El día que cerraron «El Cairo»

Se dio, prácticamente, contra el cristal de la puerta. Al principio no entendió qué pasaba e insistió en abrirla. Luego, miró a través del vidrio y vio que adentro no había nadie. Las luces, incluso, estaban casi todas apagadas.

—¿Qué carajo pasa? —pensó el Cabezón, echándose dos pasos atrás. Entonces vio el cartel, apenas un papel escrito con birome, pegado por el lado de adentro: «Cerrado por duelo».

—¿Por duelo? —el Cabezón se quedó contemplando el anuncio, la cara fruncida, como si le diera el sol en los ojos a esa hora ambigua de la tarde, cuando empezaba a oscurecer. Aquello no estaba en sus planes. No se lo hubiese podido imaginar nunca. Sonaba a defección importante, a traición, a jugar con los sentimientos de uno. Procuró ordenar los pensamientos.

—¿Quién habrá muerto? —se dijo, retrocediendo hacia la esquina, ligeramente aturdido—. ¿Alguno de los muchachos?

¿Sería posible que él no se hubiera enterado y alguno de los amigos de la mesa hubiera cagado la fruna en el anonimato y la discreción?

—¿No habrá partido el Gordo Varela? —calculó el Cabezón—. Estaba muy gordo el Gordo.

Buscó a alguien con la vista. Algún otro damnificado debía andar dando vueltas por las inmediaciones, víctima también de ese cierre impensado e intempestivo, poco serio. Vio al diariero, apoyado del otro lado de la pequeña estructura de metal, casi parado sobre el cordón de la vereda.

—¿No sabe qué pasó? —señaló el Cabezón hacia el boliche. El otro estiró el mentón hacia adelante.

—No sé —dijo—. Creo que fue uno de los dueños.

—¿Uno de los dueños? —repitió estúpidamente el Cabezón, siempre confuso. Se hablaba de que los dueños eran muchos y que eran griegos. Había uno de ellos, un viejito pintoresco y lindo, que solía entrar con un sombrero tipo tirolés, con pluma, de barba, delgado y silencioso.

—¿Sería el viejito que sabe venir?

El diariero se encogió de hombros.

—No sé, muchacho —acomodó una revista en los estantes—. Estoy tan en bolas como vos. Cuando yo vine ya estaba cerrado.

El Cabezón volvió a caminar un par de pasos hacia la curva de la esquina, masajeándose enérgicamente la mandíbula. La situación estaba difícil, complicada. Aquel impacto emocional habría, sin duda, dispersado a los muchachos en diferentes direcciones, en una suerte de diáspora universal de consecuencias imprevisibles.

—Debe haber alguno en el Savoy —se dijo, pero dudó unos minutos en largarse hacia allá. El abandonar la esquina podría representar perder un sitio de contacto lógico e inmediato por si alguno venía. Sin duda, alguien estaría por llegar. O alguno, Ricardo, Pochi, cualquiera, también andaría vagando desolado por los alrededores haciendo tiempo para volver a esa misma esquina.

—La clásica imprevisión del hombre argentino —masculló el Cabezón—. Habría que haber fijado un aeropuerto de alternativa para casos como éstos. Tantas conversaciones al pedo que uno tiene y nunca se nos ha ocurrido determinar un boliche de repuesto por si pasan cosas como éstas.

El Savoy, el Savoy era el lugar lógico, de cerrarse El Cairo. Sin duda. Esperaría un poco más, alguien tendría que venir, alguien tenía que volver. A los diez minutos apareció un conocido. El Cabezón no sabía cómo se llamaba, pero eso no era importante; al noventa por ciento de la gente que va a El Cairo uno no la conoce por el nombre; pero era un barbudo alto que debía ser fotógrafo. Al menos, estaba siempre con el Negro Camón, que era fotógrafo, y esos tipos se juntan, pensó el Cabezón, como los esperantistas. El barbudo se había detenido por calle Sarmiento y miraba las vidrieras, ahora opacas del boliche, con expresión de desamparo.

—Flaco —caminó hacia él, el Cabezón—. ¿No sabés qué pasó?

El otro lo miró como si tuviese alguna dificultad en la vista.

—Parece que está cerrado por duelo —siguió el Cabezón—. ¿Vos no…?

—A veces vienen de fábrica, fallados… —barbotó el otro y cualquiera hubiese jurado que estaba drogado—… Yo no sé si me esperan en casa… Es increíble… es increíble el precio de los gladiolos…

El Cabezón lo miró en silencio.

—Chau —dijo el otro, cruzando Sarmiento sin mirar y como flotando—. Después hablamos de lo de San Nicolás…

—¡Qué mal que está este muchacho! —se mordisqueó los labios el Cabezón, las manos en los bolsillos del saco. Sin duda, el shock del boliche cerrado era demasiado fuerte. Había gente que no lo soportaba con entereza y la novedad los había doblegado, sumiéndolos en la catatonia y el desconsuelo. El Cabezón giró la vista hacia Santa Fe y vio, casi a 50 metros, al Pernea. Estaba parado mirando una pared, ligeramente despeinado. El Cabezón agitó un brazo hasta que el Pernea lo vio.

—¡Perú! —gritó—. ¿Qué hacés? ¡Vení!

Pero el Peruca pareció no verlo. De pronto, moviendo los labios como si hablara solo, pegó media vuelta y se alejó casi trotando hacia Mitre.

—La puta que lo parió. Otro desequilibrado. Esto es grave —sopesó el Cabezón—. Parece cuando patean un hormiguero.

Se juró que a él no le pasaría eso. Había sufrido cosas peores en la vida, aplazos, intoxicaciones, familiares con enfermedades jodidas, y había salido indemne de esos trances.

—La espera —dictaminó—. La espera lo caga a uno. Esperar es malo en estos casos. Uno se carga de ansiedad.

Y se fue para el Savoy, prometiéndose volver si no encontraba a nadie. Y no encontró a nadie. Había pocas mesas ocupadas en el Savoy y por gente no conocida o conocida muy de vista, remotamente. Desde un grupito lo observaron, divertidos. Sin duda ya habrían pasado varios náufragos mirando para adentro, tratando de detectar algún afecto. El Cabezón se sintió mal, ligeramente avergonzado, y se volvió para El Cairo. ¡En alguna parte, en alguna parte, carajo, debían estar los muchachos! ¡Solos, dispersos, asustados, errantes por las calles, describiendo círculos concéntricos paralelos, sin tocarse ni encontrarse, desconsolados!

En la puerta de El Cairo tampoco había nadie. El Cabezón puteó, mirando hacia calle Córdoba, por Sarmiento. La misteriosa, lejana y temida peatonal Córdoba, a poco más de cien metros. Habría que hacer de tripas corazón y marchar hacia allí, sin alejarse demasiado. Era un territorio hostil, desconocido, virgen, un circuito que el Cabezón nunca merodeaba, muy alejado de su familiar rutina de calle San Lorenzo hasta Sarmiento, bajando por Sarmiento hasta el boliche. Pero, intuía el Cabezón, en aquel tramo inquietante de Sarmiento hasta Córdoba, podría estar alguno de los muchachos. Quizás en algún boliche nuevo, o en el bar de enfrente de «La Capital», ¿por qué no? O en alguna de esas cafeterías pitucas de calle Córdoba que, le habían contado, existían. ¡Tal vez alguno de ellos estaba en peligro, en alguna sala de juegos, en algún burdel de maquinitas electrónicas, en una lechería, en algún sótano infecto donde había ido a parar llevado por la desazón y el desencanto!

No lo pensó más. Haría un yiro de cinco, diez minutos, por la zona prohibida al rescate o encuentro de algún sobreviviente y volvería a base. Para las ocho y cuarto, calculó, ya alguno de los secuaces debería aparecer por la puerta del Cairo, cumpliendo con la tácita cita.

Cruzó Santa Fe y se adentró por Sarmiento, hacia Córdoba. Al principio no notó nada, pero luego sufrió el impacto de lo desconocido. Vio negocios nuevos, que jamás había visto y de los cuales nunca había escuchado hablar. Vio edificios altísimos, llenos de luces, que parecían estar en esa cuadra desde siempre y de los cuales él no había tenido noticias. Se aterró ante la desaparición no sólo del bar «La Capital», sino del diario «La Capital» mismo. En el predio del bar se elevaba, restallante, una galería comercial y, donde estuviera el decano de la prensa argentina, había ahora una disquería.

—No puede ser… —pensó el Cabezón, mientras, imperceptiblemente, iba deteniendo su paso, como si se le oxidaran los miembros locomotores—. No puede ser…

Había quedado, la boca abierta, la vista elevada, mirando absorto la broncería cromada de la casa de discos. Adivinó una figura a su lado.

—Decime… —pidió el Cabezón a la adolescente que, parada junto a él, tarareaba como atontada la música que provenía del local—. ¿Cuánto hace que está esta disquería, acá?

Ella lo miró, entre divertida e incrédula.

—Qué sé yo —dijo—. Dos años.

—¿Dos años?

—Sí.

Ahora el Cabezón la miró mejor. Constató, respondiendo al viejo y cerril llamado del instinto, que estaba, casualmente, frente a una mujer. Y muy linda.

—Entonces… —se tocó la frente—, ¿cuánto hace que yo no paso por acá?

—Ah, mirá, perdóname… —se rio ella—. Sobre eso no puedo informarte. Tampoco es cosa de meterme en tu vida privada…

—No… No… Por supuesto… —también sonrió el Cabezón, impactado por la velocidad y desenvoltura de la chica. Volvió a mirarla. No más de veinte años, ni un rastro de pintura en la cara, un corte algo audaz de cabello, cortón, apresado sobre la frente con una vincha, un saco oscuro largo, los libros de estudio apretados por los brazos cruzados sobre el pecho, postura usual en las minas que están buenas.

—Es que… —buscó un argumento el Cabezón, procurando retenerla—… No había visto esta disquería… ¿Será posible?… Ni tampoco la cafetería de al lado…

—¿Querés tomar un café?

El Cabezón creyó haber escuchado mal. Pero ella había sido clara y precisa. Lo había invitado a tomar un café. Ella, la niña no mayor de veinte años, la de los ojos relampagueantes. Aceptó de inmediato, con un murmullo abstracto.

—Parece mentira —dijo el Cabezón, en tanto se sentaban y ella dejaba sobre una silla, acercada ex profeso, los libros y el bolsón inmenso— …cómo uno, a veces, pasa frente a las cosas y no las ve, o no las registra…

—«Porque ese cielo azul, que todos vemos… —recitó ella— …ni es cielo ni es azul…»

—… «¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!» —terminó el Cabezón.

—¿De quién es eso? —ella había sacado un cigarrillo y lo esgrimía con destreza de prestidigitador.

—Lupercio Leonardo de Argensola —el Cabezón procuró quitar los ojos de los pechos de ella, emergentes ahora bajo el ceñido pullover negro, descubiertos, sin la protección de los libros. Se los adivinaba pequeños pero emprendedores. Ella no era una belleza pero tenía esa impronta desafiante, aplomada, desfachatada, que tienen los jóvenes. El Cabezón notó que, pese al frío, estaba transpirando.

—Lupercio Leonardo de Argensola —repitió ella, inquieta en su silla, mirando hacia todos lados, divertida.

—¿Sos estudiante de letras? —probó él. Ella negó con la cabeza, sorbiendo furiosamente el pucho.

—Danza jazz —dijo.

—¿Danza jazz? ¿Qué es eso?

—Danza y jazz… Por eso te dije que hacía unos dos años que está la disquería de al lado. Porque yo estoy empezando el segundo año de danza acá a la vuelta y, cuando empecé el año pasado, la disquería ya estaba.

El Cabezón musitó una canción tamborileando sobre la mesa. No quería seguir con el tema del tiempo, que podía depositarse entre ellos como una montaña.

—¿Por qué lo de Argensola? —preguntó. Les habían traído el café.

—¿Por qué, qué?

—Lo de Argensola. Eso de «Ese cielo azul que todos…»

—… «azul que todos vemos… —canturreó ella, sin vergüenza— …ni es cielo ni es azul» …¿Por qué? Qué sé yo. Porque me gusta.

—Digo… —se complicó el Cabezón, buscando un tema duradero …Vos me recitás un cacho de poema, un poco… sin saber hasta dónde puedo entender yo, digamos… lo hacés como descontando que yo te voy a entender, que no te voy a tomar por loca… Que, incluso, puedo conocer el poema…

—Pero lo conocías…

—Casualidad… ¿Pensás que yo soy un intelectual? ¿Tengo tanta pinta de intelectual?

—¿Vos? No… Tenés pinta de… A ver… —lo escrutó ella—. ¿De qué tenés pinta? De oficinista.

El Cabezón se revolvió en su asiento.

—Esa puñalada fue muy dura —dijo.

—¿Y qué sos?

—Oficinista.

—¿Viste?

—No. Pensé que me habías visto en El Cairo…

—No. No voy nunca al Cairo.

—Viste que se dice que la gente de El Cairo tiene fama de zurda, de comunistas, de intelectuales…

—Me alucina ese boliche… Hay una energía ahí adentro…

—¿Y por qué no vas? Vos serías un espécimen típico del Cairo.

—Bueno… No sé si tomar eso como un elogio o como una agresión.

—Te digo por…

—No… He ido un par de veces, pero mi vieja tira la bronca, dice que son todos pichicateros. Y cuando salgo de danza…

—Estás cerca…

—Sí, pero salgo siempre con una amiga, más grande que yo, que no le gusta, dice que hay mucho trolo, y…

—Ah… ¡mirá qué bien!…

—Mucha histeria.

—Eso es verdad…

—Mucho circo, ¿viste? Además, mi amiga tuvo un novio que va al Cairo y le da en los ovarios si ella va ahí con algún mino y se lo encuentra al otro…

—Sin embargo… —procuró ser moderno, el Cabezón— ahí es una especie de territorio liberado. Nadie va con su jermu, o con los chicos… Es como que no está permitido.

—A mí me cabe. Hay una energía ahí… ¿Vos podés notar la energía cuando entrás en un ambiente? ¿Leíste algo de Zen? ¿El Yin y el Yan?

«Cagamos» pensó el Cabezón. «No podía ser tan fácil la cosa».

—Mirá… Yo leí algo… —iba a decir Lobsang Rampa, pero lo atemorizó sonar muy antiguo. Era como decir «Vargas Vila».

—Es una percepción extrasensorial… que va más allá de lo epidérmico —se apresuró a explicar ella—. Una detección muy aguda de ondas que están en el aire y que emanan de la Fuerza, la fuerza con mayúscula, que irradia una persona, o un objeto, por ejemplo…

—El Aura… —arriesgó el Cabezón. Ella abrió muy grandes los ojos, en reemplazo de la voz que no podía articular debido al humo en la garganta. Pero liberó el humo con decisión mientras reducía a migajas el pucho en el cenicero de vidrio y aprobaba con la cabeza.

—El Aura —congratuló—. El Aura… ¿Vos sos oficinista, me dijiste?

—En cierta forma…

—Te corté el rostro cuando te dije eso ¿no?

—No. Estoy acostumbrado. Soy oficinista, en realidad.

Ella retiró, sin disimulo, una pilita de servilletitas de papel del servilletero rectangular de lata.

—Voy al baño —dijo, pero se volvió hacia él apenas levantada—. ¿Oíste hablar de la energía de las pirámides? —el Cabezón meneó la cabeza—. Ahora te cuento. Aguantate un cachito.

Y se fue. El Cabezón quedó trémulo. La miró alejarse, calculando el balanceo de un culo duro y apretado bajo la pollera negra ajustada. De las piernas mucho no se podía ver ya que asomaban un poco, abajo, y luego se perdían en las botas de caña alta. Pero se veía buena, muy buena, pese a no ser del todo linda. Por otra parte, era arrobadora. Cuando le contara a los muchachos el levante, el levante del que había sido víctima, no lo iban a poder creer ¡Los muchachos! ¿Dónde estarían? ¿Quién habría muerto en «El Cairo»?

—Vos sabés que El Cairo estaba… —comenzó, confiado, cuando ella regresó a su silla y se depositó con la agilidad de un animal joven.

—Hay gente que no le da bola al asunto de las pirámides… —arrancó ella, sin prestar atención a su intento— …a la energía magnética que hay en las pirámides…

De allí en más, por espacio de una hora, la muchacha se adentró, con el entusiasmo y conocimiento de un experto, en el misterioso, desconocido y subyugante mundo de las experiencias parapsicológicas. El Cabezón la escuchaba, callado, comprendiendo que entre ellos se iba extendiendo un vacío, un abismo tan grande, proporcionalmente, como la diferencia de sabiduría y credulidad que mediaba entre ella y él. Le fastidió pensar que, en cierto modo, estaba perdiendo el tiempo.

Quizás algún extraño designio había influido para que ella lo eligiese aquella tarde para catequizarlo.

—Vos… —el Cabezón aprovechó una pausa de ella para contraatacar— ¿no pertenecés a ninguna de esas… eh… esas sectas?

Ella negó terminantemente con la cabeza, sorbiendo el segundo café.

—Para nada —refrendó luego—, son pajerías. Pajerías para los pendejos que no saben lo que quieren en la vida, o que se sienten solos, o que los padres no les dan bola y entonces les salen con el verso de la vida comunitaria y esas boludeces…

—¿Vos vivís con tus padres?

—No. Por suerte, sola.

Era un buen dato, pero el Cabezón consideró prudente no alentar vanas ilusiones.

—Yo tengo mi propia secta interior —dijo ella—. Soy sectaria con cierta gente, por ejemplo…

—Con los oficinistas…

Ella puso una de sus manos sobre el brazo del Cabezón.

—Boludo —calificó, tierna, como de paso—. No. Con la gente que confunde su cuerpo con un tacho de basura, por ejemplo. Mirá, habrás visto que yo tomo el café amargo, sin azúcar —elevó un sobrecito que tenía abandonado junto al pocillo—. Esto es el Demonio…

—¿El azúcar?

—Por supuesto…

De allí en más, por espacio de otros veinte minutos, la joven desgranó un sinfín de buenas razones en defensa de la comida naturista, la vida sana, el abandono de las anfetaminas, el esplendor de la soja, y el merodeo abusivo del alcohol. Una vez más, el Cabezón comprendió que una infranqueable muralla de usos y costumbres se edificaba entre ambos. Hasta sintió un poco de pena por él mismo.

—Muchacha… —anunció, a la vieja usanza, cuando ella detuvo por un instante su discurso—, debo irme.

—Yo también —dijo ella, al punto, pasando del dicho al hecho y tomando del suelo su voluminoso bolso de gimnasia.

—¿Vivís lejos? —preguntó el Cabezón, levantándose y buscando la plata para pagar.

—No. Acá arriba. En el edificio de al lado.

—Ah… Estás cerca…

—¿Querés subir a mi casa? Tengo una pirámide que te va a interesar… ¿Te acordás que te hablé de eso?

La última parte de la pregunta el Cabezón no la escuchó. Trataba de recomponer su precario ordenamiento mental. Ella lo había invitado a subir a su departamento ¿Cómo venía esa mano? ¿Era, nomás, un atraque? ¿Era ella una tarada, copada íntegramente por la visión cosmogónica, que lo invitaba, realmente, a apreciar las virtudes de las pirámides energéticas? ¿O era una velocista del año uno que lo estaba invitando olímpicamente a encamarse ante su sincero estupor y escepticismo? Lo mejor era seguir el juego sin entusiasmarse ni hacerse ilusiones. Pero la invitación era prometedora. Ella le había dicho que vivía sola.

«Debo aferrarme al ancestral descreimiento de los pueblos dominados», pensó el Cabezón, mientras ella abría la puerta de cristal del edificio y ambos entraban a un palier de mármol reluciente.

En el ascensor, el Cabezón sopesó la posibilidad de tirársele encima y morderla en el cuello, pero se contuvo. La joven mantenía hacia él una actitud entre distante y familiar, que lo desconcertaba. Mientras pasaban los pisos, ella le había dado la espalda, mirándose en el espejo, separando los labios para dejar a la vista la doble hilera de hermosos y fuertes dientes apretados, estudiando las encías, tocando levemente con la punta de los dedos el esmalte. Luego se miró más abajo, se estiró el pullover, ciñéndolo un poco más.

—Estoy tetona —dijo, como para sí, pero estremeciendo al Cabezón. No lo podrían creer. Cuando se lo contara a los muchachos del Cairo, no lo podrían creer.

Entraron al departamento y ella encendió la luz. Era un departamento grande y casi lujoso. Con el desaliño propio que le imprimen los jóvenes, pero con cierta distinción y buen gusto. El Cabezón calculó que ella era de una familia de mucho dinero, terratenientes de la zona, tal vez.

—Pasá —dijo ella, al verlo, contenido, junto a la puerta, estudiando todo. Ella había tirado, siempre activa, el bolso detrás de un sillón de dos cuerpos, y se sacaba con facilidad el sacón negro de lana.

—Lindo —opinó el Cabezón.

—Voy a poner música —anunció ella. La cosa se encarrilaba. Ella pondría música. Se había olvidado, al parecer, de las pirámides. La vio irse por un corredor y él también se sacó el gabán, tirándolo, desaprensivo, contagiado de desparpajo, sobre unos almohadones en el piso.

—¿Dippy? —escuchó, de pronto, que ella preguntaba, hacia el final del pasillo oscuro. Se acercó y la vio, apoyada contra la pared del corredor, un pie suspendido en el aire, la cabeza baja, mordiéndose una uña, escuchando—. ¿Dippy? —volvió a preguntar, junto a una puerta cerrada. Una señal nítida de alarma se encendió en el cerebro del Cabezón. «Cagamos», pensó.

—Sí —se oyó una voz, pastosa, desde adentro de la habitación cerrada.

—¿Estás solo? —preguntó ella, casi en voz baja, y miró al Cabezón—. Esperá un poco —le pidió.

—Pasá —se oyó desde adentro, apagadamente. Ella se metió en la habitación. Una bocanada de música hindú se deslizó por la puerta ahora abierta, y un tufo de algo parecido al incienso llegó hasta el desalentado Cabezón. Adentro, ella y Dippy cuchicheaban. Ella salió pronto, cerrando con cuidado. Volvió al living conduciendo, suavemente, al Cabezón por un brazo.

—Es Dippy —dijo—. No sabía que estaba. Él tiene llave.

—Oíme, si querés que me vaya, me voy…

—No, por favor… Esperá que pongo música…

—Por ahí vos querés estar con él…

Ella se rio fuerte. Fue hasta el radiograbador, que estaba en el suelo.

—Nada que ver —dijo—. Dippy tiene su mambo propio… Es un excelente poeta… Escenógrafo también… Pero está volado… No hay problema, nosotros nos quedamos acá, o nos vamos a la pieza… No hay drama con Dippy…

El Cabezón sintió dificultad al tragar. «Nos vamos a la pieza», había dicho ella que, ahora, tras manipular varios cassettes, elegía uno y lo ponía en el grabador. Arrancó por el medio una canción en inglés, desconocida para el Cabezón, cantada por una mujer.

—Belinda Carlisle —informó ella, captando también, sentidamente, la misma canción.

Sin detenerse, se quitó el pullover. Mientras se lo sacaba de los brazos, sacudió el pelo alborotado. Se la veía hermosa. El Cabezón comprendió que estaba total y definitivamente enamorado. Perdido. Al quitarse ella el abrigo por sobre la cabeza, se le había levantado algo la remera gris que llevaba abajo, zafándose del ajuste de la pollera. Unos quince centímetros de vientre terso, duro y cubierto por un casi imperceptible vello dorado, quedaron a la vista del Cabezón, que se había sentado en un sillón de dos cuerpos, con la secreta ilusión de que ella viniera a sentarse al lado.

—Esperá que me pongo algo más cómodo —pareció interpretarlo ella, recogiendo el sacón del suelo y marchándose hacia adentro, siempre sin abandonar el pucho entre los labios. La adrenalina se derramaba por el interior del Cabezón como una melaza densa e irrefrenable. Escuchó de pronto una exclamación de asombro y un par de gritos agudísimos, lo que le hizo pegar un brinco en el sillón. Se quedó allí, con el corazón rebotando dentro del pecho.

—Dippy —sospechó, sin atinar a ponerse de pie. Lo encontró con las venas abiertas.

Pero ahora había risas, risas estentóreas, palmadas, ambiente de jolgorio.

—¿Qué hacen acá? —oyó decir, asombrada, a su amiga—. ¡Qué susto que me dieron!

—Nos vinimos hoy a la mañana —se escuchó otra voz de mujer—. Pensábamos quedarnos más, pero seguía lloviendo y nos cansamos de esperar. Pero mañana a la mañana nos vamos.

—Nos habíamos acostado un poco a descansar porque estábamos reventadas —pudo apreciarse una tercera voz femenina, pero profunda y áspera.

A poco apareció ella, junto con dos mujeres. Una era de unos treinta años, bajita y fea, con un jogging verde detestable. La otra era muy alta, gorda y ciega. Ella la conducía tomándola de la mano.

—Siéntense —les indicó a las recién aparecidas—. Este es un amigo —señaló vagamente hacia el Cabezón, que cada minuto que pasaba se sentía más extranjero—. ¿Quién les abrió?

—Ese muchacho —bajó la voz la del jogging—, el que está en el otro cuarto.

—Dippy… Oíme, Irene… ¿Y papá? ¿Cómo está?

—Lo dejamos allá. Bien. Como siempre. Puteando por la política económica —La muchacha miró al Cabezón. Fue un cruce visual rápido, pero cómplice.

—Vine con Julio —dijo la ciega, atusándose una sombra de bigote que le orlaba la boca.

—¿Dónde está? —buscó ella.

—En el baño.

—Julio es una nutria que tiene Doris —explicó la joven al Cabezón, que extendía una sonrisa idiota, levemente aterido por los acontecimientos—. No va a ningún lado sin ella.

—A ningún lado —reafirmó Doris, inmensa, mirando sin ver al Cabezón.

—Te trajimos los tapices del abuelo —dijo la del jogging.

—Ah… ¿Los tenés acá? ¿A verlos?

La del jogging se levantó, decidida, yendo hacia el fondo.

—Yo te ayudo —dijo la ciega, manoteando el aire. La joven la ayudó a levantarse y la dejó en manos de la bajita. Ambas recién llegadas se fueron hacia adentro. Hubo un momento de silencio. Ella y el Cabezón se miraron.

—Yo me voy —dijo el Cabezón, poniéndose de pie.

—Esta casa siempre es así —dijo ella, acercándose, solícita—. Un quilombo. Pero esto es una casualidad. Yo no esperaba que vinieran.

—No te hagás problemas. Tenés que atenderlas…

Ella lo tomó del brazo, mientras caminaban lentamente hacia la puerta.

—Sí, mejor… Porque ahora es un despelote… —admitió.

—Qué le vamos a hacer… —resopló el Cabezón, con la fatalidad de un tanguero.

—Pero se van mañana temprano. Tienen que seguir viaje…

Una lucecita de esperanza volvía a encenderse.

—En todo caso… —arriesgó el Cabezón—. ¿Estás mañana a la tarde?

Se habían detenido afuera del departamento, frente de la puerta del ascensor que anunciaba su arribo mediante una minúscula luz roja.

—A ver, esperá… —pensó ella, apoyada contra la pared—. A las cinco tengo Control Mental… A las seis y media… ¿A qué hora vendrías?

—No sé… A las siete… ¿A las siete te parece bien?

—Sí, sí, a las siete…

—¿No te jode?

—No. No. Porque… tendría que ir a una reunión de teatro pero no voy a ir…

—Vengo mañana a las siete, entonces… —reafirmó el Cabezón cuando ya había llegado el ascensor y empezaba a sopesar que los próximos segundos serían decisivos.

—Te espero a las siete, entonces… —dijo ella. El Cabezón abrió la puerta y ella se mantuvo apoyada en la pared, junto al botón de llamada.

—Chau —dijo él, y la tomó del brazo para besarla en la mejilla, si no había otro remedio.

—Chau —musitó ella y le ofreció la boca. Fue un beso ni muy largo ni muy corto. Lo suficiente como para que el Cabezón bajase en el ascensor como un gato encerrado dentro de un tarro.

Al día siguiente, a las siete menos cuarto, el Cabezón llegó al Cairo. Estaba abierto, como siempre, y el clima, el ánimo y la gente eran exactamente los mismos que podían encontrarse desde tiempos inmemoriales. El Cabezón había llegado caminando desde San Lorenzo, para luego tomar Sarmiento, en su habitual camino cotidiano. Repasaba, con fruición, detalle tras detalle del encuentro del día anterior. Sabía que su solo enunciado atraería la atención de sus amigos con la seducción de un imán poderoso. Quince minutos después ya estaban todos los escuchas requeridos, los testigos válidos, y el Cabezón desgranaba, paso a paso, minuto a minuto, los avatares del encuentro con la muchacha. Cuando terminó, apagados los ecos y comentarios, Chiquito atacó con el consabido tema de la escasa suerte que había tenido Ñuls, dos días antes, contra Gimnasia y Esgrima de La Plata. Se entreveraron, entonces, en el tema del fútbol, que después pasó a ser el del cine y, por último, el de la política. Para las nueve y cuarto, el Cabezón ya se había olvidado completamente de lo que le había pasado el día anterior.