Un hombre en soledad

La primera vez en mi vida que escuché el nombre de Bruno Gentile fue en boca del Jefe de redacción, cuando me llamó a su despacho con mucha urgencia.

Ahora estoy caminando por un espigón de maderas semipodridas, acompañado de Laborde (el fotógrafo que me han asignado) y Olivio Funes, el hombre que nos pasó la información. Comprendo que no podremos seguir la marcha. A nuestro frente hay un río anchuroso y marrón. Corre de izquierda a derecha, en sentido contrario a las agujas de un reloj. Funes me informa: se trata del Paraná.

(El Paraná se origina en Brasil, donde toma el nombre de río Grande, recibe las aguas del Paranaíba y recorre la depresión continental hasta la llanura argentina. Se le ha intentado dar variados usos, pero se explota, más que nada, en una de sus ventajas más reconocidas: la navegación).

Mis temores ante la interrupción de nuestra búsqueda periodística se disipan: Funes ha contratado un viejo velero que, con velamen desplegado, nos aguarda al final del espigón. El mismo Funes nos presenta el responsable de la nave, un rudo marino, en cuya piel se nota la corrosión producida por la sal de muchos mares. Hay partes, como sus dientes, donde se adivina el hueso.

—Dumas —nos dice Funes, en tanto el marino me extiende una mano rugosa y pesada como una tortuga. El capitán se quita el guante que cubre su diestra y del guante cae una catarata de agua que ha estado allí, apresada, vaya a saber desde qué tormenta tropical.

—Mi nombre es Dumas —me repite el navegante mientras apresa mi mano—. Igual que el inmortal navegante solitario. ¿Lo recuerda?

Sin duda detecta en mi rostro un gesto de aflicción.

—Lo veo emocionarse ante ese nombre —me dice.

—No —le aclaro—. Es que me está destrozando los dedos.

El marino, abandona el varonil saludo, confuso.

—Es que mi mano está acostumbrada a pilotear en las tempestades —se disculpa. Y oculta su diestra, como avergonzado, bajo el capote parafinado que cubre su cuerpo. Sin embargo, alcanzo a observar un tatuaje casi en la muñeca.

—¿Qué significa ese extraño tatuaje? —le pregunto. Veo que Dumas se conmociona. Está turbado. Aspira hondo y retrocede un par de pasos. Funes se me acerca.

—Se pone muy mal cuando se lo mencionan —me avisa. Pero ya Dumas se acerca de nuevo hacia mí y creo ver empañadas sus pupilas.

—A usted no puedo engañarlo —me dice—. Es una calcomanía que robé a mi hijo menor. Venía con unos caramelos masticables.

Funes se ha conmovido. Toma a Dumas por el hombro y comenta:

—No quise dejar nada librado al azar. Dumas es un viejo lobo de río. Déjele su tarjeta, Dumas —le recomienda luego al marino.

—Tengo mil anécdotas para su revista, señor Tardelli —me informa éste—. Sucesos marineros que me estremezco de sólo recordarlos. Déjeme que le cuente la vez que encallamos en el remanso Valerio.

El tiempo, ese tirano, nos apremia.

—Perdóneme, Dumas —lo corto—. Tengo apuro en partir. Disponga las maniobras para zarpar. Usted es el capitán.

—En realidad —confiesa— yo soy maestro jardinero. Me volqué a la náutica por esas cosas del destino.

—¿Por qué abandonó su vocación por los jardines de infantes?

—Detesto a los niños.

A pesar de eso, Dumas se muestra como un eficiente capitán. El velero reluce de proa a popa. Se lo hago notar.

—Todas las noches —me informa Dumas— quito las velas y se las llevo a mi madre para que las lave.

—Debe ser una tarea muy pesada para ella —me aflijo.

—Le gusta. Y nada de lavarropas. Las lava en la batea. Tabla y jabón pinche, la pobre santa. Lo que la cansa es estrujarla. Especialmente la cangreja y el petifoque. Ayer dijo que después de estrujarlas sentía algo acalambrados los brazos. Acá —se oprime el antebrazo—. Ya no es la de antes.

Noto que lo emociona el recuerdo de su madre. Le cambio de conversación.

—¿Tendremos buen viento hoy?

Dumas se moja con los labios el índice de la mano derecha y lo eleva.

—No hay viento —me notifica. Debe tener una gran sensibilidad, ya que lleva los guantes puestos—. Pero hay refucilos. Está por levantarse tormenta.

Aquello me inquieta. Los relámpagos continúan en medio de una calma notable. La típica calma que precede a los meteoros. Me han hablado de las tempestades litoraleñas. Y por algo registra ciertos tonos desgarrantes la voz de Ramona Galarza.

Nos hemos calmado. No eran relámpagos. Era Laborde, el fotógrafo, probando la recarga del flash. Laborde, en realidad, no es fotógrafo. Es director de cine. Trabaja de fotógrafo momentáneamente desde hace seis años. Su verdadero trabajo es la filmación de cortometrajes. Debido a los elevados precios de la película virgen su último trabajo fue un cortometraje corto. Un análisis revisionista de la obra de Einstein desde la óptica de la crítica ecológica. Dos minutos y medio que no tienen desperdicio. Justamente lo escucho hablando con Funes cuando Funes dice:

—Me gustaría ver alguna vez esa película cuando tenga dos minutos y medio libres. Mi tiempo no me alcanza, ciertamente. Yo soy contacto de ventas y jefe de relaciones públicas de la Editorial en Rosario. Pero en realidad, soy modelo. Por eso le pido que, cuando comience a sacar fotos, me avise. Tengo un solo perfil favorable y me lleva un tiempo recordar cuál es. Tal vez a su revista podría interesarle contar con un dossier de fotografías mías.

Veo que Laborde le contesta afirmativamente con la cabeza y prosigue limpiando sus filtros. Ya nos hemos puesto en marcha y Funes ahora se acerca a mí.

—¿Qué es lo que sabe sobre Bruno Gentile?

El informe de Naveira Sosa fue breve y conciso.

—Atendeme bien, flaquito —me dijo apenas me hube acomodado en el sillón frente a su escritorio—. Acabamos de recibir un anónimo de Funes, nuestro hombre de ventas y relaciones públicas en Rosario.

—¿Cómo saben que es de él? —le pregunté.

—Porque lo escribió en el dorso de una tarjeta suya. Tenés que rajar urgente para allá. Ahora mismo. Pero de eso… ni una palabra a nadie. Puede ser nota de tapa. Ahora te averiguo qué fotógrafo te puede acompañar. Te vas ya. Tenemos que adelantarnos a la competencia. Si podés, esta noche mismo estás de vuelta. Si no podemos meterlo en tapa por lo menos lo metemos en el pliego color.

—¿En tapa? —me asusté—. ¿De qué se trata?

Naveira Sosa hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—Por lo menos para saber cómo ir vestido —insistí.

—Andá vestido. Andá vestido —me tranquilizó—. No puedo adelantarte mucho. Sólo puedo darte un nombre: Bruno Gentile.

En eso entró Ferreyra con un diagrama en la mano.

—El pliego color cierra a las siete —dijo. Naveira Sosa se agarró la cabeza, se alisó los pocos cabellos rubios que le quedan, echándose riesgosamente hacia atrás en su sillón giratorio. Se tutea con el peligro.

—Bueno, bueno —pareció conformarse—. Ya veré cómo hago. ¡Qué cosa! ¡No sé por qué no seguí con la cría de gallinas, que es lo único que me gusta!

Yo salí a escape para Aeroparque. Estoy acostumbrado a este tipo de notas. Pero estoy en esto porque necesito dinero. En realidad yo soy escritor. Desde hace ocho años tengo terminada una novela de 576 páginas. Sólo me falta escribirla. Pero está pensada hasta en su tipografía. Conseguí el prólogo de Sábato. Cuando terminé de contársela me dijo que sería interesante que también consiguiera quien me escribiese el epílogo.

Oigo un gran estrépito. Todos caemos en cubierta. «¡Atención al amarre!», escucho que grita Dumas.

Ya estamos en tierra. Laborde ha comenzado a tomar fotos. Funes logra salir en algunas.

—Dumas —le digo al capitán—. Sería bueno que usted nos acompañara. Necesitaremos un hombre con su sentido de la orientación.

—Lo lamento pero será imposible —se conduele el marino—. Es increíble cómo me mareo en tierra.

Me suena sincero. Lo veo a punto de vomitar.

—Sí —agrega—. Pienso que es el movimiento de rotación del planeta lo que me perturba.

—Espérenos acá, entonces —lo reconforto—. De cualquier modo, su trabajo ha sido perfecto.

—Es la experiencia, señor Tardelli —Tardelli es mi apellido—. No debe olvidar que yo hice la conscripción en el Nautilus.

Nos vamos. Antes, Funes le deja a Dumas su tarjeta.

Nos hemos detenido en un claro de la vegetación generosa de la isla. El claro tiene la particularidad de que, dentro de su perímetro, hay menos maleza. Converso con Funes.

—¿Qué se supone que debemos hacer ahora? —le pregunto.

—Debemos contactarnos con el «Nutria» Ochoa.

—¿Quién es el «Nutria» Ochoa?

—Un trampero. Un hombre de una habilidad excepcional en la caza de la vizcacha.

—¿Y por qué le dicen «El Nutria»? —me asombro.

—Será para desconcertar a las vizcachas.

—¿Y cómo vamos a hacer para encontrarlo?

—Ya va a aparecer —suena seguro Funes—. Es un hombre que no se mueve de la provincia de Santa Fe.

—¿Él sabe algo sobre Bruno Gentile?

—Sí.

—O sea que encontrarlo es nuestro próximo paso.

—Sí.

No soy muy optimista al respecto. Decido que sigamos caminando. Pero debo reconocer que la suerte no me abandona. Pasos más allá, mi pie derecho es atrapado por una trampa carpinchera. Siento que se me lacera la carne de la pantorrilla. Mis acompañantes corren a ayudarme. Trato de no gritar, pero los alaridos que se escuchan no pueden provenir de otra persona que no sea yo. De cualquier manera, una voz nos paraliza.

—¡Quietos todos!

Nos damos vuelta. A unos quince metros, emergiendo de la picada que venimos transitando, vemos un hombre vestido humildemente. De sus ropas penden todo tipo de trampas y hasta tiene anzuelos ensartados en sus mangas raídas. Nos apunta con una caña de pescar, como si fuese un rifle y a su lado, amenazante, se halla una nutria, inmóvil.

El primero en reaccionar es Laborde, con esa inconsciencia propia de los fotógrafos. Saca su credencial y se adelanta hacia el aparecido.

—¡Somos periodistas! —le grita.

—¡No se acerque! —ordena el hombre, haciendo girar el reel de su caña como quien apestilla un arma de fuego.

—¡Periodistas! —reitera Laborde.

—Si quieren comprar vizcacha, el descuento para periodistas ya no corre —lo desalienta el otro—. ¡Y no se me acerque!

—Nos está apuntando usted con su caña. —Le señala Funes.

—Con una caña soy más peligroso que con un rifle. Con dos cañas no me detiene ni un batallón. Y con un porrón entero puedo hacer cualquier desastre —nos advierte el trampero.

—Sólo queremos hacerle algunas preguntas —procura tranquilizarlo Funes. Es obvio que estamos ante el legendario «Nutria» Ochoa. El «Nutria» baja la caña y se adelanta.

—¿Es para alguna encuesta? —pregunta.

Laborde se retrasa temeroso. Señala la nutria.

—¿No hace nada ese animal? —lo oigo preguntar.

—¿Esta nutria? —casi se burla Ochoa—. En los 40 años que la tengo nunca ha tocado a nadie.

—¿40 años? —pregunto—. ¿Cuánto viven esos animales?

—Unos 20 años. Pero así embalsamadas duran como 200.

Ahora sí, noto la sospechosa inmovilidad del animal.

—Queremos hacerle algunas preguntas —intento calmar al hombre—. Nada más. Pero antes sáqueme esto. Usted es trampero y debe saber cómo se abre.

Ochoa reduce su actitud belicosa. Se acerca estudiando el cepo que me tiene atrapado por la pierna.

—No soy trampero —me aclara—. Soy cantor. Tuve que dedicarme a la caza de la vizcacha por cosas de la vida. Pero en verdad soy cantor.

—¿Y qué cantaba? —pregunta Laborde. Ochoa alza su mirada hacia él y veo en sus ojos una densa neblina.

—Una canción —dice—. Pero hace mucho. Ya no recuerdo la letra. Ni la música. Pero si usted quiere se la puedo bailar.

El dolor en la pierna me resulta difícil de soportar.

—No, gracias —lo disuado, cuando ya Ochoa amaga un paso de baile. Vuelve a acuclillarse y me quita la trampa.

—Me arruinó usted una trampa —me reprocha—. ¿No se comió también el cebo?

—¿Conoce a Bruno Gentile? —lo interpelo.

—Sí. Lo conozco.

—Lo estamos buscando.

—A esta hora lo pueden encontrar. Deben ser… —Ochoa se rasca la barbilla y mira el cielo— …las dos y veinticinco.

—¿Cómo hace para saberlo?

Ochoa señala hacia arriba.

—Porque allá va el vuelo de Aerolíneas que sale a las y veinte desde Fisherton.

Comprendo que debo aprovechar la locuacidad de Ochoa. Le acerco el micrófono de mi grabador.

—¿Qué sabe de Bruno Gentile? —lo acucio.

—Aléjeme ese micrófono.

—¿Por qué?

—Porque cuando veo un micrófono me dan ganas de cantar —su cara es una máscara de aflicción—. ¡Y no me acuerdo la letra! Yo soy cantor ¿sabe? Una vez me llamaron para…

—Sabemos que es cantor. ¿Qué sabe usted de Bruno Gentile?

Ochoa gira y contempla el paso incesante de las aguas. Entrecierra los ojos y recuerda:

—Yo fui el primero que supe de la presencia de Bruno Gentile en esta isla. Estaba pescando en el Charigué y saqué un armado chancho de este porte —grafica con sus manos un tamaño desmesurado—. Eso no es nada raro en mí, que tengo una relación especial con los armados chancho. Lo raro es que el pescado estaba pintado. Pintado con pintura.

—¿Pintado? —nos asombramos.

—Pintado de todos colores. A franjas. Era hermoso. Pero no servía para comer. Recuerdo que me quedé pasmado. ¡Y mire que yo he visto pescados! Una vez saqué una bruja del agua que tenía lentes, usted no me lo va a creer. Pero nunca había sacado un pescado pintado así. Y cuando entro a mirar a mi alrededor, estaba todo pintado, los árboles, las piedras, las hojas de las plantas, los animalitos pequeños. Todo. Comprendí que había llegado un pintor a la isla.

Se queda callado un instante. Luego se toca el pecho con sus dedos cortajeados.

—Yo, el Nutria Ochoa, fui el primero que supe que un hombre de la ciudad había venido a vivir a la isla solamente para pintar.

—¿Y dónde podemos encontrar a Bruno Gentile? —lo urjo, rompiendo el encantamiento en que se halla.

—A Bruno Gentile lo pueden encontrar… —señala vagamente. Oímos ladridos, lejanos—. ¡Perros! —se inquieta Ochoa—. ¡Perros de policía!

—¿Cómo sabe que son de policía? —pregunta Funes.

—Porque me vienen siguiendo.

—¿Por qué? —le pregunto a Ochoa—. ¿Está fuera de la ley? ¿Es un cazador furtivo?

—No —me dice, recogiendo su nutria embalsamada—. Es por lo del Casino de Paraná.

—¿Cómo?

—Apenas vendo unas cuantas vizcachas me voy al casino de Paraná. Ahí hago trampas con las cartas. Trampas en el juego. Por eso dicen que soy trampero —los perros se escuchan más cercanos—. Tengo que dejarlos…

Ochoa comienza a correr hacia la espesura. Se da vuelta, de pronto.

—A su revista le convendría una nota sobre un cantor… —me grita. Funes lo alcanza y le extiende algo.

—Le dejo mi tarjeta —le aclara—. No perdamos el contacto. Si necesito animar alguna fiesta, lo llamo.

—¿Dónde vive Bruno Gentile? —la misión periodística me enerva.

—¡Vayan al quincho del sauce! —nos grita—. ¡Ahí el mozo les va a decir!

Y desaparece entre las malezas.

Estamos frente al quincho. Es indudable que se trata de una parrilla. Hay varias mesitas en un patio de tierra. No vemos a nadie. Pero las ventanas y la puerta de la precaria casa que está junto a la enramada se hallan abiertas. Laborde pone sus cámaras y filtros sobre una mesa. Nos sentamos. Algunas gallinas huyen y un perro se acerca, curioso. Funes, que viene retrasado por el cansancio, se apoya en la mesa y ésta, desnivelada, se inclina. Caen algunas cosas al suelo. El perro se come un filtro de Laborde, el amarillo. Llega un mozo con una panera. Viene apurado.

—Buenos días —nos dice, cordial. Saca uno de los panes de la panera y lo coloca debajo de una de las patas de la mesa, para nivelarla—. El pan no es de hoy. Les soy sincero… —se franquea.

—¿Qué podemos tomar? —le pregunto.

—Hay vino blanco. Fresquito —el mozo levanta la panera y con un trapo rejilla limpia la mesa. Sus movimientos son enérgicos. Tira al suelo una cámara de Laborde. El perro se devora el zoom.

—Vino blanco, entonces —ordena Funes. Se nota que conoce de bebidas.

El mozo espanta las moscas pegando furiosos servilletazos sobre la mesa, que suenan como estampidos. El medidor de luz de Laborde estalla bajo uno de los impactos. Luego el camarero se aleja hacia la casa.

—Mozo —lo llamo—. Quisiéramos invitarlo a tomar un trago con nosotros. Si usted quiere…

El hombre nos mira, emocionado.

—Es un honor —sonríe—. Traigo un pingüino de blanco y cuatro vasos, entonces.

—No —le digo—. Traiga un vaso y cuatro pingüinos de blanco.

Advierto que se sorprende, pero cumple la orden. Trae el pedido, se sienta en la punta de la mesa. Distribuye los pingüinos y me alcanza el vaso. Yo se lo devuelvo y se lo lleno.

—Queremos encontrar a Bruno Gentile —le digo.

—¿Hoy mismo quieren encontrarlo?

—Hoy mismo.

El hombre bebe su vino antes de contestar. Funes, Laborde y yo, al mismo tiempo con nuestros respectivos pingüinos, volvemos a llenar su vaso hasta rebalsarlo.

—Me parece difícil —dice el mozo. Y advierto un tono socarrón.

—¿Por qué? —pregunto.

—Es la primera vez en mi vida que escucho nombrar a Bruno Gentile.

Cruzo una mirada con Funes. Funes asiente con la cabeza. Saco mi billetera.

—¿Acepta tarjetas de crédito? —aventuro. Los viáticos que me pasa la editorial son irrisorios.

—No operamos —dice el mozo.

Le hago un cheque y, por debajo de la mesa, intento alcanzárselo. El perro atento, se lo come. Debo suscribir otro. Esta vez el mozo lo recibe. Lo pliega prolijamente y se lo coloca tras la oreja, como un cigarro. Luego, apura su vino. Volvemos a llenarle el vaso, los tres al mismo tiempo.

—Cuando yo empecé a llevarle pescado a don Bruno —comienza a relatar— él hacía poco que se había instalado en la isla…

—¿Usted también es pescador? —pregunta Funes.

—No —dice el mozo—. Yo soy poeta, para decirle la verdad. Estoy en esto hasta que pueda terminar de pagar la casa de fin de semana que me compré en el centro de Rosario. Pero en verdad, soy poeta. Tal vez por eso don Bruno accedió a explicarme su obra. A él le encantaba pintar naturalezas muertas. Pero también le gustaba mucho ese sistema de pegar cosas sobre la tela…

—El collage —lo auxilio.

—Eso. El collage. Tomaba los pescados que yo le llevaba y los pegaba en sus naturalezas muertas. Incluso a veces, las cosas de los pescados sobresalían de la tela. Hacia afuera. Eso les daba un impresionante realismo. Sus bodegones eran subyugantes. Decía que… ¿Cómo era que me decía?

(Transcripción del diálogo sostenido entre el mozo de la parrilla con Bruno Gentile según el relato del primero de los nombrados)

Bruno Gentile: La mía no es una pintura perdurable. Pero gusta. No tanto a los críticos como a los sibaritas. Y ni que decir a los gatos. Hay días en que ni me dejan trabajar agolpándose frente a mi puerta. No sé, los animales tienen una percepción especial para el hecho artístico.

Mozo: ¿Qué hacía usted en Rosario, don Bruno?

Bruno Gentile: Estaba en la gastronomía. Tenía un elegante restaurant. Pero yo soy pintor. De joven pintaba todo el día. Pero la pintura para mí no era un fin. Era un medio. Un vehículo.

Mozo: Un vehículo de expresión…

Bruno Gentile: No. Un vehículo. Fileteaba colectivos.

Mozo: Un medio de transporte.

Bruno Gentile: Sí. Para mí la pintura era una pasión, una llama. Una vocación loca. Pero tuve que hacer un paréntesis en mi obra.

Mozo: ¿Mucho tiempo?

Bruno Gentile: Cuarenta años. Al casarme debí abandonar la pintura y dedicarme de lleno al restaurant. Fue lo que me exigió mi esposa, mi socio, y algunos críticos de arte. Pero yo fui muy sincero con mi mujer. Le dije que yo me casaba con una condición: que a los 60 años abandonaba la gastronomía y volvía a la pintura. Se lo dije antes de la boda, por supuesto.

Mozo: ¿Qué dijo ella?

Bruno Gentile: Me dijo que no era momento de discutirlo, porque ya empezaba la marcha nupcial. Comprendí que no quería hablar del tema. No volvimos a tocar el asunto.

Mozo: ¿Y qué lo decidió a venirse a la isla?

Bruno Gentile: Un día que cayó en mis manos un libro sobre la vida de Gauguin. Yo estaba sentado, mirando televisión, y me golpeó en el pecho un libro. Lo tomé, lo observé y desde aquel día la filosofía de aquel maravilloso pintor comenzó a influenciarme.

Mozo: ¿Le gustaba a usted el estilo de Gauguin?

Bruno Gentile: No. Porque, de joven, a mí se me podía considerar un pintor ingenuo. ¡Con decirle que pensaba que iba a vender alguna de mis obras! Lo que me influenció de Gauguin fue su decisión de irse a vivir a Tahití a los 47 años.

Mozo: ¿Qué pasó cuando comunicó a su familia que se venía a la isla, al cumplir usted 60 años?

Bruno Gentile: Mi mujer lo tomó muy bien. Me confesó que ella temía que yo me hubiese olvidado de mi promesa. Comprendí, entonces, que ella había sido la que me había acercado el libro de Gauguin. Mi hijo Raúl, cirujano plástico, entendió que era muy ventajoso que hubiese llegado a mis manos un libro de Gauguin y no de Van Gogh. Consideró que de haber sido un libro de Van Gogh yo me hubiese cortado una oreja y estuvo cinco horas explicándome intervenciones quirúrgicas y suturas en orejas seccionadas. Fue una charla muy interesante.

—No es mucho más lo que puedo contarles —concluye el mozo.

Noto ciertos signos de ebriedad en su conducta.

—De todas maneras —le digo— yo quisiera hablar con don Bruno, tomarle fotos.

El hombre me observa con mirada vidriosa. Niega con la cabeza y el movimiento lo desequilibra hasta derrumbarlo de la silla.

—Será difícil, será difícil —previene—. Yo creo que con esto que he contado usted puede armar una buena nota. Usted es periodista.

—Yo no soy periodista —debo corregirlo—. Soy escritor. Sólo hace ocho años que estoy en esto. Así y todo puedo darme cuenta que esta es una nota sensacional. De tapa. «Bruno Gentile, el Novio del Paraná». El magnate de la gastronomía que prefirió la soledad de la pintura en la isla. ¡Pero necesito hablar con él, tomarle fotos, verlo!

El mozo se ha conmovido ante mi alocución.

—¿Ahora mismo? —consulta.

—¡Ya! Esta noche tengo que estar en Buenos Aires, para el cierre.

—Me parece difícil —repite. Se ha logrado encaramar nuevamente en su silla.

—¿Por qué? —lo acucio. Junto con Laborde y Funes llenamos hasta rebalsar el vaso de nuestro informante. Sobre la mesa hay una convocatoria de pingüinos.

—Porque Bruno Gentile —se anima— cambió mucho. Yo les conté que él se la pasaba pintando todo el día. Incluso llegó a hacer una muestra.

Se bebe el vino de dos tragos. Ahora es él quien pide que le llenemos el vaso.

—¿En qué galería? —pregunta Funes. El hombre se niega a hablar si no le reponemos la bebida. Llenamos su vaso atropelladamente.

—¿Qué galería? —desdeña—. Si ni alero tenía ese rancho. Adentro nomás. Eso fue una serie de pinturas con los pescados pegados. Pero con el tiempo…

El mozo vacila. Lo apuro.

—¿Con el tiempo, qué?

—Con el tiempo yo noté que cambiaba la actitud de Bruno hacia los pescados que yo le llevaba para sus obras. Una vez me encargó una boga de 10 kilos porque venían unos críticos de pintura de Rosario. Me dijo que quería hacer un mural. Yo, que nunca había visto un crítico de pintura, en esa ocasión me acerqué para sacarme la curiosidad. Le seré sincero, estuve espiando desde atrás de unos árboles. Y vi a don Bruno y sus invitados comiéndose la boga asada a la parrilla. Desde ese entonces don Bruno cambió mucho.

—¿En qué, por ejemplo? —pregunto.

—Bueno. Antes, como les contaba, se la pasaba pintando el día entero. Ahora duerme la siesta como hasta las cinco.

—¿Duerme la siesta? —Funes se asombra.

—Por eso les digo que va a ser difícil que puedan verlo. Porque debe estar durmiendo.

—Pero —me asalta la duda—, ¿vive cerca de acá?

—Acá —el mozo señala hacia la casa—. Es el dueño de este restaurant.

Ahora veo con claridad. Sobre la puerta hay un gran cartel de chapa donde se lee: «Parrilla Gauguin —de Bruno Gentile— Pescados». Laborde, Funes y yo nos levantamos, asombrados. Alguien sale por la puerta de la casa. Sin duda, es Bruno Gentile. Aún está en pantalón pijama.

—Siéntense, siéntense —nos dice, mientras se acerca—. No se molesten, por favor. Se sienta en la mesa, junto a nosotros. Laborde logra sacarle fotos.

El mozo se aleja, zigzagueante, y trae una porción de pescado para su patrón.

(Vívido testimonio del último diálogo con Bruno Gentile)

Bruno Gentile: Esa vez que hice esa boga a la parrilla para los críticos de pintura, me di cuenta dónde estaba el negocio. Una buena parrilla de pescados, acá, en la isla. Llamada «Gauguin». Es el mejor homenaje que pude hacerle al gran maestro.

Periodista: ¿Ponerle su nombre?

Bruno Gentile: No. El mejor homenaje que pude hacerle al gran maestro fue abandonar la pintura. Comprendí que no era mi vocación. Uno no abandona la pasión de su vida por 40 años. Mi verdadera vocación es la gastronomía. ¿Quieren más surubí?

Le digo que no. Tenemos que volvernos a Buenos Aires. El sacerdocio de nuestra profesión nos exige un ritmo demoledor.

—Vida agitada la de los periodistas —reconoce Bruno Gentile, levantándose—. ¿Usted es periodista profesional, no?

—Sí. Sí. Soy periodista —concluyo. Bruno me brinda su mano.

—Claro, por eso le pedí a Funes que los contactara. Una nota en su revista será una gran promoción para mi parrilla.

—Es cierto —admito. Miro a Funes. Éste, confuso, se acerca al mozo y le deja su tarjeta. Hace lo mismo con Bruno.

—Vamos, Laborde —ordeno—. Vamos. El capitán Dumas debe estar preocupado.

—Acá Zoilo —Bruno señala al mozo— los va a llevar hasta el velero. Síganlo a él.

Seguimos al mozo por la playa. No nos resulta fácil, pues va haciendo eses. Pero pronto tomamos su ritmo.