Creo recordar bastante fielmente las siguientes líneas:

«Y ahora digo yo, vamos a ver cómo nuestra naturaleza humana percibe la luz del conocimiento. Veamos. Hay algunos seres humanos viviendo en el fondo de una caverna que tiene una claraboya abierta a la luz. En la caverna han estado desde la infancia esos hombres, sujetos por cadenas y argollas de modo que no pueden mirar hacia atrás. Encima y detrás de ellos hay una antorcha encendida a alguna distancia y entre la antorcha y los prisioneros hay un camino y a lo largo del camino un pequeño muro o parapeto como el que los trujimanes suelen tener delante, sobre el cual muestran sus marionetas.

»¿Qué vemos?

»Lo que vemos, digo, es una serie de hombres pasando por ese camino llevando consigo toda clase de objetos: ánforas, estatuas y figuras de animales hechas de madera y de piedra y de otros materiales, que se dejan ver sobre el parapeto. ¿Están viéndolos ustedes?

»Es una extraña imagen de cosas movedizas pasando detrás de un muro y de un grupo no menos extraño de prisioneros. ¿Qué ven estos prisioneros? Sólo su propia sombra y la sombra de esos objetos que la luz del juego proyecta contra el muro contrario de la cueva.

»No pueden los presos ver otra cosa, porque no les es permitido volver la cabeza. No pueden ver sino las sombras de las cosas que pasan por detrás.

»Así sucede con nosotros. Lo que llamamos la verdad es sólo la sombra de las imágenes de unas cosas cuya naturaleza ignoramos».

Así dice Platón en el libro séptimo de La República.

Aunque en este cuaderno octavo no hay nada que no hayamos podido ver en los anteriores, ahora es diferente. Un poco diferente.

El autor es el mismo con su voz y su acento (ambos en la orilla de lo literario y no exactamente dentro de la expresión literaria convencional). En estas páginas parece referirse a la confusión de unos días llenos de extraños dobles y triples fondos difíciles de identificar a la luz del recuerdo para el que no haya pasado medularmente por el mismo calendario. Aquella fue una semana tremenda, o más bien —yo diría— enorme.

Este cuaderno es más breve que los siete anteriores, pero tal vez más intenso. No pongo versos en este corto prefacio porque no los hallé y porque, según creo, el autor los puso dentro del texto y en un lugar que le pareció más adecuado. Hay sugestiones e insinuaciones de carácter lírico que entenderán sólo algunos lectores. Una vez más no hay política en estas páginas, sino humanidad, a veces cálida y hasta ardiente, a veces tibia y sugeridora, pero nunca fría.

Se refieren los dos capítulos o cuadernos siguientes al período de la guerra civil que todos querríamos olvidar. Las cosas se hacen irreales en el recuerdo de Pepe Garcés, como solía sucederle —él mismo lo dice— cuando veía algo que su razón no podía digerir. Sin embargo, ese irrealismo no es un escape de la realidad, sino una integración en ella por la vía esencial de los juegos de símbolos, más entrañable que la del referir visual. En todo caso, yo creo que cuando escribió este capítulo que sigue trató el autor de decir muchas cosas que no se habían organizado aún en su conciencia con ideas y palabras coordenables. O que —quién sabe— tal vez se habían organizado demasiado y sólo se podían decir parabólicamente para mantener toda su intención.

Algún lector lo encontrará largo a pesar de todo, pero a mí me ha parecido corto, y a otros les sucederá lo mismo.