Crónica de caza
Yo sigo sosteniendo, mal que le pese al imbécil de sir Lancelot, que agosto-octubre es la mejor época para la caza del dragón. No hace calor y uno no se cocina dentro de la armadura como sucede en verano. Para no hablar de las moscas y los tábanos que siempre siguen a las caballerías.
De cualquier manera nuestra última partida de caza no fue concertada previamente, como tantas veces, ya por algún antojo del Rey Arturo por haberse peleado con la bruja de su mujer, ya por la necesidad de Merlín de mantenernos ágiles y diestros en el combate por si acaso sus predicciones, como tantas veces, fracasaran.
En esta ocasión la cosa se dio como en muchas ocasiones antaño, cuando empezaron a llegar al castillo centenares de siervos, con sus familias y famélicas haciendas aterrorizados por la presencia de un dragón.
Contaron a Arturo que la bestia ya había dado muerte a cerca de 30 labriegos destruyendo una veintena de chozas. Las inmundas chozas donde se apiñan. Arturo, cuyas ideas proteccionistas ya me tienen podrido, les preguntó por qué no habían acudido antes al castillo y los idiotas dijeron que no querían molestar.
El imbécil de Lancelot opinó que posiblemente los siervos no decían la verdad ya que en varias ocasiones anteriores habían invadido el castillo con esa patraña al solo fin de sentirse protegidos por un buen techo de piedra y no por los mugrientos cobertizos de paja de sus casas. Es cierto que Arturo no se deja engañar por eso y los amontona en el patio de armas o los deja pasando la noche en la parte playa del foso, quitando suficiente agua como para permitirles respirar con comodidad.
Pero Arturo no escuchó al imbécil de Lancelot, lo bien que hizo, y prefirió consultar con Merlín. Merlín echó un gato dentro de una olla con oro líquido en ignición, esparció sal sobre una piedra, y luego dijo que lo que habían dicho los siervos era verdad. Que no había por qué dudar de ellos y que ese dragón era bastante peligroso.
Arturo nos convocó entonces de urgencia a la Tabla Redonda. Decidió que era imprescindible quebrar la veda de caza. Yo estuve de acuerdo, ya que en ciertas regiones del reino los dragones son plaga. Se los ha visto en manadas de 200 y suelen pisotear las cosechas. Lo dije con toda la malicia ya que en la mesa se encontraba el maricón del «Caballero Negro» quien viene insistiendo en prohibir la caza de los dragones.
Dice que con el tiempo se extinguirán y propone que Arturo declare la zona cercana al río «parque nacional» y permita el apareamiento de los dragones sin molestarlos. Afirma que especies como la del «dragón tiznado» ya casi no existe y que el «dragón cornudo» ha desaparecido. Lo dice como si Arturo no tuviese otra cosa que hacer que andar velando por esas bestias, descuidando el asunto de las Cruzadas, la peste bubónica y otras tonteras. Por fortuna el afeminado del Caballero Negro se calló bien la boca y decidimos por unanimidad salir en busca de la fiera.
De entrada ya me reventó bastante la actitud del imbécil de sir Lancelot. Lo devora de envidia el saber que en la sala central de mi castillo, sobre la estufa de leños, luzco la cabeza y gran parte del cogote de un dragón moteado macho que pasé de parte a parte con mi lanza. Lo cierto es que se acercó a mí para aconsejarme que no llevara la bola de pinchos.
—El mengual no es recomendable para un dragón adulto —me dijo con ese tono prepotente que me saca de quicio.
—¡Já! —le dije.
—Apenas levante usted el brazo para atinarle en la cresta ya le habrá incinerado —procuraba darle a sus palabras un sentido pedagógico y amistoso el imbécil.
—Escúcheme… —traté de no perder la calma. El imbécil se piensa que la caza no tiene secretos para él—. No pienso atacar a la bestia con la bola de pinchos. No soy tan estúpido como usted cree. Pero sí pienso obligarlo a bajar la cabeza con un buen lanzazo tras la paleta. Y allí sí, cuando baje su cabeza, allí se la destrozaré con la bola de pinchos. Lo verá usted.
El imbécil de sir Lancelot estaba que bufaba. Me miró resoplando.
—¿Y piensa usted clavarle un lanzazo tras la paleta con una lanza de punta de madera? —rió—. ¿Y piensa que estará cazando jabalíes?
—¿Y quién le dijo que llevaré una lanza con punta de madera? Llevaré una lanza de tres metros con puntera de acero.
—Pavadas —el imbécil meneó la cabeza, desdeñosamente—. Al dragón hay que buscarlo de cerca. Metérsele bajo mismo del pescuezo y allí darle con la espada en la garganta. Eso sí, hay que ser muy valiente para hacerlo.
No sé cómo fue que me contuve. Arturo estaba viendo la escena mientras afilaba la Excalibur sobre una piedra filosofal.
—Hágalo usted si quiere —me tranquilicé—. Yo lo buscaré de lejos, que es como se debe enfrentar a un dragón. De lejos y de frente. Tienen visión lateral y les cuesta enfocar al hombre que llega de frente.
—¿Con un cuello de casi catorce metros de largo piensa que hay que enfrentarlo a distancia? —volvió a reírse Lancelot. Hablaba fuerte, consciente de que Arturo estaba escuchando—. Hay que ir por detrás, cuidando que el viento no le lleve nuestro olor, y llegar al cuello por bajo las patas. Claro, hay que ser muy valiente para hacer eso.
—Del primer coletazo que le pegue le arrancará la cabeza, sir Lancelot —estimo que advirtió que más que un consejo era un deseo—. Vaya nomás usted por atrás, y ni se preocupe del viento. El dragón lo olfateará lo mismo. Hay ciertos olores muy penetrantes.
Creo que escuché reír al rey Arturo. El imbécil de sir Lancelot pegó media vuelta y se marchó. En su ofuscación casi se atropella con el Príncipe Valiente que llegaba. Yo también me fui, porque si hay alguien a quien no soporto es al joven Val, con su permanente alegría y su ridículo flequillo tipo institutriz germana. No entiendo la predilección que siente Arturo por él. Y quizás sea mejor no intentar entenderla.
Las relaciones entre el Príncipe Valiente y Ivanhoe ya sólo falta que sean entonadas por los juglares y los cantores de gesta. Será por eso que se lo ve siempre tan jovial al imberbe.
Cuando salimos del castillo éramos como 300. Había por lo menos 20 caballeros, unos 50 escuderos, y el resto siervos que se encargarían de nuestra comida y, llegado el caso, aseo.
Iban también cinco trompas reales que me destrozaron los oídos con sus argentinos sones en los primeros dos kilómetros del trayecto.
De la Normandía habían llegado tres trovadores, destacados para cubrir el evento y luego contarlo a los cuatro vientos por los confines de los demás condados. Son gente estólida y mendaz a quien hay que alimentar y proteger pues en su afán de perpetuar las noticias se meten donde no deben. No era difícil imaginar quién los había llamado. El Príncipe Valiente con su insufrible afán de fama y gloria no iba a desperdiciar una ocasión como esa para sus rastreros fines. Los trovadores se mantuvieron todo el tiempo junto a él, haciéndole preguntas y musicalizando cosas sobre sus hazañas. No creo que le hayan preguntado sobre Ivanhoe. Lo que es a mí no se me acercaron. Ya les hubiera contado yo una serie de cosas interesantes.
El imbécil de Lancelot iba estudiando un libro de San Jorge. El muy necio siempre pensó que San Jorge es quien más sabe sobre dragones. Por cierto que ese libro Cómo lo hice tuvo una difusión enorme entre las cortes pero yo no creo un cuerno de lo que dice el conocido santo. Lo mató, sí. Y a otra cosa. Yo también maté un dragón y no he publicado un libro, si es por eso. Nadie se acercó a ofrecerme una mísera publicación. Es cierto, yo hubiese dicho muchas otras cosas también, sobre Arturo, las Cruzadas y demás falacias.
A los 14 días de marcha los rastreadores trajeron la noticia de que habían encontrado huellas de dragón. Al parecer era toda una familia. La dragona y seis dragoncitos pequeños. Una sensación de inquietud nos invadió. Una dragona con su cría es el bicho más peligroso que pueda caballero alguno enfrentar. Ataca sin mediar provocación y puede llegar a despedir una lengua de fuego de hasta 130 metros. Nos reunimos con Arturo. El maricón del Caballero Negro estaba pálido. Es por eso que se opone a la caza del dragón. Tiene un miedo cerval.
Acordamos que esa dragona no debía ser la de las depredaciones que reportaron los siervos. Una dragona parida no ataca los sembradíos por atacar. Se pasa el día ocupándose de sus cachorros, abrigándolos y buscándoles higos de zarzamora. Convinimos en que el dragón macho no debía andar lejos, o bien, eso fue lo que nos dijo Merlín luego de consultar unos humos amarillos que produjo quemando paja seca junto a boñiga de cabra. El dragón se desentiende de su cría cuando ésta supera los dos días de vida, y se lanza por las cercanías a retozar y causar perjuicios.
Sir Lancelot, el imbécil, propuso que esperásemos a los perros que en número de 13.000 venían un kilómetro detrás de nuestra caravana a los efectos de que no nos aturdieran con sus ladridos ni nos orinaran las lanzas. El Príncipe Valiente, en cambio, propuso seguir adelante en busca de la bestia. Está comprobada la eficacia de los perros en la caza del zorro, de la iguana y hasta en la del alce colorado, pero el olor a azufre que despide el dragón los enloquece, los hace perder la razón y terminan mordiéndose entre ellos. Algunos se revuelcan en el orín que lanza el dragón cuando se ve atacado y el amoníaco los excita sexualmente hasta límites vergonzosos. Las cosas que se hacen entre ellos no son de contar. Y lo que le sucedió a sir Atlesthone con un dogo alsaciano más vale no recordarlo.
Finalmente privó la postura del joven Val, lo que lo tornó más insoportable aún y lo hizo cantar junto a los trovadores. Parece que Aletha lo tiene convencido de que canta bien y el desdichado se lo ha creído. No sé qué dirá lvanhoe a todo esto. Por cierto que a mí no me consultaron nada, porque a mí últimamente ya no me preguntan nada. Saben que yo no soy de callarme la boca.
Al día siguiente de ese suceso, sir Wilfred, que se había adelantado con una partida de batidores, volvió a la carrera dando verdaderos alaridos. Su armadura estaba casi al rojo blanco y despedía un humo irrespirable mientras él corría desesperado entre las malezas hasta nosotros. Era notorio que había recibido su buena rociada de fuego. No había forma de sacarlo de aquel infierno de acero hirviente porque la armadura ardía. Val decidió que era mejor tirarlo al río cercano. Lo enlazamos con unos cordeles y lo arrojamos al agua. Se caldeó el río al caer el infeliz Wilfred elevándose una humareda impresionante. Nunca más volvimos a ver al caballero sajón. Nadie puede nadar con tanto peso encima. Pero, seguramente, los trovadores no recordarán que fue idea del brillante príncipe. De cualquier manera, lo que sir Wilfred había intentado comunicarnos estaba bien claro: la fiera se hallaba cerca. Montamos y fuimos en su busca.
El holocausto de Wilfred nos había sulfurado. No tardamos en ver al animal, una hermosa pieza de cerca de 20 metros de alzada, algo así como cien metros de largo incluyendo la cola y un cuello largo y flexible que se irguió tenso, al escucharnos. La vista del dragón es lamentable y pobre. No ve un toruno a dos metros de distancia y se sabe que no distingue las corvas de su propia cola por lo que generalmente ignora en ocasiones que ha sido cortada por los cazadores. Pero sí tiene terriblemente desarrollado el oído, como también el olfato, lo que lo convierte en un enemigo difícil de sorprender. También es precario su sentido del gusto, pero eso no sé aún cómo puede comprobarse.
—¡Un barcino! —gritó Arturo haciendo caracolear su cabalgadura. Era en efecto un barcino y juro que nunca me había encontrado ante un ejemplar de ese tipo. Su piel es de un color pálido dentro de los verdes, y la cresta que le recorre el espinazo adquiere una tonalidad prácticamente ámbar lo que lo hace, si se quiere, hermoso.
No podía dejar que se me adelantaran. Bajé el enrejado de mi yelmo para protegerme los ojos, calcé el escudo frente a mi peto, coloqué horizontal la lanza y espoleé mi caballo. Cuando éste salió disparado hacia adelante yo ya había elegido mi blanco: la hendidura entre ambas protuberancias pectorales, bajo la implantación del cogote. Allí la piel no es dura, y la carne es blanda como la de un conejo de Flandes. Debía aprovechar que el dragón se hallaba preocupado por los primeros hondazos y saetas de ballestas que buscaban sus ojos para ubicarme bien de frente a su pecho, recto bajo sus ojos.
Al tiempo, pude ver cómo el imbécil de sir Lancelot ya se había lanzado hacia la cola de la fiera, en alto su espada de casi dos metros de largo. Algunas lanzas y alabardas se habían clavado en los flancos del dragón sin hacerle mella. Me había cansado de decirles que esos rasguños sólo conseguían enfurecerlo, pero los idiotas insistían. Vi cómo el animal giraba su cuello en amplio semicírculo, abría su bocaza y despedía, primero, un hálito infernal que luego se convertía en un chorro de fuego que alcanzaba hasta 80 metros. Pude escuchar los gritos de sir Anthony cuando el fuego lo redujo a él y su cabalgadura a una bola de carne quemada. Por el fuerte olor a chamusquina que impregnaba el aire supe que el diestro caballero normando no había sido el único.
Ya el dragón giraba su cuello como un poseso en cortos semicírculos, desparramando cataratas ardientes por su boca, sobre nosotros.
Espoleé mi corcel y vi que el pecho inmenso de la bestia estaba a sólo diez metros frente a mí. Para quienes nunca han vivido la experiencia de hallarse cara a cara con un dragón a esa distancia, les aseguro que es como acometer con una lanza contra un castillo. Tal es la altura de esos malditos. Pude ver el detalle de la piel escamada de la bestia y me estrellé contra su pecho. Me di un golpe tremendo y salí rebotado varios metros. Se escuchó un berrido agudo y supe que le había dado lo suyo. Pero recién pude comprobarlo cuando cesé de rodar, aturdido por el golpe y el estruendo de las chapas aflojadas de mi armadura. Había perdido un alerón lateral del protector de mi flanco, la rodillera derecha se había desprendido y palpé en el yelmo un abollón que me tocaba el cuero cabelludo. Pero mi lanza había quedado, aun rota, clavada en el pecho del bicho. Se lo había metido, por lo menos, ocho metros. Pero no era mortal, seguramente había chocado con la masa de músculos que recubre la fragua donde acumulan su poderío ígneo. Levanté la vista y vi que los ojos miopes del monstruo me buscaban. Había venas rojas en sus pupilas cuando me vio. Saqué la bola de pinchos. Pero de pronto la fiera se distrajo, el imbécil de sir Lancelot le estaba clavando su espada bajo la paleta. Fue todo muy rápido: el dragón arqueó su cola y como una vaca espantando las moscas de su flanco, sacudió tan tremendo coletazo que reventó al imbécil contra su propia pata delantera. Sir Lancelot quedó un instante pegado por su misma sangre contra la piel de la fiera y luego resbaló entre un desprenderse de chapas y tornillos hasta el suelo.
Aproveché para tomar distancias, corrí unos doscientos metros en busca de una lanza. Cuando me volví para mirar al dragón vi cómo el joven Val salía despedido desde la nuca de la bestia hacia el espacio infinito. No sé cómo había hecho ese insoportable, pero había logrado encaramarse hasta casi el occipucio del dragón trepando, seguramente, por las ondulaciones de la cresta, a fines de pegarle un mazazo entre las pequeñas orejas. No entiendo cómo lo notó el animal pero se sacudió cual un perro tras el baño y lo echó a volar como un pájaro.
Provisto de otra lanza iba a volver al ataque cuando vi que la fiera movía su cabeza desesperadamente y vacilaba. De repente cayó sobre uno de sus flancos con gran estrépito, cuan largo era.
Corrimos todos hacia ella, presurosos, y le clavamos nuestras armas hasta darle muerte. Si no la cosimos a lanzazos fue porque no quisimos arruinar en demasía su piel, con la que se ha alfombrado más de un corredor del castillo. Arturo me explicó luego lo que había sucedido. Un siervo había trepado junto con Val hasta la cabeza del monstruo. Luego de que Val fue despedido, el siervo pasó entre las orejas, y bajó entre ambos ojos hasta las humeantes fosas nasales. Se dejó resbalar de panza hasta insertar sus dos piernas en las narices del dragón, una en cada fosa, obturando así la respiración de la bestia. Es sabido que un dragón, en tanto arroja fuego, no puede respirar por la boca, de tal modo la asfixia lo abatió con presteza.
El siervo, cuyo nombre desconozco, se había partido el cráneo al caer a tierra junto con el dragón. Por otra parte sus piernas estaban quemadas hasta el hueso por los efectos de la respiración del animal. No hubiese servido entonces para el trabajo.
Faenamos el animal, la cola se repartió entre los perros, las patas, magras en carne y fibrosas, fueron para los siervos, y varios se llevaron aletas dorsales como recuerdos. A mí por el lanzazo en el pecho me correspondió una oreja y Arturo, por supuesto, que no hizo absolutamente nada, se quedó con el cogote y la cabeza para su comedor personal.
El insoportable del Príncipe Valiente sobrevivió a los golpes a pesar de varias fracturas y un principio de conmoción cerebral que, lamentablemente, no fue grave. Me temo que con el tiempo, el cantar de los trovadores vaya confundiendo al responsable de la asfixia del dragón con el joven Val. Siempre tiene más éxito una gesta que hable de un esbelto príncipe que una que narre la acción de un sucio siervo. La tradición oral no suele ser muy fiel con el paso de los años.
De mí, seguramente, ningún trovador cantará nada, dado que no soy muy afecto a invitar a los trovadores ni a darles banquetes en su honor a esos muertos de hambre.
Cuando volvíamos al castillo, el maricón del Caballero Negro se acercó y me dijo: «Llegará un día en que no queden dragones sobre la tierra».
Lo miré y no le contesté nada. Siempre me elige a mí para venir a hacer esos comentarios afeminados. Seguro que a Val no se le acerca por temor a que Ivanhoe se entere.