Vidas privadas

El edificio no es muy alto o, al menos, no parece muy alto entre los demás. En el último piso, donde se adivinan los tejados color pizarra, hay una ventana iluminada. Si nos acercamos podemos ver que la ventana da a un despacho cuya decoración y amoblamiento coinciden con la elegancia de la construcción. Cambiando un poco el ángulo de visión, advertimos que, sentado detrás de un amplio escritorio de madera oscura, hay un hombre. La luz que llega desde la lámpara de armonioso diseño ubicada a un costado del escritorio baña generosamente al hombre y nos permite estudiarlo con detención.

Es una persona que ya ha superado los cincuenta años, tiene un rostro de rasgos distinguidos, cabello algo ralo en la parte superior del cráneo, abundante y prolijo sobre las sienes. Pero un tanto encanecido, es cierto. La camisa es de un color celeste cauto, surcada verticalmente por unas casi invisibles líneas blancas. La corbata, azul.

Acompáñeme, tal vez si penetramos por la ventana y nos acercamos al sillón giratorio del hombre, podremos enteramos de otros detalles, porque hay algo ligeramente discordante en la escena. Bajo el pulcro puño derecho de su camisa asoma un Rolex. En él, no sin esfuerzo, puede advertirse que son las 11.30 de la noche. Tal vez es un tanto incongruente que una persona, a todas luces un ejecutivo, tras un largo día de trabajo, llegue a esas altas horas tan impecablemente atildado. Cualquiera que haya tenido una intensa jornada de labor, podría regalarse el beneficio inocente del cuello de la camisa flojo, las mangas arremangadas, un cierto desorden sobre el escritorio.

El hombre es Rogelio W. Hudson e, indudablemente, está esperando. Por momentos parece que retoma el trabajo, levanta algún papel de los que se apilan frente a él, los mira simulando leer, tilda con su lapicera Mont Blanc, ya una frase, ya un párrafo, o encierra con pulso firme, en un globo historietístico alguna palabra. Cada tanto mira el reloj. Es un indicio. Algo está por suceder.

Venga, lo invito a sentarse. Aguardemos un poco, pues el nerviosismo de Rogelio W. Hudson ya es manifiesto. Guarda a cada momento la pluma Mont Blanc en el bolsillo superior de la camisa para volver luego a sacarla. Es evidente que no se concentra en lo que está haciendo. De pronto, el hombre se tensa. Ha habido un ruido afuera, que nos llega desde atrás de la gruesa puerta de madera oscura. Por debajo de la puerta se instala, ahora, sobre la alfombra color verde musgo, un paralelepípedo de luz amarilla, proveniente de la habitación contigua. Rogelio guarda una vez más la Mont Blanc en su bolsillo, se yergue en su asiento, se acomoda de un manotazo rasante el cabello desde los parietales hacia la nuca. Y espera. Se percibe una leve, levísima alteración en su respirar. Antes de que se abra la puerta, de otro manotazo quita la lapicera de su bolsillo y la coloca alineada junto a otras lapiceras y un pisapapeles, al lado de una carpeta ocre, como si esa lapicera en su bolsillo hubiese podido transmitir un dato erróneo de su conducta. Se escucha un golpe de mero formulismo sobre la puerta y ésta se abre. Entra Ana, levemente sorprendida. Viene de la calle y aún tiene puesto el largo saco en tono crudo, de pana pesada. Desenvuelta, en tanto se quita el pañuelo de seda ceñido al cuello, enciende mecánicamente la luz central del despacho, con lo que la luz de la lámpara del escritorio parece disolverse. Si usted se fija bien, podrá advertir que Rogelio abulta en algo su camisa sobre el vientre, pese al tenis y al paddle que comenzó a practicar no hace mucho tiempo. También la luz, ahora, revela pequeñas estrías en torno a los ojos de Ana. Y junto a la comisura de sus labios.

—No pensé que estarías despierto —dice Ana, avanzando hacia el escritorio.

—Debemos hablar.

—¿Tenías que trabajar? —pregunta Ana, como si no lo hubiese escuchado.

—Algo. Pero, más que nada, quería hablar con vos.

Ana se deja caer algo distraída en uno de los sillones frente a Rogelio.

—¿A esta hora? ¿De qué?

—Sabés de qué. No te hagás la estúpida, Ana.

Ana siente el impacto. El tono de Rogelio ha sido muy duro. Se pone repentinamente seria y se incorpora en el sillón.

—¿Qué es lo que tengo que saber? —desafía.

—Sabés perfectamente que…

—Y te adelanto que no voy a permitir que me hablés con ese tono.

—Sabés perfectamente… —no se arredra ni modifica el tono, Rogelio— a qué me refiero. Por eso te digo que no te hagás la tonta —profiere.

Ana lo mira, callada, expectante.

—Me estoy refiriendo, concretamente… —puntualiza Rogelio— …a esas charlas que sostenés con tu grupo de terapia. A eso me refiero.

—¿A mi grupo de terapia? —se echa hacia atrás, con una risa atrevida, Ana—. ¿Eso era?

—Eso era. ¡Eso es! —Rogelio se pone de pie y golpea con la palma de su mano derecha sobre el escritorio—. ¡Tengo que informarte que estoy perfectamente al tanto de todo lo que contás sobre mí en tus grupos de terapia! ¡Estoy enterado de todo y pienso que es absolutamente imprescindible que hablemos ahora mismo sobre el tema! ¿Qué es lo que les estuviste contando a tu analista y a los otros pelotudos de tu grupo de terapia?

—¡No son unos pelotudos, Rogelio! —estalla Ana, golpeando a su vez sobre el escritorio, pero sin ponerse de pie—. ¡Para vos cualquier persona que se acerca a mí y que vos no conocés, ni entendés, es un pelotudo! ¡Es tu permanente autoritarismo y tu sentido omnipotente y despectivo de la vida!

—¡Muy bien, muy bien! —Rogelio se pone la mano sobre el pecho—. Me retracto. Tengo la suficiente grandeza moral como para admitir cuándo me he extralimitado… ¡Pero me parece inadmisible que una sarta de señores que no tienen nada que ver con mi vida privada, con nuestra vida privada —ha recalcado «mi» y «nuestra»— tengan acceso a una información y a una intimidad a la que yo no les he concedido ninguna cercanía!

—El doctor Silverstein ha…

—¡Y no me vengas con que es un método terapéutico, Ana! —Rogelio vuelve a golpear sobre la mesa—. ¡Ningún método terapéutico habilita a nadie a revelar detalles por demás íntimos y sacrosantos de las personas!

—¡«Íntimos y sacrosantos», Rogelio! —se burla Ana.

—¡Íntimos y sacrosantos! —otro golpe—. ¡Porque pertenecen a la privacidad más pura y… —Rogelio busca un adjetivo—… más pura y… —«personal» podría decir—… a la privacidad más pura y privada… —capitula— …de una pareja, de una familia!

—Un momento —pide Ana.

—¡Un momento, nada! ¡Un momento, un carajo! ¡Estoy harto de esta ficción de modernidad!

—Un momento…

—¡Estás basureando mi buen nombre! ¡Ventilando alegremente detalles que uno expone ante su mujer por una simple condición de confianza e intimidad y lo hacés en aras de una supuesta y puta disciplina psicoanalítica!

—¡Un momento, te digo! —se impone Ana—. Vos te llenás la boca hablando de intimidad, de reserva, de cenáculo familiar…

—¡No hablé de cenáculo familiar!

—No importa…

—Ni siquiera sé qué significa «cenáculo familiar». No manejo toda esa terminología pajera del psicoanálisis.

—¡Pero hablás de eso! ¡De la reserva, de no ventilar los trapos sucios fuera de casa, de preservar una sacrosanta privacidad!

—¡Sí! ¡Porque todavía creo en la intangibilidad de la familia y en el cuidado que se debe tener en torno a ella!

—Entonces… —se pone de pie, Ana, teatral—. ¿Quiénes son esos tipos que están sentados allí?

Rogelio mira hacia donde estamos sentados nosotros. Se sorprende.

—¿Quiénes son ésos? —insiste Ana, inflexible.

—No sé… no sé… —traga saliva Rogelio, turbado, levemente atemorizado, también—. No los había visto.

—¿No los habías visto? ¿Estaban sentados en tu propio despacho y no los habías visto?

—¿Quiénes son ustedes? —estalla Rogelio, desde el escritorio, sin osar acercarse—. ¿Qué hacen aquí dentro?

—Yo soy escritor —digo.

—«¿Escritor?» —repite Rogelio con expresión de asco, como si yo hubiese mencionado algo relacionado con la licantropía o las enfermedades venéreas.

—¿Escritor? —repite, interesada, y con una leve sonrisa campeando en sus labios, Ana. Ha vuelto a sentarse.

—Y… ¿quién es el otro? —vuelve a tronar Rogelio. Allí soy yo el que me pongo de pie.

—¡Es un lector, señor! ¡Y no le permito que le hable en ese tono! ¡Vino aquí bajo mi responsabilidad y me hago cargo de su situación! ¡Un lector es lo más importante para alguien que escribe, por si usted no lo sabe!

Rogelio sacude la cara como si hubiese recibido una bofetada.

—No se extrañe de que Rogelio le hable en ese tono —se mofa Ana—. Él piensa que tratar así a la gente es lo más natural del mundo.

—¡Eso no es cierto! —se vuelve hacia ella, Rogelio—. ¡Pero creo que tengo derecho a enojarme si encuentro un par de intrusos indeseables en mi despacho!

—¡No puedes llamar intruso indeseable a un escritor, Rogelio! —vocifera Ana—. ¡El señor es un intelectual! ¡Lo que pasa es que, para vos, todo el que sea un intelectual no es nada más que un pobre imbécil que no se ha metido hasta el cuello, como vos, en la enloquecida carrera por el poder y por el dinero!

—¡Cosa que también dijiste en el grupo de terapia! —el dedo índice de Rogelio apunta a Ana entre ceja y ceja.

—¿Quién te lo dijo? —Ana se pone de pie, apoyándose en el escritorio—. ¿Quién es el infidente, o la infidente, que te ha contado todas esas cosas?

—Ya lo hablaremos cuando toquemos el tema de Gustavo, y cuando se vaya este par de payasos —nos señala, Rogelio. Me vuelvo a parar.

—¡No le voy a permitir que trate de «payaso» al señor! ¡El señor es un lector y vino aquí bajo mi responsabilidad y bajo mi guía!

—¡Me importa un carajo su responsabilidad y su guía!

—Claro… —se ha dejado caer de nuevo en su sillón Ana, con una risa hiriente y cristalina—… ¡Para vos un lector es sólo un payaso! ¡Alguien que lee es para vos apenas un imbécil que pierde su tiempo y que no lo aprovecha, como vos, plantado frente a una pantalla de computación o leyendo los cables que vienen de la Bolsa! ¡Qué importancia puede tener un lector para un zar de la economía, para uno de los capitanes de la industria!

—No estoy dispuesto… —continúa señalando Rogelio a Ana, ahora menos enfático pero más didáctico—… no estoy dispuesto a seguir discutiendo este asunto, y mucho menos a abordar el tema de Gustavo, con estos dos señores aquí dentro.

—Claro… por supuesto… —Ana deja el sillón, levantándose y girando con presteza. Camina en círculos por el despacho, a grandes zancadas elegantes—, hay que preservar la intimidad… Nada ni nadie puede penetrar en los recónditos secretos de la pareja… De la familia, como vos decís… No puede haber testigos para la pudrición, para la inmundicia, para lo vergonzoso… Todo debe quedar oculto, tapado, sepultado… Con no hablar del problema, el problema desaparece.

—Ni podrido, ni inmundo, ni vergonzoso, Ana… —ataja Rogelio—. Creo que la nuestra es una relación normal, que la nuestra es una familia normal y que las anomalías que pueda haber no son ni más terribles ni más vergonzantes que las que pueden existir en otras familias…

—¡Entonces…! —brama Ana—. ¿De dónde el enojo? ¿Por qué el escándalo? ¿Por qué tamaño despelote porque yo cuento, dentro de un grupo de terapia, cerrado, que vos, por ejemplo, antes de hacer el amor…

—¡Ana! —explota Rogelio, adelantándose hacia su esposa.

—¿Qué pasa? —estira una sonrisa irónica, Ana, consciente de que esgrime un arma poderosa.

—Llegás a decirlo…, llegás a decirlo… —las palabras apenas escapan por los dientes entrecerrados de Rogelio.

—El señor es escritor… —me señala Ana— …bien podría, él plasmarlo en sus páginas y concebir…

—El señor y el idiota de su amigo se van ya —se decide Rogelio volviendo presto detrás de su escritorio. Con movimiento enérgico abre uno de los cajones y lo deja así. Desde nuestra posición no vemos lo que hay adentro, pero temo que se trate de un arma. El momento es inquietante. Pese a todo me pongo de pie.

—¡No le voy a permitir que trate de idiota al señor! —advierto.

—¡Estoy en mi despacho y…

—¿Quién te contó lo de la terapia? —Ana arremete de pronto sobre Rogelio, retomando líneas anteriores—. ¿Quién fue el hijo de puta, o la hija de puta, que te vino con la alcahuetería de lo que yo les conté en la sesión de terapia?

—¡Eso no tiene que importarte, Ana! —quita Rogelio su atención de nuestras humanidades—. ¡Yo soy el que tengo que estar enojado, yo soy el que tengo derecho a estar furioso al saber que algo que pertenece pura y exclusivamente a la intimidad de la pareja…

—¡Y dale con la intimidad de la pareja!

—… sea, primero, ventilado irresponsablemente en rueda de amigotes, un grupúsculo pseudointelectual de putos y maricones; y luego eso se difunda fuera de dicho círculo, se haga vox populi, corra de boca en boca como reguero de pólvora!

—Permítame… —me atrevo.

—Ya sé quién fue quien te lo dijo… —entrecierra los ojos Ana, apretando las mandíbulas—. Ya sé quién te lo dijo…

—¡Acepté de buen grado tu psicoanálisis —sigue Rogelio— porque pensé que así estarías menos al pedo y se pasarían parte de tus histerias…

—Ya sé quién te lo dijo…

—… pese a la montaña de dinero que me significa bancarte al psicoanalista más caro de todo el país, de todo Buenos Aires, sólo para…

—Permítame… —insisto.

—… para que pudieras contarle a tus amigos que ibas a hacerte lavados de cerebro a lo del doctor Silverstein, a lo del famoso doctor Silverstein…

—Un momento, por favor…

—¿Qué quiere usted?

Sé que ha pasado el momento, pero no puedo callarlo.

—Eso de «reguero de pólvora»… —frunzo el ceño.

—¿Qué pasa? —se impacienta Rogelio.

—Es tan trillado…, ha sido tan usado… Yo creo que…

—¡Déjeme de joder! —corta Rogelio y vuelve a su mujer—. ¡Por eso, para tu vanidad es que te banco el psicoanálisis! ¡Pero no para que, después, la señora se luzca contando qué le pasa y qué no le pasa, y qué hace o deja de hacer su marido en la cama!

—¡Claro! —se ha sentado, de nuevo, Ana—. No lo escuches al señor. Él te dice, generosamente, cómo tenés que hablar, o cuál es la frase que mejor te convendría pronunciar en este contexto y vos ni pelota. Total, aprendiste con Cómo triunfar en los negocios de Dale Carnegie y con eso te basta. Seguro que Dale Carnegie es tu escritor de cabecera. Cuando le den el Nobel de Literatura te va a llamar personalmente para agradecértelo.

—¡Mirala a la intelectual! —me hace cómplice Rogelio—. ¡No sabe hacer la «O» con el culo de un vaso y la va de intelectual!

—Permítame… Yo lo estoy tratando de usted… No creo que sea criterioso saltar aún, de un tratamiento bastante señorial como es el del «usted» a ese «voseo» que implica la entrada en un argentinismo que abarata el tratamiento y, aparte, desconcierta al lector que…

—¡Leíste las cinco primeras páginas de La insoportable levedad del ser porque lo leía todo el mundo —arremete Rogelio contra Ana— y lo dejaste decepcionada porque no era un método para adelgazar, y ahora me venís con…

—Marta… —se pone de pie Ana, como en trance—. ¡Marta fue la que te contó lo de la terapia!

Rogelio vacila, menea la cabeza.

—No fue ella… No fue ella…

—¡Marta tiene que haber sido la que te contó todo eso porque no puede haber sido otra que ella!

Ahora Ana y Rogelio están frente a frente, sus narices casi pegadas.

—¿Dónde la viste a Marta? —grita Ana—. ¿Por qué te estás viendo con Marta?

—¡Ana! ¡Si empezás con este asunto de Marta, te juro que yo empiezo con el problema de tu temperatura rectal!

Ana palidece y las venas de su cuello trepidan. Luego aprieta una sonrisa mala.

—Yo no soy como vos, Rogelio —advierte—. Yo no tengo nada que ocultar. Soy un ser humano límpido. Rogelio, ¡no creas que me vas a correr con el problema ése que vos decís! ¡No me avergüenzo de ello! ¡Lo hablé también en la sesión de terapia, todos lo tomaron con naturalidad y desenfado!

—¿Y lo de tu aliento? ¿Les hablaste también sobre lo de tu aliento? ¿O sobre tu flatulencia vaginal? —sonríe crispadamente Rogelio—. ¿O ellos se dieron cuenta solos?

—¡Rogelio! —pierde la calma, Ana.

—Pero después vamos a hablar sobre eso, si primero aceptás hablar, de una vez por todas, lo de tu profesor de gimnasia —no deja de hostigar Rogelio. Ana aspira hondo y se sienta en el sillón.

—Como quieras —accede—. Y lo de Marta también. Pero no voy a hablar de lo otro con esos dos tipos aquí presentes —nos señala.

—Váyanse ya —nos indica Rogelio, congraciado por el repentino apoyo de Ana.

—Está usted atentando contra la libertad de prensa —alerto.

Rogelio tantea, sin dejar de mirarnos, dentro del cajón.

—¡Ya! ¡Se están yendo, ya!

Miro a Ana, buscando ayuda. Pero sus ojos centellean.

—Le agradecería… —sugiero a Rogelio— …que atenuara el tono de su voz. No lo voy a permitir adelante del señor…

—¡Fuera de acá! —se sulfura Rogelio.

—El «acá» es un argentinismo, en rigor de verdad. «Aquí» sería el correcto uso de…

Rogelio busca con desesperación dentro del cajón. Si nos apuramos, podemos salir por el mismo sitio por donde vinimos. Y aun cruzando la calle, podremos escuchar cómo se cierran las persianas de la ventana a nuestras espaldas. Un último vistazo nos permitirá apreciar cómo Rogelio W. Hudson clausura toda visión posible, con las cortinas.

Me ha ocurrido que los personajes se me escapen de las manos. Me ha ocurrido que personajes marginales a los cuales yo les tenía reservada una aparición moderada, crezcan, indómitos, desmesurados y libres. Pero nunca me había ocurrido que los personajes fuesen tan reacios, tan contrarios a que yo pudiese entrar en sus vidas. Perdone el mal momento y créame que nunca me había ocurrido.