La oreja de Van Gogh
Dentro del particular mundillo de los coleccionistas de arte, hay dos o tres incógnitas aún no resueltas. Una de ellas, por ejemplo, gira sobre el desconocido paradero de la pirámide de Abidos en el alto Nilo. Según datos incontrastables recogidos de jeroglíficos y papiros, la pirámide de Abidos fue levantada por el octavo faraón de Gizeh, responsable intelectual del descubrimiento de la fragilidad de la arcilla (se supone que por accidente) y adelantado en la comprobación de que las tinturas colorantes no eran pasibles de ser bebidas. Estos datos, revolucionarios en el año 2300 A.C., deben agradecerse a dicho faraón, muerto a la temprana edad de dos años. Su pirámide se levantó entre las de Keops y Mikerino y aventajaba en altura a la de Sakkara.
Tras los trabajos realizados por un ejército de ingenieros soviéticos a los efectos de salvar dichas pirámides de la inundación a producirse por la construcción de la represa de Assuán, la pirámide de Abidos desapareció como por arte de magia.
En principio, se pensó que Gamal Abdel Nasser había decidido trasladarla, al igual que las gigantescas estatuas del templo de Abu Simbel y pese a que la pirámide en cuestión se hallaba a miles de kilómetros de distancia de las tierras que debían ser inundadas. Pero luego se comenzó a pensar en lo peor y, el paso del tiempo, lamentablemente, dio la razón a esa presunción. La pirámide, un tesoro de incalculable valía para la cultura universal, jamás apareció. Hay versiones que la sindican como enclavada actualmente en los jardines de un jerarca soviético, en la república socialista de los Kalmukos y existen personas que afirman haber visto su piedra cupular, que no excede los 20 centímetros de altura, haciendo las veces de pisapapeles en el escritorio de un burócrata de Voronezh. Pero todo ha quedado en la categoría de rumor. El conocido rechazo del gobierno soviético a cuanto implique investigación o curiosidad sobre su territorio aleja, hasta el día de hoy, cualquier posibilidad de esclarecer el misterio.
Otra nebulosa envuelve, desde 1944, un óleo atribuido al pintor y político alemán Adolfo Hitler. La obra «Querubín con gato», que el líder nazi pintara a mediados de 1934, nunca fue localizada a pesar de los esfuerzos de los especialistas aliados abocados a la tarea. Se sabe que no fue quemada junto con su autor en el bunker de Berlín poco antes de la llegada de los tanques rusos, ni que tampoco fue incinerada personalmente por Eva Braun el 18 de junio de 1943, con el resto de la colección de Hitler, en lo que se llamó «La noche de los pinceles largos». Es sabido que la obra «Querubín con gato» y otra pequeña acuarela bautizada «Clown», y que muestra el rostro compungido de un payaso por cuya mejilla pintada resbala una lágrima, se salvó de la quemazón final y fue a parar a manos de algún coleccionista soviético, de los tantos que con avidez profesional se lanzaron sobre Berlín con las tropas aerotransportadas del mariscal Grigori Konstantinovich Yukov.
De igual forma, discurre por el universo de los estudiosos y coleccionistas una serie de historias que agrandan y retuercen la leyenda de un puñado de obras de arte que, puede decirse, han alcanzado la dimensión de mitos o utopías.
Una de ellas se inscribe en el rubro de los codiciados «vidrios firmados», cristales que, aparte de la belleza y estilo de sus diseños, refrendan su linaje con la firma estampada de sus autores. Es así como circulan en un cenáculo de no demasiadas manos jarrones de Limoges, lámparas Gallé, caireles de Badoglio y otras exquisiteces. Y esta línea también posee su «elefante blanco», su misterio que no es otro que un vidrio firmado, supuestamente, por Wolfgang Amadeus Mozart.
En 1875, un coleccionista recogió del suelo de una calle de S. Pölten, Austria, un trozo de vidrio de forma irregular, sobre el cual podía leerse, escrito en tiza blanca (mojada previamente, sin duda): «Merluza, 17 marcos el kilo». Es sabido que Mozart, que luego pasaría a la fama como músico, trabajó en su infancia en una pescadería de Salzburgo, y no sería descabellado suponer que aquella letra es hija de su pulso inmortal. Avala dicha suposición el hecho de que el afortunado coleccionista halló el trozo de cristal en marzo de aquel año, tras los disturbios que se produjeron en Salzburgo, con los carboneros levantados en huelga. El destino de dicha obra se desconoce y hay varias versiones que arriesgan diferentes teorías. Pero la que más ha tomado cuerpo narra que el coleccionista, no muy ducho o recién iniciado en el oficio, procuró lavar el cristal y le borró las letras de tiza depositadas en él. Al comprobar su error, infiere la misma teoría, el coleccionista se quitó la vida. Verdad o no, lo cierto es que la «B» dibujada sobre el vidrio («Merluza», en alemán, se escribe «Bróttolen») tenía concretos puntos de contacto con las semicorcheas que, años después, nos legara Mozart en sus composiciones.
Pero, la última noticia que estremeció poco tiempo atrás a los especialistas fue la que afirmaba la aparición de la oreja de Van Gogh. El 18 de enero de 1986 el profesor Einrich Lamarque recibía un extraño llamado desde la ciudad lituana de Klaipeda. Quien lo requería mediante el universal sistema del teléfono, no era otro que un ex alumno suyo, Sebastián Lomayo, egresado en 1984 de la Universidad de Arte de Lovaina. Lomayo, hombre de fortuna (no tanto por su actividad en las bellas artes, sino por su aporte al tráfico de armas) confió a su ex profesor que le había sido ofrecida la oreja de Van Gogh en un precio que rondaba los cuatro millones de dólares y deseaba consultar si dicho precio era razonable.
Lamarque, cauto a pesar de la excitación que le produjo la noticia, recomendó a Lomayo, antes que nada, descartar la posibilidad de que aquella oreja fuese una falsificación. Lomayo aceptó la sugerencia y solicitó a quien le había ofrecido tal tesoro dos semanas de plazo para estudiar la propuesta. En esos dos días, el profesor Lamarque se contactó con el científico e historiador, Jan Van der Sufficient, experto belga que había cobrado particular renombre en el caso de la «Victoria de Samotracia»[3].
El hombre que había ofrecido la oreja de Van Gogh a Sebastián Lomayo no sabía, a ciencia cierta, lo que tenía en su poder. Nadie conoce con certeza cuál fue la suerte de esa oreja, luego de que Theo Van Gogh la recibiera dentro de un sobre postal remetido por su hermano Vincent. Se arriesgó que fue recogida por algún criado o vecino del piso adonde había sido arrojada con cierta aversión por el aterrorizado Theo. Otra especie asegura que Theo la devolvió con toda premura a su hermano en una pequeña encomienda, a los efectos de que Vincent pudiese reimplantarla. Esta teoría, avalada por algún comprobante de carta certificada donde se consigna «Objeto Frágil» rescatado de una oficina de correos de Toulon, jamás pudo ser confirmada y se sospecha que la cirugía de la época no disponía de medios para llevar a cabo operación de tamaña complejidad. Ese lapso posterior a la llegada de la oreja a manos de Theo sigue en tinieblas, carente de referencias firmes. El resto de la historia se recompone a partir de las palabras del hombre que le ofreciera la oreja a Sebastián Lomayo. El sujeto, de aspecto endeble y poco cultivado, afirmó haber trabajado como personal de limpieza en un taller de arte en Graz, Austria. Y que allí llegó, a mediados de 1967, dentro de un frasco con formol, la oreja de Van Gogh. Según la misma persona, el frasco había permanecido por años en un laboratorio de la Facultad de Medicina de Graz, entre tantos otros, ante el total desconocimiento de médicos y enfermeros sobre el origen de aquel apéndice humano. Alguien, comedido, lo llevó al taller de arte, pensando que podía ser un buen modelo vivo para los alumnos. Según Nico Vervoort, el hombre en cuestión, desde el primer momento él había tenido la certeza de que aquella oreja, era la oreja de Van Gogh. Efficient, dubitativo como todo experto, le preguntó por las causas que avalaban tal seguridad. «Quien ha visto “Los girasoles” de Vincent Van Gogh —le contestó Vervoort— no puede desconocer nada que haya pertenecido al genial holandés».
Durante una semana y envueltos en un sólido escepticismo, Efficient, Lomayo y Lamarque se abocaron al estudio de la obra para constatar su autenticidad. Hasta que al séptimo día detectaron algo que los paralizó: detrás del lóbulo de la oreja había una minúscula mancha de óleo. Y era el mismo óleo color amarillo que iluminara tantos y tantos cuadros famosos de Vincent Van Gogh. Lomayo fue presa de una excitación contagiosa, Efficient, pese a su descreimiento, estuvo a punto de convocar a la prensa para notificar al mundo el hallazgo, y Lamarque vio desbarrancarse su teoría de que quizás se hallaban ante una estafa internacional.
Sin embargo, antes de concretar la compra, Efficient extremó sus cuidados en el estudio de si la oreja aceptaba o no una adecuada restauración. Sin duda el descuido al que había sido sometida en el taller de arte había agraviado, en parte, su antigua dignidad. Su laberinto acústico se hallaba levemente deformado y cierta pilosidad propia del conducto sonoro estaba mermada. Por otra parte, la crucial manchita de óleo amarillo en el reverso del lóbulo ofrecía un tono desvaído y poco vital. Efficient atribuyó esto último al reconocido poco apego que tenía Van Gogh a la confección de sus colores y al abuso en el empleo del betún de lejía al plasmarlos. Pero Lamarque quiso ir más lejos. Una eventual restauración requería saber si la pequeña mancha de amarillo resistiría un raspado esclarecedor. Para tal fin (lo que demuestra el impacto que había causado la situación en su personalidad normalmente omnipotente), el profesor Efficient prefirió llamar a un especialista en cirugía plástica, ya que él no se atrevía a llevar a cabo la maniobra. Seis días después llegaba a Viena, Edivaldo Pitanguy, primo segundo del célebre plástico brasileño, famoso por haber bocetado el proyecto de refundación de la cara del corredor de automóviles Nicky Lauda, tras el cruel accidente sufrido por el belga. Fue entonces, cuando el experto brasileño comenzó su trabajo de investigación bajo la minúscula capa de óleo amarillo, que la incógnita quedó revelada. Al quitarse la primera capa de la pintura, ésta arrastró consigo un trozo de piel, lo que desató la furia de Efficient. «¡Ha destruido usted una obra de arte!», cuentan que tronó el experto ante la presunta torpeza de Pitanguy e iba a continuar con su diatriba cuando el cirujano le mostró lo que había quedado al descubierto: debajo de la oreja, había otra oreja. Esta duplicidad, esta reiteración de un pintura sobre otra, no es desconocida en el mundo del arte[4].
La revelación sobre la presunta oreja de Van Gogh enmudeció de asombro a Lomayo, Efficient, Lamarque e incluso al propio Vervoort, quien pudo certificar su inocencia. «Sospeché desde el momento en que ustedes me contaron la historia», agregó, entonces, ufano, Pitanguy. «Era imposible que esa mancha de óleo no hubiese sido removida por el formol, luego de tantos años en el frasco. Me inclino a pensar que algún alumno desaprensivo en el taller de arte la manchó con su pincel».
De aquella forma pareció cerrarse un nuevo capítulo, farsesco en esta ocasión, sobre la misteriosa oreja de Van Gogh. Sin embargo, una nueva sorpresa afectaría a Lomayo aún antes de que terminase esa semana y cuando ya sus amigos habían regresado a sus lejanos hogares. Recibió la visita de dos abogados de la familia del millonario norteamericano Paul Getty II. En principio, Lomayo pensó que alguna filtración había llegado hasta los oídos del acaudalado hombre de las finanzas y estaba dispuesto a realizar una oferta por la pieza de arte viciada, finalmente, de falsedad. Grande fue su estupor cuando uno de los abogados reconoció en la segunda oreja (la descubierta por Pitanguy) la oreja cortada al hijo del multimillonario y enviada a éste a modo de presión, por un grupo de secuestradores.
Aquello determinó que Lomayo, en un gesto de grandeza, o quizá procurando eludir cualquier tipo de contacto que pudiese incriminarlo en un acto delictivo, regalara la oreja a los descendientes de los Getty. Hoy, la oreja truncada descansa en un museo privado que la familia del potentado posee en Minneapolis. Y es, quizás, el comienzo de una nueva controversia, esta vez en el campo de las finanzas. La revista «Kidnapping» asegura que la verdadera oreja del hijo de Paul Getty II reposa, desde 1981, en el cementerio judío de Basilea, Suiza, en una pequeña tumba sin nombre.