigo más.
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí.
—¿Está usted loco?
—También lo he pensado a veces. Un día se lo dije a un médico y él me respondió: «Mientras lo diga usted, no hay peligro. Lo malo será cuando comience a decir que están locos los otros».
Yo tenía de pronto ganas de reír —viéndome atrapado sutilmente— y sentía que el rencor se desvanecía:
—Usted es un humorista —le dije, por decir.
Al ver que mi estado de ánimo cambiaba, aquel individuo que había dicho ser Sender (y bien podría serlo) volvió a sentarse.
—Esos —dijo señalando con la mandíbula los cobertizos que yo había dejado atrás— ganarán la guerra, probablemente.
—¿Por qué?
—Los llamados «pronunciamientos» en España suelen triunfar. Es una ley universal, esa del infringimiento. Se ha descubierto hace poco que es necesario infringir una clase de orden para acercarlo más —ese orden— a la verdad.
—¿Usted cree que la verdad la tienen ellos?
—No. No la tienen ellos. Tampoco la tenemos nosotros. Sólo tenemos opiniones.
—Pero usted dice que ellos ganarán.
—No es que ganen para siempre, pero se impondrán por ahora. Eso, seguro. A la larga, por haberse impuesto ellos por la violencia, podremos nosotros o nuestros hijos rectificar. Ganar no habrán ganado, porque serán un día víctimas de su error. Pero a la verdad se va por el infringimiento y no hay otro camino. Es lo que quiere decir la gente cuando repite que para ponerse bien las cosas, antes tienen que ponerse mal; es decir, llegar a su extremo de maldad. No es un gran consuelo para usted ni para mí, claro.
—¿Recibe usted muchas revelaciones de esas? —pregunté en broma.
—Esa no es una revelación que me hayan hecho a mí. Es una ley universal científicamente establecida. Usted debía saberlo.
—No lo veo.
—La ley de Planck.
Me quedé un momento deslumbrado:
—Sí; bueno, no es sólo Planck. Son Max Born y otros. Y es la ley de indeterminación. Pero ¿cómo sabe usted eso?
Comprendía yo que aquel tipo tenía razón en lo del infringimiento, pero gozaba tanto teniendo razón que se hacía intolerable. Por un momento, la idea de que lo fusilaran al tratar de pasar la línea me pareció agradable.
Podía ser buena persona aquel tío, pero —repito— intolerable. Él mismo se daba cuenta, a veces, y desviaba el tema hacia lo vulgar.
—¿Tiene usted hambre? —preguntó.
—Desde que comenzó este asunto de la guerra tengo hambre siempre. ¿Y usted?
—Yo también. Pero hay que andarse con cuidado, porque a todos los animales, desde el primero hasta el último, se les atrapa haciendo uso de ese truco del hambre. Tal vez allá —y señaló los cobertizos lejanos del lado derecho— encontrará algo que comer. Pero tenga mucho ojo.
Yo le dije que estaba invitado por O. a cenar. Él dijo que no comería nada hasta llegar al otro lado de las líneas. «El hambre aguza el olfato y el oído, cosas importantes para mí esta noche si quiero evitar a los centinelas».
—¿Hay luna?
—No saldrá hasta las once, la luna.
—¿Tiene armas?
—Sí, una pistola; pero la tiraré antes de llegar a la línea. ¿Qué vale una pistola contra nuestros enemigos? En estas condiciones andar inerme es una manera discreta de prevenirse y hasta de defenderse.
Yo le aconsejé que comiera algo antes de afrontar su aventura definitiva. Por toda respuesta sacó de un bolsillo una pequeña cebolla y del otro un limón.
Con esto —dijo— puedo vivir si es preciso algunos días.
—Ya veo que anda usted prevenido. Así y todo, podrían atraparlo.
—Y usted se alegraría.
—¿Por qué iba a alegrarme yo?
—Hay algo en mí que le ofende. Le soy antipático.
—¿Y a qué lo atribuye usted?
A lo de siempre. Soy un espejo donde usted se ve de un modo un poco desairado. Usted es un pobre hombre. Yo también lo soy. Todo el mundo lo es, bien pensado, pero yo no me resigno y ahí es donde usted ve mi arrogancia. Yo no me resigno, porque habiendo visto el vacío absoluto y teniendo derecho a ser un degenerado, un criminal, o al menos un escéptico o un cínico, soy honrado. Sí, no se ría. Honrado hasta lo increíble. No tiene mérito, porque no concibo otra manera de vivir. Soy de una pureza tan increíble que nadie la aceptaría nunca. Ya sabe usted que la realidad es una de las cosas más inverosímiles en el mundo, a veces. Más inverosímil que las novelas antiguas de caballerías. Más que el Amadís y el Palmerín de Inglaterra. Soy un hombre abyectamente puro y por eso no me resigno a ser sólo «un pobre hombre». Un pobre hombre increíble, sería mejor.
—En cierto modo es lo que me sucede a mí.
—Sí, usted, es también un hombre monstruosamente puro. Es decir, no contaminado. Aunque usted tiene su Aldonza. Es fácil ser puro a la manera suya; es decir, sin haber visto el vacío. Los dos somos hombres puros y la diferencia suya está en su Aldonza. No me diga que no. Su Aldonza o su na dolza, como decían en la Baja Edad Media por Doña Dulce. De ahí doña Dulcinea. Todas son dulces. Usted tiene su pequeño absoluto accesible. En eso está la diferencia. Por eso usted se resigna, como la mayor parte, a ser un pobre hombre. Tiene su victoria secreta. Yo no tengo mi Doña Dulce, o la tengo y no creo en ella. Así, trato de convencerme a mí mismo a sabiendas de que es un poco ridículo.
—No tanto. Yo no se lo reprocho, eso.
—Sí, eso es lo que le irrita a usted. Se ve en mi espejo como un pobre hombre que no se resigna. Aunque parecemos amigos, representamos dos polos opuestos de la pureza, lo que nos podría hacer más incompatibles que si uno fuera honesto y otro vicioso. En cierto modo, uno de los dos acabaría por destruir al otro si tuviéramos que vivir juntos algún tiempo.
—Usted mira la vida desde fuera de la vida.
—Y usted desde dentro. Pero el riesgo es el mismo para los dos. Sin embargo, es más probable que caiga usted. Su fe lo acabará, porque esa fe es como una fiebre que nos consume. Una fe admirable, desde luego, pero mortífera. Esa fe le acabará. Es casi seguro que yo le sobreviviré a usted, y no lo considero ninguna ventaja, porque mi vida, como usted ve, es un ejercicio constante y desesperado para convencerme a mí mismo de que no soy un pobre hombre. (Sabiendo que lo soy y que no tiene remedio). Entonces, una vida así no es gran cosa.
—¿No dice usted que tiene una pistola?
Era como si yo le dijera: «¿No ha pensado en el suicidio?». Y él la sacó del bolsillo después de comprobar que no había nadie alrededor, abrió el resorte de la culata, sacó un poco el cargador, volvió a meterlo con un golpe seco y dijo:
—Pero no me sirve de nada. Yo no soy de los que se matan. No creo en la vida ni en la muerte. A los minerales les está vedado el suicidio, y mi vida es sólo eso: una vida mineral.
Me ofreció la pistola: «Usted es de los que podrían suicidarse si llegara la ocasión. Tome, se la regalo. Pero le aconsejo que no se mate o que antes de matarse se lleve por delante a alguna otra persona que valga la pena».
—A usted —dije yo sin aceptar la pistola—. A usted, por ejemplo.
—No. Yo no estoy en la vida y, por lo tanto, no se me puede sacar de ella.
—Palabras. Usted tiene una vida vegetativa, pero vida.
—No. Mineral. Como el calcio o el sodio. Por lo demás, como digo, no importa.
Yo creo que lo monstruoso de aquel sujeto consistía en que habiendo visto el vacío absoluto se obstinaba en seguir viviendo.
Lo miraba con horror (sin mirarlo de frente; es decir, buscando discretamente el ángulo del reojo) y creo que se daba cuenta. Entonces se ponía a decir alguna trivialidad, como antes cuando habló del comer o del beber y los riñones y el orinar, y lo decía con cierta suavidad afectada, que contrastaba con la aspereza de su expresión. Juraría que a veces quería pedir perdón por su presencia, que era como un infringimiento fuera de los términos corrientes y molientes de lo humano.
Un infringimiento con posibilidades visionarias. Y lo digo tan en serio como se puede decir una cosa como esa.
Señaló otra vez los cobertizos lejanos:
—Allá suceden cosas raras. Se oyen conversaciones y músicas.
—Donde hay música no puede haber cosa mala —dije, recordando a Sancho.
—Precisamente la hay.
—¿El qué?
—La cosa. No mala ni buena, sino indefinible. Vaya y verá. Es mejor que lo descubra usted. Como la mayor parte de las cosas del mundo, esa cosa es incalificable.
—¿Habla en serio? Entonces, ¿por qué trata usted de calificarlas, las cosas?
—Es la historia del desvivirse de cada cual, que es una historia parcial, pero inmensa en profundidad; es la historia del desvivirse de la humanidad entera. Ya que es usted hombre de ciencia, se lo diré en sus propios términos Las cosas han sido formadas por una acumulación espontánea de energía. Las cosas minerales, vegetales y sus formas. Al destruir esas cosas artificialmente por el fuego, nos dan en un momento toda la energía que acumularon durante años, milenios y hasta eones —¿no se dice así?— o edades estelares. ¿Lo quiere más concretamente? En diez minutos se quema la rama del pino y quemándose nos devuelve el calor solar que la produjo en quince años. Con sus aromas de resina y de alcohol forestal. En dos horas nos devuelve esa misma energía la rama del roble que tardó algunos años más en formarse. Mucha más energía. El calor del carbón vegetal dura mucho porque nos devuelve con el que recibió en el árbol el que le prestaron en los hornos del carboneo. La roca mineral, la bulla petrificada a lo largo de los milenios en lo hondo de la tierra, sometida a un proceso de destrucción (en nuestras estufas) nos devuelve cantidades mucho mayores de energía aunque la masa sea menor. En el «desvivirse» de los átomos cuya formación ha necesitado eones, es decir, periodos estelares de tiempo, nos devuelven una energía de una capacidad de destrucción (o de creación, depende) que nos horroriza. En un segundo libera el núcleo del átomo mil millones de años de energía acumulada. Su desvivirse nos descubre un poco de la razón del ser del orbe entero. ¿Comprende?
Había verdad y originalidad en lo que estaba diciendo aquel hombre, pero no acababa de entender adonde iba a parar. Él se dio cuenta de mi confusión y añadió:
—Luego verá por qué busco estos ejemplos. Todo en la creación es una secreta reciprocidad entre el vivir y el desvivir (no la muerte, sino una especie de reagrupamiento de las formas de energía espontáneas en otras determinadas por nuestra voluntad y nuestro artificio). Escribir, para mí y para cualquier otro escritor y poeta, es desvivirse rindiendo en un instante la energía que nos ha formado a lo largo de las generaciones. Una energía que en un poema o en una página de prosa pueden alcanzar la fuerza del misterio o, simplemente, de la verdad de siglos y de milenios. El orden de mis escritos es el de mi gozo o mi angustia de desvivencia. Se puede decir que en el plano moral el fenómeno es el mismo, o al menos se le puede explicar por las mismas leyes.
—Lo entiendo, pero ¿qué necesidad tiene usted de desvivirse?
—¡Ah!, eso es cuestión mía. El mundo de lo esencial es tan vivo como el otro y, por otra parte, más verdadero ya que es el único mundo realmente objetivo y objetivable; es decir, cuya existencia nos revela y confirma la nuestra. Yo trato de objetivarme con mi desvivirme.
—Pero ¿qué necesidad tiene de esa objetivación?
—¿Le parece poco probarme a mí mismo que existo? En ese desvivirme me compruebo y no tengo otra solución si quiero tratar de entender la circunstancia de mi presencia en el mundo. Cierto que un perro u otro animal no tiene necesidad de comprender su propia presencia.
—Cuando lo dice, usted cambia de color. Se pone de color ceniciento.
—Sí. Es aproximarse a la muerte. A una muerte anticipadamente inútil. La muerte es inútil, pero no el desvivirse consciente. Lo que yo hago ahora.
Llevó la mano al bolsillo y no sé por qué tuve un momento de recelo pensando que podía aquel hombre estar un poco loco y hacer uso de su pistola, contra mí. También se dio cuenta. Y me dijo: «¿Tiene usted miedo?».
Yo no sabía qué contestar. Y él siguió:
—El que se pone ahora color de ceniza es usted. Y con razón. Yo le estoy enseñando a usted a desvivirse. A usted, mi vecino, mi hermano. Un día probará a desvivirse. Eso quiere decir que yo lo habré matado, tal vez.
La verdad es que escribo ahora yo también mi desvivirme para dar en unos días y en unas páginas (como el roble quemado al fuego del invierno) mi energía a los otros, y ayudarles y calentarlos con mi testimonio. Para encender un poco de luz con la materia (sesenta milésima parte de una onza) de mi energía de toda la vida e iluminar así el camino de los otros, aunque sólo sea con la luz de una luciérnaga. Al menos, esa luciérnaga verde cerciorará al caminante de que no hay abismo alguno debajo, de que está en tierra firme. Y se habrá encendido con la substancia de mi presencia. Y habré sido útil.
Esta reflexión me conforta, de veras. Digo, pensando que un día puede alguno leer estas páginas. Pero entonces, aquella tarde, sentados en el banco, pensaba yo de manera muy distinta. Por llevarle la contraria a Sender, que parecía firme y seguro de sí —era lo malo en él—, le dije que las artes eran poca cosa al lado de las ciencias, que la filosofía era una divagación ociosa al lado de las matemáticas y que el progreso técnico liberaría a la humanidad. Mientras hablaba, lo miraba de reojo sin llegar a verlo de frente; es decir, extendiendo hacia él mi ángulo visual y fingiéndome interesado en las evoluciones de dos pequeñas mariposas que se entreperseguían.
—La técnica —dijo él— producirá más patatas y mejores y acortará las distancias con aviones, pero no es seguro que libere a la gente. La ciencia es una escalera de errores, decepciones y contradicciones. Es decir, infringimientos. Galeno rectificó a Hipócrates y Harvey a Galeno. Entretanto, miles de hombres sufrieron y murieron por sus errores, por sus verdades parciales.
—La medicina no es una ciencia —dije yo.
—Bien, Newton negó y rectificó a los egipcios y Einstein corrigió a Newton. Una escalera de infringimientos creadores. Pero a nadie hizo sufrir Homero con su Ilíada y Virgilio añadió nuevas delicias a las de Homero. Más tarde, Dante enriqueció aún a los hombres con su poesía sin tener que negar la de Virgilio, y Shakespeare el teatro sin destruir a Sófocles. Yendo más lejos aún en cosas de arte, la cueva de Altamira y la pintura de Picasso parecen suprimir los quince mil años que hay por medio sin que la una niegue a la otra.
—Bien; pero la ciencia es segura.
—Segura como la muerte, es verdad. A través del infringimiento, como decimos hoy. Los peldaños del infringimiento que nos llevan a la muerte. Pero el arte es…
Yo me adelanté, en broma:
—La vida.
Aquel tío se levantó como si fuera a pegarme, pero se limitó a plantarse delante, tieso como un espantapájaros:
—Bien, la vida. Eso, la vida. No es ninguna broma; la vida es todo loque tenemos. Enseñar a los hombres un poco de respeto por los hombres es lo que hizo Sócrates hace dos mil quinientos años y es lo que uno trata de hacer con sus pobres medios. Para ti no es importante, tal vez. Para mí…
Cuando mi amigo se enfadaba tuteaba a la gente, al parecer.
Yo me levanté, también. El cielo comenzaba a oscurecerse y cada cual debía seguir su camino. Un hombre, con aspecto de mendigo, había salido de la carretera, receloso de nosotros. Pero sintiéndose a una distancia segura, se detenía a escuchar. Decía mi amigo:
—Para mí, a pesar del vacío absoluto, la vida conserva sus valores intactos. Todo consiste en que yo me incorpore o me niegue a incorporarme. Tú ahí y yo aquí, estamos vivos y gozamos aún del aire que respiramos como de un licor precioso. Pero si ese imbécil que nos escucha (y Sender bajó la voz) va a denunciarnos al primer retén de milicias estamos perdidos. Tu ciencia no va a valerte mucho, digo yo. Pero mis poetas y mis filósofos, mis artistas y mis contempladores del vacío me han resuelto mi problema, me han enseñado a gozar de la vida y de la muerte.
—Nadie goza de su muerte.
El vagabundo del camino, todo harapos y mugre, juntaba los pies calzados con botas dispares y hacía el saludo de los tiempos de Nerón con el brazo en alto:
—¡Arriba España!
Lo hacía de un modo adulador y pensando que de ese modo se congraciaba con nosotros, lo que nos hizo reír. Pero Sender se había enfadado conmigo y marchaba a la montaña sin dejar de repetir:
—La vida. Eso es: la vida.
Era desagradable aquel individuo, alejándose en aquel momento. «¡Ojalá lo maten!», me dije.
Tenía más o menos mi edad, pero parecía más viejo, creo yo. Habría ido yo detrás en todo caso para despedirlo de una manera amistosa, pero se veía que le tenía sin cuidado. Todo el mundo le tenía sin cuidado. Entonces pensé que debía haberle sucedido algo terrible y no había querido decírmelo.
Bueno, era bastante horrendo aquello del vacío absoluto. Todos lo teníamos delante ese vacío; pero unos lo veían y otros, no. Debo confesar que yo no lo he visto hasta hace algunos meses, cuando me sacaron de España y me trajeron a este campo de Argeles.
Al vernos aquí (en Argeles), Sender y yo nos reconocimos en seguida a pesar de las barbas. Él estaba muy flaco, pero la visión del vacío absoluto no lo había herido de muerte como a mí. Un día lo vi bien vestido y afeitado y supe que salió del campo. Luego corrieron historias, sobre él. Dijeron que había fabricado unas barras de plomo y las había cubierto con una ligera capa de oro —ayudado por un fontanero que tenía herramientas—. Los franceses, que andaban avizores pensando en las barras del Banco de España, pagaron una fortuna después de someterlas al toque del ácido sulfúrico, y parece que Sender y el fontanero y dos más salieron y se fueron a París y luego a América. Aquel mismo día que se marchó me dijo, como si quisiera disculparse:
—Tengo dos hijos pequeños aquí, en Francia, y no tienen madre y mi obligación es darles de comer y hacer de ellos un par de idiotas satisfechos de sí como los demás.
Tal vez usaba la palabra «idiotas» en el sentido helénico. Todavía se acordaba de nuestras palabras de aquel día lejano y repetía: «Tú tienes tu Aldonza. Quédate aquí y muere con ella».
—Ella está lejos —dije yo—. Ella, con su corza blanca.
—Está lejos y cerca, como todo. Todo está lejos y cerca.
Podría haberme sacado del campo con su dinero, pero entonces yo no sabía que había hecho el truco de las barras de plomo. Así y todo, tenía yo la impresión de que mi suerte dependía de él. No me importaba. Él podía sobrevivir al vacío absoluto, pero no yo.
Es decir, tal vez podría, pero no me interesaba. No me interesa.
Pensando en él, me digo a veces que con toda su experiencia puede ser algún día un granuja notable o un gran sinvergüenza. O también —no me extrañaría— un santo. Sin dejar de ser el idiota que es cada cual por su cuenta y riesgo.
Allí estaba, marchando a la montaña, muy decidido. En las primeras horas de la noche y fuera de camino, por un terreno desigual, debía caminar como un borracho conservando la cebolla en un bolsillo, el limón en el otro, su boina rojinegra y su «detente, bala». «Ojalá lo maten», me dije otra vez. Era ridículo todo aquello.
No había llegado a admirarlo por sus libros ni por su persona. No creo que haga nada como escritor. Sabía demasiado sobre el mal implícito en las cosas, para poder ligar con los intereses ordinarios de la expresión. Digo, para hacerse escuchar de la gente. De la buena gente normal.
Se desvivirá en prosa o en verso, pero morirá como cada cual, en su rincón. Sin haber llegado a comprender nada, como yo. Como el Bronco, como mi abuelo, como mi padre, como todos los demás. La única persona que parecía saberlo todo era Valentina, siempre tan lejana y tan próxima. Pero ¿dónde está? ¿Está, aún, en alguna parte?
En todo caso, está muy lejos, Valentina. En un horizonte que cada día se aleja un poco más. Yo oigo a veces su voz —muy claramente—. Pero cada noche más lejos.
En fin, cuando vi que Sender desaparecía en las sombras de la prima noche me quedé pensando: «¿Qué quería decirme, ese majadero?». Sentía un rencor nuevo, nuevamente justificado. ¡Ah, el farsante, modestamente pretencioso, creyendo tener el secreto de mi vida y mi muerte y esperando obtener de ellas alguna cosa! Lo habría alcanzado para escupirle en la cara. Pero ya no lo veía. Además, creo que a pesar de todo sentía por él algún respeto y no puedo explicarme por qué.
Perdiendo la compañía de aquel tipo (a quien sin duda iban a atrapar y fusilar en cualquier momento) yo tenía la impresión, a pesar de nuestras discrepancias, de haber perdido a uno de esos hermanos potenciales que todos tenemos al otro lado del muro y cuya compañía fraterna no vamos a gozar nunca, porque el destino nos la niega cuidadosamente. En cuanto a sus libros, como dije, no me interesaban. Recordando al obrero de Vallecas que dijo que «con el tiempo llegaría a ser un Vidal y Planas», no podía evitar la risa. Me gustaba que alguien hubiera dicho de él una opinión tan vejatoria. No sabía si lo odiaba o lo quería. Había en aquel tipo una especie de soberbia fuera del tiempo. No ofendía a ninguno de los que esperaban algo de la vida, porque se veía que no podía ser un rival. No pretendía el principado de la seriedad, ni ser brillante ni poderoso; no habría aceptado un manto de emperador ni un halo de divinidad antigua. No buscaba nada. Era una especie de Don Quijote interior, estúpida e inútilmente arrojado. Era de una soberbia que a veces dejaba indiferente a la gente (no la percibían) y otras la ofendía absolutamente. Mortalmente.
En todo caso, era un tipo a quien esperaba también la muerte en cada esquina. Por eso tal vez merecía a pesar de todo alguna consideración. Un hombre a quien fusilarían lo mismo en un campo que en el contrario.
La mayor sorpresa que he recibido en mi vida fue cuando lo vi aparecer en Argeles. Una sorpresa un poco decepcionada. Lo lógico sería que lo hubieran matado.
Pero volvamos a mi narración:
Como digo, llegué a los cobertizos. En el primero de ellos había una pequeña multitud de buena presencia. Hombres, mujeres. Ojos benevolentes y nobles, pacíficos, expresivos y estilizados —no necesariamente hermosos, o de una hermosura de ningún modo decorativa ni teatral—. No iban maquillados, tampoco. Eran, simplemente, rostros bien provistos de lo que llamamos el neuma o el alma; yo diría, incluso, bien provistos de dos o tres almas superpuestas: una para el amor, otra para la voluptuosidad, otras para la indiferencia activa o pasiva y todas genuinas, incluso el alma ocasional de la falsedad. Porque así suelen ser las cosas.
No sé el tiempo que transcurrió allí. Nadie hablaba de violencia, pero veía un riesgo inmediato (no necesariamente amenazador, aunque presente) en las miradas. Y no era desagradable.
A mí me miraban con amistad, pero sin interés alguno. Era bueno aquel desinterés. Las mujeres me miraban como hombres y los hombres como santos antiguos de los altares que estuvieran pensando: «Este podría ser de los nuestros». Si quisiera yo, claro; pero no quería bastante. No había violencia alguna alrededor. Yo tampoco había sido nunca concretamente violento.
Nadie hacía nada para convencer a nadie. La vida en aquel lugar era natural y rica de contenido, pero sin dificultades ni facilidades. Era esa vida que la vida misma quería ser cuando se da importancia con nosotros y quiere hacerse superior e inaccesible. Una vida fluyente y meritísima. El dinero era poco, alrededor (la gente no parecía insolentemente rica), pero también tenía esa verdadera importancia que se da a veces el dinero con los que no lo tenemos.
Quise ver la hora, pero en lugar del reloj pulsera (que se habían quedado en la barbería) me habían puesto una especie de calendario de aluminio grande, desigual y macizo —aunque no pesaba nada—. Tenía pequeñas ranuras y aberturas pequeñas circulares por las cuales se veían números y otras indicaciones: la hora, el día, la semana, el mes, las constelaciones del Zodíaco, las fechas del futuro en las que aparecían cometas (el Halley, por ejemplo). Cuando yo miraba todos aquellos indicadores sin comprenderlos del todo, se me acercó una muchacha, me sonrió y se puso a manipular en aquel brazalete mío, tan raro. No sé lo que hizo, pero por una ranura de la parte inferior salieron hasta quince o veinte moneditas de plata, de esas que quedan a veces en el depósito del teléfono público cuando vamos a usarlo y se las guarda uno fraudulentamente.
La muchacha me dijo:
—Pasa eso a veces, con los calendarios de aluminio. Es plata retenida.
Parece que aquella gente que iba y venía en silencio era gente de cine, y el lugar, un estudio de una empresa conocida. ¿Quién habría podido imaginar tal cosa? Gente de cine nada presuntuosa ni afectada. Y normales, no maricas ni lesbianas. Parecían tener esa edad «corriente» a la que se refieren graciosamente las señoras de 45. Podían hacer a voluntad papeles de adolescentes, de gente madura o de carácter (barbas). Viejos no había ninguno. Jóvenes tampoco. Algunos se veía que eran españoles, otros checoslovacos y magiares. Algunos, hiperbóreos. Más vegetales que animales.
Pregunté por O. y nadie supo decirme nada. Nadie sabía dónde estaba la casa de O. Yo había ido una vez en el coche de otro —conduciendo otro— y sólo cuando estuviera a cuatro o cinco cuadras podría reconocer el lugar. Tenía que ir allí porque me esperaban.
Avancé en la dirección que me parecía más adecuada y al abrir una puerta vi una sala con signos ancestrales en las molduras de los muebles y en el centro una especie de poste totémico como los de los indios en los continentes lejanos. Alrededor del poste bailaban la pavana jóvenes pálidas de la alta Edad Media. La orquesta no se veía, y cuando pregunté me dijeron:
—Está dentro de los muros, la orquesta. Y la música sale por aquellos ventiladores de rejilla.
En una especie de tribuna, y en el centro, había un hombre gordo, vestido con sotana y manteo, que fumaba un cigarro puro y eructaba de vez en cuando. Era un actor que hacía de cura. Alguien dijo cerca de él, con entonación afable:
—Están ensayando una película anticlerical.
Todos se pusieron a mirar y el cura sonrió con sorna (tal vez era obispo) y dijo: «Palabras, palabras. Feligreses, acercaos a mi sombra, que la doy gratis. Los frailes de los silogismos cornudos nos quitan lo mejor de la fiesta, pero el Estado provee. Yo soy la prosopopeya número tres. Acercaos y hacedme aire por el lado derecho, que la oreja se me congestiona siempre después de comer. Tú, ateo de Pi y Margall, ráscame en el colodrillo, que eso ayuda a la digestión. No digas que no, porque la negación comportará seis años y un día. Tenemos 42510 iglesias, pero como sólo acuden a ellas el uno por ciento de los españoles (según la última estadística), las iglesias, colegiatas, catedrales y basílicas tocan cada una a siete ciudadanos y dos tercios, de cada uno de los cuales dos están resfriados, otro se ha olvidado y uno más tiene la fe variable, de resultas de lo cual se puede calcular que cada templo tiene seguros tres feligreses concurrentes y un sexto de feligrés probable. No nos quejamos, porque los tiempos son malos. Nuestros bienes (clero secular) eran en 1931 de cuatro mil millones de pesetas. No es mucho, comparados con los del clero regular, digo los frailes silogizadores, pero Dios proveerá y tiempos hay de resignarse y tiempos de protestar y reclamar. España es pobre. Pero, gracias a Dios, nosotros —y volvió a eructar— velamos por ella. Ella se encarga de nosotros en vida y nosotros nos encargamos de los españoles después de haber muerto. Así es. Todavía nosotros les cobramos un derecho de peaje para entrar en el moridero, pero no es mucho. Y luego, cada cual lo paga a gusto a cuenta de librarse del muerto. ¿Qué esposa no se alegra de la muerte de su oíslo? ¿Qué hijo no celebra la de su abuelo, si le deja algo? Por eso pagan a gusto y nosotros, pues, nos unimos a la alegría de la familia y sacamos nuestro estipendio, según una costumbre consagrada. Del altar sale el yantar. Pero lo de menos es el estipendio de bautizo, boda y fosal y el sueldo diocesano y la congrua. En plena República y después de sufrir toda clase de depredaciones, la renta de patronatos es la que corresponde a un capital de 667 millones y tenemos 11925 fincas rústicas, 7828 predios urbanos y 4912 censos. Todavía hay justicia y sol en las bardas y Dios en las alturas, aunque la paz entre los hombres sea cada día más precaria. ¿No me oyen ustedes? (La gente iba girando alrededor del que hablaba, como en las aldeas suelen hacer alrededor del quiosco de la música los domingos). No crean que me estoy quejando. Ya digo que los tiempos son malos, pero Dios no deja de proveer a los pájaros del campo ni de vestir a los lirios del valle. Y nosotros somos prudentes y modestos en nuestras ambiciones. Sólo queremos, como cada cual, tener un alero, una cama y una mesa seguros. Y un poco de atención, digamos de respeto, pongamos de veneración. Yo soy, como dije, la prosopopeya número tres. No se diga que nos aprovechamos. Cada cual tiene que pagar por cada ventaja, y no digamos por cada privilegio, que eso ya es cosa sabida. Y a cambio de esa seguridad que nos dan —incluida la veneración y la venerabilización—, pues, tenemos un calendario negro por delante. Y cuando uno acude a Roma hay pontífices que dicen: “No todos los curas muertos violentamente pueden ser considerados mártires de la fe. La Iglesia necesita purificarse de vez en cuando con un baño de sangre”. Ya ven ustedes, condiocesanos (con dioses sanos), que afrontamos mi vía crucis y que a la vuelta de la esquina nos aguarda el tío Paco con la rebaja, dicho sea con respeto. No es que uno sea mejor ni peor (los únicos objecionables en todo esto son los frailes, que se llevan lo mejor de la tarta), pero en comparación con lo que cada uno de nosotros saca de la rebatiña, lo que arriesgamos es exagerado».
El cura era un actor vestido de cura que estaba cultivando el tipo. Pero las cosas que decía eran verdad o debían serlo, porque otro cura (este, verdadero), que estaba escuchando como consejero de la empresa, afirmaba con aire deprimido como si pensara: «Yo protestaría, pero no puedo sin faltar a la verdad». Y el de los regüeldos seguía: «Nosotros les mantenemos a ustedes después de muertos y ustedes a nosotros nos mantienen en vida. Hay diferencia, no lo dudo. Somos más gastibles los vivos que los muertos. Pero también decimos misas en sufragio del alma, y trabajar es trabajar. Aunque las paguen sus mercedes, no es mucho el estipendio (algunas pesetas). Uno se crea necesidades según el rango y hay que hacerse respetar cuidando los menores detalles. Mi madre era una humilde lavandera y yo nací con asco y desdén por la pobreza. Soy caritativo, pero huyo de la fealdad, de la suciedad y de la paralipomenidad ante los actos de la vida privada, es decir, que huyo también de la necesidad de explicación. Así es».
Aquel cura alzó la voz y preguntó:
—¿Qué se mantiene el tipo?
El cura consejero suspiró y dijo:
—Los datos son todos ciertos. Digo, las cifras.
El director, de aspecto judío, se me acercó y quiso explicarme que se trataba de hacer una película.
—¿Anticlerical? —pregunté yo.
—No. Una sátira del anticlericalismo, más bien. Pero con datos ciertos.
Hubo un largo silencio y alguien comenzó a reír y a decir entre dientes al vecino:
—Inútil. Ha comenzado ya la guerra civil. Todo esto será imposible y estamos perdiendo el tiempo.
Más adelante había algo parecido en otra sala. Ensayaban una película antimilitarista y había un espadón retirado que seguía cobrando el sueldo sin hacer nada. Y se lamentaba de que la pobre España que le daba el salario —que se lo regalaba— le obligara a ir a buscarlo un día cada mes a la oficina de clases pasivas.
No era, sin embargo, un film antimilitarista —me dijeron— sino una sátira del antimilitarismo aunque con datos ciertos; es decir, bien documentada. ¡Ah!, ya me extrañaba a mí.
Sin embargo, no era seguro que el film pudiera ser acabado, por causa de la guerra.
—¿Qué guerra? —preguntaba un irlandés que no se había enterado.
—La guerra. Siempre es la misma. Un hombre sopla en una trompeta y los otros corren con rifles y cuchillos a matar al vecino. Sí, al vecino de enfrente. Siempre hay un vecino de enfrente.
Estuve escuchando un rato al falso militar, que era más divertido que el falso cura porque tenía acento callejero y desgarrado y aseguraba descender de Isabel la Católica, retorciéndose un bigote inexistente y advirtiendo que cuando se hiciera el film en serio llevaría un bigote de principios de siglo. Por eso se lo retorcía, aunque en realidad no lo tenía aún.
La gente apreciaba la explicación.
Yo quería marcharme, pero no sabía cómo. Suele sucederme cuando las cosas toman un cariz político, aunque sea bajo formas ficticias y satíricas. Entretanto, seguía mirando alrededor. Aquella gente parecía tener mucha vida secreta y en sus ojos se advertía un dramatismo cauteloso. Pero yo pensaba: «Ninguno de vosotros trató de suicidarse como yo en la vía del tren de Alcannit ni recibió las aguas sucias de los retretes». Esa reflexión me hacía sentirme vagamente superior. Sin embargo, aquel no era mi lugar. Por otra parte, creo que no había cámaras fotográficas. Estaban sólo ensayando, tal vez. Un hombre de aspecto muy respetable se me acercó y dijo:
—Aquí lo único que hacemos es pasar el tiempo.
A aquel hombre lo acompañaba una mujer vulgarmente interesante. Usaba una manera inferior de mostrarse superior. Y me decía:
—Joven, ¿es usted estúpido?
—Sí —le dije—. Siempre he creído que lo era, aunque no tanto para que una persona como usted se diera cuenta. Eso, no.
—¿Qué me pasa a mí?
El producer me miraba muy divertido y yo tendía la vista alrededor, desconcertado:
—Esto, la verdad, no parece Zaragoza. Nadie diría que es Zaragoza. ¿Qué es, entonces?
No me respondían y, disculpándome, me fui por otro lado. Se acercó un ujier:
—¿Busca usted a alguien?
—Sí, pero no está aquí, Busco a O. y también a Valentina, claro. A Valentina, sobre todo.
—¿Qué relación tiene usted con ella?
—¿Cómo?
—¿Es su amante?
Retrocedí ofendido:
—Su pregunta es del todo extemporánea.
Esta respuesta me hizo ligeramente atractivo para algunas señoras que había cerca y me seguían con la mirada. Todas parecían buenas personas. A fuerza de ejercer la prostitución, habían llegado a aprender los trucos de la honestidad mejor que nadie. Eran altivas y honradas «de regreso». Pero yo no debía haber dicho allí el nombre de mi novia. Ese fue mi error, lo confieso.
La gravedad natural de aquellas mujeres me recordaba a las que bajan por las escaleras automáticas cuando uno sube por las de al lado. Cada peldaño hace la mirada del hombre menos rendida y la de la mujer menos solemne hasta equilibrarse un segundo en el nivel del cruce (que tenía alguna calidad libertina). Fue después de subir por un escalador mecánico y llegar arriba cuando me puse a hablar con tres señoras muy delicadas de aspecto. Y a hablar de los parientes de Valentina, del pastor del castillo de Ejea y de mi iniciación erótica en Alcannit. Ellos querían que hablara también de Valentina, pero yo desviaba la conversación. No era mi relación con Valentina algo que ellas pudieran entender.
Así iba y venía yo por aquel estudio, e investigando a diestro y siniestro fui a dar en el recinto de los hechos de sangre. El último de esos hechos el del hombre que fue amigo de mi padre en su juventud. Y que murió días antes bajo las trompetas de Jericó. Se parecía un poco a mi padre, el pobre.
Lo primero que me sucedió al salir a la calle por un pasadizo trasero (sin puertas) fue que me encontré rodeado por una multitud de hombres que hablaban idiomas extranjeros, cada uno con sus polainas y su cámara Leica. Estaba yo en el caso de renunciar a ver a mi amigo O. y sabiendo que en el fondo era buena persona, pensé que no se ofendería por haber declinado su invitación sin avisarle. Más tarde le explicaría.
Pero ya digo que por entonces era revolucionario a mi manera, una manera ligeramente discrepante de las demás. Había salido de Madrid —creo yo— huyendo de los que querían comprarme la maquinita del crimen, y aunque yo no pensaba venderla se había desarrollado una fiebre extraña en esa dirección, que me avergonzaba. Como no conocía a nadie en aquellos estudios no tuve que decir mi nombre, y cuando creía estar saliendo resultó que había otra estancia en la que entré por distracción y sin saber quienes eran los que estaban en ella. Eran gentes con adornos arcaicos como minúsculos róeles, losanjes y flordelises.
Esta es —pensé yo— gente retroactiva; es decir, gente que por llevar delante su caudal parece que camina hacia atrás. Todos se proponían también detener la historia. Se llamaban don Rodrigo, don Beltrán, don Mendo, doña Elvira, doña Guiomar, y no eran vicios ni jóvenes, valientes ni cobardes. Eran sencillamente discretos en la fortuna y en la desgracia.
Hablaban de cosas inmediatas y prácticas. La sala era enorme y tenía dos o tres niveles a los que se subía por anchas escalinatas. En lo alto, tres arañas de cristal con prismas donde la luz se irisaba.
Hablaban de organismos vivos y organismos muertos. De entidades activas y nominales; entre las primeras, las asambleas del colegio de cardenales en Roma, y, entre las segundas, los municipios que en 1931 habían votado contra el rey.
DON BELTRÁN.—Creo que ha llegado la hora de pensar en salir.
DON RODRIGO.—(No el de la Cava). ¿Para ir adónde? Estamos ya en el lugar adonde podríamos ir. ¿No se dan cuenta ustedes?
Se hacía un largo silencio y don Beltrán, que era hombre de buena estatura y con tradición marinera en la familia, se dirigía a las damas que se mostraban temerosas por aburrimiento:
DON BELTRÁN.—Nosotros no entramos en la danza. Estamos al margen, ya que no se trata de un pleito dinástico.
Al oír la palabra «danza», algunas muchachas lo entendieron mal y, creyendo que se trataba de bailar, formaron un grupo y comenzaron con la pavana de Ravel, sugestiva de mirtos y cipreses.
La música llegaba del interior del muro, por las aberturas del clima artificial. La mocosita del Milanesado cantaba:
¿Dónde vas Alfonso Doce…?
Aunque la melodía era diferente del ritmo, se adaptaba a la pavana y la combinación no era desagradable.
DON BELTRÁN.—Todo depende de las diputaciones. Otras veces ha ganado el pueblo, pero a la hora de delegar su autoridad ha acudido a nosotros. Por otra parte, yo me declaro incapaz de tomar determinación alguna contra el pueblo.
DON MENDO.—Bien entendido, el pueblo, digamos; con las pasiones debidamente controladas y canalizadas. Por gremios, cofradías, hermandades, patronatos, corporaciones; cada cual sin salirse de su estamento. Como nosotros en nuestras órdenes y los cardenales en sus colegios sacros y los obispos en sus concilios. Y los curas en las diócesis.
DON BELTRÁN.—Curas ya van quedando menos de los indispensables. (¿Qué querría decir con «indispensables»? Incidentalmente, este don Beltrán no era el de la Beltraneja).
Una chicuela con diadema de aljófar declaraba paladinamente: «Hay que sentar la cabeza». Y miraba en el fondo de la sala (en el nivel segundo) una cabeza cortada como la de Holofernes en un sillón balancín con asiento de rejilla que se columpiaba delicadamente. Alguien indicó aquella rara circunstancia y preguntó: «¿Quién mece a Holofernes?». Pero era una cabeza de madera, de una vieja talla rota bajo los bombardeos, quizá.
DON MENDO.—No tiene bastantes barbas para ser Holofernes.
LA RUBIA DE ALMODÓVAR DEL CAMPO.—Ni está degollada, mira este.
El cardenal hablaba de la corrupción de los tiempos y yo recordaba cuando me ponía corrupio en casa de Bibiana la de Alcannit, aunque con humor.
CARDENAL.—Sólo la extraterritorialidad podría salvarnos. La patria…
DOÑA SIBELINA DE MADRIGAL DE LAS ALTAS TORRES.—La historia es un carnuz.
Esa palabra —carnuz— estalló en el aire como una piñata y de ella salían otras desflecándose como serpentinas: fetidez, corruptela, pútrido, carroño, ranciedad y gusarapiento. Las muchachas, sin embargo, seguían con la pavana, que era una danza lenta, con escorzos de buche y cola. La música era castellana, pero galificada con su pizca de azafrán romántico, Buena para los atardeceres. Los ancianos vivían su atardecer tornasol. Algunos gozaban de él y todos parecían conscientes.
En su conjunto, la sala hacía buen efecto. Yo pensaba en Valentina. La pavana habría logrado su mejor rondidez armónica si ella estuviera entonces sentada al órgano, tocándola (ella sola, sin Pilar) e interviniendo de vez en cuando con alguna de sus opiniones angélicas y sulamíticas. Por ejemplo, cuando alguien se lamentaba en aquella sala de la dificultad de los tiempos y de la baja en el bolsín del amortizable libre, yo la imaginaba a ella, espigadita y noble, tranquila y natural, diciendo: «¿Para qué quieren ser ricos? La riqueza es un quehacer de cada minuto. Y un quehacer de los más molestos».
Siempre tenía razón Valentina, en mi imaginación y en la realidad. Me alegraba por otra parte, de que Valentina no estuviera allí.
Comenzaba a pensar que no había lugar en el mundo para ella fuera de1 valle de Panticosa, con el cielo azul en el fondo del estanque, la corza al lado y doña Julia en la ventana del sanatorio repitiendo: «No la verás, Pepe, sino en mi presencia». Y retirándose después de decirlo, como un muñeco de guiñol con pelo vegetal.
No había compañía más segura para Valentina que la mía, en el mundo. Pero ¿quién podría entenderlo, aquello? Cualquiera menos doña Julia y don Arturo, el comedor y digeridor de jabalíes.
Valentina era la prosopopeya inolvidable, con su diadema de luciérnagas vivas (yo le puse una de esas diademas una noche de verano y era la niña más naturalmente sobrenatural de Aragón). Luego, su madre la dejó sin postre y don Arturo me acusó ante mi padre y a mí me condenaron a encierro en el lagar de aceite donde había arañas con el vientre más rosado de venosidades que nunca.
Aquel día, la diadema de luciérnagas daba su verde-esmeralda limpio y candoroso; pero al llegar a su casa se pusieron a quitárselas a Valentina con varios peines (las luciérnagas se sentían felices adornando a Valentina y no querían salir). Yo veía en cada luciérnaga una gema con luz propia, pero don Arturo sólo veía lo que tenían de bichos. «¡Qué te parece! ¡Una diadema de bichos! ¡Ese chico es un degenerado y acabará mal!». Valentina sonreía segura de sí, y no respondía. Doña Julia quería darle una azotaina y se contenía pensando que a ella no le había puesto nunca nadie una diadema de luciérnagas y que si se la hubieran puesto no le habría parecido mal del todo. Sin embargo, las probabilidades de que don Arturo le hiciera a su esposa un homenaje tan gracioso eran menores cada día.
En cierto modo, tenía razón don Arturo al decir que las luciérnagas eran bichos. Pero todas las cosas de la vida son así y aquellos eran bichos del césped elíseo y no inmundos como él repetía. La verdad fue que las luciérnagas, al sentir las púas de los peines, se enroscaron sobre su vientre diminuto y apagaron la luz. Al enroscarse, algunas atraparon un cabello y quedaron fijas en él.
Valentina repetía, razonable: «Déjalas, mamá, que se abran y luzcan otra vez y entonces, por la luz, yo sabré, dónde están y con un espejo me las quitaré una por una».
Era la solución más luminosa, pero sus padres estaban impacientes por quitarle «los bichos». Así era también con mi amor. Y Valentina y su corza blanca comenzaban a situarse en un lugar indeterminable del tiempo y del espacio. Allí están todavía. Allí estarán, siempre, ya.
Entretanto, seguía la pavana.
CARDENAL.—La sociedad está en peligro de desintegración. Durante la noche se oyen disparos y se encienden y apagan las luciérnagas del crimen en las puntas de los fusiles.
De los muros huecos del clima artificial llegaba la música de órgano (órgano y guitarra, extraña combinación que sonaba por cierto a leyenda —armonías en quinas— del medioevo). Yo pensaba que no todo estaba mal en el medioevo. Había incluso libertades medievales gracias a las cuales los arciprestes hacían justicia galana a las «dueñas chicas».
En los muros se veían cruces solares (todas las cruces son solares), en lábaro (la de Constantino), en lignum crucis, en cuatro gamas, en aspa —el rayo de Indra—, en tetrafolio, la de Malta, y ni que decir tiene las cruces caballerescas: orden de Jerusalén (los cruzados importadores de la lepra), de San Antonio, de Santiago, de Alcántara, de Caravaca, de Calatrava, de Montesa y también (esta era de veras infausta) la cruz que llaman potenzada (en forma de doble horca patibularia). Esa era la cruz nacional, por el momento, en los dos lados de la Península.
La mocosita del Milanesado decía, sin dejar de bailar la pavana: «Ya no hay santos». El cardenal miraba extrañado y alguien ordenaba silencio. En aquel silencio sólo se oían el órgano y la guitarra con la pavana lenta.
CARDENAL.—(Rompiendo el silencio como una nuez con un cascanueces). ¿Santos? ¿Para qué santos? Tenemos bastantes y lo que necesitamos es mayoría de concejales que voten otra vez por la monarquía. Concejales y diputados.
DON BELTRÁN.—Y mesnaderos.
DON RODRIGO.—Ahora todos son excedentes de cupo.
DON MENDO.—Necesitamos algún lansquenete y forrajeros.
DON RECAREDO.—(No el que entraba de rodillas al concilio). Más bien maestres de campo y sargentos mayores.
Había pinturas en el muro del fondo, con soldados indígenas de diferentes partes del mundo: cosacos, zuavos, mamelucos, áscaris, almogávares.
DOÑA GUIOMAR.—Necesitamos también algunos corredores de lonjas y de cambios.
Elcardenal quería hilvanar un sermón, pero no lograba una atención sostenida que valiera la pena. Entonces, trataba de ponerse al nivel del populo barbaro con frases hechas y de doble sentido. No siempre lo conseguía. Lo hacía para improvisarse una audiencia adecuada.
CARDENAL.—Hay que cancelar las ceremonias y hablarse de gorra, por decirlo así. Muchos andan de capa caída en estos amaneceres y si tu amanecen así, todo el día quedarán desmalazados y sin pulso. Lo que digo yo es que ruin es el que ruin se considera y que tanto vales cuanto crees que vales. Y no lo digo sólo yo, que de menos nos hizo Dios. Pero, entretanto, el espíritu inmundo ronda nuestras casas. Ayacuá, rodeado de lemures, nos acecha. Y los concordatos son papel mojado. Las decretales, letra muerta, por el momento. Yo, francamente hablando, absolvería a vuestras excelencias ad cautela y con reservas. ¿Qué hacen vuestras señorías?
Los viejos sacaban sus gafas de la faldriquera y se las ponían. Eran más bien antiparras antiguas, del tiempo de doña Berenguela.
CARDENAL.—Eso es diferente. La tradición debe mantenerse y plegue a Dios ser mantenida en los días por venir. No todos los días son iguales, y el que vivimos trazas lleva de no acabarse. Amaneció gloribundo y al filo de la mediamañana, el que más y el que menos sintió que le corrían las tripas. La tardecica fue discurridora y las horas prima, tercia, sexta, nona fueron horas de festividad para los héroes. El véspero pasó y estamos esperando un nuevo amanecer. Pasó, pero no el sidéreo y mal rayo nos parta a todos si antes del nuevo meridiano no se les desbarata el vientre a los mejores; digo, a los mejores del otro lado. Porque a los peores, a esos hay que conquistarlos. Para presentar esquemáticamente la situación a vuestras señorías sería bueno que se interrumpiera la danza.
Voces de diferentes lugares de la sala gritaban: «No, no, no, más vale que su eminencia examine el pantógrafo y llegue a una conclusión sin que se acabe la música ni el baile se interrumpa». La mayor parte eran voces femeninas, pero también se oía entre ellas la de don Beltrán, que estaba limpiándose las gafas, luego las narices (en un pañuelo de hierbas) y más tarde los oídos con el meñique. «Un poco de cera», decía a los más próximos, disculpándose. Luego alzaba la voz:
DON BELTRÁN.—Dineros habemus, pero no bastan. Amonedar no es imponerse ni imponerse es vencer. Tres elementos necesitamos para lograr salir adelante: cumquibus, efectivo metálico y numerata pecunia. Los tres pueden portamonedarse en las sombras mientras los hijos de Dios se baten el cobre contra los hijos de ramera que tienen el oro acuñado, o sus señoras, que tienen el cuño orificado en las bodegas del banco. El parné, o el llamado unto de rana, puede engrasar las ruedas; es decir, los osillos de las ruedas del carro de la victoria. No lo digo por mí, que en todo caso saldré vencedor. Así, en estas horas llenas de controversias, trabacuentas y altercados, ya sin frenos el caballo del apóstol, conferida la autoridad y bendecida por la mano de quien puede, no escalibemos buscando el fuego secreto, no porfiemos ni debatamos entre el yunque y el martillo. Ungidos de nuca y conciencia, pensemos que la crisma de todos es la de cada uno y que el disconformar y malquistar, por sí mismo, nos traerá a todos la negra. En la mesa tenemos la manzana de la discordia, que no será ya de la anuencia como la del Paraíso no puede volver a ser la de la paz interior sin el auxilio sacramental. Avenidos y desavenidos, convincentes y convencidos, vindicadores y reivindicados, tirios y troyanos, zegríes y abencerrajes, como dije al principio, divisos y unánimes, automedontes y conducidos, digamos todos a una: mañana será otro día y al que Dios se la dé… etcétera.
La pavana continuaba y todos escucharon otro rato en silencio. Luego, alguien dio una voz que quedó largo tiempo en el aire.
DOÑA GUIOMAR.—Ese etcétera de don Beltrán me ha llegado al alma.
Todos convinieron en que había sido la parte más elocuente del discurso. En voz baja se decían unos a otros: «Hay etcéteras y etcéteras». Pero la mayor parte daban a aquel etcétera una dimensión discriminante, en la que coincidían. El que se mostraba más sensitivo era Abdulah-Zis, príncipe heredero de un reino de Africa oriental. El cardenal lo escuchaba emitiendo con la cabeza y con la mano izquierda, que movía discretamente al final del brazo de las bendiciones.
ABDULAH-ZIS.—Yo podría traer más tropas para la cruzada, pero mi primo Yusuf se opone, y lo peor es que no me queda el recurso de eliminarlo, porque como mi pueblo es tan supersticioso y cree que los príncipes tenemos origen divino, si lo mato se producirá en las masas una cierta decepción; usted comprende.
CARDENAL.—Pero hay causas y causas.
ABDULAH-ZIS.—Yo diría concausas.
Elcardenal movía la mano (con el brazo caído e inmóvil) en un movimiento circular, pero ahora al revés, de izquierda a derecha.
LA MOCOSITA DEL MILANESADO.—Esos dos etcéteras han sido soberbios, mamá.
Se dirigía a un hombre viejo que se atusaba la barba, impaciente. Al oirla, comentaba otra niña: «Podría ser la madre, a pesar de todo. Nadie ha visto la diferencia por dentro y la verdad es que hay mujeres con barba, solo que en los circos. Así es que esta debe ser una mamá circense».
CARDENAL.—Lo malo de un día como el presente es que no hay serenidad, sino más bien una calma con fiebres interpoladas.
Invocaba yo a Valentina y me preguntaba por dónde saldría para poder llegar al sector republicano. Sólo tenía la brújula de mi entendimiento y la idea de que debía seguir la dirección del sol naciente. Pero en todas partes había sorpresas. Mi seguridad era precaria y sólo me consideraba seguro en lugares como aquel o (como me había sucedido poco antes) en la dirección de policía de Burgos, porque nadie podía imaginar que un enemigo declarado se metiera allí. El verme voluntariamente en aquellos lugares —en la boca del lobo— les hacía sobrentender lo que a mí me habría sido difícil explicar.
YO.—(Al capiscol de Vallehermoso, hombre de nariz frígida porque no debía llegar a ella la circulación). ¿Qué sentido da su fachenda a esos etcéteras?
VALLEHERMOSO.—Es que aluden a la gran dificultad.
YO.—¿En qué consiste esa dificultad?
VALLEHERMOSO.—En la identificación de la gente paseada. Ha llegado a ser un problema nacional en los dos campos. Los dos etcéteras quieren decir que se repite en nuestro campo y en el contrario. Es un signo de unidad peninsular que a mí, en estos momentos, me complace, a pesar de todo.
Yo pensaba que, en último extremo y si no podía llegar al lado republicano podría quedarme en el nacional y hacer algo en algún gabinete de identificaciones. Podría al menos emboscarme y aguardar, callado y prudente. Lo más urgente era, por el momento, identificar. Eso no había que perderlo de vista.
Las mujeres se guiñaban y contraguiñaban los ojos sin mirar concretamente a ninguno de nosotros para que no dijeran que coqueteaban, porque de pronto se sentía todo el mundo más o menos puritano.
Los de las antiparras miraban en la misma dirección, pero no veían nada.
Yo miraba a las mujeres pensando: «Son vivíparas, pero un día parirán huevos como las ocas y esos huevos serán fecundados en incubadoras. Entonces se podrá decir que las mujeres han hecho su revolución también, pero no antes».
En cuanto a los hombres, lamentaba que no hubiera una definición legal, todavía. El código civil, el penal e incluso el militar debían comenzar por definir al hombre. Nadie lo ha hecho sino a medias; es decir, fisiológica y zoológicamente. Por ejemplo, el hombre es una espina dorsal con la idea en un extremo y los testes en el otro. Por los alrededores y los intermedios van las vísceras y los haces de hilos eléctricos (los nervios). No se puede negar que la definición de Unamuno es luminosa: un ser de carne y hueso. Genial. Yo añadiría, sin embargo: y de vértebras, cartílagos, músculos, sangre, nervios, humores —el famoso húmedo radical—, ojos, boca, labio, lengua, diente, nariz, oído, garganta —el conocido complejo otorrinolaringólogo—, bronquios, pulmones, tragaderas, es decir esófago, estómago, vientre, ano, corazón, venas, glandes y glándulas, riñón, hígado, pecho, esqueleto interior, esqueleto exterior de los cruzados antiguos con sus armaduras; todas las partes, en fin, de esta máquina de la risa que se enfiebrece de vez en cuando y se pone a hacer ruido sobre una piel de burro curtida y estirada en un bastidor redondo. Como decía Voltaire. Cuando el redoble se hace más rápido, las otras máquinas de la risa salen y se ponen a matar a los vecinos. Luego se dan cuenta de que sería mejor identificarlos antes, pero en la mayor parte de los casos esa reflexión es tardía. Eso no se le ocurrió a Voltaire, el glotón sexual dispépsico.
Viendo todo aquello, yo tenía bascas y alguien se me adelantó cambiando la peseta en un rincón. Se extendió por la sala una brisa acre. Los ciudadanos transitorios de la España eterna se miraban de hito en hito y, a pesar de las gafas, no se podían ver. Eran, sin embargo, por el momento, gente de criterios lentos pero seguros y de tendencias moderadas; es decir, más bien morigeradas. No mataban. No morían. Se preocupaban de las identificaciones. Sus virtudes no llegaban a ser ejemplares, pero el conjunto daba una impresión de templanza; es decir, de sospecha y recelo contra las extremosidades. El purpurado removía ahora la mano derecha con el brazo quieto y caído. El movimiento era circular y más o menos acelerado, como el de los molinitos de papel de colores que compran los chicos en los parques (el cardenal tenía la mano enguantada en seda roja, con un anillo en el índice). Creo que hablaba, pero desde mi sitio no se oía.
YO.—Más alto, eminencia.
CARDENAL.—Sí, hijo mío. Hay virtudes cardinales y teologales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Fe, esperanza y caridad. Ante todo, la justicia. Luego vienen las otras. El señor senescal de las Hurdes, yo diría que es impenitente.
YO.—¿Impertinente? ¿Inoperante? ¿Intemperante?
CARDENAL.—No. Impenitente. Yo sólo puedo arrogarme una cualidad: la prudencia. Una virtud que parece menor en tiempos como el presente. Por eso pido que se exacerbe el celo en lo que a las identificaciones se refiere. (A mí se me ocurrió que una recomendación del cardenal me ayudaría a encontrar un empleo como antropomensor e identificador, si el caso llegaba). Paciencia y benignidad, aunque sin olvidar la firmeza. Castidad y abstinencia. (Hubo risas a un extremo de la sala). Bien, hermanos; ya veo que es la parte más ardua del problema. No os pido el ascetismo ni el cenobitismo, y menos en tiempos en que el hombre se juega su futuro; pero sí que os pido alguna austeridad, incluso alguna estrechez, alguna parsimonia y frugalidad. Todo para la defensa de la fe. Todo para la causa. En lo que se refiere a la abstinencia, repito que es la parte más ardua y en relación con ella, para que veáis la bondad infinita del Señor, os contaré un cuento. ¿Me escucháis? El buen humor es también un don de Dios. Bien, cuando el Señor se le apareció a Moisés en el monte Sinaí, con los mandamientos, cada vez que le daba uno, Moisés bajaba al valle a consultar con los jerarcas del judaísmo y volvía a la montaña a decirle al Señor cuál había sido la reacción de la gente. «Amar a Dios sobre todas las cosas». Bien, aprobado por unanimidad. «No decir su santo nombre en vano», también. «No mentir, o, robar, no matar». Bien. Todo el mundo los aceptó con entusiasmo. Pero cuando Moisés bajó y dijo: «No desearéis la mujer de vuestro prójimo», hubo un gran murmullo de reticencia y alguna protesta aquí y allá: «No desearéis la mujer de vuestro prójimo». Y las protestas aumentaron y llegaron incluso a generalizarse y a levantar una tempestad tremenda. Moisés volvió y se lo dijo al Señor, añadiendo por su cuenta: «Ya sabéis, Señor; son unos gorrinos». También discutieron mucho el sexto mandamiento. Y entonces, Dios se quedó un momento pensando y exclamó por fin: «Bueno, bueno, escritos quedan los dos y no es cosa de borrarlos. Que haga cada cual lo que pueda».
La mocosita del Milanesado reía en tono de contralto y todos se volvían hacia ella tocados de propensión viril.
YO.—(Mirando al cardenal). ¡Como siempre! Pero necesitaba su recomendación y no dije nada más. En cada lugar de expiación necesitaban un oficial de antropometría y había muchos lugares expiatorios. Yo creía haber comenzado a orientarme. Era necesario, porque sólo sobreviven los que se orientan.
Habría salido de allí con viento bolinero, pero no sabía cómo ni por dónde. Además, había algo que me retenía (no sé todavía qué, yo creo que cierta sensación de seguridad física y el temor a la intemperie que aquel día sufrían todos). En fin, yo no estaba entre los míos y debía extrañarme de estar vivo todavía. Así es que veía y callaba.
El capiscol de Vallehermoso era rosáceo y blando como un intestino (el intestino delgado) y la capiscola parecía su apéndice vermicular. Sin embargo, los dos resultaban agradables a segunda vista, porque se les veía tan asustados como los otros (todos tenían miedo, menos el cardenal). La mocosita del Milanesado daba la impresión de un vidrio bufado y tornisqueado con un poco de fuego dentro. El maestro de ceremonias que presidía la pavana iba y venía con su bastón de plata. Don Mendo parecía un ceporro de viña recién arrancado y retuerto. Iba diciendo que quería sacar limpio el caballo y yo no entendía.
CARDENAL.—(Mirando con desvío). Usted, señor, se anda a la flor del berro. ¿Qué pretende con eso?
«Hay cosas que yo no entiendo, la verdad», me decía yo. Y no me atrevía a preguntar, porque no quería llamar la atención. Mejor que hacerse conspicuo era hacerse el muerto. No es que yo tuviera miedo a morir, sino a morir vilmente y en manos de mis orondos enemigos triunfadores. Que debían estar allí.
De los otros, el que llamaban don Rodrigo era un batracio del género ránula aunque con cierta gallardía de actitudes y sin énfasis en la manera de moverse ni en la pronunciación de las palabras acabadas en «en» como contrarrevolución, precaución, exterminación. Lo que era bastante difícil de evitar en aquellos días.
En cambio, don Beltrán era un bailío que daba una impresión notable de verticalidad. Hombre bien plantado, natural, deseoso de hacer algo meritorio. Me recordaba a Garcilaso de la Vega en tiempos de Carlos V.
Hay bailíos nobles como los hay villanos, y estos últimos suelen ser enfáticos a contrapelo y fuera de ocasión. Y no se baten ni a la de tres. No era este el caso de don Beltrán, claro.
Había otros que decían llamarse don Bermudo, don García y don Ñuño, y eran respectivamente un indeciso tientaparedes, un vaginiforme (es decir, un vaina) y un rompesquinas matamoros. Yo los miraba a distancia. Trataba de conducirme de un modo elusivo y de evitar la luz de frente para que no se dieran cuenta de que era un elemento extraño. Entretanto, la pavana continuaba. Hay que tener en cuenta que una pavana dura mucho; pero las niñas, habiendo orinado concienzudamente antes de entrar en la danza, no tenían razones concretas inmediatas para ir a interrumpirla.
La pavana seguía y era aquella música el elemento atenuante, aliflotante y aliviador de la tarde. Por ella nos manteníamos todos en paz.
CARDENAL.—(Llamándome con un gesto de mano). Acérquese, joven.
YO.—¿Me llama?
CARDENAL.—(Dándome una tarjeta blasonada). Usted es un menesteroso. Buena ocasión la de haberme encontrado. Vaya con esto al jefe de Casalmunia y le darán empleo.
El cardenal había escrito unas palabras al dorso de la tarjeta y firmado con una letra que se podría llamar canónica y que recordaba la panceta de los benedictinos.
Yo me sentí feliz y quise entrar en la pavana, pero el maestro de ceremonias me hizo ver que tendría que emparejarme con una mujer y sólo quedaba una libre, que no quería bailar por hallarse encinta. Y menos conmigo. Con un plebeyo. Ella decía que solía estar siempre encinta para dar ejemplo de ciudadanía.
Entonces me dediqué a recordar a las chicas del día de Jericó, especialmente a Irene, la falsa depositaría del fichero. Estaba sin duda en Madrid y me preguntaba qué habría sido de ella. Madrid había quedado por la República, y las personas de significación abiertamente contraria se verían en dificultades. Ese debía ser el caso de Irene. Me habría gustado saber lo que era de ella, aunque apenas llegué a cambiar con ella algunas palabras.
En medio de todo esto, yo no sabía dónde estaba Casalmunia ni había oído nunca aquel nombre. Supongo que sería una especie de castillo o monasterio o granja de origen morisco, o las tres cosas juntas, lo que a veces sucede. Tenía ganas de llegar allí. Aquel día había sido largo. Es decir, como los otros, pero mucho más ancho. Una jornada abismal y marina; toda bolsas de agua amarga por las raíces de las algas, tan ricas en yodo.
La danza seguía sin interrupción, y como la música venía de un disco averiado se repetía un mismo compás una vez y otra y otra, y también los danzantes repetían una vez y otra el mismo gesto con una especie de tozudez boba. Por fin, alguien intervino y la música siguió adelante y sugirió la mudanza a los que bailaban.
Fue entonces, cuando entró en la enorme sala una persona nueva. Al principio pensé que era una mujer (iba en pantalones, pero muchas hembras los llevan porque están ahora un poco testicularizadas) y luego vi que podía ser un hombre. El caso es que por más que lo miraba no acababa de obtener el cercioro.
YO.—(A Vallehermoso). ¿Quién es ese?
VALLEHERMOSO.—No es ese. No es hombre.
YO.—Pues ¿quién es ella?
VALLEHERMOSO.—Tampoco es ella. Lo siento, pero no es ella.
YO.—Vaya, qué raro. Un epiceno. ¿Cómo? ¿Qué dice? ¿La prosopopeya del futuro?
El recién llegado es decir, lo recién llegado, se quedaba de pie en el centro de la sala y nos miraba a Vallehermoso y a mí sin expresión alguna en el rostro. Luego, contemplaba a las danzantes sin cambiar de indiferencia (hay indiferencias atentas y otras distantes), y tuve la impresión de que aquello crecía seis o siete centímetros dentro de su sudadera gris plomiza. Tenía ojos vidriados pero vivos (aunque sin expresión), ojos de memo contumaz. Manos de cartón, o de posta de papel, o de engrudo seco. Manos rígidas medio crispadas. En cuanto a la frente, parecía la del héroe de Mrs. Shelley. (El héroe de la novela de la esposa de Shelley, la dulce autora de Frankenstein, tenía la misma frente zurcida por cirujanos inseguros).
Yo miraba aquel ente que caminaba casi resbalando; es decir, sin el altibajar de los zancos, con pasos cortos y rápidos. Se detuvo y bostezó con ruidos coyunturales, ruidos de tabletas desajustadas y vueltas a encajar. Muy fuerte debió ser el ruido del desencaje, porque se oyó a pesar de la música y de la danza.
YO.—¿Pues cómo le llaman ustedes?
VALLEHERMOSO.—La Cosa.
YO.—(Sorprendido). ¿La cosa? ¿Qué cosa?
VALLEHERMOSO.—La Cosa. Con mayúscula.
No hay duda de que me producía algún desconcierto y que trataba de superarlo por la comprensión; pero no era fácil, de veras. Mi turbación venía de la relación de la cosa (con minúscula) y la Cosa (con mayúscula). Una relación bastante incongruente para hacer saltar la chispa poética. Seguro que no se me ocurrió nada en aquel instante; pero ahora que lo recuerdo, sí.
La interfecta del cordón
umbilical, celosa y semanaria
y habla una reserva en el vacío
de aquella pelvis extraordinaria.
Si mi muerte buscáis, halladla al menos
—yo me ofrezco sin grande sobresalto—
mientras el sol como un vellón de lana
se esponja quieto y fulvo en lo más alto.
(Pero la Cosa no me respondía
ni me escuchaba —creo—, atareada
ella misma en saber si era aquel día
macho castrable o hembra vulnerada).
Buscaba más allá los repalmares
de nadie, ricos en lavandería,
y señalaba con los dos pulgares
la huella par de las bellaquería.
Era la parturienta del futuro. La parturienta epicena del porvenir. De ella o de ello nacería un mañana sórdido o brillante. Era difícil prever las condiciones del mañana.
Iba a decir algo más, pero me interrumpió la del Milasenado, también en verso. (Esto sucede ahora en mi recuerdo, digo en mi imaginación, aunque no sucedió en aquel lugar de la pavana donde la Cosa seguía presidiendo lo impresidible). Digo que la mocosuela decía:
Yo me asomo trepando
por el vibrar que queda en el espacio
después del golpe de la campanada
a la terraza azul de su palacio,
y una estatua enlutada
—la Cosa, aún— remuévese despacio.
Varias voces gritaron en la sala: «¡Que se calle!». Yo comencé a sentirme incómodo, pero podía más la curiosidad y permanecí allí. La Cosa, como si no hubiera oído nada —estaba a pesar de todo más segura que nadie, en la sala—, tomaba la palabra:
Jóvenes salamandras
vestidas de abadesas
van descendiendo hacia
la transparencia turbia de los vados,
mientras el pueblo eterno,
sin acento, sin voz, sin forma casi,
por las fronteras va de la alianza
marcando con banderas
los silencios donde la Nada avanza.
Siguió a esas palabras un largo silencio, por fin dijo un noble:
—¡Siempre está así! ¡Siempre lo mismo!
Yo preguntaba de nuevo:
—Pero ¿quién es?
Nadie me respondía.
Por la rejilla del clima artificial llegó, en cambio, una voz muy agresiva:
—Coronada de radiactivas nubes, ¡viva la muerte!
Respondieron aquí y allá con desgana.
Las chicas bailaban aún. Yo, que trataba de entender lo que pasaba, me decía: «Estas lindas mujeres deben ser las prosopopeyas que conocí en Madrid aquel día luctuoso, pero ya evolucionadas. Sólo ha pasado un corto período (¿dos semanas?) desde que las vi con sus matariles, pero están evolucionando tal vez o están evolucionadas ya del todo». En cuanto a la Cosa, se veía que era enemiga de ellas, pero no las asustaba.
Entre aquellas prosopopeyas, cada una representaba otra cosa: la del Milanesado era probablemente el calcio, y como tal cantaba un poco ronquilla. La Rubia de Almodóvar era el mercurio y doña Guiomar el caolín. Y ahora, en lugar de cantar el matarile, bailaban la pavana. Un poco más cursi, la pavana, pero graciosa.
Estaban todavía en el período del desarrollo aunque no lo juraría. Daban vueltas al poste tribal tomadas de las manos y con las caras hacia nosotros, con pasos pautados de danza, de costado y semigenuflexiones un poco paganas.
Pero Dios no podía haber muerto —como decían algunos epígonos de Nietzsche—. Gritar ¡viva la muerte!, debía ser, por eso, un poco prematuro. Y blasfemo y reprobable.
Las muchachas seguían con la pavana y yo me acerqué a la Cosa, tratando de trabar conversación. No las tenía todas conmigo. Me faltaba ese mínimo de sosiego interior necesario para hablar; es decir, para encontrar la primera palabra. Yo habría querido comprender la diferencia entre la cosa y la Cosa (cuestión de una inicial) y no sabía cómo. La Cosa parecía un prodigio incalificable.
Algo terriblemente superior e inaccesible, en lo bueno o en lo malo; más bien por encima de lo uno y lo otro.
Era aquella Cosa como un intermediario de lo absolutamente indecible.
Y me había hablado en verso, poco antes.
—¿Por qué habla en verso? —pregunté a Vallehermoso.
—El puede hacer lo que quiera. Lo que no puede hacer nadie, él lo hace.
—¿Cómo es eso?
—Todo le es permitido. Todo le ha estado siempre permitido.
—Tiene otros nombres —me dijo alguien a quien no había visto hasta monees—, pero sólo son conocidos esos nombres entre los iniciados.
—¿Entre los masones?
—No, no. ¿Qué tienen que ver los masones con nada de esto? Nombres así como el Estupefecto, el Ptolomeo. También se llaman El de la Val de Onsera.
Se veía que lo trataban con recelo y reverencia.
Nadie lo entendía, y él tampoco quería dejarse entender. Sin embargo, vino hacia mí, extendió la mano y me dijo:
—Juan Pérez, para servirle.
Me llevé un susto notable y retrocedí. Luego, comprendiendo que mi actitud era impertinente, me acerqué y estreché su mano, que era muy grande y nervuda —un poco fría, de humedad—. Me di cuenta en aquel momento de que la Cosa ni sugería la aristocracia ni el pueblo, ni la oligarquía ni la clase media; pero tenía una fealdad hecha de retazos hispánicos de lo peor de cada estamento. Aristócratas había que se llamaban Juan Pérez (Pérez, compuesto, seguido por Del Pulgar, De Hita, de Sahagún o de Castro); también había oligarcas, arzobispos, banqueros, profesores, empleados del catastro, generales, obreros o campesinos, digo, con ese nombre. Millones de Pérez. La Cosa por el momento la Cosa del día. De un día solar ibérico igual que los otros y diferente, como suelen ser los días.
Yo no sabía qué hacer allí y buscaba un pretexto para marcharme.
Si no me iba aún era porque al salir tenía que dirigirme a alguna parte y la verdad es que no tenía adonde ir. Si me veían caminar indeciso, sospecharían. Si hacía preguntas en los cruces de caminos, resultaría demasiado despistado y el despiste era considerado entonces lesa patria.
No debía salir hasta que tuviera adonde ir directamente y sin pedir informes.
Me dirigí al cardenal seguido por la Cosa, que aunque no era demando grande parecía caminar ahora en zancos.
YO.—¿Su eminencia quiere decirme cómo llegar a Casalmunia?
CARDENAL.—(Encogiéndose de hombros.)Yo no soy su curator ad bona ni tampoco ad litem.
Oyendo esos latines me sentía orgulloso de estar en Castilla.
LA COSA.—(Señalándose el pecho). Yo soy Juan Pérez y quiero que bailen la pavana mientras digo mi etopeya. Así es que calle la música. Yo, Juan Pérez, alias el de la Val de Onsera, voy a hablar para todos… (Hubo un corto silencio y luego, con una voz fluida, metálica y atenorada, siguió hablando). Vertical y sin cuerpo, por el campo de Marte se alza sobre mis tiempos la sombra de la ira, Jesús, con las vestales pasa y en el baluarte de lo eterno te mira; al pie del muro, ríe un infante desnudo; las vírgenes dormitan en la sombra del foso, y en lo más alto, el cielo es como un escudo: el de lo fabuloso; los vidrios de la sangre y de la clorofila y del celo amoroso y del sol que nos dora, van extendiendo en la pascua de la Sibila los jugos de la mora; y Jesús, el del llanto sin grandes consecuencias, hermoso como Apolo (como él luminiscente), consagra las virtudes en esas evidencias de lo eterno presente; todos te aman, Jesús, los hermanos del día no tan lejano en el que aprendieron tu nombre. ¿Por qué, pues, someterlos a esta inútil orgía de la ira del hombre? Las vestales dormidas en el foso repiten tu loa y el infante contémplase desnudo, y los reos, en su impotencia, se transmiten un gran silencio mudo; de una inmortalidad prometida al nacer, las almas de los mártires escuchan los clarines y las de los verdugos tratan de comprender las causas y los fines; su lección la conocen desde la misma cuna y es quizá dolorosa, pero un ingenuo amor más fuerte que las veleidades de la fortuna nos sostiene el fervor; en los campos del mundo, debajo del arcano a donde nos conduces, amable anfitrión, no aprenderemos nada como no sea un vano secreto de aflicción; sálvalos todavía para el carmen del día eterno por el trance de tu sabiduría; que el gozo sea como lo expresaban de niños Pepe y Valentina; y así regresarán a las eternidades llenos de los tesoros de la fe que les diste y poblarán con ellos tus vastas soledades, ¡oh!, propietario triste; pero si continúas aquiescente, yendo desde la arena al foso donde los puros gimen y por panda omisión la orgía permitiendo de la orden del crimen; déjales que disfruten al menos en el trance final, arrodillados de su gloria privada, y que sus labios tiemblen de sed viendo a su alcance los labios de la nada. (Al llegar a este punto, se miraba la Cosa en un espejo grande cubierto de tul rosa, donde una mosca verde se debatía en vano). Estás en permanente y legítima ausencia, dirigiendo la vida común y su reverso, cristalizada y alta y viva esa presencia en la del universo. Yo estoy en la substancia de mis viejos rencores, que son amores vanos y sin satisfacción, y en ese lugar donde los sabidos horrores se hacen oración: en esa nada tuya, poblada algunas veces por la arrogancia de las inútiles verdades, con tu amor sin objeto, te ahogarás en las heces de tus perplejidades. ¿Quién la suerte entendió y en su rara elocuencia quiso hallar los designios de la vida? ¿Quién remitió a mi sombra la peligrosa, ciencia, la ciencia prohibida? ¿Y qué saben los hombres si tu muerte es la prueba de su gloria en la ignorable providencia, y en esa muerte aún la humanidad se asoma a una nueva y virgen inocencia?
La Cosa calló. El cardenal dijo entre dientes, incómodo:
—Eso de vox pulí vox Dei es un cuento chino. ¿Quién lo ha dicho y cuándo y dónde?
DON RODRIGO.—Es Juan Pérez, pero a veces se remonta.
LA COSA.—Cállate, Roderici cabrón. How many casualties?
DON RODRIGO.—Esto es intolerable. ¡Ni siquiera habla el idioma patrio!
La mosca verde, atrapada en el tul color rosa, daba su zumbido electrónico y aquella Cosa tremenda que podía ser Prometeo o Polifemo, pero que decía llamarse Juan Pérez, me miraba. Buscaba dónde sentarse y comenzó a subir al segundo nivel de la sala, pero parecía moverse con grandes dificultades. Yo no sentía compasión, porque ante un monstruo sólo tenemos reacciones de inhibición; pero no podía olvidar que en su extraño discurso en verso había aludido a Valentina y a mí. Por ese detalle, la monstruosidad de la Cosa comenzaba a atenuarse; pero mi miedo, es decir mi jindama, era la misma y en sus reversos aleteaba algo como un buitre herido. O un milano, yo no sé.
La veía tratar de subir y habría querido ayudarla. Parece que su dificultad estaba en el coxis, en las articulaciones de los fémures con las caderas. Para subir tres peldaños necesitó cuatro minutos largos. Y se quedó de pie, descansando. Y sin embargo, no parecía débil. Allí arriba me di cuenta de su estatura. Era el más alto de todos los presentes.
Ya en el rellano —un rellano tan ancho que ocupaba toda la sala, de muro a muro—, trató de sentarse, pero tenía las mismas dificultades. Se doblaba a medias e iba buscando acomodo, aunque volvía a erguirse por alguna dificultad no sólo en los músculos, sino en los huesos. Se veía que era artrítico.
A pesar de todo, la Cosa parecía saludable, aunque mal construida, eso sí. Yo no me atrevía a reír, aunque había algo grotesco en todo aquello. No faltaban otros que rieran en la sala, aunque disimuladamente. Sin duda, la Cosa era también la triste máquina de la risa de la que he hablado antes, y todos lo somos más o menos; pero como tal máquina, estaba la Cosa lograda sólo de un modo irregular. No podía sentarse y no sé por qué esos inconvenientes nos afectaban a todos.
Comenzaban esos inconvenientes por una contrariedad pequeñísima, como cuando uno lleva los cordones de los zapatos sueltos o el calzoncillo desabrochado bajo el pantalón y descolgándose hacia la cruz de la entrepierna y rozándonos con sus alas las rodillas. Una contrariedad ordinaria, pero luego ganaba en molestias y se convertía en verdadero engorro o pejiguera. Allí era —en la pejiguera— donde la risa se hacía difícil. Ya digo que yo no me reí. Cosa y todo —es decir, sin dejar de ser la Cosa—, se veía en ella la posibilidad de la angustia y la máquina de la risa pasaba a ser la máquina de una risa redimible por la desesperanza de los que han de morir. Pasaba a ser el príncipe de la seriedad, la Cosa.
Yo mismo no sabía si podía seguir pensando así. El caso es que la Cosa no lograba sentarse, y mientras la pavana seguía sonando probaba a bajar agarrada a la barandilla. Descender era más fácil (siempre lo es dejarse caer; la gravedad nos ayuda y está con nosotros, porque todo lo que sea volver a la tierra de donde salimos le gusta a nuestro pobre cuerpo); pero fácil y todo, tenía sus molestias. Además, tropezó en el ribete de goma que tenía cada peldaño para evitar el deslizamiento. Lo que se suponía que debía ser una facilidad —digo, ese ribete— por vejez y despegue se había convertido en un peligro. Iba bajando la Cosa, y cuando llegó otra vez abajo miró a su alrededor. Junto a la pared había un sillón frailuno como el que tiene (en el retrato del Greco) el papa Sixto (creo) y también el fraile Pala… o Paravicini (no recuerdo), y la Cosa fue lentamente hacia aquel sillón.
Una vez al lado, se repitió la misma escena. Todos mirábamos y esperábamos que la Cosa lograra sentarse, pero todos sus esfuerzos resultaban vanos. No poder levantarse es triste para un hombre; aunque es más fácil de comprender, por lo que decía sobre la gravedad. Pero no poder sentarse era absurdo y nos hacía a todos partícipes del trance. La Cosa no perdía la paciencia, sin embargo. Parece que al final desistió y se dirigió al centro de la sala otra vez.
LA COSA.—Es la crujía.
Ya digo que la dificultad debía estar en el coxis.
Era un poco embarazoso para todos, pero nadie pensaba —ni remotamente— en ayudarle. Yo, menos que nadie. ¿Cómo puede uno ayudar a sentarse a un monstruo? El cardenal parecía conocer los secretos de aquellas dificultades y repetía moviendo la cabeza: «¡Trabajo te mando!».
Luego, la Cosa volvió a hablar: «Desde que entré he comprendido —dijo— que todos están con el agua al cuello, los de dentro y los de fuera. Yo no lo confesaría, así, en público, porque en gran parte lo que sucede es obra mía y no lo niego. Pero lo peor será después; digo, cuando todo haya pasado y la angustia reverdezca en la memoria. Ahora todos actúan sin pararse a reflexionar. Más tarde habrá que tratar de comprender y eso será lo peor». Añadió que se iba a marchar y aunque hacía los movimientos del que camina, la verdad era que al apoyar los pies en el suelo retrocedían al lugar donde estaban antes y la Cosa daba la impresión de estar marcando el paso como hacen a veces los soldados. En fin, era la Cosa una ocurrencia tragicogrotesca, típicamente española, de la cual yo no habría sido capaz nunca de reírme. Ella se exhibía en sus miserias y yo me inhibía y callaba.
DON BELTRÁN.—Aquí donde lo ven, esa Cosa es el hombre más gallardo de España. Es decir, lo sería si se lo propusiera.
VARIAS VOCES.—El más gallardo del mundo.
VALLEHERMOSO.—Nuestro mejor aliado.
LA COSA.—Eso es mentira, leche.
VALLEHERMOSO.—Subjetivamente, nuestro enemigo; objetivamente, nuestro aliado, y entitativamente… entitativamente, el futuro.
YO.—Pero ¿se llama realmente Juan Pérez?
VALLEHERMOSO.—Su verdadero nombre es un secreto. Se llama UGTCNTFAIPCEPSUCPSOE. Impronunciable, claro. Y si quisiera, en cuarenta y ocho horas acabaría con todo esto.
La Cosa inclinó su cabeza sobre un hombro:
LA COSA.—Es esta artritisinglosis maligna que me tiene medio impedido. Así y todo, mis hijos están batiéndose cada uno en nueve frentes al mismo tiempo: el interior, el exterior, el intermedio, el sesgado, el posterior, el objetivo y el imponderable. Nueve al mismo tiempo, y como leones.
CARDENAL.—Es verdad. Pelean contra todo el mundo. Incluso contra nosotros.
LA COSA.—Lo malo es que las siglas se me atraviesan sobre tal parte y me tienen medio inválido, y por eso he pedido que me lleven al frente en un sillón de ruedas.
YO.—Pero ¿qué hace aquí?
LA COSA.—A este joven le extraña.
YO.—¿Es que lo tienen preso?
LA COSA.—No, pero se me revuelven las siglas y estoy con artritis, con empacho y del todo incapaz, se lo juro.
La mocita del Milanesado quería estar orgullosa de aquella presencia en la sala y ordenó:
¡Que hable la Cosa! ¡Habla! ¡Que vean todos quién eres!
Entonces la Cosa comenzó a perorar en tono engolado y elocuente, como si estuviera en una tribuna y tuviera delante una multitud. Era en aquel momento realmente UGTCNTFAIPCEPSUCPSOE. Y decía:
—La endeblez teórica y organizativa de las agrupaciones de izquierda combinadas con la vehemencia y las ansias de justicia están haciendo su laboriosa tentativa. Exactamente, ¿cuáles son las condiciones y de qué manera se realiza la proyección correcta de este enunciado a cada lilbe situación concreta? La necesidad de que el proceso se dé en ausencia de un movimiento de masas cuando este —una de las condiciones necesarias— no existe al comienzo, requiere la esperanza de crearlo sobre la marcha. A los camaradas les cabe culpa, y no poca, ya que inconscientemente e informalmente difundían consignas equívocas; pero ha llegado el momento de dar las bases teóricas del concepto de la lucha de clases. Un cuadro de izquierda, una de las fracciones designadas por una sigla exclusiva en esta época, se conectó primero a nivel amical y luego a nivel conspirativo con determinados dirigentes campesinos de la zona que hoy es la cota 23, y surgió entonces, muy decidido, un dirigente comunal con cierta trayectoria de lucha, aunque de nula capacitación y de más escasa aún formación teórica. Un día antes de la fecha fijada para mi hijo mayor, este se retiró en un automóvil y una camioneta expropiados como punto final de las acciones urbanas. ¿Qué tipo de razonamiento empírico lo condujo a una acción tan elementalmente discutible? Una deformación, a partir de una interpretación equívoca del proceso particular y un aislamiento casi total de las masas. No digo que carecía de alguna capacitación política, aparte de que en algunos se trataba de camaradas con trayectoria de militantes en alguno de los partidos de izquierda, de los que se habían escindido por discrepancias que muy frecuentemente tenían relación con la necesidad de producir acciones armadas. Por aquella época hacíamos todos la preparación de nuestros cuadros, y el plan estratégico consistía en combinar las acciones de masas de la zona adecuada con los núcleos de extracción pequeño burguesa y las capas medias. Una minoría era producto de familias proletarias y pese a que la concepción estrategicotáctica era evidentemente discutible y a que posiblemente los mismos elementos de crítica enumerados un año antes volvían sobre el campo de acción, no hay que dejarse llevar de fáciles evidencias y hay que distinguir las verdades objetivas de aquellas otras que lo son por aproximación. El grupo había incorporado a su bagaje activista importantes conocimientos en el aspecto de la táctica, pero ciertamente no había ganado en perspectiva, en concepción nacional, en amplitud de miras y en la incorporación de una problemática que le era propia y obligatoria a toda una minoría proyectable. Un proceso revolucionario que se frustra porque alguien olvidó la llave para abrir la puerta que le permitiría a la revolución pasar a su etapa siguiente, es ciertamente un proceso que se encuentra encauzado muy lejos todavía de la concepción del desarrollo de los movimientos socialistas. Todo proceso debe de tener un mínimo de impulso vital, que no puede ser proporcionado por las acciones tacticomilitares y que deviene de las condiciones objetivas y subjetivas del país. Con una interpretación un tanto exageradamente ortodoxa en materia de internacionalismo se habían hecho cuadros foráneos que seguían fielmente las consignas de sus organizaciones. Periódicamente, se hacian presentes los dirigentes máximos del aparato internacional que usualmente tenían residencia en el extranjero. Todo esto rebasaba rápidamente las condiciones políticamente subdesarrolladas a las cuales se encuentran acostumbradas las organizaciones de izquierda. Todo el aparato político se encontraba extraña y equívocamente intermezclado con el comparativamente poderoso aparato militar, y el conjunto débilmente conectado con el otro extremo del eje revolucionario: los campesinos. Tampoco lo estaba, en términos de eficacia, con los llamados intelectuales y sólo circunstancialmente con la base proletaria industrial. Pero la coyuntura era la coyuntura y el desenlace se dio ligado a las condiciones particulares de la estructura revolucionaria, que se examina ahora, sobre las fuerzas en presencia. Surgieron discrepancias entre los miembros de la dirección política, y aún más entre estos y el aparato militar, y en los momentos inminentes se planteó la cuestión de si era de veras necesaria una dirección política y si en caso de existir debía estar por encima de la militar o por debajo o a su nivel. Sobre esta materia, los artículos de análisis llovieron en las revistas internacionales y los reportes en las comisiones. El problema esencial era el mismo: unidad. Es lo que falta. Lo que me falta a mí.
La Cosa seguía hablando, y un vecino me dijo:
—Es el empacho de las siglas. Por lo demás…
Yo esperaba a ver qué era «lo demás», pero mi vecino se calló.
YO.—¿Qué quiere decir?
VECINO.—¿Yo? ¿Sobre qué?
YO.—Sobre lo demás.
VECINO.—¡Ah!, que lo sabe todo. Juan Pérez lo sabe todo. Digo, lo que pasa en el plano proletario. Todo lo sabe, aunque no ha aprendido a unirse al de la acera de enfrente. Pregúntele usted y verá. Le responderá en prosa o en verso, a voluntad. Todo lo sabe. Lo trivial y lo determinante.
Entonces, yo interrumpí a la Cosa para preguntarle si sabía algo de mi pariente Madrigal, el de Marruecos. Y la Cosa me respondió en verso:
—Alfonso Madrigal ha regresado a España
y va buscando al Zurdo o a Hamet el Hach,
y entre un Angel Checa y otro Angel Pestaña
se queda rezagado y funeral
viendo esas cosas tristes que todos padecemos.
Oyendo a la Cosa hablar en verso, las prosopopeyas se habían puesto otra vez a bailar, con el ritmo del recitado. Gente joven, aprovechaba cualquier ocasión. Y viéndolas bailar, la Cosa, que a pesar de su horrible aspecto (horrible por los retazos malcasados de las siglas hermanas y enemigas), quería ser amable, siguió sin dirigirse a mí:
—Hay nieblas en la barra del puerto de Bayona, los cuervos van volando hacia levante y ese viejo que cuece el pan en la tahona ve a través de la lluvia que en el árbol gigante los nidos ya se pudren, los del año pasado. Yo, paladín del odio en mis horas perdidas, escucho los gañidos de los pavos ruantes y proclamo, inseguro de las astronomías, la parvedad de los bancos garantes desde esta linde fría del solar castellano. Yo, un hombre del pueblo.
No quería oír más de todo aquello. Estaba harto de la Cosa y de sus prosas y de sus versos, y un poco asustadora verdad. Y aburrido con la cursi pavana. Salí al campo libre y eché a andar en la dirección del sol naciente. Pude subir en algunos camiones (que detenía al azar en las carreteras) y con mi tarjeta de identidad y, sobre todo, con la del cardenal que, sin embargo, sólo mostraba por si acaso a los conductores que iban afeitados (siempre podía haber entre ellos algún jacobino para quien la tarjeta fuera contraproducente) avancé bastante en la dirección que me proponía.
Cuando creí que estaba en la frontera de Aragón, me acerqué a un conglomerado de casas de aspecto monacal-castrense. La sorpresa fue agradable cuando vi que se trataba nada menos que de Casalmunia. «Esto es cosa de Dios», pensé. Pero, claro, todo es siempre cosa de Dios, menos los ritos de algunas iglesias.
Fui al comandante (todo aquello lo mandaba un comandante) y le mostré la tarjeta del cardenal, diciéndole que era especialista en identificaciones. Lo dije con la palabra técnica: antropometría. El efecto fue inmediato, y recordando a la Cosa me dije: «Si hay alguna incongruencia, no será para mal. Lo único monstruoso de la Cosa es su falta de unidad».
Repetí ante otro jefe lo que dije al anterior, diciendo que estaba especializado en identificaciones (recordando lo que vi y medio aprendí en la cárcel de Madrid). No era que yo tuviera mucho interés en sobrevivir, pero pensando en Valentina tenía menos interés en morir.
Aquel sector estaba ya cortado de Madrid por los frentes de guerra «sin solución de continuidad», como decía el juez. Cuando los frailes que vivían en el monasterio se marcharon —que fue al caer allí las primeras granadas—, el lugar se convirtió en prisión de delincuentes o sospechosos políticos. En realidad, los carceleros eran iguales que los encarcelados, con la única diferencia de que aquellos iban a misa y saludaban la bandera con una emoción más aparente.
Sobrevivir era entonces el signo de la excelencia, o al menos de la miseria adaptadiza, en un lado del frente lo mismo que en el otro.
Encontré allí una maquinita registradora de sonidos y voces y comencé a usarla y a sacar partido de ella. Siempre me han gustado los pequeños inventos, lo que no es raro, dada mi profesión.
Ocultaba mi nombre por varias razones. La primera, porque con él había adquirido una pequeña nombradía entre los anarcos en Aragón y Madrid, lo que podía costarme un disgusto. Por otra parte, con mi nombre falso no podrían movilizarme, ya que no aparecía en ningún registro civil. También porque mi verdadero nombre andaba relacionado con el invento de la pistola alevosa, tan codiciada en uno y otro campo. La minúscula bolita soluble de cianuros fatales: potasio, sodio o mercurio. Aquel secreto lo querían los bandos extremistas que recibían consignas de fuera de la Península, en Moscú o en Berlín.
Los míos, al menos, tenían sus mandos dentro de España (frecuentemente no los tenían en parte alguna) y no parecían muy interesados en matar impunemente, ya que las responsabilidades no les asustaban. Los anarcos. Los ratificados vehementísimos.
Ocultaba mi nombre, también, para evitar que mi padre descubriera mi paradero y se condujera como Iván el Terrible o como Felipe II. Así y todo, había el peligro de que alguien conocido de los dos (de mi padre y de mí) me viera y fuera a su lado con el cuento. Porque mi padre estaba geográficamente en la zona de los nacionalistas. Y pensaba probablemente en mí con alguna clase de inclinación a algo que yo no podía identificar por el momento. Más valía precaverse.
Lo curioso es que me alegré de que mi padre se hubiera salvado —tal vez en la otra zona lo habrían matado—, porque en general los jóvenes somos generosos o idiotas (o ambas cosas juntas). También oculté mi persona y mi nombre detrás de aquel oficio mediocre y vil —identificación de presos—, porque estando trabajando en una organización seudopolítica y paramilitar a nadie le extrañaría que no estuviera en el frente. Finalmente, con aquel trabajo podría ayudar a alguno de los míos interceptando el proceso de su identificación, que sería tanto como aplazar o cancelar su muerte. Pero esto último tendría que hacerlo con una gran cautela y sin dejarme entrampillar yo mismo.
En fin, aquel era el único lugar donde podía, de momento, salvarme —eso me parecía entonces— y allí me quedé silencioso, disimulado y activo. Además, ocasionalmente me hacía el tonto, que en todos los tiempos y en todas ocasiones ha sido una excelente manera de mostrarse adicto entre personas demasiado suspicaces.
Y las cosas fueron, ni más ni menos, como las esperaba. Sin que dejaran de suceder algunas de las que temía. En aquel complejo de edificios de piedra y ladrillo mudéjar iban encerrando a muchos presos. Había una guardia militar con un alférez, que no era profesional, sino de milicias y que había sido dedicado a aquel oficio de retaguardia porque usaba gafas de miope y tenía, por lo tanto —supongo—, una forma de deterioro físico que lo invalidaba para el frente.
En el cuartel de la Guardia Civil, que había sido abandonado por los guardias (concentrados en la capital de la provincia), vivían los soldados que daban los servicios armados de aquella prisión.
Mucha de la gente que vivía en la población próxima había ido concentrándose allí, huyendo de los bombardeos de la artillería. Esa población era cabeza de partido judicial y había quedado abandonada dos kilómetros más adelante. Entre la gente refugiada figuraban las fuerzas vivas: el alcalde, el juez de instrucción, un abogado y algunas otras personas dedicadas a mantener la legalidad lo mejor que podían antes de condenar y ejecutar a los presos políticos. El peor de aquellos individuos que ejercía la autoridad era, como se puede suponer, el que hacía de acusador público.
Ya no había sino una clase de ciudadanía culpable y otra meritoria, y lo uno o lo otro dependía del color de las banderas. En una de esas dos clases entrábamos todos. Y la clasificación se hacía no sólo por evidencias, sino por sospechas. Ahí era donde actuaba yo con eficacia. Creo que los mismos que representaban la autoridad trataban de situarse en lo meritorio a fuerza de condenar gente enemiga para evitar que las suspicacias los enfocaran a ellos. Incluido entre estas personas el mismo fiscal, que era un tipo de antecedentes liberales. Todos representaban (o eran) hechos contingenciales dependiendo de una u otra circunstancia.
El abogado, un tal Villar, me pareció al principio más objecionable incluso que el fiscal, porque hacía gala de no creer en nada ni en nadie y servía —según decía desenfadadamente— al que mandaba.
Trato de contar las cosas como las vi en aquellos memorables días. Es decir, de un modo desinteresado y presentándome yo mismo a la luz a veces desfavorable de los que tratan ante todo de salvar la piel. Los lectores, si los tengo un día, dirán si yo era también un bellaco o un héroe, aunque no hay duda de que a veces reconocía en mí mismo si no las dos realidades, al menos las dos potencialidades, como cada cual.
Necesitaba alguna información sobre la situación de las fuerzas en los frentes y no era cosa de andar preguntándolo a los oficiales de Estado Mayor, que eran jóvenes arrogantes, secretos y vagamente peligrosos. Había que evitarlos como al diablo.
Yo, en Casalmunia, pedía algunas máquinas (siempre da tono eso de necesitar máquinas y tecnificar los quehaceres) y mientras llegaban estuve leyendo libros que sacaba de la biblioteca del antiguo monasterio. Eran todos libros religiosos, de santos. El autor que más me gustaba era san Agustín, porque me parecía el más humano. Lo que me molesta en los escritores santos es su rigidez, que los hace poco inteligentes, con excepción de san Agustín, en la Hesperia Magna, santa Teresa, en España, y en Francia san Francisco de Sales. Leyéndolos, yo me sentía en una situación de veras extraña y no necesariamente incómoda. Admiraba al santo francés como escritor y psicólogo, a san Agustín como poeta (su filosofía me sonaba a poesía) y a santa Teresa como una especie de sagrada y linda trabajadora del jardín de Jehová, siempre necesitado de poda, fertilizante y riego. Lo que más me gustaba en ella, aparte sus coloquios con el Amado, era la autoridad que como buena esposa se tomaba con Él cuando le reñía: «¿Por qué tratas tan mal a tus amigos? ¡No me extraña que tengas tan pocos!». Así le decía a Dios.
Pero siempre hay una realidad superior a todos los santos y por encima de ellos. La realidad de la vida ordinaria y pugnaz. Yo me pregunto qué habría hecho san Francisco de Asís allí, en Casalmunia, oyendo las descargas de los fusilamientos. Y en otro orden de cosas, consideraba más meritorio al campesino que pensando en el hambre de sus hijos pequeños se pasaba el día labrando una tierra seca y estéril y que mirando de reojo al cielo a ver si le prometía un poco de lluvia, veía llegar los aviones de bombardeo. O al obrero de poca salud que contaba sólo con sus brazos para sacar adelante a una familia numerosa; o al soldado herido y abandonado en la noche invernal, viendo cómo las alimañas le comían —vivo aún— las entrañas humeantes. O al enamorado que dudaba horas, semanas y meses, si matar al rival o matarse a sí mismo; o simplemente al lúcido estudioso, que frente a la vida o al muro blanco de su soledad trataba de entender su presencia en la tierra sin lograrlo. La realidad siempre nos excedía a todos, incluso a los santos más genuinos. Por eso santa Teresa le reñía a Dios.
Los hombres de la fe ciega que hacen su negocio de la felicidad eterna (¡vaya una gracia!) no me convencían. Si hay un dios antropomorfo que piensa como un hombre sabio y justo (incalculablemente más justo y sabio), le dará la salvación antes a uno que lucha con sus dudas que a un santirulico que está seguro de ganarse una eternidad de bienaventuranzas porque no blasfema ni come carne el viernes. No me convencían siempre aquellas lecturas, aunque admiraba a sus autores como seres de excepción.
En cuanto a los Evangelios, opinaba, como san Agustín, que están llenos de contradicciones. Pero, en todo caso, la vida y pasión y muerte de Jesús era lo más hermoso que había podido concebir la mente del hombre. Entretanto, en Casalmunia fusilaban, como digo, a la gente.
Aquí termina el cuaderno octavo. Añado algunos versos como los que van en los cuadernos anteriores, eligiéndolos entre los que Pepe Garcés dejó en mis manos:
El agua acogedora de la alberca
muestra los brotes nuevos por febrero
sobre la empalizada de la cerca
en cautivos amores
estallando los nudos interiores.
No hay duda de que Pepe Garcés pensaba en Valentina cuando escribió:
Las aves camineras
me devuelven el vuelo
poblador de las eras
de aquel cielo
que se llevó mis exaltaciones para siempre.
En él están las damas
de las astronomías
y la estrella en las ramas
albas y frías
que bajo los abetos del monte analizaba.
En el aire civil
de estas mis madureces
resuena el añafil
de tus preces,
aquellas que me cosquilleaban en la oreja.
¡Oh!, caminantes ciegos
reos de eternidad,
por los anchos sosiegos
de la verdad
que vive en Valentina, yo os perdono y os amo.
En la raya de menta
de su boca Dios bebe,
y algo en mí se lamenta
y se atreve
a sentirse celoso de Dios por el momento.
Una de las secretas obsesiones de Pepe era entonces que Valentina podía haber muerto en los bombardeos y contrabombardeos de la aviación sobre Bilbao.