Mi suicidio frustrado me dejó algunas semanas una notable sequedad de alma. Si aquello me era negado también, ¿qué era lo que me permitirían?

Preferí renunciar a la averiguación, por el momento.

Mi situación no era del todo infausta. El gran problema del Palmao quedaba resuelto y era algo; y aun mucho, aunque ciertamente aquella solución comportaba como dije una serie de traiciones. Pero así suele ser cuando uno carece de medios para influir en su propio destino; es decir, para regir su propia conducta. Yo era entonces casi un niño y mis lealtades y mis traiciones no dependían de mí. Era la vida que me sorprendía y me castigaba o premiaba con aquellas cosas.

Como a cada cual. Un poco más a mí —creo yo—. Cada uno de nosotros cree que el destino se ocupa más especialmente de él que de los demás. Yo creo en el destino aunque pienso que actúa con los elementos que nosotros le damos. Es decir, que con las premisas de mi conducta en lo más mediocre y en lo más inusual hace sus combinaciones y revierte sobre mí para producir consecuencias felices o miserables según los casos.

En definitiva, el destino se alimenta con mi conducta y de ella saca las bases de mi hoy y mi mañana. A veces, me gustaría que esa conducta mía se le indigestara o lo envenenara. Pero nadie conoce el sistema de asimilación del destino.

La tía Bibiana me decía cada día algo en relación con la cosecha de la aceituna, que se acercaba. Por hacerse en invierno, era muy diferente de las cosechas de otras frutas o de los cereales del verano. Era más complicada y mejor pagada. Tres pesetas a los vareadores y ordeñadores, dos pesetas a las allegaderas (eran siempre mujeres) y a los del acarreo. La tía Bibiana sabía mucho de aquello porque desde hacía años preparaba la comida para los capataces.

—¿Sólo los capataces? —preguntaba yo aquel día.

Ella hablaba alzando el pito como si los demás fuéramos sordos.

—Sólo. Las allegaderas y los de la chusma comen mera oliva asada al calivo.

—¿Y pan?

—Pan a qué quieres boca y vino. Vino hasta malmeterlo.

Parece que también allí preferían tirar el vino sobrante antes que devolver una sola gota a los intendentes. O verterlo en un hoyo abierto en el suelo y beber a «morro-tollo». La tía Bibiana estaba excitada con la madurez de la cosecha:

—Cuarenta y cincuenta hombres comen de mi escudilla. Y un año hasta sesenta.

—¿Todo, capataces? —preguntaba yo.

—Y un mayoral —añadía ella, jactándose.

Yo no podía entender la energía de aquella viejecita cuya única señal de fragilidad era su voz infantil. Pero la señora Bibiana tenía ojillos escrutadores entre sus párpados arrugados y se había dado cuenta de que dentro de mí se estaba produciendo algún cambio:

—¿Qué le pasa? ¿Ha tenido noticias últimamente de su familia?

Desde la noche de mi suicidio frustrado yo era otro. Es decir, era el mismo, pero con una idea diferente de las cosas. «Estoy en la vida —pensaba— como en una cárcel de la que no me dejan salir».

Y vivía a merced de la brisa que soplaba. Era lo que la viejecita veía, también, porque un día me dijo:

—Está usted como la oliva que cuaja y encarna con la niebla y no con el sol.

Yo no decía nada y ella creyó que debía añadir:

—Tenga cuidiao, porque al hombre que pierde la substancia, el aire se lo lleva.

Substancia quería decir la calidad maciza, el peso. Y yo lo estaba perdiendo tal vez, aunque el aire no se me llevaba todavía. La viejecita no solía hacerme preguntas personales porque la gente del pueblo tiene también su sentido de lo permisible, pero aquel día me preguntó:

—¿A qué hora se levanta su mercé?

—A las ocho, más o menos.

Ella torcía el gesto:

—Ya se me hacía a mí. El hombre que deja que le pille el sol en la cama está perdido. Y la mujer también.

Por lo visto a la viejecita no le había pillado el sol en la cama desde que tenía uso de razón. A los viejos héroes del romancero tampoco les sorprendía el sol en la cama, a no ser en los dulces despertares del amor, que, al parecer, los dejaba luego toda su vida, como a Garcilaso, con líricos sentimientos de culpabilidad.

El haber perdido yo por el momento a Valentina y, sobre todo, el haberla sustituido con Isabel me hacía escéptico ya en materia de amor.

Es decir de sexo. Aunque no era sólo Isabel, porque en aquel momento pensaba en la «doncelleta» que conocí semanas antes en aquel mismo lugar. La conocí sin conocerla, claro.

Comía y callaba.

Me daba cuenta desde hacía algunas semanas de que todo me empujaba hacia abajo. Había una manera mediocre —en el sentido clásico—, es decir una manera habitual de vivir, otra manera brillante y también una manera sórdida. Todo me empujaba hacia la sordidez.

No había vuelto a ver a Isabelita, pero cuando supe que había ido a Puebla de Híjar con la familia del ingeniero, comprendí que su ausencia no se debía al hecho de haber puesto el Palmao y yo las cosas en claro. Probablemente ella no sabía nada de aquello y yo no pensaba decírselo.

No sabía realmente cuándo volvería mi amiga y seguía sintiéndome tan culpable pensando en Valentina, que no estaba seguro de que deseaba que mi amante de Alcannit regresara. Ya habrá visto el que lea estas notas —si alguien llega a leerlas un día— que yo entonces no pensaba con la razón, sino con el temperamento (se podría decir), lo que es bastante español. Con él vivía también. Mi razón no me había servido nunca sino para calibrar y limitar los excesos de un temperamento que iba a todas las cosas y que se identificaba con la mayor parte de ellas.

Con Valentina me sentía no exactamente culpable, sino condenado a una eterna culpa por alguien que no era Valentina, ya que ella me habría recibido como siempre y era tan ajena a la idea y la práctica del pecado, que no habría podido comprender nunca mis escrúpulos. Sin dejar de sentirme verdaderamente culpable deseaba, pues, el regreso de Isabelita.

Yo amaba a Valentina y deseaba a Isabelita, y el amor imposible de Valentina me confundía y torturaba, y el amor inexistente de Isabelita (inexistente en mí) me daba gozos y orgías sin los cuales no podía pasarme.

Ahora veo (desde la altura de mi supuesta madurez) aquel período como un tiempo confuso y brillante en el cual todas las tendencias de mi vida me empujaban hacia un nivel más bajo, donde me esperaba un raro peligro de desintegración.

La señora Bibiana volvía a preguntarme con la aceitera en el aire sobre mi plato de legumbres:

—¿Qué le pasa? Se le ve a usted así como lastimoso.

Y luego comentaba: «Todo el mal les viene a los hombres que estudian de tanto cavilar». Ella me tenía a mí por un sabio, ya que acababa de graduarme de bachiller. La vista comenzaba a fallarle, porque para enhebrar la aguja tenía que acercarse a la ventana y ponerse a contraluz (lo que la hacía contraer los párpados y arrugar la nariz). Cuando aliñaba mi plato (sobre todo el de legumbres) acercaba a él su cabeza inclinándose sin dejar de hablar, lo que a veces me daba la incómoda sospecha de que su saliva podía salpicar mis alimentos. Era, sin embargo, la estampa de Bibiana tan recogida y nítida, tan limpia en cada uno de sus cabellos plateados y en el ramaje coloreado de su pañoleta sobre una blusa ceñida, que no sentía repugnancia alguna. Mientras rociaba de aceite mis legumbres acercaba su cara al plato como si estuviera haciendo una obra de arte, y el olor del aceite crudo y de las legumbres frescas me hacía olvidar pronto lo demás.

Cada día, a medida que me alejaba de Valentina, iba sintiendo la necesidad de acercarme a aquellas pobres gentes (Bibiana, el Palmao, Isabelita y el viejo reumático que venía todavía a verme a la farmacia arrastrando su pata y me contaba cuentos riendo hasta las lágrimas). Al lado de ellos, el farmacéutico me parecía un poco falso y objeccionable. Y también Eliseo, a quien imaginaba vestido un día de oficial del cuerpo jurídico de la Armada ayudando a su dama a bajar del landó.

Pero era difícil, por otra parte, identificarse con aquella gente de la tía Bibiana, que tenía apodos bellacos y maneras primitivas como la gente del neolítico, cuyos restos y huellas buscaba don Víctor los domingos.

Yo comía y trataba de acercarme al mundo de Bibiana:

—¿Tiene usted familia? —le preguntaba.

—Una hija tengo, que se acerca ya a la cincuentena porque, lo que pasa, la parí siendo muy moza.

¡Ah!, debía ser aquella mujer de quien me había hablado Isabelita con desprecio y envidia a un tiempo.

—¿Tiene usted nietos, señora Bibiana?

—No, porque mi hija no se casó. Fue a Barcelona y allegó caudales.

—¿Trabajando?

Era una pregunta un poco atrevida después de lo que había oído decir a mi amante, pero Bibiana se quedó un momento dudando y con la inocencia de siempre respondió:

—Pues no sé cómo decirle, pero era puta de un pez gordo. En Barcelona tenía una casa resplandeciente, con un cuarto de paredes con losetas blancas y jetas de agua.

Aguantaba yo la risa, sintiendo al mismo tiempo una especie de compasión de mí mismo por convivir con aquellas gentes. La viejecita se lamentaba también a su manera:

—Ahora tiene, mi hija, silla de dama en la colegiata y no se le da mucho de su madre. A su madre, que la parta un rayo. Eso es contra la ley de Dios, pero así va el mundo.

Creía Bibiana que era natural cuando se tenía dinero negar a la madre, y no se lamentaba.

La vida no era mejor ni peor por eso y los hombres no podíamos hacer nada por cambiarla, porque ella —la vida— tenía derechos sobre todos nosotros. Bibiana trabajaría sin quejarse (nadie se quejaba a su alrededor) hasta caer un día como cada cual.

En la farmacia, el patrón de los chalecos de fantasía también se daba cuenta de mis cambios de conducta y me preguntaba con la mirada. Yo respondía con mi silencio, pensando: «¿No te parece poco tener que trabajar varios meses sin salario para devolverte el poco dinero que me adelantaste antes de mi viaje a Bilbao?». Quería marcharme, pero no sabía cómo, porque de mi sueldo no me sobrarían sino tres duros mensuales, que debía acumular para cubrir la deuda. ¿Cuántos meses más?

Pero tuve una sorpresa a fin de mes. El farmacéutico me pagó como siempre, y me dijo:

—Mi padre le regala el dinero de su viaje.

La sorpresa fue de veras agradable y cuando el médico apareció por la farmacia me apresuré a darle las gracias. El buen hombre, con su aspecto de león fatigado, pareció incómodo por mis expresiones de gratitud. Como en aquellos días había comenzado yo a recibir correo del comité regional en relación con la futura huelga de aceituneros, me sentía en una situación de deslealtad. Por la noche no podía dormir pensando en aquello y comencé a tomar tabletas contra el insomnio. La víctima mayor de aquella huelga iba a ser precisamente el viejo doctor, padre del farmacéutico —pensaba yo entonces—; es decir, la única persona mayor que me quería en el mundo y la única a quien yo respetaba.

Las campanas de la colegiata sonando sobre mi cuarto lleno de oquedades frías, habían llegado a ser lo contrario de lo que pretendían; es decir, que no eran una llamada a la virtud, sino a la voluptuosidad. Y yo pensaba: «Tal vez la voluptuosidad, obra de Dios, es también sagrada y no acabamos de entenderlo los hombres».

El uso de somníferos me tenía por las mañanas un poco indeciso de movimientos y malhumorado. Yo sentía cariño por el médico (que venía a ocupar el lugar de un padre a quien no había podido querer) y al mismo tiempo admiración y lealtad por el Palmao (que no me había cortado el pasapán) y por el comité regional de Zaragoza, que preparaba la batalla contra los olivareros, en la cual yo tenía un papel importante y secreto.

Entre aquellas dos corrientes, como entre las de la voluptuosidad de Isabelita y el amor de Valentina y entre mi veneración por el santo del paraguas y mi desprecio por el cura pederasta, sentía descomponerse y desintegrarse mi joven persona. Y en aquella desintegración había una especie de suplicio que no me atrevía a confesarme a mí mismo.

Se agravaron las cosas cuando volvió Isabel y me dijo que estaba encinta. Mi primera reacción, como suele suceder en casos parecidos, fue dudar de que yo fuera el padre. No me preocupaban las sugestiones que el farmacéutico me había hecho tiempo atrás, según las cuales algunas mujeres cuando estaban embarazadas buscan un «editor responsable», porque siendo menor de edad no tenía responsabilidad alguna. Pero no podía menos que dudar.

Recordaba lecturas de Quevedo (a quien había leído en la biblioteca de la Universidad de Zaragoza, que estaba cerca de mi Instituto) y especialmente aquella carta que escribía a una amiga en la misma situación: «Me dice vuesa merced, señora mía, que se halla encinta y lo creo, porque las costumbres de vuesa merced no son para menos…»Y así seguía Quevedo negando la paternidad y diciendo —creo— que las responsabilidades debían repartirse a escote entre los que habían intervenido. Pero Isabelita había venido virgen a mis brazos y sentía respeto y compasión. Le conté el caso al farmacéutico, más que por piedad para ella, por vanidad de joven macho. Cuando me di cuenta, me llevé una gran sorpresa.

«Ahora sucederá algo —pensaba—. He hecho una imprudencia diciéndoselo al farmacéutico y sucederá algo. El destino se aprovechará de mi imprudencia».

Desde aquel día el farmacéutico me trataba con cierta sequedad, limitándose a un género de relación más profesional que antes.

Naturalmente, Isabelita, a pesar de la despreocupación que tantas veces había mostrado en relación con su futuro e incluso de las ventajas que esperaba del hecho de hallarse encinta, se veía inquieta y angustiada. Uno de aquellos sábados por la tarde —cuando nos abandonábamos a nuestras orgías— se puso a llorar y me dijo:

—¿Sabes? Otras mujeres se ven como yo y saben salir del apuro.

Había abortos, claro, y mujeres que los hacían clandestinamente por dinero. Pero hacía falta dinero. No era difícil para mí robar un poco de dinero en la farmacia, pero habría preferido asaltar un banco. Tampoco esto me era posible, porque no tenía armas.

Verdaderos bancos no los había, además, pero sí dos o tres agencias bancarias. Llegué a pensar en el Palmao, aunque ¿cómo iba yo a plantearle aquel problema precisamente a él? Pensaba luego en pedir ayuda al comité de la regional, pero ¿hasta qué punto se puede esperar recibir dinero de una organización revolucionaria para pagar a una bruja que hacía abortos? Por otra parte, en las organizaciones de la CNT nadie cobraba. Los mismos activistas que intervenían en cosas graves (atentados o sabotajes) no recibían sino los gastos de viaje y el importe de los salarios que perdían en la fábrica los días de ausencia. Teniendo eso en cuenta, ¿cómo iba a plantearle al Palmao la necesidad de dinero para aliviar a su hijastra de un embarazo del que yo era culpable?

Yo creía que el precio del aborto sería doscientas o trescientas pesetas. Cuando Isabelita me dijo que eran sólo cinco duros me quedé asombrado y pensaba que algunas mujeres habían perdido la vida en aquel miserable trance. Muriera o se salvara Isabelita —aquella preciosa criatura—, el hecho de que creyera que su salud y su tranquilidad y su suerte futura no merecieran hacer un gasto de veinticinco pesetas me dejaba lleno de piedad.

Tal vez era una manera de amor, aunque no se podía comparar con el que sentía por Valentina.

Pero amor lo era.

La solución la propuso ella misma. El aborto había que hacerlo antes de que se cumplieran los tres meses del embarazo y ella calculaba que para entonces tendría el dinero ahorrado de su salario de doncella, aunque en aquel momento no tenía un céntimo porque todo lo que ganaba lo gastaba en vestirse y debía dinero —pequeñas cantidades— a todo el mundo.

Hubo una complicación, digo, en mi pequeño orden moral. Mi farmacéutico seguía enfadado conmigo porque lo había engañado tiempo atrás, diciéndole que me entendía con la Trini, amiga de Isabelita, y no con Isabelita. Cuando le expuse mi verdadera situación le molestó que no le hubiera dicho la verdad. Es verdad que para mentir hay que tener memoria. Lo peor fue que queriendo arreglar las cosas le dije que había comenzado con la Trini, pero después me había hecho amigo de Isabelita. Todo esto trajo consecuencias, porque el farmacéutico era amigo del ingeniero, se lo dijo y al saber este que la doncella estaba embarazada la echaron.

Se quedó Isabelita en la calle por mi culpa, sin dinero, encinta y sin la menor perspectiva de salvación. Yo pasé unos días de verdad sombríos y comprendí que hay desgracias peores que las que había conocido hasta entonces y que el destino estaba haciendo uso de mis imprudencias.

Dos días después, la señora Bibiana me dijo que por venir la cosecha temprana comenzarían las faenas tres semanas antes que el año anterior. Le pregunté cuánto ganaban las mujeres y me puse a hacer calendarios. Calculé que podría darle a Isabelita diez pesetas mías, de la mensualidad y mi amiga ganaría si era preciso las otras hasta veinticinco trabajando como allegadera.

—Ese es un trabajo muy de roceras —dijo Isabelita entre hipos y suspiros— y mis amigas pensarán que no valgo para nada. Más me valdría ir a Barcelona.

Yo no quería que se fuera a Barcelona, porque la perspectiva de tener yo un hijo que iba a ser toda su vida el hijo de una prostituta me parecía el último extremo de la abyección.

Isabelita no conocía a la bruja, pero su amiga Trini se trataba con toda la gente irregular de la comarca. Isabelita le preguntó si la bruja esperaría a cobrar quince días después de hacer la operación, pero aquella hipótesis ofendía a la Trini:

—No, mujer. Esas tías no se chupan el dedo. Hay que pagar a tocateja. Figúrate que para no pagarle la acusan a la justicia con un anónimo y la meten en la trena. Se han dado casos. O que la cosa saliera mal. Entonces… ¿quién paga? Lo primero que hay que hacer es ponerle en la mano un duro encima del otro.

Después de una pausa expectante añadió:

—¿No te lo decía yo? La culpa la tienes tú por andar con jovenzuelos que no tienen sino la labia y la bragueta.

—Es que…

—El primer día yo me olí que os ibais a dar la fiesta y luego vendría lo que viniera. Y ahí lo tienes. Puedes ir a Barcelona y parir, que habrá lugares donde te reciban para eso. Pero se te aflojarán los pechos y una mujer con los pechos flojos es una mujer sin gancho para la cama. Puedes ir a un burdel, pero ya vas disminuida en pleno mocerío y una vez los pechos colgantes no te los levantan ni con una grúa.

Los problemas crecían, y los había de todas clases, con predominio por el lado abyecto o, como diría Isabelita, graciosa como siempre: por el lado tunante. Yo iba bajando la escalera de lo vil.

Todas las palabras que representaban alguna clase de baldón acudían a mi mente: bribón, pillo, sinvergüenza, rufián, zascandil, golfo y muchas más. No se puede imaginar la fuerza que esas definiciones tenían atribuyéndomelas yo a mí mismo. Ella sonreía cuando me veía con ganas de escurrir el bulto, y me decía:

—¡Perillán, que te veo venir!

Por fin decidió acudir a los capataces de la aceituna y apuntarse con el primer equipo que comenzaría a trabajar veinte días más tarde. Hacíamos cuentas. Necesitaba ella ocho días para ganar dieciséis pesetas y contando con los dedos resultaba que los tres primeros meses del embarazo se cumplían antes. Era peligroso aquello. Además, después de tres meses la ley consideraba el aborto un asesinato.

Todo era bastante sórdido y la evidencia de haber perdido ella su empleo por mi culpa me traía loco. Claro es que no se lo dije, pero el secreto hacía mi culpabilidad más incómoda.

Me sentía yo de veras desgraciado por haberle dado al destino elementos para fabricar mi ruina.

Isabelita se acostumbró a la idea de ir a la aceituna. Y ya no le parecía humillante. Todo se reducía a ponerse ropas de campesina y a mearse —así decía ella— en la opinión de sus amigas.

Un día vino con un recado de Trini, quien le había dicho que yo tenía la solución en la farmacia. Una gragea de cornezuelo de centeno y todo estaría resuelto.

—Sí —le dije yo—. Y tú al cementerio y yo a la cárcel.

Isabelita se puso pálida. Luego reaccionó, soltando a reír, y dijo con una espontaneidad completa:

—¡Qué bueno! Yo al cementerio y tú a la cárcel. Mejor a la horca. Nos sacarían un romance y nos juntaríamos en el cielo.

Oyéndola hablar así, yo me decía si no estaría aquella mujer enamorada de mí; pero no lo creía, pensando en lo que me había dicho el Palmao. Ella insistía:

—Si yo me muriera y tú también, no se me daría nada, de verdad. Dame ese cornezuelo y a ver qué pasa. Ya me dijo la Trini que de cada diez mujeres sólo se mueren dos o tres, y eso es como una lotería. Yo nunca gano a la lotería y seguro que no me tocará la mala. Si tú quieres venirte conmigo al… al… oye, ¿una iría al infierno? No lo creo. Dios es más bueno que los hombres. Los hombres la mandan a una al infierno, pero Dios seguramente tiene un rinconcito en el cielo para gente como tú y yo. Dios debe decir: «Vamos a dejarlos a estos chalaos que se quieran».

Como se ve, Isabelita estaba dispuesta a todo si lo hacía conmigo. Y ni siquiera recordando las palabras del Palmao consideraba yo a Isabel peor que antes —mejor, tampoco—; es decir, que le perdonaba sus embustes e incluso lo que pudiera haber en ella de pasión secreta por su padrastro. Se lo perdonaba todo desde que había dicho que no le importaba morir si moría yo también. Y lo había dicho riendo, que era en ella la manera de decir las cosas importantes.

El farmacéutico no solía venir a la farmacia sino después de haber pasado el cartero, así es que no sabía que recibía yo cartas casi a diario. Esperaba recibir un día entre aquellas alguna de Valentina, pero eran todas comunicaciones de la regional de Zaragoza. Las abría al principio, porque el sobre lo escribía siempre —deliberadamente— una mujer y a veces tenía la esperanza de que fuera para mí. Podía ser de Pilar o de su madre y tal vez de la misma Valentina, ya que a veces la letra (que no era siempre de la misma persona) se parecía un poco a la de ella. Cuando me convencí de que nunca me escribía Valentina, me resigné y ya no abría las cartas. Se las entregaba al Palmao cerradas.

Había recibido ya más de diez de aquellas comunicaciones en las que había instrucciones de todas clases. Uno de los planes consistía en trabajar en la primera semana y luego declarar la huelga. El otro en presentar el pliego de peticiones antes de comenzar a trabajar. Esto me hacía temblar pensando que si aceptaba el Palmao ese plan, no podría Isabelita tener el dinero para la operación a tiempo.

El Palmao, que me trataba como a un compañero por haber sido amigo del Checa, me comunicaba sus planes y hasta me escuchaba si yo formulaba alguna opinión. Naturalmente, yo era partidario de que comenzaran a trabajar cuanto antes y luego presentar el pliego después de haber cobrado su semana Isabelita. Para justificarlo decía que el efecto moral sería más poderoso y también el posible daño práctico y material, ya que después de dos semanas habría aceitunas por el suelo arrancadas por los vareadores y escaladores y si las dejaban allí y llovía, no tardarían en perderse. Esta última observación convenció al Palmao. No podía imaginar mi amigo que yo estaba obedeciendo al interés de su ahijada.

El Palmao era hombre culto a su manera; es decir, experto en materia social, y solía decir: «Estas huelgas son en provecho mismo de los propietarios, porque empujándolos a mejorar las condiciones de los trabajadores obligamos al patrón a sacar el mayor partido de su riqueza. Les ponemos delante la necesidad de montar molinos y refinerías de aceite en lugar de vender la oliva en bruto a italianos y franceses. Pero esos tíos ni siquiera saben ser ricos».

Es decir, que las huelgas económicas eran un instrumento de progreso. Eso decía el Palmao, y por eso lo perseguía la policía.

Mi carácter estaba cambiando, no tanto por las desgracias como por la práctica del amor-voluptuosidad. Me iba haciendo secreto y adusto. Isabelita decía «cetrino», porque hablaba cada día de una manera más caprichosa y absurda (debía ser por el embarazo) y confundía lo cetrino (un color de la piel) por el taciturno (un estado de ánimo). Es verdad que los taciturnos lo parecen más si son cetrinos y que yo, cuando fumaba demasiados cigarrillos (del farmacéutico) y dormía poco a causa de mis preocupaciones, o por el abuso amoroso, iba cambiando de color. Me ponía realmente un poco cetrino. Y bronce. Mi amante, desde el momento en que decidió ir a la aceituna se acostumbró a la idea y como tenía que gozar con todo lo que hacía, a veces alzaba las manos y dando palmadas a compás bailaba un poco cantando una cancioncilla que acababa:

… arriba la oliva

y abajo el limón.

—No vayas a creer. Con la cosecha las allegaderas se divierten a su modo.

—Deben pasar frío trabajando a la intemperie todo el día.

—¡Qué va! Hacen caliveras grandes como ruedas de carro aquí y allá y se calienta el aire. En el calivo echan aceitunas a asar y cuando se abren y revientan las frotan en rebanadas de pan, dejando allí toda la pulpa y echan sal y aceite.

—¿Esa es toda su comida?

—¡A ver! Y luego va y viene el trago. Lo bueno es que comer aceitunas da propensión a lo que yo me sé. La tragelancia de las allegaderas no es tan buena como la de los capataces que prepara la señora Bibiana, pero tanto da lo uno como lo otro. La barriguita llena y…

Volvía a batir palmas y esta vez cantaba con la misma melodía una letra distinta:

Aceitunera mía,

allegadera

que no vienes al tajo

de la ribera.

¿Y dices que estás mala?

La enfermedad del tordo,

la carita delgada

y el culo gordo.

El tordo era el ave de los olivares que se alimenta de la aceituna. Es verdad que ella misma —que parecía muy delgada— tenía redondeces encantadoras. Las mujeres me parecían ya entonces seres magnánimos por el hecho de ser mujeres, simplemente. Las madres por madres, las amigas por amigas, las novias por novias. Cada cual en su estilo.

Las cosas fueron mejor de lo que habíamos esperado en lo que se refiere a Isabelita, y bien sabe Dios que me avergüenzo todavía recordándolo. Por otra parte, ella no me causó la menor molestia. En la miseria absoluta en que estábamos, al menos teníamos una apariencia decorosa todavía.

Siguiendo mi sugestión, el Palmao organizó las cosas de modo que el trabajo de las allegaderas comenzó un lunes, como si todo el mundo estuviera de acuerdo. Y el sábado siguiente por la tarde acudí yo al tajo de Isabelita con la esperanza de regresar con ella y traerla a mi cuarto.

Fui montando un caballejo que no se usaba para la silla, sino para los trabajos de la agricultura y que parecía feliz de ver que por una vez volvía a ser lo que había sido en su juventud. Me lo prestó un vecino de la señora Bibiana.

Como se puede suponer, yo no iba nunca con el sindicalista para evitar que se fijara en mí la policía. Una noche nos citamos el Palmao y yo en lo alto del castillo y estuvimos otra vez hablando, con el pueblo tendido abajo y sembrado de luces amarillas.

Me dijo que el plan iba a salir exactamente como estaba previsto, que se ganaría la huelga y que los propietarios cerriles y estúpidos tendrían que sacar sus dineros de debajo del colchón y comenzar a industrializar y a hacer marchar la riqueza natural de la región. A mí me extrañaba ver en el Palmao sentimientos más poderosos que el odio por la burguesía, es decir, ver en él actitudes positivas.

Había en los olivares una atmósfera extraña que nunca habría podido imaginar. En otros países, los trabajadores hacen lo que deben hacer, cobran y huyen del tajo. El trabajador español, que tenía salarios bajos, buscaba alguna compensación y la creaba artificialmente si no se presentaba por las buenas. No tan artificialmente, porque la alegría era espontánea y natural.

Las allegaderas, los vareadores y los escaladores (estos últimos los del «ordeño») se divertían a su manera. De otra forma yo creo que no habrían ido nunca a allegar, varear u ordeñar.

En el fondo de aquella conformidad placentera había una sabiduría más honda que en los esquemas de algunas escuelas filosóficas. Por eso yo, que desde entonces no he tenido sino ocasiones de amistad y hasta de veneración por el pueblo —por mi pueblo, al fin—, he sentido a veces emociones próximas a las lágrimas y he tenido que callarme a veces y disimularlas. Mujeres más delicadas y hermosas y estilizadas que las princesas de las viejas cortes (¿y quién dice que no vienen ellas de los monarcas de los reinos taifas de la Edad Media?) se acomodan a cualquier situación con su mirada sabia y lejana —y profunda— y sus manitas vírgenes.

Y son capaces de superar cualquier dificultad inventando alguna forma de alegría, a veces más placentera que la alegría natural.

En todo caso, allí estábamos. Yo pensaba llevarme a Isabelita conmigo, pero ella había bebido un poco (sin perder la gracia) y en lugar de llevármela me quedé con ella en el campo. Había cerca algunas chabolas y pudimos hacer lo que solíamos hacer —más furiosamente desde que sabíamos que no había peligro de embarazo— sin llamar demasiado la atención. Digo «demasiado» porque naturalmente algunas mujeres se dieron cuenta y nos pusieron un poco en solfa con sus canciones: «La allegadera y su cortejo» y también «… el chaval en la chabola» y otras alusiones iban y venían según la inspiración y la picardía de alguna cantante. Luego venía el estribillo a coro que acababa como había oído a Isabelita días pasados en mi cuarto:

… arriba la oliva

y abajo el limón.

Yo no sabía que las aceitunas tenían virtudes afrodisíacas aunque podría haberlo imaginado cuando vi lo fácilmente que nuestros amores se integraban en aquel conjunto primitivo y agreste. Sabía por mis pocas nociones de bioquímica que la nuez es afrodisíaca y también otras frutas secas. Pero de las aceitunas no sabía nada. Parece que la miel, la aceituna y la nuez —y el vino— son los mejores ingredientes de la alegría venusta desde los tiempos del decadente Virgilio.

En todo caso, mi amiga estaba, a medida que avanzaba su embarazo, más confusa de mente, más jovial y, con la ayuda de algún traguito de vino y el efecto de las aceitunas, más dispuesta a la orgía.

Yo no recuerdo exactamente lo que pasó aquella noche, el día siguiente y la noche del domingo. La farmacia estaba cerrada hasta el lunes. Recuerdo que me quedé en el olivar porque vi que la tía Bibiana estaba presidiendo la comida de los capataces y se extrañó mucho de verme a mí (tal vez se decepcionó, porque tenía de mí una idea más elevada). Ella debía haber bebido también algún vasito y con eso y el frío saludable del campo tenía las mejillas como manzanitas. Un poco arrugadas, según están a veces las manzanas de invierno. Me dijo que había dejado las cosas dispuestas en su casa para que me dieran de comer.

Miraba de reojo muy intrigada a Isabelita, a quien dijo de pronto:

—¡Tu madre buen remango tenía para allegar antes de casarse la segunda vez!

Se creía superior a las allegaderas por el hecho de cocer la comida para los capataces. Todo tiene su orden jerárquico en la creación. Isabelita le dijo:

—Y usted también, según he oído.

Entonces la viejecita se puso a reír con una arrogancia súbita de la que no la habría creído capaz y dijo mientras llenaba la escudilla de un comensal:

—Entre putas anda el juego, es un decir. Y Dios nos asista a todos.

—Amén —respondió Isabelita con una prudencia reticente que me extrañó.

Cuando le pregunté por qué se había conducido así con mi vieja amiga, respondió Isabelita:

—Es que Bibiana es contrapariente de la comadrona que ha de hacer la cosa. No hay que enemistarse con ella.

Yo le rogué que no dijera a la comadrona mi nombre porque no quería que se enterara Bibiana.

—Anda, pues sí que será una novedad. Ella lo sabe ya a estas horas. Digo, por la Trini. Además, tú tienes que acompañarme a casa de la comadrona. Tú le pagarás como un hombre que protege a su hembra. A la vista tuya la comadre trabajará mejor porque verá que hay alguno que vela por mí.

—¿Pero he de estar yo presente?

—No, no —me tranquilizó viéndome asustado—. Será bastante que te vea llegar conmigo, que saques los dineros del bolsillo y se los pongas en la mano y que aguardes fuera.

A pesar de todo, comimos con los capataces —tal vez contra la secreta voluntad de la señora Bibiana porque mi amiga era sólo allegadera— y después volvimos al tajo donde ella trabajaba.

Las allegaderas formaban como tribus primitivas y cuando se les habló de la huelga, se quedaron un poco extrañadas, como si el dinero que les daban fuera un regalo gracioso y no el pago de su trabajo.

Se unieron a los planes del comité de huelga por complacer a los organizadores, creo yo. Pero un poco sorprendidas de que tuvieran derecho a pedir más dinero. Estaban seguras de que con su trabajo se divertían más que los pobres propietarios solos en su oficina contando sus monedas. Yo percibía todo esto a través de Isabel. «La felicidad —pensaba—, si hay tal cosa en el mundo, no es de los ricos».

Mi amante parecía haberse olvidado de sus problemas. Yo los tenía, sin embargo, muy presentes. Estaba ella entre las allegaderas contagiada de aquel espíritu que parecía venir de los tiempos de las bacantes griegas, aunque no se trataba de la vendimia sino de la recogida de la aceituna Alrededor de los árboles, los tordos oscuros se afanaban (sobre todo cuando los cosechadores dejaban la faena al oscurecer) sabiendo por instinto que las aceitunas iban a acabarse pronto.

Los dos árboles de España son el naranjo y el olivo. Las olivas y el azahar lo son todo en el campo español. Y allí estaban. Con olivas y azahar hizo García Lorca su poesía:

El río Guadalquivir

va entre naranjos y olivos.

Aceitunas en el suelo verde espolvoreadas con flor de azahar menudo como aljófar. Porque el viento en los naranjales produce un amago de nevada. De nevada virgen: azahar.

Lleva azahar, lleva olivas

Andalucía a tus mares.

García Lorca ligó en sus versos esas olivas y esos azahares, y luego otros poetas lo siguieron y llenaron sus malos versos de olivas y azahares desde el Algarbe hasta el Arauco. Sobre todo, esos poetas a quienes les sugestionaba tanto —según decía un compañero mío de Instituto— la danza de los culos uruguayos.

No sabía qué quería decir con ello. Era un tal Vicente, nacido en un pueblecito de los Pirineos, hijo único de un médico rural que murió alcoholizado.

Tenía la manía de los culos uruguayos, y con eso quería expresar la sensibilidad —o sensualidad lírica— del continente americano en las zonas próximas al Ecuador. Para mi amigo Vicente, que estaba muy interesado en bellas letras y que iba a ir a Madrid con su madre a hacer su carrera universitaria, América era una jaula de monos y de papagayos. O de guacamayos, como decía él. Era injusto y apasionado, Vicente, hijo de alcohólico.

Al parecer, había tenido alguna experiencia desagradable con algún sudamericano y se vengaba con alusiones de refilón, siempre fríamente venenosas.

Entre los olivares, Isabelita parecía, a pesar de su incipiente embarazo, más virginal que nunca. Era azahar entre olivas, Isabelita.

—Ven aquí, Pepe, mi cabritillo montaraz, y allega conmigo aunque no te paguen —me decía—. Mira qué lindas son las olivas. Mira cómo huelen a agua de tormenta, y cuando revientan en el fuego, a aceite de olor de los que se ponen las marquesas en la piel. No creas que estoy borracha porque hablo así, pero puedes pensar de mí lo que quieras. ¿Por qué no nos vamos a Barcelona y tenemos el crío y me dedico a lo que yo sé y tú eres mi rufiancillo guapo? Anda, que allí no vendrá el Palmao a cortarte el pasapán. Te lo digo de verdad.

Cuando hablaba de aquello se me enturbiaba el aire y olvidaba todo lo que había a mi alrededor para pensar sólo en mi desventura. Y al acabar la jornada —que era de diez u once horas, y no sé si esto sucedió antes de ganar la huelga o después de la victoria—, cuando acabó la jornada, ya entrada la noche, nos sentamos con otros, alrededor de lo que Isabelita llamaba «la calivera» en la que sólo quedaba el rescoldo oloroso a cospillo. Isabelita sacaba su naturaleza campesina que había reprimido el tiempo que estuvo sirviendo de doncella, para decirme:

—La tía Bibiana es buena persona y aunque me insulte, yo no le tengo malquerencia, porque su hija la desprecia y eso no está bien. Nunca haría yo nada como eso porque una madre es sagrada, aunque sea puta. ¿Quieres decirme tú para qué serviría la vida si la madre no fuera sagrada? Las madres guardan el respeto grande del que salen todos los demás respetos. ¿No te parece?

Oyéndola, yo miraba alrededor y creía ver tordos en todos los árboles. Y pensaba: «Hay olivos silvestres y olivos acebucheros. Y hay fuego de cospillo y fuego de orujo. Y a los que trabajan con escaleras les llaman de maneras diferentes: ordeñadores, esquilmadores y también garroteros y vareadores. Hay toda una técnica del cosechar como la hay de cada cosa útil en el mundo. Y hay olivas manzanillas, cervales, zorzaleñas, picudillas, zapateras y reinetas. Hay reinetas en casi todas las frutas. Y además las hay tetudas. Aceitunas tetudas. ¡Eso sí que tenía gracia!». Pregunté por qué las llamaban así y hubo un coro de risas:

—¿No lo sabes, zagal? —me decía una mujer que se había puesto una ristra de ajos como diadema en la cabeza—. Aceitunas tetudas como esta —y mostraba a Isabel—, a quien hay que comerse cruda y sin asar. ¿Oyes? Aunque los chicos de ahora saben de eso más que los viejos de antes. Aceitunas corniales para los maridos.

—Cornicabras —dijo la picara Isabel.

Yo andaba lleno de preocupaciones y no acababa de entrar en situación. Una vieja decía algo a la mujer de la diadema de ajos y esta respondía:

—¡A mí con esas! Mi marido lo bebe con la cañuta del zaque. Un día le dieron una copica de anís de esas pequeñas y la miró de reojo y dijo: «Esto debe ser para el canario». Y en la jaula del canario la puso. Entonces fue a servirse en un cuartal y se lo echó a los riñones. Luego se enzorró como un marranizo y tuvieron que llevarlo a casa entre seis. Grande es como un misache del Corpus, digo de esos que salen en reata de la Lonja de Zaragoza. Y aún lo estoy viendo. Entre seis.

Yo me sentía a un tiempo incómodo y feliz. Por fortuna, nadie parecía fijarse en mí. Al principio había sospechado que podría tropezar con alguna intriga de Isabel (la provocación de algún campesino que compartiera conmigo los favores de mi amante), pero no la hubo.

Tenía Isabelita los pechos agudicos y levantados, más levantados aún por el embarazo. Y con el fulgor de las brasas que venía de abajo la veía más hermosa que antes.

Habiendo perdido a Valentina, tal vez —¡ay!— para siempre, lo mismo me daba una cosa que otra y pensaba que podría ir a Barcelona con Isabelita y seguir su suerte y vivir o morir con ella.

Pasamos el resto de la noche entre aquellas «caliveras» y volvimos al amanecer con un frío horrible, muy juntitos, como dos amantes verdaderos.

No recuerdo ahora exactamente cómo fue la huelga. Sé que la ganaron y que aquellas dos noches y dos días fueron para mí encantadores. El Palmao —que había mejorado la condición de los obreros y empujado a los patronos también a mejorar su propio negocio— andaba escondido porque querían echarle encima la guardia civil.

Yo supe que el padre del farmacéutico perdía con aquella diligencia mía y del Palmao algunos miles de duros, y a un tiempo me sentía culpable y orgulloso. Culpable de traición y feliz porque en definitiva él y todos los que tenían algunos medios de fortuna debían esa fortuna a los humildes. Nadie quería enterarse en aquel tiempo.

Como digo, aquellos días fueron definitivos en la ruta que debía seguir Isabelita. Y yo mismo. La vida no era sueño, o en todo caso ese sueño lo soñaban también las cosas y los animales, los meteoros y los arbustos, los árboles y sus frutos, especialmente las olivas tetudas. Aquellos días los pasé en una embriaguez constante y no necesariamente de vino. Ni de amor. Porque «aquello» no era amor.

La verdad es que tenía ya bastantes recuerdos en mi joven experiencia para comenzar a desvivirme. Y era lo que me sucedía. Fue una cosa que no he acabado de entender. Quizá me iré dando cuenta poco a poco, pero no me queda mucho tiempo para que el proceso sea bastante lento y substancioso, de modo que no sólo pueda contarlo, sino gozarlo.

En fin, yo fui con Isabelita a casa de la bruja, que era una mujer campesina con maneras de bellaquería urbana, y puse en sus manos las veinticinco pesetas en plata. Ella comprobó que las monedas eran buenas y se llevó a Isabel al cuarto de al lado. Apenas había yo encendido un cigarrillo cuando la comadre e Isabelita volvieron con el mismo aspecto despreocupado y ligero, y la bruja me dijo:

—Ya está abortada.

Salimos sin que yo pudiera entender una palabra y sin atreverme a preguntar, porque aquellos misterios me excedían. Además, me sentía profundamente culpable. Isabelita no estaba triste ni parecía haber sufrido lo más mínimo, pero me dijo con melancolía:

—Ya me gustaría haber tenido un hijo tuyo, no creas.

Entonces vi dos lagrimitas en sus pestañas. La luz ponía en ellas iris tembladores. Me dio pena mientras pensaba: «Veinticinco pesetas. Una vida humana deshecha por veinticinco pesetas. ¿En qué mundo vivimos?». Me sentía de veras culpable y no sabía qué decir. Por fin, la tomé del brazo, seguimos andando y pregunté en voz baja:

—Pero ¿de veras ya no lo tienes, el hijo?

—Sí, hombre.

—Pues ¿cómo dice esa bruja que estás abortada?

—Es que ha pinchado el huevo y me ha puesto una sonda. ¿Comprendes?

—No. Y por favor, no me digas más.

La voz me temblaba. Yo seguía descendiendo hacia niveles más sórdidos aún. «Un asesino». Con todas las agravantes, sobre todo la alevosía. Yo había dado dinero por asesinar, lo había dado y no recibido, lo que representaba un refinamiento siniestro en la cobardía. A pesar de mi edad casi infantil.

A veces sentía secretas turbaciones religiosas y creía que no tenía perdón de Dios.

Isabelita reía otra vez:

—¿Sabes? La comadre me dijo: «Tengo que calentarte». Yo no la entendía. Quería decir tenía que tocarme los pechos un poco para que se abriera la matriz.

—Cállate —repetía yo, pálido.

Pero ella no entendía mi impaciente nerviosismo y añadió:

—Mejor sería que hubieras venido a calentarme tú.

Y reía. Isabelita reía, pero no era una risa natural y por eso no me extrañó que luego volviera a llorar un poquito. Como la luz venía por el lado contrario, ahora sus pestañas tenían iris azulvioleta. La primera vez eran rosáceos.

Yo me sentía enternecido con mi amiga, sin dejar de acusarla porque la consideraba culpable de mi alejamiento de Valentina.

El hecho fue que pocos días después, mi padre, enterado de mis malandanzas, me escribió proponiendo un armisticio. La bandera blanca la izaba él. Yo creo que se enteraron por algún lado no sólo de mis relaciones con Isabelita, sino también de mi intervención en la huelga de los olivareros. Pero había algo nuevo y más importante.

Parece que siempre encuentra la juventud alguna manera de seguir adelante y así me sucedió a mí cuando más encerrado me sentía en mis angustias. La fortuna del árbol joven suele depender de la destrucción del vicio. Digo todo esto porque mi abuelo materno falleció y a la hora de testar se acordó de mí, que tan poco asistido de mi padre me veía. En fin, mi abuelo, que había bailado el bolero para mí cuando yo era niño, se acordó en su testamento y me dejó veinte mil pesetas para ayudarme a terminar la carrera.

Serían cinco años, si todo iba bien. Con aquel dinero trataría yo de redimirme de la dura y un poco humorística profesión de mancebo de botica. Aquel cambio en mi situación no influyó, sin embargo, gran cosa en mi estado de ánimo.

No fue mi padre quien me escribió comunicándome la noticia, sino mi madre. Yo quise ir al entierro de mi abuelo, pero habría llegado tarde y, por otra parte, no estando Valentina en el pueblo de al lado, todo, hasta el entierro de mi abuelo, perdía interés.

Me dispuse a ir a Caspe y a prepararme para el viaje a Madrid.

Pensaba vivir en Madrid con un amigo mío que estudiaba Derecho y Filosofía y Letras (dos carreras al mismo tiempo) y que era hijo único y mimado de su madre viuda. Ya hablé antes de él. Se llamaba Vicente, procedía de un pueblo de los Pirineos y el padre había sido médico y alcanzado cierta notoriedad simpática en la comarca como hombre ligero de costumbres.

Nadie lo ponía como ejemplo a sus hijos, y la madre de mi amigo menos que nadie. Pero el hijo había sido amigo mío en Zaragoza mientras estudiábamos el bachillerato.

No fui todavía a Caspe. Seguí al lado de Isabelita hasta que mi padre me escribió diciendo que tenía ya el dinero y que debía pensar seriamente en la carrera que quería estudiar. Él me proponía la de abogado.

Un poco al azar contesté que me gustaría la carrera de ingeniero industrial. Sabía que se estudiaba en Madrid y que podría hacer el preparatorio aquel invierno, aunque ya era tarde para matricularse. Tal vez sería posible aprobar como estudiante libre. Podría ir a algunas clases de oyente, si quería.

Eliseo, que se había enterado de mi cambio de situación social (un futuro ingeniero era más que un mancebo de botica), vino a la farmacia y me trató con deferencia. El farmacéutico estaba preocupado buscando un empleado que me sustituyera. Yo le propuse a Letux, de Zaragoza, y mi patrón le escribió. Dos días después estaba allí Letux, un poco más alto, con su mismo pelo de panocha, sonriente y servicial.

Al encontrarnos me dijo, dándome la mano:

—Ya sabía yo que nos encontraríamos un día por las alturas.

Para él las alturas eran aquella farmacia —que tenía una apariencia lujosa— donde no tendría más jefes que el mismo farmacéutico. Este le iba a dar dieciséis duros de salario, uno más que a mí, precisamente por consejo mío. El mismo día que iba a marcharme me encontré con el Palmao, quien al saber que iba a Caspe para estar dos o tres días con mi familia me propuso en seguida un plan de acción y no sólo con los campesinos, sino con los obreros, porque había en aquella ciudad un poco de industria. Yo, asustado, le dije que sólo estaría allí dos o tres días y que seguiría después para Madrid, y entonces el Palmao pareció resignarse.

—Mándame tu dirección en Madrid, cuando la sepas —me dijo.

—¿Se la darás a Isabelita?

—Si tú no quieres, no.

Pero al mismo tiempo yo necesitaba saber qué sucedía con el aborto y también con su vida de aspirante a cortesana (por decirlo de una manera eufemística). Estaba interesado en su carrera, una carrera en la cual la había iniciado yo con un crimen.

De un modo u otro yo seguía interesado en ella.

En mi casa, mis padres se conservaban exactamente iguales, pero mis hermanos habían cambiado. Eran más grandes. Ya no peleaba con Maruja, aunque nos mirábamos a veces de reojo. Ella seguía con la manía de los regalos y miraba mis manos vacías sin comprender, porque creía que todos los que hacían viajes y volvían de aquellos viajes debían traerle algo a ella. De un modo vago, creía que la única utilidad de los viajes que hacían los parientes consistía en traerle a ella alguna cosa.

Yo la miraba divertido y burlón y le decía: «Regalos, ¿eh? ¿Con qué?». Por fin apareció la Maruja de siempre: «Sólo los golfos viajan sin dinero». Ella creía que yo viajaba en los trenes sin billete y huyendo de los revisores y de la policía.

Mi padre no dejaba de mirarme con fijeza y yo evitaba mirarle a él. «Se da cuenta —pensaba— de que he descubierto y practicado la relación de mujer». Yo creía llevarlo escrito en la cara. Era probable que hubiera tenido mi padre noticias por don Víctor, que era muy amigo suyo y del farmacéutico.

Mi hermana Concha había tenido varias cartas de Valentina y se puede imaginar con qué atención las leería yo. Naturalmente, eran cartas para que yo las leyera y me extrañó que Concha no me las hubiera enviado a la farmacia. Ella se disculpó de una manera cruel:

—La verdad, chico, siendo mancebo de botica no eras un novio digno de Valentina.

En fin, desde que había yo comenzado a resbalar hacia los planos sórdidos de la vida los demás —incluso mis propios hermanos— iban considerándome poco menos que muerto y enterrado, La dureza de las condiciones sociales en España se reflejaba y se refleja hoy —y se reflejará siempre, quizás— en todas las cosas. Los curas amenazan con el infierno y el diablo: el orden social lo preside el verdugo; el Estado era un estado-policía y no un estado-familia. El vecino era el enemigo natural.

El prójimo… ¡ah!, el prójimo es aquel cuya mujer, según la Iglesia, no debemos desear.

Y a quien querríamos suprimir inconsciente y conscientemente para gozar de la viuda.

Mi madre me consideraba todavía un problema: «Tienes una cara distinta y estás más delgado, pero más alto». Mi padre se gloriaba en mis posibles contrariedades físicas o morales:

—Serás calvo antes que yo.

Se equivocó en eso, porque no lo soy todavía cuando escribo estas líneas y él lo era hacía tiempo.

Teníamos como siempre una casa grande y señorial (en España la tiene cualquiera) y algunos gatos me miraban a distancia y parecían entenderme y pensar: «Lástima, este es nuestro Juan y se va a marchar pronto». Eso creía yo ver en sus miradas. No quise hacer amistad con ninguno para no defraudarlo. En cuanto a los perros, no me interesaban gran cosa. Siempre serán hijos de perra.

Aunque la idea de ir a Madrid me fascinaba, quise volver a ver a Isabelita (que había quedado sola con los problemas del aborto), ya que aquel viaje a Madrid me daba la impresión de ser para siempre. Iba un poco triste en un autobús lento que llevaba la techumbre llena de cajas con gallinas, lechones, cabritillos y otra animalía menuda. Entre el ruido del motor y la algarabía de aquellos animales, la gente que quería hablar no se entendía.

Seguía yo preocupado por el problema de Isabelita, de quien ni siquiera me había despedido. Le estaba agradecido, entre otras razones, por haberme permitido entrar de pronto en el reino de las dificultades serias.

Como se puede suponer, fui a hospedarme en casa de la señora Bibiana, que tenía un cuarto sobrante. Me costaba dos pesetas cincuenta con todos los gastos incluidos. Recuerdo que por la mañana no me daba café —nadie lo tomaba en aquella casa— sino un plato de harina de maíz cocida, parecida a la tapioca que dan a los bebés. Llamaban a aquello farinetas y tenía tropezones de jamón o de tocino frito que la vieja llamaba «chicharrones». Había en cada plato —que eran más grandes que los ordinarios— diez o doce chicharrones. Ahora pienso que aquel desayuno debía ser difícil de digerir, pero la señora Bibiana y sus gentes resolvían la dificultad bebiendo un buen vaso de vino tinto.

—El agua —decía la viejecita— hace rechinar en agrio las farinetas. No hay que beber agua sino buen vino.

Y el suyo lo era de verdad.

El hecho de que yo no hubiera nunca comido farinetas le hacía a Bibiana formarse una alta idea de mi origen social.

Continuaba en los olivares el trabajo y Bibiana, que seguía considerando un privilegio hacer la comida de los capataces, no renunciaba a aquella gloria; así es que mi comida del mediodía la preparaba una vecina que conocía a Trini y a Isabelita. La cena la hacía la señora Bibiana, al volver.

Trini e Isabelita venían y se estaban conmigo toda la tarde. La viejita me dijo una mañana al marcharse al campo:

—Si a mano viene y se pone su mercé corrupio, cosa de hombre es y lugar hay en la casa para todo. El hombre es como Dios lo ha hecho y aún peor.

Lo decía pensando en la Trini y en Isabelita. Para la honestísima Bibiana los hombres éramos unos animales poderosos y serios que se ponían unas veces «corrupios» y otras hambrientos. La mesa y la cama eran cosas de la vida y ella se había pasado la suya haciendo comidas y haciendo camas. Y así iba y venía feliz, con sus sayas acampanadas y sus medias blancas.

Desde entonces yo llamaba en mi fuero interno a la Trini la «fiera corrupia». Ella me consideraba a mí desde el incidente del aborto un hombre capaz de afrontar los problemas. Me admiraba.

Isabelita me dijo que su padrastro había tenido que escapar a Barcelona porque la guardia civil no lo dejaba en paz desde la huelga de los olivareros. En Barcelona tenía el Palmao amigos que le ayudarían. Ella también pensaba seriamente en ir a Barcelona —sin duda para seguir a su padrastro—, pero su madre no se lo permitía. Yo, que sabía los motivos del deseo de Isabelita de ir a Barcelona y de la oposición de su madre, me callaba.

Aquellos tres o cuatro días que estuve en casa de Bibiana conocí mejor a Trini. No era tan terrible. En primer lugar se ocupaba de la salud de Isabelita, quien había ya salido del mal trance expulsando el feto, pero todavía no la placenta. A mí me hablaban de aquello y yo me ponía de mal temple.

Una tarde estaba Isabel delante de mí cuando se curvó un poco sobre sí misma con grandes dolores y la Trini la llevó a otra habitación medio abrazada. Poco después volvían y mi amante parecía aliviada. Había expulsado la placenta.

—Ya pasó el trance —decía la experta Trini—. Era el acabóse que le cogió de pronto. Ahora ya puede volver a empezar. Pero al mancebo de botica todavía le dura el pasmo. Míralo, blanco como un muerto.

Yo temblaba realmente dentro de mi piel. Mi amante se llevaba las manos a los pechos inflamados.

—¿Estás bien? —le preguntaba yo, pálido.

—Ahora echará los calostros —advertía la Trini.

No sabía yo lo que aquello quería decir, pero la blusa de Isabelita se mojaba. A fuerza de oír aquello de los calostros yo asociaba la palabra con Cagliostro y en mi subconsciencia se formaba la idea, de que mi linda amante había tratado de parir a Cagliostro, el brujo italiano. Tanto misterio me marcaba. Pero la Trini me miraba muy en adulta y le decía a su amiga:

—Este es de los que saben arremeter. Está aneblao todavía, pero tiene su empentón.

Yo no la entendía y ella me guiñaba un ojo:

—La hembra es una guitarra y tú sabes tañerla.

Isabelita, con su piel pálida de color marfil, sonreía y me decía: «Este sabe más que el rey Salomón», y pensaba tal vez en lo que le faltaba por aprender a ella. Una vez más yo suspiraba y pensaba: «De buena he salido. La Trini me consideraba un hombre no tanto por saber tañer la guitarra, sino por haber aprontado los cinco duros de la operación, que le parecían una cantidad considerable». Isabelita, por vanidad femenina, le había dicho que todo aquel dinero era mío.

La manera de hablar de la Trini y de Bibiana me daba a veces una sensación de envilecimiento. Y, por otra parte, Isabelita me parecía inocente por vez primera a pesar de los embustes en relación con el Palmao. Por instinto, comenzaba a comprender que aquellas complejidades expresadas por una cadena de embustes eran la manera femenina, natural, y más o menos respetable.

Como se puede suponer, yo me ponía «corrupio», aunque oyendo a mi amante hablar de canesúes y de que su canesú estaba húmedo y de que su canesú se le enfriaba en la piel, me sentía inclinado a alguna clase de ternura y a besarla. Al final de la palabra canesú sus labios formaban un hociquito lindo con un beso oferente que yo recogí un par de veces, mientras la Trini miraba con grandes ojos viciosos. «Ella sí que se siente “corrupia»”, pensaba yo. Se daba importancia la Trini diciendo que había pasado por la aupada dos veces. Llamaba así al hecho de subir al pequeño catafalco que la comadre tenía para poner la sonda. Era tan vil su manera de hablar que yo me sentía a veces denigrado para siempre.

Entretanto, Concha me había dicho que Valentina, al ver que su familia nos separaba tan rudamente, quería hacerse novicia de la orden del Sagrado Corazón y las monjas, como suele suceder en esos casos, la estimulaban. Yo rabiaba dentro de mí y pensaba: «Ella va convirtiéndose en un ángel y yo en un cerdo». Como tal cerdo, ya tenía celos anticipados del capellán que la confesaría.

No sé por qué, pero cada día sentía que sería más difícil llegar a casarme con ella. Necesitaría cinco años de estudios, luego hacer el servicio militar y después todavía encontrar un empleo. Entonces debería acudir a Bilbao y recomenzar no la conquista de Valentina sino la de sus padres. Todo aquello representaba una espera por lo menos de ocho años, durante los cuales no podría acercarme físicamente a Valentina.

Me acompañaban algunas obsesiones, entre ellas la de don Arturo, quien valiéndose de su dinero —doña Julia había recibido una herencia cuantiosa— y de sus relaciones misteriosas con la gente de ley —pensaba yo, receloso—, estaba enterado de mi trabajo de mancebo de botica y hasta de la huelga de las aceitunas, quizá.

Oyendo hablar a la Trini comprendía que mi suerte estaba echada y que sería ya siempre un bellaco. Decía ella que yo tenía caletre y que Isabelita era la mujer adecuada para mí, porque ella no era como las rusticanas de la oliva. Nunca había oído yo hablar así. ¿De dónde había salido aquella mujer, emperadora secreta de las corrupias?

A pesar de mis reflexiones y mis vergüenzas, no me sentía en modo alguno superior a aquellas personas. Pensaba a veces, incluso, que sería agradable quedarse allí y ser uno más entre los allegadores y vivir todo el día con el sol en los brazos desnudos, dormir con la seguridad y la salud de los rústicos y beber buen vino y comer buen pan. Pero pensaba todo esto ya sin inocencia. Como burgués estragado que se pone a soñar con la utópica edad de oro.

En fin, eran aquellas reflexiones extravagantes.

Antes de marcharme pregunté a Isabelita qué pensaba hacer. Ella parecía decidida a ir a Barcelona y tenía planes secretos con la Trini. Quise advertirle que el Palmao la despreciaba y que no conseguiría nada de él, pero por piedad no le dije nada. Parecía Isabelita seriamente enamorada y no de mí, sino del anarcosindicalista que se acostaba con su madre; es decir, de su padrastro.

En cierto modo, eso me dejaba tranquilo.

Pensaba también ir a Zaragoza a ver a los del comité regional, pero me abstuve cuando hablando con Eliseo me convencí de que había comenzado a hacerme sospechoso en Alcannit. Tal vez alguna comunicación de la regional había sido abierta por mi antiguo jefe. Su sorpresa debió ser tremenda, y como el hecho de violar el correo era no sólo un delito sino una incorrección, el farmacéutico no me lo confesaría nunca. Tal vez lo había dicho solamente a su padre, quien debía estar ofendido por mi deslealtad.

Pensando en eso yo no me atrevía a ir a verlos, pero una mañana cerré los ojos y lleno de sentimientos de culpabilidad me asomé a la farmacia a la hora que solía ir el viejo doctor. Allí estaba, como siempre, sentado en el diván y con el bastón entre las piernas. Me miraba con una especie de decepción dulce y yo dije atropelladamente algunas cosas que recuerdo muy bien. Le dije que a la larga, las huelgas de olivareros favorecen a los propietarios porque les obligan —para poder pagar altos salarios a los allegadores— a montar refinerías y molinos; es decir, a industrializar y modernizar el campo. Repetía la lección del Palmao.

El viejo doctor me miraba sonriendo como si pensara: «Pobre muchacho, está arrepentido». Veía yo en él una simpatía de abuelo noble.

Me fui pensando: «Si algún día se hace la revolución habrá que hacerla sin odio ni sangre, como una superación por la riqueza y la cultura». Había entre la llamada burguesía gente excelente y gente abyecta y entre los obreros gente abyecta y gente excelente. Sería bueno que se salvaran los sectores mejores de las dos grandes zonas en lucha. Eso pensaba entonces. La lucha de clases al estilo marxista me parecía ridícula y culpablemente simplificadora.

Después de la guerra civil, tan contraria a ese sentido de las cosas, sigo pensándolo, ahora. La sociedad y los hombres de hoy somos más complicados y mejores. Y la revolución, si no se propone mejorar al hombre y a la sociedad, es simplemente un caos sangriento. Desde el campo de concentración donde escribo pienso con gran aprensión en la suerte que pudo caber a aquellos dos hombres bondadosos y nobles durante los tres años ominosos.

Una tarde, Eliseo y yo subimos paseando al castillo y acodados en un repecho y contemplando el pueblo a nuestros pies, mi amigo trató de decir lo que pensaba de mí. Yo, sospechando que quería disminuirme y humillarme, le interrumpía cambiando de tema:

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo es que no has ido a Zaragoza a la Universidad?

—Mi padre no quiere que aprenda a beber, a jugar a las cartas y a fornicar. La verdad es que tiene razón y se lo agradezco porque trato de conservarme para la hija millonaria y para el cuerpo jurídico de la Armada.

Relacionar aquellas dos cosas me parecía humorístico, y solté a reír. Le dije:

—Pero a ti te gustan las mujeres.

—Me gustan y yo les gusto a ellas, mira este.

Estaba satisfecho de sí como lo estaba mi farmacéutico. Eso no me había sucedido nunca a mí todavía.

—Me voy mañana —le dije— y aquí va a quedar una muchacha bonita que…

—A mí —se apresuró a responder— no me gustan los platos de segunda mano ni las allegaderas abortadas.

Parecía estar enterado de todo, lo que no era extraño en una ciudad tan pequeña. Y no me había dicho nada hasta aquel momento. Era un chico discreto, Eliseo. Tal vez yo iba haciéndome también más discreto cada día; es decir, más consciente de mi tontería natural.

Cuando me fui, la señora Bibiana me abrazó como si fuera su hijo y me dijo al oído: «Si va su mercé a Madrid tenga mucho ojo, porque tengo oído que es una zuidad donde tienen levantao hasta un molimento a Satanás, dicho sea con perdón». Y era verdad. Más tarde, cada vez que iba al Retiro y veía la estatua del ángel caído, me acordaba de Bibiana. La diferencia entre Satanás y el ángel caído, sin embargo, era considerable aunque sólo fuera por los nombres, que son tan importantes en la vida. Volví a Caspe a buscar mi equipaje antes de marchar a Madrid. Gozaba en casa del secreto prestigio que me concedían en mi familia desde que volví de Alcannit de los Condes. Un prestigio muy objecionable. Nadie sabía en qué consistía mi cambio y mi importancia, menos mi padre y mi madre que lo sospechaban.

Mi madre, sin decirme nada estuvo a veces mirándome tristemente como si pensara: «Ya no es mi hijo. Ya es hombre y pertenece al mundo».

En cuanto a mi padre, había en él una extraña mezcla de respeto y de inquina. En todo caso, me había dado algún dinero. «Me lo ha dado porque no lo necesito», pensaba yo. Pero la verdad es que mi padre aceptaba la idea de ser mi padre porque con el cambio que se había producido en mi cara (en mi expresión) me parecía más a él. Todo esto lo advertía yo en la manera que tenía de hablarme de mi futuro en Madrid. Me hablaba ya un poco «de hombre a hombre».

Hice el viaje desde Caspe a Madrid de noche. El tren era directo y en el mismo departamento (de segunda clase) había otro viajero de aspecto burgués y próspero. Si no llegaba más gente, podría dormir cada cual en su blanda colchoneta. Pero para mí no era problema, aquel. A los dieciséis años la curiosidad puede más que el sueño.

Mi compañero de departamento me dijo que era de Madrid y que volvía de una ciudad del norte por asuntos profesionales. Era abogado. Yo, por obligarle con alguna clase de confianza, le dije, mintiendo, que iba a Madrid a estudiar aquella carrera y él comenzó a hablar de las ventajas de la profesión y de las salidas que tenía: consulados, carrera diplomática, notarías, registros de la propiedad, judicatura… todo un repertorio suculento, sin contar con el ejercicio natural del oficio. Además, había oportunidades en el campo de la política. Me dijo que conocía a figuras notables cuyos nombres aparecían en los periódicos.

Yo recelaba un poco, ya que suponía que si aquel abogado fuera tan importante viajaría en primera clase y no en segunda. Él se dio cuenta de mi secreta objeción y se apresuró a añadir que en primera clase no había plazas libres. Aunque yo he conocido en mi vida abogados y tengo la idea de que la profesión de interpretar las leyes es noble en sí misma, aquel tipo me pareció sospechoso desde el primer momento.

Me invitó a compartir su cena y me dio algunos vasos de un vino excelente e incluso de coñac caro (regalo de un cliente, dijo) y luego, para animarme a seguir su carrera y mostrarme las habilidades que eran posibles, me contó un caso. Lo atribuía a otro abogado amigo de él (eran varios en la misma firma), pero de tal forma que me quedara la sospecha de que le había sucedido a él mismo, porque ponía un cierto énfasis personal en la manera de contarlo. Después de la comida, con coñac, me dio un cigarro puro. Se le veía gozar de su propia obsequiosidad y yo pensaba: «Eres un pícaro». Eso lo hacía más interesante, claro. Aquel cigarro habano era el primero que yo fumaba en mi vida.

Pero voy a tratar de recordar sus propias palabras: «La profesión tiene dos ramas —decía—, dos dimensiones, dos caminos: el de la elocuencia y el de la astucia. La elocuencia conduce a la política. La astucia, a la riqueza. Este es el mío, dicho sea con modestia. Les dejo a los otros la presidencia del Consejo de ministros y de la Academia de Jurisprudencia. Yo prefiero mi oscuro despacho con las nóminas y los honorarios. Yo soy civilista, claro. Es ahí donde está el dinero, aunque no soy codicioso y, por otra parte, en el terreno penal a veces hay posibilidades también. Se puede hacer buen dinero en este ramo, como usted verá. Se trata de un caso raro para un civilista (era andaluz y pronunciaba algo que a mí me sonaba sifilista y me hacía recordar la escoba de los sifilazos, de Letux), pero en una ciudad como Madrid hay que estar a la que salta. Y, a veces, eso es lo mejor. Bueno, pues vamos a lo que le pasó a mi amigo. Una noche se le presentó un honesto ciudadano, bien vestido, modesto y con aire de viejo prematuro. Era un empleado de banco. Y le dijo: “Estoy perdido. He hecho una malversación de fondos. Es decir, un desfalco”. “¿Cuánto?”, preguntó mi amigo. “Seis mil pesetas, señor”. Aquello no era un desfalco, sino una pequeña bellaquería, una hijoputez. Seis mil pesetas, usted imagina. A fin de mes se iban a enterar en el banco y a echarlo. Lo peor era para él, según decía, el deshonor. Mi amigo le dijo, elusivo: “Ese dinero se lo prestará cualquiera. No es un problema”. Pero el viejo confesó que tenía agotado el crédito personal y que estaba dispuesto a pagar los réditos que le pidieran. Lo bueno es que el pobre diablo no tenía otra cosa con que responder más que su sueldo en el banco. Poner como garantía el sueldo de un empleo que trataba de salvar con el préstamo era una proposición bastante barroca. Los juanlanas son así. Pero para un buen abogado no hay mala causa. Y mi amigo, que es un lince, le dijo: “Por seis mil pesetas yo no entro en ese asunto. Es un desdoro profesional. Yo podría salvarle a usted si estuviera dispuesto a hacer exactamente lo que le dijera. ¿Puede usted traer a esta mesa dos millones de pesetas? Si las trae, yo le prometo sacarlo a usted libre; es decir, salvarle de todo: de la policía, de los tribunales, del descrédito y deshonor, etc.”. “¿Cómo?”, preguntaba el pobre hombre, aterrado. Mi amigo repetía: “Eso es cuestión mía. Si usted los trae aquí, pasado mañana estará libre de cuidados. Perderá su empleo, eso es natural. Usted se ha conducido inmoralmente y debe pagar. Pero nadie se enterará, nadie le molestará a usted, su nombre no andará en las gacetas”. “Pero ¿cómo?”, repetía el mentecato. “Diga usted sí o no”, insistía mi amigo. El muy necio del cliente —porque los hay arrocinados, de veras— temblaba en su piel. Parecía pensar: “Si fuera yo capaz de sacar dos millones, no vendría aquí”. El alcornoque no había sacado sino seis mil pesetas. Además, lo había hecho porque estaba enamorado. A los cincuenta años, hace falta ser panoli. Mi amigo le prometía: “En cuarenta y ocho horas estará todo resuelto, sin responsabilidad de ninguna clase. Y no tendrá que pagarme a mí nada. Lo haré por salvarle a usted de un mal paso (la generosidad siempre está bien, usted comprende, sobre todo si se usa con segunda)”. El babieca todavía quería saber. Pero mi amigo se levantó: “No tengo tiempo que perder. Diga usted sí o no”. Y después de meditarlo un rato y de limpiarse el sudor de la frente, el badulaque acabó por decir: “Está bien. Mañana tendrá usted aquí dos millones de pesetas. ¿Qué más hay que hacer?”. Mi amigo le dijo: “Salir de Madrid, irse a alguna parte con un nombre falso y dejarme a mi un teléfono. No tiene que darme sino un teléfono”. El papanatas decía que le dejaría su dirección, pero mi amigo repetía: “No quiero saberla, no debo saberla. Sólo su teléfono”. En fin, el beduino tuvo un arranque: “Yo traeré los dos millones, pero si no cumple lo prometido… lo mataré”. Esos casos son peligrosos, porque los cincuentones enamorados que han sido honrados toda su vida son precisamente los que matan. Mi amigo lo echó a broma: “Traiga usted el dinero y lárguese. Yo le llamaré pasado mañana cuando esté todo arreglado”. Mi amigo es hábil, de veras. Total, como usted puede suponer, al día siguiente apareció el cliente con los dos millones en billetes de diez mil y bonos de cien mil al portador. Y salió de Madrid. Mi amigo llamó al banco y dijo: “Un empleado de esa empresa ha hecho un desfalco de dos millones y ha logrado salir de España, en avión. Me ha llamado por teléfono desde el extranjero, arrepentido, y dice que ha gastado veinticinco mil pesetas. Si no lo denuncian a la policía devolverá un millón novecientas setenta y cinco mil pesetas en el acto. No volverá a España, pero necesita la seguridad más completa, y para eso exige que ustedes le firmen el recibo por los dos millones íntegros”. Después de nerviosas deliberaciones, el banco aceptó y ahí tiene usted al pobre insensato feliz y tranquilo, libre y sin cuidados, mi amigo pagándose a sí mismo una nómina de diecinueve mil pesetas por media hora de trabajo y todos contentos. ¿Qué le parece? Eso es lo que yo llamo un maestro del golpe de vista, un madrugador, un estratega del tejemaneje. Y se lo cuento a usted para que vea cómo, a veces, en lo penal hay también oportunidades. No hay que desdeñar ningún aspecto de la carrera, amigo mío, y desde ahora (el abogado había bebido su tercer vaso de coñac) le prometo para cuando haya usted aprobado el segundo año, es decir el tercero, porque hay que contar el preparatorio, un puesto de pasante en nuestra oficina. Ustedes los aragoneses son gente honrada, desde luego».

—¿Con sueldo? —pregunté yo.

—No, eso no. Se le pagará en prestigio.

Yo pensaba: «Vaya, aquí tengo otro camino abierto». Ya tenía dos. El primero, como rufián de Isabelita. El segundo, como pasante de aquel águila. Porque yo creo que todo aquello lo había hecho él mismo y se lo atribuía a su asociado.

Madrid se me presentaba como la corte de los milagros, llena de posibilidades. No eran para mí, sin embargo. Me afiancé más que nunca en mi idea de estudiar para ingeniero industrial. «Al menos, la ciencia y la técnica son moralmente neutras», pensaba:

El abogado, cuyo nombre no recuerdo (espero que en la catástrofe de 1936 fuese fusilado por un motivo u otro), siguió hablando toda la noche. Lo más curioso es que al hacerse de día, con la luz natural sobre nuestras caras, cambió y se volvió precavido y prudente.

En la estación del Mediodía, en Madrid —cuando bajamos—, parecía arrepentido de haber hablado tanto. Lo invité a desayunar, pero se excusó mirando el reloj. Yo pensaba en aquel momento que quizá todo lo que me dijo había sido fantasía y que soñaba con clientes pánfilos como aquel a falta de otros. O tal vez era verdad, quién sabe.

Cerca de la estación estaba la casa de Vicente, adonde iba a vivir —Pacífico, esquina a Gutenberg—. Pagaría yo allí veinte duros mensuales por todo. Era aquel Vicente un chico de Jaca. No quería mucho a su madre, porque se sentía demasiado protegido y vigilado. Era un chico absurdo, Vicente. Presumía conmigo de buen estudiante, cosa rara entre adolescentes, y yo respondía dándomelas de aventurero y cosmopolita. Quería Vicente doctorarse en Derecho, en Filosofía y en Historia. No sé para qué quería aquellos tres doctorados siendo, como decía ser, además, marxista y partidario de la revolución social.

Me encontraba yo en Madrid en un estado parecido a los que están en el limbo. Me sucede siempre que voy a una ciudad nueva. Las primeras semanas son de observación neutra y de exaltación secreta de mis dotes de adaptación. Soy bobamente dichoso y alguna vez (al caer la tarde), melancólico sin motivo.

A veces me sentía trascender, pero no habría podido decir en qué dirección.

Miraba a las vecinas que se asomaban a los balcones, a las porteras de la vecindad que salían a sacudir pequeñas alfombras a la calle, como si yo fuera el príncipe heredero de un reino lejano. Y ellas no se ofendían, aunque a veces, sin dejar de mirarme con deferencia, murmuraban algo entre dientes. Yo pensaba acordándome de la Trini: «¡Oh, las viejas putas!».

Tenía Vicente en su carácter una tendencia natural hacia alguna forma de dulce mediocridad. Ponía en eso su ambición. Era un chico pequeño, feo y sin gracia. No había salido a su madre, que era esbelta y distinguida. A veces, consciente mi amigo de sus desventajas, me decía con una expresión un poco delirante y la risa retozándole en el cuerpo:

—Yo viviré como don Marcelino, con una botella de vino al lado y rodeado de pilas de libros.

Se refería a Menéndez Pelayo, por quien sentía entusiasmo. El hecho de que aquel sabio no se hubiera casado le parecía a Vicente muy revelador. Tampoco él se casaría. Las mujeres, ¡bah!

La madre de Vicente me miraba siempre de reojo, porque, según decía, no sabía cuándo yo hablaba en serio o en broma. Era una montañesa terrible. Ahorradora y práctica hasta la monstruosidad. Hacía de la prudencia un vicio, una aberración.

Se dedicaba exclusivamente a la cocina y a la iglesia. Siempre vestida de negro y hablando a media voz, yo quería respetarla pero lo conseguía a duras penas desde que la oí hablar de una tía suya que en su lecho de muerte le dijo las siguientes palabras antes de cerrar los ojos:

—Hija mía; acuérdate de lo que voy a decirte. Cuando prepares la comida, corta las lonchas del jamón más delgadas.

Y murió, tranquila al parecer. La madre de Vicente lo contaba haciendo elogios de la difunta.

Yo recuerdo otra montañesa que guardaba su pequeña fortuna debajo de una teja y que en el coma, esperando la muerte de un momento a otro, hacía (raro manerismo) con los dedos de la mano derecha el gesto y movimiento de contar dinero.

En la sordidez de lo montañés, sin embargo, sólo pueden ser acusadas las mujeres. Los hombres, por el contrario, se juegan la hacienda a una carta, si a mano viene.

A mí me gustaba la montaña aragonesa, porque había visto muchas veces caer la nieve al otro lado de la ventana y aquella nieve nunca me daba una sensación de frío, sino de pureza y de melancolía. La nieve me hizo a mí soñador y dado a la soledad. No sé, si para bien o para mal, esas dos cualidades me han acompañado y dado una expresión a veces idiotamente contemplativa y a veces adusta y tormentosa.

La cara del que mira caer la nieve a través de un cristal es siempre un poco boba. En las muchachas está bien, porque es una bobería angélica, con relumbres nacarados en la punta de la nariz.

Una noche fuimos Vicente y yo al teatro a ver a la Chelito y mi amigo debió cambiar de parecer, porque al salir me dijo muy serio:

—Si me aceptara, me casaría con ella mañana. No tengo prejuicios.

La Chelito era la más linda bailarina de rumbas de España. Mi amigo no se sentía tan ascético como don Marcelino, según parece.

La madre de Vicente era práctica en todo. Teníamos cada domingo todas las revistas ilustradas que se publicaban en Madrid, que eran ocho o diez. Un quiosco que había frente a nuestra casa nos las prestaba por una suma de algunos céntimos. El lunes se las devolvíamos. La vendedora de periódicos hacía lo mismo con otros vecinos y había descubierto la manera de tener una renta semanal con capital ajeno. Porque luego devolvía ella misma las revistas y no tenía que pagarlas.

Cerca de nuestra casa vivía el famoso histólogo Ramón y Cajal, a quien conocía la madre de Vicente porque habían pasado largas temporadas de verano en la misma aldea, al lado de Jaca. Aunque Ramón y Cajal era médico y hombre de ciencia, compartía las supersticiones de los montañeses y a veces iba a beber un vaso de agua a una fuente que tenía fama de milagrosa.

Creo que aquel pueblo, Larrés, era el de la familia de Ramón y Cajal —donde el sabio había pasado la infancia—. Entre la sugestión de Ramón y Cajal y la de Marcelino Menéndez Pelayo, estaba Vicente fascinado por la universidad, a la que acudía puntualmente.

En cambio, yo iba con irregularidad a la escuela de ingenieros industriales, donde no había podido matricularme porque cuando llegué a Madrid había pasado ya la oportunidad, pero donde pensaba en el mes de junio examinarme como estudiante libre. Para eso estudiaba apasionada y vorazmente, pensando en Valentina. La madre de Vicente me miraba un poco asustada, viéndome hundido entre libros todo el día y parte de la noche.

Era el preparatorio de ingenieros industriales muy difícil, hasta el extremo de que una vez aprobado, todo lo demás resultaba fácil y sin esfuerzo. Al menos eso decían. Yo estudiaba duramente, y para descansar leía los libros que Vicente me prestaba, de amena literatura.

Vicente y yo hablábamos de noviazgos y de mujeres, pero nunca le hablé de Valentina porque me daba cuenta de que estábamos ya en esa edad en que la vida privada de cada cual es sublime para sí mismo y grotesca para el prójimo, especialmente en materia de amores.

Teníamos una doncella que hacía la comida y a quien la madre de Vicente vigilaba para evitar que se familiarizara demasiado con nosotros. No había peligro, porque lo vedado de aquella mujer era incómodo y triste. Sus pechos, por ejemplo, estaban tan entrapajados que uno se fatigaba y decidía que no valía la pena seguir adelante. El delantal de la cocina le envolvía las caderas casi del todo y al caminar se levantaba el hueso de un anca y el de la otra, mayores de lo que correspondía al cuerpo.

Era morena, y Vicente, que a pesar de sus fervores ascéticos y su admiración por don Marcelino, había profundizado más que yo en sus regiones mamarias, me decía luego: «Su teta derecha es como un corrusquito de pan de Viena». No me parecía muy tentador aquello y desde la aventura de Isabelita, que tenía los pechos más bonitos del mundo, yo andaba con escepticismo, con cuidado y con algunos remordimientos, entre las mujeres. Mi sentido del prestigio viril era otro, además. Por ejemplo; no le había dicho una palabra a Vicente de mis amistades con el Checa y menos aún de la huelga de olivareros, a pesar de que aquellas confidencias me habrían hecho crecer considerablemente ante el presunto marxista universitario.

O tal vez no. Quién sabe. Vicente no tenía nada de revolucionario.

La depresión que me producía el apartamiento de Valentina influía en todas las cosas y desconfiaba vagamente de todo y en todo creía vagamente según como amaneciera el día. Mi amigo Vicente, entre otros rasgos desagradables de su carácter, tenía una cerrazón mental completa para todo lo que no fuera la opinión de su profesor en el aula. Vivía, pues, de un modo pedante y obtuso. El profesor Ovejero, que era socialista, le parecía un genio. Yo, por burlarme de la tendencia gregaria de los socialistas, lo llamaba Borreguero.

Pero no peleábamos Vicente y yo. Desde los tiempos del Instituto en Zaragoza, Vicente estaba místicamente enamorado de una muchacha muy linda que se llamaba no sé cuántos Salcedo y me estaba agradecido porque le había ayudado en sus amores. Ella no llegó a enterarse nunca de aquella pasión angélica de Vicente, aunque mi amigo la seguía y yo lo acompañaba para darle ánimos. Un día que lo empujé en la calle de Alfonso y le dije que se acercara, se quitara el sombrero y le pidiera permiso para acompañarla, cuando lo hizo hubo un apagón —serían las seis de la tarde en invierno— y se extinguieron todas las luces de la ciudad. Vicente se quedó congelado e inmóvil y al reunimos me dijo:

—¿Tú ves? La próxima vez que me acerque habrá un terremoto o caerá un rayo del cielo sobre mi cabeza.

La vida de Madrid no era muy divertida para gentes como nosotros; es decir, con poco dinero. Yo hice algunas amistades entre estudiantes pobres y rebeldes. Uno de ellos era de Aragón, tenía aficiones literarias y había trabajado también en farmacias igual que yo para costearse la vida. Tuvo que dejar aquella clase de trabajo para seguir estudiando y se las arreglaba con la ayuda esporádica de algunos parientes. Su pasado de boticario nos había hecho simpatizar.

Era un verdadero rebelde inconformista y no como Vicente, quien me parecía un filisteo. Se llamaba Ramón y nos entendimos en seguida. Un poco más viejo que yo y escritor incipiente. Una noche, entre dos vasos de cerveza, me estuvo contando cosas de su pasado. Vicente escuchaba haciéndose el distraído y dándose aires, pero en el fondo envidiaba a Ramón.

Envidiaba Vicente a todos los que daban una impresión más vital y dinámica.

Recuerdo más o menos las palabras de aquel muchacho (de hecho, conocía yo varios Ramones, todos ellos supuestos escritores y poetas) y como más tarde mi amigo alcanzó alguna notoriedad, voy a reproducir aquí sus palabras de aquel día lo más fielmente posible. Nos hablaba a Vicente y a mí con una especie de embriaguez narcisista. El narcisismo de Ramón no era decadente ni enfermizo, sino que me recordaba el de Letux. Tenía también una especie de sentido orgiástico de su propia presencia en la vida. Su adolescencia se parecía algo a la mía. Oyéndolo hablar, Vicente ponía los ojos estrábicos —hacia adentro o hacia afuera—, unas veces por aburrimiento y otras por asombro. A veces hablaba:

—Vosotros —decía por Ramón y por mí— sois anarquistas, hijos de la Acracia.

—Eh, tú, poco a poco —amenazaba yo.

—Hay cosas comunes en nuestras vidas, es verdad —concedía Ramón y seguía hablando—: Tuve que salir muy pronto de mi hogar porque mi madre viuda volvió a casarse y mi padrastro me consideraba su sombra negra. La verdad es que tenía razón. Yo no había querido nunca a mi padre verdadero. Cuando murió y mientras sacaban el féretro de la casa hice tocar en el gramófono (de modo que se oyera desde la calle donde estaba la gente del duelo, enchisterada) la jota de Larregla y después, cuando la gente del duelo regresó y mientras subían la escalera, la Marcha Nupcial de Mendelssohn. Más tarde, cuando mi madre se volvió a casar, en la boda hice sonar el Miserere de Gouriod y el fúnebre Dies Irae. Mi madre creía que estaba loco y se alegró cuando me escapé de casa y vine a Madrid. En Zaragoza había capitaneado huelgas de estudiantes igual que tú, Garcés. (Mientras Ramón hablaba, Vicente bizqueaba aburrido, mirándose la punta de la nariz). En fin, ya bachiller y con mi título y mis dieciséis años vine a Madrid. No venía al azar sino con un empleo de auxiliar de farmacia, en la del doctor X (calle de Hortaleza, número 15), la misma farmacia que más tarde lo fue de la Asociación de la Prensa.

Oyéndolo, yo le envidiaba. Me habría gustado ser también por algún tiempo mancebo de botica en Madrid y ver la ciudad desde aquel extraño observatorio. Viendo a Ramón tenía a veces la impresión rara de verme a mí mismo en un espejo, a veces mejor de lo que era y a veces peor.

—Estuve en la farmacia —decía— no más de dos meses, porque hice algunos errores peligrosos para el crédito profesional del doctor X, hombre nervioso, con cierta gracia femenina a pesar de sus barbas rubias y sus severas gafas. Al hablar de gracia femenina no lo digo con intención vejatoria. El doctor se conducía de un modo natural y virtuoso y yo no tengo interés en difamarlo, porque si me despidió fue porque no pudo menos de hacerlo. Esa gracia femenina —tal vez la expresión no es justa— se refiere a cierta distinción apoyada que en algunas personas toma el aspecto de una delicadeza un poco exagerada. El gentleman inglés, por ejemplo, parecía un poco chocante en España.

Oyendo aquello, Vicente rió con su risa hueca y de fondo sarcástico. Yo me volví a mirarle extrañado y Ramón lo envolvió en una mirada fría:

—Este amigo tuyo —dijo— debe ser uno de esos pasmados universitarios que siguen la vieja tradición de los gramáticos de Nebrija y la moda de Krause.

Entonces fui yo quien soltó a reír y Vicente, para no mostrarnos su estrabismo, miró al suelo. Es verdad que Vicente a veces tenía una expresión estupefacta. No reaccionó, y continué Ramón:

—A pesar de todo, el boticario no tuvo más remedio que llegar a una decisión enérgica. Uno de mis errores en la mesa de mármol de la trastienda donde hacíamos las recetas, casi le costó la vida al paladín del catalanismo burgués don Francisco Cambó. Ni más ni menos. Vino una noche él mismo con una prescripción. Se trataba de unos polvos distribuidos en distintas dosis para lavados uretrales. Yo confundí la cosa y puse cada dosis en capsulitas de las que se usan para medicación interna; es decir, para tragarlas. Y eran aquellos polvos un veneno activísimo. Menos mal que en la cajita de madera pegué una etiqueta con la calavera y las dos tibias (peligro de muerte). A don Francisco Cambó aquella contradicción le debió sorprender (cápsulas para tragar y el aviso siniestro) y volvió a la farmacia a pedir aclaraciones. Eran los días de la gran gloria parlamentaria de Cambó. Cuando volvió a la farmacia no estaba yo de servicio, sino el mismo doctor X, quien al ver mi error se quedó lívido. Yo había estado a punto de dejar al país sin uno de sus primeros oradores políticos y a Cataluña sin su paladín. Como el farmacéutico era de Béjar (vieja Castilla) y de espíritu unitario y centralista, la muerte de Cambó la habrían atribuido los periódicos de escándalo a quién sabe qué estímulos maquiavélicos. El boticario se sonrojó, palideció, preparó él mismo la receta como Dios manda, se disculpó y esperó mi llegada para notificarme que estaba despedido. Yo no lo sentí mucho, la verdad, porque quería dedicarme a la poesía. Por entonces leía versos modernistas que me dejaban aturdido con sus efectos de sinestesia y sus aliteraciones y vaguedades órficas; pero dos días después me quedé lleno de versos y sin domicilio (no podía pagar mi cuarto). Además, me sentía hambriento.

Oyéndolo, yo pensaba: «A eso no he llegado yo». Y lo pensaba con una especie de envidia, porque los españoles podemos envidiar hasta la desgracia. En cambio, Vicente lo escuchaba feliz de saberse a salvo en las faldas de su madre y lo miraba altivo y superior, aunque con algún respeto desde que lo oyó hablar de sinestesia y de aliteración. La superioridad que pretendía Vicente no era humana en realidad, sino perruna, como la de esos perros que van en lo alto de un camión cargado de ladrillos y contemplan desde lo alto a la triste humanidad.

—Un empleado de otra farmacia, un madrileñito, buena persona, fino, cabal, generoso, como suelen ser los madrileños del pueblo, me dijo que en la calle de Carretas (más bien en la plazoleta que comunica esa calle con la de Atocha) había una farmacia y en la farmacia una vacante. Allí fui y recibí el empleo en el acto. Se trataba de entrar a trabajar a las seis de la tarde hasta las tres de la mañana, a cuya hora yo debía cerrar la farmacia y acostarme a dormir en un cuarto sin luz en lo más hondo de la rebotica. En aquel cuarto había una campana que respondía a un timbre en la calle. Si alguien llamaba, yo tenía que levantarme, abrir y servir al cliente. Como había borrachos y juerguistas de mala ley que se divertían con bromas pesadas, habíamos convenido en una llamada especial que sólo conocía el vigilante nocturno. Así, pues, el cliente se veía obligado a buscar al sereno y pedirle que llamara. Un letrero lo advertía en la puerta.

Escuchaba yo a Ramón como a un alter ego y sonreía cuando alguna de sus experiencias coincidía con las mías. Momentos hubo en que tuve la impresión de que aquello de la rebotica era una experiencia sine qua non para todo joven de mi generación llamado a ser alguien. Porque yo pensaba llegar a ser un hombre de ciencia.

—Por mi trabajo —decía Ramón— me pagaba el boticario la considerable cantidad de dos pesetas diarias. Y el alojamiento. Con aquellas dos pesetas yo tenía que hacer tres comidas diarias. Y tenía dieciséis años; es decir, diecisiete ya, y la voracidad de la adolescencia. Lo que hacía era nutrirme de un modo sintético apriori, que diría Kant. Tomaba glicerofosfatos de cal y sodio, jarabes reconstituyentes, refrescos de bicarbonato y ácido cítrico (con azúcar); todo a espaldas de mi patrón, y por la tarde hacia las cinco compraba en una taberna que había al lado un «pepito» (así lo llamaban); es decir, un sandwich con una gran chuleta de ternera tibia y sangrante que me costaba una peseta. Con todo esto supongo que estaba bien alimentado.

Cerca de allí vivía Benavente, autor de teatro y premio Nobel de Literatura. Tenía fama de homosexual, pero vino dos o tres veces a la farmacia a comprar preservativos, lo que me parecía incongruente Yo me decía: «A este hombre deben calumniarlo. Desde que tuvo aquel premio internacional su fama de pederasta creció en proporción de su notoriedad. El hombre famoso debe pagar su peaje por los campos Elíseos».

Se decían de él otras cosas. Yo había oído decir una vez a mi padre hablando con amigos suyos y respondiendo al elogio que hacía mi madre del libro de Benavente Cartas de mujeres: «Claro que conoce a las mujeres. Como que ha estado casado dos veces y las dos mujeres se le escaparon con el chauleur». Yo entonces lo había creído y luego supe que no había estado casado nunca. Quizá con su supuesta homosexualidad pasaba lo mismo. La gente quería hacerle pagar su celebridad. Era un hombre pequeñito y recortado, con un perfil pícaro y mefistofélico.

Mi amigo Ramón seguía hablando:

—Pero mi barrio era bastante bohemio. Prostitutas nocturnas, chulos, ladronzuelos, vagabundos más o menos decorosos de apariencia. Había también algunas señoras de la clase media aburguesada que venían a hacerme confidencias terribles sobre su vida privada. (Yo también recordaba mis tiempos de Zaragoza). Cometí una imprudencia, pero esta vez no tuvieron nada que ver los jefes de las minorías parlamentarias. No fue una imprudencia quimicofarmacéutica, sino lírica. Me puse a leerle mis versos a mi patrón, que era hombre no del todo insensible a la belleza literaria. Pero mis versos eran tan tremendos (mi ambición por entonces habría sido convertirme en un monstruo legendario) que se asustó. Recuerdo que en un poema yo extirpaba el mal de la Tierra (en las personas de sus poseedores y ejercitantes) y naturalmente al fin caía yo también. Uno solo contra tantos bellacos poderosos debía, fatalmente, sucumbir, Pero no caía sin cantarles antes las verdades. El boticario se asustó: «Eso es terriblemente revolucionario. Se diría que es usted anarquista». Yo dije, bajando la voz: «No lo soy porque eso no está al alcance de cualquiera». Yo debía dar la impresión de considerar el anarquismo un estado de perfección. Mi patrón me miró con cierta ojeriza aunque no necesariamente con malevolencia. Y allí comenzaron nuestras dificultades, que acabaron con el despido un mes más tarde. Como se puede suponer, venían también a la farmacia algunos morfinómanos y me hice amigo de uno que iba siempre vestido como un maniquí de sastrería. Los españoles suelen tener miedo a ser considerados de extracción social baja y humilde y visten lo mejor que pueden. Aquel dandy era, además, un donjuán y me contaba algunas de sus conquistas. Parece que vivía de las mujeres. «Ellas me desnudan y ellas me visten», decía llevando su mano al nudo de la corbata. Tenía cosas raras, aquel morfinómano seductor. Decía que el momento mejor del coito era cuando reciente aún la última vibración magnética del placer, frotaba lentamente su nariz con la de la amante con un movimiento parecido al que hacen los pájaros cuando afilan el pico. Yo, que entonces era virgen, escuchaba asombrado y sin comprender. Entretanto, había ido algunas tardes al Ateneo de Madrid, donde encontré a un antiguo compañero del Instituto de Zaragoza: N. L. R. Era un joven vivaz, alerta, malintencionado y burlón, dos años más viejo que yo. Sus padres eran comerciantes prósperos y honrados, pero poco respetables para mí (por su profesión, aunque personalmente pudieran ser admirables). Recuerdo que por entonces, escribí un cuento titulado Las brujas del compromiso, lo llevé a la redacción de un diario que se titulaba La Tribuna y al día siguiente lo publicaron. Fui a cobrar; me recibió un señor con chaqué trencillado y gafas de oro, me miró extrañado de mis pretensiones, pidió un papel, escribió algo, me lo dio y me dijo que fuera a cobrar a la administración. Eran veinte pesetas, el primer dinero que me daba la literatura. La administración de aquel diario estaba en otra casa (en la plaza de Canalejas) y me pagaron al presentar el papel. Yo, pobre de mí, fui al Ateneo e invité a comer en una taberna con aperitivos y buen vino a N. L. R. ya un joven escritor, hombre gordo y grandilocuente, hijo de una familia muy rica. Sólo los pobres somos generosos. Aquella noche yo no tenía domicilio (no tenía dónde dormir) y no me atrevía a ir a un albergue nocturno de golfos. Pasé la noche caminando al azar y evitando sentarme en los bancos de la Castellana por miedo a quedarme dormido y a que me tomaran por un vagabundo. (Esa heroica experiencia de Ramón yo no la había conocido y también se la envidiaba). Él volvía a hablar de aquel señor de La Tribuna que con su chaqué trencillado debía parecer un escarabajo egipcio. Por entonces yo iba al Ateneo y solía dormir algunas horas en un sillón. Como no tenía domicilio paseaba toda la noche y al amanecer iba al Retiro (lo abrían a las siete) y me lavaba y me peinaba en una fuente que había en la hoya frente a la puerta grande que da a la calle de Alfonso XII. Era una fuente de mármol rojizo, con cuya agua me desayunaba también. Cuando mi camisa dejó de ser blanca la tiré detrás de un macizo de flores y desde entonces usaba un elástico de cuello de tortuga que, por su color gris oscuro, disimulaba la suciedad. Tenía en el bolsillo interior de la chaqueta un cepillo de dientes y un peine. Me peinaba, me lavaba los dientes y marchaba fresco y aparentemente bien dormido al Ateneo. Allí, en la biblioteca, escribía alegatos contra el ministro de Fomento, que era amigo de mi padre. Artículos larguísimos demostrando al ministro que no sabía nada de agricultura, de ganadería ni de industria. Para eso me documentaba razonablemente. Mis artículos eran sin duda verdaderas inepcias, pero los publicaba con grandes titulares en España Nueva, diario republicano. No me pagaban nada por ellos y yo tampoco reclamaba. No iba siquiera a la redacción ni me daba a conocer. Dejaba mis originales en un buzón que había en la portería. En el Ateneo, N. L. R. leía mis escritos con una visible envidia. Estudiaba Derecho en la universidad y creía que yo era un caso incomprensible de atrevimiento. Si leía prosa me decía que tenía cierto talento para la poesía y si leía versos (por ejemplo, un largo poema sobre el asesinato de Rosa Luxemburgo en Alemania), que mi poesía no valía nada pero tal vez la prosa se podía leer. Aunque el poema lo publicó El País a dos columnas en primera página. La envidia de N. L. R. era de esas envidias que no afloran apenas a la superficie pero que no se contentarían con menos que la muerte de uno, a ser posible la muerte vil.

—Lo conozco a N. L. R. y creo que exageras a pesar de todo —dijo Vicente, dispuesto a darnos una lección de ecuanimidad.

Los ojos de Ramón parecían querer salir de las órbitas cuando dijo con una calma siniestra:

—Ese N. L. R. es un cornudo potencial y espero poderlo demostrar cuando se case.

Ante expresiones tan rotundas, Vicente no podía hacer sino bizquear un poco —hacia afuera—. Sucedió a ellas un profundo silencio y Ramón siguió, ya tranquilo:

—La Tribuna no publicó nada más, cuando vio que a pesar de mi corta edad pretendía cobrar y cobraba. En fin, eran días increíbles, aquellos. Yo dormía poco, paseaba mucho y escribía cosas que se publicaban y que no me pagaban. Cobraba en dudosos honores y en gloria. Un resto de pudor y la vaga sospecha de la falta de valor literario de lo que escribía me hacía firmar con seudónimo. No debía ser, sin embargo, tan malo, ya que algunos diarios donde colaboraban Baroja, Maeztu y otras primeras figuras lo publicaban en lugares preferentes. Pero era demasiado retórico y lleno de lugares comunes.

—Eso lo creo —dijo Vicente, pérfido.

Ramón alzó la voz:

—Lo digo para justificarme con Pepe Garcés, que es hombre cuya opinión respeto. En fin, los días se hacían fríos, las noches heladas, el dinero escaso; mi elástico, lavado en la fuente del Retiro (en la llamada hoya frente a la puerta monumental de la calle de Alfonso XII), se acababa de secar encima de mí; el amigo N. L. R, me odiaba, yo no sé por qué, y yo a veces vacilaba de hambre sobre mis piernas. Una vez llevaba ya tres días sin comer cuando vi en la vitrina del correo del Ateneo una carta dirigida a un escritor aragonés que era entonces redactor jefe de La Correspondencia de España: J. G. M. Yo había publicado algunas cosas allí, gratis, desde luego, y con seudónimo, y se me ocurrió ir a verle con el pretexto de llevarle aquella carta. Fui, le di la carta, hablamos de generalidades vagas y le dije que necesitaba alguna ayuda y que si podía prestarme dos o tres pesetas me haría un gran favor. Él negó fríamente sin decirme por qué (fue una humillación terrible) y yo salí y me fui otra vez al fondo de la noche de invierno dispuesto a morir antes que volver a pedir dinero a nadie.

Vicente, oyendo hablar así a mi amigo Ramón aprovechó la oportunidad para opinar:

—¡Un sablista!

Y soltó a reír hasta darle hipo.

—Cállate, marica —replicó Ramón. Y Vicente, levantándose, me dijo:

—Tú dirás por qué no reacciono, pero contra un rinoceronte no hay otra reacción que apartarse cuando te viene encima.

—Vete tú si quieres —le dije—. Yo me quedo con el rinoceronte.

Se marchó, lo que dio una gran risa a Ramón. Luego y cuando pudo volver a hablar, siguió:

—Tenía miedo, sin embargo, a caer desvanecido en la calle, a que me llevaran a un hospital y dijeran allí que estaba muriéndome de hambre (la noticia saldría en los periódicos y se enterarían en mi tierra). ¿Qué podía hacer? Robé en una tienda y luego en otra (sin ser percibido) cosas de comer. La primavera se acercaba y sospechaba que si podía resistir hasta entonces, todo iría bien. Un día estaba yo a las once de la mañana profundamente dormido en un sillón del Ateneo cuando alguien me tocó en el hombro. Abrí los ojos. Era mi padre. Yo dije: «¿Tú, aquí?». Mi padre respondió secamente: «Vamos a casa».

Oyendo a Ramón yo pensaba en mi padre. Una vez más me sentía respirar en el aliento de Ramón, quien continuaba:

—El escritor G. M. le había escrito y dicho al parecer cosas terribles. A todo esto, N, L. R. hacía tiempo que no me hablaba. Después de haberme comprado todas las cosas que me quedaban (las tenía yo en su casa en una maleta), haciendo buen negocio, porque tenía yo algunas camisas excelentes, un traje de verano y buen calzado, había pensado quedarse también con la maleta, pero era muy buena y yo quería por ella cinco pesetas. N. L. R. decía: «No, yo no la necesito, tu maleta. Ven a casa y llévatela ahora mismo». ¿Qué iba a hacer yo con la maleta? No podía venderla en una casa de empeños porque no hacen negocios con menores de edad. N. L. R. lo sabía y abusaba. Le veía yo tan feliz con mi hambre y mis necesidades que al final disimulaba para no darle tanto gozo. En su alegría había algo puerco y vil. En fin, mi padre me sacó de Madrid, donde yo había establecido contactos gloriosos con la «vida pública». Entre las mil tonterías más o menos inefables que hice, una de ellas fue saltar las tapias de la Casa de Campo para ver un día de cerca a los reyes. Y los vi bastante cerca, al rey, a la reina y a algunos infantes. Eran un grupo como se solía ver en las revistas ilustradas, jinetes en hermosos caballos. Las mujeres con sombreritos hongos y faldas largas y negras. Los hombres con calzón de montar y chaqueta gris claro. «Los reyes —pensaba yo— tienen que vivir siempre como si estuvieran ante el fotógrafo».

Y los miraba curioso y extrañado. No sentía en ellos superioridad alguna ni importancia mayor. El rey Alfonso tenía una cara sin expresión, vacía. Hombre bien educado —¿qué menos en un rey?— parece que su fuerte no era la inteligencia. En su linaje había habido algún héroe, pero también traidores escandalosos y algún cretinoide. Yo me creía sinceramente más importante que ellos aunque sólo fuera porque sabía escribir poemas. Había alguna infanta juvenil y hermosa. Ellas sí que me gustaban. En caso de hallarlas a solas, cosa más que difícil, les habría hecho la corte. Era lo menos que podía hacer (que tenía derecho a hacer) un súbdito a cuya costa vivían las infantas desde hacía cientos de años. Nosotros pagábamos la mesa de aquellas infantas y la cebada de sus caballos. Una de las infantas me miró antes de llegar a mi altura y yo creo que se dio cuenta de mis secretos deseos, porque tocó el anca de su caballo con la fusta y el animal se puso al trote para reunirse con los otros. Aquella alarma de la infanta me recordó que podría matarlos yo, tal vez. Pero ¿con qué? No iba a matarlos a pedradas. Me resigné, pero saqué de mi bolsillo un soneto que llevaba preparado y escrito en buena caligrafía, y lo clavé en el tronco de un árbol a la vista de todos los que pasaran. Iba dirigido al rey y era laudatorio en la forma retórica usual; pero leídas las primeras letras de cada verso, verticalmente, decían: «Irás al patíbulo». Yo esperé en aquellos días ser detenido por la policía y encerrado en la cárcel, pero no hubo tal. En vista de eso envié una copia a España Nueva, que lo publicó en tercera página. Parece que lo estoy viendo ahora en la primera columna de la izquierda. Aquello era lesa majestad, pero no vino la policía a detenerme, tampoco. Debía ser difícil detenerme a mí, sin domicilio. Aquello me decepcionó.

Quien vino fue mi padre.

Eso me dijo Ramón más o menos aquella noche. Podríamos llamar a mi amigo Ramón I, porque, como decía antes, conocí otros Ramones y lo curioso es que andaban todos en el mundillo de las letras y las artes. Ramón I era el que más se parecía a mí y anduvimos juntos algún tiempo, aunque era un poco más viejo.

Pero el más conocido de los Ramones —aunque no era todavía famoso— era Gómez de la Serna, a quien sus adversarios llamaban «de la Sarna». Era un poco afrancesado, aunque de gran talento. Había hallado en París, en los libros de Jules Renard, de Apollinaire y sobre todo de Max Jacob, sugestiones ágiles y graciosas, entre ellas el esguince poético de la greguería, y se lucía en Madrid aunque no había hecho por entonces todavía nada notable. Lo mejor era su agudeza analítica al juzgar a algunos autores ya establecidos. En eso, Gómez de la Serna alcanzaba toda la brillantez de la cual presumía. Su dedicación literaria era obsesiva y noble.

Eso creía también el otro Ramón. Digo, mi amigo Ramón I. Entre las greguerías, sin embargo, sólo había ocho o diez por cada cien que valieran la pena y se podían incluir en el repertorio del dadaísmo francés porque eran siempre observaciones infantiles, a veces encantadoras. Por ejemplo: «El hipocondriaco es hijo del hipopótamo y del cocodrilo». Como madrileño, Gómez de la Serna era ante todo un hombre simpático y esa simpatía del madrileño cuenta mucho en la carrera literaria. Pero mucha gente le odiaba como se odia lo exótico en España, sobre todo si es afrancesado. A mí me gustaba mucho aquel Ramón, con su peinado napoleónico y su fresca genialidad. Vicente me envidiaba por todo; por andar con escritores (él fingía despreciarlos desde la altura de Menéndez Pelayo) o por andar solo; por parecer feliz o por parecer taciturno. El envidioso no necesita razones, lo mismo que pasa con el celoso. Yo, en cambio, era del género pánfilo y admiratorio. Admiraba fácilmente, sobre todo, como se puede suponer, a aquellos que por una causa u otra creía que se parecían a mí.

Había otro Ramón a quien llamaremos segundo en ordinales latinos, gordo, ampuloso, rico y procesional, es decir, ostentatorio. Estaba consciente de su gordura y sólo compraba y leía libros de autores gordos, especialmente de Balzac y de Chesterton, a quienes creía parecerse físicamente. Ese Ramón, como todos los ricos, era tacaño y receloso en materia de dinero. Los dos apellidos nuevos eran de origen judío sefardí, Era amigo de amigos míos y nos encontrábamos casualmente.

Gómez de la Serna tenía una tertulia en el café Pombo, pero yo no iba porque era un local bajo de techos, sin aireación, lleno de gente apretujada y maloliente. Gozaba tanto Gómez de la Serna al parecer con su propio desparpajo que acababa por hacerse pesado, aunque en el fondo no lo fuera. Allí se esponjaba y envaronizaba entre tontos, mediocres, algún hombre de talento y ocasionalmente algún marica. Porque había de todo.

Debía de ser desagradable aquella tertulia de los sábados.

En la cabecera de la mesa, Gómez de la Serna —buen comedor y bebedor— era lo que él mismo podría haber llamado un tragaldabas pizpireto. Más tarde me dijeron —cuando se casó— que sufría unos celos enfermizos y que tenía en su casa el teléfono cerrado con una llave especial (que él se guardaba) y nunca presentaba su esposa a nadie ni la llevaba sino muy rara vez al Retiro a pasear en un taxi. En Buenos Aires todo eso se agravó. Aunque no era Gómez de la Serna mi Ramón favorito, era el más fácil y cómodo de llevar, y como a Vicente le molestaban mis Ramones yo hice gala de ellos por algún tiempo. Por algunos años. Exteriormente, yo iba siendo cada día un poco más taciturno y Ramón, el de Pombo, más dicharachero y extravertido. No coincidíamos. Mi taciturnidad venía de la aridez de mis libros de ingeniería y, sobre todo, de la memoria de Valentina, en la que sentía mi propia y turbia frustración.

Había entre mis conocidos algunas amigas que me daban sentimientos de culpabilidad como Isabelita, la de Alcannit. Yo las llamaba derrama solaces. Tenía entonces una albirrosa, con trozos del rostro más blancos y madrepóricos que otros, y como los gustos de ella eran un poco raros (por ejemplo, le gustaban los nísperos) a veces discutíamos a la hora de merendar. Pero yo iba volviéndome escéptico en materias de amor. Cuando tenía los testes llenos de amor, vaciarlos aquí o allá me daba lo mismo, como decía aquel amigo mío de Alcannit.

Mis nervios quedaron desimantados después de mi separación de Valentina y de la experiencia cruenta de Isabelita. Sin embargo, mis nervios se excitaban por cualquier cosa o por ninguna cosa y el imán que hace que busquemos la hembra única para el lugar único en la tierra única y en la casa ultrasecreta ya había perdido su magnetismo. (Creo que no lo recuperé sino mucho más tarde).

Otro Ramón era el famoso poeta gallego —Don Ramón, por antonomasia—, quien solía frecuentar en hora del lubricán la rotonda de la Granja del Henar, embozado en su capa, alicortado (manco), pero gallardo en su minúscula presencia. Era un príncipe de incógnito, a quien todo el mundo conocía; el más decorativo de los Ramones, exacto en el gesto, inspirado en la insinuación, valiente en el comentario. Parecía ir siempre acompañado de galgos heráldicos y en el café donde se sentaba se echaban de menos las chimeneas con morillos de cobre blasonados. Además, era hombre discreto y afable.

Había otros Ramones, incluido un asturiano de largos períodos escolásticos que escribía contra los jesuítas y los imitaba. Sus ensayos eran de una pedantería especiosa y causiefectista; es decir, silogística (siempre me ha estimulado ese tipo de pedantería), sus novelas eran fatalmente cursis. La buena novela no es nunca de intelecto sino de entendimiento. Un día, como se dio cuenta de que yo no le tragaba, se atrevió a decir de mí que yo no haría carrera en la vida española porque era antipático (y lo decía él, que parecía el clásico cenizo andaluz). Yo le hice saber que no se trataba de antipatía en mi caso, sino de tendencias criminales. Asesinar a un contrario de medianoche para abajo me parecía un hecho plausible. Desde entonces, ese Ramón me miraba de reojo y me evitaba. El peluquero del Ateneo me decía que me parecía a él y eso me sacaba de quicio.

El otro, el gordo y retórico que sólo leía a los autores gordos y retóricos, creía que leer un libro o tratar de escribirlo eran tareas que proyectaban sobre el que las emprendía un nimbo y un aura sobrenaturales. Aunque nadie le preguntaba si estaba escribiendo algo nuevo, él se adelantaba a informarnos y añadía: «Acabarlo me llevará el tiempo de una gestación». No nueve meses, sino «el tiempo de una gestación». Para referirse a un mes decía: «Un período lunar». Ramón el asturiano huía de mí y yo huía de Ramón II como de la peste. En todo caso, los Ramones eran como un enjambre zumbador alrededor de mí.

Volvimos varias veces Vicente y yo a ver a la Chelito. Mi amigo era especialmente adicto a la danza uruguaya de los culos, que nunca pude averiguar exactamente en qué consistía.

El Ramón que más me intrigaba era uno del que no he hablado aún. Era el que podríamos llamar Ramón 0; es decir, cero. También escribía. (Los Ramones en las letras españolas son tantos, al menos, como los Roberts en las inglesas o los Paules en las francesas: Paul Verlaine, Paul Valéry, Paul Claudel, Paul Eluard, Paul Nizán, Paul Sartre —este a medias—, Paul Morand y docenas de otros menos conspicuos. En cuanto a los Roberts ingleses, Robert Graves, Robert Duncan, Robert Lynd, Robert Maughan, Robert Neuman, Robert Frost, Robert Lowell, Robert Gibbings). Digo que Ramón cero también escribía. Era hombre más iluminativo que constructivo. Con mejores condiciones de vida podría haber hecho algo considerable, pero andaba siempre en aventuras de tipo conspiratorio. Estaba Madrid políticamente como despavorido con las responsabilidades de la catástrofe de Annual y el famoso expediente Picaso que amenazaba al rey. Se veía que algo iba a suceder aunque no se sabía qué. Lo que sucedió de pronto fue el golpe de estado de Primo de Rivera. Como este señor era un jerezano personalmente simpático, todo el mundo pareció descansar por algunas semanas, aunque luego se dieron cuenta de que se trataba de un mal truco del rey, y mis amigos los anarcosindicalistas, cuya central había sido disuelta y confinada a la ilegalidad, comenzaron a actuar clandestinamente. En realidad, este era su elemento natural. Todo lo hacían mejor en la ilegalidad.

Mi amigo el poeta —exfarmacéutico—, terrorista órfico, estaba encantado con el curso de los acontecimientos y solía decir: «Esta es la última carta que se juega el Borbón». Y los hechos le dieron la razón más tarde.

Yo estaba entonces en ese período de experimentación que todos tenemos en nuestra adolescencia buscando y probando por un lado y por otro. Seguí viendo con asombro que no les disgustaba a algunas mujeres; fáciles, claro. Las otras, las virgofidelis, esperaban en sus balcones empavesados la llegada no del príncipe sino del empleado del Estado con ascensos regulares y jubilación. Yo tenía entonces una amiga decente y otras medio practicables sobre las cuales no se puede hablar de un modo del todo lógico. Ensayaré la manera que en mi opinión les correspondía. La chica decente me presentó a otra mujer larga y por decirlo así deshuesada que se mostraba progresivamente agresiva. «Estás demasiado propenso —me dijo la chica honesta— y por el momento ese tipo de mujer es el que te conviene». Por propenso había que entender lo que la tía Bibiana llamaba corrupio.

La deshuesada estaba también descutilaguizada, o al menos a mí me lo pareció por lo menos la primera vez que la tuve en mis brazos. No era mujer para enamorarse, pero sí para acostumbrarse a ella (que a veces es peor) y echarla en falta. Mi amigo Ramón I me decía: «¿Cómo puedes con esa hembra? Tiene los ojos enlechecidos». Yo no sabía lo que quería decir con aquello. Todavía no lo sé, pero desde entonces miraba a aquella mujer con recelo. Mi amigo tenía la habilidad de desvalorar o de valorizar a una persona con una sola palabra dicha al desgaire: Enlechecida. Era verdad que mi segunda amante lo parecía y desde entonces yo la miraba escamado, aunque no alcanzaba el sentido de esa palabra.

Lo curioso es que encontraba a la enlechecida en todas partes; digo, en todas las esquinas. Mi amigo Ramón I tenía riqueza de léxico y cuando comenzó a deteriorarse aquella expresión —enlechecida— y yo me había acostumbrado a ella y me parecía graciosa y estimulante, me dijo que mi amiga era también ubrona y que debía estar ligeramente empezonada. Yo entonces me enfadé con él, pero comprendí de pronto que tenía razón —no sé por qué— y que había, además, en su actitud, un poco de celos de camaradería viril, ya que algunas tardes en lugar de ir con él me iba con ella. Me costó trabajo dejarla porque era la primera amante realmente madrileña con la que había ido al estanque del Retiro, e incluso una mañana a ver el relevo de la guardia de Palacio.

Todo aquello era pasatiempo, claro. Pero con sexo, que suele ser un género de distracción persistente y tenaz. Mi amor seguía siendo Valentina, de la que no hablaba a nadie porque pensaba siempre en ella. Sobre todo —¡ay!— cuando tenía otra en mis brazos. A mi amigo Ramón le hería un poco el que yo tuviera similiamores. Él tenía también su dulcinea secreta no sé dónde (a nadie la presentaba nunca) y por una foto que vi una vez era una hembrita primorosa. Decía Ramón que había que amar brutal, directa y definitivamente como hombres del neolítico que éramos los españoles nacidos en las aldeas, o no amar en absoluto. Yo también pensaba lo mismo. Pero ¿a quién? Los testes no admitían espera, a veces.

Me decía Ramón, refiriéndose a Vicente:

—Ese chico te estima y estaría bien como amigo, pero es un cursi, demasiado marcelinomenéndezpelayizado.

Un día le hablé a Ramón de mi pasión secreta y de mis traiciones y mi amigo me escuchó con una especie de compasión desdeñosa.

—Estás perdido —me dijo al fin—. Tienes lo que pedantemente llaman ahora una personalidad escindida y tratas de reintegrarte yendo a la cama con cualquier otra mujer, estarás ya perdido para siempre. ¿Qué crees que es la vida?

—Para mí la vida es mi amor secreto.

No decía el nombre de Valentina.

—Pues anda a buscarla antes que se haga monja. Si renuncias a ella, como parece que estás haciendo, tu vida será un largo y lento suicidio.

—La tuya lo es también. La de todos.

Me dio la razón, me volvió la espalda y se fue. Tenía despedidas mudas y eléctricas.

Se fue al Ateneo, donde solía pasar las tardes. En la biblioteca, no en la cacharrería. Otras veces al Museo del Prado, donde encontraba alguna mujer amiga de novedades. Yo las buscaba en las verbenas, pero sólo había verbenas en verano. Y había sorpresas raras. Por ejemplo, en la verbena de la Paloma descubrí una chica xilofonista.

Aprendí de Ramón I a desvalorar a todas las mujeres menos a la mía genuina; es decir, a Valentina. Lo malo era que desdeñándolas a todas no dejaba de buscarlas afanosamente y de acostarme con las que me aceptaban. De las rodillas a las axilas todas las mujeres estaban bien. Y en mi tarea de envilecerlas —me vengaba de mi propia traición contra Valentina— estaba usando el procedimiento más cómodo y gustoso; es decir, el más vil. Muchos hombres hacemos eso y las hembritas incipientes lo sospechan.

En cada esquina me esperaba una mujer —esa impresión tenía yo— con el nombre de Valentina escrito en el canesú, a veces bordado con sedas blancas sobre blanco. Pero ninguna era ella. No es necesario decir que nunca fui con ninguna prostituta. Tenía algún resto de pudor y aunque aquellas pobres mariposas nocturnas —lepideras crepuscularis— me eran simpáticas (no las compadecía porque creía que eran felices a su manera), ir con una de ellas me habría producido luego verdadero remordimiento. Además, el destino me ayudaba. Una noche iba a casa y una de ellas me salió al paso:

—¿Vienes, chalao? —me dijo.

Luego se llevó la mano a la boca, soltó a reír y se apresuró a disculparse:

—Perdóname, guapo. No quería ofenderte.

Yo, un poco mosca, le ayudé a comprender:

—A unos les dices chatos y a otros salaos. Ahí se te trabó la lengua y te salió mitad y mitad. Por eso dijiste chalao.

Ella escuchaba asombrada. Yo le pregunté:

—¿Te doy la impresión de ser chato? ¿De veras? Lo de chalao no me extraña.

—No. Tienes una nariz bastante regular. Anda, tú que lo sabes explicar todo tan bien, ¿cómo se me ocurrió eso de querer llamarte chato?

—Tú has tenido un chulo. Digo, un rufián, Y es chato. Y lo quieres. Estoy seguro.

—Eso es verdad como hay Dios.

Las prostitutas fingen menos que las otras en materia de opiniones. Reímos, me besó en la mejilla y yo seguí mi camino mientras ella se reunía con otra colega y le contaba muy divertida el incidente. Yo sentía en el tono de su voz y en las inflexiones ascendentes o descendentes o sostenidas una alegría inocente y llena de simpatía por mí. Chalao. Tal vez lo estaba yo un poco y como digo eso no me extrañaba. Ni me ofendía.

Pero las seudovalentinas seguían en cada esquina. (No prostitutas, por favor). Una que encontré en la esquina de Lista y Serrano me pareció demasiado respingona; otra, en la esquina de la Equitativa —la esquina de las brisas más urbanas—, me dio la impresión de ser resobada hasta la extenuación.

Yo me entendía con estas expresiones especialmente gráficas y gracias a ellas algunas mujeres me resultaban indeseables desde el principio. Menos mal. Pero cuando las imaginaba desnudas entre las rodillas y las axilas, recordaba algunas esculturas truncas (reproducciones en yeso de mármoles helénicos) y se me hacían de pronto muy tentadoras. Entonces les daba adjetivos elogiosos, que eran sin embargo distanciadores. Por ejemplo, una rubia miñona y enervadora que a veces venía al café de enfrente, en el Pacífico, un café de ferroviarios, y allí me esperaba. Vicente, que era hombre casto, cuando me oía hablar de rubias miñonas y enervadoras creía que estaba perdiendo el seso. Porque debo confesar que cuando decía aquellas cosas lo hacía no sólo de un modo serio, sino taciturno y sombrío. «La rubia miñona se me hace un poco clorofilosa», decía gravemente.

Un día percibí en la manera de mirarme que Vicente comenzaba a sospechar que yo estaba loco. Y me propuse andar con cuidado, porque si su madre se convencía tendría que dejarlos e ir a vivir a una pensión, lo que me resultaba incómodo y caro.

A pesar de mis apariencias de flojera de juicio, en la primavera aprobé el ingreso en la escuela de ingenieros, con el asombro de muchos de mis colegas estudiantes, algunos de los cuales llevaban dos años asistiendo a clase y trabajando además con profesores particulares sin lograrlo. Yo tuve suerte en los exámenes, pero además había trabajado bastante. Y tenía mis trucos, algunos de ellos bastante eficaces.

La vida en casa era monótona, pero no aburrida.

En la parte trasera había una galería sobre un patizuelo con árboles. Como el Retiro estaba cerca, algunos pájaros acudían allí sin duda incomodados por sus congéneres y buscando tal vez la amistad de los hombres. Lo digo porque un día vi un pobre mirlo que tenía una sola pata y acudía a mi terraza después de cerciorarse de que no había gatos a la vista. Como no podía mantener el equilibrio sin gran fatiga, el pobre mirlo extendía un ala y con ella apoyada en la barandilla esperaba que yo le diera algo. Si tardaba, iba doblando su pata única hasta descansar sobre el vientre. Cuando eso sucedía en el suelo de la galería el pobre mirlo me daba mucha pena.

La desgracia de los animales nos duele más que la de los hombres porque los animales, faltos de raciocinio, son inocentes. Un hombre herido tiene una posibilidad de alivio en su imaginación. En último extremo el hombre es, según parece —notable perversión—, el único ser vivo que puede ocasionalmente gozar de su desgracia. En la diversidad de motivos para nuestra simpatía por los animales existen otros más convincentes: han nacido para ser víctimas, quiéranlo o no, de todo y de todos. Su vida depende de la voluntad ciega de sus instintos y cuando esa voluntad se atenúa, mueren. A veces, nadie sabe por qué, algunos animales se suicidan. Yo he visto a una paloma arrojarse de cabeza contra un raqueado.

El mirlo venía frecuentemente en busca mía. Un día trajo algo en el pico y lo dejó caer desde la barandilla al suelo. Era un piñón de alguna pinocha del Retiro. Yo fui a la cocina, lo partí y llevé la almendrita a mi amigo, quien la devoró con delicia. Desde entonces el ave me traía otras semillas de cubierta dura. Yo veía al mirlo trabajar (sin duda me transmitía su deseo picando inútilmente sobre el piñón) y a veces por el ruido del picoteo conocía que había llegado.

El primer altercado serio que tuve con Vicente fue por aquel ave coja, que buscaba como último recurso entre los hombres una amistad que los pájaros le negaban. Al oír el rumor del pico, Vicente, que solía burlarse de mi afecto por el mirlo, salió un día a la galería y lo espantó.

—¡Imbécil! —le grité.

Suponía que iba a reaccionar como cualquier otro ser humano y viéndolo venir me adelanté y le di una bofetada. Cualquiera se habría defendido, pero Vicente se quedó congelado como un histérico a quien se le saca de su trance por el choque y el trauma. Luego me dijo, bizqueando:

—Afortunadamente no nos ha visto nadie. Si hubiera habido testigos, aunque fuera sólo mi madre, ahora tendría que matarte. Yo a ti.

—¡Ah, el honor! Parece que los marxistas creéis en el honor medieval. Pero también en la economía. No devolvéis nada de lo que os dan. Ni siquiera una hostia.

Él se vengó diciendo que mis sentimientos eran de solterona. Yo lo dejaba hablar porque me sentía culpable, ya que pegarle a un hombre más pequeño que yo y de brazos más cortos no era muy gallardo, la verdad. Aunque él lo merecía, el gran bellaco.

Por fortuna, el mirlo cojo volvió poco después. Yo le compraba piñones en una confitería (eran bastante caros) y ponía algunos cada día en la barandilla.

De los varios Ramones que conocí, a uno lo llamaba, como dije, Ramón 0, es decir, Ramón Cero. No es porque lo considerara poca cosa ni inferior a los otros, y mucho menos a mí. El cero es no solo un signo matemático que indica la nada sino también un círculo que indica el todo. La interrelación entre la nada y el todo puede hacerse expresable a través del cero.

Ramón Cero era pariente mío más o menos directo y venía de la familia de mi abuela paterna; es decir, de los Chabanel franceses que tuvieron un mártir religioso con ese nombre: Noel Chabanel. El apellido de mi abuela paterna era Chabanel y venía de esa familia del santo, que por cierto fue canonizado recientemente; es decir, en 1930, lo que fue motivo de bromas entre los amigos cuando se publicó en la prensa. Ramón Cero era el primero en burlarse, pero en el fondo estaba orgulloso de aquel pariente que fue a evangelizar al Canadá y a quien golpearon los indios iraqueses hasta la muerte.

Había otros mártires en la familia. El franciscano padre Garcés, que fue asesinado también por los indios yumas en Arizona, en el siglo XVIII.

Y algún jerarca de la Iglesia —no mártir—, como el primer obispo de Puebla (México).

Creía Ramón Cero que san Chabanel valía más que todos los demás héroes religiosos de mi familia. Y su opinión me parecía más valiosa porque era ateo.

Pero aquel Ramón Cero no estaba seguro de vivir y a veces decía de sí mismo que era un fantasma. Entonces yo le preguntaba en broma si tenía necesidades menores y mayores, y él decía que sí, pero que el cuerpo era un autómata sin importancia habitado por un fantasma atrapado entre el cero y el círculo de lo absoluto; es decir, entre la mecánica del cuerpo —al que llamaba la máquina de la risa— y el espíritu.

A mí aquello me interesaba y a veces discutíamos.

No era fácil discutir con Ramón Cero, porque en seguida salía por los cerros de Ubeda.

Sin embargo, era un joven metódico, ordenado y razonable. Dirigía un periódico diario en Huesca y estaba muy enamorado de una hermosa muchacha, aunque sin esperanza de casarse. La chica se llamaba María Luisa y era sobrina de un poeta regional famoso y mediocre, de esos que hacían romances baturros y otros excesos, aunque a veces tenía gracia. Esa gracia lo había hecho muy popular.

María Luisa era una niña delicada, frágil y flotante, con el cabello rizoso (color castaño claro) más hermoso del mundo. Yo envidiaba a Ramón Cero su novia, pero naturalmente no la comparaba con mi Valentina. Ninguna mujer del mundo habría resistido la comparación.

Ramón Cero estuvo siempre peleado con su padre. Para no verlo, solía vivir de noche: se levantaba al oscurecer y se acostaba a las siete o las ocho de la mañana. Durante la noche estaba en la redacción del periódico y cuando terminaba su tarea solía ir con los otros redactores a algún prostíbulo (los cafés estaban cerrados) a beber una cerveza y charlar con las pupilas. En los prostíbulos se daban unos a otros nombres falsos, los nombres de los presidentes de las asociaciones de defensa de la moral cristiana así como los luises, la adoración nocturna, los paúles, etc. No solían Ramón Cero ni sus amigos «ocuparse» —así se decía— con las muchachas, pero tenían con ellas su tertulia.

Más tarde fue a Madrid y consiguió un puesto en el Heraldo, diario de la noche, populachero izquierdista y barbián. La irresponsabilidad de los redactores de aquel diario formaba ya leyenda en la vida cortesana. Mi amigo solía reírse de sí mismo y como hacía otro trabajo en un diario de derechas (en La Epoca), decía que era ambidiestro porque trabajaba con la derecha y la izquierda.

Yo veía a Ramón Cero con frecuencia y solía decirle: «Hola, parásito». Él me respondía: «Hola, hermano». Creíamos de veras los dos que todo lo que no fuera trabajar con las manos resultaba fantasía viciosa y truco deshonesto.

Para nosotros la gente más distinguida debía hacer algo con las manos, aunque sólo fuera para justificar su existencia con la plebe laboriosa y, además, para mantener la armonía de relaciones entre el cuerpo y el alma. Pero Ramón Cero se iba intelectualizando; es decir, desvergonzando progresivamente.

—Si sigues así vas a hacer carrera política —le decía yo—. Un día te harán ministro. Aunque seas un fantasma. Los ministros —le decía yo— son los fantasmas del bien general. Tú sabes lo que es el bien general.

—Yo, no. ¿Y tú?

—Tampoco. Pero tú escribes eso ocho o diez veces al día.

—Y quince y veinte.

—Es decir, unas siete mil veces cada año. El cero. El cero del bien general.

—Un cero a la izquierda, ese.

—Ceros y ceros y ceros a la izquierda, es la política. El del bien general, el del progreso, el del humanitarismo, el de la justicia, el del orden, el de la prosperidad, el de las masas laboriosas, el de la continuidad histórica, el de la cultura y la salud públicas. Una larga fila de ceros. La política consiste en cultivar el fantasma perorador y acertar a ponerlo delante de todos esos ceros un día. Entonces, el valor de esa unidad fantasmal se multiplica por algunos cientos de miles.

—¿De votos?

—Y de pesetas. ¿Tú has conocido algún jefe político pobre?

—Los revolucionarios.

—Dime uno.

Los había, claro, pero sólo entre los miembros de las organizaciones anarcosindicalistas, que no se consideraban políticos y seguían trabajando en sus talleres y fabricas sin sueldos de sus organizaciones, a las que dedicaban las horas libres gratuitamente. Ramón Cero creía que aquello era un error porque restaba eficacia práctica a la acción. Pero la verdad era que le daba más eficacia moral. La cuestión estaba en saber si esa eficacia moral sería más importante o menos que la otra.

Ramón Cero tenía amigos en todas partes y conocía la distribución de los oficios madrileños por barrios. Los obreros de la construcción vivían preferentemente en Tetuán de las Victorias; los obreros industriales —metalúrgicos, etc.—, en Vallecas; los tipógrafos y artes blancas, en Chamberí; los marmolistas, picapedreros, tallistas y soladores, en Las Ventas; los jardineros y campesinos, en Carabanchel; los carpinteros de armar, un poco en todas partes pero muchos en las Vistillas. También en la Guindalera. Los empleados de transporte, en el Pacífico y en Chamartín de la Rosa. Finalmente, los plomeros y fontaneros, en el Pacífico, y los de teléfonos y electricistas menores, en Fuencarral.

En general, los trabajadores eran el cinturón exterior de Madrid.

Dentro estaban los parásitos del comercio, el «bebercio» y la banca. Los curas y los intelectuales. Todos los Ramones, mis amigos parásitos, estaban dentro de la ciudad también.

A veces, alguno de los Ramones venía conmigo a alguna reunión, pero solían sentirse superiores y tomaban sin querer un aire de condescendencia que molestaba a los obreros. Estos, sin embargo, con esa delicadeza del trabajador madrileño, disimulaban y los trataban de igual a igual con una camaradería un poco ligera y bromista.

Como he dicho, aprobé el ingreso en la Escuela de Ingenieros Industriales. Yo mismo no lo acababa de creer. El milagro lo había hecho Valentina, es decir, mi obsesión de hacerme merecedor de ella.

Para salir adelante en los exámenes es bueno tener trucos. Cuando los profesores se dan cuenta no se ofenden sino que parecen pensar: «Este chico sabe navegar e irá lejos». Pero había que hacerlo sencillamente —casi tímidamente— y sin la menor sombra de arrogancia. La satisfacción de sí en el estudiante ponía a los profesores primero inhibidos, luego, distantes; por fin, encarnizados y secretamente implacables.

Me quedé fatigado y exhausto y como no tenía ganas de irme con mi familia seguí en Madrid dos meses más. Tiempo de verbenas. En cada una de ellas encontraba alguna chica bonita con quien entablar amistad y a veces intimidad. Muy rara vez. Yo les daba adjetivos no denigrantes, eso no. Pero un poco desvalorizadores para precaverme contra la pasión. En la verbena de la Latina encontré una chica de pelo acaramelado, demasiado requintada para mí, según le dije a Vicente. Mi amigo se enfadaba en serio a fuerza de oírme hablar así y de ver que me negaba a explicarle.

—Son expresiones con sentido semántico —le decía pedantemente.

La semántica comenzaba a ponerse de moda, entonces.

Las mujeres que me miraban de soslayo, mojándose los labios, me parecían braviscas.

—Vamos a ver —repetía Vicente, que desde que aprobé el ingreso en la Escuela de Ingenieros me respetaba—. ¿Qué quieres decir con eso de braviscas? ¿Bravas?

—No.

—¿Bravas y ariscas?

—Quizá, pero también otras cosas. Por ejemplo de la familia de las barbitúricas. Estas son las mejores.

—¿Cómo dices?

—Pero un poco demasiado emplastecidas. Las erisipetas vulgaris pertenecen a la misma especie.

Me dijo un día Vicente que entre las aberraciones descubiertas recientemente por los neurólogos había una que llamaban idiotismo cientifista; con lo que quería decirme que tal vez aunque había aprobado unos exámenes difíciles yo era un caso de aquellos. Un cretino con habilidad para el álgebra.

Como le di la razón sin ofenderme, Vicente se irritó. Quería que protestara y que discutiéramos, como siempre. Pero yo me sentía —repito— fatigado. Cada vez que pensaba en Valentina se me quitaban las ganas de discutir, especialmente de discutir sobre mujeres. No podía tomar en serio sino a Valentina.

Un día, Vicente me mostró una foto de mujer de la que andaba enamorado. Se parecía un poco a la Chelito.

—Esa es —le dije— la gusarapa del alba.

Solía Vicente madrugar para sus clases y parece que encontraba a aquella chica a primera hora de la mañana, en invierno. No sé dónde.

Sólo un tipo como aquel podía hallar su martelo a una hora tan inadecuada.

Yo pasaba algunos días tumbado en la cama viendo desfilar por el techo sombras alargadas —las que caminaban por la calle y se reflejaban saltando y rebotando por las superficies encristaladas de los comercios—. Y a veces, algunas de aquellas sombras eran femeninas y tenían algún detalle definidor. Y yo las reconstruía y me decía entre dientes.

«No es posible. Unas son demasiado pimpantes, otras del género ambrosino con labios leporoides. Esa que pasa ahora no pasa sino que transcurre».

Jugaba a trasponer sensaciones y palabras gozosa y arbitrariamente:

«La de Vicente también transcurre. Esa que llega ahora es coruscante de enaguas y por eso da una impresión un poco sugestiva al sentarse o levantarse. La que la sigue es del género pituso. No es que me disgusten las pitusas, pero son terriblemente liosas. Quieren compensar la pequeñez con los secretos de doble fondo. Y a mí, no. Prefiero la doblez ingenua en cierto modo de Isabelita». Otra sombra un poco iluminada —es decir con toques vagos de color— pasaba por el techo. «Esa —pensaba— es una pimpollecita de junio. Y debe tener grandes pretensiones disimuladas en el ámbito secreto de la familia. Y ahora, detrás de ella viene la despabilona, una furcia de grandes arranques inútiles, porque nadie quiere pelear con ella. Una voceras rubicunda que siempre lleva la contraria para que los otros la insulten. Quiere que la insulten, ya que no consigue que la besen. El caso es que la tomen en cuenta. En los insultos se sentirá vivir, al menos. Esa que pasa ahora, quebradilla de cintura y blanca de remates, es de una especie que podríamos llamar la madreperla deleitosa».

Hasta las mujeres que me gustaban las definía de modo que el elogio las invalidara para la gran pasión. Madreperla deleitosa. O medusa floreciente. (Estas con el riesgo de los venenos).

Así creía defenderme de las hembras que no eran Valentina. Y sin embargo, casi siempre tenía alguna. No venían a mi casa, claro. La madre de Vicente era una especie de monja recoleta y luctuosa con la que no había bromas.

Estuve a punto de meterme en un lío gordo y lo recuerdo porque fue la causa por la que me fui a Aragón a fines de julio. Mi amiga de aquel momento era una embrionada precoz que tenía un novio viejo a quien yo llamaba el Margarito canario, porque llevaba siempre guantes amarillos. Aquel Margarito un día adolecería y tendrían los médicos que extirparle la vesícula. Su segunda generación, o al menos la tercera, nacería sin vesícula, tal vez. Y mi amiga, como digo, estaba embrionada y trataba de interesarme a mí en las responsabilidades de su producción futura. Naturalmente, a mí me entró miedo. No quería repetir la faena de Isabelita y al tratar de retirarme ella me dijo que tenía un hermano (el Margarito) con muchos redaños y que iba a terciar en el asunto. Yo le dije que aquel hermano suyo era un estameño barbado sin garantías, y como se puede suponer la dejé llena de confusión. Pero suponiendo ella que yo no estaba del todo en mis cabales quiso seguir adelante y no sé qué le diría al Margarito, pero él quería matarme. Como es natural, aquel Margarito no era su hermano, sino su amante titular. Debía tener dinero y en ese caso ¿qué necesidad tenían de mí?

No me fui de Madrid inmediatamente, pero había dicho a la embrionada prematura que me iba seis días antes de la verdadera fecha y esos seis días los pasé acostado, mirando al techo y tratando aún de identificar más sombras. Me levantaba para comer y salía de noche a dar un paseo e incluso a alguna verbena, pero con precauciones. No quería encontrarme a la embrionada. El resto del tiempo lo pasaba leyendo y mirando al techo. Una quisicosa faldeable —o sofaldeable— era aquella rubia de patitas brincadoras. Parecía un pajarito. Una pancillona la seguía, muy olordeadora y con los hombros y la cabeza peraltados. Luego volvía la chatunga delicada de nervios, pero un poco adolecida de cueritis maligna. Yo había conocido algunas de ese tipo, con un gran desparpajo, un poco embaladas en la caricia y en el insulto, mariparleras y escarbadoras de bolsillos. Detrás de la chatunga, que se parecía a la que pintó desnuda Velázquez, venía una rubia otoñal deslanguecida, toda meneos. «Pobrecita —pensaba— tan decidida y sin saber a qué». Pero aquel desfile calmo se hizo voraginoso y además adquirió sonido. Había unas motocicletas con sirena y las sombras iluminadas se deslizaban más de prisa y se arremolinaban. Entretanto, sonaba el teléfono y yo no respondía.

Como Vicente estaba con su gusarapo y su madre había salido de casa para ir a la novena, el teléfono sonó siete veces y por fin se calló. Yo imaginaba a la embrionada marcando luego el número de Margarito para decirle, atorándose en las erres, que yo me había marchado de Madrid. Y calculaba que resolver el lío llevaría un par de meses, el tiempo que tardaría en volver yo de Aragón. Así, pues, volví a mirar al techo tumbado boca arriba con las manos cruzadas en la nuca. Ahora pasaban tres casquivanas y afortunadamente eran de buen garbo porque sólo así se las puede tolerar (casi como bailarinas). Detrás, la mujer de las múltiples ches en el nombre y en la conducta. La mujer de los achuchones, la chula, la de los arrechuchos, también. La muchacha Chelo —Chelito— o aquella que en la calle me llamó a mí chalao sin saber por qué y sólo por usar la che y que luego se disculpaba diciendo que era pura chunga. La Chole, heroína de una novela de don Ramón. La muchacha de las ches iba con otra que le rebasaba la estatura, una de esas mujeres que se hicieron desde el día de la primera comunión especialistas en escamoteos.

Peligrosas hembras que nunca se sabe por dónde van a salir. Más vale evitarlas desde el principio. Yo creía encontrarlas en la plaza de Santa Bárbara, cerca de la estatua de Quevedo. Para mancebos daban mal resultado, porque resultaban demasiado pungentes en voces y miradas. Tenían otras veces silencios marrulleros y en ellos invertían horas cornilargas y pastueñas, esas horas que todo lo envilecen. Había que saberlas reconocer a distancia y no era difícil porque la señal sempiterna de todas ellas consiste en lo inflagrante de su mirada exploradora —digo exploradora de la calidad viril—, toda pornografía. Con esas reflexiones yo trataba de envilecer el seudoamor.

No era difícil evitarlas a tiempo. En la glorieta de Quevedo —que no hay que confundir con la plaza de Santa Bárbara, donde está la estatua del poeta— solían esperarme las hembras embraguetadas (no embrionadas aún) que se pasaban la vida en los cines de barrio dándose unos verdes terribles con novios apenas identificados. Más tarde, vi pasar por el techo a dos culitrosas incipientes, niñas delicadas, con el alma toda grumos, todavía no atemperadas a los besos del caer de la tarde. Me interesaban especialmente por hallarse tal vez en una edad parecida a la de Valentina, pero en cuanto recordaba el nombre de mi novia y lo sentía asociado a aquellas culirrosas incipientes, me entraba un gran desaliento y tenía incluso ganas de llorar (por entonces me sentía fatigado y medio neurasténico).

Había mujeres peores que todas las que había visto desfilar por el techo hasta entonces. Las de los subterfugios. Pero a estas había que mirarlas directamente desde el balcón. Así es que me levanté y me acerqué. No quise abrir los cristales porque podría ser que el Margarito canario acudiera a explorar el campo con su coche (que conducía con mitones de punto también amarillos). Con el balcón cerrado no me vería aunque yo estuviera detrás de los cristales, porque estos refractarían la luz, ya que el cuarto estaba más oscuro que la calle. En seguida vi en la acera de enfrente (después que pasaron dos tranvías) a una mujer integérrima y a dos más que yo solía calificar entonces como obstinadas en la pulcritud.

«Esas deben venir —pensé— de linaje montañés».

Y como yo venía también de tierras de altura, me alegré de sentirme un poco paisano de ellas. Aquella hora del día era la hora de nadie, cuando salen los maricas incomprendidos a visitar los urinarios públicos.

Detrás de la montañesa de linaje iba una trastera con su sobrina deleznable cogida de la mano. Tal vez era más bien su nieta. Los colores de la calle eran más vivos que los del techo, pero las figuras menos móviles o movedizas. Además, la exactitud de la visión directa me dificultaba la ideación, así es que poco después volví a la cama. Había salido el sol y las sombras eran más netas. Una de ellas, femenina también, pasaba arrastrando los pies y yo oía el ruido del roce con las losas de la acera. Era una plomífero —no plúmbea necesariamente— un poco asustada por las peligrosidades de su vida pasada. Se asustaba recordándolas. Calculé que le quedaban pocos meses en este mundo, aunque eso nunca se sabe porque en el arrastrar los pies está eso de ir piano e ir lontano.

A su lado iba una tundidora de la especie ubérrima y generosa (es decir, dadivosa). Eran hembras de llenazones espirituales. Hembras de alivio. Para ver cómo reaccionaban era bueno pincharlas en el trasero con un alfiler y solían hacerlo los chicos que van a la Escuela de Artes y Oficios con el alfiler que cierra el tubito de sindeticón que suelen llevar en la cartera escolar. Pasaban aquellas mujeres por el techo, tontamente, con dos pausas y dos detenciones (vaciladoras recíprocas del rumbo). Aquellas mujeres desaparecieron saltitubeando y aparecieron otras dos del género clásico de las intercesoras (no celestinas, please). Eran intercesoras del bien (no catequistas, please). Simplemente de las que nos disuaden en las horas difíciles. Aquellas mujeres debían tener subvención del Estado, creo yo. O por lo menos del Municipio. Para evitar los más frecuentes empecinamientos en los problemas de alguna gravedad; por ejemplo, las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Lo que estaba viendo en el techo me parecía una síntesis de mis experiencias de aquel año primero en Madrid. Y aunque pueden tener ahora ocasionalmente un tono jocoso, la verdad es que en su conjunto fueron bastante dramáticas y cancelaron mi disposición natural a la alegría erótica. No reía casi nunca, yo. Sin embargo, no quería renunciar a ese privilegio de la risa que sólo tenemos los seres humanos, por compensación, ya que somos los únicos en el mundo que tenemos también conciencia de la muerte. Pero si reía alguna vez no era con los demás, sino conmigo mismo y a solas. A veces, me asustaba y me preguntaba si no estaría loco, pero parece que los locos son los últimos que se dan cuenta de que lo están. Aunque podría ser yo también —¿por qué no?— un loco inusual.

Había una sombra gruesa, elefantina, ribeteada de violeta, el color de las estrellas calientes. Era quizás una de esas hembras que suelen atusar la amistad hasta hacerla voluptuosa. Y era una intercesora nata o innata; es decir, fatal. Alguien así habría necesitado yo para que intercediera con el padre de Valentina. Y era el momento ideal. El hecho de haber aprobado el ingreso en la Escuela de Ingenieros parecía acercarme a Valentina; pero al mismo tiempo iba haciéndome tan escéptico en materia amorosa, que apenas si pensaba en mí mismo sino como se puede pensar en un cerdo. Los cerdos también deben ver las estrellas cuando alzan la cabeza. También deben ver, por ejemplo, a Sirio. Aunque los pobres, como no saben que van a morir, no ríen nunca.

Valentina era el amor, y todo lo que me rodeaba a mí desde que me separé de ella era sólo sexo. Con muchas ches. Chochas, chambelanas, chambonas, chambergas, chambras pechonas, chapadoras marroquíes, chapetonas y chapineras, charamuscas, charranas, chatas, chavalas, chicas, chicoleras, chichisbeas, churumbelas, chulapas, chupetonas, y otras que tienen las ches dentro. Valentina era nada menos que el amor. Yo, lejos de ella y a través de mis experiencias voluptuosas, comenzaba a tener la forma física definitiva: un color terroso y hepático, una taciturnidad de macho carpetovetónico y una cierta y creciente resistencia a la risa. Conscientemente desgraciado en materia de amores, tozudo sexual y relativamente insaciable —un poco recocido por dentro—. En conjunto, bastante asqueado de todo menos de mis ocasionales veleidades revolucionarias. El Palmao me escribía a veces desde Barcelona. Yo quería saber algo de Isabelita, pero él no me hablaba nunca de ella.

Se me ocurrió de pronto que yendo a veranear a los Pirineos con Vicente tal vez me acercaría a Valentina si sus padres iban como fueron otros años a Panticosa. En todo caso, había decidido ir a un lugar que se llamaba Ainsa y no quería volverme atrás.

Pasaban ahora por el techo una serie de hembras de cabellos y ojos claros y un deje dengoso en la cadera izquierda. Eran esas hembras modelo que solían casarse con hombres bozales, digo de bigote caído que enlazaba con la barba —más bien perilla—. Bigote y perilla dejaban la boca entre paréntesis. Mujeres un poco aguanosas que tendrían hijos de jalea, hijos insospechosos que a todo dicen amén. Claro es que les queda siempre una reserva y que a veces esa reserva podía ser, como en Elíseo, tremendamente controversial en peleas medio secretas, en discusiones de logia masónica o de capítulo benedictino. Aquellos tipos gelatinosos no morían, sino que perecían lentamente diciendo a todo que sí, como los chinitos del comedor de mi amigo Biescas, en Zaragoza. La de ellos no era muerte sino perecimiento.

Y entre aquella gente, los estados de ánimo eran tesituras. Esto último creía haberlo descubierto yo. Yo solo. Y me parecía importante. Se lo dije a Vicente, que era un joven de tesituras, también. Pero en aquellos días su tesitura estaba empavesada con los notables y los sobresalientes obtenidos en la universidad.

Seguía mirando al techo. Claro que entre aquellas mujeres las había un poco desjarretadas y se advertía incluso en sus sombras cuando desfilaban. Había una patizamba de cachetes tembladores que debía ser rica y tacaña. Con esa tacañería de algunas millonarias que despegan con cuidado el sello de correos que no ha sido cancelado por la marca de la estafeta, para volverlo a usar.

Aquellas mujeres pasaron ya y tardaron en presentarse otras. Pero yo esperaba pacientemente. Entretanto, se mostraban en el techo manchas informes, como esos lamparones de la lluvia que forman figuras y monstruosas. Yo miraba sin pensar en nada, deseando que las sugestiones nuevas aparecieran si habían de aparecer. El amor físico —pensaba— es una experiencia de prensazón y de ritmo. Y también de enjaretamiento, ya que esto es lo primero y esencial sine qua non. Enjaretamiento, prensazón y ritmo. El hijo, luego, es como la forma enyesada de la que se pueden sacar copias a voluntad.

Pero nada de aquello me interesaba. Yo no quería tener hijos con nadie. Veía a mis hijos posibles, prematuramente fallecidos y rodeados de mármol labrado (no yeso) como los del mausoleo de infantes de El Escorial. Era bonito —no lo niego—, pero terrible, con algo de tarta de bodas místicas un poco envenenada.

Por el techo pasaban más sombras. Ahora, con los bordes rosáceos de las estrellas frías. Hembras depravadoras y desbravadoras (todo a un tiempo) con sus almas en piltrafas colgantes y, sin embargo, bienolientes. Allí, en el techo, se veían aquellas almas y yo probaba a deslindarlas. «Si me viera Vicente dedicado a estas observaciones se lo diría a su madre y tendría que buscarme otro alojamiento, otro pupilaje». No dirían que estaba loco, sino entre majareta y alienado, Majareta por la influencia popular madrileña.

Entre las masas de sombras desfiladeras había resquicios y en ellos un fondo farináceo bastante neutro. «Estas son —me decía— las mujeres del pábulo, las que dan pábulo. Dar pábulo es como sembrar bulos con una intención secreta que no se basta a sí misma y que debe crecer con la circulación». Un crecimiento dañino por alguna clase de hombres partidarios de una clase de hembras especiales todavía no muy generalizadas: las ovíparas. Esas hembras tenían la cara repujada y el sexo calado y con grados de profundidad marcados por medio de tatuajes finísimos pero a veces perceptibles a simple vista.

Yo me levanté otra vez entre indignado y aburrido. ¿Qué iba yo a hacer aquellos días que me quedaban de vivir en Madrid y que no me atrevía a salir para evitar el encuentro casual de la amante del Margarito canario? Porque este no era de Canarias, sino un cartagenero violento que había estado en la cárcel por un delito de sangre.

La vida me parecía miserable del todo y sólo se podía aceptar pensando en algunos españoles verdaderamente excepcionales como Cervantes, san Ignacio, Colón, san Pedro de Alcántara y también, aunque sean sólo mitos literarios, Don Quijote o Donjuán. Entre el burlador y los santos he puesto una cierta distancia y el nombre aislador y purificador de Don Quijote.

Seguía mirando al techo y creía ver figuras conocidas de mujer. No era que yo me hubiera acostado ni mucho menos con las que me sugería el techo, pero bastaban algunos espécimes y arquetipos para sugerir el resto. Había visto, además, tantas hembritas de esas que se empochecen en la espera solitaria… y digo la verdad, no me burlaba de ellas como otros hombres. No me he burlado nunca de hembra ninguna. Al revés, he pensado que me gustaría tener don de ubicuidad y casarme en diferentes lugares con diferentes mujeres para darles a las feas sin marido un poco de saludable gozo secreto.

No sabía yo entonces que no hay mujeres feas, realmente, digo, para los efectos de la misericordia varonil, porque las feas se consideran atractivas —más que algunas hermosas— por alguna clase de piadoso malentendido que Dios les permite. Así, pues, mi reflexión generosa era del todo inadecuada, ya que trataba de hacer algo tan obtuso como enmendarle la plana a la naturaleza.

Las que pasaban ahora eran como sombras orientales de mujeres precedidas por pebeteros portátiles de los que parecía realmente salir humo aromático, pero el olor no era ya a ámbar, sino a chamusquina. O bien el olor a ámbar nos parecía chamusquinoso por falta de costumbre y de sentido de apreciación. «Todas esas —pensaba— van al areópago». Y me parecía bien. Todas las ciudades del mundo necesitan un areópago y las que lo tienen, como Londres, aseguran alguna clase de armonía interior más duradera que la de las modernas repúblicas burguesas.

Aquella cuarta sombra de contornos por un lado violeta y por otro rosa (con la diafanidad de los caramelos mitades al trasluz) me recordaba a la primera dama que tuve en Madrid. Toda empacada en tafetanes, solía decirme cuando me conoció recién llegado: «Ya tienes un poco de bigote y si te lo dejas y te lo recortas serás irresistible». Su manía del bigote era por ser viuda (joven y, además, juvenil) de un coronel. No muy joven, debo confesarlo. Se acercaba a los cincuenta. Pero había en ella algo adolescente y angelical y perverso —todo junto— que al principio me gustó. Sus enaguas tenían hojas de guipur bordadas y entredoses de marabú. Llevaba por la noche bigudíes en el pelo (se los quitaba para mí) y cuando habíamos estado juntos y se marchaba, toda recompuesta y emperifollada, yo la detenía antes de llegar a la puerta porque todo aquel arreglo y emperifollaje me estimulaba, y deshacía su delicada obra de media hora en un minuto. Ella parecía enfadarse, pero le gustaba.

El juego parecía que no iba a acabar nunca. Ella decía: «¿Qué ves en mí que no puedes resistir la tentación?». Yo me quedaba pensando con la expresión idiota de la saciedad y encontraba a veces las palabras justas —siempre diferentes— para halagarla. Lo que más le gustaba era aquello del encapullamiento de toda su personita en un secreto bienoliente, al que no me podía negar la primera vez ni la segunda. Ella escuchaba con una sonrisita que simulaba —coquetamente— incredulidad. Era una persona de aire refinado y aristocrático, que se avenía mal a vivir con la viudedad.

En todo caso, hacíamos el amor. Todo lo que quieren algunas viudas alegres es eso. (Y un trois quarts de chinchilla, claro). Yo eso no podía dárselo, pero le sugería que se enmaridara otra vez con un rico prudente. Claro, ella se ofendía. Yo le decía que un boa le iría bien para las salidas de los teatros, pero al parecer ya no se usaban los boas.

La viudita estaba como escaldada en su hocico por los pelos de alguien que no se afeitaba bien. No debía ser yo, porque mis pelos de adolescente eran aún muy tiernos y no podían producirle tanta irritación. Ella me juraba que sólo yo la gozaba, pero, como dije, mi escepticismo era ya maduro antes de llegar a Madrid. Isabelita me educó en esa materia, Isabelita era una mujer natural, una mujer-patrón y estándar, por la cual podía uno inferir lo que eran las otras. Lo curioso es que no le guardaba rencor a Isabelita, ni a nadie. Me parecía sin sentido tenerle rencor a ninguna mujer.

Aquellos días los pasé con tonterías de ese tipo y haciendo las maletas —es decir, dejándolas abiertas en un rincón, al que iba arrojando cosas— y comprobando que Vicente era más palurdo de lo que yo creía. Por ejemplo, se daba importancia y tomaba aires altaneros con su madre. Cuando quería abandonarse un poco conmigo, contaba cuentos puercos y se reía como un cochino (sin causa) hasta tener hipo.

Alguien le había dicho que Menéndez Pelayo era un hombre tosco —supongo— y Vicente creía que imitarlo en todos los sentidos estaba bien. Pero ¿cómo podía ser tosco el autor de los Heterodoxos y de las Ideas estéticas? Podía ser un asturiano o santanderino más o menos rural y agreste, pero no tosco.

Algunos días me quedaba en casa, en la galería de la parte trasera. Había un solar al pie de la casa. Venían pequeños insectos voladores. Las mariposas doradas parecían vivir en un pliegue del aire y las blancas yo creo se morían en ese mismo pliegue. La luz las criaba y la luz las mataba. Un día miré la cabeza de una de ellas con una lupa grande y vi miríadas de cabezas mías en sus ojos vidriados. Mis cabezas en filas apretadas y exactas. A pesar de mi vulgaridad natural, me encontraba geométricamente trascendental e importante.

Los pájaros eran más dueños del espacio que las mariposas. En realidad se las comían, a veces, en pleno vuelo. Las atrapaban y se las comían. El polvillo de seda de las alas debía ser ligeramente indigesto.

En aquel tiempo y cerca del Retiro había días muy jugosos y llenos de verde clorofila y otros más bien resecos y leñosos.

A veces, estaba solo en la galería y a fuerza de soledad me salían versos:

Al lado del confín está el olvido.

pensando en Valentina. Aunque, ¿qué confín? ¿Qué olvido? En todo caso, mis recuerdos o mis esperanzas de Valentina eran un poco deprimentes.

Un día murió una vecina y le hicieron un entierro de clase media, con mucho rezo y campaneo y duelo de luto y despedidas oficiales en el zaguán. Yo veía aquello y pensaba que resultaba un poco bárbaro y primitivo.

La madre de Vicente, que se impresionaba con los entierros y calculaba la edad de los muertos, opinó:

—Ha muerto prematuramente.

—Todas las muertes son prematuras, menos las de los ricos —le respondí.

Sentía yo un desprecio completo por Vicente, aunque lo disimulaba, y él debía percibirlo a pesar de todo, y a veces me preguntaba —pérfidamente— cuáles eran los mejores remedios para un resfriado o un dolor de cabeza, porque «como yo era mancebo de botica…». Y reía otra vez hasta el hipo. Una vez que el hipo no se le quitaba le di un remedio que no falla nunca: cubrir con una servilleta y beber agua a través de ella lentamente, hasta que el hipo desaparece, lo que no tarda en suceder.

Yo no era marxista. Si había que elegir un profeta prefería a Bakunin, pero me habría gustado más (me parecía más moderno y completo) Miguel Servet, aragonés y pariente mío. Y víctima por los tres lados —lo que no era raro siendo su problema metafísico la Trinidad—: Por el lado ultravioleta, suizo; por el verde, de la Inquisición, y por el infrarrojo, de los marxistas incomprensivos. Eso creía yo entonces. Y ahora.

Por fin salí para Aragón. Había dejado en Madrid al único de los Ramones jóvenes a quien de veras estimaba, al que un día fue mi colega de mancebía farmacéutica. Se llamaba Ramón Urgel y su apellido lo aproveché más tarde, como se verá a su tiempo, porque la verdad es que estoy contándolo todo, hasta algunas cosas que debiera callarme, porque no añaden nada al interés de la narración y, por otra parte, suenan un poco impertinentes. O prolijas.

En Aínsa pasé la mayor parte del tiempo tratando de enterarme de dónde estaba Valentina. Parece que se había ido a Francia, a San Juan de Luz, pero no como veraneante, sino como novicia; es decir, más bien estudiante interna con tendencias al noviciado. Lo de hacerse monja parece que por entonces era verdad.

Pero yo no conseguía noticias de ella.

Vicente y su madre habían ido a la montaña antes que yo y se quedaron en Jaca. Yo fui a Aínsa para asistir a las fiestas del pueblo. Vivía al lado del castillo, que no es muy impresionante por fuera —tampoco lo era el de Sancho Abarca— pero es uno de los más antiguos de España.

Yo no podía entenderme con Vicente frente a las cosas antiguas de Aragón. Él se las daba de investigador y exigía fechas y datos concretos. Ah, y fuentes. Yo era más emocional y menos riguroso y mezclaba gustosamente la leyenda con la historia. Cuando me parecía bien que una cosa hubiera sucedido la daba por sucedida sin más garantías que la tradición conservada oralmente y transmitida de abuelos a nietos. La leyenda es mejor que el documento.

En definitiva, trataba de vivir y no de desempolvar palimpsestos cuya interpretación, de un modo u otro, se prestara a inexactitudes.

Conocí en la montaña a otro Ramón, en el que yo veía a veces también una especie de alter ego. Tenía sobre el destino la misma idea que yo y para comprobar que no tenía miedo a los hados se dedicaba a calumniarse a sí mismo sutil e implacablemente. Lo hacía muy bien, y a veces llegó a convencerme a mí de que podía ser un verdadero granuja.

Decía de sí las cosas más innobles, las más descalificadoras y descalcificadoras (del cuerpo y del alma). Y después esperaba a ver qué hacía el destino con todos aquellos elementos negativos de acción que le daba. Se podría decir que lo citaba —al destino— como el torero al toro.

Yo me quedé asustado un día cuando vi que a pesar de las cosas que aquel Ramón III o Ramón IV —no recuerdo el orden— decía contra sí mismo, iba aureolándose con un halo virtuoso. Lo contrario de lo que solía suceder con aquellas personas que dedicaban su vida a demostrar que eran mejores que sus vecinos. Pero un día lo empitonó bien el toro.

Y para siempre. Dios lo haya perdonado.

En la sierra pirenaica he sentido siempre emociones fuertes. Para defenderme de ellas solía acercarme simplemente a la vida de los campesinos y beber, jugar a los bolos y entrar también, si era tiempo de fiestas, en «el gasto» con los mozos. Cuando me aceptaban, claro.

En Aínsa intervine incluso en el recitado del «dance» de moros y cristianos aquel año.

El castillo de Aínsa está entre las dos ramas de la confluencia del Ara y el Cinca; es decir, en el vértice llano de la conjunción, en la misma entraña aragonesa.

Está Aínsa en un alto. Tuvo poderosas murallas que en gran parte se conservan aún, aunque con las piedras que faltan levantaron sus albergues muchas parejas enamoradas para justificar el adagio según el cual el casado casa quiere. Eso decían al menos los cronistas.

En las afueras, hacia el lado de poniente —extramuros—, se levanta el castillo de origen precristiano; planta cuadrilonga, con una espaciosa plaza de armas interior presidida nada menos que por el histórico palacio real de Sobrarbe. Hay también un templo antiguo —de los tiempos paganos— y en la estructura del castillo se ven algunos detalles mudéjares.

Pensando en ese Sobrarbe de reyes pastores y en esas piedras decora das de jaramago montañés, escribí un día este soneto que va en las páginas liminares, digo en el primero de estos cuadernos. No sé si lo recuerdo exactamente:

Pastores de los montes que dejaban

sus cabañas al cuido de mastines

en abarcas marchando a los confines

de Ribagorza su oración cantaban.

Bajo el auspicio de los muertos reyes

a la sombra del roble se acogían,

los cayados en cetros florecían

y de los gozos iban a las leyes.

Rodaba la tormenta por los montes

con el granizo de los horizontes

a los dos lados del Guatizalema.

el rayo sobre el árbol descendía

en cruz solar, y el nuevo rey decía:

arrodillaos, que ese es nuestro emblema.

Parece Aínsa un nido de esparveres y desde allí se dominan inmensas extensiones hasta la sierra del Arva.

Para evitar que el enemigo aislara en tiempo de guerra el castillo del pueblo hay una galería subterránea que comunica la plaza de armas interior con la plaza del pueblo, a la que sale la galería por un brocal de piedra labrada. Esto me recordaba el pasillo subterráneo del castillo de Sancho Garcés Abarca.

Otra cosa peculiar de Aínsa es el idioma. He aquí un ejemplo de una declaración de amor hecha por un mozo el día del santo de su amada, tal como me la enseñó el interesado para preguntar si creía que estaba «bien puesta»:

(Puedo reproducir este texto porque el autor, que se llama Baldovinos, está en el mismo campo de concentración que yo. Salió de España con su esposa, Pepa Baldovinos —que estaba en otro campo de mujeres—. También este Baldovinos me ayudó a recordar el romance que sigue luego, del que yo —aunque lo aprendí de memoria en su día— sólo recordaba algunos fragmentos. Ese nombre de Baldovinos recuerda gestas carolingias y no es raro hallar nombres parecidos en aquellas partes de los Pirineos. También sería aventurado asegurar que entre aquellos montañeses y montañesas hay nietos de príncipes y aun de reyes que se ríen de sus nombres y han renunciado a sus blasones hace tiempo a cambio de la sencilla convivencia con los otros ribagorzanos y sobrarbenses. Valen más para muchos de ellos y también para mí las sombras de aquellos riscos sagrados que las de los baldaquines que cubren los tronos, y esa es una de las formas de grandeza de la gente del pueblo español que no se entiende en otras partes).

Si es que no t’has de enfada

hoy te querría obsequia

con un ramo de almendrera

colliu en Ball de Calla.

No me lo desprecies, Pepa,

que va de formalidá,

como día de tu santo

pa que puedas olorá,

Ya fa cuatro o cinco días

te quereba regala

quan nos baixas la comida

pero dispués va pensá

que sil’amo nos veyese

se mos podría enladá.

Ycomo te quiero tanto

pos yal debés de nota

he pensau felicítate

y d’algo más tefablá.

No más te pido me des

una palabra formal,

que si te sigo querén

no me lo tomés a mal.

No te metas colorada

qu’esto no e ningún pecau.

porque mos querén los dos

no morirem condenaus.

Porque san José y la Virgen

tamé se van agradá

van teñí sus relacions

Y dispués se van casa.

Conque adiós, Josefmeta,

majisma ribagorzana,

obrarás ben el ramo

que Franciscón te regala

y si decides quererme

ya me lo dirás mañana.

Es un poco tonto, pero también los príncipes cuando se enamoran se entontecen un poco. Igual que nosotros.

Lo mismo el castillo que la pequeña urbe parecen haber nacido antes de la era cristiana. En las piedras del fondo de una fuente no lejana —un ibón, nombre que como dije antes viene de Epona, divinidad griega de los manantiales escondidos— yo vi grabado el árbol y encima una esvástica. Creo haberla visto también —aunque no recuerdo exactamente— en las piedras de un enorme aljibe que se ve en la plaza de armas del castillo. Antes de que los nazis alemanes le dieran a ese signo un sentido bellaco era un símbolo solar que algunos pueblos primitivos veneraban. Entre otros, los vascos, cuyas huellas históricas se extienden por los Pirineos hacia el Mediterráneo.

El alcalde primero de Aínsa de quien se tienen noticias se llamaba Garci Ximeno y fue coronado rey en San Juan de la Peña. Los historiadores partidarios de Covadonga lo ponen en duda, pero para el caso nos basta la certidumbre de los sobrarbenses y ribagorzanos. Lo que no tiene duda es la batalla victoriosa en las afueras de Alosa contra los árabes en 724, mandando todavía en la comarca los delegados de las huestes de Muza. Esa batalla en las afueras de Aínsa tuvo una importancia semejante a la de Covadonga, y el reino de Sobrarbe fue el primero como tal reino en la Reconquista, pero quedó más o menos superado, como se dice ahora, por las conquistas sucesivas: de otros caudillos. En todo caso, Pedro II se llamaba todavía rey de Sobrarbe y también su hijo Jaime. Eso ningún historiador puede negarlo.

Allí nacieron los fueros aragoneses, como he dicho en otro lugar —según creo—, porque a estas alturas ya no sé lo que he dicho o dejado de decir ni me importa mucho. La idea de que con esto pueda hacerme una reputación literaria me parece del todo improbable, tardía y ridícula. Preferiría la reputación de buen cazador del tuerto de Banastas u otra parecida.

El nombre —Sobrarbe— viene de una leyenda según la cual en el fragor de la batalla de Garci Ximeno y estando la victoria más que dudosa, se apareció sobre una encina la cruz a la que me refiero en el soneto. Una cruz de gran luminosidad. A la vista de aquel prodigio, los cristianos cerraron sus filas y en un esfuerzo último lograron derrotar a los árabes, quienes perdieron la ciudad, el castillo y los lugares que estas posiciones guarnecían y huyeron hacia las tierras bajas. La cruz probablemente era una esvástica o la llamada cruz de san Andrés (en aspa). Las dos (cualquiera de ellas) sobre un árbol representaban al rayo, el cual por otra parte era considerado como el brazo luminoso y destructor —y fecundador— del Sol padre (Júpiter, Apolo, Mitra, Zeus, Zoroastro, Thor, Odín, etc).

Hay en la plaza de Aínsa un monumento alusivo a la batalla y a la leyenda: ocho columnas dóricas que parten de un zócalo en cuyo centro está grabada la encina y la cruz, todo rodeado por una verja protectora.

Al final del verano se celebra en la plaza una fiesta conmemorativa. Para mantener la tradición viva, en 1678 las Cortes del reino reunidas en Zaragoza acordaron contribuir al esplendor de dichas fiestas concediendo al municipio diez libras jaquesas cada año.

Más tarde, los derechos y rentas de Aragón se incorporaron a la Corona de España y entonces Felipe V promulgó un decreto disponiendo que se continuara el pago de las diez libras jaquesas anuales para la celebración de la fiesta en memoria del rey don Ximeno y del prodigio.

Las fiestas son así: En la mañana del día 14, al oír voltear las campanas, acuden los «ejércitos» árabe y cristiano con sus toscos disfraces. Antes de salir la procesión, el sacristán avisa a los dos ejércitos y en seguida la harca mora desfila junto a la muralla y se sitúa en ella, mientras que los cristianos van por la calle Mayor a la plaza para ponerse al frente de la procesión. Se encuentran los dos ejércitos en la derivación del camino de la Fontanela, hay una escaramuza sin que se decida la victoria y, al final, los moros corren hasta una era donde esperan a, la procesión para burlarse de los cristianos. Allí se produce otra escaramuza. Los cristianos van por el camino llamado de San Felices y acampan preparados a nuevos encuentros, mientras la procesión sigue su camino, y al llegar a la plaza se celebra una misa de campaña de la que también se burlan los moros a la distancia de unos doscientos metros, en el llamado campo de Labayo.

En sus insultos a Garci Ximeno lo llaman cosas abyectas. Por ejemplo, escojonau. Esto no lo dicen los cronistas oficiales, pero lo he oído yo. También usaban ese insulto en la aldea de mi abuelo.

A todo esto, el diablo va y viene siempre solo —es una de las desgracias de Satanás el andar solo— y da grandes voces y alaridos que espantan a la chiquillería. Cuando la misa acaba suena el tambor moro tocando a asamblea y se congregan los cristianos. El pastor avanza, recita su romance y cuando hace la señal convenida dispara su arcabuz un moro (anacronismo, porque en el siglo VIII no había arcabuces). Los cristianos, que saben que es la señal de atacar, tocan llamada con su corneta y van a buscar al enemigo. En aquel momento es cuando se arma la de Dios es Cristo. Los estampidos rajan y a veces hacen saltar algún cristal en las ventanas próximas.

En una pausa del tiroteo, acaba el pastor con su romance y luego salen las Chusmas y se recita el diálogo entre el Diablo y el Pecado. Arenga el rey Garci Ximeno, comienza la batalla y los cristianos tienen la desgracia de perder la bandera, pero al retirarse el rey desafía a Abd-el-Malek para seguir la batalla más tarde.

Todo el día hay escaramuzas en torno a la procesión y las trompetas cristianas por un lado y los tambores moros por otro suenan constantemente de un modo alegre o siniestro, pero ensordecedor. Luego, el rey moro y sus tropas, que han aceptado el desafío de Ximeno, acuden a la plaza del pueblo y es en plena batalla cuando se aparece la cruz sobre la encina que con ese fin han plantado en el centro. Felices y animosos los cristianos contraatacan con éxito, toman preso al rey árabe y delante del monumento conmemorativo simulan cortarle la cabeza.

Luego se celebra el dance de la morisma, que comienza con el siguiente romance recitado por un pastor. (El romance entero es muy largo y no tiene interés, porque se ve que ha intervenido algún cura o maestro rural y con el pretexto de modernizarlo le han dado el tono lerdo y retórico de las efemérides. Menos mal que al final conserva el humor campesino). Baldovinos me lo ha copiado.

Decía el pastor:

Cristianos nobles de Aínsa,

mirad que vengo en secreto,

no quisiera que algún moro

desbaratara mi juego,

y si hay aquí algún espía

juro al diablo y le prometo

si no sale del concurso

que he de escrismarle o tozuelo.

(Acercándose a uno y tocándolo).

¿Acaso este lo sería?

Bien lo parece en o pelo

y o color aceitunado.

Alcalde, cogedlo preso.

De las montañas de Jaca

brincando barrancos vengo

a deciros que os mainates

juran a Garci Ximeno

por rey y levantan armas

y nombran sobre junteros

para venir a esta villa

y expulsar os sarracenos,

que tienen muy malmetido

todo este cristiano reino

de Sobrarbe y Ribagorza

hasta los más altos puertos.

Jaca ha sido rescatada

diquiá el Uruel hasta el Pueyo

y Aínsa se ganará

como nos asista o cielo.

Animo, nobles cristianos,

aliéntense vuestros pechos

que si esta villa ganamos

migas al diablo le haremos,

mirad que ya está en camino

nuestro bravo rey Ximeno

y muy luego llegará

con un Ejército grueso

compuesto de labradores,

pelaires y… alpargateros,

de tejedores y sastres

y de algunos zapateros,

plagas que en los años malos

arruinaron a los pueblos.

El diablo que los llevase.

(Bien lo saben mis bodiellos).

Las dueñas enfornarán,

que batallas con pan tierno

siempre se suelen ganar

como no falten chumiellos.

En fin, todos a una cara

prevenid flechas y aceros

Porque según mis barruntos

la batalla va a ser luego.

Diréis que soy un pastor

y que mi anuncio no es cierto,

pero aunque guardo ganado

y de las guerras no entiendo

lo que digo es la verdade

y cumplido vais a verlo.

(Levanta el cayado y suenan dos o tres tiros cerca de la población).

Ya veis cómo lo que os digo

es para que estéis despiertos

y yo que soy de La Fueba

para suplicaros vengo

que con picas y alabardas

matéis a los sarracenos

que pues no comen tocino

no despachamos un puerco.

La Fueba es una aldea que se dedica casi exclusivamente a la cría porcina.

Recuerdo que mientras recitaban el romance pasaban por encima de la plaza muy altas, en bandadas hacia el sur, las ocas migratorias formadas en punta de flecha y dando a veces su graznido a coro, que rebotaba por las planas, vertientes y hoyas. ¡Qué gracioso aquel ejemplo de geometría navegadora sobre el espacio infinito!

Las campesinas decían que yo debía hacer el papel de pastor mensajero el año siguiente.

Después de dos semanas en alguna de aquellas aldeas, ya no sabía qué hacer porque o entraba de veras en las interioridades de la población, en cuyo caso pasaba uno a ser como los montañeses (lo que no era tan fácil), o me resistía a integrarme, y en ese caso parecía que uno quería darse importancia.

Yo me divertía. La montaña es para mí siempre sugestiva y los montañeses, llenos de vivacidad y de salidas nuevas. Aunque no bebía, estaba siempre un poco borracho con el aire y la luz.

No todo era idílico. Recuerdo que después del dance de moros y cristianos los campesinos tuvieron baile. La gente moza había apalabrado a seis músicos. Eran un grupo de ciegos de los pueblos de la comarca que sabían tocar distintos instrumentos y en verano se juntaban para ganar algún dinero.

Según solían, los mozos me invitaron a bailar a mí (por ser forastero) con sus novias. Me las iban trayendo una después de otra y el mismo novio que me tuteaba en la calle me decía con expresión versallesca: «Si gusta su mercé puede bailarla».

Era obligado aceptar, pero cuidando de no apretarse demasiado porque el gentilhombre vigilaba la línea de la «soldadura». Así, pues, bailé con todas, aunque manteniendo prudentes distancias.

Bebieron los mozos según costumbre y ya entraba la noche, cuando el baile había acabado, se produjo un incidente bastante sórdido. A la hora de pagar a los músicos ciegos, el mozo encargado de hacerlo se les acercó y dijo: «Aquí están los nueve duros». Y dejó caer en su misma mano izquierda el dinero en plata que llevaba en la derecha, haciéndolo sonar.

Cada ciego pensaba que el dinero lo había recibido su vecino y dieron todos las gracias. Poco después, y marchando a la posada se pusieron a discutir sobre quién tenía el dinero y recelando cada cual de la codicia de los otros se insultaron, de los insultos pasaron a las obras y comenzaron a intervenir los bastones. Era de ver cómo los palos zumbaban en el aire buscando el colodro del culpable. Un violín se rompió en la refriega y algunas guitarras se destemplaron para siempre. También hubo algún músico descalabrado. Entretanto, los mozos reían en los portales.

A mí me extrañaba porque solía ser aquel un tipo de ocurrencia más frecuente en la tierra baja que en la alta.

Hice algunas excursiones en autobús a los lugares cercanos. Cuando pensaba volver a Madrid recibí una carta de mi hermana Concha con una noticia sensacional. Valentina y su madre estaban en Biescas. Ellas solas, sin el padre ni Pilar. Se puede suponer que yo salí para Biescas disparado. A medida que me acercaba, iba acumulando reflexiones, emociones, recuerdos y presentimientos.

Fui en un autobús y corrí al parador, que era una fonda de buena presencia. Los alrededores eran soberbios, al pie del macizo de Panticosa. La dueña del parador era una mujer aburguesada y aderezada con cierta coquetería de ciudad. Se quedó un momento extrañada mirándome y yo le pregunté:

—¿La señora doña Julia V.?

Mi atención anhelante debía chocarle un poco. Por fin dijo:

—No está aquí. Se fueron hace algunos días, arriba, al balneario. La señora parece que está delicada.

Ah, vamos. Yo temía que hubieran regresado a Bilbao. Me veía tan nervioso aquella mujer que siguió informándome sobre la salud de doña Julia:

—Parece que está bien, pero necesita algún cuidado o al menos eso he oído. Mi esposo es el médico del pueblo y cree que no estará arriba mucho tiempo.

—¿Y la hija?

—¿Qué hija? Ah, la niña. Ella no tiene nada, que yo sepa. Pero ahí está mi marido si quiere hablarle.

Era un hombre de aspecto rural con una boina grande apuntada a un lado de la frente. Se acercó y dijo:

—La señora creo que está bien, pero todo depende de las radiografías

—¿Está enferma sólo la madre?

—Sí. La hija es una manzanita llena de salud. Nunca he visto una salud más perfecta.

—¿Hay manera de subir al balneario?

—Habrá un autobús mañana a las nueve —dijo ella desde el sillón de mimbres donde hacía labor de gancho.

Pero el médico parecía simpatizar conmigo:

—Yo he de subir a las siete y lo llevaré conmigo, si quiere.

Pensando en Valentina, me olvidé de darle las gracias.

Fui a dormir al cuarto que me asignaron, una habitación pequeña que parecía haber tenido enfermos, porque olía a desinfectantes y que mostraba en sus paredes estucadas dos estampas. La inevitable de Napoleón en Santa Elena —así decía el título en grandes letras— y otra de la Virgen María. Pero acercándome a la primera vi que se trataba de un rasgo de humor. Había cerca de aquellos lugares (bueno, en el valle de Tena) un santuario a mitad de una vertiente cubierta de pinos. Un lugar hermosísimo que se llamaba Santa Elena. Y en el pretil de la placeta, restos sin duda de una antigua muralla, había un perro enorme con un collar en el que podía leerse su propio nombre: Napoleón. Yo sonreí pensando que había sido una idea ingeniosa.

Aunque no era todavía de noche me acosté, como si de ese modo pudiera acelerar la llegada del día próximo.

Antes de dormirme hice algo que no había hecho desde niño. Recé a la Virgen que se veía en aquella estampa del muro. Yo no creía en nada, pero por eso mismo de vez en cuando era capaz de creer en todo y de apelar a alguna clase de milagro. Mi oración era improvisada y decía: «Mira, Virgen María, haz que Valentina y yo nos veamos a solas y podamos hablarnos sin testigos. Que doña Julia nos permita vernos y hablarnos sin recelos, como cuando éramos niños. Yo sé que doña Julia piensa mal de mí, quizá por haber llegado hasta ella medias noticias sobre mis actividades; yo sé también que no merezco ser tratado como cuando estaba en Tauste con mi familia, porque he perdido mi inocencia y me he conducido en Alcannit y en Madrid como todo el mundo, digo, con las mujeres. Pero nunca he dado en esas cosas el primer paso, eso bien lo sabes».

En definitiva, me sentía distinto ya —y un poco asombrado— rezándole a aquella imagen en aquel cuarto de hotel oloroso a fenol.

Me dormí como si mi cuerpo participara de mi impaciencia por hacer llegar el nuevo día. Y además me dormí rezando. Las últimas palabras que dije fueron más o menos: «Yo soy un hombre como los demás, caído en tentaciones como cualquier otro, lleno de buenos propósitos y flaco y débil para cumplirlos, pero tú sabes que ella lo es todo para mí. Fuera de Valentina, la vida es soledad y sombra, oscuridad y amenaza. Tú dirás: “¿Qué clase de amenaza?”. Yo tampoco lo sé. Fuera de su presencia es como si el suelo pudiera abrirse delante de mí y tragarme. A veces me mareo cuando miro a un lado y al otro porque la distancia desde mis ojos al suelo aumenta y todo se hace lejano y abismal. Yo tal vez puedo vivir sin ella, pero no quiero y si un día sé que no voy a tenerla, sabré todo lo que necesito para desinteresarme del mundo y de todos sus problemas, incluido yo mismo. No pensaré ni sentiré nada si ella no está en el centro de mis pensares y sentires. Así es que Dios te salve, María, llena de gracia…».

Creo que no acabé el Ave María y me dormí.

Desperté con la primera luz. Estaba ya acabando el verano y amanecía cada día un poco más tarde. El campo tenía un color dotado de miel, con la luz entrando por el lado contrario del día anterior, porque el cuarto tenía dos ventanas fronteras.

Me vestí de prisa mirando de reojo la imagen de la Virgen y sintiéndome un poco culpable por haberle rezado sin creer realmente en ella. Como el tiempo apremiaba y antes de salir debía desayunar porque la noche anterior no había cenado, me acerqué al cuadro —¡hasta dónde podía llegar mi confusión de enamorado!— para disculparme por no creer en él, cuando vi de pronto que no era la Virgen María sino una cantante famosa, una de esas bellezas de calendario, soprano de ópera que por llevar una diadema medio rusa (como un halo de oro) en su papel de prima dorna de «Ildegonda», me había parecido a distancia una imagen religiosa. Habría jurado incluso que tenía el corazón descubierto (el Corazón de María), pero era una mancha roja en losanje como adorno de su capa de armiño. Ildegonda. Yo no había oído nunca un nombre como aquel. O tal vez era el título de la ópera.

En todo caso, aquel quid pro quo me dio mala espina en relación con el encuentro en Panticosa.

Desayuné y poco después partíamos el médico y yo en su coche. Por el camino me iba diciendo: «Panticosa está muy alto y hay enfermos que no pueden tolerarlo aquello. Demasiado trabajo para los pulmones. Es una altura drástica y brutal para algunos».

Iba el médico sin afeitar y con su boina campesina. Seguía hablando, pero yo pensaba en Valentina, a quien veía exactamente como la vi en Bilbao en la sala de visitas de su escuela, cuando le di el primer beso en los labios, al azar, y casi por equivocación. Sin que ella mostrara emoción apreciable. ¿Qué mayores emociones podía sentir Valentina que las que habíamos sentido con los diálogos entre Dios y el alma enamorada? Cierto que la voluptuosidad de la carne la desconocía ella y que un día tal vez la descubriría, pero ¿cuándo? ¿Y con quién? Pensándolo yo no sentía celos. Era algo diferente y mucho más intenso y profundo y ahora no sé calificarlo.

Mi corazón era el que parecía brincar con el coche y la altura, porque subíamos de prisa. A cada paso el paisaje cambiaba y era cada vez más hermoso. Al entrar en el balneario —en cuyas cercanías había picos montañosos nevados— yo veía el cielo nuboso reflejado en el estanque y pensaba, viendo caminar las nubes sobre el cielo azul: «Este es un buen lugar para morir. Es como la antesala o el vestíbulo de la eternidad».

Pero yo no quería morir, ni mucho menos. Parecía aquel lugar más cerca del cielo que de la tierra, realmente, y lo mismo debían haber pensado sin duda muchos enfermos. Por fortuna, yo no lo estaba. Debo advertir —si no lo ha percibido ya el que lee— que cuando me acercaba a Valentina creía como cuando era niño en el cielo, el purgatorio y el infierno, aunque el primero no me inspirara esperanza alguna ni el último, temor.

Temblaba bajo mi piel y yo mismo me preguntaba por qué. Creo que el médico se dio cuenta y se ofreció a tomarme la presión arterial. Yo reí y lo eché a broma, aunque al parecer él lo había ofrecido en serio. Debía ser un médico raro, aquel.

Eran las ocho y media, sin duda demasiado pronto para tratar de ver a nadie. Pregunté al médico si se proponía visitar a doña Julia como médico y él me dijo que sí, pero que no solía hacerlo si no lo llamaban, porque el sanatorio tenía sus propios doctores. Supongo que aquel hombre era en su vida prudente como en sus sistemas terapéuticos, lo que me lo hizo simpático. Por otra parte, más que médico daba la impresión de ser un campesino o un pastor de ovejas, como creo haber dicho. Tal vez se afeitaba una vez a la semana los sábados, como mi abuelo el viejo Luna. Yo pensaba entonces en mi abuelo como en un hombre de los tiempos anteriores al cristianismo.

Doña Julia estaba levantada, pero no su hija, que al parecer, bajo los efectos de la altura montañesa y de la adaptación en aquellos lugares, se levantaba tarde.

Mi supuesta suegra me recibió como si nos hubiéramos separado el día anterior, lo que no podía extrañarme porque entre Valentina y yo las horas seguían estando desnudas de números. Pero había en la mirada de doña Julia algunas reservas. Cuando le dije apresuradamente que yo no era mancebo de farmacia y que acababa de aprobar el ingreso en la Escuela de Ingenieros, distendió los labios en un esbozo de sonrisa —con cierta ternura—. También había un asomo de ironía.

Fue muy distinta la sonrisa que dedicó al médico de Biescas cuando este le mostró el negativo de la radiografía diciendo que lo llevaba para comprobarlo con el que aquel mismo día le harían en el sanatorio, donde tenían equipos mejores. Doña Julia, volviéndose hacia mí explicó con un tono de coquetería adulta y honesta:

—Tengo fiebre por las tardes y mi esposo se empeña en que venga aquí dos o tres semanas para pasar luego el invierno en Bilbao sin peligro.

Por fin nos quedamos solos doña Julia y yo. Lo primero que ella dijo fue:

—Estás hecho un buen mozo y Valentina ha crecido también. Ha crecido en todo menos aquí —se señalaba la frente—. En eso es una niña como siempre y comienza a preocuparme.

Yo no sabía si hablaba en broma o en serio. A veces se dicen esas cosas en broma. Ella adivinaba mis reflexiones:

—Valentina sólo es inteligente —insistió— cuando habla de ti y como en la familia y delante de don Arturo no habla nunca porque sabe que tú no eres persona grata…

—¿Yo? —pregunté cándido y escandalizado.

Me miró ella un momento como si pensara que a mí me sucedía lo contrario y que podría ser inteligente en mi carrera pero en lo que se refería a Valentina era o parecía imbécil, y por fin dijo:

—Mi marido sabe que has andado en malos pasos y quizás andas todavía. Por otra parte, y no lo digo con ánimo de ofenderte, tú eras el ojito derecho de tu abuelo materno y pasabas temporadas con él.

—¿Qué hay de malo en eso? —dije, desafiador.

—Para mí, nada. Pero don Arturo es muy intransigente en ciertas materias y tu abuelo tenía varios hijos naturales.

—Pero… ¿no son naturales todos los hijos?

—Hombre, a la hora de casar a una hija todo cuenta para el padre de la novia. Quiero decir que no eres tú el candidato ideal para Valentina, según don Arturo, si es que Valentina puede tener hoy un candidato.

Estaba yo tremendamente impresionado, no por las opiniones de don Arturo sino por lo que doña Julia había dicho antes sobre su hija.

—Déjeme verla —supliqué.

Ella negaba con la cabeza, pero sin gran energía. Cuando yo le dije que esperaba salir con Valentina a dar un paseo, ella reaccionó con una expresión de amable firmeza:

—No la verás sino delante de mí.

—Está bien —me resigné—. Pero ¿qué vamos a decirnos delante de usted si cree usted que nuestro amor es locura?

—No necesariamente locura. Yo no he dicho eso.

Estaba pensando: «No locura sino tontería». Y para que no hubiera duda añadió:

—Tienes sobre mi hija una influencia torpe. Desde que te fuiste tú de Bilbao hace dos años ella no dice sino bobadas. A las monjas del Sagrado Corazón les dice en la clase de francés que no tiene interés en ese idioma y que quiere que le enseñen el lenguaje de los gigantes. Y cuando le dicen que no hay tal cosa en el mundo, ella insiste: «Lo hay y se llama el giganterío, porque me lo ha dicho Pepe». Las monjas le decían: «Obedecerás a Pepe cuando te cases con él», y ella replicaba: «No nos casaremos porque preferimos el amor libre». Luego se pasa las horas muertas mirando un punto vago del aire y diciendo que un día os tomaréis de la mano y os marcharéis por el mundo, solos.

Oyendo a doña Julia yo volvía a sentirme —seriamente— el señor del amor, del saber y de las dominaciones. Si Valentina no había desarrollado su mente, tampoco quería desarrollarla yo.

Naturalmente yo no dije estas arriesgadas opiniones en aquel momento.

Todo lo que podía obtener era una visita delante de doña Julia aquel mismo día a primera hora de la tarde y me fui contristado y deprimido. Tenía la impresión de que era Valentina y no su madre quien estaba enferma. No enferma del pecho, claro. Y menos de la mente. Su falta de libertad era peor que cualquier dolencia.

Salí, como digo, alicaído y estuve en el hotel (en Panticosa mismo) recontando mis monedas y haciendo cálculos. Difícilmente me llegarían hasta el día del regreso a Madrid. No comía en el restaurante del hotel, sino un trozo de pan y queso que compraba en cualquier parte.

A la hora convenida volví al sanatorio y me esperaba una buena sorpresa. Valentina estaba fuera, esperándome. Ella sólita, vestida con una falda deportiva y una chaqueta de pana (comenzaba a refrescar) gris con solapitas rojas. Llevaba zapatos de tenis, como si esperara caminar mucho conmigo.

—¿Y tu madre? —le pregunté antes de saludarla—. ¿Dónde está tu madre?

—Oh, ¿qué importa eso? —dijo ella, riendo.

La abracé dulcemente y la besé en los labios igual que la había besado antes en Bilbao; es decir, sin codicia. El beso del deliquio, no el de la pasión. Ella hablaba debajo de mis labios como si tal cosa:

—¿Qué importa, mamá?

Yo me aparté para decirle extrañado y complacido:

—Es que ella juró que no nos permitiría vernos a solas. Y ya estás viendo. ¿Cómo has podido escaparte?

Sucedía entre Valentina y yo algo de veras curioso. Ella me miraba a los ojos y me interrumpía con cortas afirmaciones nerviosas, aunque no vinieran a cuento. Es decir (para poner un ejemplo), cuando le dije las palabras anteriores ella me interrumpió de la siguiente manera:

YO.—Es que ella juró…

ELLA.—Sí.

YO.—… que no nos permitiría vernos a solas.

ELLA.—Sí.

YO.—Y ya estás viendo.

ELLA.—Sí.

YO.—¿Cómo has podido escaparte?

ELLA.—Sí.

Aquella manera de hablarme era nueva y yo no sabía a qué atribuirla, aunque parecía un tic infantil como el parpadear sin motivo. Aquellos síes eran nerviosos también y sin justificación, aunque los nervios de Valentina eran, como siempre, de una serenidad vegetal. De una neutralidad de varita de san José.

Cada dos o tres palabras mías diciéndole que su madre había estado impertinente conmigo, ella decía «Sí», viniera o no a cuento, con una especie de impaciencia:

—Entonces, Valentina…

—Sí.

—Ahora tu madre debe estar…

—Sí.

—Inquieta de veras…

—Sí.

—Y si advierte que te has marchado será capaz de todo…

—Sí.

—… porque creerá que te he robado y he escapado contigo a Francia…

—Sí.

Seguía hablando y ella interrumpiéndome sin dejar de mirarme a los ojos con aquella indiferencia atenta que a veces me confundía. Porque era una indiferencia completa dentro de lo que permite una atención completa también.

—Sí, sí, sí, sí…

Callé de pronto sin saber qué decir. Por fin echamos a andar, y así, mirando delante de nosotros comencé a recuperar la calma. Ahora era Valentina quien hablaba, hablaba, hablaba, dándome noticias sorprendentes, pero lo mejor era el tono de su voz, alta, controlada y como envuelta en ricos aromas silvestres.

—Yo soy casi mayor y desde que mi hermana se ha casado, pues… estoy sola en casa. Mis padres siguen creyendo que soy tonta y a lo mejor tienen razón, pero es que sólo quiero ser inteligente para ti y en lo demás lo hago a propósito.

Ahora era yo quien la interrumpía a ella con síes cortos y frecuentes. Me había contagiado. Al darme cuenta quise disimular y pregunté sin el menor interés:

—¿Cómo es el marido de Pilar?

—¡Oh!, es rico, ¿sabes?

—Sí.

—Todos son ricos. Mamá heredó una fortuna de algunos millones.

—Sí.

—… y ahora quieren que los novios de sus hijas sean también millonarios…

—Sí.

Ella estaba tranquila, pero yo sentía el batir de la sangre en mis pulsos.

Valentina, contando las grandezas de su casa de Bilbao, reía como una loquita. Me decía que tenían mayordomo y dos autos, un Hispano y un Rolls. También cocinera y dos doncellas uniformadas.

Lo decía como si el ser rico fuera una broma sin sentido.

Seguíamos caminando despacio, dentro del balneario. A veces nos deteníamos. Miraba yo el pabellón del sanatorio que teníamos enfrente y observé algo que más tarde no he podido nunca comprender y cuyo recuerdo todavía me confunde. Estábamos a cinco metros de un mirador encristalado con saetinos pintados recientemente de color verde. En aquella vidriera se reflejaba mi cuerpo, pero no el de Valentina.

Al principio no le di importancia, lo atribuí a que era más grande que ella y pensé que mi silueta rebasaba en el cristal la de Valentina y, por decirlo así, la absorbía.

Para ver si aquello era verdad me ladeé, de modo que Valentina y yo fuéramos en el reflejo dos cuerpos separados, pero sólo me veía yo.

—No entiendo dije, incómodo.

—¿Qué es lo que no entiendes, Pepe?

—Tú no te ves en los cristales y yo sí.

Ella no le dio importancia.

—Ultimamente —dijo sin extrañeza alguna— me suceden cosas un poco raras. Por ejemplo, duermo sin motivo.

La cambié de posición, levanté una mano. Nada, en el cristal sólo me veía yo. Miraba hacia delante pensando en doña Julia. Miraba hacia atrás, a veces, sin acabar de creerlo:

—Pero… ¿y tu madre?

—No te preocupes, Pepe. Ella cree que estoy durmiendo la siesta. Está muy convencida de mi tontería y en cierto modo tiene razón porque sólo entiende las cosas de las hijas que se casan y de los bancos que se inauguran, digo, en Bilbao. Así como la boda de Pilar y el Banco de Vizcaya. No tiene idea de las cosas que hicieron, pero ¿qué saben de ti y de mí? Y si no saben nada a pesar de que estoy a su lado día y noche, ¿qué pueden saber de ti? Se pasan la vida diciendo que tú eres un irres… un irresponsable, que pones bombas en los trenes —y ella reía como si estuviera contando un cuento humorístico—, que cualquier día te llevaran a la cárcel —y reía más— y otras cosas por el estilo.

Salíamos del recinto del balneario y subíamos monte arriba hacia las cumbres azules y blancas. Valentina no se fatigaba. Menos que yo, se fatigaba. Y seguía hablando:

—Tienen miedo de ti porque creen que has salido a tu abuelo materno y además dicen que tú tienes la culpa de que yo sea un poco tonta —y volvía a reír divertidísima—. Tú sabes cómo es papá, que desde siempre te ha tenido inquina. Es increíble hasta qué punto papá y mamá, los dos, recuerdan todas las cosas de aquellos tiempos. Muchas se me han olvidado a mí, pero no a ellos. Te digo que no piensan ni hablan de otra cosa.

Había adquirido yo algún conocimiento sobre las cualidades femeninas, pero en Valentina veía matices, rasgos de carácter y por decirlo así vibraciones magnéticas que no podía entender ni comparar con las de ninguna otra persona. Y seguía hablando. Lo más curioso era que en las palabras de ella me veía yo más cumplido y gozoso. Veía el Pepe Garcés que habría querido ser, pero al que estaba renunciando, quizá. O tal vez no. Oyendo a Valentina, yo me asombraba de mí mismo, y lo digo en serio. Y no había renunciado aún. No he renunciado aún. Era como si no hubiera hecho nada con Isabelita en Alcannit.

—¡Qué van a saber de ti! —repetía ella—. Hablan y hablan, pero no van a enterarse nunca de quién eres tú. No ven que eres un hombre que viene de los tiempos más antiguos y que va a los tiempos más futuros, ¿verdad? No ven que eres un hombre como los demás, pero también diferente y único. No pueden entender que eres el héroe, el poeta y el santo que necesita la humanidad y si eso no lo ven es que están ciegos. Aunque no es culpa de ellos, eso no. Los dos son buenos y tratan de entender, pero no pueden. Es como si estuvieran sordos y ciegos… aunque mudos no están, eso no se puede decir.

Seguíamos subiendo monte arriba. Las brisas eran frescas y era un placer exquisito sentirlas en la piel. Antes de llegar a nosotros, aquellas brisas acariciaban los altos azucareros de las cumbres nevadas. Yo le dije cuál era el orden de mi vida y cómo habiendo ingresado en la Escuela de Ingenieros el resto de la carrera sería ya fácil. Trabajaría duramente, acabaría pronto y nos casaríamos.

Con grandes ojos risueños repetía ella:

—Sí…, sí… sí…

Me miraba de frente y como estábamos fuera del poblado y no había nadie en los alrededores, la besé dulcemente en los labios. Con mis labios sobre los suyos ella seguía hablando, impasible, pero, al parecer, cambiando de opinión:

—¿No estamos casados y más que casados, Pepe?

Yo recordaba las palabras de doña Julia sobre el desarrollo mental de mi novia. Pero en aquel momento sucedió algo notable. Detrás de Valentina, en la comba de una colina verde, apareció una corza. Una venadita blanca que nos miraba. Yo dije en voz baja a Valentina muy impresionado:

—Calla y mira detrás de ti.

—Ya lo sé —dijo ella, sin volverse—. Una venadita. ¿Muy fina, verdad? Parece de cristal.

—Pero ¿cómo la has visto?

Entonces ella se volvió y alargó el brazo para acariciarla produciendo al mismo tiempo un gorjeo de complacencia. La venadita se acercó, aunque cautelosamente. Avanzaba mirando a Valentina, pero de vez en cuando se detenía y me miraba a mí. Cuando di un paso en su dirección ella saltó hacia atrás con sus finas patas que parecían pintadas con laca color crema.

Pero luego volvió a avanzar y cuando se convenció de que yo era inofensivo llegó a ponerse al alcance de la mano de Valentina, quien la acarició en el cuello. Seguía sin saber qué pensar y echamos a andar los tres, porque la corza nos seguía dócilmente.

—La verdad es que todo el mundo es tonto si no está enamorado. Yo soy tonta sin ti y tú sin mí, ¿verdad? No nos hagamos ilusiones. Cuando estoy contigo o cuando hablo de ti no diré que sea sabia, pero soy más inteligente que las otras chicas de mi edad. Ahora mismo. Ya ves, aquí estamos subiendo la montaña con la corcita blanca detrás a pesar de que mi madre no me dejaba salir de casa. Tú estás en la ciudad y estudias para poderte casar un día conmigo, pero te digo una vez más que no es necesario. Como les decía el otro día a las monjas. Yo no espero casarme sino ver un día que Pepe viene a mi lado, tomarle la mano —y me la tomó— y marchar así, juntos y despacio. ¿Hacia dónde? Hacia ninguna parte, igual que los demás. ¿Adónde van los otros, quieres decírmelo? Ya ves, papá y mamá. No digo que no se quieran, pero no es cariño sino costumbre lo que los tiene juntos. Papá no está casado, sino acostumbrado. Papá come y bebe, mamá le sirve. Mamá llora en un rincón, papá le da palmaditas en un hombro y mira la hora porque se le hace tarde para ir a jugar al tresillo. Y eso es todo. Mamá tampoco está casada, sino acostumbrada. Nosotros tenemos más. Y eso sin habernos casado. Ellos son ricos, pero ¿de qué les sirve? Problemas, problemas y problemas. Tenemos dos coches y un chófer de uniforme. ¿No has visto? Por ahí va el pobre muy aburrido porque ahora son las fiestas de su pueblo en Begoña y quería ir y la decisión de papá de enviar aquí a mamá se lo ha estorbado todo. Papá cree que las décimas de mamá son del pecho y ella cree que no, y los médicos venga a discutir. La verdad es que cuando ella pasa aquí en Panticosa un par de semanas no se resfría en invierno. Yo tampoco, eso es verdad. Y ahora que has venido tú, estoy pero que muy contenta de la decisión de papá. La verdad sea dicha, ahora si tú no vienes a verme creo que podré ir a verte yo.

—¿Adónde? —pregunté un poco extrañado.

—Donde estés, Pepe. Para nosotros no hay dificultades. Me he enterado hace poco.

—¿Te has enterado de qué, mi vida?

—Yo iré a verte a ti si tú no puedes venir y aun —añadió con mucho énfasis— quizás es lo mejor que podemos hacer, digo que yo vaya y no vengas tú, porque si vienes a Bilbao todos se enteran y me encierran bajo siete llaves. En serio. Mientras que si voy a verte…

—Pero ¿tú sola?

—Sí, yo, al fondo del mar o a lo alto de la montaña. No importa adonde.

Comenzaba a fatigarme —yo y no ella— y en lugar de seguir subiendo eché a andar ladeándome a la derecha en dirección a un bosquecillo de pinabetos. Al cambiar de dirección los dos, la corza pareció vacilar un momento y luego nos alcanzó trotando graciosamente. Valentina se detuvo a esperarla y a acariciarla. Yo no me atrevía a mirar al lindo animal para no asustarlo.

—¿Está amaestrada esta corza?

—Sí. Bueno, no sé.

—Pero ¿no la habías visto antes?

—No. Como te digo, Pepe, yo iré a verte. Es como ahora, mi madre cree que estoy en casa, en mi cuarto, digo en el sanatorio, pero aquí estamos juntos y bien juntos. ¿No crees?

Caminábamos y yo sentía a veces su caderita redonda contra la mía angulosa.

—Es verdad —dije—. Tú vendrás a verme. Pero ¿cómo sabrás dónde estoy? ¿Adónde te escribiré? ¿No abren tu correo?

—No hace falta que me escribas. Yo sé muy bien cómo enterarme y no debes tener la menor preocupación. Por lo que dicen mis padres de ti con mala voluntad yo sé todo lo que haces y dónde estas. Por lo que ellos hablan cuando hablan mal me entero de que estás bien y de las cosas buenas que haces.

—¿Qué te dicen de mí?

—Que estás en Madrid, que estudias para ingeniero, pero andas con golfos.

—¿Y tú qué piensas?

—Todo eso puede ser verdad, pero no de la manera que ellos lo dicen. Yo sé que andas con revolucionarios y me alegro si te hace feliz porque siendo feliz tú, yo también lo soy y así nos queremos más y mejor. Es como cuando estábamos en el carrusel en Zaragoza. ¿Te acuerdas? Yo reía, tú reías y la música tocaba aquello de Moros y Cristianos y nos veíamos en los espejos y vengan vueltas y más vueltas. Cuando una persona es desgraciada no quiere a nadie. ¿Tú sabes? Yo quiero que seas muy feliz de todas maneras, en estudios, revoluciones y en amistades. Porque mamá dice que tienes amigas. Yo quiero que me lo digas a mí si eres feliz y así vienes luego con toda tu alegría y me traes toda tu felicidad a mis manos. ¿Verdad? Ahora mismo estás tan contento que da gusto mirarte.

Yo no lo entendía, aquello, y Valentina repetía:

—Toda tu felicidad, aquí, delante. Ya me dijiste algo hace dos años cuando estuviste en Bilbao, ¿te acuerdas? Pero entonces yo no entendía nada. Ahora lo entiendo como todo el mundo, Pepe, y supongo que tú también entiendes lo que quiero decir.

Nos habíamos apartado bastante del sanatorio y la tarde avanzaba. A pesar de lo que había dicho Valentina, yo no estaba seguro de que ella supiera cuál era la mecánica del amor y por las experiencias de mis besos y caricias no podía deducir nada porque ni las rechazaba ni parecía apreciarlas. Pero ella seguía hablando mientras habiéndonos sentado en un ribazo a la entrada del bosque, la corza blanca se acostaba cerca graciosamente sin quitar los ojos de Valentina.

—Cuando te fuiste de Bilbao, papá hablaba de echarte la policía encima. Así decía él: echarle encima la policía a ese golfo. Eso era ofensivo para ti. Papá se equivoca cuando dice que eres un animal salvaje del bosque; eso dice. Dice que crees que todo está permitido, que anduviste mezclado en la conspiración del Checa y que un día serás la vergüenza de la sociedad. Todavía lo dice de vez en cuando. A mí me vigilaban el correo y me encerraron en el internado religioso, pero tuvieron que sacarme para la boda de Pilar y allí sí que me aproveché, porque le escribí a tu hermana Concha y ella me dijo dónde estabas y lo que hacías. Me dijo que estabas en Madrid y que… bueno, lo que ya sabemos. Yo no volví al internado, porque como me quedaba de hija única, preferían tenerme en casa. Pilar y su marido se quieren, pero no sé cómo decirte. Serán desgraciados, porque son como dos figuras de teatro que tienen miedo. Miedo de perder el dinero, de no ser invitados por la aristocracia, de estar enfermos y sobre todo tienen pánico de morirse un día. Viven temblando, por decirlo así, y cuando no tiemblan, pues, hijo, se dan una importancia que es para echarse a llorar. A mí me dan pena. Pilar, que parecía tan fuerte, no hace más que mirar alrededor espantada. Un día íbamos ella y yo por el parque y vimos un pajarito muerto al lado del camino. Estaba ya muerto hacía tiempo, así como dos días o tres y las hormigas lo rodeaban y entraban y salían de su cuerpo. Pilar se puso muy nerviosa. «Ya ves —decía— en eso acabará todo. Mi cuerpo que se hincha ahora porque voy a ser madre acabará en eso. Igual que ese pobre pajarito». Yo le dije, riendo: «No, igual no, porque ese pobre pajarito nos da pena. Solamente pena. Antes hacía dos cosas lindas: volar y cantar. Ahora ya no vuela ni canta y nos da pena. Pero nosotros somos grandes y patudos y no volamos. No tenemos alas. Cuando nos pase eso —le dije— la gente no tendrá compasión de nosotros, sino miedo». Pero a mí no me pasará nunca eso ni a ti tampoco.

Yo no creía haber entendido bien.

—¿Cómo dices, mi vida?

—Que a nosotros no nos pasará eso nunca. Primero, por el cariño nuestro, y segundo, porque no tenemos miedo. La gente se muere porque tiene miedo y es eso lo que los acaba un día.

Sería imposible sentir la fuerza de sus palabras sin oírla en su propia voz acompañada de la seguridad del gesto. Yo estaba seguro también en aquel momento de que —no sé cómo ni de qué manera— los dos viviríamos eternamente. Pero no sabía cómo decirlo en voz alta. Ella seguía hablando:

—¿Ves? Ahora se acerca la noche. ¿Adónde quieres que vayamos? ¿Prefieres pasar la noche aquí, digo, en el bosque o en otra parte? ¿Dónde vives tú? ¿En ese hotel pequeño que hay detrás del sanatorio? Si quieres podemos ir allí o quedarnos aquí. Si vamos a tu hotel, la corza no podrá acompañarnos porque la gente querrá cazarla y comérsela. Hasta el pobre papá, que es tan listo y tan bueno, a su manera, si la viera se la querría comer al horno con setas. A pesar de ser tan linda o precisamente por serlo. La gente se quiere comer las cosas lindas. Con salsas especiales.

Estaba yo deslumbrado. Al hotel no podíamos ir. Doña Julia, cuando se diera cuenta nos echaría la policía encima, según la horrenda frase de don Arturo. Yo dudo de que Valentina supiera nada del amor físico y si lo sabía le parecía sólo una cosa habitual para los casados y tal vez incómoda. Estoy seguro de que no deseaba ni necesitaba la voluptuosidad. Había podido observarlo cada vez que la besaba. Confieso que si ella hubiera reaccionado como Isabelita me habría extrañado mucho.

Seguimos en el bosque que con la luz sesgada parecía de plata. En aquellos lugares la noche llegaba de pronto detrás de un cielo metálico. Me decía Valentina que si yo ponía bombas en los trenes estaba bien y que si hacía otras cosas —no importa cuáles— sería porque debían ser hechas. La gente solía tener ideas injustas de las cosas. Podía haber víctimas, pero ¿no las había con los rayos, las inundaciones y las epidemias? Y si Dios lo permitía era por algo. La verdad era que sólo había que procurar una cosa: que no hubiera entre los muertos o heridos ningún niño pequeño. Ella lo pedía a Dios cada día.

Yo la convencí de que no había puesto bomba alguna en ninguna parte ni las pondría nunca y de que era partidario de convencer con la inteligencia y no de obligar con el terror. Por la manera de escucharme, veía que iba ella a usar aquellos argumentos bravamente con su padre. Una duda me perturbaba: ¿cómo se había enterado don Arturo de que yo había intervenido en la huelga de Alcannit? Valentina me dijo que mi padre se lo había dicho. Ahora resultaba que mi padre cultivaba alguna clase de gloriola lamentándose de que su hijo era un anarcosindicalista vigilado por la policía.

Pero desde que estaba en Madrid no había hecho nada, yo. Y bien lo sentía.

Valentina era justa, exacta en sus medidas y miradas, en sus palabras y gestos. Era como una joya rara. Rara para todos, incluso para mí.

—Lo malo de mamá es que se pone triste porque tiene canas y acude a papá y él se pone a leer el periódico y no le hace caso. No se entienden. Mi hermana Pilar y su marido tampoco se entienden. Pronto tendrán un hijo, pero no se entienden. Siempre están pensando en hacer una impresión u otra a la gente, y la gente cuando se da cuenta no se deja impresionar, tú sabes.

A veces me extrañaba la finura de las observaciones de Valentina. A veces su altura y gravedad.

—No saben que la vida es sólo un pretexto.

—¿Un pretexto para qué, amor mío?

—Para quererse, tú lo sabes mejor que yo. Y ahí, en quererse, se acaba todo. No hay necesidad de impresionar a nadie, ¿verdad? Tú, por ejemplo, eres un poco selvático para ellos. Mamá suele decir cuando llega una carta tuya: «Pero este Pepe no acaba de enterarse. No se entera».

—¿De qué debo enterarme?

—De que la vida es dinero, importancia y beatería.

—¿Beatería? —dije yo extrañado de que ella que estaba en un colegio de monjas hablara así.

—Sí. Ellos no han leído nunca la letra bastardilla del devocionario, allí donde el alma enamorada le habla a Dios. Si lo leyeran como nosotros, habrían visto que la vida es sólo un pretexto para quererse unos a otros.

Añadió que nadie quería a nadie en su casa.

—¿Tú tampoco? —le pregunté.

—Yo los querría a todos, pero ellos no se dejan querer. No quieren dejarse querer y luego se pasan la vida quejándose de que nadie los quiere. Así es que mi cariño no les sirve. Creen que soy tonta y no les sirve. Entonces yo me voy a mi rincón y tengo un gatito que salta a mi falda y nos consolamos el uno al otro.

—¿Cómo se llama el gato?

—Es gata. Y como la compraron en Francia tiene nombre francés. Se llama Piquette. Así, con dos tes. Piquette. Es persa. No es tan lista como los gatos tuyos, pero de veras, más que animal parece una flor con su pelo de seda azul y gris y blanco.

Me gustaba «ver» hablar a Valentina. Era ella siempre un espectáculo nuevo. Y veía detrás de sus palabras y de sus miradas quietas y de sus retinas liquidas anchos panoramas en los que el orbe entero probaba a hallar su justificación.

A veces la encontraba, esa justificación. Y yo veía cómo y por qué.

No sólo era feliz teniendo a Valentina al lado, sino que a través de ella me integraba yo en el secreto orden de unas cosas que estando solo yo no podía entender. ¿Para qué los árboles, las aguas, los vientos? ¿Para qué las jirafas y los hipopótamos? ¿Qué se propone Dios con los cocodrilos? ¿Y qué manía es esa de girar y girar todas las cosas como peonzas en el espacio? ¿Y esa necesidad del helio que se inflama y produce termodinamización alrededor? ¿Para qué, inflamarse, el helio?

Pues ¿y la historia tonta de los átomos y los electrones? Cuando estaba lejos de Valentina no entendía yo nada. Pero cerca de ella no sólo creía comprenderlo todo sino que oía la música de los orbes giradores y navegadores por caminos helicoidales siempre nuevos. Valentina lo entendía todo en nuestro amor y yo también. Pero su madre creía que era tonta y que yo no me enteraba. No me enteraba de la importancia que estaban ellos tomando. Demasiado me enteraba y eso era lo que me hacía sentirme tan miserable.

Miró Valentina atrás para ver si la corza nos seguía y al ver que sí pareció divertida y feliz. Yo sonreía también y me incliné para quitar del tobillo de Valentina una especie de hiedra que se le había adherido.

Al pie de un árbol había restos de merienda de algún grupo de veraneantes. Sin duda, la corza solía encontrarlos y por eso acudía a aquellos lugares. Yo cogí del suelo media rebanada de pan todavía tierno y me acerqué despacio al animalito.

La corza me miraba, miraba a Valentina, se acercaba también cautelosa, pero cuando estaba casi tocando el pan con su delicado hocico bajaba la cabeza y se levantaba un poco sobre las patas traseras como si se enfadara y me amenazara con un topetazo. Valentina reía y yo decía en voz baja:

—No te enfades, corza bonita. Toma el pan y no te enfades.

El animal se acercaba y de pronto retrocedía un paso, nerviosamente, y hacía ademán de atacarme. Valentina entendía aquello muy bien:

—Quiere que le dejes el pan en el aire y te retires.

—¿Cómo?

—Quiere coger el pan, pero no quiere poner su cabeza al alcance de tu mano. ¿Ves? Otra vez te amenaza. ¿Qué graciosa, verdad?

Yo no lo habría imaginado, pero Valentina cuando estaba conmigo lo entendía todo:

—Cree que si tú sueltas el pan y te retiras el pan se quedará en el aire flotando y ella lo cogerá sin peligro.

Por fin le di el pan a Valentina y me retiré un poco. El dulce animal lo cogió de la mano de mi amada sin recelo alguno y lo comió allí mismo. «Pobre corcita —decía Valentina—, que sólo quiere comer el pan que dejan los veraneantes, pero los hombres quieren comérsela a ella».

—Yo, no —me apresuré a advertir.

—Es verdad que en cosas de comer papá es un ogro —dijo ella, riendo.

Necesitaba hacerle una pregunta dramática:

—¿No querrán casarte con alguien?

—¿Con quién?

—Digo si no querrán tus padres casarte como casaron a Pilar.

—Es posible. También lo he pensado. En realidad, me lo han dicho mis padres dos o tres veces.

—¿Y qué?

—Pues yo respondí: «muy bien». Tú comprendes, no voy a desobedecerles. Y ellos entonces me dijeron: «pero ¿no quieres ya a Pepe?». Yo les dije: «sí que lo quiero. Eso es mucho más que el matrimonio y no tiene nada que ver lo uno con lo otro. Yo iré a ver a Pepe en las vacaciones porque él y yo no podemos vivir separados siempre. Eso es». Mamá me dijo: «tu esposo no te permitiría que fueras a verlo. No te permitiría que estuvieras enamorada de otro hombre». Entonces mamá añadió: «¿sigues enamorada de Pepe?». Y yo dije textualmente: «Mamá, tú no entiendes. No es que estemos enamorados el uno del otro, sino que somos el amor mismo». Entonces ella me miró muy extrañada y le dijo a papá: «esta chica sólo es inteligente cuando habla con Pepe». Eso le dijo a papá.

—¿Y tu padre que dijo?

—Él mira por encima de las gafas y no dice nada.

—Algo diría.

—Dice hum… y vuelve al periódico. Nos tiene a ti y a mí por imposibles. Si me obligaran a casarme no veo la manera de evitarlo, pero creo que diciendo la verdad no hay cuidado. Cuando le hablo a mamá ella cambia una mirada con papá, como pensando: no hay esperanza alguna. Papá dice hum… Luego cambia de conversación y a veces se pone a decir que España se hunde. ¿Tú también lo piensas?

Afirmé sin gran convicción. Creía que una parte de España se hundía, pero no toda España. Al darme cuenta de que ella me escuchaba con sus cinco sentidos comprendí que debía tener cuidado con lo que decía porque lo repetiría palabra por palabra con sus padres.

—Se va a hundir —dije— aquello que debe hundirse. Lo que quede en pie será lo que merece vivir, tú sabes. La naturaleza entera está en movimiento y cambio constante. Unas cosas mueren y otras nacen y viven y nosotros somos una parte de la naturaleza.

—Nosotros —corrigió Valentina, muy segura de sí— no moriremos nunca. Digo, tal como murió por ejemplo el pajarito del parque.

—¿Cómo lo sabes?

—Pues lo he sabido siempre, Pepe, mi cielo.

Me callé porque no quería desencantarla. ¿Tendría razón su madre? Me dolía sospechar que tal vez no estaba del todo en sus cabales. La corza, a unos pasos de distancia, nos miraba amistosamente.

—¿Qué dirá tu madre cuando descubra que te has escapado?

—No lo descubrirá nunca —decía ella, sonriendo—. ¿Tú sabes? Todo esto que sucede ahora es muy natural. La virgen de Sancho Abarca nos protege y es que aquel verano cuando volví de Bilbao y tú no estabas ya en Tauste hice un voto con la Virgen y le di mi pelo para que se lo pusieran a ella, porque el de la imagen estaba comido por las ratas. Tú sabes lo que pasa en esas ermitas. Entonces yo fui al cuarto de baño donde papá tenía una máquina de cortar el pelo como la que usan en las barberías y me corté el mío, y lo puse en un paquete y se lo mandé al señor obispo, al primo de la Clara, con una carta, y entonces me quedé fea y pelona y mamá estuvo enferma en la cama con el disgusto y me compró una boina que aún la tengo y así anduve hasta que me salió el pelo otra vez. Lo bueno es que la Virgen tiene ahora mi cabello y está muy hermosa. Y además, hizo que el pelo que me saliera a mí fuera más rizado y mejor que el de antes. Mira, tócalo y verás.

Lo hice y sentí la voluptuosidad de la caricia. Hay en el cabello de la mujer amada algo magnético y tremendamente gozadero.

—¿Qué le pediste a la virgen de Sancho Abarca?

—Que nos ayudara a ti y a mí para engañar a nuestros padres y desde entonces nos ha ayudado de mil maneras y ahora ya estás viendo lo que pasa. Aquí estamos. Y podemos, seguir toda la noche y tres días si es necesario, ¿verdad? Ahora, que tal vez no sea necesario, digo que tal vez será mejor para todos que no vaya a dormir al sanatorio. ¿Qué te parece?

—Tu madre movilizaría al alcalde y a todo el mundo para que te buscaran. Tal vez te buscan ya.

—No. No lo creas. No se ha dado cuenta, estoy segura.

—Valentina —le dije—. ¿Quieres venir ahora conmigo y para siempre?

—Sí. Para siempre.

—¿Quieres venir esta noche a mi hotel en Biescas y después a Madrid conmigo?

Yo no sabía cómo porque no tenía dinero, pero ella se disponía a levantarse como si hubiéramos de partir en el acto y yo asustado le dije: «Tenemos que esperar el coche del médico o el autobús». Ella replicó: «Si no hay otra manera podemos ir a pie». Yo pensé que realmente todo el camino hasta Biescas era cuesta abajo y que no sería penoso, aunque desde luego resultaría esforzado y heroico.

La idea de ir caminando juntos en la noche me recordaba cuando salimos del castillo de Ejea para volver al de Sancho Garcés con una linterna que atraía a los insectos volantes. Me quedé pensando en aquello con delicia y dije:

—Valentina, la vida es un poco más complicada.

—No sé por qué. Yo al principio pensaba lo mismo que tú, pero luego he visto que no. Digo, al crecer y hacerme mayor.

Se levantó y decidió muy tranquila:

—Vamos a Biescas.

—No. Ahora irás al sanatorio y mañana volveré aquí a verte.

—A lo mejor no estaré, porque todo depende de lo que digan los médicos, y si la fiebre de mamá no es del pecho entonces es de la cabeza y no le conviene la montaña sino el mar, y si todos los médicos están de acuerdo, pues, como Juan el chófer, quiere ir a las fiestas de Begoña, mamá le ha prometido salir temprano en la mañanita; y por eso te digo que a lo mejor no estamos. Lo mejor sería marcharnos ahora a Biescas, si quieres. Y luego a Madrid.

Yo cerré los ojos, dije que sí y me levanté, también. Echamos a andar hacia abajo. «Podemos pasar —le dije— dando un rodeo fuera del pueblo de modo que nadie nos vea». Ella no comprendía:

—¿Qué más da que nos vean?

Íbamos caminando, yo con la preocupación del futuro inmediato y ella alegremente.

Aunque era ya de noche, la corza nos seguía. Valentina suspiró, la acarició y dijo: «Pobre. Esta corza, tan bonita, si se va al monte se la quieren comer los lobos y si se acerca al poblado se la quieren comer los hombres». Después de una pausa volvió a suspirar: «Los hombres así como papá». Y seguíamos caminando.

Yo estaba muy preocupado pensando adonde iríamos, qué explicaciones daría. Me veía ya en la cárcel o —lo que me parecía mucho mejor— obligado a casarme con Valentina por haberla comprometido. Esto último me hacía mantener mi decisión de llevarla a Biescas, aunque ahora me doy cuenta de que mi truco era un poco innoble. Estaba yo aquella tarde fuera de mí, como se puede suponer.

Seguíamos descendiendo y a medida que nos acercábamos al valle la noche se hacía más densa. La noche parecía haber nacido en el valle y subir rápidamente a nuestro encuentro. En lo más alto de un picacho lejano había todavía una mancha de sol.

Subía la niebla de abajo, del valle, pegado a la carretera como una inmensa alfombra movediza de color claro y en ella se me difuminaba la figura de Valentina. Yo gritaba:

—Valentina…

—Sí.

—¿Me oyes?

—Sí.

Pero los síes se oían cada vez más lejos. Llegó un momento en que pareció desvanecerse para siempre en el aire. La llamé a voces, retrocedí sobre mis pasos, subí a una colina y volví a llamar. Ni ella ni la corza se hacían visibles y entonces descendí al pie de las colinas, miré si había por los alrededores alguna sima o barranco donde pudiera haber caído y, en fin, serían ya las diez de la noche cuando fatigado y más inquieto que nunca fui corriendo a Biescas, y aunque era muy tarde llamé por teléfono al sanatorio.

Me sentía desesperado y culpable. Cuando oí la voz de doña Julia dije balbuceando:

—¿Está en casa Valentina?

—Sí, ¿por qué?

—Por nada —dije yo respirando, feliz.

—¿Cómo no has venido a vernos? —preguntó la madre—. Esta mañana prometiste venir y aunque no le había dicho nada a Valentina ella se habría alegrado de verte.

—Pero ¿está en el sanatorio?

—¿Dónde quieres que esté? Aquí ha pasado la tarde conmigo, aburrida y durmiendo en un diván.

—Pero ¿está bien?

—Pues, ¿cómo quieres que esté?

Yo le dije que iría al día siguiente, pero resultó que iban a salir a primera hora de la mañana para volver a Bilbao. Yo insistía:

—Dice que Valentina está ahí. ¿Desde cuándo?

—No se ha movido en toda la tarde de mi lado. Ya te digo que esperaba que vinieras.

Pedí que se pusiera Valentina al teléfono y al oír su voz le dije: «Voy a hacerte preguntas y tú debes contestar sí o no, para que no se entere tu madre. ¿Has estado todo el tiempo en casa?».

—Sí.

—Pero has estado paseando conmigo.

—Sí. También.

—¿Puedes explicar cómo son posibles las dos cosas a un tiempo?

—No. ¿Para qué? Las cosas suceden y eso es todo. ¿No es mejor así?

—No entiendo. ¿Y tu madre?

—Está mirando las fotos de sus huesos y dice que la han indultado. Eso es: indultado. Qué tontería, ¿verdad?

Yo oí la voz monitora de su madre: «¡Niña!». Pero Valentina reía, traviesa y loquita, y yo seguía sin entenderla.

Quedó en mi recuerdo con su cabello negro azul (un premio de la virgen de Sancho Abarca) y la corza al lado.

El día siguiente, aunque ya entrada la mañana, salí para Zaragoza y allí tomé el tren para Madrid. Iba en un estado parecido al arrobo o al deliquio. O a la estupidez.

Ya en Madrid, sin dejar de pensar en Valentina, volví poco a poco a mis dos maneras usuales de actividad: la Escuela de Ingenieros… y el azar. Este podía ofrecerme una tarde de discusiones en la federación local de sindicatos o el encuentro con alguna mujer.

En general, no las buscaba, pero tomaba alguna si por una razón u otra se me ofrecía. La posibilidad de amar a cualquier otra mujer que no fuera Valentina me parecía, sin embargo, absurda.

Ramón III en cambio, andaba siempre con una u otra y se dejaba adular por ellas con aire victorioso.

No entendía yo aquello de sentir más lejos cada día (y más profundo) mi amor por Valentina y más cerca y más apremiante mi sexo, porque al dejar la farmacia de Alcannit no creía que se pudiera ir más lejos en lo uno ni más cerca en lo otro.

Me dejaba llevar del vendaval de la juventud, que diría otro Ramón ya pasado de moda: don Ramón de Campoamor. Mi amigo el de la farmacia había sido movilizado y enviado a Marruecos, adonde había de ir yo también algún tiempo después. Sentí no encontrarlo en Madrid, porque habría sido el único con quien me habría gustado hablar de mi extraña aventura con Valentina en Panticosa. Aquel Ramón I era quizás el único que podría haberme ayudado a poner luz en el misterio.

Entretanto, estudiaba en casa y a veces, fatigado, me tumbaba en mi cama y veía pasar por el techo las sombras de las mujeres. Eran las mismas y eran diferentes.

Valentina había quedado al margen del tiempo, pero en el espacio, aunque este no podría ser nunca exactamente determinable. ¿Bilbao? ¿San Juan de Luz? De pronto recordaba que no le había preguntado sobre sus propósitos —ciertos o no— de hacerse monja. Yo mismo no podía entender mi falta de curiosidad.

Tampoco entendía que hubiera pasado una tarde conmigo en las montañas de Biescas sin haberse movido, al parecer, de su casa y del lado de su madre. Pensaba yo si estaría volviéndome loco o si ella sería una lamia, buena que en lugar de tener un oso por compañero tenía una corza. Esta idea también me parecía loca y me asustaba.

Pero las otras mujeres —las del sexo— estaban cerca de mí, seguían en Madrid. Y jugaba a veces a clasificarlas. Había las ofuscadoras adrede y las ofuscadoras por torpeza, pero ambas se ofuscaban igual a la hora de querer saber qué clase de sujetas o prójimas o ciudadanas eran. Miraba al techo pero, aburrido de aquel juego —sólo se las podía definir por señales exteriores bien tontas—, dejaba a aquellas sombras que desfilaban con ritmo de vals, de tango o de rumba y me ponía a escribir en un cuaderno de apuntes una carta para Valentina, una carta que nunca terminaba.

Volvía a mirar al techo, acostado, con las manos detrás de la nuca: venían algunas hembras que yo llamaba pendulantes, una rubia de cabeza insegura, perfil de hacha amarilla y voz de esparto que repetía: «Yo he venido aquí de compensadora». Era una vocera habladora que nunca escuchaba a nadie y aunque no había tenido nunca un amante se las daba de experta y tenía opiniones muy decididas sobre los hombres. Era aquella una vecina cuñada de militar que parecía imitar al marido de su hermana en los movimientos y en las voces. Sobre todo, en su voz enteriza. Parecía aquella mujer hablar siempre delante de las tropas.

En lo que coincidían todas mis amigas —íntimas o no— era en algunos escorzos pechugueras, por los cuales yo solía llamarlas las «escorzoneras», que me parecía absurdo y gracioso. Pero Vicente trataba de burlarse de mí. Con un año más, Vicente y yo éramos un poco más serios y la seriedad de Vicente algo ridícula, ya que en los hombres pequeños parece afectada y excesiva a no ser que ese hombre pequeño se llame Napoleón.

Algunos días, después de mi trabajo de estudiante, me iba al Retiro o a la Moncloa con alguna amiga, si estaba a mano y disponible. Lo malo de las chicas estudiantes era que tenían más o menos la obsesión del matrimonio. No del amor, sino del yugo civil y religioso. Las muchachas liberadas eran pocas y andaban, como se puede suponer, muy atareadas. Las de la clase media baja eran inabordables, rodeadas de dogmas y de tabús como sus abuelas de corsés con ballenas de acero. Las de la clase media alta eran más accesibles. En general, las mujeres ricas no se asustaban de alguna experiencia clandestina y a veces ellas mismas tomaban la iniciativa. Las más humildes (modistillas y asimiladas), tampoco.

Otros días me iba a casa y me tumbaba en la cama. Fumaba, recordaba el verano en Biescas y veía pasar sombras coloreadas por el techo. Las figuras caminadoras brincaban allí desde las vitrinas de los comercios. Yo miraba y callaba y recordaba casos y cosas. Era como un cine privado cuya congruencia yo sólo entendía.

Pero al mismo tiempo, como digo, recordaba el veraneo. Doña Julia se me había hecho odiosa desde que me habló de los hijos naturales de mi abuelo. Pues ¿qué quería doña Julia que fueran los hijos? ¿Artificiales? Los hijos naturales le parecían bien en los reyes y en los duques del reino con grandeza. Pero no en mi abuelo, que podría haber presidido el imperio español con más derechos que los Borbones o los Austrias.

Pasaba a veces por el techo alguna mujer que parecía desnuda, porque el color rosa invadía toda la imagen y esta perdía los sobreperfiles del vestido. Los desnudos parecían tener agarraderas naturales en las ancas y estaban impregnados de nocturnidad. (Madrid. Estilo de Madrid). Los movimientos andarines de algunas figuras estaban llenos de marisabidismos y había entre ellas las gulozmeantes, las merodeadoras y las sencillamente sobresalientes, esas que se dan a conocer por encima de las detrás en casi todos las ocasiones. En Madrid, digo, llevaban su hociquito como un ostensorio procesional de los de gran fiesta ecuménica. Había día que entre los intervalos de las hembras procesionarias aparecían formas —no humanas— coloreadas. A veces, flores o que lo parecían. Con frecuencia, claveles o tulipanes ambulatorios.

Yo pensaba receloso: «No me la dais. Os casáis con el primero que os ofrece matrimonio, pero elegís con cuidado al amante. Una cosa es ir al altar y otra al amor. No me la dais». Me quedaba mirando, absorto: «Los capullos del recuerdo», decía para mí. Y pensaba una vez más en Valentina. En nada concreto. Sólo en su figura. Luego miraba alrededor, receloso de que pudiera haberme oído Vicente. Vicente estaba bien de la cabeza, pero esa condición no le servía para nada. No iba a servirle nunca para nada. Al menos, mi ocasional irregularidad me permitía afrontar los hechos más vírgenes e inusuales y aprovecharlos de algún modo. Tenía Vicente tendencias al comunismo y yo le decía que todo lo que se hacía en Rusia era antimarxista. «Más marxista —le decía yo— es la conducta de los anarcosindicalistas». Y se lo demostraba con textos. Esto de que yo lo venciera «con textos» lo traía loco, porque en los textos era donde él se creía fuerte.

Teníamos una nueva cocinera y con ella a veces yo hablaba una jerigonza deliberadamente confusa, de modo que no me entendiera, por divertirme. Un día volvió de la verbena adonde había ido también con otra cocinera del barrio, porque un individuo (sin duda un señorito un poco ebrio) les dijo al verlas: «¿Qué hacéis aquí a estas horas? ¿Quién os ha autorizado a venir? ¡A casa ahora mismo!». Ellas, asustadas, volvieron a sus casas sin saber qué pensar. La otra cocinera, que era de Zaragoza, fruncía el entrecejo y exclamaba entre amenazadora y asombrada: «¡Jolines!».

Yo me divertía con la tontería de aquella criatura, digo de nuestra cocinera. A veces le daba dinero el domingo para que se fuera al cine. No tenía atractivo sexual, pero su amiga sí, aunque no me decidí a intentar nada porque vi que los ojos se le engrifaban cada vez que alguien la miraba de cierta manera.

Debía ser mujer de resistencias mercuriales o tal vez estaba enlunecida cuando la encontré las dos primeras veces. Todo hay que considerarlo con las mujeres.

Por el techo seguían pasando hembritas ligeras de lienzos, oreadas hasta en los rincones más sombríos, un poco azotadas y como si supieran que los hombres las adivinábamos en su circunstancia mejor. Solían ir acompañadas de otras hembras de rompe y rasga. Gente de frenesíes que hay que evitar porque nunca se sabe adonde le conducirían a uno. En el amor, que tiene algo de locura, hay que evitar a las locas naturales. Y también hay que evitar a las novedosas, a las experimentadoras y, más que a nadie, a las folletinescas truculentas capaces de todo.

En mi cuaderno de notas intentaba a veces un poema pensando en Valentina: no llegaba más allá del tercer verso. La quería demasiado para poder escribir poemas. Nunca he creído en los «grandes enamorados» que se ponen a medir sílabas y ritmos para hablar de la amada. Si lo hago a veces ahora en Argelés es porque estoy más cerca de la muerte que del beso.

Mirando al cielo de la habitación, ligeramente azulenco, me decía yo entonces: «El verano me ha separado de las hembras del curso pasado, pero no me ha reunido con Valentina».

Aquel otoño parece que se usaban las hembras desmadejadas con colores y languideces de crisantemos. Madrid, que en el otoño es melancólicamente patricio, las dejaba resaltar sobre el gris de las avenidas y el verde dorado de los primeros árboles adolecidos. Yo pensaba que era un privilegio vivir en Madrid. El simple hecho de respirar las auras del Retiro y de la altiplanicie desnuda en las esquinas y las encrucijadas, tan llenas de tradición populista y de blasones (todo junto sin saber por qué), me parecía un don inmerecido. No hay que equivocarse. Para mí la nobleza de lo madrileño estaba en el pueblo, que era naturalmente discreto, perfilado, con agudeza y estilo. La gente de blasones era como en todos los países, en su mayoría de una mentecatez ofensiva. Había excepciones, sin duda, y eran de veras valiosas. Yo conocía algunos nobles, dos de ellos aragoneses, que tenían la delicadeza y la profundidad liberal de los viejos patricios romanos. No he hablado de ellos porque los traté sólo ocasionalmente y porque su relación no tuvo influencia en mi vida.

Con las mujeres accesibles, que no eran muchas ni las mejores, yo evitaba tomar la iniciativa, porque si lo hacía se querían casar. Yo era demasiado joven, pero siempre he aparentado más edad de la que tenía. Si pensaban que había probabilidades, no daban sus favores definitivos, sino sólo estimulantes, como aperitivos picantes que aguzaban el hambre. Y pensando en lo que ellas pensaban no podía menos de espantarme a solas. Pensaban en la viviparición con arras y el doble órgano: el nupcial y el de la marcha de Mendelssohn.

Las que desfilaban aquel día por el techo sugerían rositas de pitiminí (no sé cómo son, pero cada cual las imagina a su gusto) y la mayor parte eran jacarandosas, tersas de mejillas y de garganta y parecían, a pesar de su extrema juventud, por la manera victoriosa de moverse, expertas ya en la contrarresaca de la vida.

Algunas sombras se deshacían en blancos flotantes como chantillí sin dejar de caminar. Y había decrecimientos del presente y atisbos para el futuro. Yo había puesto una gran atención (como esos perros de muestra que quedan fascinados cuando ven la presa) en una chica que parecía reunir los caracteres de Isabelita y algunos secundarios de Valentina, pero me retiré avergonzado de mi atrevimiento. Aquella clase de síntesis era imposible y estúpida, según la realidad me había demostrado tantas veces. Cuando la intentaba, resultaba vergonzosamente fraudulenta y me ponía corrupio en las zonas más bajas del inconsciente.

El estudio, las aventuras malogradas o cumplidas y las figuras que transcurrían por el techo no hacían mi vida mejor, como se puede suponer.

Yo había tenido experiencias varias en los cines (con frecuencia en los palcos del Monumental Cinema, de la plazuela de Antón Martín) y hasta en los cafés. ¿Quién diría que en la Granja del Henar, en la rotonda interior, con un ejemplar de El Sol abierto (era el diario más grande de Madrid), y ocultos detrás, mi amiga gomorriniana (así la llamaba para mí mismo porque tenía dulces aberraciones orales) se mostraba bocativa o abocada —no sé cómo decirlo— hasta el fin con grave riesgo de escándalo para todos? Aquella chica rubia, de tipo tizianesco, escandalosamente hermosa, rubia de tiempos venecianos y dorados, solía vestirse de gris —pantalla de cine y a veces marrón— casa de perro y me decía: «Ninguna mujer en Madrid se atrevería a llevar estos colores». Parece que eran colores que no favorecían ningún estilo natural de belleza. Con su gravedad de estatua de mármol nadie habría sospechado nuestras orgías en el café. Creo que se dio cuenta un camarero. Me miraba turulato al salir y decía a otro que aquello era el desmiguen. Pero como sucede en casos parecidos, la comprobación habría sido imposible porque estábamos muy alerta y nadie nos sorprendió nunca. Cierto que hay camareros de gran imaginación experta. Sólo les ganan en eso los chóferes de taxi.

El pueblo de Madrid era muy pícaro en esas materias. Había todavía castañeras en las esquinas, y a veces pasaba con una amiga reciente (siempre burguesas o aburguesadas) un poco amartelados los dos, y al pasar oíamos a la castañera su pregón satírico: «¡Cuántas calentitas, cuántas!». Se referían a mi ocasional Dulcinea, que lo comprendía aunque naturalmente nos hacíamos los sordos. Si lo hubieran dicho yendo yo con Valentina, habría deshecho el puesto de castañas a patadas.

Mi amigo Vicente descubrió de pronto que sentía un gran amor por la ópera, aunque prefería las danzas de los culos uruguayos (no sé todavía qué quería decir con esto) de la Chelito. Yo odiaba la ópera y esto, por un lado, y por otro el haberme puesto en relación más estrecha con los anarcosindicalistas de Madrid, nos separó bastante. Comencé a aficionarme a las reuniones clandestinas, que eran bastante arriesgadas porque la CNT estaba prohibida y disuelta. Naturalmente, eso la hacía más atractiva para mí. Consideraba a aquella gente como lo mejor de España, pero estaban siempre tan dispuestos a morir o a matar que a veces yo me alarmaba un poco. No era que tuviera miedo, pero pensaba que entre aquellos dos extremos —morir, matar— debía haber algo interesante que hacer. Interesante para el hombre, la sociedad y la nación. Y andaba buscando aquel quehacer, en vano.

Había individualidades estupendas, pero las organizaciones dejaban bastante que desear en materia de eficacia, lo que no es raro ya que llevaban siempre la policía pisándoles los talones. Los individuos, sin embargo, los que podríamos llamar activistas eran, como digo, más eficaces en la clandestinidad que en la legalidad. Eran mejores pistoleros que oradores u organizadores. La conspiración y el terror eran su elemento. Yo me sentía un poco romántico arriesgando algo en aquellas aventuras, y la idea de que Valentina las justificara y aprobara me daba ánimos.

No es preciso añadir que si la voluntad de aquellos hombres era admirable, la mente y el raciocinio no lo eran tanto. Padecían un poco la locura sublime del caballero de la Mancha. Al saber que yo era estudiante de ingenieros y que sabía química y otras cosas me pidieron que fabricara explosivos. Hice algo mejor: inventé uno. Es decir, fabriqué uno que estaba ya inventado por la química elemental de los últimos tiempos: un líquido que en contacto con la luz se inflamaba. No era un explosivo, realmente, sino una materia de ignición, un líquido inflamable. Les gustó mucho y comenzaron a usarlo en tareas de sabotaje. También les hice una fórmula para usar materias plásticas con naturaleza explosiva, algo que más tarde se ha hecho con éxito en todas partes. Parecían contentos conmigo, aunque yo no arriesgaba demasiado pensando en Valentina, porque siempre me quedaba un adarme de esperanza.

El mismo año que terminé la carrera (yo cumplía veintidós) sucedieron algunas cosas sensacionales: entré en quintas, me destinaron a Marruecos —aunque en el plan de oficial de complemento, que me permitía estar un año en lugar de tres— y fui a la cárcel. Es decir, el orden es a la inversa: primero estuve en la cárcel como preso gubernativo —sin juicio ni sentencia—, después acabé la carrera, luego fui soldado y destinado a Marruecos.

En la cárcel estuve sólo dos meses y los aproveché estudiando. Fue una experiencia cómoda y saludable. Me habría gustado que doña Julia, la madre de Valentina, se enterara, sólo por molestarla. Tal vez se había enterado. En cuanto a Valentina, quizás era capaz de venir a verme a la cárcel sin salir de su casa; con la corza blanca incluida. Dos meses sin hacer nada sino leer mis libros, sin mujeres, sin llamadas por teléfono, con las horas libres bien ocupadas por pequeños quehaceres y largas tardes de asueto al sol en la galería número uno, me dieron en seguida un aire reposado y feliz. En realidad, no había nada de que lamentarse sino de falta de libertad. En las condiciones de mi vida y en dos meses, esa falta no se hizo sentir demasiado. Tenía compañeros de todas clases, desde rateros y rufianes hasta falsificadores y abogados aventureros dedicados a la estafa en gran escala; desde asesinos pasionales de ojos lánguidos y vacíos hasta duros profesionales de la sangre. El muestrario era tan diverso que no me daba lugar a aburrirme.

Vicente se asustó al principio —cuando vino a buscarme la policía— y luego decidió que yo era un tipo extravagante e imprevisible, pero merecedor de respeto. Así, pues, aunque le habían dicho que en las salas de visita hacían secretamente fotos a los que iban a ver a los presos políticos, afronté el riesgo y se presentó valientemente un par de veces.

Salí de la cárcel antes de que hubiera llegado realmente a sentir la necesidad de la libertad; así es que me despedí de los compañeros un poco decepcionado.

Aquel incidente me dio prestigio en algunas partes, incluso en la Escuela de Ingenieros. Tener un colega en la cárcel era para los estudiantes cuestión de orgullo. «No somos tan maricas —parecían pensar— como los de Filosofía y Letras». Esta era una manera injusta y típica de juzgarse los estudiantes unos a otros.

Los de Filosofía y Letras, en cambio, nos consideraban a nosotros primitivos, brutales y poco menos que analfabetos. Yo, en realidad, era una excepción porque leía buenos libros de vez en cuando y tenía amigos en los dos lados. Habría hecho tal vez prosélitos, aunque la mayor parte de los estudiantes venían de familias ricas, pero aquello del anarcosindicalismo (es decir, el prefijo anarquista) les asustaba. Creían que los anarquistas eran gente guillada que no sabían lo que querían. «Todavía si lo supieran —solían decirme— podríamos discutir y ponernos de acuerdo o discrepar, pero dan la impresión de que no lo saben». Los más tontos se agarraban al conocido argumento de don Arturo. «Este —decían señalándome— es de los que ponen bombas». Lo curioso es que yo no puse nunca ninguna.

Aquellos estudiantes eran más racionales que temperamentales y los ácratas les parecían —tal vez tenían razón— lo contrario. Cuando el hombre avanza por el camino de alguna clase de cultura sistematizada, lo primero que aprende es a desconfiar del temperamento. Yo era también una excepción en eso, según creo. Yo «pensaba» con mi temperamento, por decirlo así. Pero no me excedía. Me vigilaba.

Las cosas de España andaban mal y la catástrofe esperaba a cada cual detrás de la esquina. Lo primero que hice al salir de la cárcel fue procurarme, para casos de apuro, una identidad falsa, ya que desde mi ingreso en la Modelo había quedado fichado y fotografiado. Por cierto que el gabinete antropométrico de la cárcel me interesó bastante y en las dos horas que me tuvieron allí vi cómo clasificaban a la gente por huellas dactilares, por sus delitos y por sus nombres o alias. No podía imaginar que todo aquello fuera a servirme algún día para evitar la suerte de los «paseados». Para que no me pasearan a mí.

Otra cosa extraña hice en la cárcel: leí teología mística y teosofía. En la biblioteca había toda clase de libros menos los de Marx o Bakumin. La teología y la teosofía me dieron la impresión de ser algo así como la anarquía de lo absoluto. Era más que divertido. Era orgiástico, especialmente los días de viento en el alero.

Cuando más tarde se lo dije a Vicente, él respondió con su pedantería acostumbrada: «Faltaría definir antes lo absoluto y también el misticismo y la anarquía». Yo no le permitía nunca decir la última palabra y respondí con aire displicente:

—Cuando yo uso esas palabras sé muy bien lo que hay detrás de ellas y las tres tienen un común denominador: subordinar el instinto de conservación al sentido de la libertad. De una libertad trascendente o inmanente.

Él era marxista y aspiraba algún día a ser concejal, tal vez por el distrito de la Latina. La verdad es que sabía latín.

Cuando fui a Marruecos había leído tanto sobre aquel sombrío y árido país y sobre las condiciones de la vida militar en las colonias que no me sorprendió nada en absoluto. Encontré allí —en el mismo regimiento— al Ramón I, escritor y farmacéutico, que era suboficial e iba a licenciarse al ascender a alférez. Los dos habíamos leído Imán, de Sender, que no nos disgustó.

Fuimos muy amigos, y descubrí en Ramón I nuevas y grandes afinidades. Publicaba en el Telegrama del Riff cosas entre filosóficas y poéticas. Estábamos él y yo —y muchos otros— escandalizados por la inmoralidad en la administración del cuartel. Los seis mil hombres que lo habitaban morían literalmente de hambre. Era una vergüenza. Ramón y yo, que teníamos algún dinero, comíamos en las cantinas y nos defendíamos mejor o peor. No podíamos entender que los soldados se resignaran. Yo llegué a pensar seriamente en organizar un plante pero Ramón me dijo: «Es inútil. Te acusarán de sedición frente al enemigo y te fusilarán».

Los periódicos que llegaban de España nos llamaban héroes, pero en realidad si hubiéramos tenido un átomo de valentía no habríamos tolerado aquello. La mayor parte de los soldados, gente honesta y simple, creía que lo que les daba la Patria era todo lo que España tenía y se resignaban a la pobreza. Aquellos hombres macilentos y desnutridos, obligados a hacer marchas de treinta y cinco kilómetros con treinta kilogramos a la espalda —y a afrontar al enemigo—, me daban lástima e indignación. No se creerá si digo que de las nueve mil pesetas que debían destinarse diariamente a la comida de los soldados no se invertían arriba de trescientas. Lo demás se lo repartían el coronel y algunos cómplices. Es verdad que más tarde al coronel lo juzgaron y castigaron, y que eran otros tiempos.

Mientras hice allí el servicio estuve dos o tres veces en acción, y antes de entrar en fuego pensaba en Valentina y también —cosa rara— en su primo, el hijo del político nefasto. Teníamos la misma edad y se me ocurrió que podría estar en algún regimiento de línea, como yo. Al oscurecer, los días de operaciones yo miraba disimuladamente los muertos —a veces levantaba un pico de la lona que los cubría al llevarlos a las ambulancias— con la esperanza un poco loca de hallar entre ellos al hijo del político nefasto. Recientemente había comenzado a sospechar que aquel chico podría casarse un día con Valentina. En aquellos días de Marruecos, sintiéndome defraudado por la monarquía, la nación, el coronel, el capitán de la compañía y el destino mismo, me sentía inferior (culpable de mi resignación) y desarrollé unos celos un poco irracionales contra el infantil propietario del rifle con el que herí voluntariamente mi dedo pulgar en el primer cuaderno de esta ya larga relación.

Excuso decir que nunca encontré el cadáver del hijo del político nefasto ni en Marruecos ni en España durante la guerra civil. Tampoco me tropecé con él vivo. Aquel tipo debía ser un ciudadano ejemplar en el mal sentido; es decir, en el de la adaptación fructífera.

Si lo hubiera hallado no sé lo que hubiera sucedido. Tal vez allí habrían fallado mis reflexiones humanitarias, de tal forma los hechos de nuestra infancia condicionan la vida afectiva de nuestra madurez, o quizás habríamos sido los mejores amigos del mundo.

Por el momento alzaba un pico de las lonas que cubrían a los muertos antes de que los metieran en las ambulancias. Nunca había más de seis o siete muertos en mi batallón.

Ramón I era un veterano y entre las cosas que me contaba nunca las había de carácter heroico vulgar sino más bien de carácter humanitario, alegórico, y no porque mi amigo fuera un tipo moralizador, sino más bien un desalmado inocuo. Al menos, yo lo tenía como a tal. Me contaba que habiendo ido de comandante de la guardia a un lugar que llamaban el Rastrillo (una especie de fortín de los tiempos del barranco del Lobo) y que era dedicado a prisión militar de grandes delincuentes, el que mandaba la guardia saliente le advirtió: «Ten cuidado porque esos presos han jurado matar al primer oficial del regimiento de Ceriñola 42 que venga, y el primero eres tú».

—¿Por qué? —preguntó Ramón, satisfecho de verse en un trance tan patético.

—Porque el último oficial del 42 que estuvo aquí disparó contra uno de los presos, que murió poco después en el hospital. Sus compinches quieren vengarlo, ahora. Te recomiendo que no pases las rejas del Rastrillo ni te pongas a su alcance. Son mal ganado y tratarán de matarte si pueden.

Ramón no estaba convencido y antes de firmarle al saliente la relación de presos se acercó según costumbre, a la reja que cerraba el corredor, se quitó el sable y la pistola y se los dio al centinela de modo que los presos vieran que iba desarmado. El oficial saliente lo consideraba hombre muerto desde la salvedad de la reja.

Ramón, inerme pero confiado, y rodeado de presos —como digo, la mayor parte condenados a muerte y aguardando la ejecución—, se dispuso a pasar lista. Los otros (en total serían unos sesenta) iban acudiendo sin acabar de creer lo que veían. Uno de ellos llevaba un cordel en la mano. Miraban a Ramón de arriba abajo sospechando quizá que tenía un arma escondida y que todo aquello no era sino provocación, finta y truco.

Cuando acabó Ramón de pasar lista, que era por orden alfabético y terminaba con un vasco que se llamaba Zubiaurre, se puso a mirar alrededor. Había tres nombres que no habían contestado y quiso averiguar lo que sucedía. Alguien le dijo:

—Lo que pasa es que no tienen derecho de venir porque están malos.

Una vez más en las costumbres cuarteleras alguien confundía el derecho con la obligación.

—¿Dónde están?

Al llegar a un cobertizo que olía a orines viejos vio Ramón tres hombres acostados en la paja como animales. Uno de ellos quiso levantarse, pero Ramón le indicó con un gesto que siguiera acostado y dijo:

—Vivís peor que las ratas.

—No por nuestro gusto —dijo alguien.

—A este lo enfrían mañana.

—¡Hijo de puta! —dijo el aludido, roncamente.

Llevaban barba de tres o cuatro semanas —su uniforme en harapos— y en sus gestos y maneras se veía, desesperación, fatiga y escepticismo.

—Este entra en capilla mañana —repitió sombríamente el que había hablado antes.

Lo decía con el orgullo de tener por vecino a alguien que iba a ser fusilado tan pronto.

El aludido preguntó al oficial si tenía tabaco. Ramón sacó un paquete y se lo dio diciendo que podía quedárselo.

—Es que se cargó al capitán, en Kandusi —explicó el que estaba más cerca—. Pero a lo mejor lo indultan.

—Yo no quiero el indulto —dijo el aludido echando el humo lentamente, mientras hablaba—. Se lo pueden poner, el indulto, donde les quepa.

—Está bien —dijo Ramón—. La ley es la ley y no la podemos cambiar, pero tenemos derecho a ser tratados humanamente, y esto —miró alrededor— es una pocilga. Habría que traer aquí al juez militar a que lo viera.

Medía sus silencios y sus palabras. Era sincero en sus maneras, pero era también cauto y calculador.

—Cuando llega la mala suerte no hay más que aguantarse como hombres que somos. Nadie está libre de un mal paso.

Dejó pasar un espacio y añadió: «Voy a hacer que traigan con el rancho vino y tabaco por mi cuenta, porque dentro de mis medios, quiero ayudaros. Es contra el reglamento y tal vez me costará un arresto, pero no me importa. La solidaridad y la amistad de los hombres nada tienen que ver con la ley y están por encima de la vida y la muerte».

Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, Ramón salió sin pausa y sin prisa. Al otro lado de la reja tomó sus armas, dobló el papel y lo metió en el cinto. Oyó una voz detrás. Un preso decía:

—Alférez de Ceriñola 42, si dejaras la puerta abierta no se marcharía un solo preso para no darte un quebradero de cabeza con tus jefes.

Varias voces a coro refrendaron aquellas palabras, que le parecieron a Ramón más ciertas cuando oyó una voz discrepante:

—No haga usted la prueba, alférez, por si acaso —y rieron algunos. A pesar de las apariencias, mi amigo Ramón no tomaba en serio la aventura del Rastrillo. Todo lo hacía un poco ligeramente. Leía y escribía y se entretenía a veces haciendo ejercicios de estilo e imitando a los escritores viejos. No hay nada más fácil que imitar a los escritores del 98, porque casi todos son escritores de falsilla. Yo mismo, que no tengo nada de profesional, puedo hacerlo aquí de una manera improvisada. Por ejemplo, y perdonen ustedes el aire de broma, porque si el destino juega con nuestra vida, también nosotros podemos jugar aquí, en el campo de Argeles, con nuestra desgracia, creo yo. Quiero decir que a los escritores genuinos, a los que no se refugian detrás de un parapeto de palabras ni de un estilo superpuesto, a estos no hay quien los imite. ¿Cómo se podría imitar a Stendhal, a Balzac, a Tolstoi, a Dostoiewski? Pero he aquí una imitación del moroso y sinsubstancial de Azorín: «En la vieja sala hay sillones cubiertos de fundas blancas. Un reloj da su tictac en un rincón. Pasan los segundos, los minutos, las horas lentamente, dejando cada uno su marca ligera en la superficie del tiempo. Un rayo de sol cruza la estancia en sombras y pega en el muro una oblea de oro. En el pasillo se oye una voz cristalina, pero cansada:

»—Leonora, hija, Leonora. Son las tres.

»A esa hora la señora, con sus manos enmitonadas, y la azafata de pelo blanco salen juntas, cruzan la plaza y entran en la iglesia a renovar las flores del sagrario que en invierno son artificiales y en verano naturales. El ama de llaves del señor cura las ve entrar en la iglesia y sin dejar de hacer calceta suspira:

»—¡Ay, Señor!».

Mucha gente confunde el estilo con el amaneramiento. Lo que algunos académicos llaman voluntad de estilo es afectación (ganas de impresionar con trucos y morisquetas). No consiste el estilo en la voluntad de aparentar, sino en el conjunto de reacciones interiores que ligadas a la fatalidad del ser se manifiestan en una forma de expresión lo más espontánea posible.

El estilo, una vez más, es el hombre, y me gusta reconocer que en eso los franceses acertaron. A mí no me gustan los franceses. En los pueblos fronterizos (como Aragón) no se quiere a los franceses. Recuerdo en mi infancia que uno de ellos discutía una vez con mi abuelo y decía:

—Vous, les espagnols, no inventaron nada en la historia.

Mi abuelo, que podía ser muy directo y duro en sus ironías, respondió gravemente:

—Es verdad. En cambio, ustedes los gabachos han inventado la bragueta.

Era verdad también. El pantalón con la abertura delante es de invención francesa. Mi abuelo vestía de calzón y aquellos calzones no tenían bragueta, sino que todo el lienzo frontal se extendía hasta un costado y se abrochaba en la cintura con un prendedor o una «garrucha» —así decía él— de marfil, bastante grande.

Era verdad que los franceses habían inventado la bragueta. El francés que discutía con mi abuelo se quedaba un momento perplejo sin saber qué decir, y por fin respondía:

—No me negará, señor, que la braguette es une chose assez practique.

También Baroja es fácil de imitar por lo que tiene su desaliño de afectación. (Son las afectaciones las que se imitan). Por ejemplo:

«A Paca la llamaban Santucha porque su marido había ido por los caseríos con una caja donde tenía un santo y lo besaban y le daban algo. Solía acompañarle un perro malcarado que cojeaba.

»La Paca tenía fama de empinar el codo y cuando entraba en la taberna de Pashi decía:

»—Mídelo bien, que traigo numerario.

»Aquella mujer tuvo en tiempos fama de saludadora y sabía ensalmar y entablillar y poner sanguijuelas. El médico del pueblo la molestaba por pedantería. En aquel año hubo una helada que el vino en algunas casas tenían que partirlo con un martillo y algunas vacas se quedaron congeladas en el monte, de pie, tiesas y sin caerse. Muchos años fue recordada aquella helada como se recuerdan las epidemias y las inundaciones. Pashi, el tabernero, decía:

»—Presco que estaba el chacolí y duro, que me lo compraban por libras. No salían a trabajar ni a pescar y por la noche los mozos, aburridos y un poco chispos, hacían el gamberro…».

Unamuno es más fácil aún en el ensayo, que era lo único de él que a los Ramones diferentes y a mí nos gustaba. Por ejemplo:

«Y yo no digo que no, y si lo digo entenderse puede como una afirmación, que entre el afirmar y el negar no hay más diferencia que la actitud y la postura y aun, si a mano viene, más negadora es la afirmación que la negación, y viceversa. Digan lo que quieran, por encima del sí y el no y el quizás y el quién sabe, hay la afirmación silenciosa del soma con su armazón de buenos huesos medulares. Y entiéndalo quien pueda y no quien quiera, que yo me entiendo a mí mismo y aun diría (y Él me perdone) que dentro de mí y de esta muda presencia de mi soma Dios se entiende a sí mismo…».

Valle-Inclán era más difícil, porque su afectación tenía raíces en lo profundo del ser y del idear. No hay bromas con don Ramón:

«En su puño de esclavo de la gleba Liberato el Cano alza la almorzada de cerezas y las ofrece a la doncella que cabalga la yegua del prior de Santa María de Meis. Las campanas y un revuelo de palomas nos recuerdan que es la mañana del Corpus Christi y al salir el abad cazador la jauría desemboca por la puerta cochera con ladridos atenorados.

»—Otrora cazábamos con halcones neblíes —dice el abad.

»Desde su caballo el montero comentaba:

»—Por el camino de Viana del Prior saltarán las perdices.

»—La montura de la doncella es asustadiza —advertía el sacristán.

»—¿Lo dices por los tiros?

»—Y por el volar de las aves que brincan de los pies de las bestias y levantan fragor.

»Por el atrio doña Sabelita asomaba llevando todavía en los brazos el ramo del sagrario con el cuidado y la ternura con que llevaría un bebé:

»—No castiguéis a las bestias, que hoy es el día del Señor».

Entre los personajes de don Ramón no hay amigos ni amantes que dialoguen con afabilidad, y si hay algún idilio, a menudo une a los amantes un resquemor común. Tampoco hay amor por las cosas ni por los animales. Hay sólo una inclinación sensual por el misterio de la naturaleza. Y la rudeza de la necesidad.

Valle-Inclán no sólo es un escritor masculino, sino afectado de masculinidad. En su prosa se realza lo viril hasta la crueldad. Todo es violencia, dureza simulada e insensibilidad moral. Pero Valle-Inclán era sensitivo y vibrador como la hoja labrada del helecho antiquísimo que tiembla con el sonido de la campana y se cimbrea con la brisa del aleteo de la abeja.

Los diálogos de Valle-Inclán toman plasticidad a fuerza de inquina, lo que no les quita belleza ni posibilidad lírica.

Me había sucedido algo raro al dejar Madrid para ir a Marruecos. Se lo conté a Ramón I, quien solía tomar en serio mis problemas. Tenía en Madrid una amiga recatada y siniestra como la Circe, con la que tropezaron los amigos de Ulises. Como la Circe que les dio a beber de una copa mágica y los convirtió en cerdos, con excepción de Eurylochus, quien corrió a llevar la noticia a Ulises. Este, habiendo recibido de Hermes la raíz de altea y del ajo silvestre que lo harían inmune a los encantamientos, bebió la copa de Circe sin daño y obligó a la hechicera a devolver a sus compañeros el ser natural. Después, enamorado de Circe, estuvo con ella un año y fue el padre de Telegonus, fundador de Tusculum.

La raíz de altea —el malvavisco— y la raíz del ajo silvestre hacían al hombre inmune a los encantamientos, entonces.

Yo dejé a la ninfa del verde barrio de las Vistillas antes de salir para Africa en manos de un amigo vasco, de nombre Ramón Irazábal Pando (era el Ramón V o el VI), quien parecía inmunizado también por aquellos olores. El ajo silvestre lo envolvía en un olor intolerable, pero mi Circe era una ninfa con poderes mágicos, también, y estando en Marruecos me enteré de la desgracia de mi amigo. Una desgracia que podríamos llamar habitual en los campos siempre trillados y siempre nuevos del amor trisobulbal o vaginoseminal, o comoquiera que lo llamemos. Aquel Ramón V o tal vez VI dejó en un papel blanco sus iniciales: R. I. P. y se dio un tiro en la sien. En cada uno de aquellos Ramones mi sombra parecía regocijarse y expanderse, pero en aquel cuyas iniciales eran funestas mi sombra se disolvió sobre el abismo sin nombre. Circe era una ninfa cuyo deseo podía ser más fuerte que los olores crudos y cáusticos de las raíces silvestres o cultivadas. Circe no reparaba en nada. Tenía una misión (la naturaleza confiaba y descansaba en ella) y la cumplía.

Una mujer honesta, la novia de las flores de azahar sobre el velo blanco de la doncellez, no habría tolerado el olor del contraveneno de Hermes. Habría vuelto la espalda y habría huido. Pero las náyades de las Vistillas o de los ibones manantiales entre los pinos son arrastradas por un deseo más fuerte que la planta de la flor blanca y las raíces negras. Freud restauró en ellas la naturaleza olvidada por largos milenios de servidumbre a los tabús más poderosos, y entonces esas ninfas quisieron compensar en la brevedad de una vida las privaciones de tres mil años de una clase de lascivia precariamente nupcial.

El resto ya lo sabemos. Vicente me escribió de Madrid contándomelo. Vicente, que se había librado del servicio militar por corto de talla y por hijo de viuda. El caso de Ramón Irazábal Pando me trae al recuerdo muchas pequeñas cosas de aquel tiempo. Yo confieso que presenté mi Circe a Ramón tratando de facilitar la sucesión porque iba a marcharme a Marruecos; es decir, a hacer un largo viaje que representaría tal vez una ausencia definitiva. Siempre quedan en la casa que uno abandona zapatos usados, a veces en perfecto estado, pero usados, que no caben en la maleta. Ocasionalmente, no sólo zapatos en buen uso, sino hermosos y lujosos (¿qué va a hacer uno con ellos en la guerra?). Así, Circe.

Y me fui. Ramón era mucho más galán que yo (yo no lo he sido nunca), era una especie de alférez abanderado del amor, tal vez irresistible. Pero hay una clase de Circes que guardan rencor a esos galanes y los llevan a la orilla de un precipicio que sólo ellas conocen. No supe nada más hasta la noticia de la muerte de Ramón VI, que me explicó Vicente desde Madrid en una carta bobamente retórica, detrás de cuya decorativa resonancia se veía esa disimulada alegría con que los filisteos cuentan el suicidio de un amigo. Se mató Ramón —creo yo— por la cancelación y ruina del objeto del amor-costumbre-voluptuosidad-utopía. (La verde ninfa del bosque, prevaricante). Luego supe que mientras aquella ninfa estuvo conmigo tenía ya relaciones clandestinas con ese Ramón VI y que, por lo tanto, al presentársela yo estaba ofreciéndole algo que Ramón tenía ya por conquista secreta.

Cuando pasó a ocupar mi puesto (oficialmente), Circe decidió tener otro Ulises clandestino, por si acaso. Pero la hembra, deslizándose subrepticiamente de nuestro lecho para entrar en otros más o menos vecinos, deja al homo ibericus vulgaris desolado, vuelto en su estéril desnudez hacia sí mismo y sin perspectivas ni esperanzas. Es lo que le pasó a Ramón VI. Ni siquiera el deseo de castigar, de agredir. Habría sido injusto, porque Circe no había puesto en la empresa su amor. En realidad, ella no cree en el amor —ese amor con ventanas al infinito, del hombre—. Circe no cree en el amor ni nos pide las ventanitas del nuestro a los hombres.

Cuando no hay culpable a quien castigar, el homo ibérico orienta la necesidad de la agresión hacia sí mismo. Todo ha vuelto de pronto contra el sujeto. Lo otro, es decir, el campo donde proyectar nuestro desamor trágico, ha desaparecido. A mí, por fortuna, esquizofrénico compensable —que diría un psiquiatra—, me quedaba siempre mi Valentina, en un espacio indeterminable, pero muy deslindado. Ella, concreta y viva en su cuerpo, figura e imagen. En su materia y en su idea.

Yo le hablaba de todo esto en Marruecos a Ramón I —aunque sin citar nunca el nombre de Valentina— y teníamos largas discusiones sobre esa materia siempre virgen. Él me hablaba de una muchacha marroquí con su estrellita azul tatuada en la frente (como un asterisco y su llamada culta que refería la mente al sexo), las palmas de sus manos teñidas de bermellón indeleble y su cuerpo sin un solo vello, cuidadosamente depilado.

Ramón andaba alerta, porque sabía que con las mujeres marroquíes siempre hay un riesgo, el de ser sorprendido por algún moro en horas del alba y sacrificado a Muley Shiriguá. Con los testículos cortados, metidos en la boca y esta cosida con una aguja saquera. Era el ritual de los celos berberiscos.

En Marruecos, yo tomaba las cosas mecánicamente, lo mejor que podía, y tenía reflexiones sombrías que, por el contraste, hacían menos feo el mundo que me rodeaba; digo, reflexiones basadas en recuerdos. Por ejemplo, recordaba algunas personas que se habían suicidado en tiempos de mi infancia o mi baja adolescencia (es decir, del neolítico inferior o del neolítico superior). Suicidas muy diferentes de Ramón, el de las iniciales fúnebres.

Me correspondió vivir un largo período de castidad (más largo que el de Aínsa), que me pareció difícil al principio y más tarde placentero. Mi aspecto exterior cambiaba. Incluso mi color. De cetrino se hacía claro y luminoso.

Ramón I dejó el regimiento antes que yo, pero se quedó en Melilla como redactor de un diario, con su morita depilada.

Poco antes de cumplir yo y ser licenciado recibí una carta de mi abuela materna —la viuda del viejo Luna— pidiéndome que fuera a un hospital cuyas señas me daba, a ver a un tal Alfonso Madrigal, sobrino nieto de ella, de Zaragoza. Me pedía que si podía hacer algo por él lo hiciera, «aunque en verdad no lo merecía porque había estado en presidio», pero añadía que si íbamos a abandonar a todos los que merecen estar en presidio se acabaría la humanidad. Al parecer, aquel Alfonso Madrigal era un contrapariente lejano mío (pariente por matrimonios, no de sangre), aunque el parentesco era tan lejano que no lo alcanzaban los galgos, como la abuela decía. Luego deduje que era un primo de aquel chulo o zagal o rabadán (estos tres nombres tiene en mi tierra el aprendiz de pastor) que se lamentaba de haber perdido el chuflo años antes.

Resultó que el lugar donde aquel ciudadano estaba era un hospital en un poblado francés de la raya de Argelia. No era territorio del protectorado español, pero se podía pasar allí sin documentación especial (aunque no se podía entrar más adelante). Había guardias en las carreteras y, lo que es peor, guardias moras; es decir, de policías indígenas, que son las peores.

Lo que más me decidió a seguir las indicaciones de mi abuela era el hecho de saber que aquel individuo había sido sospechoso para la policía en Zaragoza. En seguida pensé que tal vez había conocido a Checa y a Esteban y a otros antiguos héroes. Debía ser aquel Alfonso Madrigal doce o quince años más viejo que yo.

Di con él en un caserón que olía a fenol y a yodo. Un enfermero alemán me salió al paso y quiso hablarme español. Mostrándome un frasco me decía:

—Jodo.

Yo no comprendía. «Bien, ¿y qué?» —le dije—. Él repetía mostrándome el frasco: «Jodo». Por fin vi que trataba de decir yodo, pero que leía la jota alemana a la española, lo que hacía la cosa humorística.

Le dije quién era y lo que buscaba y el enfermero, que parecía ser un antiguo soldado de la legión francesa convaleciente de heridas, me llevó al cuarto de Alfonso con una prisa entusiástica, lo que me hizo pensar que eran amigos.

Era Alfonso un hombre seco, denegrido, con una mella de dos dientes que le hacía silbar algunas palabras. Estaba en la cama y hablaba como alucinado. «Este tío, promete», pensé.

Resultó que conocía gente de mi pueblo. Conocía también a Juan el de la «Quinta Julieta» y había conspirado con el Checa. Pero, según decía, «había perdido las ideas». Se refería al anarquismo.

Estuvo hablando más de dos horas. Se desquitaba porque, según dijo, llevaba veinte días sin hablar con nadie. Me dijo: