Mi personaje inolvidable

Los dos hombres aparecieron en el borde del claro, con paso vacilante, cuidadoso.

Parecía que les costaba abandonar la sombra de la floresta para internarse bajo el sol rotundo que iluminaba el mullido colchón de agujas de pino que cubría el descampado. El de más adelante daba la impresión, incluso, de estar encandilado.

Yo me hallaba, recuerdo, casi veinte metros más abajo, en la orilla misma del arroyo, cuando me di vuelta para tomar una nueva lombriz, y pude verlos. Tras un primer momento de duda, el de más adelante avanzó un par de pasos sin reparar en mí. Contradictoriamente, se quitó la gastada gorra, se enjugó con el brazo la transpiración de la frente, miró hacia las copas de los árboles y luego continuó avanzando hacia el centro del claro. Tras él, cauteloso, avanzó el otro. Conformaban una pareja divertida. El primero, en apariencia el conductor a juzgar por su actitud de liderazgo, era de baja estatura, nervudo, flaco, consumido, con una barba de tres días y con una edad cercana a los cincuenta años. Vestía ropas humildes, amplios pantalones marrones con la cintura casi sobre el tórax, sostenidos por unos tiradores raídos que arrugaban la desteñida camisa leñadora sobre las clavículas marcadas. Llevaba ahora la gorra en la mano y colgando del brazo izquierdo, un saco oscuro.

Pero el que más atrajo mi atención fue el otro. Era un hombre inmenso, macizo, de cabeza pequeña y paso torpe. Siguió a su amigo bamboleándose hacia el centro del claro, y, en verdad, parecía un oso. Lo que más lo asemejaba a un plantígrado eran los brazos robustos, desmesuradamente largos y peludos. Estaba vestido con un enterizo jardinero sucio y rotoso y le cubría la cabeza un gorro de lana tejida en blanco y rojo.

El más pequeño de los hombres se detuvo un instante estudiando un tronco de árbol caído en el medio del claro, y el otro hizo lo mismo, tres pasos más atrás.

El más pequeño señaló el tronco y marchó hacia él, cosa que imitó el otro. El pequeño se sentó en el tronco. El hombrón se quedó parado como esperando el asentimiento de su guía para hacer lo mismo. El guía hizo un corto y enérgico movimiento de cabeza, aprobando. Recién entonces el otro, se sentó.

Tal vez hubiesen podido pasar horas o días, sin que aquellas dos extrañas criaturas cayeran en cuenta de mi presencia no tan distante, bastaba echar una mirada hacia la estrecha corriente de agua para verme, pero yo no estaba dispuesto a dejar transcurrir demasiado tiempo.

Era el comienzo del otoño y yo hacía ya ocho meses que me encontraba en aquella región boscosa de las montañas del oeste de Yellowhead, estudiando la caprichosa corriente migratoria de las mariposas del lino, en su rumbo hacia las Canarias. Sentía por lo tanto ganas de charlar con alguien y comenzaba a resultarme incómoda mi posición con el torso hacia los recién llegados en tanto las puntas de mis botas apuntaban hacia la ribera opuesta del arroyo.

Era 1948 y yo aún no me había separado de Berly.

Recogiendo el sedal de mi línea, enrollando prolijamente las lombrices sobrantes, me encaminé hacia los hombres y creo que tomaron nota de mi presencia cuando casi ya estaba sobre ellos.

Contra lo que me suponía, no expresaron sorpresa ni temor. Se los veía gente de condición humilde, casi linyeras, y esa clase de personas suele observar una actitud de recelo, o agresividad ante desconocidos que los sorprenden en propiedades ajenas. Consciente de ello yo practiqué la mejor de mis sonrisas al presentarme.

—Hola —dije—. Yo soy el profesor Philip Roy Hickey y estoy pescando bocarras saltonas.

Ambos me miraron. Se habían repartido un inmenso emparedado de queso y tocino y el que parecía el patrón sostenía sobre sus rodillas el grasoso papel en el cual, seguramente, venía envuelta aquella vianda.

—Es una buena época para la bocarra —expliqué—. Bajan por…

El hombrecito tragó bizarramente, se puso de pie, y tras limpiar su mano derecha sobre el lustroso pantalón, me la extendió.

—Barry Sullivan —dijo—. Este es Groggly —me informó señalando al otro. El otro, como turbado, no se levantó. Continuó apresando su porción de emparedado con ambas manazas y practicó una corta pero cordial inclinación de cabeza.

—Tome usted asiento —invitó el llamado Sullivan, sentándose—. Estábamos almorzando.

—Muy bien, muy bien —aprobé, con el énfasis que pone uno cuando no tiene demasiado que decir. Me senté en el extremo del tronco, depositando con prolijidad mi caña de pesca sobre las agujas de pino.

—Disculpe usted que no lo convidemos —se compungió Sullivan, levantando un poco el emparedado para explicitarse mejor— pero es lo último que nos queda hasta llegar a Kelowna. Allí compraremos algo más. ¿No es así, Groggly?

Groggly pareció sorprenderse ante la pregunta pero de inmediato, y sin dejar de masticar, afirmó de nuevo con la cabeza con más entusiasmo del necesario.

—¿Kelowna? —me interesé—. ¿En qué irán hasta allí?

—Caminando. O tal vez consigamos un tren los últimos kilómetros.

—¿Caminando? —me sorprendí—. ¡Pero eso es muy lejos! Les tomará más de un mes ir andando.

Sullivan se rascó la nariz con el dorso de su mano, sin soltar el emparedado.

—Eso calculo. Pero no tenemos mayor apuro. ¿Es el 2 de agosto que tenemos que estar allí para la pelea, no Groggly?

Esta vez la pregunta no tomó por sorpresa a Groggly. Cesó de producir chapoteos masticatorios, quitó un residuo de mantequilla de sus labios y cuando parecía que iba a hablar, volvió a afirmar enérgicamente con su cabeza.

—¿Pelea? ¿Es que van a una pelea?

—Yo no. Él —dijo Sullivan, y señaló a Groggly.

—¿Es boxeador? —pregunté a Sullivan, casi en secreto. Sullivan me guiñó un ojo.

—De los mejores —dijo. Quedamos en silencio. Sullivan terminó de comer, sacó un sucio pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón, limpiándose la boca y las manos. Luego tomó el papel en que había recogido las migas sobre sus rodillas, lo hizo un bollo y contuvo su intención de arrojarlo al piso. Tal vez consideró que podía ensuciar un territorio privado. Lo metió finalmente en un viejo bolsón de loneta que había dejado junto al tronco.

—De paso —retomó el tema— mientras vamos hacia Kelowna, Groggly aprovechará para fortalecer sus piernas. ¿No es cierto, Groggly? —Groggly se encogió de hombros. Sullivan dejó de hurgar un momento en el bolsón y volviéndose hacia mí, me dijo, casi confidencialmente—: Su juego de piernas es un desastre.

Por sobre el hombro de Sullivan, mi vista se cruzó con la de Groggly.

Enarcó las cejas como diciendo «¡Qué vamos a hacerle!», en un gesto de complicidad que me regocijó.

—Tú no crees, no me haces caso… —Sullivan había sacado un papel doblado rectangularmente del bolsón, y ahora, algo apartado del tronco, ya de pie, señalaba a Groggly con tono admonitorio— …pero esa bestia de Pierce te destrozará si no mejoras. Tú piensas que es como cualquiera de los pelmazos con que te has enfrentado, pero te equivocas. Ese Pierce es un boxeador en toda la línea y te romperá el hocico en dos minutos si no te lo tomas en serio.

Groggly mantenía una expresión compungida, meneando levemente la cabeza, como contrariado. Eructó de pronto, sin ocultarlo.

—Y tienes que insistir en perfeccionar tu directo de derecha —prosiguió Sullivan—. Lo arrojas muy abierto, muy anunciado, muy… —mientras braceaba en el aire buscó el adjetivo adecuado— …Pierce te meterá diez zurdazos antes de que puedas tan sólo tocarlo con un golpe de esos.

Groggly lo miraba con atención, luego se rascó la cabezota, ladeando el sucio gorro de lana. Sullivan aprovechó para volver a sentarse a mi lado.

—Debo tratarlo con cierto rigor —me dijo, prácticamente al oído—. Es un buen chico, pero algo duro de entendederas —comenzó a desdoblar el papel que había extraído del bolsón—. No parece darse cuenta de la importancia de la próxima pelea. Pero así como lo ve, torpe, como somnoliento, cuando sube al ring se transforma, es una verdadera fiera. Y su hook de derecha es mortífero. Pregúnteselo a Frankie «Melaza» Bellwood, si no lo cree. Le digo más, el 2 de agosto, si tiene usted dólares guardados en algún lugar, no vacile en ponerlos todos a mano de mi pupilo. Me lo agradecerá.

El énfasis y la convicción que había en la voz de aquel hombrecito enjuto hicieron que mis ojos se mantuvieran clavados en los suyos, aún después de que él hubiese terminado de hablar. Tuvo que agitar un par de veces el papel en el aire para que yo comprendiese que lo mantenía desplegado frente a mí, para que yo lo viese. Miré aquel ajado rectángulo de papel, que no era otra cosa que un afiche donde se leía: «Groggly, el oso boxeador. Aguante tres rounds con él, y ganará el derecho a asistir gratis a todas sus presentaciones».

Recién entonces contemplé con extrañeza a Groggly, sentado en la otra punta del tronco. No había dudas. A pesar de la confusión que pudiesen generar sus ropas civilizadas, sus inmensos zapatones gastados, su gorra de lana, o su rojo pañuelo al cuello, no podía negarse que se trataba, rotundamente, de un oso. Su cara totalmente cubierta de pelo pardo, sus redondas y desmesuradas orejas, su trompa culminada por un hocico negro y húmedo, sus manazas peludas y provistas de oscuras zarpas mal cuidadas, hablaban por sí solas.

—Yo lo trato con cierto rigor, es cierto —interrumpió mi observación Sullivan, confidencial— porque todo atleta necesita entrenamiento, concentración y esfuerzo, pero debo reconocer que nunca he conocido un oso como Groggly, tan inteligente, tan sensitivo, tan dúctil.

Yo continuaba mirando al oso, absorto.

—Y le digo más —me confió Sullivan, echando el cuerpo un poco hacia atrás rebuscando en un bolsillo delantero del pantalón con sus manitas nervudas que semejaban patas de gallina—, si he metido a Groggly en esto del boxeo es porque, lamentablemente, necesitamos dinero para que prosiga sus estudios. Pero Groggly puede desempeñarse de otra cosa, le digo que es muy sensible —una colilla de cigarro algo doblada apareció en la mano derecha de Sullivan. La enderezó con cuidado—. Mi idea… —prosiguió— es que Groggly haga dos o tres peleas más, nada más, y luego, con el dinero ganado, perfeccionarlo en otras disciplinas.

Se detuvo un momento buscando algún lugar cercano donde prender una cerilla que había aparecido mágicamente en su mano. Se agachó hacia atrás del tronco para frotarla contra una piedra. Reapareció con la cerilla encendida.

—Yo tampoco quiero… —me dijo— que los golpes lo atonten. Yo sé lo que tengo. —Parecía que iba a encender el pedazo de cigarro ya en su boca, pero detenía el movimiento para hablarme, como ofuscado—. Y sé lo que es el boxeo. Es un buen negocio para hacer dinero grande en poco tiempo, pero luego, basta, a otra cosa. —Dio la impresión de que daría lumbre a su pitillo de una vez por todas, pero volvió a la carga—: Si uno se entusiasma con las bolsas, o con el éxito, o con las dos cosas, cuando quiere acordarse se ha convertido en el manager de un idiota. De un imbécil. Y eso yo no lo quiero para Groggly… —ahora sí, encendió el pitillo, sacudió en el aire la cerilla furiosamente antes de que le quemase los dedos, aspiró una bocanada como si le fuese en ello la vida, cruzó las piernas y echó el cuerpo hacia adelante cruzando los brazos sobre las rodillas. Hizo un gesto con la cabeza hacia el oso.

—¿Usted no sabe cómo baila? —dijo, con una sonrisa sobradora en los labios.

No esperó mi respuesta. Tomó el bolso y tras buscar unos minutos allí dentro, sacó una armónica. Los ojos de Groggly, que habían seguido los movimientos de su conductor, brillaron.

—Los padres de Groggly —me explicó Sullivan en tanto limpiaba con el revés del cuello de su camisa los bordes de la armónica— eran armenios. Seguramente los turcos los cazaron y los llevaron a Estambul. Allí bailaban al ritmo de panderetas para los turistas, frente a la Mezquita Azul. Groggly se crió en ese ambiente, de artistas, de intelectuales.

Sin más, Sullivan se llevó la armónica a los labios y atacó con Era la chica más linda del valle de Walla Walla. Groggly no se hizo rogar, de repente ágil, caminó hacia el centro del claro y dejó oscilar su pesado cuerpo con el ritmo de la música folk. Puedo afirmar, sin temor a caer en la sensiblería, que me emocioné. Groggly golpeteaba el suelo con las plantas de sus pies planos, batía palmas, sacudía las caderas y mezclaba, junto a los saltarines movimientos propios de un bailarín del sur del Yukón, las suaves cadencias típicas de las corrientes europeas. No tengo dudas de que hubiese deslumbrado en los mejores salones del Este. Cuando Sullivan dejó de tocar, transpirado por el esfuerzo de sacudirse y taconear sobre el suelo al ritmo de la música, yo irrumpí a aplaudir locamente y dar bramidos de gozo. Groggly desprovisto del encantamiento de la música se mostraba visiblemente turbado, bamboleando su cabezota, bajo mi mirada.

—Es maravilloso. Sencillamente maravilloso —dije a Sullivan. Este estaba empeñado en introducir la armónica en el confuso contenido de su bolso.

—Aún no ha visto usted todo —me adelantó, cómplice. Sin duda mi exaltada reacción ante la danza de Groggly le había insuflado confianza como para franquearse ante un casi extraño. Devuelta ya la armónica a su lugar de origen, Sullivan abrió una de las alforjas laterales del sufrido bolsón y sacó un rollo de cartulinas, no muy grande, bastante achatado y maltrecho por lo inadecuado del transporte. «Más afiches» pensé yo. Pero me equivoqué. Sullivan, tras quitar una banda elástica que mantenía la precaria condición cilíndrica del rollo, alisó torpemente las hojas y las extendió frente a mí. Eran pinturas a la acuarela. Me acerqué para apreciarlas en más detalle.

—¿No me dirá usted…? —vacilé contemplando el gesto socarrón de Sullivan que se asomaba por detrás de las pinturas. Sullivan afirmó con la cabeza.

—Groggly —dijo.

Era difícil de creer. Se trataba de una media docena de cromos que mostraban paisajes de zonas lacustres, tratados con manchas sueltas, ligeras, ubicadas con certeza y casi, debí reconocer, con maestría. Creí detectar ciertas reminiscencias de Monet o alguna influencia puntillista de Renoir, pero me abismó una clara comprensión de los planteos no figurativos de escuelas como la húngara, o la flamenca.

Golpeé mis manos en señal de franca admiración.

—Escúcheme, Sullivan… —intenté explicar, retrocediendo unos pasos para aquilatar un juego de manchas totalmente abstracto, pero por completo alejado de concepciones ingenuas que uno hubiese supuesto en aquella criatura primaria—. Escúcheme…

—¿Hay una influencia europea, no? —se ufanó Sullivan—. Una… —hizo girar la mano frente a la cartulina desplegada, sin encontrar la definición.

—Precisamente, húngara, algo magyar, estaba pensando —acordé.

—No hay que descartar un pasado gitano en Groggly —profundizó Sullivan.

—Es cierto, es cierto… —admití, alucinado—. ¡Hey, Groggly…! —giré la cabeza buscándolo. Groggly se hallaba casi en los confines del claro, simulando buscar grosellas entre las coníferas, pero en realidad no soportaba la tensión de que alguien mirase sus obras.

—¡Hey, Groggly! —insistí, elevando uno de mis pulgares en el aire—. ¡Esto es muy bueno, muchacho, muy bueno!

Groggly hizo un ademán con una de sus manazas en el aire, como restándole importancia al asunto. Pero de nuevo el bamboleo de su cabezota me indicó que el orgullo se desparramaba por su cuerpo extenso.

Antes de que yo pudiese terminar de ver un espléndido retrato al óleo de una osa, Sullivan volvió a enrollar las cartulinas, con movimientos rápidos las comprimió bajo la presión de la banda elástica que había mantenido sujeta entre sus labios apretados, y luego las devolvió al bolsón.

—No las vendemos —anunció, como si yo le hubiese solicitado algo—. Mucha gente me las ha pedido, pero me he negado a vender. Por ahora. No quiero apresurar la obra de Groggly. Además… —se inclinó hacia mí, confidente— me han ofrecido una exposición en Seattle. Una de las mejores galerías de allá…

—¡No me diga!

Sullivan se encogió de hombros.

—No le he dicho todavía nada a Groggly. No quiero que nada distraiga su atención antes de la pelea.

—Lógico. Lógico —aprobé.

Cuarto de hora después, luego de que Sullivan se hubiese interesado vagamente por el trámite favorable o no de mi pesca, aquella singular pareja decidió reiniciar la marcha. Recuerdo que estreché la mano de Sullivan, les deseé suerte y no pude menos que darle un abrazo a Groggly. Cuando lo miré a los ojos, capté en las pupilas ambarinas del plantígrado un inequívoco signo de esclarecimiento.

Se marcharon.

Durante algún tiempo, unos años quizás, pensé en aquel fortuito encuentro en los bosques de las montañas del Oeste. Sentía curiosidad por la suerte que habrían corrido en los años posteriores a nuestra brevísima relación en aquel claro de la floresta. Cavilé, largamente, sobre qué destino habría tenido todo aquel enorme caudal sensitivo de Groggly.

Con el tiempo, aquella obsesión me fue abandonando, a pesar de que nunca olvidé por completo a esos dos particulares personajes.

Estuve en Europa, presenté mi tesis en la Universidad de Tempe, Arizona, e incluso retomé mi vida en común con Berly.

Una mañana de primavera en 1968 acudí a la casa central de la Exxon Petrol Inc. con asiento en Washington. Era un día muy especial para mí, pues marchaba en busca de mi beca. La Exxon Petrol había tenido la fina atención de concederme una de las apenas siete con que año a año distingue a quienes se hayan destacado en el campo de la investigación o el arte.

Debí subir, acompañado de dos solícitas secretarias, mediante un meteórico ascensor, hasta el piso 49 de aquel gigantesco edificio de acero y cristal donde se encerraba la memoria operativa de la monstruosa compañía petrolífera.

En una reluciente y enorme mesa rodeada de casi todos los ejecutivos de la empresa me entregaron la beca.

—Deberá disculpar usted al Presidente de la Empresa —se excusó uno de los circunspectos señores—. No vendrá a saludarlo, pues me temo que se halla muy ocupado en este momento.

Yo resté importancia a esa omisión.

—Pero, aguarde un momento… —me contuvo, ya estábamos retirándonos, solícito, el hombre—. Tal vez pueda usted, aunque sea, estrecharle la mano.

Caminó hacia una pesada puerta de roble, la abrió con la confianza que le daba su alto rango y penetró a una enorme oficina. Dejó la puerta abierta y entonces pude ver todo con claridad. Tras un vasto escritorio, de pie, de impecable camisa celeste con corbata al tono, sosteniendo un tubo de teléfono con una mano y con la otra una gruesa carpeta, estaba Groggly. A pesar de la distancia que me separaba de él, no tuve problemas en reconocer su cabezota cubierta de pelo pardo, ahora más pulcro, ni sus ásperas zarpas oscuras, ahora más refinadas. Se lo notaba más erguido, también. Vi como el hombre que me había guiado se acercaba a él, cuchicheaba algo en su oído, y vi cómo Groggly hizo un gesto negativo con su cabeza apartando apenas el auricular de su mejilla. Sacudió un poco también la carpeta que tenía en la mano, como refrendando su negativa. Mientras el ejecutivo volvía hacia mí con una sonrisa de disculpa, sin embargo, Groggly, desde su escritorio me hizo un corto saludo elevando su mano con la carpeta.

Salí del edificio bastante conmocionado y creo que incluso había olvidado ya la beca que descansaba segura en mi bolsillo.

Pensaba en esta maravillosa tierra que brinda oportunidades a todos. Pensaba hasta dónde puede llegar la capacidad y la determinación de alguien que se propone llegar.

Tuve también un pensamiento intrigado hacia la suerte corrida por Sullivan, pero eso fue recién cuando llegué a mi casa.