CAPÍTULO XII

Cal volvió a sus mesas y a su equipo. Era inútil tratar de trabajar. Su mente no hacía sino dar vueltas a lo que habían descubierto. Era algo así como luchar en la oscuridad con un asaltante desconocido. No había manera de enfrentarse con el problema.

Se preguntaba si Ole cometería alguna indiscreción al hablar con Jorgasnovara. Tenía sus secretas sospechas de que quizá Ruth tuviese razón en lo referente a Ole. ¿Cuál sería la reacción del Ingeniero? Cal intentó imaginarse cómo se deslizaba la conversación, intentó reconstruirla en su mente...

Las sombras del desierto se fueron alargando rápidamente. Cal observaba impaciente el reloj. Finalmente, con sobresalto, se dio cuenta de que hacía cerca de cuatro horas que Ole se había ido. Era ya casi hora de marcharse de la planta. Se dirigió al teléfono y llamó a la secretaria de Jorgasnovara antes de que ésta se marchase.

—Desearía saber si Mr. Swenberg está todavía de conferencia —dijo—. Desearía verle antes de que se vaya.

La muchacha permaneció silenciosa durante un instante, como si tratase de recordar algo.

—Mr. Swenberg se fue hace un rato en dirección a su planta. Estuvo aquí solamente unos diez o quince minutos; pero dejó un mensaje para usted, diciendo que tenía que marcharse en seguida, y que le vería la próxima vez que viniese.

Cal colgó lentamente. Fuera, al otro lado de la ventana, la calina ardiente del desierto se arremolinaba como un río de cobre. Se sintió ahogado, oprimido.

Su teléfono respiró. Era Ruth.

—¿Cal? Quería llamarte antes de marcharme. Me han dado un nuevo empleo en otra planta, y es necesario que me vaya inmediatamente. No puedo decirle nada sobre ello, y no podré verte durante algún tiempo, pero ya le daré noticias. Siento que haya tenido que ser tan súbito. Te veré pronto.

—¡Ruth! ¡Espera!

Se detuvo. Era evidente que ella no estaba sola. Estaba diciendo lo que le habían dicho que dijese. La habían cazado en una trampa.

—Todo marcha bien, cariño —dijo la chica—. Todo marcha bien. El avión va a partir pronto. Hasta la vista.

Y colgó el auricular.

Cal permaneció inmóvil, mirando al vacío. La intentona de Ole había hecho obrar rápidamente a Jorgasnovara. Había cogido a Ole, después a Ruth.

Luego le tocaría a él, pensó Cal. Pero no había tiempo de pensar en eso. Tenía que ir adonde estaba Ruth.

Bajó corriendo las escaleras, y siguió corriendo a través de los pasillos del edificio. Sus rápidas pisadas resonaban en las aceras de asfalto de entre los edificios.

Entró en la oficina de Ruth y la encontró vacía. Su mesa estaba en orden, como si se hubiese ido por una sola noche. Desde dónde habría llamado, era lo que Cal se preguntaba. ¿Y por qué habían permitido que le llamase?

Se dirigió a la ventana y miró en dirección al campo de aviación. Frente al hangar estaban calentando uno de los aviones sin piloto. Ruth se dirigía andando hacia él, y a su lado estaba Warner. Cal reprimió una exclamación y salió corriendo de la oficina. Tenía la sensación de que si partía en aquel avión, la muchacha se habría apartado de él para siempre.

La muchacha subió y entró; y un mecánico hizo correr la cubierta de la carlinga, mientras Cal corría aún a lo largo de la pista. El motor se disparó con repentino rugido, lanzando una descarga de arena a su cara. Cal siguió corriendo, tratando en vano de alcanzar el avión que rodaba. El avión pasó a la pista de despegue, y Cal cesó en su vano correr; el aparato se fue haciendo cada vez más pequeño, hasta quedar reducido a un punto en el espacio.

Oyó pasos tras si, y se volvió; era Warner.

—¡Mr. Meacham! —Warner se le acercó y le dio la mano—. Me ha ahorrado usted un viaje a su laboratorio.

—Ruth... —dijo Cal.

—Esta tarde se presentó algo muy especial. Mr. Jorgasnovara le pidió que aceptase temporalmente un destino extraordinario. Lamento no haberle podido avisar a usted antes, pero no tiene por qué preocuparse. Estará perfectamente.

—¿Quería usted verme? —Cal sintió que su boca se secaba.

—Sí..., también tenemos algo nuevo para usted. Mr. Jorgasnovara está muy satisfecho de su trabajo, y cree que puede usted ayudarnos en ciertas operaciones más complejas que estamos preparando. Pero dejaré que sea él quien le dé a usted los detalles. Desea verle a usted a las nueve de la mañana en su oficina. Le ruego que no deje de asistir puntualmente. Ya nos volveremos a ver.

Warner sonrió y prosiguió su camino.

Cal observó como se alejaba. Era increíble. Le pedían que se metiese de cabeza. ¿Es que creían que era completamente idiota? No. No era eso. No le menospreciaban. Podían alcanzarle y llevárselo en cualquier momento que se les ocurriese.

Con su maldita tecnología podían explorar su cerebro y disecar hasta sus más secretos pensamientos. No había manera de esconderse. ¿Cómo había podido suponer por un solo instante que él y Ruth y Ole podían operar entre ellos sin ver observados?

Se volvió de nuevo, tratando de localizar aquella pequeña mancha en el cielo. Había desaparecido ya de la vista.

Comenzó a caminar de vuelta hacia los edificios de la planta. Una vez dentro, el pánico le hizo un nudo en el estómago. Se enjugó sus húmedas manos en las piernas de los pantalones. Tenía que marcharse; esa noche. Por lo menos tenía que intentarlo.

Regresó a su laboratorio y corrió los postigos. Se aseguró doblemente de que los interocitores estaban desconectados, sin posibilidad ninguna de poder ser excitados. Y comenzó a hacer las maletas. Llenó un par de carteras de muestras de componentes; algunos de aquellos increíbles condensadores de diez mil voltios, del tamaño de una cuenta, aquellos que en un principio le habían atraído hacia los Ingenieros de la Paz. Cogió docenas de otros pequeños componentes que eran por completo extraños a las técnicas de fabricación convencionales. Luego recogió también algunos de los folletos que contenían fotografías de equipos, y algunos de los libros de texto que le habían dado.

Contempló las gruesas maletas y las cerró. Tendría que bastar. Entre la Casa Blanca y el Pentágono encontraría a algún pez gordo que le escucharía.

Había oscurecido. Más tarde habría luna, pero de momento el desierto estaba bajo el manto negro de la noche. Avanzó lenta y calladamente a través de los pasillos de la planta y se adentró en las sombras del exterior. No había más luces en el patio que las de los vigilantes, y procuró apartarse de ellas lo más posible.

Se detuvo veinte veces en las sombras para mirar en derredor; su exacerbado miedo poblaba los rincones oscuros de invisibles perseguidores.

Por fin llegó al campo de aviación; había media docena de mecánicos de ayudantes de guardia nocturna, incluyendo los operadores del gigantesco haz que guiaba a las naves sin piloto. Tragó saliva, para humedecer su reseca garganta, y entró en la pequeña oficina, que estaba brillantemente iluminada.

El mecánico de guardia alzó la vista.

—Hola, Mr. Meacham, ¿sale usted esta noche?

—Sí; quiero uno de los aviones manuales. Es solamente para una corta distancia.

—Podríamos darle uno de los automáticos, y podría dormir hasta la llegada.

—No. Tengo que detenerme varias veces, y prefiero uno manual.

—Está bien. Lo sacaremos y lo calentaremos en unos cuantos minutos.

Se sentó a esperar. ¿Era imaginación suya, o tardaban más de lo necesario en sacar el avión? Se preguntaba si habrían ido a llamar a Warner o a Jorgasnovara solicitando instrucciones. Pero ahora salía por fin. Oyó el retumbar de las grandes puertas del hangar al deslizarse hacia atrás, y se volvió para ver cómo sacaban el avión. Cogió las maletas y se apresuró a salir.

—¿Se lo calentamos en unos minutos? —preguntó el mecánico.

—Lo llevaré así —dijo Cal—. Muchas gracias.

Luego pensó que había sido como un sueño. Los mecánicos, en sus monos blancos, parecían fantasmas que aguardaban en la media luz. ¿Hasta dónde le dejarían llegar? ¿Cuál de ellos sería el que daría el golpe?

Pero ya comenzaban a poner en marcha el motor, que de improviso se embaló con potente rugido. Cerró la carlinga y se deslizó hacia la pista. Embragó el motor y sintió como se alzaba la cola, luego empujó lentamente hacia atrás la palanca y sintió el suave balanceo del avión en el aire.

Era increíble que realmente se hubiese podido escapar. No podía creer que había sido más astuto que los Ingenieros. Por la razón que fuese, le habían dejado escapar.

Pero luego, cuando el desierto se fue fundiendo con las montañas, y volvió más tarde a ser desierto de nuevo, comenzó a sentir que el peso de la tensión se levantaba de su mente. Mientras cruzaba Nuevo México la luna se levantó, bañando con su fría luz la tierra que tenía debajo.

Comenzó a pensar en lo que iba a hacer en Washington, en cómo iba a encontrar a alguien que creyese en su historia de un grupo secreto de científicos que habían enzarzado a la Tierra en una guerra interestelar. Comenzaba a creer que realmente iba a llegar allí.