UNA NOCHE EN PHU BAI

Lester Whitaker no es muy alto, pero luce corpulento. Tiene 46 años y la mirada inquieta de quien ha convivido con el peligro. Aún conserva el pelo muy corto, como cuando estaba en el servicio activo, lo que le disimula en parte una calvicie incipiente en la coronilla. Lleva puesta una camiseta de mangas muy cortas, cuyos bordes parecen haber sido cortados a mordiscos y los brazos muestran una musculatura acolchada, propia de quien ha hecho mucha gimnasia y ya no la frecuenta tanto. Está acodado sobre la mesa plástica de la cafetería, los pies cruzados bajo su asiento y oscila permanentemente uno de sus muslos como si estuviera aguardando, nervioso, el momento de largarse a correr.

Lo he citado para preguntarle su opinión, como ex combatiente, de la aceptación gubernamental al ingreso de homosexuales en el ejército. Lester mira fijamente el líquido contenido en su vaso de cerveza y entrecierra a veces los ojos claros, como intentando ver algo más allí dentro. Aprieta por momentos la mandíbula y se le marcan dos protuberancias móviles bajo las orejas.

Me dice que no ha superado, hasta el día de hoy, las secuelas de la guerra. Que no se lo permiten. Le pregunto quién o quiénes, no se lo permiten. Me dice que recibe amenazas telefónicas del ejército norvietnamita. «Los Charlie» puntualiza, refiriéndose a los norvietnamitas. Aún hoy. Lo llaman por teléfono y lo insultan. Gente de Giap, afirma. O bien lo llaman y cuando él atiende, nadie contesta a su saludo. «Se quedan en silencio. Los maldigo por el aparato y no me contestan. Pero yo sé que son ellos. Ese silencio es el mismo silencio que yo y mis compañeros oíamos en la selva. Cuando sabíamos que estaban allí pero no los veíamos ni los escuchábamos. Hasta los pájaros y los monos se callaban».

Le pregunto que cómo sabe que la llamada es desde el exterior. «Lo sé —afirma—. Son llamadas desde Saigón. Puedo escuchar como un pitido apagado al inicio, lo que indica las llamadas desde el exterior. Otras veces —ayer, por ejemplo— descolgué el teléfono y escuché los sonidos de la jungla. Nadie hablaba ni decía una palabra pero yo oía, a lo lejos, los gritos de los monos y los papagayos, como cuando estaba en Nam Hang».

Le pregunto que por qué piensa que los norvietnamitas lo han elegido a él para martirizarlo con esas llamadas, con esas pesadas bromas telefónicas. «Fui muy duro con ellos», responde. Al parecer, a ninguno de sus compañeros de guerra le sucede lo mismo.

Lester hace girar el pesado vaso de cerveza entre sus manos. Controla a veces, con vistazos cortos, los movimientos de otros parroquianos y vigila los desplazamientos de los jóvenes que despachan detrás de la barra. Me inquieta un tanto un bolso deportivo que ha dejado en una silla vacía, justo a su lado.

Decido comenzar con la nota. Entiendo que, para hombres como Lester Whitaker, la espera es mucho más insoportable que la acción.

P: ¿Cuál es su opinión, como ex combatiente, sobre la decisión de Bill Clinton de aceptar a los homosexuales en el ejército?

Por primera vez desde que nos encontramos, Whitaker me mira fijamente a los ojos. No me dice nada pero escucho cómo el cristal de su vaso de cerveza cruje bajo la presión de sus manos.

Esa actitud me deja entrever, al menos, una postura clara frente a la problemática. Prefiero continuar.

P: Es que, tengo entendido, Whitaker, que un gay le salvó a usted la vida, en Vietnam.

W: ¿Quién te contó eso?

P: Me documenté antes de venir a verlo. Es común asesorarse sobre las personas a las que uno va a entrevistar. Alguien me dijo también que un tal Kelli Seggerman fue el compañero que lo sacó a usted del peligro, en medio de un ataque enemigo.

W: ¿Te dijeron algo más sobre Seggerman?

P: Nada más. Pero lo vi casualmente días atrás por televisión, con motivo del gran desfile gay de San Francisco. Marchaba tomado de la mano de un oficial de bomberos de bigotes, con su uniforme de combate. Mencionaban allí su nombre. Lo resaltaban como a un héroe de la guerra y hasta le hacían un reportaje. Hacía poco que me lo habían mencionado en relación con su caso, Lester, por eso recordé su nombre inmediatamente ¿Podría contarme como fue aquel episodio?

Lester pide otra cerveza. Y controla la entrada y salida de los parroquianos. Es muy raro que me mire. Al levantar uno de sus brazos para pedir la cerveza, advierto parte de un gran tatuaje asomando bajo la manga derecha de su camiseta. Le pregunto qué es eso. Me dice que es el dibujo de una cosechadora de trigo. No es un motivo muy usual en tatuajes, me atrevo a opinar. Me dice que en su pueblo, Topeka, tenía un amigo que trabajaba en una empresa diseñando máquinas agrícolas. Dibujaba arados, trilladoras y esas cosas. Pero se cansó de aquello y, por los 60, se volvió hippie. Comenzó a hacer tatuajes y se inició con lo único que hasta ese momento conocía. Podría decirse que experimentó con Lester y le estampó casi en el hombro aquel diseño. Según Lester, el tatuaje le acarreó algún problema en el ejército. Un sargento supuso que estaba transportando, en forma subcutánea, un nuevo proyecto de caza interceptor. Y lo supuso pese a que el amigo de Lester le había dibujado al pie del motivo —y para ablandar su tecnicismo— una cinta enlazada encerrando las palabras Gracias, madre. Lester tuvo que explicar el asunto más de una vez a gente del Pentágono y rogar a Dios no caer nunca en manos de los Charlie.

Ante el silencio en que se sume mi entrevistado, opto por insistir.

P: Parece contrario a la admisión de homosexuales en el ejército. Sin embargo, reconocidos o no, siempre los hubo entre las filas.

W: Si deciden aceptarlos, que los junten al menos en un mismo regimiento ¿O no ha habido regimientos de negros, acaso? ¿O de hispanoparlantes? ¿No ha habido regimientos de pieles rojas, sin ir más lejos?

P: ¿Regimientos de pieles rojas? No sabía eso.

W: Porque no estás enterado. Todos los periodistas creen saber mucho más de lo que saben, pero no saben nada. De nada te vale tu asesoramiento ¿No fue muerto Custer por un regimiento de pieles rojas?

P: Bueno. Pero eran irregulares. Eran los guerreros de Crazy Horse. Es como si me dijera que los japoneses tenían regimientos de amarillos.

Whitaker me mira por segunda vez en la tarde, con fulgurante intensidad. Juzgo que tal vez no sea demasiado conveniente volver a demostrarle un error. Y ya él vuelve a la carga.

W: Los mismos franceses tuvieron un regimiento de homosexuales, hace ya tiempo. Los franceses, nuestros aliados. Tú bien sabes como son los franceses.

P: ¿En qué guerra? ¿Podría darme más precisiones?

W: No has estudiado nada. Fue en los Dardanelos. Los comandaba un general homosexual, Martin-Janet Villacelse, a quien los ingleses llamaban El Napoleón de Lyon y los australianos llamaban Lulu, le fusil.

P: Vuelvo a repetirle. A usted le salvó la vida un gay.

W: No me lo recuerdes. Toda la culpa fue del hijo de puta del capitán Murray. Cecil J. Murray, un bastardo de Oregón, que me odiaba. Sabía que yo no podía soportar a Seggerman y siempre me mandaba de patrulla con él.

P: ¿Era un buen soldado?

W: ¿Murray?

P: No. Seggerman.

W: Hasta ese momento no lo sabíamos. Parecía serlo. Pero nunca puedes confiarte de una mariquita.

P: ¿Sabían ustedes que lo era?

W: ¿Un buen soldado?

P: No. Una mariquita.

W: Tú te das cuenta. No sé. Siempre hay algo que los vende. Nunca se había manifestado con ninguno de nosotros. Era muy sobrio, para serte sincero. Pero había algo a flor de piel que a mí me lo indicaba. A mí y a mis compañeros.

P: ¿Como ser?

W: La fruición con que disfrutaba ponerse las pinturas de enmascaramiento. Tardaba horas en prepararse para una patrulla nocturna. Procuraba combinar los colores. Los que iba a llevar sobre las mejillas con los que le rodearían los ojos. Incluso con los colores del uniforme.

P: ¿Lo notaban ustedes?

W: Yo, por lo pronto. Se pasaba las horas mirándose al espejo. Comparaba los colores de su rostro con los de sus ropas. Más de una vez llegamos tarde a una emboscada porque él no encontraba el morado exacto para sus arcos superciliares. O, por ejemplo, le encantaba zurcir los paracaídas. Dos por tres llegaban tropas de paracaidistas y Seggerman se ofrecía a coserles los paracaídas. Él simulaba protestar o quejarse porque la tarea era muy dura y se llenaba los dedos de pinchazos, pero en realidad estaba encantado. El capitán Murray siempre lo elegía para tender las redes de camouflage sobre los helicópteros. Seggerman las enganchaba en los árboles, las pasaba sobre las paletas de los Chinook, y luego las iba cubriendo con ramas. Buscaba plantas, juncos, cañas de bambú. Sabía mucho de vegetación, pero en realidad hacía un tratamiento escenográfico. Solía colgar sedas de colores de algunas redes, farolitos chinos, tapas de long-plays. Tardaba años en tapar esos podridos helicópteros ¡Y los vietcong no tenían fuerza aérea!

P: ¿Qué decían tus compañeros?

W: Se reían. Se burlaban de mí los bastardos. Porque Seggerman siempre era designado en las patrullas conmigo. A ellos no les molestaba en lo más mínimo. Te repito que Seggerman era sobrio. No era una mariposa. Incluso había quienes dudaban de las habladurías. Pero a mí, a nosotros, a Seggerman y a mí, llegaron a llamarnos los Whitaker como puede decirse de un matrimonio, los Smith.

P: ¿Había quienes dudaban de las habladurías?

W: Sí. Se decía incluso que Seggerman había violado a un oficial de vietcongs que cayó prisionero en M Ngoi.

P: ¿Un oficial?

W: No recuerdo el grado. Te informo que los vietcong eran muy duros para hacerlos hablar. Te conté mis episodios con el teléfono. Y entonces, es probable que Seggerman haya tomado el silencio de este oficial como una aceptación. El que calla, otorga. Pero nunca hubo nada concreto. Ni sumario ni nada. Simplemente se rumoreaba. Pero aquello nos hizo dudar de que fuera homosexual.

P: ¿Los hizo dudar?

W: Es que yo en ese entonces pensaba que homosexual era solo la persona que recibía, no la que daba. Luego, cartas de mi madre, conversaciones con mis superiores, y especialmente con el sacerdote del regimiento, me pusieron las cosas en claro.

P: Y, entonces ¿cómo fue aquel episodio en que él te salvó la vida?

Puedo escuchar como Lester Whitaker rechina los dientes. Mira hacia todos lados y comprueba, cada vez con más asiduidad, si el bolso deportivo que lo acompaña sigue a su lado. Me inquieta un poco. He cubierto ya un par de episodios en donde veteranos de Vietnam han irrumpido en restaurantes ametrallando a cuanto se le cruzara a su paso. No parece ser éste el caso. La cafetería no llega a tener el rango de restaurant.

W: Estábamos en Phu Bai y el imbécil del capitan Murray nos destinó, a Seggerman y a mí, a una avanzada de observación cerca de un sendero transitado por el enemigo. Cinco días estuvimos allí, enterrados en un pozo que hicimos con Kelli y al que cubrimos parcialmente con paja, esperando ver pasar a esos hijos de puta vietnamitas. Cuatro larguísimas noches en que no pude siquiera pegar los ojos.

P: ¿Por qué? ¿No se turnaban en las guardias?

W: Nos turnábamos. Pero… ¿te dormirías tú estando acompañado en un sucio e infecto pozo de dos por dos por un hombre probadamente marica? ¿Podrías hacerlo? Mientras yo vigilaba aquel sendero, Seggerman dormía como un ángel enrollado en el suelo. Pero cuando él tomaba su turno de guardia, yo me veía atacado por el desasosiego que me producía saber que ese degenerado podía tocarme, aprovechando mi sueño. Para colmo, no parecía haber peligro. Ni un podrido vietnamita, ni un animal, ni un mono, ni un carabao, dieron señales de vida, ni de día ni de noche, por aquel sendero durante todo ese tiempo. Bien podía entonces el enfermo de Seggerman abandonar su vigilia para manosearme con sus regordetas manos de marica.

P: ¿Sucedió eso?

W: Oye. Yo lo tenía expresamente amenazado. Había decidido terminar con las medias palabras o con las frases intencionadas. Le dije muy claramente, la primera noche que debimos pasar juntos en ese pozo, mostrándole mi cuchillo de combate: «Tan solo me pones un dedo encima y te corto ambos brazos». Él no me dijo nada. Ni me contestó, ni protestó, ni nada. Sabía perfectamente que yo podía hacer eso y cosas mucho más terribles porque me había visto interrogando a un labriego una vez, cerca del río Perfume. «Un dedo encima y te corto ambos brazos». Así de simple. Pero no pude dormir en las cuatro noches. A veces caía en una especie de sopor, producto del cansancio y la tensión propia del momento, pero enseguida me despertaba sobresaltado. Me desvelaba más el peligro de la lujuria de Seggerman que la amenaza de un ataque de los vietnamitas. Yo era un manojo de nervios. No había forma de poder descansar o relajarme. Hasta que la quinta noche, cuando me tocó la guardia, no pude resistir el cansancio y me quedé dormido.

P: Una falta grave, tengo entendido.

W: Lo sé. Lo sé. Pero Seggerman no lo consignó en el informe. Reconozco que lo suyo, en ese aspecto, fue conmovedoramente digno.

P: ¿Hubo un informe posterior? ¿Por qué?

Whitaker se palpa y acaricia la mandíbula, la sombra de la barba, como cerciorándose de que todos los huesos, nervios y músculos se encuentran en su lugar. Pero hay una intensidad en su actitud, que sobrecoge.

W: Los vietcong cayeron sobre nosotros, esa noche.

P: Mientras usted dormía.

W: Así es.

P: Acaso ellos sabían la existencia de aquel puesto o ya los habían estado vigilando con anterioridad.

W: Nada de eso. Estimo que nos descubrieron por mis ronquidos.

P: ¿Ronca usted mucho?

Whitaker aprueba con la cabeza, mientras sigue con la mirada el paso de un jovencito negro hacia el baño.

W: Sí. Otra cosa que Seggerman no puso en el informe.

P: ¿Cómo hacía él para dormir? ¿Estaba acostumbrado?

W: A todo te acostumbras en el frente. Además, tengo como la idea de que Kelli soportaba todo lo que proviniese de mi persona. Había una suerte de tolerancia en él hacia mí que me sacaba de quicio. Lo cierto es que muy posiblemente aquella noche mis ronquidos alertaron al enemigo, no porque fuesen demasiado estruendosos sino porque incluso —y esto luego me lo contaba Seggerman— ante ellos se acallaron los otros sonidos de la jungla, los de los animales depredadores más que nada.

P: ¿Por qué?

W: Mi ronquido tiene un registro grave debido a unos problemas nasales que sufro desde pequeño y que casi me dejan marginado del ejército. Vegetaciones creo que les llaman. Ese registro hace que, en la profundidad de la noche, pueda confundirse con el rugido del leopardo. Por lo tanto los animales más pequeños callan.

P: ¿Cómo fue el ataque?

W: Es muy poco lo que puedo contarte. Me despertó una luz intensísima y una explosión estremecedora. Reaccioné volando por los aires. Creo que caí a unos siete u ocho metros de nuestra trinchera, totalmente aturdido. En un segundo todo se convirtió en un infierno. Vi surgir, a la luz de nuevas explosiones, una multitud de sombras entre la espesura corriendo, saltando, agitándose. Supe que eran los Charlie y que no tenía ninguna chance de salir con vida. Mi M-16 había quedado por alguna parte, muy lejos de mí. Sentía que la sangre me corría desde la ingle derecha hacia abajo, por mi pierna.

Lester hace una pausa. Oprime peligrosamente fuerte con su mano derecha el vaso de cerveza. En el bíceps, al crisparse sus músculos, parece echar a andar la máquina cosechadora del tatuaje. Mira con fijeza casi demencial la superficie de la mesa. Juzgo prudente no apurarlo. El solo continúa.

W: Entonces vi saltar a Seggerman desde la trinchera, milagrosamente ileso, sin su casco puesto. Allí actuó como un verdadero demonio. No sé cómo lo hizo. Disparaba a diestra y siniestra su Creener Remington como si fuera un lanzallamas, al tiempo que corría hacia mí, desesperado. Me ayudó a levantarme, prácticamente me cargó sobre su hombro, siempre sin dejar de disparar. Vi caer a varios de los vietcongs, tal vez sorprendidos por la respuesta. Y luego no supe más nada. Hubo otra explosión, demasiado cerca y perdí el conocimiento.

Whitaker calla nuevamente. Ejemplifica, quizás, con su silencio, aquel período de desvanecimiento, de pérdida de la lucidez. Paradójicamente, su silencio es más elocuente que su relato. Veo que ha comenzado a transpirar, pese al aire acondicionado de la cafetería.

W: Me desperté en un pozo de zorro. Una trinchera que no era la misma en la que habíamos estado de guardia durante días. A mi lado estaba Seggerman, siempre ridículo con sus anteojos de nodriza. En calzoncillos y camiseta de tiras. Mirándome. Me contó cómo había logrado sacarme de ese infierno. Cómo habíamos logrado escabullimos de la emboscada. Pero, eso sí, yo había estado casi 20 horas inconsciente, incluyendo una noche entera dentro de aquel nuevo e inmundo pozo que Seggerman halló casualmente en nuestra huida y que nos sirvió de refugio.

P: Cuando usted dice: «Eso sí…» Advierto un tono como de prevención, de…

W: Estuve toda una noche, una larga y oscura noche, inconsciente, inerme, en manos de ese dudoso compañero de combate que salvó mi vida…

P: Justamente, que salvó su vida.

W: …y que, según su versión de los hechos, trabajó minuto a minuto sobre mi cuerpo exánime, tratando de curar mis heridas, procurando solucionar aquel tajo mío sobre la ingle…

P: Procurando que usted volviera en sí.

W: No lo sé. No lo sé.

P: ¿Cómo que no lo sabe?

W: ¡Por Dios! No estoy seguro de que Seggerman quisiera, honestamente, que yo recuperara el sentido ¡El me tenía allí a su merced, inmóvil, fuera de combate, casi desnudo porque la onda expansiva de la explosión había desgarrado mis ropas! ¡Me dijo que yo había delirado aquella noche, que solía dar gritos, que había tenido que cubrir mi boca, que me había volcado boca abajo para impedir mis alaridos!

Whitaker esta prácticamente gritando. Nos miran desde algunas mesas vecinas. Whitaker se da cuenta y baja la voz, pero su mirada sobre los curiosos circundantes es homicida. Las aletas de la nariz se le ensanchan ostensiblemente, como las de un animal. Sigue contando, pero en voz baja, contenida, presionada.

W: Yo lo único que sé es que me sentía raro, extraño. Tenía la particular placidez de quien ha estado muy mal y ha sufrido mucho por la fiebre. Por la tarde nos recogió un helicóptero de la Marina. Eso fue todo.

P: ¿Eso fue todo?

Whitaker se ha echado ahora algo hacia atrás en su asiento. Continúa mirando reconcentradamente su vaso de cerveza y vuelve a sacudir rítmicamente un muslo transmitiendo una casi imperceptible vibración a toda la mesa e incluso a la espumosa superficie de su bebida.

W: Desde ese día, o mejor dicho desde esa noche, muy pocas veces logro conciliar el sueño. Me pregunto una y mil veces si ese pervertido de Seggerman habrá abusado de mí o no. Si habrá tomado ventaja de mi inconsciencia o me habrá respetado, como hombre y como compañero de armas. Es una idea que gira y gira en mi cabeza y amenaza con volverme loco. Estoy con mujeres y me atormento pensando si en los mismos sectores de mi piel donde ellas depositan sus labios y sus manos, habrán circulado las manos de Seggerman.

Hago un silencio de prevención. Lester se está mordiendo uno de los nudillos de la mano izquierda. Avanzo en el reportaje, como quien lo hace por un sendero minado.

P: ¿No lo hablaron de nuevo, pasado ya todo, en las barracas?

W: No. Apenas llegué a la base, me enviaron a la enfermería. Sé que Seggerman habló con el capitán Murray y lo trasladaron de inmediato a retaguardia.

Otra vez la pausa. Whitaker pierde su vista a lo lejos. Pero no por mucho tiempo. De inmediato vuelve a una vigilia más terrenal y tantea, controlando, su bolso deportivo.

W: Es un martirio vivir de esta manera. Con esa duda permanente. Pero algún día lo encontraré. Lo encontraré y voy a torturarlo hasta que me diga toda la verdad. Aunque duela.

P: No le sería demasiado difícil. Ya le conté que vi a Kelli Seggerman en el gran desfile anual gay de San Francisco, de la mano con un bombero.

W: No es de gran ayuda tu informe. Sabes que a ese desfile llegan gays de todas partes del país.

Hago memoria, procurando detectar algún otro detalle que pueda conocer sobre Seggerman y que le sea útil a mi entrevistado. Rescato uno y, confieso, no sé hasta qué punto será sano confiárselo a Whitaker. Entiendo que, en definitiva, la tarea básica del periodismo es ésa, informar.

P: También le conté que le habían hecho un reportaje a Seggermann, por la televisión, en el desfile.

Whitaker me mira, interrogativamente.

P: Tras defender su condición de homosexual, lógicamente, anunció que estaba a punto de salir un libro, donde cuenta con lujo de detalles sus experiencias de la guerra.

Lester me clava la mirada. Estoy en un punto de no retorno. Puedo concluir allí mismo mi informe o completarlo definitivamente.

P: El libro se llama Una noche en Phu Bai. Así dijo Seggerman.

Lester Whitaker hace solo un movimiento lento, con su mano derecha, hasta taparse la nariz y casi los ojos. Se queda así y cada tanto un estremecimiento le recorre el cuerpo.

Aprovecho para recoger mi block, mis papeles, mi grabador y salir presurosamente de la cafetería.