El extraño caso del Frente de Périgueux

Juro que nunca conocí a un hombre tan obcecado como el comisario Philipe Drouilliet.

La novena compañía de infantería del coronel Stan Barrimore se hallaba asentada cerca del río Dordogne, en Périgord, aquel otoño del 44 cuando Drouilliet llegó en un viejo Citroën negro. Se presentó a la guardia y pidió hablar con el coronel. Yo estaba casualmente en la tienda de Barrimore pues solíamos reunirnos frecuentemente a discutir sobre el curso de la guerra, las bondades del brandy y la contundencia de los culos de las mujeres italianas.

Pero Drouilliet cortó intempestivamente nuestra charla, se sentó en una silla plegable con desenvoltura y nos dijo que era el comisario de Neuville.

Nos contó que uno de sus policías había hallado muerto un regimiento de dos mil quinientos hombres en las cercanías de Périgueux.

—¿Aliados o alemanes? —preguntó el coronel. Drouilliet sacó un largo cigarrillo y lo encendió.

—Eso es lo que no sabemos.

—¿Cómo que no lo saben? —me sorprendí.

—Han hecho un buen trabajo —dijo el comisario—. La persona o las personas que han cometido el hecho han sido profesionales, sin duda alguna.

—¿Cómo es que no han podido reconocerlos? —se ofuscó Barrimore.

—A todos los cadáveres les han arrancado las identificaciones de sus uniformes. Les han sacado los documentos. Les han llevado las armas —informó Drouilliet.

—¿Piensa que han tenido fines de robo? —preguntó Barrimore.

—No seamos ingenuos —castigó Drouilliet—. Es cierto que ninguno de los cadáveres conservaba su dinero. Pero seríamos muy simples si supusiésemos que ésa es la motivación principal.

Aspiró un par de veces su cigarro, contempló el humo que expelía y dijo:

—Me inclino a pensar que se trata de una venganza.

—¿Y qué lo ha traído por aquí? —Barrimore se mostraba un tanto molesto.

—Necesito comprobar algo —dijo Drouilliet—. En estos momentos mis hombres están tomando las huellas dactilares de los cadáveres. No es empresa fácil. Desde ayer lo están haciendo y el problema es que se nos está acabando la tinta negra.

—Nosotros no tenemos —fue tajante el coronel.

—Nosotros conseguiremos —desestimó Drouilliet—, no se preocupe. Mis hombres están tomando las huellas dactilares y marcando con tiza los lugares donde se hallan los caídos. Pienso que les puede llevar un par de días. Y no dispongo de ese tiempo.

Barrimore y yo lo mirábamos con atención. Drouilliet se puso de pie y caminó por la amplia tienda de combate con expresión reconcentrada.

—Quien cometió ese asesinato no debe andar lejos —dijo—. Es notorio que tuvieron tiempo para hacer desaparecer todo indicio identificatorio, pero no el suficiente para hacer desaparecer los cadáveres. Algo debe haberlos asustado. Algo los hizo huir.

—¿Qué le hace pensar que se trata de más de una persona? —consultó Barrimore.

Drouilliet se masajeó la barbilla.

—La cantidad de las víctimas —dedujo—. Excesiva para ser el trabajo de una sola persona.

—Puede haber sido un maniático —arriesgué yo.

—Nada de eso —casi se mofó Drouilliet.

—¿Por qué no? —insistí, irritado—. La guerra ha desequilibrado a mucha gente.

—No es obra de un maniático —negó el comisario—. Las heridas son limpias, de bala. No hay excesos. No hay tajos ni laceraciones groseras. No hay muestras de que sea el trabajo de un desequilibrado.

El coronel Barrimore se inclinó algo sobre su mesa de operaciones, observó si el guardia se hallaba lo bastante alejado de la entrada de la tienda y bajando la voz, preguntó:

—¿No encontraron señales de abuso sexual?

Drouilliet negó con la cabeza. Nos quedamos un momento en silencio.

Barrimore frunció los labios.

—Estos bosques son peligrosos —dijo. Y él los conocía con largueza. Hacía casi dos meses que la novena compañía combatía en ellos.

—Ya lo creo —aprobó Drouilliet volviendo a sentarse—. Sobre todo de noche.

—¿Está usted seguro de que no son japoneses? —pregunté. Drouilliet me miró en forma prolongada y no me contestó.

—No me ha dicho aún —recordó el coronel— qué lo trae por acá, Comisario.

—¿Tienen ustedes prisioneros alemanes? —preguntó el comisario.

—Así es. Hicimos cerca de cincuenta prisioneros en la toma de la villa, detrás del río.

—Necesito uno de ellos.

—¿Para qué?

—Me inclino a pensar —explicó Drouilliet— que la víctima es un regimiento alemán.

—¿Qué le hace pensar eso? —ahora fui yo el que me interesé.

Drouilliet se pegó un par de golpecitos en la punta de la nariz.

—Olfato —sintetizó—. Necesito alguno de sus prisioneros para que reconozca los cuerpos.

Barrimore llamó al guardia e impartió las órdenes necesarias. Pronto trajeron a la tienda a un joven oficial alemán que partió en compañía del comisario.

Barrimore y yo quedamos en la tienda, hablando del tema y bebiendo. Tres horas después llegó nuevamente Drouilliet. Devolvió el prisionero a una de nuestras patrullas y penetró en la tienda. Tenía un rictus tenso en la cara.

—Son alemanes —dijo—. El séptimo regimiento de caballería de Passau.

—¿El prisionero los reconoció? —preguntó Barrimore. Drouilliet aprobó con la cabeza. De pronto extrajo algo de uno de los bolsillos de su piloto y nos los mostró: era un proyectil de mortero.

—¿Qué es esto? —preguntó, desafiante.

—Un obús del 6, de mortero —reconoció Barrimore.

—¿Qué más? —urgió Drouilliet.

—De fabricación americana —balbuceó Barrimore. Vi que transpiraba.

—¿Quién lo usa?

—Bien… —vaciló el coronel— no sabría decirle…

—¡Es un obús del 6, de mortero liviano Marc-2! —gritó Drouilliet—. ¡Y lo usa la segunda división de artillería norteamericana acampada a pocos kilómetros de acá, en Angouleme!

Barrimore no atinó a decir nada, sus manos jugueteaban con un mapa de la región.

Yo permanecí en silencio.

Drouilliet, un tanto teatralmente, depositó con cuidado el obús en la mesa plegable.

—Uno de mis detectives lo encontró semienterrado, sin estallar, entre los cadáveres —dijo. Se quedó un instante mirando a Barrimore a los ojos hasta que éste bajó la vista—. Y la segunda división de artillería asentada en Arles, está bajo su mando, coronel Barrimore.

Barrimore aspiró hondo y pareció que iba a responder. Pero enseguida se desinfló y comenzó a abatirse hasta sentarse en su silla.

—Sí, sí… —sollozó, tomándose el rostro con ambas manos—. Fui yo. Yo y el imbécil de Coogan.

Coogan era en ese entonces comandante tanquista.

—¡Pero Coogan no me dijo que los mataría! —Barrimore elevó su desencajado rostro hacia Drouilliet con los ojos arrasados en lágrimas—. ¡Prometió que los asustaría, tan sólo!

Drouilliet, erguido frente a Barrimore, esperó a que a éste se le pasara el acceso de llanto. Mantenía una expresión sombría, las manos entrelazadas sobre sus glúteos.

—Caímos sobre ellos de noche… —murmuró Barrimore cuando se hubo calmado un poco—. No les dimos tiempo a nada. No sufrieron, Comisario. No sufrieron casi nada, Comisario, lo juro.

El coronel hizo una pausa con sus ojos mirando el piso.

—¡Pero ellos nos provocaban! —elevó sus puños hacia Drouilliet—. ¡No cesaban de hacerlo! ¡Nos tiroteaban, nos arrojaban granadas, nos insultaban y en un panfleto que arrojaron sobre nosotros desde un Junker me calificaban de homosexual, Comisario, puedo mostrárselo! —Barrimore se puso de pie y abrió un cajoncito de la mesa plegadiza revolviendo dentro de él.

—Déjelo por ahora, coronel —recomendó Drouilliet—. Quizás más adelante le sirva. Ahora tenga a bien acompañarme.

Barrimore se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Oye, Ben —me dijo—, llama al Comando Estratégico y pide hablar con Patton. Dile que necesito un buen abogado.

—Le será necesario —aprobó Drouilliet sacando de su bolsillo un par de esposas—. Fue un error no hacer desaparecer los cuerpos.

Barrimore retrajo un tanto sus brazos instintivamente a la vista de las esposas, pero luego los estiró hacía adelante ofreciendo las muñecas.

—Debimos retirarnos —dijo. Escuchamos ruidos de tanques y pensamos que podían ser los Panzer de Stuchermeninger. Nos asustamos.

El ominoso chasquido de las esposas al cerrarse nos acalló un instante.

—¿Qué pasará con mi tropa? —se inquietó Barrimore enseguida.

—Ya están siendo detenidos —musitó Drouilliet—. Vamos —ordenó.

Yo me acerqué al comisario y lo tomé de un brazo.

—Comisario —le dije en tono confidencial. Me miró con ojos fríos—. Considere usted que esto es una guerra.

Drouilliet me observó un instante.

—Quizás eso atenúe la pena, caballero —me contestó. Luego ambos, Drouilliet y el coronel salieron de la tienda.

Los cuatro mil trescientos veintitrés hombres de la novena compañía del coronel Stan Barrimore fueron condenados a ocho años de prisión, que purgaron en la unidad penitencial de Vichy.

El coronel Stan Barrimore debió completar una condena de 19 años en la penitenciaría de Isberne, cerca de Marsella. Recuerdo que lo vi meses después de haber salido y estaba considerablemente más delgado.