Un Teniente Primero

Cada vez los envían más jóvenes al frente de batalla.

Delante mío, del otro lado de la pequeña mesa de campaña cubierta por papeles y carpetas polvorientas, ligeramente apoyada su espalda sobre el respaldo de la silla, fuma sin prestar demasiada atención a las sordas explosiones que llegan desde afuera, Klaus von Stauffenberg.

Es Teniente Primero de Paracaidistas y recién acaba de cumplir cinco años.

Me cuenta del combate que se está desarrollando arriba, del duelo de artillería con los ingleses estacionados tres kilómetros más al norte cerca de Bergen Belsen. Von Stauffenberg me confía que él no suponía a las tropas de Steinfield tan cerca. Piensa que ese avance aliado puede ser el comienzo de la fractura de nuestras trincheras.

—Debimos golpear luego de Bastogne —dice, y su puño derecho se crispa sobre la mesa. Tiene cierta dificultad para hablar y no puedo determinar con precisión si es por esa cicatriz en la mejilla, o por la ortodoncia.

Sus ojos son de un gris acerado y los oscurece aun más la sombra proyectada por la visera de su gorra de oficial. Hay una explosión más cercana que las demás. La bombilla eléctrica se bambolea, amenaza apagarse por un instante, titila. Von Stauffenberg mira hacia arriba. Se mantiene callado ahora, abstraído, con ese silencio lejano que he aprendido a captar en los soldados. Su dedo índice, que ha recorrido sobre el semienrollado mapa, de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo el caprichoso curso del río Platz, hurguetea ahora dentro de una de sus fosas nasales. Cada tanto, retira el dedo y adhiere una mucosidad bajo la asentadera de su silla.

Sé que ha venido a decirme algo. Lo hace a menudo, cuando los avances de las tropas de Patton no lo retienen junto a sus hombres. Suele compartir su merienda conmigo: tocino, pan negro, ciruelas, semillas de soja, alimentos que va introduciendo lentamente en su café con leche.

—Le dieron a Wolf —me dice. Parece haber vuelto a la realidad. Yo dejo de escribir a máquina, me cruzo de brazos, le presto atención. Von Stauffenberg siempre requiere atención. Está con los dedos pulgares enganchados en el correaje que le cruza el pecho. Acomodo mis papeles que he alejado de él, procurando que no me los ensucie con sus manos generalmente manchadas de barro, aceite, pólvora, o chocolate.

—Un mortero —prosigue— cerca del bosque, donde está la granja.

—¿Está mal?

Asiente con la cabeza. Sé que sufre. Pero hace lo imposible porque no se le note.

—Tal vez le corten las piernas —me dice.

—¿Lo has visto?

—Fui a la enfermería a verlo. Aún estaba bajo los efectos de la morfina.

Ahora Von Stauffenberg balancea rítmicamente las piernas, que no alcanzan a tocar el suelo. Es el único indicio de lo que le cuesta hablar de todo eso.

—Me impresionó mucho lo que me dijo —prácticamente murmura— lo que me dijo luego, cuando salió de la anestesia.

—¿Qué te dijo?

—Me contó que había tenido un sueño. Mientras había estado inconsciente había tenido un sueño. Algo muy nítido. Muy claro. Es raro…

No quise apurar el relato. Klaus parecía recordar, por momentos fruncía la boca, el entrecejo. Sólo se escuchaba el sofocado remezón de los obuses ingleses y el impacto de sus tacos de oficial contra las patas de su silla.

—Me dijo algo como… que… —continuó— …él estaba tendido en la gramilla, a orillas de un arroyo que pasaba junto a su casa, cuando era niño… no recuerdo el nombre del arroyo… —Klaus meneó una de sus manos en el aire, como desalentado— …No se le escuchaba muy bien, no parecía tener mucho aliento el pobre Wolf. Bien, él estaba tendido en la gramilla y era un día luminoso, recalcó eso, un día luminoso, junto al arroyo, cuando alguien lo llama desde la otra orilla: «Helmutt, Helmutt», era una voz clara, cristalina. Helmutt se incorpora y ve una señora, una señora muy pálida, delgada, de hermosos ojos oscuros, vestida totalmente de negro, que le extiende la mano. Lo llama.

Von Stauffenberg vuelve a quedar callado. Ha encogido su pierna derecha hasta que el pie ha quedado apoyado en el respaldo de su silla. Sus manos se entretienen ahora con los cordones de la bota.

—Y Wolf me decía… —continúa— que él, en el sueño, pensaba: «No, no quiero ir con ella. No quiero ir». Pero que la señora lo volvía a llamar desde la otra orilla: «Helmutt», «Helmutt»… Helmutt quería escapar, alejarse de allí, pero algo lo atrapaba, le impedía moverse, seguía tirado en el pasto mirando hacia esa señora totalmente vestida de negro que lo llamaba. Entonces la señora le decía: «Iré a buscarte». Y comenzaba a cruzar el arroyo, casi flotando sobre el agua.

Klaus quedó en silencio. Tenía un dedo metido en la boca y se lo mordisqueaba.

—¿Fue allí que recobró el conocimiento? —le pregunto. Asiente con la cabeza.

Juguetea ahora con mis papeles. Me intranquiliza un poco. Temo que tome el tintero. Pero no. El Teniente Primero de Paracaidistas Klaus Von Stauffenberg se pone de pie, arregla un poco su arrugado uniforme pardo, echa algo hacia atrás la pistolera de su Luger y se encamina hacia la escalerilla.

—Más tarde iré a verlo de nuevo —me anuncia.

—Yo también iré a verlo —le digo. Klaus comienza a trepar los escalones y se detiene.

—Mejor que te apures —recomienda—, se va.

Yo retomo mi relato. Debo enviar mi nota al diario. En sólo media hora parte el motociclista hacia la retaguardia y deberá llevarla. Trato de no prestar demasiada atención al polvillo blanquecino que se desprende de las vigas a cada explosión de los obuses ingleses. No pienso más en Von Stauffenberg. Ni reparo en el hecho de que puede ser la última vez que lo vea con vida.

Cuatro meses después, estando yo en Waldpolentz, veía pasar los restos de la quinta división blindada retirándose hacia las protecciones de Hanfgäslt. Los hombres marchaban adustos y cansados. Ya no se veía en sus ojos el brillo victorioso de los comienzos de la campaña.

Entré a un pequeño bar, milagrosamente conservado en aquella calle castigada por la artillería norteamericana. Estaba repleto de soldados y el humo de los cigarros lo invadía todo. Recuerdo que a duras penas logré acodarme en el mostrador y beber una cerveza. Entablé conversación entonces con un oficial tanquista de la división que había resistido fieramente en Ilse, Strasser y los bosques de Schuschniggerberssenfgen. Era un muchacho joven y estaba aguardando órdenes de la superioridad. Me contó que había combatido junto al Teniente Primero Klaus Von Stauffenberg. Y me contó también su final.

Cuando salí del bar, ya era tarde, pasó por mi memoria la imagen de aquel bizarro oficial de paracaidistas, el más precoz de su promoción. Pasé revista a nuestras charlas, a su inclinación por recortar los mapas de campaña, su atildamiento en el vestir aun bajo los rigores de la batalla, su casi exagerada tendencia a usar lápices de colores para ubicar en los planos militares los desplazamientos de las tropas, su gráfica manera de narrarme los combates, ocultándose bajo las mesas, imitando con la boca las explosiones, dándole a sus relatos matices de impresionante realismo.

Yo debí haber sabido, de antemano, que para él, Klaus Von Stauffenberg, como para todos los soldados, estaba implícita la posibilidad de que un día cualquiera, una señora muy pálida y delgada, acudiera en su busca.

Eso fue lo que ocurrió, en definitiva. El rubio oficial tanquista me lo dijo, en el bar de Waldpolentz. Un día había llegado al frente una señora muy enérgica, de pelo recogido tras la nuca, presentándose como la madre del Teniente Primero Klaus Von Stauffenberg. Este se había negado a recibirla, corriendo a protegerse en una trinchera soterrada.

Pero todo fue inútil. La decidida señora aferró al duro oficial de un brazo, llegó a pegarle incluso con la mano abierta en la cabeza, y entre amenazas y reproches lo introdujo en un automóvil para conducirlo hacia Munich. Nunca más se supo nada de él.

Días después me embarqué en un tren hacia Oberszalberg. La sempiterna ironía sanguinaria de la guerra hace de la vida de los hombres apenas tenues líneas de lápiz que se entrecruzan.