SIXTO FIGAZZA
Siempre recordaré a Sixto Figazza como el ejemplo del futbolista chacarero, hecho en el campo. Llegó a Rosario Central de Murphy, provincia de Santa Fe y su introspección, su mutismo, sorprendieron incluso al cuerpo técnico, ducho y habituado a enfrentarse con muchachos que venían del interior.
A Sixto —el más chico de una familia numerosa— sus hermanos mayores parecían haberle quitado las palabras de la misma forma en que lo hicieran, alguna vez, con los juguetes. Tanto es así, recuerdo, que para conocerle la voz, sus compañeros debieron esperar pacientemente a que marcara un gol y lo gritara a voz en cuello frente a la tribuna partidaria.
Alto, grandote, colorado, llevaba impreso en la piel el sol de la campiña que lo vio crecer. Lo observé cambiarse un día, en los vestuarios (cuando aún a mí me dejaban entrar a los vestuarios) y me emocionaron las marcas que tenía sobre el cuerpo, las zonas blancas y casi lampiñas adonde el sol de Murphy no había llegado a oscurecerlo mientras araba el campo o alimentaba los pollos. La vasta región abarcada por la camiseta de tiras (la vulgar musculosa como se la conocería después), la línea pura y bien definida de la gorra sobre la frente y la pulsera alba de la correa del reloj en la muñeca.
También, incluso me asombró la marca de una fina cadenita de oro que colgaba de su cuello robusto, como así también la moneda pálida que señalaba en el pecho amplio el sitio donde solía reposar la medallita de San Efigenio de los Toldos, su santo protector.
Todo aquello demostraba la conducta de una persona morosa, de movimientos lentos, casi inmóvil, que daba chance al astro rey de bordear con su luz los contornos de las alhajas. Conducta, si se quiere, opuesta a la que mostrara luego en el campo de juego, pues pronto se evidenció como un jugador de trajinar incansable, que humedecía con su sudor todos los rincones de la cancha.
Pero lo que más me sorprendió en él, en Sixto Figazza, a fuer sincero, fue su inocencia, su notable ingenuidad, su candor por momentos preocupante.
Llegó a Central, por ejemplo, esgrimiendo entre sus manos grandes y algo torpes (había sido criado para manifestarse con los pies, después de todo) un diploma de futbolista. Un diploma que le fuera entregado por una escuelita de fútbol de su ciudad natal y adonde, según él, había recibido ese título habilitante tras cursar cinco años de aprendizaje intensivo.
De más está decir que el cuerpo técnico del club desestimó aquel rollo de papel algo ajado e intentó someterlo a una prueba de destreza sobre el verde césped, que es el único sitio donde se revela toda la verdad, como bien decía el inolvidable uruguayo Roberto Matosas.
Mucho hubo que insistirle al muchacho venido de Murphy para que aceptara la prueba dado que repetía hasta el cansancio que a él le habían asegurado que la sola presentación de aquel diploma le permitía el acceso, lisa y llanamente, a un equipo de primera. Finalmente aceptó someterse a prueba y superó ésta sin mayores inconvenientes, refrendando ampliamente los excelentes antecedentes de los que venía precedido. Por otra parte —y como para completar el cuadro referido a la campechana personalidad de este muchacho— estaba el hecho de que a Figazza, con apenas 17 años, lo atemorizaba ciertamente el fárrago urbano de la ciudad de Rosario. Y eso que estamos hablando de una Rosario de antaño, quieta y silenciosa, y no de este monstruo de cemento que hoy por hoy todos conocemos.
Para Figazza, pensar que debía salir de la pensión e ir a hablar por teléfono a su ciudad natal debiendo enfrentarse con los temidos trolebuses, lo llenaba de pavor y aversión. Yo lo acompañé más de una vez al puerto, donde porfiaba en contemplar los cargueros de bandera liberiana, y en el trayecto solía detenerse como un niño asustado ante el paso raudo y silente de los trolebuses.
No manifestaba abiertamente su pánico, pero me confesó una noche, después de un partido contra Chacarita, que soñaba con ellos y se despertaba bañado en transpiración.
Recuerdo que incluso un día, llegué a tomarlo de la mano en las inmediaciones de la plaza Santa Rosa, tanta fue la conmiseración que me despertó ese comportamiento medroso y dubitativo.
Pese a todo, pese a esa personalidad introvertida y poco dada a la explosión temperamental, la bulliciosa hinchada de Rosario Central lo adoptó prontamente como uno de sus ídolos predilectos, por su entrega sin doblez en la puja, por el desmesurado esfuerzo que demostraba en la cancha. Fuerte, noble, transparente podría decirse pese a su físico exuberante, nada hacía pensar que el destino le reservaba un final equívoco, tendiéndole una trampa en la cual cayó, quizás, por su ingenuidad o su falta de previsión.
Me lamenté siempre, eso sí, por no haberlo advertido a tiempo, cuando fui testigo del comienzo de los sucesos quizás un tanto casualmente.
Porque aquel partido fue, quizás, uno de los últimos en que a mí se me permitió la entrada al vestuario canalla antes del encuentro, y allí pude ver y oír (por partes, fragmentada) la conversación entre Figazza y el doctor Woodward, facultativo del club del barrio de Arroyito por aquellos tiempos.
Y quisiera aclarar el motivo por el cual a mí no se me permitiría, más adelante, entrar a los vestuarios de los locales por expresa indicación de sus directivos, aunque esto no haga en demasía a la historia propiamente dicha que estoy relatando.
Yo nunca he sido un periodista deportivo de los mal llamados polémicos y que no pasan de ser, en la mayoría de los casos, simples mal educados que confunden el micrófono con un arma de mano. Yo siempre he mantenido una línea de conducta, de ética profesional, que me ha marcado los límites de la confianza y me ha impedido denostar o agredir impunemente a ningún miembro, importante o no, de una comisión directiva.
Para sobrevivir, nunca he tenido que recurrir al bajo recurso de la diatriba ni tampoco al fácil camino del escandalete para mantener mis espacios en la radio.
Pero se dio la malhadada casualidad de que en aquel partido al cual estoy haciendo referencia, Central perdiera 7 a 1 luego de una impresionante serie invicta de 28 partidos y hubo algunos malintencionados que atribuyeron aquella debacle (que tendría más de una razón técnica y táctica para justificarse) a mi casual presencia en los vestuarios adjudicando todo a una supuesta condición mía de mufa, odiosa palabreja con que se puede discriminar y marginar de por vida a un hombre bueno.
Coincidió el episodio, también, amargamente, con el lamentable hecho de que uno de los players locales a quien yo entrevisté a poco de salir a la cancha se quebrara en tres partes la tibia y el peroné antes de los cinco minutos de juego en una desgracia a todas luces incomprensible.
Algunos malintencionados que nunca faltan, recordaban luego que yo le había predicho al malogrado jugador una tarde de triunfo y algazara, más la conversión de no menos de dos goles para la divisa local. Esa maléfica combinación de desdichas, sumada a lo ocurrido con Sixto Figazza, descargaron sobre mi persona la maledicencia y, de ahí en más, se me cerraron las puertas a los vestuarios auriazules.
Lo cierto es que aquella triste noche del partido contra Tigre, yo estaba cubriendo para la emisora los prolegómenos del encuentro, realizando las entrevistas habituales. Y vi al Gringo (como le decían a Figazza en otra demostración de lo certeros que suelen ser los futbolistas para los apodos) realizando el precalentamiento con sus compañeros.
Su cara y su nariz estaban más rojas que nunca y temí (juro que lo pensé en aquel instante) que el pibe hubiese caído en las temibles garras del alcohol. Yo sabía que era el muchacho más sano del mundo, pero es sabido cuántas y variadas son las tentaciones para un hombre joven en una ciudad como Rosario, que no por nada ostenta el dudoso privilegio de haber sido, en algún momento, capital mundial de la prostitución.
Sin embargo, muy pronto me tranquilicé. Lo que tenía Figazza era tan solo un fuerte resfrío que coloreaba aun más su cara redonda de italiano del norte. Vi, entonces, como el doctor Woodward se le acercaba y, al parecer, le proponía algo, animadamente. Pude apreciar, desde el rincón donde llevaba adelante la transmisión, cómo Sixto dudaba largamente ante aquella propuesta. Aprecié cómo el doctor le mostraba un pequeño frasquito conteniendo un líquido traslúcido en tanto sostenía, en la otra mano una jeringa con su correspondiente aguja hipodérmica.
Quizás (y tal vez sea solo una de las excusas con las que deseo disminuir mi culpa) me contuve de acercarme al sitio donde el médico y el muchacho conversaban, debido a que yo estaba promediando un reportaje a uno de los futbolistas locales y hubiese sido francamente descortés dejarlo con la palabra en la boca. Con el rabo del ojo observé que el facultativo se llevaba a Sixto tras un biombo y ambos permanecían allí ocultos por un buen rato.
Recuerdo que no podía concentrar mi atención en el reportaje que estaba haciendo, hasta el punto de preguntarle a mi entrevistado cuántos goles pensaba convertir aquella tarde siendo, como era, el goalkeeper del primer equipo (éste fue otro siniestro dato que alguien recogió y enarboló, como una bandera, cuando llegó el momento en que se me catalogó de agente de la mala suerte. Recordemos que el goalkeeper recibió la friolera de 7 goles aquella tarde, nada más que por su propia ineficacia).
Pensé por un momento en abandonar todo y correr hacia donde se hallaba Figazza para consultarlo sobre la confusa escena con el doctor. Pero me frenó el hecho de que no quería alimentar ciertas perversas habladurías (éstas de otro cariz) sobre mi relación con el muchacho proveniente de Murphy, ya que alguien nos había visto, tiempo atrás, tomados de la mano en las inmediaciones de la plaza Santa Rosa ¡Qué tonto es el ser humano, en ocasiones! Pues yo estaba perfectamente seguro sobre lo cristalino y diáfano de mi relación con el rubio medio volante y quizás debería haber enfrentado la situación con espontaneidad y decisión.
Pero el lógico temor a la opinión pública (¡dura paradoja, ya que yo mismo era uno de los manipuladores, en definitiva, de esa opinión!) contuvo mi afán. Esperé que todo no fuera más allá de un mal pensamiento, de una oscura presunción que había cruzado por mi mente poco dada a cavilar de ese modo. Pero, si se quiere, el demencial desvelo por atrapar resultados deportivos dentro de un profesionalismo ateo, me habían enseñado a desconfiar de todo y de todos.
En el partido de aquel viernes por la noche (había quedado diferido de una fecha anterior) Figazza hizo un primer tiempo estupendo, pese al resultado adverso. Corrió, metió, desplegó íntegramente su reconocido y amplio bagaje de voluntad y hombría de bien. Yo no alcancé, desde la cabina de transmisión, a detectar nada anormal en su conducta. Que subiera y bajara como una locomotora, que corriera a cuanto rival pasara por su lado, que ayudara a todo compañero que se encontrara en aprietos, no era un comportamiento que pudiese sorprender a nadie. Era aquél el mismo despliegue que lo había consagrado en el equipo de primera y era aquélla la entrega que lo había metido en el corazón de la fervorosa parcialidad auriazul.
Quizás… quizás, un desmedido brillo en el blanco de sus ojos, que podía apreciarse desde la tribuna, me inquietó por un instante. Pero nada más. E incluso eso podía ser atribuible a la gripe que lo aquejaba. Por otra parte, en el segundo tiempo dejé de observar esa particular fosforescencia.
De pronto algunos densos nubarrones amenazantes se dibujaron en el cielo. Pero todo no pasó de un amago de tormenta y, sobre los diez minutos del segundo tiempo, la luna relucía sobre el cercano río y el estadio. La verdadera tormenta estaba ocurriendo en el campo de juego, ya que los ágiles del equipo de Victoria habían, a esa altura del partido, perforado cuatro veces las redes del local.
Fue entonces cuando comencé a detectar una conducta extraña en Sixto Figazza. De más está decir que yo seguía meticulosamente sus evoluciones en el campo de juego dada la amistad que nos unía y, también, es obvio, porque me inquietaba lo que había presenciado en los vestuarios. Lo noté alterado, más de lo que podía suponerse en un jugador que está perdiendo por goleada. Y respiraba con enorme dificultad. Hacía con los brazos gestos confusos y ampulosos que nadie entendía demasiado bien y sacudía la cabeza como tratando de desprenderse de un dolor repentino.
Abandoné la cabina de transmisión a la carrera y bajé, a escape, hasta los distantes vestuarios. De allí encaré hacia el túnel y por el túnel me asomé al campo. Desde ese lugar, semioculto, pude apreciar la espantosa transformación que se originó entonces.
Los ojos se le desorbitaron y comenzó a escupir una baba blanca y espesa, jadeaba y giraba sobre sí mismo como un trompo. Sin duda lo agitaba un desasosiego general y maléfico.
Pronto el arbitro se percató de su extraña condición, y comenzó a seguirlo con la mirada, al igual que yo. Figazza, de repente, tras arrojarse en forma salvaje a los pies de un rival, quedó caído de bruces sobre el césped. Cuando se incorporó, a medias, su rostro mostraba una contracción espantosa. Le habían crecido enormemente las cejas, como así también las patillas y el cabello de la nuca (habitualmente corto y prolijo) se encrespaba ahora, haciéndose más largo e indócil. Los asistentes, que habían corrido hasta su lado temiendo alguna lesión dieron un paso atrás, espantados, y lo propio hizo el árbitro.
Figazza, ya de pie, se cubrió el rostro con las manos y las manos eran peludas como las de un mono. El partido se había detenido y un remolino de hombres lo rodeaba, pero el muchacho de Murphy se abrió paso, súbitamente, entre los impresionados rivales y compañeros y corrió con saltos desacompasados y animalescos hacia el costado de la cancha. Un ulular se elevó desde las tribunas.
Figazza pasó muy cerca mío, a unos diez metros, y comenzó a treparse al alambrado olímpico. Sin embargo, dos enormes perros de la policía que se hallaban dentro del campo, se arrojaron sobre él con determinación homicida. Figazza, desencajado, saltó desde la altura en que se hallaba y en otros dos brincos, se metió bajo el refugio (una suerte de techito a dos aguas) que le brindaba un cartel publicitario de doble faz, detrás del banderín demarcatorio de media cancha.
Hasta allí vi correr al doctor Woodward, varios jugadores recuperados de la primera impresión y el arbitro, mientras en el otro extremo los dos perros, contenidos a duras penas por la policía, pugnaban por atrapar al fugitivo. Pero fue el técnico de los locales quien encontró la solución al álgido momento.
Se levantó como un resorte de su banqueta notificando al referí que Figazza no volvería a la cancha.
Enseguida el partido continuó, olvidándose el publico del extraño suceso que tanto lo alterara. Los policías pudieron alejar a los perros del improvisado refugio que ocultaba al muchacho de Murphy y solo hubo oportunidad de acordarse nuevamente de él, casi sobre el final del encuentro, cuando, desde abajo del refugio de la publicidad estática, se elevó un aullido desgarrador, de animal herido. Pero incluso aquel estremecedor lamento pasó casi desapercibido, pues lo sofocó el prolongado ulular de mi colega Roberto Reyna cantando el fatídico séptimo gol de los visitantes.
No pude estar en los vestuarios, por las causas por todos conocidas (es notorio que la maldición sobre el presunto mufa es fulminante) pero me enteré de que el control antidoping (precario, en aquel entonces) realizado sobre Figazza, no había dado absolutamente nada. Me informé, asimismo, que el pibe no había sido salido elegido en el sorteo pero un veedor de la AFA que presenciaba el encuentro, consideró pertinente —dada la peculiar conducta del muchacho— someterlo a la prueba.
La explicación final la daría un día después un pariente que vino a buscar a Sixto a la pensión del club, donde permanecía retenido.
El muchacho era séptimo hijo varón y, se sabe en el campo, que esa condición es propicia para que un hombre se convierta en lobo. El viernes de luna llena había hecho el resto.
De cualquier forma (perdonen si insisto), yo sigo sospechando del doctor Woodward, a quien se acusó, tontamente (o para desviar la atención) de no haber detectado desde el primer examen físico aquella rara anomalía que aquejaba a Figazza. No soy muy dado a creer en esas leyendas camperas. Como tampoco acepto, bajo ningún aspecto, que a un hombre se le endilgue una fama de mufoso o jetattore por el simple hecho de haber coincidido su presencia con un par de resultados negativos y/o desgraciados.