UN CONFUSO EPISODIO
La idea es francamente fuerte. Es, como dirían los publicitarios, una idea fuerza. Imaginemos la situación. Es casi de noche, en una ciudad de los Estados Unidos, supongamos que Tampa. Serán las cinco, seis de la tarde pero es invierno y allí oscurece muy temprano. Incluso en el estado de Florida. Aunque bien podría ser en Boston. Dejemos Tampa. Mejor el frío. Hace frío, lo que da imagen de ropas abrigadas, telas gruesas, pesadas, uniformes de paño, calles brillantes por la llovizna, nubes de aliento frente a las bocas de los protagonistas. Y hay una luz roja y otra amarilla girando lentamente desde el techo de un coche policial. No se escuchan sirenas por ahora, todavía no. Ni tampoco se advierten muchos policías. Ya irán llegando. Es una calle ancha, una avenida elegante porque la zona es elegante. Y hay una mansión, algo recedida de la línea de construcción, muy señorial, con gran parque al frente y una verja de hierro artísticamente forjado. Frente a ella está detenido el coche policial.
¿Qué ha sucedido? Por el momento, admitámoslo, la situación no dice demasiado. No genera la misma expectativa que podría crear una situación en la que un tipo común y silvestre vuelve de su rutinario trabajo como empleado en una empresa de informática y advierte, desde unas dos o tres cuadras antes, que sobre su casa, donde habitan su mujer y sus cuatro pequeños hijos, oscila un helicóptero de la Cruz Roja con todos sus faros de localización apuntando hacia abajo. No es lo mismo.
Pero el conflicto irá creciendo, si ustedes me ayudan. Se irá convirtiendo en un relato atrapante que no podrán dejar de leer ni por un instante. ¿Qué ha pasado?
Una media hora antes de que el móvil policial llegara al lugar de los hechos, Emory McElligott, miembro de la custodia del congresal Wetmore, ha hecho su recorrido de rutina por la cuadra. Ha llegado hasta la esquina, ha curioseado por el negocio de alta costura de la línea Levenia Biganzoli, ha saludado con una mano en alto a Melvin, manager del restaurant tailandés Sukhothai y se ha detenido un momento frente al escaparate de la agencia de coches italianos Carpo Imperatricce.
Siempre le gustaron los sedanes, especialmente, los de diseño deportivo Luiggi Lucca. Luego, llegando ya a la reja del frente de la mansión del congresal Wetmore, ve el bolso azul oscuro. Está casi oculto bajo los mustios helechos que reclinan sus hojas desde el cantero que hace de base a la reja y es de un tamaño considerable. Un bolso deportivo, de uso horizontal, casi cilíndrico. McElligott observa hacia todos lados buscando a alguien que pueda haberlo dejado allí. Luego se agacha para estudiarlo. El bolso luce viejo y raído, es de la ignota línea Sportworld Famina y su cremallera está cerrada, salvo en los últimos dos centímetros de recorrido. McElligott va a abrirlo pero su mano se contiene y una oleada de calor, una sofocación, le recorre el cuerpo desde los pies hasta el cuello. Desde hace dos meses el congresal Wetmore está recibiendo amenazas por el enojoso caso de la habilitación del motel Gardenia.
Habrán observado ustedes que ya la cosa adquiere otro matiz. Ya no es, apenas, un móvil policial estacionado a mitad de una cuadra, que podría estar indicando solo una estúpida infracción de tránsito o cualquier otro procedimiento de rutina, sino que ya entra en escena una incógnita y un riesgo cierto ¿Habrá dentro del bolso realmente una bomba? ¿Se cumplirán las amenazas contra el polémico congresal?
Ahora ustedes, que han tenido en más de una ocasión —deben confesarlo— el impulso rebelde de abandonar definitivamente el relato, acceden a concederle una nueva chance, le abren un crédito que no es para siempre, lo sé, pero que los compromete seriamente con la narración. ¿Por qué? La curiosidad, amigos míos. La curiosidad que ha llevado al hombre a los mayores descubrimientos está actuando sobre sus psiquis y los impulsa a permanecer junto a estas páginas descuidando, incluso, deberes laborales y/o familiares.
McElligott, ya puesto de pie, sopesa en su mano el teléfono celular. Duda en llamar a su superior, el comisario retirado Conrad Sanborne. McElligott por ejemplo, ha sufrido ya un par de reveses gracias a su celo profesional. Hacía no más de tres meses que había denunciado a un sujeto sospechoso, ataviado en forma rústica, sujeta la melena en una coleta, disimuladas sus facciones tras un par de lentes oscuros, revoloteando preocupantemente cerca del Mercedes Benz 330 del congresal en la propia cochera privada de éste. El sujeto resultó ser Margaret, la esposa del congresal, que retornaba de un día campestre, lo que cubrió de escarnio a McElligott.
Sin embargo, la duda de McElligott dura poco. Es un hombre valiente que sabe vencer la más terrible de las amenazas: la de la vergüenza. Conrad Sanborne se muerde el labio inferior y le contesta: «Espere». Como una exhalación baja desde su oficina instalada en la misma mansión de Wetmore y en dos minutos está junto a su colaborador. Ambos observan el bolso entonces, con minuciosa atención. Sanborne hace un gesto enérgico al portero que observa la escena desde la puerta de ingreso al edificio, unos quince metros más allá, cruzando el parque, para que encienda las luces de la reja.
Ya es casi de noche y oscurece sobre Boston. Pero la mayor claridad no ayuda en mucho a la pesquisa. Sanborne saca su linterna y recorre con el haz de luz la superficie del bolso. Éste tiene pequeños orificios de ventilación pero nada puede verse a través de ellos.
—Quisiera poder calcular su peso —masculla el ex policía. Habla para sí mismo, pero lo suficientemente alto como para que ustedes lo escuchen. E imaginen su voz. Ustedes están poniendo su parte del relato. Adivinan la voz cavernosa del jefe de la custodia. Imaginan también cuál es su contextura física y los rasgos fisonómicos. Componen un personaje como bien podría hacerlo el mejor de los actores de teatro. Tal vez ustedes no se den cuenta, pero ya están involucrados, ya están atrapados por la narración. Han corporizado al custodio Sanborne, le han dado voz y físico. Es ya casi un hijo vuestro. Y nadie abandona a su suerte a un hijo, cerrando un libro y dejándolo solo frente a un bulto sospechoso.
—Levantémoslo— transpira McElligott, irresponsable. Sanborne lo mira duramente y bufa.
—El más mínimo contacto y puede estallar —enseña—. Conozco explosivos que estallan ante el mero cambio en la contaminación del aire en su derredor. Ante la mínima oscilación de la temperatura rectal de un curioso que se le acerque.
McElligott contiene el aliento, aterrado. Casi podríamos afirmar ya que es un pusilánime sobre quien se depositarán las pequeñas cuotas de humor que destila este cuento. Pónganle ustedes un rostro sin temor a que, páginas más adelante, aparezca una ilustración del tema donde puedan verse a McElligott y Sanborne escudriñando el bolso y allí sus rostros nada tengan que ver con los que ustedes pergeñaron. No habrá ese tipo de traiciones, pese a ser un relato de intereses enfrentados, ambiciones desmedidas y hombres en pugna, después de todo. El comportamiento semirridículo, semipatético de McElligott volverá cada tanto, aflojando un poco la tensión que amenaza convertirse en insoportable y que puede precipitar por tanto un resultado opuesto al buscado: que usted, en definitiva, deje este asunto y se dedique a otra cosa.
Ahora es Sanborne quien esgrime su teléfono celular. Dentro de la mansión, en su amplísimo despacho alfombrado, el congresal Wetmore se resiste a admitir la gravedad de la situación. Deja por un momento el cúmulo de papeles comprometedores y sonríe, amargo quizás, ante la información de su custodio. El congresal es así, un negador de situaciones comprometidas. Desestima el hecho, no colabora con el relato. Lo mismo hizo cuando el confuso episodio con Carleton Gómez, su secretario privado; cuando el enojoso conflicto en torno al motel Gardenia; o cuando el escandaloso permiso de la venta de armas a los Contras.
Pero Sanborne insiste con lo suyo. Ha estado en Vietnam cuatro años. Nunca en el frente, siempre en una calurosa oficina de Saigón escribiendo a máquina. No obstante, cuando volvió de allá nadie accedió a brindarle trabajo con la remanida excusa de la demencial violencia, del posible desequilibrio nervioso, de la latente locura. Su foja, además, registra una lesión de guerra algo severa: una escoliosis de columna, producto de la mala posición adquirida durante las horas de tipeo. El frío, la llovizna que comienza a caer y abrillanta las calles como lo describiéramos al principio, acentúan la molestia ósea, pero Sanborne se arquea e insiste frente a su jefe.
—Por el tamaño —informa— el bolso podría contener explosivos como para volar toda la reja y el jardín mismo. Incluso parte de la puerta de entrada.
—Llame a la policía —concede el congresal—. Bajo de inmediato.
Hace un manojo con los papeles y los arroja a la chimenea de leños. Es éste un gesto desmesurado, quizás, pero eficiente. No se aparta, si se quiere, de la desmesura del relato pese a que éste muestra hasta el momento un perfil bajo, como nunca ha podido mostrarlo ni siquiera el mismo congresal.
Cinco minutos después, Wetmore se ha unido al jefe de su custodia y a McElligott. Ha llegado también, extrañamente silencioso, el patrullero policial. Sus ocupantes, sin abandonar el auto, observan la escena.
—Comuníquese con la Brigada de Explosivos, Sanborne —ordena Wetmore, expeditivo. Sanborne, imprevisible, consulta su reloj pulsera. Menea la cabeza.
—Son las seis menos cinco, congresal —asesora—. Puede ser una bomba de tiempo programada para estallar a las seis.
—¿Qué le hace pensar eso? —desconfía Wetmore.
—A las seis llegan sus hijos de la escuela.
Un ramalazo de angustia cruza el rostro del congresal. Se había olvidado de sus hijos. Esas criaturas, supeditadas a los devaneos de su carrera, abandonadas tantas veces en sus continuas giras por diferentes estados, por Europa, por el sudeste asiático.
—Ordene a los policías que corten el tráfico —reacciona Wetmore. McElligott, comedido, corre hacia el móvil policial, grita, ordena, gesticula.
Cinco minutos después la escena se ha tornado más tensa. A la propia expectación que, aun a regañadientes, los mantiene a ustedes pegados a la lectura, se suma ahora la de los desprevenidos viandantes que circulan por la avenida Charlestown, la de los sorprendidos y/o furiosos conductores de los coches que ven impedido su paso por las barreras policiales, la de los entrometidos que nunca faltan y se amontonan tras los otros cuatro patrulleros llegados desde el Precinto 36 capitaneados, lógicamente, por el capitán Drake.
El congresal Wetmore observa —algo molesto, algo fastidiado—, el circo que se ha ido montando en derredor suyo. Una nueva irregularidad en su ya azarosa carrera. Rechina los dientes.
—Le advierto, Sanborne, que todo esto puede terminar en una payasada.
—Hay vidas en juego, congresal.
—¿Revisó bien el bolso? ¿Procuró levantarlo?
Sin esperar respuesta, Wetmore amaga con aplicarle al bulto sospechoso una patadita corta, de comprobación. Sanborne salta sobre él y lo aparta sujetándolo por los antebrazos. Sanborne transpira.
—¡No haga eso! —recrimina—. Podría estallar al mínimo impacto. Puede tener una espoleta conectada a la cremallera. O lista a explotar por el mismo peso del bolso, al ser levantado.
—Llamemos entonces a la División Explosivos —ordena, otra vez práctico, el congresal Wetmore, algo amoscado por la reprimenda recibida.
—No hay tiempo —se planta Sanborne, volviendo a consultar su reloj—. Faltan tres minutos para las seis.
—Mis hijos serán detenidos por las barreras policiales.
—Pero lo mismo explotará la bomba —urge Sanborne—, alejémonos.
Los dos hombres, seguidos por McElligott, cruzan la avenida y se alejan hacia uno de los coches policiales. La gente se inquieta aun más. Hay quienes preguntan a los gritos qué es lo que pasa. Hay otros que reclaman que se les permita circular por esa calle. No faltan quienes reconocen a Wetmore y le exigen, estentóreamente, la reducción de las tasas impositivas. Wetmore, impertérrito, ordena a los policías que se cubran tras los coches y a la gente que se aleje hacia cualquier parte. Nadie le hace caso. Pero se genera un silencio opresivo, de expectativa general, donde todos miran fijamente hacia el bolso distante sin saber a ciencia cierta qué es lo que puede llegar a suceder.
Es otro momento fuerte, admitámoslo. Uno de esos picos emocionales donde las cosas no están sucediendo, pero ocurre algo mucho mejor: están por suceder. Sin embargo, pasa un minuto y nada ocurre. Sanborne consulta su reloj y se mordisquea el labio superior. Wetmore mira a Sanborne, como culpándolo de la decepción. Sanborne torna a mirar el bolso haciéndole al congresal una señal de espera. De pronto, un murmullo de espanto recorre la multitud. Desde un camino lateral, aquel que bordea la mansión y conecta el jardín del frente con el parque trasero y la piscina, aparece un perro dálmata. Un manchón blanco con puntos oscuros trotando, vital, sobre el césped.
—¡Dixie! —gime Wetmore.
—¡Dixie! —gritan al unísono Bart y Rosalie, los dos hijos más pequeños del congresal que de esta forma dan cuenta de su llegada. Rosalie, impuesta del problema, intenta incluso correr hacia la casa, pero el fornido capitán Drake la atrapa por un brazo. Dixie, en tanto, tras un formidable y ágil arranque hacia la puerta misma de la verja, donde se entrevé el bolso, ha girado sobre sí mismo, eléctrico, desandando el camino hacia el fondo, con la conocida enjundia de los perros cuando salen a un espacio verde luego de largas horas de encerrona.
—¡Volverá! —advierte, a los gritos, el congresal Wetmore a Sanborne—. ¡El perro volverá! ¡Morderá ese maldito bolso y volará en pedazos!
Sanborne mira hacia la reja, hay un brillo de obcecada determinación en sus ojos. Admitirán que la situación es, en este punto del relato, óptima. Cualquiera de ustedes habrá tenido un perro y está al tanto de la inefable conducta curiosa de estos animales. Un dálmata, por si fuera poco, con ese espíritu juguetón y revoltoso.
Podrán imaginar fácilmente, entonces, una de las posibles vertientes de la narración, ya anunciada por la clarividencia política del congresal: el retorno vertiginoso del perro, su descubrimiento del bolso, su exploración del mismo, la posibilidad cierta de que lo atrape entre sus dientes y lo sacuda de un lado al otro como bien podría hacerlo con un gato o con un conejo. La idea es fuerte. Sería bueno saber si alguno de ustedes, ahora, se siente con voluntad suficiente como para abandonar el relato para retomarlo luego, después de cenar, por ejemplo.
Sanborne, aceptando convertirse en el eje de la situación, admitiendo el papel protagónico del momento, abandona el refugio precario de los patrulleros y se adelanta dos pasos sobre el pavimento mojado. Las luces rojas y amarillas varían intermitentemente la palidez de su rostro y pintan brillos esporádicos sobre el metal bruñido del revólver que ahora enarbola a la altura de su cabeza. Hay otro rumor perturbador entre la gente.
—¿Qué va a hacer, Sanborne? —ruge el congresal, que detesta el riesgo de las armas de fuego.
—¡Dixie! —solloza Rosalie, anticipando la muerte de su adorada mascota.
Sanborne no contesta. Se adelanta dos pasos y se planta firme sobre sus dos piernas abiertas, como tantas veces lo hizo en el polígono de tiro. Asume la responsabilidad. Recuerda Vietnam, cuando una colilla de cigarrillo cayó en uno de los cestos de papeles y él tomó para sí el compromiso de agotar un extinguidor de incendios sobre el escritorio del Teniente Coronel Petrone, aun a riesgo de arruinar definitivamente documentos secretos del Pentágono.
—No podemos arriesgarnos a que ese perro retorne —musita Sanborne, en una explicación inaudible, mientras precisa la mira de su Lawman MK III 357 Magnum en el centro mismo del bolso sospechoso.
Mil pares de ojos acompañan la mirada escrutadora del custodio que se fija, obsesa, sobre la segunda y circular letra «O» de Sportworld Femina. Es cuando, atención, de pronto, desde la multitud se eleva un alarido de mujer, desgarrador.
—¡Hijo! ¡Hijo mío!.
Alocada, con la fuerza que da la desesperación, una mujer flaca y desgreñada corre hacia la puerta de rejas, cruzándose ante la línea de tiro de Sanborne, quien baja bruscamente su arma mientras maldice.
—¿Quién es ella? —escupe.
—¡Deténganla, deténganla! —grita el capitán Drake, menos curioso pero más drástico. Dos policías se abalanzan sobre la mujer, mas es inútil. Ella, los ojos enrojecidos, desencajada, en dos largos trancos llega junto al bolso deportivo.
—¡Hijo! —vuelve a gritar, cayendo de rodillas. Cuando Sanborne, McElligott y el capitán Drake, a toda carrera, llegan junto a ella, ya la mujer ha abierto el bolso con un tirón enérgico de la cremallera y saca de su interior a un bebé de no más de cuatro meses. El niño, ni siquiera ante la sacudida despierta de su sueño. Los policías, Sanborne y el propio congresal Wetmore la rodean y la ayudan a ponerse de pie con el pequeño en brazos, sin atinar a decir palabra.
—¡Dejé a mi hijo aquí… —explica la mujer, a borbotones—… porque ya no podía alimentarlo! ¡Soy extremadamente miserable y no tengo trabajo! ¡Pensé que en una mansión opulenta, en una familia millonaria, podría encontrar el confort y la educación que yo no podré darle!
Wetmore aparta un tanto a Sanborne y pasa uno de sus brazos sobre los hombros de la mujer. Atisba, entre tanto, si está en el objetivo de las cámaras de televisión que, un tanto tarde dado la rapidez de los acontecimientos, ya han llegado.
—Señora… —el congresal inicia su párrafo, solemne.
—¡Pero mi amor de madre pudo más! —lo interrumpe la desaseada mujer—. ¡Por eso volví, para buscarlo! ¡De alguna manera me las arreglaré para criarlo!
—Hizo muy bien, señora —asiente con la cabeza, Wetmore—. Acá, con mis asesores —señala— con mis colaboradores y todo el grupo de asistentes que me rodea, ya estábamos a punto de adoptarlo.
Y nos vamos alejando de la escena, elevándonos, cada vez más, hasta que las balizas giratorias de los patrulleros se convierten, simplemente, en apenas minúsculos destellos dentro de las miles y miles de luces de la gran ciudad.