Semblanzas deportivas

A Héctor Casiano Gómez lo vi por primera vez una tarde de octubre de 1972 cuando se presentó en el gimnasio de don Isidro Cabrillón. Gómez llegaba de San Juan, era pupilo de Antonio Flores, y venía precedido de un espectacular triunfo sobre Ramón «Cazote» Álvarez por la vía rápida.

Yo sólo sabía de él que era un estilista, que caminaba muy bien el ring, y que le llamaban «El Terremoto de Caucete». Luego supe que le llamaban así no tanto por los efectos que conseguía sobre sus rivales, sino más bien por la alarmante facilidad con que se le agrietaba el cutis y por un notorio temblor que lo estremecía cuando pisaba los cuadriláteros.

Me acuerdo que ese día, yo había ido a reportear a Álvarez, Héctor Casiano Gómez me pareció un muchacho introvertido hasta el mutismo total, tímido e incluso huidizo. No me sorprendió esto, ya que he vivido entre boxeadores y sé que las características que detecté en Gómez son moneda corriente entre los púgiles, más aun entre aquellos que se encuentran de pronto en una ciudad monstruosa como Buenos Aires.

Me sorprendió, eso sí, la pureza de sus rasgos. No tenía facciones de boxeador. Era algo aindiado, sí, medio tape, pero su nariz era fina y los pómulos marcados no denotaban signos de castigo.

Días después lo encontré de nuevo en el gimnasio y pude entablar conversación. Gómez se estaba entrenando duro porque debía enfrentarse con el recio pegador pampeano Eleuterio «Piñón» Almada que venía de darle un susto al mismísimo Pipino Cuevas. En efecto, peleando contra él, en el Palmero Stadium de Panamá, Almada había tenido una conmoción cerebral de tal calibre que los médicos pensaron que se moría. El mismo Pipino acudió a verlo durante la primera semana de internación para verificar si reaccionaba.

Para Gómez ésa era la primera prueba de fuego en la capital y por lo tanto se estaba dando con todo en el gimnasio para rendir al máximo en su debut, en el Luna. Lo catalogué como un muchacho provinciano de físico muy trabajado, veloz de piernas, certero para sacar el gancho de izquierda y algo descuidado en defensa. Dos veces lo vi ir al suelo durante su entrenamiento, una contra un sparring que se lo tomó demasiado en serio y la otra, que me pareció más grave, en un round de sombra.

Gómez casi no hablaba, respondía con monosílabos y solamente que se le interesara mucho abordando el tema del box, hilvanaba frases más o menos armadas. Pero no era tonto. Todo lo contrario, era lúcido y agudo. Sólo conocí otro púgil tan tímido como Héctor Casiano Gómez: el recordado Ludovico Silvano Cuchaffiola, el bien denominado «Caniche de Belgrano R».

Las conferencias de prensa con el inolvidable Cuchaffiola eran imposibles ya que irremediablemente dejaba que hablase su manager o bien se ocultaba debajo de la mesa. Hubo peleas en las que debió ser subido al ring entre cuatro porque se empecinaba en refugiarse bajo el cuadrilátero.

Gómez no llegaba a eso, pero sus palabras salían de repente tras considerables lapsos de silencio, a borbotones, como explosiones pequeñas. Eso lo hacía parecer algo salvaje, o agresivo, pero tengo la obligación de dejar sentado que era tan sólo un muchacho humilde con un enorme temor ante la notoriedad que lo acechaba.

Tampoco colaboraba a su facilidad de palabra el hecho de llevar a toda hora puesto el protector bucal. Era pupilo de Antonio Flores y ya sabemos que Antonio lo instigaba día y noche para que se mantuviese atento, conocedor de la cierta dispersión mental que siempre campeaba en su pupilo.

De cualquier forma, en el gimnasio, Gómez se veía fuerte y decidido.

Sin ser un gran pegador metía justo, era un buen tiempista y se cuidaba casi hasta la obsesión.

Cuando gané su confianza le pregunté la causa de ese temblor que solía atacarlo cuando subía al ring y que, en parte, le había traído aparejado el mote de «Terremoto». Me dijo que era por el frío. Se reconocía muy friolento y la Federación le había negado el permiso para combatir en camiseta de frisa. Era una explicación difícil de entender por el público, me contaba su hermano Catriel, que atribuía aquel temblor a un miedo irrefrenable y le gritaba toda sarta de barbaridades. Héctor Casiano se había negado, no obstante, a combatir con algodón en los oídos pues temía no escuchar el conteo del árbitro y levantarse antes de los diez segundos.

Me sonó sincero y creo recordar que aposté por él en su pelea contra «Piñón» Almada. No vi la pelea. Tuve que viajar a los Estados Unidos para ver a Foreman y a la vuelta me enteré que Gómez había perdido por escándalo. Al segundo zurdazo que le había metido Almada, el crédito sanjuanino había doblado las rodillas yendo a la lona por toda la cuenta. Me contaron también que eso había sido en el primer round y que la gente casi quema el estadio. Fui a verlo al pibe y lo encontré, como siempre, en el gimnasio. Cuando terminó su entrenamiento, en un bar cercano, me contó.

—Las mujeres —me dijo— siempre traen problemas, señor Blanco. —El tema era, por supuesto, complejo y nos quedamos dos horas más en esa misma mesa del bar, lapso en que Gómez no volvió a abrir la boca. Pero, haciendo memoria, recordé que, en efecto, antes de la pelea con Almada, el pupilo de Antonio Flores se había mostrado con escasa concentración, erraba muchos golpes cuando hacía bolsa y tres veces había estado a punto de estrangularse saltando la soga. Sin duda, un problema afectivo lo perturbaba.

Un mes después de aquella charla, «El Terremoto de Caucete» volvió al ring y batió por puntos a Pedro Daniel Alfredo Rafael Mutantia en pelea pactada a doce vueltas. Mutantia era un medio mediano combativo y fuerte que confiaba toda su fortuna a un arma poderosa: su particular halitosis que invariablemente despoblaba las primeras filas del ring-side. De nada le valió esto con Gómez que lo vapuleó sin piedad durante toda la pelea.

Don Efraín Patino, apoderado de Mutantia, me confió luego que no se decidió a arrojar la toalla ya que era una toalla que su pupilo había robado del hotel donde concentraban y hubiese quedado en descubierto.

Su paternal devoción por salvaguardar la imagen de su apoderado lo llevó a la paradoja de soportar el agravio de la tribuna que lo trató de «asesino». Pequeños secretos del box al que sólo tenemos acceso aquellos que estamos en el métier del recio deporte de los puños.

La gente comenzó a recobrar la confianza en Héctor Casiano Gómez y cuando en marzo de 1974 mandó a la lona al guatemalteco Silvio Piristillo «Cangrejo» Gómez La Serna, la prensa comenzó a pedir a gritos la revancha con Almada.

Y la revancha se anunció, con bombos y platillos, para el sábado 14 de abril, en el cuadrilátero del Luna. El anuncio se hizo en una conferencia de prensa y Eleuterio Almada acudió a ella disfrazado de oso Carolina, en un grotesco intento de convertir aquello en un show tipo Cassius Clay. Por fortuna Gómez no se prestó a ello, no sólo porque tenía una conmovedora dignidad provinciana sino además porque el traje de dama antigua le hacía un feo chingue en la cintura.

De cualquier modo, la etapa previa a la pelea transcurrió en un ambiente de declaraciones rimbombantes (casi siempre de parte de Almada), pronósticos descabellados del periodismo y apuestas que iban in crescendo. Por supuesto todo eso termina a la hora de la verdad en los momentos previos a la pelea. Fue allí, faltaban unos quince minutos para subir al ring, que fui a saludar a Gómez. Lo encontré sorpresivamente solo en su camarín, sentado en una camilla, con la bata sobre los hombros.

—Este es un compromiso muy duro para mí —me confió—. Debo borrar la mala impresión que dejé en la pelea anterior.

—Aún no me explico —le dije— cómo Almada pudo ganarte. No tiene potencia en ninguno de los puños.

Almada era famoso por la tibieza de sus golpes y por algo su bata lucía una propaganda de margarina. El apodo «Piñón», que podía llamar a engaño, lo traía de su pasado como ciclista.

—Almada no me ganó, Blanco —me dijo Gómez—. Me ocurrió algo difícil de explicar.

Recuerdo que se quedó en silencio y yo temí que fuera el comienzo de uno de sus largos mutismos. Pero no. Tras una breve pausa continuó.

—Yo había conocido una mujer. Y creo que me enamoré de ella. —En esta parte se puso colorado, con el habitual pudor del hombre de pelea que debe hablar de cosas del corazón—. Una mujer buena, comprensiva, que me quería por lo que yo valgo, y no porque yo fuera un tipo famoso. ¡Al fin una mujer de verdad y no una de esas locas que me andan rondando!

—¿Hacía mucho que la conocía cuando peleó por primera vez con Almada?

—Tres horas. Cuando tomé el ómnibus ese día para venir al Luna, ella se sentó al lado mío. Comenzamos a charlar, intimamos, y nació una corriente de simpatía. Por acompañarla hasta su casa me pasé como quince cuadras. Por eso fue que Almada, en esa pelea, hizo el primer round solo, yo no había llegado todavía. Cómo será de malo que hizo ese round solo y lo empató. Pero cuando llegué, en el segundo, yo tenía la cabeza en otra parte. Pensaba en esa mujer con la que habíamos quedado en vernos. En eso Almada me metió un zurdazo y me pasó algo raro: se me borró de la memoria la dirección y el teléfono de esa chica, de María. Me quedé como idiota. No atiné a hacer nada, desesperado como estaba por recordar la dirección. Allí fue que Almada me entró con otro zurdazo y me noqueó.

Yo miraba al «Terremoto de Caucete» con real sorpresa.

—¿No has vuelto a recordar esa dirección? —le pregunté.

Gómez meneó la cabeza, mordiéndose los labios.

—No —dijo—. Y mejor así. Es mejor no mezclar las mujeres con el boxeo.

Pero estaba lastimado y lo vi decaído cuando vinieron a avisarle que debía subir al ring.

Lo acompañé, junto con Antonio Flores y Victoriano Prunedo (el glorioso Negro Prunedo, vencedor de Equinoccio Parvulario Zapietro) y pude oír los insultos y las burlas feroces con que lo recibió la tribuna. Pero Gómez no les hacía caso. Escuchó con atención las indicaciones de don Antonio Flores, que había descubierto el punto débil de Almada: usaba lentes de contacto y ya llevaba perdidas tres peleas por no encontrar una de sus lentillas volada por un mamporro antes de la cuenta definitiva.

Yo me fui hasta mi butaca, tenía sitio en la cuarta fila, y desde allí vi un primer round cauteloso de ambos gladiadores. El segundo comenzó con ventajas para Gómez pero faltando pocos segundos para terminar Almada le acertó con un zurdazo largo y algo en comba que tomó al sanjuanino malparado y le sacudió la cabeza. El público rugía cuando terminó el round y Gómez volvió a su rincón tambaleante. Pero lo que más enardeció a la multitud fue que «El terremoto de Caucete» no se sentó en su banquito. Ante la mirada asombrada de todos, cruzó las cuerdas, bajó del ring y se encaminó resueltamente hacia mí pidiendo permiso entre las filas. Cuando estuvo a mi lado me dijo «Blanco, el golpe que me dio Almada me hizo recordar algo: el ómnibus en que conocí a María era el 71. Ahora lo recuerdo. Ahora lo recuerdo».

A pesar de que me lo dijo al oído, noté que estaba eufórico. Dio unas monedas al acomodador que lo había seguido y se volvió al ring.

El tercer round fue apoteósico porque Gómez, con la guardia muy baja, se prestó al cambio de golpes y en algunos cruces ambos estuvieron a punto de ir a la lona. Todos pensaban que Gómez estaba buscando su reivindicación, la gloria de conquistar nuevamente su fama de guapo, pero sólo yo sabía la verdadera razón de su ofrenda. Sobre el final de los tres minutos, en la más pura escuela de Nicolino Locche, Gómez adelantó su mentón desnudo hacia Almada. El hook fulmíneo de éste le hizo volar el protector bucal y el gong salvó al sanjuanino del fuera de combate. De nuevo bajó de su rincón y, zigzagueando, llegó hasta mi butaca.

—Bajamos en Paseo Colón y Alem —me dijo algo balbuceante—. Paseo Colón y Alem. En el próximo round, quizás una buena trompada en la sien me haga acordar de la dirección exacta.

Quise recomendarle que se cuidase pero ya volvía hacia el ring.

Recogió unas monedas, que le tiraba el público, para darle al acomodador que había vuelto a acompañarlo y se lanzó a la hecatombe del cuarto asalto.

Juro que nunca vi algo similar. Varias veces ambos púgiles resbalaron en la sangre que bañaba la lona y los puñetazos restallaban sobrecogiendo al público que no cesaba de alentarlos. Casi sobre el final, Gómez bajó su puño derecho y por allí entró un directo potentísimo que le hizo crujir la mandíbula. Lo vi sonreír. Muchos pensaron que era una reacción refleja subestimando un impacto que le había dolido. Yo sabía que era porque había recordado algo nuevo.

Llegó al rincón gateando y bajó del ring. Los aplausos caían como catarata de los cuatro costados del estadio y ya Gómez con su guapeza suicida, había recuperado el respeto y la admiración del público. Pero cuando se acercó a mí, me espanté ante la visión de su cara maltrecha. Casi no tenía nariz y respiraba por el orificio que el tabique nasal había perforado en la carne.

—¡Ella vive en calle Venezuela! —me dijo gozoso, tocando mi pecho con la punta del guante y rociándome con sangre. Volvió hacia la lucha, pidiendo permiso a los pacientes espectadores que se hallaban sentados a mi lado y que debían encogerse en sus asientos cada vez que Gómez venía.

Por poco también tuvo que pelearse el sanjuanino con el acomodador que le reclamaba monedas que Gómez ya no tenía.

Yo sabía que aquél sería el último round. «El Terremoto de Caucete» salió hacia adelante como una tromba y se trenzó con Almada en un intercambio de golpes fragoroso, perverso y espectacular. De repente Gómez se detuvo en el medio del cuadrilátero y abrió ambos brazos, ofertando la mandíbula a su rival. Parecía un torero, de rodillas sobre la arena, poniendo el pecho ante la ciega furia del estadio. Se hizo un instante de silencio aterrador roto luego por el estampido del puño izquierdo de Almada reventando contra el ojo derecho de Gómez. Cayó como si le hubiesen pegado un tiro en la cabeza.

Media hora después pude llegar hasta su camarín. Gómez recién reaccionaba y su vista estaba recuperando firmeza. Apenas me vio llegar vino hacia mí. Me tomó del hombro y acercó esa máscara de horror que era su cara a mi rostro.

—Venezuela 1430 —me dijo—. Segundo piso, departamento 8.

Yo esbocé una sonrisa, sin saber qué decir.

—Vamos —me dijo. Se puso unos pantalones largos sobre los de combate y me arrastró a la calle. No sé cómo podía, tras esa orgía de sangre, trotar como lo hizo. Llegamos a la dirección buscada y Gómez me pidió que yo llamase el portero eléctrico. Él estaba muy nervioso y además los guantes le impedían manipular con comodidad.

Alguien nos abrió la puerta de abajo y subimos por el ascensor. Gómez se empeñaba en alisarse la bata y acomodarse el pelo. Nos abrió una mujer joven y bastante atractiva que, por el brillo en los ojos de Gómez, supe que era María. Miró a Gómez con extrañeza.

—Soy Héctor Casiano —dijo éste, turbado.

—Perdone —contestó la mujer, molesta—. Pero no lo conozco.

—Nos conocimos en el ómnibus —explicó el sanjuanino—. Hace un tiempo. ¿No me recuerda?

La mujer miró el rostro de Gómez con detención. Recorrió la geografía modificada en busca de unos rasgos que ya no eran los mismos. Había que admitir que la atracción varonil de aquella nariz fina y la armoniosa curva de las orejas ya no existían.

—No lo conozco —dijo la mujer. Y cerró la puerta.

Nos miramos un momento con Gómez. Yo hice ademán de tocar el timbre nuevamente, pero él me detuvo el brazo. Bajamos de nuevo por el ascensor.

—Hágame un favor —me dijo—. Sáqueme los guantes.

No sin esfuerzo le quité esos guantes de quince onzas. Después él, sin mi ayuda, se sacó las vendas.