El canto de las ballenas

La expedición llevada a cabo en el «Cordelia», para estudiar el legendario canto de las ballenas, no fue subvencionada por la organización «WildWorld», como muchos han afirmado, sino por el sello discográfico francés «Beauvoir». «WildWorld» se interesó por la propuesta, es cierto, poco tiempo después de ser formulada. Con su inveterado desvelo por la protección del medio ambiente, esta organización ecologista consideró que sería interesante lanzar un larga duración donde estuviese registrado el melancólico y casi desconocido llamado de los grandes cetáceos. Por ese entonces, mediados de 1973, había tenido considerable éxito un long-play grabado en conjunto por una constelación de astros de la canción internacional, con el propósito de recaudar fondos en ayuda de los menesterosos de Yemen meridional, estragados por una plaga de langostas. Más de 100.000 copias de aquel disco («Démosle una oportunidad al saltamontes») fueron enviadas a Yemen para solaz y esparcimiento de los sufrientes. Fue así como «WildWorld» colaboró con el rescate y puesta a punto del «Cordelia», empresa que nos llevó un par de largos años e insumió una cantidad de dinero con la que no contábamos por entonces.

Tanto «Wild World» como «Beauvoir» se habían sentido atraídos, vale consignarlo, por el nombre de Jacques Cousteau, director de nuestra organización. Sin embargo, Cousteau rehusó la propuesta de liderar personalmente aquel viaje, delegándome la responsabilidad.

Para aquella época, Jacques se hallaba abocado las 24 horas del día a solucionar los problemas que surgían en torno al habitáculo submarino que había diseñado junto a Le Corbusier. Si bien habían sorteado con destreza los inconvenientes derivados del oxígeno comprimido, no lograban ponerse de acuerdo sobre la fuente decorativa que Le Corbusier insistía en colocar en el patio trasero de la casa. Fue tal vez el estado de nervios en que se encontraba, lo que hizo que Cousteau me negara la posibilidad de realizar la expedición en el «Calypso», por lo que debimos abocarnos al rescate del «Cordelia».

Es cierto, y esto es bueno aclararlo, que dos años más atrás Jacques nos había prestado el «Calypso» a Axel Ertaud y a mí, cuando partimos en procura de descubrir el sitio exacto donde desovaban las tortugas opalinas de las Comores y nosotros se lo chocamos. Jacques nos había alertado largamente sobre la peligrosidad de los monzones en el océano Índico durante el mes de julio y sobre los traicioneros arrecifes de la costa de Mogadiscio; también nos había indicado que no navegáramos de noche. Pero nada nos había dicho sobre la dársena nueva del puerto de Durhan. Se comprobó luego que Axel estaba ligeramente ebrio cuando nos dimos contra la dársena, pero todo aquel que haya estado embarcado en soledad más de seis meses sabe lo dura que se hace la faena.

Pese a la negativa de Jacques, me sentí reconfortado porque no me había apartado del proyecto, lo que significaba que mi largo periodo de castigo tocaba a su fin. Jacques es un obsesivo de la perfección, pero sus pequeños ojos vivaces no pueden esconder un brillo de ternura cuando habla con sus subalternos. Y pude adivinar ese beneplácito en su rostro aquella mañana, pese a que él tenía cubierta la cabeza con la escafandra. Sin duda, se sentía complacido al perdonarme. El castigo para Axel y para mí no había sido leve. Durante tres largos años, mientras el «Calypso» partía con su tripulación completa en busca de resolver nuevas incógnitas suscitadas en derredor de los millones de sapos que habitan el lago Titicaca, Axel y yo fuimos asignados al estudio del pez Hedión, el «Amoníacus Trifilis», más conocido como «Zorrino abisal» o «Mofeta de Mar» por una irritante costumbre que no viene al caso explicar ahora.

Con luz verde para encarar el nuevo proyecto, nuestro primer paso, con Axel, fue agenciarnos una embarcación que pudiera llevarnos hasta las cercanías de Groenlandia, en la Bahía de Baffin, lugar de encuentro de las ballenas azules. Desde allí, seguiríamos su derrotero hasta el sur de Sudamérica, en las costas argentinas.

La empresa no fue fácil. Finalmente dimos con la posibilidad de reflotar el viejo casco de un carguero hundido en la Segunda Guerra Mundial, el «Cordelia». La nave estaba frente a la costa de Le Havre, reposando a unos 85 metros de profundidad, desde 1943. Había sido cañoneada sin piedad por un destructor alemán que la había confundido con la isla de Guam. Casi a punto de irse a pique, había sido bombardeada duramente por aviones japoneses que volvían de la batalla de Midway. Y, ya hundiéndose rumbo a las profundidades marinas, había sido torpedeada por un submarino italiano, el «Profumo di donna». Un año después, hombres rana ingleses interrumpirían su aparente descanso eterno, depositando una carga de gelinita bajo su semi enterrada quilla, procurando limpiar de obstáculos el paso de las barcazas de desembarco, en su rumbo hacia Salerno. El estado del casco, en suma, no era bueno.

Pese a todos los esfuerzos y al dinero invertido, sólo pudimos poner fuera del agua la caseta trasera y la cubierta del «Cordelia». El resto quedó bajo la superficie y, paradójicamente, esto entusiasmó a Costeau. El «Cordelia» configuraba, así, un acuario ambulante y un formidable medio de observación submarina.

El 18 de marzo de 1976, finalmente, pusimos proa a la Bahía de Baffin, con una tripulación de quince hombres. Durante el trayecto comprendimos que no sólo el canto de las ballenas podía ser estudiado a fondo y grabado exhaustivamente, sino que podíamos ahondar en otras incógnitas referidas a estos inmensos mamíferos acuáticos.

Cuando llegamos al punto prefijado sufrimos momentos de incertidumbre, ya que por un par de días los cetáceos no aparecieron por ninguna parte. Axel, angustiado, se dio a la bebida sosteniendo que las ballenas ya habían comenzado su peregrinar hacia el sur y la escasa velocidad que podía desarrollar el «Cordelia» (tres nudos por hora) le impediría alcanzarlas. Recuerdo que sollozaba, apoyado en el trinquete, ante la perspectiva de que Cousteau nos volviese a enviar con el «Amoníacus Trifilis». Procuré reconfortarlo argumentando que el «Cordelia» podría alcanzar los cinco nudos por hora en bajada, ya que pondríamos proa hacia el sur, pero recién se animó cuando, desde el puente, nos avisaron de la presencia de ballenas azules.

Detuvimos los motores para no asustarlas y quedamos a la espera. Es sabido que las ballenas son muy curiosas y estábamos seguros que muy pronto se acercarían. Y así fue. Quince horas después una ballena hembra y su cría se aproximaron al casco, pero la suerte no estaba de nuestra parte. Ya era noche cerrada y no pudimos observarlos, Al día siguiente, todo mejoró. Volvieron la madre con su hijo y giraron más de diez veces en torno del «Cordelia», al punto que Axel se mareó y devolvió lo que había comido por sobre la barandilla.

Tras cinco horas de observación mutua, la ballena madre produjo un hecho que puso de relieve la reconocida curiosidad de estos cetáceos. Se estacionó a estribor del «Cordelia», a unos veinte metros, y asomó su ojo derecho por sobre el agua. Dejó así fija su vista sobre el puente de mando. Media hora después advertí que «Margaret» (como ya la habían bautizado los muchachos) me estaba mirando. Admito que me sentí molesto ante su constante y si se quiere desfachatada observación. Hasta que una hora después descubrí la causa de su extrañeza. Yo llevaba por entonces en la solapa un pequeño escudito esmaltado con la Cruz de Lorena, que identifica a los estudiosos de los fenómenos parapsicológicos, «El Círculo Espiritista de Lyon». El escudito no superaría el centímetro y medio de diámetro. Prestamente, lo tomé entre mis manos y lo arrojé al mar, unos diez metros delante de la ballena. Y ahí, ante la sorpresa de todos nosotros, «Margaret» abandonó su puesto de observación y se lanzó en procura del minúsculo adminículo.

No fue ésa la única sorpresa que nos depararían estos queribles cetáceos en el curso de la expedición. Al día siguiente nos darían una prueba palmaria de su carácter lúdico y divertido. Otra hembra (reconocíamos a «Margaret» porque lucía ahora mi escudito entre los miles de hongos que cubrían su lomo) se acercó con dos ballenatos a nuestro barco y los tres comenzaron a pasar por debajo de la quilla con movimientos lentos y sinuosos. Cada tanto despedían un berrido grave, lanzaban chorros de aire hacia arriba o golpeteaban con sus colas formidables contra las olas. Nueve horas después, con Axel habíamos arribado a la conclusión de que todo aquello no era sino un juego. La hembra debía dar cuatro vueltas en torno del «Cordelia» en el sentido de las agujas del reloj. Si durante el transcurso de su girar ninguno de los ballenatos lograba pasar más de dos veces bajo la quilla, la ballena se acreditaba tres puntos y el derecho a otra vuelta en torno del barco. Lo señalizaba con los golpes de su cola, y los surtidores de aire y agua que despedía por el orificio respiratorio de la cabeza indicaban el momento en que el otro ballenato debía iniciar su intento. Si los ballenatos, en cambio, lograban cruzar bajo nuestro casco antes de que la ballena terminase su circuito reunían ambos puntajes y podían acceder, en caso de superar el puntaje de la hembra, a una cabriola cerca de la proa. Cuando uno solo de los ballenatos cumplía su cometido antes que la madre, tenía opción a rozar con su cuerpo el cuerpo de la hembra y acceder a una vuelta de prueba, o vuelta-testigo. Al poco tiempo, el juego nos había fascinado y ya desde la cubierta cruzábamos apuestas o alentábamos ruidosamente a nuestros preferidos. Alan Nahas por ejemplo, perdió una fortuna apostando a la suerte de «Simone», una de las crías, y debió abandonar el barco en el puerto de Santos, imposibilitado de pagar sus gastos de cantina. Había un detalle del juego, sin embargo, que nunca logramos entender y era el que movilizaba a la ballena hembra, cada tres circuitos no terminados, a nadar velozmente hacia la costa, girar como un torno sobre sí misma, para volver luego a estrellar su cabeza contra la hélice del «Cordelia». La imposibilidad de resolver esa parte del juego y captar su significado nos dificultó su explicación a nuestro regreso a Francia y es, quizás, el motivo que haya impedido que ese juego acuático no sea aún tan popular en nuestro medio como el water-polo. Y que haya sido vetado como disciplina olímpica.

Tras aquel período de conocimiento mutuo, de toma de confianza y de habituar a las ballenas azules a nuestra presencia, llegó el día en que decidimos abandonar el refugio del casco y, con nuestras vestimentas de neoprene sumergirnos en las aguas y acercarnos a los cetáceos. Surgió, entonces, un inconveniente. No habíamos contado con la bajísima temperatura del agua. Ya habíamos notado, a bordo, que la zona era fría en grado sumo. Axel aventuró que el hecho de hallarnos a la intemperie y ser el mar una superficie abierta influía notoriamente en la sensación térmica. Para Germán Plinio Chapinero, nuestro sonidista, el motivo obedecía a que habíamos ido desabrigados, poco conocedores de las características del mar Ártico. Y, al menos en él, acostumbrado al tórrido clima de su Barranquilla natal (Colombia) aquello era cierto, ya que sólo se había llevado un par de pantalones cortos y su clásica guayabera blanca con floripondios amarillos.

Por lo tanto, nuestro primer contacto con las aguas nos resultó por demás hostil. Ni el remanido recurso de orinar dentro de nuestras ropas de neoprene aliviaba el martirologio del frío. Habíamos descubierto que el consumo intensivo de chocolate nos aportaba calorías y podía ser un buen elemento para evitar el congelamiento, pero al solo contacto con el agua profunda las barritas de chocolate se disolvían con fastidiosa facilidad.

Con Axel llegamos a la conclusión de que sería mejor esperar hasta que los cetáceos se trasladaran a aguas más cálidas. Era notorio, por otra parte, que el frío imperante les quitaba toda gana de cantar.

El 17 de julio, uno de los marineros me informó que las ballenas se alistaban para emprender la peregrinación hacia el sur, el trayecto que las llevaría hasta Puerto Madryn, en Argentina, sitio donde debían acoplarse.

Entendimos que las ballenas se aprestaban a la partida, dado que se habían alineado en una larguísima fila, de una a una, apuntando hacia el lejano trópico. Cuando iniciaron la marcha el «Cordelia» partió tras ellas.

Es poco lo que podría relatar con respecto al viaje que hicimos tras los cetáceos, cruzando el Atlántico en busca de las aguas del sur. Sólo dos comprobaciones de suma importancia. La primera: las ballenas azules, las tan famosas ballenas azules, no son azules. Se ponen cianóticas por el frío en las aguas del Ártico, pero en tanto van acercándose a los mares más cálidos del trópico, la coloración de sus gruesas pieles va adquiriendo un tono grisáceo primero, rosado luego y, finalmente, ya en las proximidades de Cuba, algunas lucían notoriamente rojizas al sol caribeño. La otra comprobación es que las ballenas no despiden su expresivo canto o lamento en cualquier situación o circunstancia, sino que lo reservan para momentos muy especiales. No son como los miembros de sociedades como la nipona, itálica o tirolesa, que cantan así sean sus sentimientos alegres o tristes. No adelantaré más en este tópico para resguardar el ordenamiento del relato.

El 31 de enero llegamos, siempre tras las ballenas, al golfo de Puerto Madryn, en las costas argentinas. A las ballenas se las veía seguras y gozosas, clara indicación de que conocían el lugar y les resultaba familiar. De allí en más, por espacio de catorce maravillosos días, asistimos al apareamiento de algunos miembros de la colonia de ballenas. Contemplar ese renovado milagro de la naturaleza nos llenó de emoción, pese a nuestro carácter de científicos acostumbrados a la fría lucubración y procesamiento de datos genéticos.

Una semana permanecieron sumergidos Guy-Michel y otros cuatro hombres rana con el equipo de grabación, procurando acercar los micrófonos, especialmente adaptados, a las parejas de ballenas que copulaban intentando percibir algún cántico, algún quejido, alguna onda sonora. Pero fue en vano. Las ballenas lo hicieron todo en silencio, con una austeridad y un recato que más quisiera una pareja de seres humanos. Sin embargo, para nosotros aquello nos ponía al borde de un nuevo fracaso. No podíamos volver luego de un año de navegación, a decirle a Jacques que no habíamos grabado nada. Para colmo de males, al vigésimo día al despertarnos, las ballenas habían desaparecido, se habían retirado. Sin duda aprovechando nuestro sueño, usufructuando las espesas sombras de la noche, muy densas en esa región de Sudamérica, habían escapado sin dejar huellas. Fue en vano que buscáramos sus rastros en el agua. La estela de un barco puede permanecer sobre las olas un par de horas, la de una lancha motora casi 25 minutos, e incluso el surco acuático dibujado por un pato silvestre mantiene su efervescencia en superficie por más de cinco minutos, sea pato o gallareta. Estudiosos australianos han podido calcular el curso migratorio del pájaro zambullidor fragata por los arcos concéntricos que sus picos dejan en el agua al pescar atuncillos… ¡hasta dos meses después de que dichos palmípedos han partido en busca de los calores! Sin embargo, las ballenas nadando, al parecer, sumergidas, habían burlado nuestra vigilia para desaparecer de nuestras vidas.

Grande era nuestra desesperación y desaliento, cuando un extraño sonido, casi un crujido que hería el oído, comenzó a hacerse escuchar. Armados de binoculares, pronto detectamos el origen de aquel fenómeno. La débil columna de agua que se elevaba unos tres mil metros a estribor del «Cordelia» nos señalaba que allí permanecía una ballena, más fiel o más holgazana que las restantes. Además, y esto nos llenó de esperanzas, estaba emitiendo el ancestral, legendario pero paradójicamente casi desconocido, canto de los cetáceos. Acercarnos al ejemplar y arrojarnos a las aguas munidos de nuestros aparatos de grabación y detección de sonidos nos llevó apenas unos veinte minutos. Por espacio de ocho horas giramos, sumergidos en torno al cetáceo, grabando sus gemidos. Era un ejemplar macho bastante viejo y meneaba la cabeza inmensa casi con humano desaliento. A intervalos considerables, escapaba de su cuerpo una vibración intensa que se iba convirtiendo en un sonido con infrecuentes modulaciones. Finalmente, en forma abrupta, como si se hubiese cansado de nuestra presencia, se alejó de nosotros rumbo a la costa. Pero ya teníamos lo nuestro: seis horas de grabación de su angustioso gemido. Desentendiéndonos del ejemplar, subimos al barco y a lo largo de un día nos abocamos a escuchar, estudiar y codificar las modulaciones sonoras escapadas del cetáceo.

Si bien aquello podía parecer el fin o el principio de una apasionante aventura en el mundo de la comunicación social o naval, acordemos que, para un neófito en aquel aspecto de la materia, más de tres horas de escuchar esos crujidos abismales, sinuosos y poco armónicos era demasiado. Tras ese lapso uno se derrumba en un estado de absoluta indiferencia y aburrimiento. El único que mantenía su interés en alto, reconcentrado, con los inmensos auriculares oprimiéndole la cabeza, era Germán Chapinero, nuestro técnico de sonido. No nos sorprendía en él tal desvelo, ya que se había adentrado tiempo atrás en música del altiplano y en cadencias cuadrafónicas. Con paciencia admirable procuraba trasladar a signos sobre un pentagrama los ásperos sonidos. De pronto, una de las tantas veces en que solicitó a Sadao Sakai, nuestro ecualizador, que pasar la cinta hacia adelante o hacia atrás intentando descubrir alguna armonía reconocible, su rostro se transfiguró por el asombro. Esto tuvo la virtud de devolvernos el interés y de inmediato rodeamos su mesa.

«¡Pasa de nuevo la cinta hacia adelante, más velozmente!» solicitó Germán al operador. Este lo hizo. Germán paseó la vista por todos nosotros y se quedó unos instantes señalando la consola de grabación con la mano derecha. «¡Es un tango!», nos dijo. Hizo repetir la operación un par de veces. «No quedan dudas», confirmó, sacándose los auriculares. «Las ondas sonoras, bajo el agua», explicó, «cambian su frecuencia y velocidad y es por eso que no pudimos reconocer la melodía. Pero el canto de esta ballena macho es un tango».

«¿Cómo puedes saberlo?», le consulté, ya que el tango no es un género demasiado escuchado en Lyon. Germán nos explicó que en su tierra natal, Colombia, dicho género musical es muy escuchado. Más específicamente en Medellín, adonde fue introducido por los soldados que llegaron desde Argentina en las guerras por la Independencia libradas por esos dos países.

«Es más…», aseveró Germán, «… creo reconocer ese tango. Habla del abandono por la mujer amada, de la desazón, de la traición, de la soledad más pura… Indudablemente este macho ha sido dejado por su pareja luego del acople». Ahora entendíamos la predilección de las ballenas por aquel lugar lejano del mundo, por aquel golfo perdido en la Patagonia, cuando bien podían acceder a lugares más propicios y cercanos como Niza, el Golfo de Vizcaya o Capri. Sin duda, aquel melancólico género musical propio de inmigrantes, las atraía en el trance de la disolución de la pareja. Estábamos cavilando sobre estos avatares, cuando Germán nos sacudió con una nueva comprobación.

«Mucho me temo…», dijo, «… que este ejemplar está nadando hacia la playa con intenciones de suicidarse».

¡El suicidio de las ballenas! Un fenómeno tan misterioso y poco investigado como su cancionero. Nuestra vieja fibra de investigadores y la férrea convicción del compromiso con la preservación de las especies, nos sacudió como una corriente eléctrica.

Apenas tres minutos después, el «Cordelia» partía hacia la costa a toda marcha procurando dar con el cetáceo suicida. Sería nuestra misión de investigadores disuadirlo de tomar tan drástica resolución y, de no conseguirlo, impedírselo, aunque debiésemos recurrir a la violencia.

Durante cuatro largas horas navegamos sin avistar al cachalote, hasta que, casi amaneciendo, divisamos una sombra oscura varada en la playa. Por fortuna estaba aclarando, ya que no conocíamos la costa y podían verse arrecifes peligrosos. La cercana presencia de un faro abandonado indicaba, incluso, lo amenazador de esas aguas.

Lanzamos una chalupa al mar y, a pleno motor, nos dirigimos hacia la ballena varada. Estábamos dispuestos a atarle una cadena a la cola y arrastrarla con el «Cordelia» mar adentro, hasta que se le pasara ese rapto negativo. Sin embargo, muy pronto, unos gritos de Axel captaron mi atención. La ballena había desaparecido de la playa o al menos del sitio donde la viésemos atorada. Desde lejos la habíamos visto contorsionarse y retorcerse, como procurando zafar de su varadura, lo que nos hizo pensar que podía haber cambiado de opinión. Cuando llegamos a la playa y bajamos a la arena, pudimos comprobar algo desconcertante. Un ancho surco de unos seis metros de ancho se veía en la playa, húmedo aún, perdiéndose en la arena en dirección al faro.

«Nunca supe», se asombró Axel, «que una ballena pudiese desplazarse por una superficie sólida».

«Puede haberse adentrado en las dunas empujada por su propio impulso, desde el mar», le dije, «y luego trasladarse con movimientos similares a los de los elefantes marinos. Nadie podría imaginar que los elefantes marinos, con esos cuerpos fofos y deformes puedan desplazarse fuera del agua. Y, sin embargo, lo hacen».

Aquello nos podía llevar a una nueva conclusión: la aceptación de la controvertida tesis de que, en épocas remotas, ballenas y elefantes marinos conformaban una sola familia, descendiente de los trilobites. Lo que nos pondría en el umbral de una nueva deducción estremecedora: el parentesco entre ballenas y elefantes comunes, plantígrados asiáticos y africanos. En definitiva: siendo dos de los mamíferos más grandes del mundo, ¿por qué no pueden haber sido años atrás miembros de una misma especie? ¿Y por qué, entonces, dado que el elefante es un proboscidio cercano a otros paquidermos como los cerdos comunes, jabalíes o pecaríes de collar, no se podría determinar que ballenas, delfines y orcas se hallan estrechamente ligados a las razas porcinas? Claro, esto sería ponernos a un paso de la certeza de que otras especies degradadas de los cetáceos, como marsopas, toninas, salmones, congrios y barracudas tendrían relación directa con diversas especies de corral, tales como gallinas, gansos patos y conejos. De allí a la aseveración de que el abadejo y la tortuga de patio son una misma cosa hay sólo un milímetro y creo que tal conocimiento me paralizó más que el desasosiego que me producía el posible suicidio de la ballena fugitiva.

«Pero…», insistí, «… ¿qué le ha hecho escapar tierra adentro, en una actitud tan alejada de toda lógica náutica?»

Es notorio el caso de las tortugas del atolón de Bikini, que luego de las pruebas atómicas han perdido el instinto de orientación y cuando salen de sus huevos en lugar de enfilar hacia el mar lo hacen hacia la ruta 14 de Taongi, que las conduce al centro de Rongelap, donde quedan a expensas de los coches y los omnibuses y sin perspectivas de encontrar ocupación.

«Huye de nosotros», me dijo Germán. «Sabe que estamos intentando salvarla y no quiere que impidamos su suicidio».

«¡Miren! ¡Allá!», gritó entonces Guy-Michel, señalando hacia lo alto del faro abandonado. Lo que vimos entonces nos sacudió de espanto. Por el borde de la torreta que rodeaba el recinto vidriado que, muchos años atrás, había protegido la potente luz del faro, vimos asomar una aleta. Luego, la cabezota y el torso de la ballena fugitiva.

«¡No lo hagas!», gritamos al unísono. Pero, en menos tiempo del que insume contarlo, el cachalote se empinó sobre la baranda, giró en el aire, su inmensa cola describió una suerte de saludo y se estrelló veinte metros más abajo, sobre los puntiagudos perfiles de las rocas afiladas por el oleaje incesante.

Eso fue todo.

El viaje de vuelta hasta Marsella nos insumió 43 días. Lo hicimos, recuerdo, silenciosos y reconcentrados. Cada tanto, por las noches, Sadao conectaba el grabador y escuchábamos aquel tango trágico y final, en la voz grave, profunda y monocorde del despechado cachalote.