V. El final del Camino

 

Lianas y zarcillos golpeaban contra el rostro de Kane. El opresivo vapor de la noche tropical se alzaba como bruma a su alrededor. La luna colgaba ahora alta sobre la jungla, perfilando las sombras negras con su blanco fulgor y trazando dibujos grotescos sobre el suelo de la selva. Kane no sabía si el fugitivo estaba ante él, pero ramas rotas y maleza pisoteada demostraban que algún hombre había recorrido ese camino, alguien que huía apresuradamente sin detenerse a seleccionar la senda.

Kane siguió esas huellas sin vacilar. Creyendo en la justicia de su venganza, no dudaba que la inescrutable fatalidad que rige los destinos humanos le encararía finalmente con Le Loup.

Tras él, los tambores atronaban y callaban. ¡Qué historia tenían para narrar esta noche! el triunfo de N'Longa, la muerte de Songa el Rey, el derrocamiento del hombre-con-ojos-como-un-leopardo, y un cuento más sombrío, un cuento para ser susurrado con bajas y sordas vibraciones: el juju innombrable.

¿Soñaba? Kane se maravillaba mientras corría. ¿Era todo esto parte de algún loco encantamiento? Había visto a un hombre muerto alzarse, matar y morir de nuevo; había visto a un hombre muerto volver a la vida. ¿Realmente había enviado N'Longa su espíritu, su alma, su esencia vital a través del vacío, apoderándose de un cuerpo para consumar su voluntad? Sí, N'Longa cayó allí en una muerte auténtica, atado a la estaca de tortura, y quien yacía muerto en el altar se alzó e hizo lo que N'Longa hubiera hecho de estar libre. Entonces, la invisible fuerza que animaba al hombre muerto decayó y N'Longa revivió.

Sí, pensó Kane, debía admitir esto como un hecho. En alguna parte de las oscuras inmensidades de la jungla y el río, N'Longa había hallado el Secreto... el Secreto de controlar la vida y la muerte, el de trascender las limitaciones y los grilletes de la carne. ¿Cómo esta oscura sabiduría, nacida en las negras y ensangrentadas sombras de esta tierra temible, había sido entregada al hechicero? ¿Qué sacrificio fue tan placentero a los Dioses Negros, qué ritual tan monstruoso, como para darle acceso al conocimiento de este conjuro? ¿Y qué ignotos, intemporales viajes había hecho N'Longa, cuando decidió enviar su ego, su espíritu, a través de lejanos y brumosos países, sólo accesibles a los muertos?

Esa es la sabiduría de las sombras (reflexionaban los tambores), sabiduría y magia; penetra en la oscuridad para alcanzar la sabiduría; la vieja sabiduría rehuye la luz; recordamos las viejas edades (susurraban los tambores), antes de que el hombre llegara a ser sabio y necio; recordamos los dioses bestias... los dioses serpientes y los dioses mono y los innombrables, los Dioses Negros, aquellos que beben sangre y cuyas voces braman a través de las colinas sombrías, los que festejan y se regocijan. Los secretos de la vida y la muerte son suyos; recordamos, recordamos (cantaban los tambores).

Kane los oía mientras se apresuraba. Podía entender el mensaje que llevaban hasta los emplumados guerreros, río arriba; pero también le hablaban a él, a su propia manera, y ese lenguaje era arcaico, más primordial.

La luna, alta en los cielos azul oscuro, iluminaba su camino y le daba una clara visión cuando penetró en un claro y descubrió a Le Loup parado allí. La hoja desnuda del Lobo era un largo fulgor de plata bajo la luna, mientras aguardaba con los hombros desafiantes y la vieja, retadora sonrisa todavía en su rostro.

-Un largo camino, Monsieur -dijo-. Comenzó en las montañas de Francia; acaba aquí, en una jungla de África. Por fin me he cansado del juego, Monsieur... y vos moriréis. No habría huido nunca del poblado, pero esa... lo admito de buena gana... esa condenable hechicería de N'Longa me crispó los nervios. Además, vi que toda la tribu podía volverse contra mí.

Kane avanzó prudentemente, preguntándose qué débil y olvidada fibra de caballerosidad en el alma del bandido le había llevado a aguardarle abiertamente. Medio sospechaba traición, pero sus agudos ojos no pudieron detectar trazas de movimiento en la jungla o en cualquier otra parte del claro.

-¡Monsieur, en guardia! -la voz de Le Loup era decidida-. Tiempo es de acabar este loco baile alrededor del mundo. Aquí estamos solos.

 

Los hombres estaban ahora uno dentro del alcance del otro y Le Loup, en mitad de la frase, se lanzó repentinamente adelante con velocidad relampagueante, golpeando sañudamente. Un hombre más lento hubiera muerto allí, pero Kane lo paró; su propia hoja trazó una línea plateada que rasgó la túnica de Le Loup y el Lobo retrocedió. Le Loup aceptó el fracaso de su estratagema con una risa salvaje y se adelantó con la velocidad arrolladora y la furia de un tigre, trazando con su hoja un blanco abanico de acero a su alrededor.

Estoque chocó contra estoque mientras los dos espadachines luchaban. Eran fuego e hielo opuestos. Le Loup luchaba salvaje pero hábilmente, sin dejar resquicios, sacando ventaja a cada oportunidad. Era una llama viviente, reculando, abalanzándose, fintando, lanzando estocadas, parando, golpeando... riendo como un salvaje, mofándose y maldiciendo.

La técnica de Kane era fría, calculadora, centelleante. No hacía movimientos superfluos, ningún gesto que no fuera absolutamente necesario. Parecía dedicar más tiempo y esfuerzos a defenderse que Le Loup, aunque no había titubeos en su ataque y, cuando atacaba, su acero se movía con la velocidad de una serpiente al golpear.

Había poca diferencia entre los hombres en cuestiones de altura, fuerza y habilidad. Le Loup era el más veloz por un escaso, relampagueante margen, pero el estilo de Kane denotaba un más sutil grado de perfección. La esgrima de el Lobo era fiera, dinámica, como la llamarada de un horno. Kane era más constante... menos el instintivo, más el luchador cerebral, aunque él también fuera un matador nato, con la coordinación que sólo un luchador natural posee.

Estocada, parada, una finta, un repentino remolino de aceros...

-¡Ja! -el Lobo lanzó un alarido de risa feroz cuando la sangre brotó de un tajo en la mejilla de Kane. Como si su visión le brindara una furia adicional, atacó como la fiera de la que tomaba su apodo. Kane se vio obligado a ceder ante esa embestida sedienta de sangre, pero la expresión del Puritano no se alteró.

Los minutos pasaban. El sonido y choque de aceros no disminuía. Ahora se mantenían tenazmente en el centro del claro. Le Loup intacto, las vestiduras de Kane enrojecidas con la sangre que manaba de heridas en mejillas, pecho, brazo y muslo. El Lobo gesticulaba salvaje y burlescamente a la luz de la luna, pero había comenzado a dudar.

Su aliento silbaba acelerado y su brazo comenzaba a cansarse; ¿quién era este hombre de hielo y acero que nunca parecía flaquear? Le Loup sabía que las heridas inflingidas a Kane no eran profundas. pero, aún así, el constante flujo de sangre debería haberle restado algo de fuerza y velocidad a ese tiempo. Pero si Kane sentía menguar de su poder, no lo demostraba. Su taciturno semblante no había cambiado de expresión, y acometía el combate con una furia helada, mayor aún que al principio.

Le Loup sintió su poder marchitarse y con un postrer esfuerzo desesperado lanzó toda su furia y fuerza en un ataque decisivo. Un súbito, repentino ataque demasiado salvaje y rápido para el ojo humano, una dinámica explosión de velocidad y furia que ningún hombre podría haber aguantado, y Solomon Kane se tambaleó por primera vez y sintió el frío acero desgarrando sus carnes. Reculó y Le Loup saltó sobre él, con su enrojecida espada lista y una burla jadeante a flor de labios.

La espada de Kane, blandida con la fuerza de la desesperación, encontró al Lobo en mitad del aire; alcanzó, detuvo y laceró. El grito triunfal del Lobo murió en sus labios y su espada cayó resonando de su mano.

Por un fugaz instante se mantuvo inmóvil, los brazos en cruz, y Kane oyó su risa fiera y burlona repicar hasta el último momento, cuando el estoque del inglés trazó una línea plateada a la luz de la luna.

Lejos, llegaba el murmullo de los tambores. Mecánicamente. Kane limpió su espada sobre sus desgarrados ropajes. El camino finalizaba aquí, y Kane era consciente de un extraño sentimiento de futilidad. Siempre sentía eso tras matar a un enemigo. De algún modo, parecía como si ningún bien real hubiera sido alcanzado; como si el enemigo hubiera, después de todo, escapado a su justa venganza.

Encogiendo los hombros, Kane volvió su atención a las necesidades corporales. Ahora que había pasado el ardor de la batalla, comenzaba a sentir cansancio y debilidad por la perdida de sangre. La ultima estocada había estado cerca; de no haber conseguido desviarla con una torsión del cuerpo, la hoja le habría traspasado. Aún así, el acero había golpeado oblicuamente, surcando a lo largo de sus costillas y hundiéndose en los músculos del omoplato, infligiéndole una herida larga y superficial.

Kane observó a su alrededor y vio un pequeño arroyo fluyendo en la parte más lejana del claro. Aquí tuvo el único error, de esta clase, que cometió en toda su vida. Quizás estaba aturdido por la perdida de sangre y todavía confundido por los turbulentos sucesos de la noche; como sea, depuso su estoque y cruzó desarmado hacia el arroyo. Allí enjugó sus heridas y las vendó lo mejor que pudo, con tiras arrancadas de sus ropas.

Entonces se levantó y estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando un movimiento entre los árboles, en el lado del claro por el que había penetrado, llamó su atención. Una monstruosa figura salió de la jungla y Kane vio, y reconoció, a su sentencia. El hombre era Gulka, el matador de gorilas. Kane recordó que no había visto al gigante entre aquellos que rindieron pleitesía a N'Longa. ¿Cómo podía conocer la habilidad y el odio ocultos tras ese cráneo sesgado, que habían llevado al salvaje luchador, huyendo de la venganza de sus compañeros de tribu, a rastrear al único hombre que jamás hubiera temido?

El Dios Negro había sido generoso con su acólito; le había entregado a su victima inerme y desarmada. Ahora GulKa podía matar abiertamente a este hombre... lentamente, como mata un leopardo, no abatiéndole al acecho, silenciosa y repentinamente. tal como había planeado.

Una ancha sonrisa hendió el rostro del gigante y se humedeció los labios. Kane, aguardándole, sopesaba sus oportunidades fría y racionalmente. Gulka había ya observado el estoque. Estaba mas cerca de él que Kane. El inglés sabía que no tendría oportunidad de vencer en una repentina carrera por la espada.

Una lenta y fatal rabia broto en él... la furia del desamparo. La sangre se agitó en sus sienes y sus ojos ardieron con una terrible luz mientras miraba al guerrero. Sus dedos se abrieron y cerraron como garras. Eran muy fuertes esas manos; los hombres habían muerto en su abrazo. Incluso el monstruoso pilar que formaba el cuello de Gulka podía romperse como una rama podrida entre ellas... una oleada de debilidad hizo patentes la futilidad de esos pensamientos, sin necesidad de reparar en la luz de la luna centelleando sobre la lanza esgrimida por Gulka. Kane no podría haber huido de haberlo deseado... y él nunca había escapado de un sólo enemigo.

El matador de gorilas se aproximó a través del claro. Masivo, terrible, era la personificación de lo primitivo, la Edad de Piedra. Su boca gesticulante bostezaba mostrando una caverna roja; se afirmaba a si mismo con la altiva arrogancia del poder salvaje.

Kane se aprestó para aquella lucha, que solo podía tener un final. Se esforzó en reunir sus fuerzas menguantes. En vano había perdido demasiada sangre. Al final, queda afrontar su muerte de pie y de algún modo enderezó sus rodillas combadas y se alzó. a pesar de que su visión tremoló en olas inciertas y la luz lunar parecía tamizada por una niebla roja a través de la cual apenas podía vislumbrar al hombre que se aproximaba.

Kane se detuvo, aunque el esfuerzo casi lo derribó de rostro; recogió agua con sus manos unidas y se salpicó el rostro. Esto le reanimó y se enderezó, temiendo que Gulka le atacara aprovechando su debilidad, y le abatiera.

Gulka estaba ya en el centro del claro, desplazándose con la lenta y fácil zancada de un gran gato acosando a su víctima. No se apresuraba a consumar su propósito. Buscaba jugar con su víctima, ver el temor aparecer en esos ojos temibles que le habían hecho bajar la mirada, aun cuando el dueño de ellos había estado amarrado al poste de la muerte. Deseaba matar, en fin, lentamente, saciando su tigresco deseo dc sangre y torturas.

Entonces, bruscamente, se detuvo, volviéndose rápidamente y encarando otro lado del claro. Kane, asombrado, siguió su mirada.

Al principio pareció como una sombra más negra entre las sombras de la jungla. No tenía movimiento ni sonido, pero Kane supo instintivamente que alguna terrible amenaza acechaba allí, en las oscuridades ocultas y entremezcladas bajo los silenciosos árboles. Un hosco horror se agazapaba allí, y Kane sintió como si, desde esa sombra monstruosa, ojos inhumanos laceraran su alma. Sin embargo, simultáneamente, tuvo la fantástica sensación de que esos ojos no estaban dirigidos a él. Miró al matador de gorilas.

El gigante parecía haberle olvidado; permanecía medio agazapado, lanza en alto, con los ojos clavados en esa masa de negrura. Kane observó de nuevo. Ahora, las sombras se movieron; se mezclaron fantásticamente y penetraron en el claro, tal como Gulka habla hecho. Kane parpadeó: ¿era esta la ilusión que antecede a la muerte? La figura que descubrió era como las que había vislumbrado confusamente en turbias pesadillas, cuando las alas del sueño le devolvían a través de las edades perdidas.

Al principio pensó que era algún blasfemo remedo de ser humano puesto que iba erecto y era tan alto como un hombre de gran estatura. Pero era inhumanamente ancho y fornido, y sus inmensos brazos colgaban junto a los deformes pies.

Entonces la luz lunar cayó de lleno sobre su rostro bestial y la mente aturdida de Kane pensó que aquella cosa era el Dios Negro surgiendo de las sombras, animado y sediento de sangre. Entonces vio que estaba cubierto de pelo y recordó la cosa humanoide bamboleándose del poste en el poblado nativo. Miró a Gulka.

El guerrero encaraba al gorila, lanza en ristre. No temía, pero su torpe cerebro se asombraba del milagro que había llevado a la bestia tan lejos de sus junglas nativas.

El poderoso mono se mostró a la luz de la luna y había una terrible majestad en sus movimientos. Estaba más cerca de Kane que Gulka, pero no pareció reparar en el puritano. Sus pequeños y ardientes ojos estaban clavados en el gigantesco nativo con terrible intensidad. Avanzó con un curioso paso bamboleante.

Lejos, susurraban los tambores a través de la noche, como un acompañamiento a este terrible drama de la Edad de Piedra. El salvaje agazapado en mitad del claro y el primate surgiendo de la jungla con ojos enrojecidos y sedientos de sangre. El guerrero estaba cara a cara con un ser más primitivo que él. De nuevo los fantasmas de la memoria susurraron a Kane: has visto estos sucesos antes (murmuraron), atrás en las edades oscuras, en los días del amanecer, cuando las bestias y los hombres-bestia combatían por la supremacía.

Gulka contorneó al mono en un semicírculo, agazapado, la lanza lista. Con toda su habilidad trataba de engañar al gorila para darle una súbita muerte, porque nunca antes encontró un monstruo como éste y aunque no temía había comenzado a dudar. El mono no hizo tentativas de acechar o rodear; se dirigía directamente a Gulka.

El poderoso guerrero que lo enfrentaba y el inglés que observaba no podían conocer el amor animal, el odio animal que había guiado al monstruo desde las bajas y selváticas colinas del norte en pos del rastro de quien era el azote de su estirpe... el matador de su compañera, cuyo cuerpo pendía ahora del palo en el poblado indígena.

El fin llegó rápidamente, con un movimiento repentino. Estaban cerca, ahora, bestia y hombre-bestia; y bruscamente, con un bramido que sacudió la tierra, el gorila embistió. Un gran brazo peludo apartó la lanza blandida y el mono se trabó con el guerrero. Hubo un sonido de fractura, como de muchas ramas quebrándose simultáneamente, y Gulka cayó silenciosamente a tierra, yaciendo con brazos, piernas y cuerpo en extrañas y antinaturales posturas. El mono se cernió un instante sobre él como una efigie de triunfo primordial.

Lejos, Kane escuchó el murmullo de los tambores. El alma de la jungla, el alma de la jungla: esta frase se agitó en su mente con reiteración monótona.

Los tres que habían gozado de poder ante el Dios Negro, ¿dónde estaban? Atrás, en el poblado, donde los tambores sonaban, yacía Songa... El Rey Songa, antes señor de la vida y la muerte, ahora un cuerpo marchito con el rostro congelado en una máscara de honor. Tendido a sus espaldas, en mitad del claro, yacía aquel a quien Kane había seguido muchas leguas por tierra y mar. Y Gulka, el matador de gorilas, caído a los pies de su vencedor, destrozado por el mismo salvajismo que hiciera de él un verdadero hijo de esta tierra espantosa y que al final le había arrollado.

Aún así, el Dios Negro todavía reinaba, pensó confundido Kane, acuclillado en las sombras de su oscuro país, bestial, sediento de sangre, descuidado de quien vivía o moría, atento solo a libar.

Kane observó al poderoso mono, asombrándose de que el gigantesco simio tardara tanto en advertir en su presencia y atacar. Pero el gorila no dio señales de haberle visto aún.

Impulsado por algún difuso instinto de venganza aún insatisfecho, se inclinó y alzó al guerrero. Luego se volvió hacia la jungla con los miembros de Gulka arrastrando inerte y grotescamente. Cuando alcanzó los árboles, el mono se detuvo y lanzó el cadáver entre las ramas. Hubo un sonido de desgarramiento cuando una rama rota y saliente atravesó el cuerpo lanzado contra ella, y el muerto matador de gorilas se bamboleó allí de una forma horrible.

Por un momento, la clara luna bañó al gran gorila con su resplandor, mientras permanecía observando silenciosamente a su víctima; luego, como una sombra oscura, se fundió con la jungla.

Kane volvió lentamente al centro del claro y recogió su estoque. La sangre había cesado de manar de sus heridas y algo de sus fuerzas retornaba, lo suficiente para permitirle alcanzar la costa, donde el buque le aguardaba. Se detuvo al borde del claro para echar un último vistazo al rostro vuelto hacia arriba de Le Loup, una forma inmóvil, blanco bajo la luz de la luna; y a la sombra oscura entre los árboles que era Gulka, arrojado allí por algún capricho bestial, colgando como la hembra gorila colgaba del poblado.

Lejos, susurraban los tambores: "la sabiduría de nuestra tierra es antigua; la sabiduría de nuestra tierra es oscura; a quienes servimos destruimos. Huye si quieres vivir, pero nunca olvidaras nuestro canto. Nunca, nunca", cantaban los tambores.

Kane volvió al camino que llevaba hasta la playa y al buque que esperaba allí.

 

Título original: RED SHADOWS. Weird Tales, Agosto, 1928).

 

Versión de León ARSENAL

 

RESONAR DE HUESOS

 

-¡Eh, patrón! -el grito rompió el hosco silencio, retumbando a través del oscuro bosque con eco siniestro.

-Este sitio presenta un lúgubre aspecto, a fe mía.

Había dos hombres plantados frente a la taberna del bosque. El edificio era bajo, largo y destartalado, construido con pesados troncos. Sus diminutas ventanas estaban pesadamente trancadas y la puerta cerrada. Sobre ésta, un siniestro letrero mostraba medio borrada... una calavera hendida.

Esta puerta giró abriéndose lentamente y se asomó un rostro barbudo. El propietario del rostro dio un paso atrás e invitó a entrar a sus huéspedes... desganadamente, según parecía. Una vela lucía sobre la mesa, una llama latía en el hogar.

-¿Vuestros nombres?

-Solomon Kane -dijo someramente el hombre mas alto.

-Gastón l'Armon - repuso bruscamente el otro- ¿pero qué os importa eso a vos?

-Los extraños son escasos en la Selva Negra -gruñó el posadero- y los bandidos muchos. Aposentaos en aquella mesa y os traeré vuestra comida.

Los dos hombres tomaron asiento con la soltura de hombres que han viajado mucho. Uno era un hombre alto y enjuto, vestido con un sombrero sin adornos y sombrías ropas negras que acentuaban el tono macilento de su rostro lúgubre. El otro era un tipo completamente diferente, engalanado con encajes y penachos, aunque su donaire estaba algo ajado por el viaje. Era apuesto de forma audaz y sus ojos inquietos iban de un lado a otro, sin detenerse un instante.

El posadero sirvió vino y comida sobre la mesa toscamente labrada y retrocedió hacia las sombras, como una tétrica estatua. Sus facciones, ora semiocultas en la penumbra, ora fantásticamente iluminadas por el resplandor del fuego cuando éste saltaba y brincaba, estaba cubierto por una barba que, por su espesura, parecía animalesca. Una gran nariz se curvaba sobre su barba y dos pequeños ojos rojos escrutaban desvergonzadamente a sus huéspedes.

-¿Quién sois vos? -preguntó bruscamente el hombre más joven.

-Soy el posadero de la Taberna del Cráneo Hendido- replicó sombríamente el otro. Su tono parecía desafiar a su interlocutor a seguir preguntando.

-¿Tenéis muchos huéspedes? -prosiguió l'Armon.

-Pocos vienen dos veces -gruñó el posadero.

Kane respingó y observó directamente en aquellos ojillos rojos, como si hubiera adivinado algún significado oculto en las palabras del posadero. Los ojos ardientes parecieron dilatarse, luego cayeron sombríamente ante la mirada helada del inglés.

-Me retiro a la cama -dijo abruptamente Kane, dando por terminada su comida-. Debo reemprender camino al rayar el día.

-Y yo -se sumó el francés-. Patrón, mostradnos nuestras alcobas.

Sombras negras oscilaron en las paredes cuando ambos siguieron a su silencioso anfitrión por un salón largo oscuro. El cuerpo ancho y rechoncho de su guía parecía crecer y expandirse a la luz de la pequeña vela que portaba, arrojando una sombra larga y deforme ante sí.

Se detuvo ante una puerta, indicando que debían dormir allí. Entraron. El posadero encendió una vela con la que llevaba, luego se marchó por donde había venido.

En la alcoba, los dos hombres se observaron el uno al otro. El único mobiliario de la habitación era un par de camastros, una o dos sillas y una pesada mesa.

-Veamos si existe forma de trancar la puerta -dijo Kane-. No me gusta el aspecto de nuestro patrón.

-Hay tacos en la puerta y soportes para una barra -dijo Gastón- pero no tranca.

-Podemos partir la mesa y usar sus trozos como tranca -meditó Kane.

-Mon Dieu -dijo l'Armon- sois timorato, m'sieu.

Kane frunció el ceño.

-No deseo ser muerto durante el sueño -respondió con aspereza.

-¡A fe mía! -rió el francés-. Nos hemos encontrado por casualidad... hasta que os alcancé en el camino del bosque una hora antes del ocaso, nunca nos habíamos visto.

-Yo os he visto antes en algún lugar -repuso Kane-. Aunque no puedo recordar dónde. Por otra parte, acepto que cada hombre es honrado hasta que me demuestra ser un rufián; además tengo el sueño ligero y duermo con una pistola a mano.

El francés volvió a reír.

-¡Me maravillo de que m'sieu acepte dormir en la misma habitación que un extraño! ¡Ja! ¡Ja! De acuerdo, m'sieu inglés, vamos fuera y tomemos la barra de una de las otras habitaciones.

Llevando con ellos la vela, salieron al corredor. Reinaba un completo silencio y la pequeña vela parpadeaba roja y malignamente en la densa oscuridad.

-Nuestro patrón carece de huéspedes y sirvientes -musitó Solomon Kane-; una extraña taberna, ¿cuál es ahora el nombre? Estas palabras alemanas no me son fáciles... el Cráneo Hendido. Un nombre sangriento, a fe mía.

Exploraron las habitaciones contiguas, pero ninguna tranca recompensó su búsqueda. Finalmente llegaron en la ultima alcoba, al final del corredor. Penetraron. Estaba amueblada como las demás, salvo que la puerta estaba provista de una pequeña tranca sujeta al exterior con un pesado cerrojo asegurado a una jamba.

Corrieron el cerrojo y pasaron.

-Debiera haber una ventana exterior, pero no la hay -murmuro Kane-. ¡Mirad!

El suelo estaba manchado de oscuro. Los muros y el único camastro estaban astillados, y grandes tiras habían sido desgajadas.

-Aquí ha muerto gente -dijo sombríamente  Kane-. ¿No hay allí una barra, unida al muro?

-Sí, pero está fija -dijo el francés dando un  tirón-El...

Una sección del muro giró y Gastón soltó una exclamación. Una pequeña habitación secreta quedó a la vista, y los dos hombres pudieron ver la horrible cosa que yacía en el suelo.

-¡El esqueleto de un hombre! -exclamó Gastón-. ¡Y mirad como su pierna descarnada está encadenada al suelo! Fue aprisionado aquí y murió.

-No -dijo Kane- el cráneo está partido... a fe mía que nuestro anfitrión tuvo una siniestra razón para bautizar a esta posada infernal. Este hombre era sin duda un vagabundo, como nosotros, que cayó en manos de este malvado.

-Puede -dijo Gastón sin interés; estaba entretenido en manipular inútilmente el gran anillo de hierro de la pierna del esqueleto. Harto, esgrimió su espada y, con una notable exhibición de fuerza, cortó la cadena que unía la argolla de la pierna a otro anillo encajado en el entarimado.

-¿Por qué encadenaría un esqueleto al suelo? -musitó el francés-. ¡Monbleau! Esto es un desperdicio de buena cadena. Ahora, señor -se dirigió irónicamente al blanco montón de huesos-. ¡Os he liberado y podéis ir donde os plazca!

-¡Teneos! -la voz de Kane era profunda-. Ningún bien viene de burlar a los muertos.

-Los muertos deben defenderse ellos mismos -rió l'Armon-. De algún modo, yo daría muerte a quien me matara, aunque mi cuerpo hubiera de remontar cuarenta brazas de océano para hacerlo.

Kane se volvió hacia la puerta exterior cerrando la de la habitación secreta tras él. No gustaba de esa palabreja que sonaba a endemoniados y brujería, y tenía prisa en encarar al posadero con su crimen.

Al volverse, de espaldas al francés, sintió el toque del frío acero contra su cuello y supo que la boca de una pistola estaba apretada contra la base de su cerebro.

-¡No os mováis m'sieu! -la voz era baja y suave-. No os mováis o esparciré vuestros pocos sesos por la habitación.

El puritano, furioso consigo mismo, permaneció con las manos en alto mientras l'Armon arrebataba sus pistolas y espada de las vainas.

-Podéis volveros ahora -dijo Gastón, dando un paso atrás.

Kane clavó una hosca mirada en su apuesto compañero, que permanecía ahora destocado, en una mano el sombrero, la otra apuntando su pistolón.

-¡Gastón el Carnicero! -dijo sombríamente el inglés-. ¡Loco de mí por confiar en un francés! ¡Habéis llegado lejos, asesino! Os recuerdo ahora, con ese maldito sombrerote quitado... os vi en Calais algunos años atrás.

-Cierto... y ahora no volveréis a verme nunca más. ¿Qué fue eso?

-Ratas tanteando el esqueleto -dijo Kane, espiando como un halcón al bandido, esperando una simple desviación de la boca del arma-, el sonido era el entrechocar de huesos.

-Seguramente  repuso el otro-. Ahora, m'sieu Kane, se que lleváis considerable cantidad de dinero sobre vos. Había pensado aguardar a que os durmierais y mataros, pero la oportunidad se pinta sola y yo la aprovecho. Habéis caído fácilmente.

-Estaba lejos de pensar que debía temer a un hombre con el que he compartido el pan -dijo Kane con un soterrado timbre de lenta furia resonando en su voz.

El bandido rió con cinismo. Sus ojos se desviaron cuando comenzó a retroceder hacia la puerta exterior. Los tendones de Kane se tensaron involuntariamente; se curvó como un lobo gigante presto a lanzarse en un brinco mortal, pero la mano de Gastón era como una roca y la pistola no temblaba.

-No habrá saltos mortales tras el disparo -dijo Gastón-. Permaneced quieto, m'sieu; he visto hombres morir a manos de agonizantes y deseo poner distancia entre nosotros para eliminar esa posibilidad. A fe mía... yo dispararé, vos rugiréis y cargaréis, pero moriréis antes de alcanzarme con vuestras manos desnudas. Y nuestro posadero podrá tener otro esqueleto en su nicho secreto. Esto es, si no le mato yo mismo. El idiota no me conoce, ni yo a él, por otra parte...

El francés estaba ahora en el umbral, observando la tranca. La vela, depositada en un nicho de la pared, ardía con una luz fantástica y oscilante que no sobrepasaba el umbral. Y con la brusquedad de la muerte, de la oscuridad tras Gastón, surgió una amplia y vaga forma y una centelleante hoja se abatió. El francés cayó de rodillas como un buey apuntillado, sus sesos derramándose desde su cráneo hendido. Sobre él se cernió la figura del posadero, un espectáculo salvaje y terrible, todavía esgrimiendo el sable con el que había dado muerte al bandido.

-¡Jo! ¡Jo! -rugió-. ¡Atrás!

Kane se había lanzado hacia delante al caer Gastón, pero el posadero puso ante su mismo rostro el pistolón que llevaba en su mano izquierda.

-¡Atrás! -repitió con un rugido tigresco, y Kane retrocedió ante la amenaza del arma y la insana de los ojos rojos.

El inglés guardó silencio, con la piel de gallina al sentirse ante una amenaza mas profunda y odiosa que la ofrecida por el francés. Había algo inhumano en ese hombre, que ahora oscilaba y se balanceaba como una gran bestia del bosque, mientras su risa sin regocijo resonaba nuevamente.

-¡Gastón el Carnicero! -vociferó pateando el cuerpo a sus pies-. ¡Jo! ¡Jo! Nuestro elegante bandolero no cazará más; había oído hablar de este necio que rondaba la Selva Negra... ¡Buscaba oro y ha encontrado la muerte! Ahora vuestro oro será mío; y más que oro... ¡venganza!

-No soy vuestro enemigo -dijo sosegadamente Kane.

-¡Todos los hombres son mis enemigos! Mirad... ¡las marcas en mis muñecas! Ved... ¡las marcas en mis tobillos! Y profundo en mi espalda... ¡el beso del flagelo! Y profundas en mi cerebro, las heridas de años en las frías y silenciosas celdas ¡donde yacía purgando un crimen que nunca cometí! -la voz se rompió en un grotesco y patético sollozo-.

Kane no respondió. No era el primer hombre que veía con el cerebro destruido por los honores de las terribles prisiones continentales.

-¡Pero huí! -el grito se alzó triunfalmente- y aquí hago la guerra a todos los hombres... ¿qué fue eso?

¿Vislumbró Kane un centelleo de miedo en esos espantosos ojos?

-Mi hechicero entrechoca sus huesos -susurró el posadero, luego rió salvajemente-. Moribundo, juró que sus mismísimos huesos tejerían una red de muerte para mí. Encadené su cuerpo al suelo y ahora, a altas horas de la noche, escucho su esqueleto pelado chocar y entrechocar mientras trata de liberarse ¡y yo río! ¡Jo! ¡Jo! ¡Cuánto anhela levantarse y merodear, como el viejo Rey Muerte, por esos corredores mientras duermo, para matarme en mi cama!

Repentinamente, los ojos enloquecidos relampaguearon terriblemente.

-Vos estuvisteis en esa habitación secreta, ¡vos y este necio muerto! ¿Habló con vosotros?

Kane se estremeció a su pesar. ¿Era locura o estaba oyendo un leve resonar de huesos, como si el esqueleto se moviera un poco? Kane se encogió de hombros; las ratas rebuscan entre los huesos polvorientos.

El posadero reía nuevamente. Contorneó a Kane manteniendo al inglés siempre cubierto y con su mano libre abrió la puerta. El interior estaba en tinieblas, de forma que Kane no pudo ver el resplandor de huesos en el suelo.

-Todos los hombres son mis enemigos -musitó el posadero, a la manera incoherente de los locos- ¿por qué debo exceptuar a nadie? ¿Quién alzó una mano en mi ayuda cuando yací durante años en las infames mazmorras de Karlsruhe... y por una muerte jamás probada? Algo ocurrió en mi cerebro entonces. Me convertí en un lobo... hermano de esos de la Selva Negra ante los cuales huí cuando escapaba.

-Ellos han festejado, mis hermanos, con todos cuantos han descansado en mi taberna... todos excepto éste que ahora hace crujir sus huesos, este mago venido de Rusia. Para evitar que volviera entre las negras sombras, cuando la noche cubre el mundo, y me dé muerte... ¡porque quién puede matar a un muerto!... descarné sus huesos y le encadené. Su brujería no fue lo bastante poderosa para salvarle de mí, pero todos saben que un mago muerto es más temible que uno vivo. ¡No os mováis inglés! Depositaré vuestros huesos en esta habitación secreta junto a este otro, a...

Ahora, el maníaco permanecía parcialmente en el umbral de la habitación secreta, con su arma todavía amenazando a Kane. Repentinamente pareció caer hacia atrás y desvanecerse en la oscuridad; y, en el mismo instante, una repentina ráfaga de viento cerró la puerta tras él. La vela en el muro vaciló apagándose. Kane tanteó el suelo encontrando una pistola, y se enderezó cara a la puerta por donde el maníaco había desaparecido. Permaneció en completa oscuridad, la sangre helada, mientras un espantoso y amortiguado grito llegaba desde la habitación secreta, mezclado con el seco y temible resonar de huesos descarnados. Después se hizo el silencio.

Kane encontró pedernal y acero, y encendió la vela. Luego, sosteniendo ésta con una mano y con la pistola en la otra, abrió la puerta secreta.

-¡Gran Dios! -musitó mientras un sudor frío cubría su cuerpo-. ¡Esto está más allá del entendimiento, aunque los vea con mis propios ojos! Dos juramentos se han cumplido, porque Gastón el Carnicero prometió que incluso muerto se vengaría de su enemigo, y suya fue la mano que liberó a este monstruo descarnado. Y él...

El posadero del Cráneo Hendido yacía sin vida sobre el suelo de la habitación secreta, con su rostro bestial distorsionado por un espanto terrible; y en su cuello roto estaban hundidos los dedos descarnados del esqueleto del hechicero.

 

(Título original: RATTLE OF BONES. Weird Tales, Junio, 1929). Versión de León ARSENAL

 

LUNA DE CALAVERAS

 

I-Un hombre llega buscando.

 

Una gran sombra negra cruzaba la tierra hendiendo el rojo resplandor del ocaso. Para el hombre que se afanaba en cruzar la selva representaba un símbolo de muerte y horror, un peligro agazapado y terrible, como la sombra de un sigiloso asesino arrojada sobre un muro por el resplandor de una vela.

Pero sólo era la sombra del gran risco erguido ante él, la avanzada de las hoscas estribaciones que constituía su meta. Creyó haber captado indicios de movimiento en la cima cuando miró haciendo sombra con la mano sobre los ojos, pero el menguante resplandor le deslumbraba y no pudo estar seguro. ¿Era un hombre que trataba de ocultarse?, ¿un hombre o...?

Se encogió de hombros y bajó la vista para examinar el traicionero camino que guiaba hacia arriba por el frontal del risco. Al primer vistazo parecía como si sólo una cabra montesa pudiera escalarlo, pero una investigación más detallada mostraba numerosas incisiones talladas en la roca viva. Sería una tarea que probaría sus fuerzas basta el límite, pero no había recorrido un millar de millas para volverse ahora.

Descolgó la gran talega que portaba al hombro y se despojó del pesado mosquete, conservando tan sólo su largo estoque, daga y una de sus pistolas. Los aseguró y, sin otra mirada hacia el cada vez mas oscuro camino por donde había venido, comenzó el largo ascenso.

Era un hombretón de largos brazos y músculos de hierro; aun así, una y otra vez se vio obligado a detener su ascenso y descansar un momento, aferrado como una hormiga a la escarpada pared del risco. La noche caía rápidamente y el peñasco sobre él era un borrón por el que se veía forzado a tantear ciegamente, buscando los agujeros que le servían de precaria escalera.

Abajo, estallaron los ruidos nocturnos de la jungla tropical, aunque le pareció que hasta esos sonidos eran amortiguados y acallados, como si las grandes colinas negras tejieran un manto de silencio y temor incluso sobre las criaturas de la jungla.

Se afanó hacia arriba y el ascenso se endureció con el risco proyectándose hacia fuera cerca de la cumbre, y la tensión de músculos y nervios comenzó a minar sus fuerzas. Más de una vez resbaló en su asidero, librándose por un pelo de caer. Pero cada fibra de su cuerpo fornido estaba perfectamente coordinada y sus dedos eran como garras de acero con el apretón de un torno. Su progreso se hizo más y más lento, pero prosiguió hasta que pudo ver la cima del risco hendiendo el firmamento, a escasos veinte pies sobre él.

Y, mientras miraba, un bulto indefinido apareció y rebasó el borde cayendo hacia él con gran agitar de aire. Con la piel de gallina, se apretó contra la cara del risco sintiendo una gran turbulencia que estuvo a punto de arrancarle de su asidero y, mientras luchaba desesperadamente por enderezarse, escuchó un choque atronador entre las rocas, muy abajo. Con la frente perlada de sudor frío, miró hacia arriba. ¿Quién.. .0 qué... había arrojado aquella roca sobre el borde del risco? Era un hombre valiente, como atestiguaban los huesos en muchos campos de batalla, pero sentirse como un chivo propiciatorio, inerme y sin posibilidad de defensa, le heló la sangre.

Luego, una oleada de furia suplantó su miedo y reinició el ascenso con temeraria velocidad. Pero la segunda roca que esperaba no llegó y su mirada no halló ningún ser viviente al rebasar el borde y erguirse desenvainando su espada.

Se encontró en una especie de altiplanicie que desembocaba en una región fragosa, una media milla hacia el oeste. El risco que acababa de remontar sobresalía del resto de las alturas como un hosco promontorio, descollando sobre el mar de ondulante follaje inferior, ahora oscuro y misterioso en la noche tropical.

Imperaba el silencio. Ninguna brisa agitaba las sombrías profundidades de abajo, ni se escuchaban pisadas entre los raquíticos arbustos que cubrían la planicie, aunque esa roca lanzada mientras escalaba, buscando su muerte, no había caído por casualidad. ¿Qué seres se movían entre esas hoscas colinas? La oscuridad tropical rodeaba al solitario vagabundo como un pesado velo a través del que las estrellas amarillentas brillaban malévolamente. Los vapores de la putrefacta vegetación ascendían hasta él, tan tangibles como una densa niebla; torciendo el gesto se alejó del peñasco adentrándose audazmente en la planicie, espada en una mano y pistola en la otra.

Había en el aire un incómodo sentimiento de ser observado. El silencio era total a excepción del suave susurro que señalaba el paso felino del extraño entre los altos herbazales de la planicie, aunque el hombre sentía que seres vivos le espiaban delante, detrás y a cada lado. Fuera hombre o bestia lo que acechara, él no lo sabía ni le importaba demasiado, estaba listo para luchar contra cuantos hombres y demonios se cruzaran en su camino. Ocasionalmente se detenía escrutando a su alrededor, pero sus ojos no encontraban nada excepto los arbustos, agazapados junto a la senda como fantasmas chaparros, mezclados y apelotonados en aquella espesa y caliente oscuridad a través de la que las estrellas parecían combatir rojamente.

Al fin, llegó al lugar donde la planicie cedía ante las estribaciones superiores y vio una masa de árboles sólidamente agrupados en las sombras inferiores. Se acercó cautelosamente deteniéndose cuando su mirada, cada vez más acostumbrada a la oscuridad, vislumbró una vaga forma entre los sombríos troncos. Dudó. La figura ni avanzaba ni huía. Una silenciosa amenaza, de clase desconocida, se agazapaba acechante. Un inmóvil horror pendía sobre aquella silenciosa arboleda.

El extraño avanzó prudentemente, con el acero tendido. Llegó forzando sus ojos en busca de algún indicio de movimiento hostil. Decidió que la figura era humana, pero se sentía intrigado por su inmovilidad. Entonces, descubrió la razón... era el cuerpo de un hombre negro lo que había entre esos árboles, erguido por las lanzas que atravesaban su cuerpo ensartándole a los troncos. Un brazo estaba extendido frente a él, sujeto a una gran rama por la daga que atravesaba su muñeca, el dedo índice tendido como si el cadáver apuntara rígidamente... atrás, al camino por el que el extraño había llegado.

El significado era obvio; este mudo y siniestro indicador no podía obedecer más que a un motivo... la muerte aguarda más allá. El hombre plantado ante el espantoso aviso raramente reía, pero ahora se permitió el lujo de una sonrisa sardónica. Un millar de millas por tierra y mar... a través de océano y jungla... y ahora esperaban hacerlo retroceder con aquella tontería... quienes quiera que fuesen.

Resistió la tentación de saludar al cadáver, como una acción contraria al decoro, y continuó audazmente por la arboleda, medio esperando un ataque desde atrás o una emboscada.

Empero, nada de esto ocurrió y, saliendo de los árboles, se encontró al pie de una abrupta ladera, la primera de una serie de cuestas. Avanzó impasible en la noche, sin detenerse a pensar lo inusual que su acción podía parecer a un hombre sensato. Un hombre normal habría acampado al pie del despeñadero, esperando hasta el alba para escalar los riscos. Pero él no era un hombre común. Cuando tenía un objetivo, seguía la línea recta hacia éste, sin reparar en obstáculos, ya fuese de día o noche. Haría lo que debía hacer. Había alcanzado la frontera del reino del miedo y el polvo, invadiendo sus íntimos dominios durante la noche, como siguiendo una maldición.

Cuando alcanzó las rocosas cuestas, la luna se alzaba dándolas un aspecto ilusorio y, a su luz, las colinas rotas del frente acechaban como los negros chapiteles de castillos de magos. Mantuvo sus ojos fijos en el borroso camino, porque no sabía cuando podía llegar otro pedrusco cuesta abajo. Aguardaba un ataque de alguna clase y, naturalmente, no esperaba lo que realmente sucedió.

Súbitamente, un hombre surgió tras una gran roca; era un gigante de ébano bajo la pálida luz lunar, con la hoja de una larga lanza reluciendo plateada en su mano y su cofia de plumas de avestruz flotando sobre él como una nube blanca. Alzó la lanza en un elaborado saludo y habló en el dialecto de las tribus del río.

-Esta no es la tierra del hombre blanco. ¿Quién es mi hermano blanco en su propio kraal y por que viene a la Tierra de los Cráneos?

-Mi nombre es Solomon Kane -repuso el blanco en el mismo lenguaje-. Busco a la reina vampiro de Negari.

-Poca búsqueda. Pronto encontrar. Nunca volver -respondió crípticamente el otro.

-¿Me llevarás hasta ella?

-Llevas un largo cuchillo en tu mano derecha. No hay leones aquí.

-Una serpiente hizo caer una piedra. Pienso encontrar serpientes en los arbustos.

El gigante aceptó este intercambio de sutilezas con una sonrisa aviesa y hubo un significativo silencio.

-Tu vida -dijo al poco el negro- está en mis manos.

Kane sonrió levemente.

-Yo llevo la vida de muchos guerreros en las mías.

La mirada del negro recorrió indecisa la reluciente longitud de la espada del inglés. Entonces, encogió sus poderosos hombros y abatió la punta de su lanza a tierra.

-No llevas presentes -dijo- pero sígueme y te guiaré hasta la Terrible, la Señora del Destino, la Reina Roja, Nakari; que rige la tierra de Negari.

Se hizo a un lado indicando a Kane que le precediera, pero el inglés, temiendo un lanzazo por la espalda, movió la cabeza.

-¿Por qué debo preceder a mi hermano? Somos dos jefes... caminemos hombro con hombro.

En su corazón, Kane se dolía de usar esa desagradable diplomacia con un guerrero salvaje, pero no lo demostró. El gigante se inclinó con cierta majestad bárbara y juntos partieron en silencio por el camino de la colina. Kane sabía que había hombres saliendo de escondites y agrupándose a sus espaldas; una disimulada mirada sobre el hombro le mostró dos docenas de guerreros caminando tras ellos en dos líneas con forma de caña. La luz de la luna resplandecía en los cuerpos bruñidos de tocados ondulantes y en las lanzas de largas y crueles hojas.

-Mis hermanos son como leopardos -dijo cortésmente Kane-, acechan en los arbustos bajos y los ojos no los ven, se deslizan entre la alta hierba y los oídos humanos no oyen su llegada.

El jefe negro aceptó el cumplido con una cortés inclinación de su cabeza leonina que hizo susurrar las plumas.

-El leopardo montañés es nuestro hermano, oh caudillo. Nuestros pies son como humo flotante, pero nuestros brazos son como el hierro. Cuando golpean, la sangre brota roja y los hombres mueren.

Kane notó un matiz de amenaza en su tono. No había indicio de peligro en el que basar su sospecha, pero la siniestra nota menor estaba allí. No dijo más por un tiempo y la extraña banda avanzó bajo la luz lunar como una cabalgata de espectros.

El camino se volvió más escarpado y rocoso, serpenteando entre riscos y peñascos gigantescos. Repentinamente, una gran sima se abrió ante ellos, salvada por un puente de roca natural al pie del cual se detuvo el guía.

Kane observó con curiosidad el abismo. Tenía más de cincuenta pies de anchura y mirando abajo, su visión se sumía en una oscuridad impenetrable, centenares de pies de profundidad, supuso. Del otro lado se alzaban riscos oscuros y temibles.

-Aquí -dijo el jefe- comienzan los verdaderos confines del reino de Negari.

Kane se percató de que los guerreros se acercaban a él. Instintivamente, sus dedos se apretaron sobre la empuñadura del estoque, que no había envainado. El aire estaba cargado de tensión.

-Aquí, también -dijo el jefe guerrero-. Aquellos que no portan presentes para Negari... ¡Mueren!

La última palabra fue un alarido, como si el pensamiento hubiera transformado al orador en un demente, y, a su grito, el gran brazo se balanceó combando los músculos poderosos y la larga lanza saltó hacia el pecho de Kane.

Solo un luchador nato podría haber evitado ese golpe. La instintiva acción de Kane le salvó la vida... la gran hoja rozó sus costillas y él se apartó devolviendo el golpe con una relampagueante estocada que mató a un guerrero que, en aquel instante, se interpuso entre el jefe y él.

Las lanzas centellearon a la luz de la luna y Kane, bloqueando una y esquivando otra, saltó sobre el angosto puente, donde sólo cabía un hombre a la vez.

Nadie quiso ser el primero. Permanecieron en el borde atacando, avanzando cuando él retrocedía, reculando cuando él respondía. Sus lanzas eran mas largas que su estoque, pero el compensaba la diferencia y el número dispar con su destreza centelleante y la fría ferocidad de su ataque.

Ondulaban adelante y atrás, y repentinamente un gigante se abrió paso entre sus compañeros y cargó sobre el puente como un búfalo salvaje: hombros combados, lanza tendida, los ojos fulgurando con una luz insana. Kane retrocedió ante la embestida, reculó otra vez tratando de esquivar el lanzazo y encontrar un resquicio para su punta. Saltó a un lado y se encontró balanceándose al borde del puente con la eternidad abriéndose a sus pies. Los salvajes aullaron en salvaje exultación mientras se tambaleaba tratando de equilibrarse, y el gigante en el puente bramó y se lanzó sobre su bamboleante enemigo.

Kane bloqueó con todas sus fuerzas... algo que muy pocos espadachines podrían haber hecho, desequilibrado como estaba... vio la hoja cruel de la lanza relampaguear junto a su mejilla... sintiéndose caer de espaldas en el abismo. Se aferró al astil de la lanza con un desesperado esfuerzo, enderezándose y atravesando al lancero. La gran caverna roja de la boca del gigante expulsó sangre y, con un esfuerzo moribundo, se lanzó ciegamente contra su enemigo. Kane, con sus talones sobre el borde del puente, no pedía evitarle y chocaron, desapareciendo silenciosamente en las profundidades inferiores.

Sucedió tan rápidamente que los guerreros quedaron anonadados. El rugido de triunfo del gigante había apenas muerto en sus labios cuando ambos ya caían a la oscuridad. Ahora, los demás nativos se acercaron al puente para mirar abajo con curiosidad, pero ningún sonido llegó desde el oscuro vacío.