PERIODISMO INVESTIGATIVO
Echenaussi estaba preocupado. En su reloj Timex Pagoda (regalo del Jefe) eran las 19.36 y todavía no había llegado Santisteban con la valija. Llamó al mozo y le pidió otro mate cocido. Se había acostumbrado a esa infusión en aquellas largas noches cuando, con los compañeros del Movimiento, salían a pintar consignas y el Pocho (como le decían a Echenaussi) era el encargado de llevar el termo.
—¿Me averiguó algo? —el mozo del Avenidale dejó la taza con el saquito y el agua caliente sobre la mesa. Se llamaba Aquiles Luque y hacía ya ocho años que intentaba dejar su trabajo en el boliche y obtener algún puesto importante en el Congreso.
—¿De qué? —se sobresaltó Echenaussi, en otra cosa.
—De aquello.
—Ah sí. Quédate tranquilo, Cabezón. Ya hablé de lo tuyo. Apenas el jefe me dé piedra libre, se hace. ¿Me prestas el teléfono?
Luque señaló hacia el mostrador. Echenaussi se levantó con algún esfuerzo (estaba gordo, arriba de los 97) y lo encaró al dueño. Sabía que no prestaba el aparato con facilidad.
—Don Jaca —le dijo—. Ayer estuve con la gente del sindicato —el hombre lo miró de reojo mientras secaba unos vasos—, parece que lo de acá se hace. Tenemos que hablar con los muchachos de los colectivos para que cuando llevan a los operarios para General Armida en vez de parar en Canavosio paren acá. Es mucha gente, Jaca. Son como 400 monos todos los días. ¿Tiene comodidades usted como para atenderlos a todos? —el hombre asintió con la cabeza, sin mirarlo—. Porque no es joda 400 tipos por día —Echenaussi ya había discado y esperaba con el tubo sobre la oreja—. Ya está al salir —repitió. —Es casi un hecho.. ¿Galíndez!— gritó prácticamente cuando le contestaron — ¿Salió ya Santisteban?… ¿Y por dónde anda ese pelotudo?… Bueno, bueno… Si te llama decile que lo estoy esperando en el Avenida…
—¿Cuánto le debo, Jaca? —Echenaussi amagó llevar la mano a uno de los bolsillos del pantalón. Jaca negó con la cabeza, sin mirarlo—. La semana que viene tengo otra reunión —agregó Echenaussi—. Y creo que ahí cocinamos todo. Los del sindicato están enloquecidos por venir aquí. Dicen que el café que les sirven en el otro boliche es una cagada.
Se fue a sentar, mirando el reloj. A las 18.48 llegó la Rinaudo. Alcira Silvia Rinaudo venía de declarar en Tribunales y estaba un poco alterada. Lo conocía al Pocho desde los tiempos en que toda la Facultad de Ingeniería con el FRENJUTED incluido se había pasado al FREPEJU, pero pocas veces lo había visto tan nervioso. Tampoco Alcira atravesaba su mejor momento ya que había quedado fuera de la lista de concejales de Villa Gobernador Zenobio y el Peludo Mendoza no la había convocado para el asado semestral en la quinta de La Tronqueta donde se digitaban los referentes. Vieja militante del POCINO, sabía recalar en Cinta Verde por los años 70, había adherido al ESTEPO tras la caída de Juan Carlos Oruga Pando como Secretario de la Secre y ahora vivía un moderado esplendor como consejera de Francisco Casarubia en la Comisión Programática Pro Recuperación del Afiliado que operaba conjuntamente con el Programa Pro Propaganda, el PROPROPRO. Sin embargo, su rostro (que había sido bello en una época) mostraba el deterioro producido por cinco años de cárcel en Coronda, adonde había ido a parar luego de los disturbios producidos en el Anfi de Odonto (el mítico anfiteatro de Odontología, de Las Flores) tras una agitada presentación del comprometido cantautor chileno Leonel Pizarro quien se revelara al público en aquella ocasión como oficinista, ultracatólico y homosexual.
—Todavía no llegó —informó Echenaussi a la Rinaudo apenas ésta se sentó a la mesa.
—Se habrá retrasado —contestó Alcira, sacando un cigarrillo. No fumaba menos de 40 cigarrillos por día, Provenzales Fuertes, sin filtro, hábito que había adquirido en el presidio.
—Le tengo desconfianza al Matute ¿viste? — meneó la cabeza Echenaussi—. Chupa.
—Sí, pero… —Alcira consultó su reloj— ¿a esta hora?
—A cualquier hora.
Sin duda, por la mente de ambos, cruzó el recuerdo del desgraciado episodio protagonizado por Santisteban en un conocido programa de almuerzos por televisión donde, achispado por la apresurada ingestión de más de seis copas de vino blanco Traminer Rhin 1984, prometió que, en su condición de Asesor Alterno Legal y Técnico de la Gobernación, no cejaría hasta que la vecina República del Uruguay volviera a ser territorio argentino, aun a costa del derramamiento de sangre de miles de inocentes. Había perpetrado el exabrupto en horario central y ante la presencia del propio embajador del Uruguay, Liber Vidal Gestido, quien no acabó su plato de lenguado al puerro, presa de un entendible nerviosismo.
Sin embargo, antes de las 18 Horacio Matute Santisteban entró por la puerta de la ochava de la esquina de Santa Cruz y Manizales. Lucía sobrio y acicalado. Sostenía en su mano derecha, una valija Samsonite modelo 3-X2 Kingdom de tono verde agua, que había comprado por 143 dólares en el aeropuerto de Tocumen en Panamá. Sin decir palabra, pero con una sonrisa cómplice, depositó la pesada valija frente a sus compañeros, sobre la mesa. Hombre del riñón mismo del dominguismo, puntero eficaz de Antonio Zancarini en Los Molinos, fundador (junto con Alcides Friedli) del ASNOSA, Horacio Matute Santisteban, a los 47 años, configuraba un cuadro de locuacidad admirable. Condición que se acentuaba con la bebida pero que desaparecía misteriosamente apenas se paraba frente a un micrófono para hablarle a las masas. Allí lo atacaba una inexplicable ataraxia, lo paralizaba el Miedo a la Venganza de la Historia (como solía definir el momento el diputado Epífani) y caía en un prolongado mutismo al que otros compañeros también denominaban Momentos de reflexión partidaria.
—¿Querés tomar algo? —preguntó Echenaussi, como procurando disimular su ansiedad.
—Ahora me pido un café —dijo Santisteban, sentándose.
—Dejá. Yo te lo tramito. Yo los conozco ¿sabes? Sé como tratarlos… ¡Cabezón! —llamó el Pocho. Cuando Luque estuvo a su lado, Echenaussi le habló torciendo algo la boca, por sobre el hombro y guiñándole un ojo—. Traele un café al amigo. De los que vos sabes. De ésos que ustedes tienen escondidos por ahí. Es de los nuestros.
—¿Todo bien? —preguntó la Rinaudo a Santisteban.
—Fijate. Yo creo que está bien.
Echenaussi no se hizo esperar. Recibió la pequeña llave que le extendía Santisteban y con ella abrió la valija. Levantó la tapa, atisbo adentro y se le ensanchó el rostro con una sonrisa.
—¿Cuánto hay? —preguntó.
—¿Acá? Acá hay ocho mil. Pero en total son cuatrocientos. Los que vos pedistes.
—¿Cuatrocientos mil?
Santisteban aprobó con la cabeza.
—¿A verlos? —pidió la Rinaudo. Echenaussi dudó. Pegó una ojeada a su alrededor, como si el boliche estuviera lleno—. Un fajo nomás —insistió Alcira—. Para ver cómo quedaron.
El Pocho metió la mano en la Samsonite y sacó un fajo de papel. Eran hojas de 16 centímetros de ancho por 25 de alto, totalmente en blanco, separadas en fajos de cien y sujeto cada fajo por una banda de papel rosa.
—Las hicieron directamente en papel celcote ilustración 800 gramos —explicó Santisteban—. Eran unos mangos más pero valía la pena. Fijate como quedaron. De prima.
Santisteban sopesó uno de los fajos en el aire y adoptó una sonrisa triste.
—¿Sabes qué quilombo que van a hacer algunos ahora, no? —dijo.
—¿Por qué? —Santisteban se encogió de hombros, enojado.
—Van a decir que nunca los votos en blanco han tenido boletas, que nunca fue así…
—Que es todo un negociado… —aportó la Rinaudo.
—Que es todo un negociado, que vamos prendidos en la impresión…
—Que se vayan a la concha de su madre… —musitó Santisteban.
—¡Ésta es la justa, viejo! —pareció recomponerse Echenaussi—. Si hay boletas de todos los partidos, también debe haber boletas en blanco. El voto en blanco es un porcentaje considerable en el tejido político de nuestra sociedad. Y aunque fuesen pocos hay que mantener un respeto tácito hacia las minorías, hacia el derecho de expresión de las minorías…
—Hice hacer más —interrumpió Santisteban, práctico.
—¿Cuántas? —frunció el ceño el Pocho.
—Medio palo más. Por si acaso. Las encuestas no son confiables.
—¿Pusiste el gancho?
Santisteban frunció los labios como para dar un beso y negó con la cabeza.
—Todo lo firmó Lemita, querido. Papá no puso la araña en ninguna parte.
Cuando decía Lemita, se refería a Luciano Javier Lema, subsecretario del PRODUXO, a quien llamaban El Afirmado porque siempre había firmado algún documento.
—Hay teléfono para usted, Echenaussi —Luque, el mozo, le tocaba, respetuoso, el hombro. El Pocho metió apresuradamente los fajos de papel otra vez en la valija y se levantó arreglándose la camisa Pierre Cardin bajo la corbata de seda inglesa que había adquirido en Harrod's, de Londres, donde había estado sobre fin de año, presidiendo una delegación de volley femenino de la OPRACA.
—Está casi cocinado lo del sindicato, don Jaca —reiteró antes de levantar el tubo—. Vamos a tener que ampliar, me parece.
Después escuchó lo que le decían desde el otro lado de la línea y palideció. Contestó con monosílabos para luego cortar. Volvió a sentarse, consternado.
—Se armó la bronca, muchachos —anunció. Alcira y Santisteban lo miraron—. El hijo de puta de Machín Ocariz nos mandó en cana. Llamó a conferencia de prensa y denunció lo de esto —señaló la valija con los votos en blanco—. Ya parece que Damián Parenti, en Verdades de a puño, nos llenó de mierda hoy a la mañana y el otro hijo de puta de «Más vale tarde que nunca» nos está buscando para darnos con un caño…
Se hizo un silencio oprobioso.
—¿Cómo puede ser tan hijo de puta el Machín? —se preguntó, airada, la Rinaudo.
—No te olvides que lo dejamos afuera en lo de la Aceitera —recordó Santisteban.
—¡Sí, pero bien que agarró su buen canuto con lo de la Aduana! —Alcira seguía enervada—. ¡Y ahí lo habilitamos nosotros, querido!
—Sí… —terció Echenaussi, en voz baja—. Pero anda a explicarle lo de la cana. Está preso, hermano. La conferencia de prensa la convocó desde la cárcel, me dijo el Banana. Metió como 200 periodistas en Caseros. Y él sigue convencido de que a la gayola lo mandamos de pies y manos nosotros cuando hubo una filtración por lo del raje de Falconieri.
—¿Él mismo habló con los periodistas en la cárcel? —preguntó Santisteban.
—Su edecán…
Se quedaron en un silencio funerario.
—Estamos fusilados, viejo… —murmuró Santisteban—. Que se iba a armar el desbole estaba escrito, pero no esperaba que fuera tan pronto…
—Eso —el Pocho se restregaba las manos, nervioso— después de las elecciones… ¡qué te calienta! Pero ahora… Hasta puede ser usado por la oposición como caballito de batalla… Te imaginas…
—¿Puede? —saltó la Rinaudo—. ¡Seguro que lo van a usar! ¡Se agarran de cualquier cosa para perjudicarnos! ¡Seguro que lo van a usar!
Echenaussi se tocó la frente.
—En cualquier momento llama el Jefe —calculó, enarcando las cejas—. Y ahí cagamos…
Como si lo hubiera convocado, un repicar electrónico se escuchó desde el bolsón de cuero de la Rinaudo. Los tres pegaron un respingo.
—El celular —dijo Alcira, desorbitada y atragantándose con el humo del cigarrillo— ¿qué hago?
—Atendé vos —Santisteban señaló a Echenaussi.
—No, no boludo —Echenaussi se echó hacia atrás en su silla y negó con la cabeza—. Dame tiempo. Cubrime. Atendé vos y decile que yo estoy por llegar. Atendé. Dale.
La Rinaudo le alcanzó el teléfono a Santisteban. Santisteban contestó y de inmediato miró fijamente a sus compañeros. —Ya te doy, ya te doy… —dijo hacia el auricular. Tapó luego con la mano el receptor y tranquilizó al Pocho—. Es de nuevo el Banana. Quiere hablar con vos. Parece que zafamos…
Echenaussi tomó el teléfono. Escuchó atentamente por largos minutos, la vista fija sobre la mesa, luego elevó la mirada, observó a sus compañeros y enarcó las cejas en gesto cómplice. Por fin cortó.
—Salvatore Giuliano —dijo entonces, crípticamente, reanimado—. Me parece que nos salvamos, muchachos…
—¿Qué pasó? —apuró Santisteban.
—Saltó el quilombo por lo de las vendas. Me dijo el Banana que acaban de decirlo por la radio. Hay un despelote de novela. El juez Perriard amenazó con suicidarse en cámara, en el programa de Foss y Della Bianca.
—¿Lo de las vendas? —frunció la nariz, Alcira.
—¿No la sabes a ésa? Se compraron a Canadá catorce toneladas de vendas de gasa para los hospitales. Viste que la gente y la oposición siempre rompen las pelotas con eso de que en los hospitales no hay vendas…
—Sí —lo seguía Alcira.
—Y ahora se supo que eran vendas usadas en la Guerra del Golfo. Vendas usadas. Un gran porcentaje, te diría un ochenta por ciento…
—Un noventa —corrigió Santisteban, canchero.
—Un noventa por ciento están manchadas, con restos de sangre, costras, todas esas porquerías…
—Mucho quemado, por ese asunto de las bombas de fósforo —agregó Santisteban.
—Pero que se iban a lavar, lógicamente —prosiguió Echenaussi—. Te imaginas que no se iban a usar así. Y, aparte de ser mucho pero mucho más baratas, te dan la oportunidad de poner un montón de gente a trabajar en la limpieza. Creas más de mil puestos de trabajo así nomás, de un solo saque…
—Y se enteró la prensa… —dijo la Rinaudo.
—Se enteró la prensa… Vos sabes que les gusta revolver entre la mierda…
—¿No estabas al tanto, vos? —Santisteban miró a Alcira, casi asombrado.
—Para nada. Bueno… andaba metida en este fato —señaló la valija con el mentón.
—Pero lo nuestro no es nada con respecto a aquello —se exaltó Echenaussi—. Lo de las vendas en un asunto de millones y millones de dólares. Lo nuestro es verdurita. Un vuelto, apenas.
—No. Olvídate. Lo nuestro pasó al olvido —se rió abiertamente Santisteban.
—Si me dijo también el Banana que ya, ya, ahora mismo —el Pocho pegó con el índice de su mano derecha sobre la mesa— cambió totalmente la información. Ni se habla de la impresión de los votos, con este quilombo de las vendas…
—Pedite un vino, Pochito —se relajó Santisteban.
—Sí, déjame a mí que yo los conozco… ¡Cabezón, tráete un riesling! Pero de los buenos. De los que tenés en el sótano. No de los que son para la gilada…
Se rieron.
Echenaussi se echó hacia adelante, reflexivo.
—También… —dijo—. Hay que ser hijos de puta… Viejo, con esto de las vendas… Hay que poner algún límite… Tenés que cuidar un poquito más las apariencias aunque más no sea… ¿No es cierto, Al tira? ¿No es cierto?
Alcira dijo que sí con la cabeza. Y volvió a fumar.