CAPÍTULO II

El suburbio de Mason era un centro industrial pequeño y relativamente concentrado. Además de Ryberg Instrument estaban Eastern Tool and Machine Company, los Metalcrafters, una pequeña planta para la fabricación de moldes y una fábrica de máquinas para coser grapas.

Esta concentración de pequeñas industrias en el suburbio determinaba un orden social igualmente concentrado de ingenieros y de sus familias. La mayoría tenía efectivamente familias, pero Cal Meacham no se encontraba aún entre ellos.

Había sido un solterón durante todos su treinta y cinco años, y parecía como si fuese a continuar siéndolo. Admitía que a veces se sentía solo, pero cuando oía a Frank Stanley levantado a las dos de la madrugada en el piso encima del suyo, tratando de persuadir al nuevo bebé para que guardase un relativo silencio, pensaba que bien valía la pena.

Comió en la cafetería de la compañía, y volvió a su casa a meditar sobre el increíble catálogo que Joe Wilson había obtenido. No podía comprender como tales adelantos habían podido ser mantenidos secretos. ¿Y por qué eran ahora anunciados de manera tan prosaica en un catálogo ordinario? Era por completo incomprensible.

Se instaló en su butaca con el catálogo apuntalado sobre las rodillas. La sección sobre los componentes del interocitor era la que más le fascinaba.

No había ni una sola indicación acerca de lo que era el interocitor, de su función ni de su objeto. Pero a juzgar por la lista de sus componentes, y de alguno de los montajes parciales que allí se mostraban, era una pieza terriblemente complicada.

Cogió la última edición del "Manual del Aficionado" y ojeó la sección del catálogo. Joe había tenido razón al comparar la tarea de montar un interocitor con la de un ingeniero que tratase de montar una radio partiendo del catálogo del "Manual". ¿Hasta qué punto encontraría un ingeniero en el catálogo una indicación sobre el objeto de los componentes de la radio?

Prácticamente ninguna. Lo dejó correr. Había ya decidido ir a Continental y averiguar de qué se trataba. Era preciso que supiese algo más.

A las siete llamaron a su puerta; encontró a Frank Stanley y a otros dos ingenieros de arriba que le esperaban de pie a la entrada.

—Las señoras están de charla —dijo Frank—. ¿Qué te parecería un poco de póker?

—Muy bien; esta semana me puedo permitir un pequeño gasto. Pero, ¿estáis vosotros seguros de que podréis soportar la pérdida?

—¡Ah! ¡Dice pérdida! —dijo Frank—. Muchachos, ¿vamos a explicarle en qué forma estamos esta noche?

—Dejemos que lo averigüe por experiencia —dijo Edmunds, uno de los principales ingenieros mecánicos de Eastern.

A las nueve y media Cal lo había averiguado ya por experiencia. A pesar de que las puestas eran insignificantes, había perdido ya cuarenta y cinco dólares.

Arrojó las últimas cartas:

—Basta por esta noche. Vosotros os podéis permitir perder el valor de vuestro almuerzo durante un par de meses, pero nadie me hará el mío en casa, si no puedo comprarlo en la planta.

Edmunds se inclinó hacia atrás en su silla, y se rió:

—Ya te dije que esta noche estábamos en forma. Pones una cara tan tétrica como la de Peters, nuestro agente de compras, esta mañana. Hace unos días le encargué que me pidiese unas transmisiones especiales para cierto aparato, y le enviaron dos ruedas perfectamente lisas.

"Estaba ya a punto de enfurecerse cuando descubrió que si hacía girar una rueda contra la otra, la propulsaba. No lo podía entender. Tampoco pude entenderlo yo cuando lo vi. De modo que las monté sobre unos ejes y conecté un motor a una de ellas, y un freno de medidas a la otra. Y aunque parezca increíble, aquellos trastos eran capaces de transferir cualquier potencia que utilizase, y eso que la fui aumentando hasta trescientos cincuenta caballos. La transmisión era perfecta, sin que patinasen ni retrocediesen apreciablemente. Era la cosa más absurda que he visto en mi vida.

A semejanza de una canción familiar en un lenguaje distinto, la historia de Edmunds hizo que Cal sintiese una sensación de identificación, que le recorría casi espantándole. Mientras Stanley y Larsen, el tercer ingeniero, escuchaban con cortés incredulidad, Cal permaneció sentado en profundo silencio, sabiendo que era perfectamente cierto. Pensaba en el extraño catálogo que tenía en su biblioteca.

—¿Averiguasteis de dónde venían las transmisiones? —preguntó.

—No, pero tenemos la intención de hacerlo. Puedes creerme, que si podemos descubrirlo, el secreto de aquellas ruedas revolucionará toda la ciencia de la ingeniería mecánica. No venían del lugar donde las encargamos. Eso lo sabemos. Vinieron de un lugar llamado sencillamente "Servicio Mecánico-Unidad Ocho". Sin dirección. Quienes quiera que sean, deben ser genios, además de ser gentes de negocios chiflados.

"Servicio Electrónico — Unidad 16, Servicio Mecánico — Unidad 8. Deben ser más importantes de lo que había supuesto", pensó Cal.

Salió a la pequeña cocina a preparar unas copas. Desde allí oyó como Larsen llamaba a Edmunds embustero redomado. Dos ruedas perfectamente lisas no podían transmitir potencia de aquel orden sencillamente por fricción.

—Yo no dije que fuese fricción —decía Edmunds—; era otra cosa, no sabemos qué.

"Otra cosa", pensó Cal. ¿Es que Edmunds no se daba cuenta del significado de aquellas ruedas? Eran evidencia de un tipo de cultura mecánica extraña, lo mismo que los condensadores eran evidencia de una cultura electrónica extraña.

Al día siguiente fue a la planta de Continental, con mucho menos esperanza de encontrar allá la solución. Su viejo amigo, Simon Forrest, estaba aún al frente del desarrollo de condensadores.

Enseñó a Simon la cuenta, y éste dijo:

—¿Qué clase de trasto es ese?

—Un condensador de cuatro... Vosotros nos lo enviasteis. Quiero saber algo más sobre él. —Cal observó con atención la cara del ingeniero.

Simon movió la cabeza mientras examinaba la cuenta.

—¡Estás chiflado! ¡Un condensador de cuatro micros! ¡No os hemos enviado nunca nada parecido!

Sabía que Simon le estaba diciendo la verdad.

Fue la historia de Edmunds sobre las transmisiones sin dientes, la que hizo que Cal aceptase más fácilmente el hecho de que los condensadores y el catálogo no habían venido de Continental; se dio cuenta de ello mientras regresaba a su casa.

¿Pero dónde estaban los ingenieros a quienes se debían esos productos? ¿Por qué era imposible localizarlos? El correo llegaba al Servicio Electrónico a través de Continental. Se preguntaba qué ocurría en el caso del Servicio Mecánico. ¿Había recibido Eastern un catálogo de componentes mecánicos extraños?

Prescindiendo de la naturaleza fantástica de la tarea, decidió hacer lo que había sugerido al principio. Iba a intentar la construcción de un interocitor.

Pero, ¿era posible hacerlo? Ahora que lo había decidido, era preciso analizar más detalladamente el problema. En el catálogo había ciento seis componentes distintos. Sabía que no se trataba sencillamente de pedir uno de cada y luego juntarlos.

Eso sería algo así como pedir un condensador de sintonía, una bobina, un tubo y así sucesivamente, y confiar en construir un superheterodino. En el interocitor habría múltiplos de algunas de las partes, y diferentes valores eléctricos.

Y finalmente, si acababa que el trasto funcionase, ¿cómo sabría si estaba funcionando bien o no?

Dejó de debatir los pros y los contras. Sabía, desde el primer momento en que empezó a mirar el catálogo, que lo iba a intentar.

A la mañana siguiente fue directamente a la Oficina de Compras, en lugar de ir al Laboratorio. A través de los tabiques de cristal de la habitación externa vio a Joe Wilson sentado en su escritorio, con la cara sobre una caja de zapatos, contemplándola con mirada fija y espantada.

Cal se sonrió. Era difícil adivinar si el asombro de Joe era real o no, pero no podía suponer que estuviese poniendo aquella cara sin tener una audiencia.

Cal abrió la puerta silenciosamente, y alcanzó a ver el contenido de la caja. ¡Se estaba retorciendo! Él también frunció el entrecejo.

—Y esto que tienes ahora, ¿qué es? ¿Una granja de gusanos?

Joe alzó la mirada, mientras su cara conservaba aún una expresión asombrada y distante.

—¡Oh! ¡Hola, Cal! Esto es un barril pulidor.

El contenido de la caja parecía una masa de pequeños gusanos negros en perpetuo movimiento errático.

—¿De qué chiste se trata ahora? Esta caja de gusanos dista de ser un barril pulidor.

—Lo sería si fuesen gusanos metálicos, y se paseasen alrededor de las partes metálicas que necesitasen ser pulidas.

—No será otro producto del Servicio Electrónico 16, ¿verdad?

—No; esta muestra nos la ha enviado Metalcrafters. Querían saber si nos podría interesar para nuestro departamento mecánico. La idea consiste sencillamente en meter lo que se quiere pulir en una caja de este compuesto, separarlo al cabo de unos minutos, y el pulido está terminado.

—¿Y qué es lo que hace que se retuerzan?

—Ese es el secreto que Metalcrafters no quiere divulgar.

—Pide quinientas libras de este producto —dijo Cal repentinamente—. Llámales por teléfono y diles que lo podemos utilizar esta tarde.

—¿Para qué? Lo que es tú, no puedes usarlo.

—Pruébalo.

Dubitativamente, Joe se puso en contacto con el departamento de pedidos de Metalcrafters. Al cabo de un momento colgó el auricular.

—Dicen que, debido a dificultades inesperadas en la producción, no aceptan pedidos a menos de treinta días de plazo de entrega.

—¡Cabezotas! ¡No lo harán ni en treinta días ni en treinta meses!

—¿De qué estás hablando?

—¿De dónde crees que han sacado eso? Lo que es ellos, no lo han descubierto. Lo han obtenido de la misma manera que nosotros obtuvimos aquellos condensadores, y confían en negociar con ello antes incluso de saber lo que es. ¡Como si fuesen capaces de averiguarlo en treinta días!

Luego explicó a Joe lo de las transmisiones de Edmunds.

—Esto empieza a parecer algo más que un accidente —dijo Joe.

Cal asintió lentamente con la cabeza.

—Muestras de productos de una tecnología increíble son enviados, al parecer por error, a tres de las plantas industriales de aquí, de Mason. Pero me pregunto cuántas veces habrá sucedido esto en otros lugares. Casi tiene el aspecto de ser alguna especie de esquema.

—Pero, ¿quién lo envía y cómo, y para qué? ¿Quién idea estos productos? La verdad es que no se puede hacer en cualquier sitio. Huele a mucho dinero invertido en laboratorios de desarrollo. Apostaría a que estos condensadores han costado medio millón.

—Haz un pedido para mí —dijo Cal—. Cárgalo a mi proyecto. Hay suficiente excedente para que pueda soportarlo. Ya me las arreglaré si viene un palo.

—¿Qué es lo que quieres?

—Envíala a Continental, lo mismo que antes. Diles que quieres un juego completo de los componentes que se requieren para la construcción de un solo modelo de interocitor. Es posible que me envíen el número adecuado de partes repetidas, a menos de que me enfrente con algo en lo que no pienso.

Joe arqueó las cejas.

—¿Vas a tratar de construir uno por el método chino?

—El método chino sería sencillo —dijo Cal—. Toman un pastel terminado y lo reconstruyen. Si yo tuviese un interocitor acabado, me alegraría de emprender ese trabajo. Este va a ser construido por el método del catálogo, original de Cal Meacham.

Trabajó horas extraordinarias durante el curso de los dos días siguientes, a fin de eliminar las pegas del transmisor de tierra para la línea aérea, y finalmente se lo entregó al departamento de producción, para su fabricación. Todavía le quedaría mucho trabajo con él, porque a los de producción no les gustarían algunos de los montajes parciales que se había visto obligado a diseñar, pero le quedaría tiempo para el interocitor, entre los otros trabajos.

Al cabo de dos semanas tenía casi la seguridad de que algo había fallado, y de que habían perdido el contacto con el misterioso suministrador. Y precisamente entonces Recepción le llamó y le dijo que acababan de entregar catorce cajas de embalaje dirigidas a él.

Catorce cajas parecía un número razonable, pero no había estado preparado para su tamaño. Tenían una altura de más de dos metros, y una sección transversal de entre metro y metro y medio.

Cuando las vio sobre el andén de recepción, Cal tuvo visiones de facturas astronómicas. ¿En qué lío se había metido?

Despejó uno de sus cuartos e hizo que le llevasen todo aquello.

En un intento por clasificar los componentes, colocó juntas las unidades semejantes sobre los bancales de alrededor de la sala. Había unidades de configuración aparentemente sin sentido, envolturas de cristal con tripas que no se parecían a nada de lo que hasta entonces había visto en toda su vida en el interior de un tubo de vacío. Había cajas que contenían centenares de pequeñas partes que suponía debían ser resistencias o condensadores; pero lo que recordaba de las cuentas de cristal hacía que tuviese buen cuidado de no llegar a conclusiones apresuradas.

Al cabo de tres horas había sido descargada la última de las cajas, y se habían llevado los desperdicios. Cal Meacham se quedó solo en medio de cuatro mil ochocientas noventa y seis —las había contado— partes de usos y características desconocidos. Y confiaba en montarlas formando un todo completo, cuyo objeto le era igualmente desconocido.

Se sentó en uno de los taburetes del laboratorio y contempló las montañas de componentes sobre su regazo descansaba la única guía de aquel imposible laberinto: el catálogo.