Estos papeles son los últimos, ya que alcanzan a los días de la postrera aventura (la guerra civil, la aventura de todos los españoles) y comienzan con lo que sucedió inmediatamente después de haberse graduado Pepe Garcés.

Mucha más importancia que su graduación tenía para nuestro joven héroe su integración en el mundo de los adultos por el amor físico y por alguna clase de responsabilidad social que no quiso aceptar en los niveles de la ciudadanía ordinaria.

Dice Pepe en algún lugar: «Tal vez por haber comenzado demasiado pronto a gozar del amor físico fue este el que rigió luego mi vida; pero no hay que sacar falsas consecuencias, porque me es difícil a mí separar las voluptuosidades del alma de las del cuerpo y, en definitiva, la esquizofrenia española no fue tan grave. Todavía hoy si fuera posible lo amaría todo, lo fecundaría todo y me retiraría a morir al fondo del bosque y la muerte tendría alguna clase de voluptuosidad, aún». La unidad estaba hecha —de un modo u otro— en el caso de Pepe partiendo de los sentidos.

Y los sentidos estaban impregnados de la conciencia trascendente del ser. En cuanto a Valentina,

El sol caballerizo

y la yegua del mar

venían al bautizo del azar

organizado por las nuevas amistades.

Estaban en las rosas

las palomas torcaces

y decían sus cosas, las procaces

garzas que sobreviven a los niños discretos

Ahora te veo a ti

Valentina, ventura

de mi sabida superestructura,

allí en la copa grande y húmeda de la noche.

Al encontrar estos papeles póstumos, mi impresión primera fue la de haber hallado algo en proceso de cristalización; es decir, sin forma definitiva o al menos en un estado más fluido que los anteriores. Por lo menos en lo que se refiere al segundo cuaderno titulado «La orilla donde los locos sonríen». El siguiente, «La vida comienza ahora», tiene una estructura narrativa más cuidada y fue sin embargo escrito después. Así no se puede atribuir la aparente falta de cristalización de ese libro octavo a fatiga o a falta de tiempo. Parece que la irregularidad era deliberada en el autor. No sé con qué fin.

Hay que tener en cuenta que con estos cuadernos salva nuestro autor algo más de quince años de realidad física, moral, intelectual, espiritual, es decir, que rompe las unidades a las cuales se ha atenido hasta ahora y a las cuales va a volver en «La vida comienza ahora».

Como digo al principio, creí que se trataba de formas inconexas y tal vez de notas para ser integradas más tarde en alguna clase de estado definitivo. Pero supongo que en su estado de nebulosa —por otra parte tan diáfana y clara y bien ordenada— tiene su verdadera naturaleza.

Había ido al mesón y en el brocal del pozo

preguntando por los ancestros muertos

encontré aquella voz que oía cuando mozo

y que me daba en sus inciertos ecos

el legado de las viragos cenicientas.

¿Eres tú? ¿No eres tú? ¿Qué hacías en el valle

lleno de tintos de lubricidad?

¿Eres yo? ¿Quiénes somos? Andaba con la dalle

y en la avenida de la Libertad

gloria por gloria renunciaba a la del crimen.

Vine después subiendo hasta esta posada

o castillo tal como me estás viendo;

en el camino había héroes de la Armada

sin nombre que a los que íbamos huyendo

nos mataban con la indolencia de los fuertes.

Dejadme entrar ahora al mesón del laurel,

yo saldré cuando todo haya pasado,

prometo que entretanto no cruzaré el cancel

a menos que me hayan convocado

ese día que el poste de la horca echa brotes.

El aire estaba lleno de ecos minerales,

en el valle encelábanse los toros

por la voz se reconocían los erales

y en tierra que ayer fuera de los moros

los grandes orinaban —humanos— por su turno.

Sucedían ya entonces las cosas más extrañas,

era exacta la fe como un binomio

ya no había contradicción en las Españas

y desde el parlamento al manicomio

el autobús lo conducían las doctoras.

El granizo ha caído después en mis vergeles;

Isabel fue el lindero del ocaso

y altura por altura en la de los dinteles

de la niebla de Dios, pongo por caso

ya no huelen, hermana, las flores de la vida.

En la tardía tarde de los maizales rotos

un cristal inseguro en la ventana

tiembla con la volada del aire de los sotos

y aunque trae canciones hortelanas

ya no hay sol en las bardas, amante del invierno.

La verdad es que Pepe seguía por el momento en la farmacia, pero sabiéndose superior a su situación se permitía dos actividades que excedían a su trabajo regular: una clandestina y otra legítima y legal. La clandestina era su relación con el Palmao, a quien llevaba el correo que recibía. Para eso aprovechaba la hora de la cena en casa de la señora Bibiana, que estaba a mitad de camino de la casa del Palmao, también rústica y agrícola, aunque con esa aura sospechosa de las casas campesinas cuyo dueño ha corrido mundo.

La segunda actividad consistía en sacar libros de la biblioteca de los escolapios, y leerlos en la rebotica o en su cuarto. Pasaba con fruición de las bellas letras a la historia o a la filosofía evitando la relación con sus antiguos colegas de la escuela, excepción hecha de Eliseo, quien una vez confesada su verdadera naturaleza moral se había hecho de veras tolerable. Admiraba Pepe y despreciaba a un tiempo el cinismo de Eliseo. En definitiva, pensaba que era un hipócrita genial y había descubierto que en aquella clase monumental de hipocresía no todo era reprochable ya que llevaba implícito un cierto respeto por los demás. Nada ganaba Eliseo con sus embustes de muchacho bien educado y, sin embargo, hacía con ellos a los demás un poco más cómodos en la vida. Pepe, sin embargo, consideraba aquella hipocresía como un signo de debilidad.