1. LLAMADA DE CANAAN
—¡Algo pasa en Arroyo Tularoosa!
Un aviso capaz de hacer que un escalofrío recorriese la espalda de cualquiera que se hubiese criado en esa remota comarca perdida, llamada Canaan, que se halla entre Tularoosa y el Río Negro..., capaz de hacerle volver corriendo a esa región bordeada de pantanos desde cualquier lugar al que le hubiese llegado el aviso.
Fue sólo un murmullo surgido de los labios marchitos de una vieja negra arrugada, que se desvaneció entre la multitud antes de que pudiese cogerla del brazo; pero fue suficiente. No era necesario buscar confirmación alguna; no había necesidad de inquirir por qué misteriosos medios, conocidos sólo de los negros, le había llegado el mensaje. No había necesidad de preguntar qué fuerzas oscuras se habían puesto en acción para hacer que aquellos labios le hiciesen tal revelación a un hombre del Río Negro. Era suficiente con que el aviso hubiese sido transmitido..., y entendido.
¿Entendido? ¿Cómo le era posible a cualquier hombre del Río Negro dejar de entender esa advertencia? No podía tener sino un solo significado: que los viejos odios hervían de nuevo en las profundas junglas de las tierras pantanosas, que las sombras oscuras se deslizaban a través de los cipreses y que la muerte estaba de nuevo dispuesta a salir y cobrar su presa desde la negra y misteriosa aldea que yace soñolienta en la costa festoneada de musgos de la taciturna Tularoosa.
Apenas una hora después, Nueva Orleans iba quedando más y más atrás a cada vuelta de la ruidosa rueda de paletas del barco. Para cada hombre nacido en Canaan hay siempre un lazo invisible que le arrastra de vuelta, esté donde esté, cuando su tierra natal se encuentra amenazada por la sombra tenebrosa que, durante más de medio siglo, ha permanecido al acecho en sus cubiles de la jungla.
Las embarcaciones más veloces que tenía a mi alcance me parecieron de una enloquecedora lentitud durante la carrera por el gran río, primero, y por la más estrecha y turbulenta corriente después. Ardía dé impaciencia cuando desembarqué en el muelle de Sharpsville, con los últimos diecisiete kilómetros de mi viaje aún por recorrer. Había pasado ya la medianoche, pero me apresuré hacia la cuadra donde, por obra de una tradición que tenía medio siglo de antigüedad, hay siempre un caballo Buckner, ya sea de día o de noche.
Mientras un adormilado muchacho negro ajustaba las cinchas, me volví hacia el propietario del establo, Joe Lafely, que permanecía quieto, observándonos y bostezando, sosteniendo en alto una linterna.
—¿Corren rumores de que hay problemas en Tularoosa? Palideció bajo la luz de la linterna.
—No lo sé. He oído hablar de algo así. Pero los de Canaan siempre mantenéis la boca cerrada. Nadie de fuera sabe lo que ocurre ahí dentro...
La noche engulló su linterna y su voz tartamudeante a medida que yo me dirigía hacia el oeste siguiendo el sendero.
La roja luna se escondió entre los negros pinos. A lo lejos, en los bosques, los búhos ululaban y, en algún lugar, un sabueso aullaba su vieja desazón hacia la noche. Crucé el arroyo de la Cabeza del Negro bajo la oscuridad que precede al amanecer, un trazo de resplandeciente negrura encuadrada por muros de sólidas sombras. Los cascos de mi caballo chapotearon en el agua poco profunda y resonaron sobre las húmedas piedras, un ruido sorprendentemente fuerte en medio del silencio y la calma nocturnas. Más allá del arroyo de la Cabeza del Negro empezaba la comarca que los hombres llamaban Canaan.
Penetrando en el mismo pantano, unos kilómetros al norte, que da a luz al Tularoosa, el Cabeza del Negro fluye luego hacia el sur para reunirse con el Río Negro a unos cuantos kilómetros al oeste de Sharpsville, en tanto que el Tularoosa corre hacia el oeste para encontrarse con el mismo río un poco más arriba. El curso del Río Negro va del noroeste al sudeste; de modo que esas tres corrientes forman el gran triángulo irregular conocido como Canaan.
En Canaan vivían los hijos y las hijas de los pioneros blancos de la frontera que colonizaron por primera vez la comarca, y los hijos y las hijas de sus esclavos. Joe Lafely estaba en lo cierto; éramos una estirpe aislada y de pocas palabras, nos bastábamos a nosotros mismos, estábamos orgullosos de nuestro aislamiento e independencia.
Más allá de Cabeza del Negro los bosques se hacían más frondosos y el sendero se estrechaba, serpenteando a través de pinares sin dueño, rotos de vez en cuando por grupos de robles y cipreses. No había sonido alguno salvo el suave clop clop de los cascos sobre el polvo y el crujir de la silla de montar. Entonces, alguien rió roncamente entre las sombras.
Me erguí en la silla y atisbo entre los árboles. La luna se había ocultado y el alba estaba aún por llegar, mas un débil resplandor temblaba entre los árboles y a su luz distinguí una borrosa figura bajo las ramas llenas de musgo. Mi mano buscó instintivamente la empuñadura de una de las pistolas de duelo que llevaba, y la acción desencadenó otra carcajada, ronca y musical, burlona pero seductora. Distinguí un rostro moreno, un par de ojos centelleantes, una blanca dentadura exhibida en una sonrisa insolente.
—¿Quién diablos eres? —pregunté.
—¿Qué haces cabalgando a estas horas, Kirby Buckner?
Una sarcástica risa parecía burbujear en su voz. El acento era extraño y nada familiar; había en él un débil matiz negro, pero era tan rico y sensual como el curvilíneo cuerpo de su poseedora. En la lustrosa mata de su tenebrosa cabellera una gran flor blanca destellaba pálidamente en la oscuridad.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté—. Estás a mucha distancia de cualquier cabaña de negros. Y no te conozco.
—Llegué a Canaan después de que te marchases —respondió ella—. Mi cabaña está en el Tularoosa, pero me he perdido. Y mi pobre hermano se ha hecho daño en la pierna y no puede andar.
—¿Dónde está tu hermano? —pregunté, inquieto. Su perfecto inglés me resultaba turbador, acostumbrado como estaba al dialecto de los negros.
—Lejos, en los bosques..., ¡muy lejos! —contestó, al tiempo que señalaba hacia las negras profundidades con un movimiento ondulante de su flexible cuerpo más que con un gesto de la mano, sonriendo atrevidamente al hacerlo.
Sabía que no había ningún hermano herido, y ella sabía que yo lo sabía, y se reía de mí. Pero en mi interior se alzaba un extraño torbellino de emociones enfrentadas. Nunca antes le había prestado atención a ninguna negra o mulata. Pero esta muchacha cuarterona era distinta de todas las que había visto. Sus rasgos eran tan regulares como los de una mujer blanca, y no hablaba como una mujerzuela cualquiera. Y, con todo, tenía algo de bárbaro, tanto en la clara seducción de su sonrisa como en el brillo de sus ojos y la desvergonzada pose de su voluptuoso cuerpo. Cada gesto y cada uno de sus movimientos la apartaban del comportamiento normal de las mujeres; su belleza indómita no estaba sometida a ley alguna, estaba hecha más para enloquecer que para calmar, para hacer que un hombre se volviese ciego e inconsciente, para despertar en él todas las pasiones desenfrenadas que ha heredado de sus simiescos antepasados.
A duras penas si puedo recordar cómo desmonté y até las riendas de mi caballo. La sangre me latía sofocantemente en los pómulos mientras la miraba, lleno de sospechas y fascinado al mismo tiempo.
—¿Cómo conoces mi nombre? ¿Quién eres?
Con una provocativa carcajada me tomó la mano y me hizo penetrar más en las sombras. Fascinado por las luces que brillaban en sus oscuros ojos, apenas fui consciente de lo que hacía.
—¿Quién no conoce a Kirby Buckner? —rió ella—. Toda la gente de Canaan, blanca o negra, habla de ti. ¡Ven! ¡Mi pobre hermano está ansioso por verte! —Y rió, maliciosa y triunfante.
Ese descaro sin disimulo alguno fue el que me devolvió la cordura. Su cínica burla rompió el encanto casi hipnótico en el que había caído.
Me paré en seco, apartándole la mano, gruñendo:
—¿En qué juego del demonio andas metida, mujerzuela?
Instantáneamente, la sonriente sirena se convirtió en un gato de la jungla enloquecido por la sangre. En sus ojos ardieron llamas asesinas, sus rojos labios se contorsionaron en un rugido y ella retrocedió de un salto, lanzando un agudo alarido. El ruido de unos pies desnudos lanzados a la carrera respondió a su llamada. La primera y débil luz del amanecer penetró por entre las ramas, revelando a mis atacantes, tres flacos y gigantes negros. Vi destellar el blanco de sus ojos, el brillo de sus dentaduras, el reflejo del acero desnudo en sus manos.
Mi primera bala le atravesó el cráneo al más alto de los tres, haciéndole caer muerto en plena carrera. Mi segunda pistola emitió un chasquido..., de algún modo, el percutor sólo había rozado el cartucho. La arrojé a un rostro negro y mientras éste caía, medio aturdido, desenvainé mi cuchillo bowie y me enfrenté al otro. Paré su golpe y mi respuesta le desgarró los músculos del vientre. Gritó como una pantera de los pantanos y trató salvajemente de aferrar la muñeca con que yo sostenía el cuchillo, pero le golpeé en la boca con el puño izquierdo y sentí sus labios partirse y sus dientes hacerse pedazos bajo el impacto mientras él retrocedía tambaleante, su cuchillo moviéndose a ciegas. Antes de que pudiese recobrar el equilibrio, ya me había lanzado sobre él y, con el cuchillo, le alcancé bajo las costillas. Lanzó un gemido y resbaló en un charco de su propia sangre, cayendo al suelo.
Giré en redondo, buscando al otro. Estaba poniéndose en pie, la sangre corriéndole por la cara y el cuello. Mientras saltaba hacia él, lanzó un grito de pánico y se sumergió ruidosamente entre los matorrales. La muchacha había desaparecido.