6. LA MUCHACHA DEL SUEÑO

Hace muy poco que he llegado a estas tierras

Desde la lejana y sombría Thule.

Poe

Oí unos leves pasos en el exterior de mi cuarto. El picaporte giró lenta y delicadamente; la puerta se abrió. Me puse en pie de un salto, lanzando un jadeo de sorpresa. Unos labios rojos entreabiertos, ojos oscuros como límpidos mares llenos de maravillas, una masa de brillantes cabellos... ¡en mi umbral miserable se hallaba la muchacha de mis sueños!

Entró y, girando con un movimiento sinuoso, cerró la puerta. Avancé de un salto, las manos tendidas, y me detuve al llevarse ella un dedo a los labios.

—No hables muy alto —dijo, casi en un susurro—. Él no dijo que no pudiese venir aquí; pero...

Su voz era suave y musical, con un deje extranjero en su acento que hacía que me resultase deliciosa. En cuanto a la muchacha en sí, cada frase y movimiento delataban al Oriente. Era como una brisa fragante que llegase del Este. Desde su cabellera negra como la noche, recogida por encima de su frente de alabastro, hasta sus diminutos pies, calzados con zapatillas puntiagudas de tacón alto, era la viva imagen del más alto ideal de la belleza asiática...; un efecto más aumentado que disminuido por la blusa y la falda inglesas que vestía.

—¡Eres preciosa! —dije, atónito—. ¿Quién eres?

—Soy Zuleika —respondió con una tímida sonrisa—. Me... me alegro de gustarte. Me alegro de que no sigas soñando los sueños del opio.

¡Cuan extraño era que una cosa tan insignificante fuese capaz de hacer latir tan locamente mi corazón!

—Todo te lo debo a ti, Zuleika —dije, la voz enronquecida por la emoción—. Si no hubiese soñado contigo cada hora desde que me sacaste del arroyo, me habría faltado la fuerza para pensar siquiera que pudiese llegar a librarme de mi maldición.

Se ruborizó de un modo encantador y entrelazó sus blancos dedos como si estuviese nerviosa.

—¿Abandonas mañana Inglaterra? —preguntó de pronto.

—Sí. Hassim no ha vuelto con mi billete —vacilé de repente, recordando la orden de silencio.

—¡Sí, lo sé, lo sé! —susurró ella con rapidez, abriendo más los ojos—. ¡Y John Gordon ha estado aquí! ¡Te vio!

—¡Sí!

Se me acercó con un movimiento rápido y flexible.

—¡Debes fingir que eres otro hombre! Escucha, mientras lo hagas, no debes dejar que Gordon te vea nunca. ¡Te reconocería, sin importar cuál fuese tu disfraz! ¡Es un hombre terrible!

—No entiendo —dije, completamente desorientado—. ¿Cómo me liberó el Amo de mi adicción al opio? ¿Quién es ese Gordon y por qué vino aquí? ¿Por qué se disfraza el Amo de leproso..., y quién es? Por encima de todo, ¿por qué voy a fingir que soy un hombre al que jamás he visto y del que nunca oí hablar?

—No puedo..., ¡no me atrevo a decírtelo! —musitó, palideciendo—. Yo...

En algún lugar de la mansión resonaron las quedas tonalidades de un gong chino. La muchacha se sobresaltó como una gacela asustada.

—¡Debo irme! ¡Él me llama!

Abrió la puerta y la cruzó a toda prisa, deteniéndose un instante para electrizarme con una apasionada exclamación:

—¡Oh, sahib, ten cuidado, ten mucho cuidado! Y se fue.