Libros: «Amante vitalicio»

de Melville T. Blakeslee

Cuando ya todo hacía suponer que Melville T. Blakeslee había clausurado su producción con Semen y castigo, el sucio y viejo zorro de Austin ataca nuevamente con un título que recién ahora llega a nuestras librerías.

En verdad, aquellos que nos vimos golpeados, seducidos e incluso, seamos honestos, vejados por la literatura del autor de entregas tales como Visita nocturna o La séptima polución aguardábamos un volumen del tenor de Amante vitalicio.

No mucho tiempo atrás, parapetado en el silencio y la austeridad de su casa de campo en Cotulla (Texas), Blakeslee, a quien Truman Capote definiera como «un nuevo Charles Bukowski, pero erótico», confesaba a un periodista del Detroit Free Press lo siguiente:

«Siempre me sentí tentado a volcar en el papel mis confusas y abundantes relaciones sexuales. He tenido cientos de ellas y debo admitir que así como las hubo frustrantes y antinaturales también las hubo desagradables. Y si no me decidí antes a contarlas fue por una simple y sencilla razón: mi esposa Katharine».

Es que Melville T. Blakeslee, a quien no pocos críticos han acusado de pecaminoso contaminante, el mismo cuyos libros fueran quemados en abril de 1973 en el patio de la academia militar de Castle Heights, el subversivo literato que se atrevió a narrar con escalofriante minuciosidad una relación contra natura entre una langosta marina y un perro en Sobre la extensa playa y entre las hierbas, había dado, ya en sus años maduros, con una sólida mujer de Oak Ridge, dispuesta a comprenderlo.

«Katharine nunca supo mucho de literatura —continuaba confesando Blakeslee en la entrevista anteriormente mencionada—, y creo que lo único que ha leído en su vida es el catálogo de instrucciones de la segadora de césped sin llegar a comprenderlo del todo. Pero era justamente una mujer así, virgen de intelectualismo, lo que yo andaba buscando desde hace muchos tiempo, sin saberlo».

¿Qué fue, entonces, lo que decidió a un escritor como Blakeslee, que no rehúye las citas verídicas ni los nombres propios, a relatar todo aquello que ocultaba celosamente su memoria? ¿Por qué, es la pregunta obligada, un hombre que tan maduramente resguarda el sentimiento y la dignidad de la compañera que lo ha rescatado del alcoholismo y la depresión, decide dar a luz sus múltiples relaciones con otras mujeres?

«He dicho que mi Katharine nunca leía —admite el discutido novelista en su famosa charla con Lorence Freidel, a través de un video que pudo verse en nuestro país meses atrás—. Y es más, ella ni siquiera sabía que yo era escritor. Vivió convencida de que yo era electricista ya que me ocupaba de arreglar los artefactos eléctricos que se descomponían en la casa. Ella suponía, al verme escribiendo sobre mi cuaderno, que yo estaba anotando los gastos del mes y que si aquella tarea me insumía de cinco a seis horas diarias eso se debía a mis dificultades con las matemáticas. Tampoco hizo nunca demasiadas preguntas sobre mi pasado. Y eso que nos conocimos cuando yo ya tenía 52 años y ella 50, una edad más que prudencial como para suponer que uno tiene algunos fantasmas guardados en el desván. Katharine ha sido siempre una mujer discreta».

No es discreto, pese a eso, el último libro de Melville T. Blakeslee. Con un manejo lineal y despojado, de una agilidad impensable en un hombre que lo escribió a los 82 años, pulveriza el honor y el orgullo de más de una dama respetable de la sociedad americana describiendo con pulcritud no falta de ardor, gustos, apetencias, perversiones y hábitos sorprendentes de todas y cada una de sus ocasionales parejas.

«Cuando Katharine fue a parar al asilo —narra Blakeslee, tiempo atrás, en el reportaje central de Playboy— comprendí que ya no había nada que impidiese lanzarme a escribir lo que siempre ambicioné: mis aventuras amorosas. Había reservado ese tema para lo último, como un regalo a hacerme a mí mismo en el ocaso de mi vida, pero cuando Katharine, con su honestidad y su candor, se cruzó en mi camino, comprendí que hacerlo hubiese sido destruirla y ya me había hecho a la idea de dejar de lado ese proyecto».

Un rasgo ético de ese calibre podría sonar impensado proviniendo de un hombre como Blakeslee quien, con esa impunidad de aquel que ha recibido el topetazo de la fama tarde e inesperadamente, suele quedarse con anticipos de dinero por libros que jamás escribió o no se privó de golpear a un niño con ínfulas de periodista frente a las cámaras de la segunda cadena de televisión. Pero la decisión de llevarse a la tumba sus secretos amorosos, ahora quebrada en una actitud eminentemente moral, puede entenderse un poco mejor si descubrimos que Melville T. Blakeslee no trepidó en firmar solicitadas clamando por los derechos de las minorías papúas en las Nuevas Hébridas o que debió ser sacado a patadas y bastonazos del frente de la Casa Blanca, a cuya verja se había encadenado solicitando la libre venta de bebidas alcohólicas en las escuelas primarias.

Katharine Mc Chesney Martin, de Oak Ridge, se puso muy mal cuando supo del largo noviazgo que Blakeslee había mantenido con la bailarina Esabella Colón en el año 57.

«Fue apenas una foto —explicaba un Blakeslee hipante y dolorido a la revista Variety, en su edición de junio del año pasado— que mi Katharine acertó a descubrir en uno de mis cajones, cuando estaba limpiando. Cuando yo le admití que sí, que había mantenido un romance con aquella muchacha muchos años atrás, mi Katharine empezó a desmejorar a ojos vistas y el trato conmigo se hizo frío y distante».

Katharine Mc Chesney Martin debió ser internada, en diciembre del año pasado en una casa de salud, en Plainview, localidad distante unos 123 kilómetros de Cotulla. Se adujeron razones de senilidad (ella tenía 80 años) pero nadie dudó, incluido el propio Blakeslee, que su decadencia había sido impulsada y acelerada por aquella inoportuna foto hallada al azar.

«Mi Katharine dejó de bañarse y alimentarse —recordaba Blakeslee a Variety—. Se convirtió en un vegetal de mirada perdida y sin reacción alguna. No tuve otro camino que internarla y sé positivamente que ya jamás saldrá de allí. La he visitado varias veces pero no me reconoce o simula que no me reconoce. Permanece en silla de ruedas y me han dicho que no camina. Yo sé que no me ha perdonado y daría cualquier cosa porque volviese a casa».

Tal vez esta encendida declaración de amor de Blakeslee sea la disculpa que el escritor esgrime ante las acusaciones de traición y deslealtad a su mujer que cierta prensa especializada se ha ocupado de descargar sobre su persona luego de la aparición de Amante vitalicio.

«Blakeslee —arremete John Lee Thurston, en el Atlanta Journal Constitution— no sólo describe con énfasis de macho cabrío sus relaciones con mujeres de toda calaña antes de haber conocido a su, según él, tan amada Katharine, sino que detalla con delectación otras tantas relaciones de ese tipo ocurridas luego de estar ya viviendo con ella. La descripción de su affaire con la planchadora, en su propia casa, es un vivo ejemplo tanto de exactitud en el relato como de mala fe».

Es cierto que, así como Amante vitalicio aclara palmariamente que la tan meneada, en todo sentido, Esabella Colón, la Reina del Mambo, sólo fue un episodio fortuito y sin importancia en la vida de Blakeslee, el capítulo que versa sobre la planchadora estremece por lo inusual de su tratamiento.

«Yo había contratado una planchadora para aliviar el trabajo de mi Katharine —cuenta el autor en la página 678— aunque ella era fuerte y abnegada como un caballo de tiro. La señora Clarridge era una californiana, que, pese a sus 71 años, se mantenía en forma y sólo denunciaba su edad por un leve arrastrar de los pies, un cuello con papada de pavo y una joroba producto de su oficio. La primera vez que la penetré fue cuando pude arrinconarla contra el armario de la cocina y logré resistir a pie firme los dos o tres golpes que, con la plancha, procuró sacudirme en la cabeza. La carne de sus muslos colgaba como jirones y ese aleteo fláccido, lejos de abatirme, llevó mi excitación a niveles de una fiereza salvaje».

Es así como descubrimos, gracias a la sinceridad de Amante vitalicio que, de la misma forma que la planchadora, aunque no siempre contra el mismo sufrido armario de la cocina, han pasado entre los brazos y las piernas de Blakeslee un par de vecinas, un terceto de hermanas solteronas que superan, todas, los 65 años, una mudita, las respectivas esposas del alcalde y el alguacil de Cotulla, el propio alguacil de Cotulla, algunas periodistas que se acercan a solicitar entrevistas, una colegiala que acude a verlo por un autógrafo y, ya de cierre, la tipógrafa que se ocupa de la composición del libro. Esta parte se incluye en un poco usual «Epílogo II», a todas luces agregado a último momento.

A esta altura de los acontecimientos y la repercusión mundial que ha tenido el libro, nadie duda que se ha consolidado un nuevo peldaño en esta escalera que conduce el nombre de Melville T. Blakeslee a las plataformas más elevadas de ese Parnaso literario, agrietado por escándalos, acusaciones y controversias, que sólo unos pocos comparten. La muerte de Blakeslee, esa muerte repentina e inesperada la semana pasada, no hará más que agregar el condimento exacto de violencia, misterio y tragedia que todo hombre público requiere para su completa consagración.

«Nadie sabe a ciencia cierta cómo llegó, cómo pudo hacerlo —rezaba el cable que conmoviera las redacciones del mundo entero— dado que Katharine Mc Chesney Martin hacía ya un año que no se movía de su silla de ruedas, perdida la vista en la amable ondulación de las colinas de Plainview. Tampoco nadie se explica de dónde sacó la anciana mujer el revólver calibre 38 que empleó para su tarea vindicatoria o cómo tuvo fuerzas para empuñarlo dado su exasperante estado de debilidad y desgano. Algunos aducen que ese revólver era propiedad del asesinado escritor y que lo había comprado en el año 52, en oportunidad de uno de sus frecuentes viajes a Cuba, en compañía de su amigo, el actor George Raft».

Posiblemente Melville T. Blakeslee nunca pensó, ni sopesó, la posibilidad de que su Katharine, aislada, encerrada en la monástica reclusión de la casa de salud, tapiada por su propio estado vegetativo, pudiese leer Amante vitalicio a pocos días de su lanzamiento.

Muchos se preguntan, ahora, cómo llegó ese ejemplar hasta su silla de ruedas y si hubo alguien que, comedido, lo dejó sobre su falda cubierta por una manta a cuadros, escocesa.

Lo cierto es que, casi con seguridad, Blakeslee, en ese corto trayecto que describió su cuerpo desde la posición vertical hasta dar con la dureza del suelo de su casa, y aun bajo el desequilibrio emotivo de recibir un proyectil calibre 38 entre ceja y ceja, no habrá podido menos que sentirse feliz: su amada Katharine había vuelto a casa.