Coronel Gregorio Hilarión Martínez de Moya

Pertenecía el coronel Gregorio Hilarión Martínez de Moya a esa egregia pléyade de hombres de armas que no supieron ni de la vacilación ni del descanso en procura de preservar los más altos intereses de la patria. Desde muy niño ambicionó abrazar la carrera militar, imbuido, tal vez, de las narraciones y relatos que escuchara de sus mayores —al mayor Constancio Martínez de Moya y al mayor Dardo Ezcurra me refiero—, conmovidos a su vez por el rugir del estentóreo cañón y el crepitar de la mosquetería que por aquel entonces estremecían nuestro suelo. Severo mas no acérrimo, justo por convicción, sabio en la medida exacta, hirsuto mas no desaseado, austero sin desbarrancarse en el egoísmo, ecuánime en grado sumo, parsimonioso cuando las circunstancias así lo exigían, el coronel Martínez de Moya era un reservorio, un nidal, un acrisolado compendio que confundía en su arrogante continente militar las virtudes más ínclitas y depuradas del hombre criollo.

De menoscabada estatura, su figura expectable resaltaba en un tórax poderoso y amplio, el mismo que habría de oponer a la metralla aleve del enemigo en mil ocasiones. Su rostro, orlado por una cabellera lacia y negra, se vivificaba en una mirada centelleante, de cóndor custodio de las ándicas masas de granito, proveniente de unos ojos oscuros que relampagueaban con la misma intensidad con que restalla el pavoroso rayo en la penumbra de la tempestad.

Jinete en su corcel de chilena laya, podía creerse que se estaba ante un guerrero de la Edad Media, tal era su figura ecuestre y la enérgica aura de imbatible denuedo que de él emanaba.

Descendiente de prestigiosa familia, Gregorio Hilarión Martínez de Moya era parco en las palabras, pero su parlamento brillaba por certero y conciso. Arduo en el ejercicio militar, con el acerado espíritu de sacrificio propio de quien ha hecho de los juegos de la guerra su objetivo de vida, era a la vez paternal y prudente con su tropa, que había aprendido a quererlo aun sabiendo a ciencia cierta que, bajo el mando de tal coloso, podía ir a inmolarse en las arteras fauces de la primera trinchera que amenazara a la Patria.

Era, Gregorio Hilarión Martínez de Moya, cordial y amable en su vida civil. De sobrios modales, cautivaba a militares y ciudadanos por igual, a hombres y mujeres, religiosos y ácratas, moros y cristianos. Cauto con los niños, gallardo hasta la estulticia en los salones de fiestas, no permitía ni la delación ni el engaño, y era generosa su mano en el óvolo, la dádiva o el presente, cuando se hacía merecido.

Sutil sin ser hermético, pritaneo por momentos, elegante sin afectación, caudillo por condiciones propias, humilde y sencillo en el vestir, el coronel Martínez de Moya podía pecar, quizás, de soberbia. Pero… ¡no podía llamarse defecto a tal anomalía, en aquel cúmulo restallante de aquilatadas virtudes! Sería tan sólo, y permítaseme la digresión, la casi imperceptible mácula traslúcida en el perfil soberbio del reverenciado diamante, el opacado brillo ultramontano de la austera ágata en la diadema de una reina.

No podría decirse de él que se tratara de un estratega genial, del tipo de un Aníbal o un Mostrengo. No. El coronel Martínez de Moya no disponía de ese golpe de vista ácido y determinante que hace que un general trueque la suerte esquiva de una batalla, convirtiendo la atroz derrota en jornada de gloria con un solo trazo de su lápiz de estratega sobre el hule de su mapa de combate. No. El coronel Martínez de Moya era el hombre de acción, el soldado de todos los tiempos que sólo pretende respirar el olor de la pólvora y cargar a pecho abierto tras el lábaro patrio, al recibir una orden. Pero era de aquellos hombres indispensables para la victoria final en cualquier campo de batalla, como bien lo reconociera el mariscal Baratine con sabias palabras tras la catástrofe de Malesherbes: «Á travers des aquarelles, des pastéis, des dessins au feutre qui nous montrent son entourage familial, ses amis, ses copines ou elle-méme».

Quizás, las acciones que he de narrar a continuación expliquen, en parte, el porqué del injusto olvido en que se halla inmerso el nombre del coronel Gregorio Hilarión Martínez de Moya. No ha de sorprenderme a mí tal descuido de la historia porque es harto conocido el pobre reconocimiento que se les dispensa a cientos y cientos de bravos soldados que dejaron sus huesos y su sangre por las más diversas latitudes, sin que hayan sido rescatados sus ejemplos ni reivindicados sus nombres en las páginas a veces frías y escuetas de los historiadores.

Al igual que tantos otros hombres de armas que luego mellarían su espada en la guerra contra el sangriento tirano paraguayo, el coronel Gregorio Hilarión Martínez de Moya tuvo su bautismo de fuego en la lucha contra el indio. Con el 89 de línea combatió en Laguna de los Palotes bajo el mando del general Cepeda y supo, tempranamente, del oprobio de la derrota cuando debió resignar los salares de Miasma Rancia ante el ímpetu desordenado y tenaz del sarcástico númida. Pero allí, pese a la derrota, ya dio claras muestras de su denuedo, al poner en fuga a más de un centenar de aquellos ululantes salvajes, despreciable chusma, quienes se retiraron en desorden, dando por muerto a nuestro bravo soldado, atravesado por 261 lanzas pampas. El hábil ardid salvó la vida de Martínez de Moya quien, convencido de que su incipiente carrera estaba para mayores desafíos, rogó a sus superiores que lo trasladaran al frente paraguayo, tras un corto paso de dos años por un hospital militar.

Ya en la propia vorágine de la contienda que ensangrentara la tierra de cuatro naciones, hoy hermanas, el coronel Martínez de Moya participó de las batallas de Piripipí Corá, Humaitá, Mangangá Saá, Carauapí, Corporopí Ñandé, Esteros de Ñanderé, Caá, Caá Cangú, NanÑanñangari Ñá, Zorrinos Bajos, Purpurú, Teté, Covacha de los Mistoles, Pampita Cá, Urbubé, Tereré, Pájaro Campana, La Cascada, Ñamendé Pái, Brazo del Otro y Cururú Cacá.

En esta cadena de perversos combates, donde ambos bandos dieran sobradas muestras de infinito coraje, Martínez de Moya pierde una pierna, pero es tal su encono, tan desmesurada su osadía, que no recuerda cuándo ni dónde la ha perdido, llegando a tal extremo su desprecio hacia el propio sufrimiento físico que ni siquiera logra recordar, después, cuál pierna es la que se ha llevado la metralla de los traicioneros guaraníes.

Y llega el fatídico día del combate de Caaaagagauzú-Saá. El general Ismael Espiño ha desplegado sus tropas al reparo de unos arrozales, dejando para los infantes y para el 5° de línea, la responsabilidad de despertar al resto del ejército, compuesto más que nada por tiradores del 7°, tropas volantes y coraceros, gente de sueño más pesado.

El enemigo, con insolencia inaudita, ha erigido una batería al frente de la línea aliada, llevando a tal punto su desparpajo, que la ha pintado de rojo. No sólo eso: la han bautizado «Posta de Bartolo», en inconcebible alusión al presidente Mitre.

La noche previa al combate, el coronel Martínez de Moya sabe que va a morir. En la soledad de su tienda de campaña, apenas acompañado por su fiel amigo el capitán Eleuterio Efraín Díaz Solari, escribe en su diario de guerra. Recién años después, este mismo capitán me confiaría el contenido de aquel escrito, caligrafiado con la pluma de un pato sirirí o pato de los bañados, por la mano adusta del coronel.

Apenas clarea, el general Espiño despliega sus hombres como se lo ha aconsejado el oficial teniente coreógrafo Esculapio de los Sauces, asistente ducho en las danzas nacionales, quien le dicta los movimientos y los pasos a seguir, procurando rodear al enemigo inmisericorde.

En la primera línea se escalonan los lanceros del general Asencio Gariboto, rudo soldado de áspera corteza, quien caerá como Némesis vengadora, primero sobre las fortificaciones paraguayas, y luego por las barrancas del río Salí, que aparecen de improviso bajo las patas de los criollos corceles. Luego vienen los infantes brasileños del general Honorio Tulio Madeira de Casagrande, al son de fanfarrias, pífanos, bronces, tambores, tamboriles, pandeiros y berimbaus. Allí tendrá su bautismo de fuego la bravía comparsa «Maracangalha», que sufrirá horrendo castigo bajo la artillería enemiga, perdiendo a más de la mitad de los pasistas y sus mejores carrozas.

El general Espiño, exaltado ante el desparpajo enemigo que responde bala por bala, carga por carga, denuesto por denuesto, indica a Martínez de Moya que tome la batería.

No necesita más el soldado de la Patria. Como Leopoldo en Habsburgo, cruza bajo el correaje de su espalda una lanza, sostiene con la presión del cinto un mosquete, toma en la mano izquierda el pendón invicto de su batallón, blande en su mano derecha el sable de acero toledano, aferra entre sus dientes el pistolón reglamentario y se lanza al ataque. Media hora después herido en mil partes por la fusilería enemiga, sangrando profusamente ante el gélido hálito de las bayonetas defensoras, Martínez de Moya llega a las fortificaciones enemigas cubriéndose con el estandarte, en una clásica maniobra envolvente. Cuando irrumpe en el despacho del petulante oficial paraguayo a cargo de la vencida posición, Martínez de Moya es una figura estremecedora, tinto en sangre, rostro y torso cubiertos por el hollín y las cenizas. Es un titán, un Minotauro arrostrando los infinitos castigos mitológicos dictados por los manes de la guerra. Y es allí cuando demuestra una vez más su generosidad, su hombría de bien, su grandeza y aquella honestidad galvanizada que lo inducía a no mentir aun gastando su tiempo en el juego del «truco»[1].

«Vengo a ocupar esta trinchera» le espeta al oficial enemigo. «Discúlpeme, coronel» contesta el desconfiable paraguayo, en cuyos ojos podía apreciarse la sevicia y el temor «pero pese al respeto que usted me merece, pese a la admiración que, como militar de carrera, profeso por hombres que, como usted, hacen de la valentía un credo y del heroísmo un hábito, debo decirle que esta fortaleza ha sido construida con dinero, manos y esfuerzo del pueblo paraguayo». El coronel Martínez de Moya cavila. «Tiene usted razón» le dice luego a su vencido. «Le digo más» prosigue entonces el guaraní, con una falta de orgullo y una bajeza indignas de una raza que ha dado tantos y tantos músicos notables. «Aquella pared ha sido destruida y reducida a escombros por sus bombardas irresponsables». El coronel Martínez de Moya conoce del esfuerzo privado y del sudor ajeno. Sin más, saca de su faltriquera unas monedas de oro y las arroja sobre la mesa. «Cóbrese» le dice. Y se retira con sus tropas[2].

Por la tarde, la batalla continuaba y el insaciable monstruo de la guerra no estaba aún ahíto de sangre y devastación.

El coronel Martínez de Moya es un coloso, un energúmeno, corriendo entre sus filas, dando aliento a uno, prodigando un consejo a otro, escuchando las cuitas de aquél, entonando marchas marciales en el oído de éste.

Ya está oscureciendo y el acerbo destino adeuda una muerte. Martínez de Moya decide entonces, con la impronta que caracteriza a los grandes, el ataque final. Reúne 10.000 hombres y los encolumna de uno en fondo, en lo que se ha dado en llamar «ataque en cuña» o «fila india», recurso que el espíritu curioso de Martínez de Moya tal vez aprendiese de aquel otro intuitivo genial de las batallas, el cacique Calfucurá. Se pone al frente de la columna y avanza hacia lo más empecinado del sistema defensivo enemigo. ¡Hasta el propio general Le Mosín se hubiese asombrado de ese movimiento táctico, si su retirada tras la hecatombe de Fredegunda le hubiese dado tiempo para apreciarlo!

Pero ¡ay! una bala de cañón, un proyectil del once, perfora el pecho del valeroso coronel Gregorio Hilarión Martínez de Moya, abriéndole un orificio a través del cual puede verse la vecina orilla del río Ñandé, los sauzales todavía ocupados por la infantería brasileña, las primeras estribaciones de los montes Urbaneja y la lejana cúpula de la iglesia de Santa Doña Señora Dama María de la Fémina. Como tigres caen junto a él y lo rodean sus hombres, prestos a no permitir jamás que el cuerpo de su superior sea hollado o mancillado por la mirada alcohólica de sus victimarios. El coronel insiste en incorporarse pero ha perdido mucha sangre. Habla con sus compañeros de armas que están a sus espaldas, a través del horrendo agujero de su pecho. Y es en ese momento crucial para el soldado, en ese instante temido y esperado por el combatiente, en ese intermezzo fatídico que media entre la vida y la muerte, cuando la memoria le juega una pésima pasada al coronel: no recuerda sus últimas palabras. Consciente de su cercano fin, rebusca en su obnubilada mente las palabras que, con tanto cuidado, estudiara y anotara en su diario, la noche previa. «Si acaso mi muerte…» comienza «… si mi muerte acaso…» duda «… si es que acaso mi muerte…» retoma. A su lado, el capitán Efraín Díaz Solari solloza con el agrio llanto de los valientes. «Es una pena…» se lamenta «anoche las había memorizado perfectamente».

Y así muere, cerúleo, con la amarillenta coloración que brinda la eternidad cercana, el coronel Gregorio Hilarión Martínez de Moya. Tal vez, la inoportuna reluctancia de su memoria a aprehender la frase que hubiese podido inscribirlo en la Historia, lo marginó de ella.

Intrépido mas no alocado, altivo sin petulancias, confiado sin pecar de indolencia, audaz en la acción, mesurado en las comidas, inflexible mas no impiadoso, murió como lo había previsto y ansiado: con el pecho hendido por la metralla, abierto a cualquier inquietud noble.