2. EL FORASTERO EN TULAROOSA
El curioso resplandor a cuya luz había visto por primera vez a la muchacha cuarterona se había esfumado. En mi confusión, lo había olvidado. Pero mientras me abría paso a tientas hacia el sendero, no malgasté el tiempo en vanas conjeturas sobre su origen. El misterio había llegado a los pinares y la luz fantasmagórica que planeaba sobre los árboles formaba parte de esa atmósfera.
Mi caballo resoplaba y tiraba de las riendas, asustado por el olor de la sangre que impregnaba el pesado aire cargado de humedad. Unos cascos resonaron por el camino, un amasijo de figuras bajo la creciente claridad. Unas voces me interpelaron.
—¿Quién va? ¡Avanza y di quién eres antes de que disparemos!
—¡Calma, Esaú! —exclamé—. Soy yo..., ¡Kirby Buckner!
—¡Truenos, Kirby Buckner! —dijo secamente Esaú McBride, bajando su pistola. Las figuras altas y enérgicas de los otros jinetes se alzaban detrás suyo—. Oímos un tiro —dijo McBride—. Estábamos patrullando los caminos alrededor de Grimesville como lo hemos estado haciendo cada noche desde hace ya una semana..., desde que mataron a Ridge Jackson.
—¿Quién mató a Ridge Jackson?
—Los negros del pantano. Eso es todo lo que sabemos. Ridge salió de los bosques una madrugada y llamó a la puerta del capitán Sorley. El capitán dice que tenía el mismo color que las cenizas. A gritos, le dijo al capitán que le dejase entrar, por el amor de Dios, que tenía algo espantoso que contarle. Bien, el capitán se dispuso a abrir la puerta pero antes de que hubiese podido bajar las escaleras oyó un jaleo espantoso fuera, entre los perros, y a un hombre gritando, al que reconoció como Ridge. Y cuando llegó a la puerta, no había nada salvo un perro muerto tendido en el patio con la cabeza aplastada, y todos los demás perros estaban como locos. Luego encontraron a Ridge entre los pinos, a unos centenares de metros de la casa. Por el modo en que el terreno había sido removido y la maleza arrancada, le habían arrastrado hasta allí cuatro o cinco hombres. Puede que se acabasen cansando de llevarle. Fuese como fuese, le dejaron la cabeza hecha puré y lo abandonaron allí.
—¡Que me condenen! —musité—. Bien, hay un par de negros tendidos entre la maleza, quiero ver si tú les conoces, yo no.
Un instante después nos hallábamos en el pequeño claro, perfectamente iluminado ya por la creciente claridad del amanecer. Una forma negra yacía retorcida sobre las revueltas agujas de pino, la cabeza en un charco de sangre y sesos. Había grandes manchas de sangre en el suelo y en los arbustos al otro extremo del pequeño claro, pero el negro herido había desaparecido.
McBride hizo girar el despojo con la bota.
—Uno de los negros que vinieron con Saúl Stark —murmuró.
—¿Quién diablos es ése? —inquirí.
—El negro más extraño que ha venido aquí desde que tú bajaste la última vez por el río. Dice que viene de Carolina del Sur. Vive en esa vieja cabaña, en el Cuello..., ya sabes, la choza donde solían vivir los negros del coronel Reynolds.
—Esaú, supón que me acompañas a caballo hasta Grimesville
—dije—, y me cuentas todo sobre este asunto mientras viajamos. Los demás podríais explorar los alrededores y ver si podéis encontrar a un negro herido entre la maleza.
No tuvieron objeción alguna a ello; los Buckner siempre han sido considerados de modo táctico como líderes en Canaan, y el ofrecer tales sugerencias me resultaba natural. Nadie le da órdenes a los blancos en Canaan.
—Supuse que aparecerías pronto —dijo McBride mientras cabalgábamos por el cada vez más iluminado sendero—. Normalmente te las arreglas para estar al tanto de lo que sucede en Canaan.
—¿Qué está sucediendo? —pregunté—. No estoy enterado de nada. Una vieja negra, en Nueva Orleans, me dijo algo acerca de que había problemas. Naturalmente, volví a casa lo más rápido que pude. Tres negros desconocidos me tienden una emboscada... —sentía una curiosa reluctancia a mencionar lo de la mujer—. Y ahora tú me dices que alguien ha matado a Ridge Jackson. ¿Qué significa todo esto?
—Los negros del pantano mataron a Ridge para cerrarle la boca —proclamó McBride—. Ésa es la única explicación razonable. Debían pisarle los talones cuando llamó a la puerta del capitán Sorley. Ridge había trabajado la mayor parte de su vida para el capitán Sorley; le tenía mucho aprecio al viejo. En los pantanos se está cociendo algo diabólico, y Ridge quería advertir al capitán. Eso es lo que yo me imagino.
—¿Advertirle acerca de qué?
—No lo sabemos —confesó McBride—. Por eso todos tenemos los nervios de punta. Debe tratarse de una rebelión.
Esa palabra era suficiente para helarle de miedo el corazón a cualquiera que viviese en Canaan. Los negros se habían rebelado en 1845, y el rojo terror de esa rebelión no había sido olvidado, ni las tres revueltas menores que la precedieron, cuando los esclavos se amotinaron esparciendo el incendio y la muerte desde Tularoosa hasta las orillas del Río Negro. El miedo a una rebelión negra acechaba eternamente en las profundidades de esa comarca remota y olvidada; hasta los mismos niños se empapaban de él en sus cunas.
—¿Qué te hace pensar que podría tratarse de una rebelión? —pregunté.
—Para empezar, todos los negros han abandonado los campos. Tienen algo que hacer en Goshen. No he visto un negro en Grimesville en toda la semana. Los negros de la ciudad se han largado.
En Canaan seguíamos distinguiendo a los negros de un modo que había nacido en los días anteriores a la guerra. «Negros de ciudad» son los descendientes de los criados domésticos de los viejos tiempos, y la mayoría viven en o cerca de Grimesville. No hay muchos, comparados con la masa de los «negros de los pantanos», que viven en pequeñas granjas a lo largo de los arroyos y junto a los pantanos, o en la aldea negra de Goshen, junto al Tularoosa. Son los descendientes de los braceros de los viejos tiempos y, sin que les haya tocado la delgada capa de civilización que refino la naturaleza de los criados domésticos, siguen siendo tan primitivos como sus antepasados africanos.
—¿Adonde se han ido los negros de la ciudad? —pregunté.
—Nadie lo sabe. Se desvanecieron hace una semana. Probablemente se esconden a lo largo del Río Negro. Si vencemos, volverán. Si no, se refugiarán en Sharpsville.
Tal despreocupación me pareció un poco aterradora, como si la rebelión fuese ya una cosa segura.
—Bueno, ¿qué has hecho? —pregunté.
—No hay mucho que podamos hacer —confesó—. Los negros no han actuado abiertamente, aparte de matar a Ridge Jackson; y no podemos probar quién lo hizo, o el motivo.
»Lo único que han hecho ha sido esfumarse. Pero eso es muy sospechoso. No podemos evitar el pensar que Saúl Stark está detrás de todo esto.
—¿Quién es ese tipo? —pregunté.
—Ya te he contado todo lo que sé. Obtuvo el permiso para instalarse en esa vieja cabaña abandonada del Cuello; un diablo negro y enorme que habla el inglés mucho mejor de lo que me gusta oírlo hablar a un negro. Pero parecía bastante respetuoso. Había con él tres o cuatro muchachotes de Carolina del Sur, y una mulata de la que no sabemos si es su hija, hermana, mujer o qué. Sólo ha estado una vez en Grimesville y, unas cuantas semanas después de que llegase a Canaan, los negros empezaron a portarse de un modo extraño. Algunos de los muchachos querían llegarse a caballo hasta Goshen y pegar unos cuantos tiros, pero eso es actuar a ciegas.
Sabía que pensaba en una historia espantosa que nos habían contado nuestros abuelos sobre cómo una expedición punitiva de Grimesville había caído en una emboscada y sido degollada entre los densos bosques que ocultaban Goshe, convertida luego en un punto de cita para los esclavos fugitivos, mientras que otra banda con las manos ensangrentadas devastaba Grimesville, dejada indefensa por la temeraria incursión.
—Coger a Saúl Stark podría tener ocupados a todos los hombres —dijo McBride—. Y no nos atrevemos a dejar desprotegida la ciudad. Pero pronto tendremos que hacerlo. Vaya, ¿qué es esto?
Habíamos salido de lo árboles y estábamos entrando en la aldea de Grimesville, el centro comunitario de la población blanca de Canaan. No era una población ostentosa. Cabañas de troncos, limpias y encaladas, eran suficientes. Pequeñas viviendas rodeaban las grandes y anticuadas mansiones que cobijaban a la tosca aristocracia de aquella democracia perdida entre los bosques. Todas las familias de «plantadores» vivían «en la ciudad». «El campo» lo ocupaban sus aparceros y los pequeños granjeros independientes, tanto blancos como negros.
Junto al lugar donde el sendero emergía serpenteando del espeso bosque se alzaba una pequeña cabaña de troncos. De ella salían voces, con acentos amenazadores, y luego emergió una figura alta y desgarbada, rifle en mano, que se quedó en el quicio de la puerta.
—¡Hola, Esaú! —saludó el hombre—. ¡Por todos los santos, si ése es Kirby Buckner! Me alegro de verte, Kirby.
—¿Qué pasa, Dick? —preguntó McBride.
—Tengo a un negro ahí dentro, y estoy intentando hacerle hablar. Bill Reynolds le vio escurriéndose junto a la ciudad de día, y le pescó.
—¿Quién es?
—Tope Sorley. John Willoughsby se ha ido a buscar una víbora negra.
Con un juramento en voz baja salté de mi caballo y entré en la cabaña, seguido de McBride. Media docena de hombres con botas y pistoleras se apiñaban rodeando a una figura patética que se encogía sobre un camastro viejo y roto. Tope Sorley (sus antepasados habían adoptado el nombre de la familia de sus propietarios, en los días de los esclavos) era un espectáculo penoso en esos momentos. Tenía la piel cenicienta, los dientes le castañeteaban de modo espasmódico y sus ojos parecían intentar desaparecer en el interior de su cráneo.
—¡Aquí está Kirby! —exclamó uno de los hombres cuando me abrí paso a través del grupo—. ¡Apuesto que él hará hablar a este idiota!
—¡Ya viene John con la víbora negra! —gritó alguien, y un estremecimiento recorrió el cuerpo tembloroso de Tope Sorley.
Aparté la empuñadura del feo látigo que me habían puesto ansiosamente en la mano.
—Tope —dije—, trabajaste en una de las granjas de mi padre durante años. ¿Acaso algún Buckner te ha tratado alguna vez de modo injusto?
—No señor —fue la débil respuesta.
—Entonces, ¿de qué tienes miedo? ¿Por qué no hablas? Algo está pasando en los pantanos. Tú lo sabes, y quiero que nos digas la razón de que los negros de ciudad se hayan marchado, de que hayan matado a Ridge Jackson y que los negros de los pantanos estén actuando tan misteriosamente.
—¡Y qué diabluras está cociendo ese maldito Saúl Stark en Tularoosa! —gritó uno de los hombres.
Tope pareció encogerse aún más ante la mención de Stark.
—No me atrevo —se estremeció—. ¡M'echaría al pantano!
—¿Quién? —pregunté—. ¿Stark? ¿Stark es un brujo? Tope hundió la cabeza entre sus manos y no contestó. Le puse la mano en el hombro.
—Tope —dije—, sabes que si hablas te protegeremos. Si no hablas, no te creas que Stark te tratará mucho peor de lo que lo harán estos hombres. Ahora, suéltalo, ¿qué está sucediendo?
Alzó hacia mí unos ojos llenos de desesperación.
—Tienen que dejar que me quede aquí —dijo tembloroso—. Y vigilarme, y darme dinero pa'largarme cuando s'aya acabado el problema.
—Haremos todo eso —accedí al instante—. A partir de ahora te puedes quedar en esta cabaña hasta que estés listo para irte a Nueva Orleans o a donde quieras ir.
Cedió, derrumbándose, y las palabras fueron cayendo de sus lívidos labios.
—Saúl Stark es un brujo. Ha venido aquí porque esto se halla lejos de tó. Quiere matar a tos los blancos de Canaan...
Del grupo se alzó un gruñido, como el que surge involuntariamente de la garganta de la jauría de lobos que husmea el peligro.
—Quiere haserse rey de Canaan. 'Ta mañana me mandó a espiar, a ver si el señó Kirby había escapado. Mandó hombres para que le cogieran en el camino, po que sabe qu'el señó Kirby volvía a Canaan. Los negros llevan semanas hasiendo vudú en Tularoosa. Ridge Jackson se lo iba a decir al capitán Sorley; así que los negros de Stark le siguieron y le mataron. Eso puso loco a Stark. No quería matar a Ridge; lo quería poner en el pantano con Tunk Bixby y los otros.
—¿De qué estás hablando? —pregunté.
Lejos, en los bosques, se alzó un extraño y agudo griterío, como el de un pájaro. Mas no había pájaro alguno en Canaan que hubiese gritado así antes. Tope lanzó un grito como de respuesta, y se encogió tembloroso. Se hundió en el catre, realmente paralizado de miedo.
—¡Eso es una señal! —dije yo con brusquedad—. Algunos de vosotros, salid a mirar.
Media docena de hombres se apresuraron a seguir mi sugerencia y yo volví a la tarea de hacer que Tope continuase con sus revelaciones. Era inútil. Algún temor horripilante le había sellado los labios. Yacía temblando como un animal herido, y ni siquiera pareció oír mis preguntas. Nadie sugirió el uso de la víbora negra. Cualquiera podía ver que el negro estaba paralizado por el terror.
Finalmente, los que habían salido a investigar volvieron con las manos vacías. No habían visto a nadie y la espesa alfombra de agujas de pino no mostraba huella alguna. Los hombres me contemplaron expectantes. Como hijo del coronel Buckner, el liderazgo era algo que se esperaba de mí.
—¿Qué hacemos, Kirby? —preguntó McBride—. Breckinridge y los otros acaban de llegar. No pudieron encontrar el negro al que heriste.
—Había otro negro al que golpeé con una pistola —dije—. Puede que volviera y le ayudase. —Seguía sin poderme decidir a hablar de la muchacha mulata—. Dejad a Tope solo, puede que se le pase el susto dentro de un rato. Mejor que haya un guardia todo el tiempo en la cabaña. Los negros del pantano podrían intentar hacerle lo mismo que a Ridge Jackson. Será mejor que hagas explorar los senderos alrededor del pueblo, Esaú; puede que haya algunos de ellos escondiéndose en los bosques.
—Lo haré. Supongo que ahora querrás ir a casa y ver a los tuyos.
—Sí. Y quiero cambiar estos juguetes por un par de cuarenta y cuatros. Entonces saldré a caballo y les diré a los del campo que vengan a Grimesville. Si esto va a ser una rebelión, no sabemos cuándo empezará.
—¡No irás solo! —protestó McBride.
—No me pasará nada —respondí con impaciencia—. Puede que al final todo esto no sea nada, pero es mejor actuar como si lo fuera. Por eso voy a visitar a la gente del campo. No, no quiero que nadie vaya conmigo. Si los negros enloquecen lo bastante como para atacar el pueblo, vais a necesitar a cada uno de los hombres que hay. Pero si puedo acercarme a algunos negros del pantano y hablar con ellos, creo que no habrá ningún ataque.
—No lograrás verles ni el pelo —predijo McBride.