17. EL MUERTO DEL MAR
Gordon chupó ferozmente su cigarrillo turco, mirando abstraído, sin verle en realidad, a Hansen que estaba sentado ante él.
—Supongo que debemos apuntarnos otro fracaso. Ese levantino, Kamonos, es evidentemente un secuaz del egipcio y las paredes y los suelos de su tienda están probablemente cribados de paneles secretos y puertas capaces de desorientar hasta a un mago.
Hansen contestó algo pero yo no dije nada. Desde que habíamos vuelto al apartamento de Gordon, había sido consciente de una sensación de extremada languidez y torpeza que no podía ser explicada ni siquiera por mi estado. Sabía que mi organismo estaba lleno de elixir..., pero mi mente parecía extrañamente lenta y mi entendimiento torpe, en contraste directo con el estado medio de mi mente cuando estaba estimulada por la droga infernal.
Este estado se estaba disipando con lentitud, como la niebla que flota en la superficie de un lago, y yo sentía como si me estuviese despertando gradualmente de un sueño largo y antinaturalmente profundo.
—Daría lo que fuese por saber si Kamonos es en verdad uno de los esclavos de Kathulos o si el Escorpión logró huir a través de alguna salida natural cuando nosotros entrábamos —decía Gordon.
—Es cierto que Kamonos es su sirviente —me encontré diciendo de pronto con extrema lentitud, como si buscase las palabras adecuadas—. Cuando nos íbamos, noté que su vista se clavaba en el escorpión que llevo trazado en la mano. Entrecerró los ojos y, a punto de abandonar la tienda, se las arregló para acercarse a mí y susurrarme, a toda prisa: «Soho, cuarenta y ocho».
Gordon se puso en pie como un resorte bruscamente liberado.
—¡Increíble! —dijo secamente—. ¿Por qué no roe lo contó de inmediato?
—No lo sé.
Mi amigo me observó con atención.
—Me di cuenta de que al volver de la tienda parecía un hombre intoxicado —dijo—. Lo atribuí a algún efecto residual del opio. Pero no es así. Kathulos, sin duda, es un magistral discípulo de Mesmer, su poder sobre los reptiles venenosos lo demuestra, y estoy empezando a creer que es la auténtica fuente de su poder sobre los seres humanos.
»De algún modo, el Amo le cogió desprevenido en esa tienda y logró un dominio parcial sobre su mente. No sé desde qué escondrijo envió sus ondas mentales para trastornarle el cerebro, pero estoy seguro de que Kathulos se hallaba en algún lugar en esa tienda.
—Lo estaba. Estaba en el sarcófago.
—¡El sarcófago! —exclamó Gordon, con cierta impaciencia—. ¡Eso es imposible! La momia lo llenaba por completo y ni un hombre tan delgado como el Amo podría haber tenido espacio suficiente.
Me encogí de hombros, incapaz de discutir su argumento pero, de algún modo extraño, estaba seguro de la veracidad de lo que había dicho.
—Kamonos —prosiguió Gordon— no es, indudablemente, miembro del círculo íntimo y no sabe nada de su cambio de lealtades. Viendo la marca del escorpión supuso, sin duda, que era usted un espía del Amo. Puede que todo eso sea una trampa, pero tengo la impresión de que ese hombre era sincero. El número cuarenta y ocho del Soho debe de ser el nuevo punto de encuentro del Escorpión.
También yo presentía que Gordon estaba en lo cierto, aunque en mi fuero interno anidaba la sospecha.
—Anoche recogí los documentos del mayor Morley —prosiguió—, y los estudié mientras usted dormía. En su mayor parte corroboraban lo que ya sabía..., hacían hincapié en el nerviosismo de los nativos y repetían la teoría de que detrás de todo se hallaba un genio portentoso y único. Pero había algo que me interesó muchísimo y que pienso que también le interesará.
Sacó de su caja fuerte un manuscrito con la letra apretada y precisa del infortunado mayor y, con una voz monocorde que poco traicionaba su intenso interés, me leyó el pesadillesco relato siguiente:
«Considero que vale la pena dejar por escrito este asunto..., en cuanto a si tiene alguna relación con el caso que me ocupa, los hechos posteriores lo demostrarán. En Alejandría, donde pasé varias semanas buscando nuevas pistas en lo concerniente a la identidad del hombre conocido como el Escorpión, conocí, a través de mi amigo Ahmed Shah, al famoso egiptólogo profesor Ezra Schuyler, de Nueva York. Me confirmó lo que me habían declarado varias personas no expertas acerca de la leyenda del hombre del océano. Este mito, transmitido de generación a generación, se pierde en las más densas nieblas de la antigüedad y, en pocas palabras, consiste en que algún día surgirá del mar un hombre que llevará al pueblo de Egipto a la victoria sobre el resto de los pueblos. Esta leyenda se ha extendido por todo el continente de modo que ahora todas las razas negras consideran que hace referencia al advenimiento de un emperador universal. El profesor Schuyler me dio su opinión personal de que el mito guardaba cierta relación con la perdida Atlántida la cual, mantiene él, se hallaba entre los continentes de África y América del Sur y de cuyos habitantes eran tributarios los antepasados de los egipcios. Las razones de tal relación son demasiado extensas y poco concretas como para anotarlas aquí, pero en apoyo de su teoría me narró una historia extraña y fantástica. Dijo que un amigo íntimo suyo, Von Lorfmon, de Alemania, una especie de aventurero científico, ahora difunto, navegaba hace algunos años por las costas del Senegal con el propósito de investigar y clasificar los raros especímenes de fauna marina que se encuentran allí. Usaba para tal labor un pequeño mercante, con una tripulación de moros, griegos y negros.
«Cuando llevaban unos días sin ver tierra, avistaron algo que flotaba y dicho objeto, una vez recogido y subido a bordo, resultó ser un sarcófago de la especie más curiosa. El profesor Schuyler me explicó en qué aspectos difería del estilo corriente egipcio, pero de su disertación más bien técnica saqué meramente la impresión de que se trataba de un objeto de forma extraña en el que había tallados caracteres que no eran ni cuneiformes ni jeroglíficos. El sarcófago estaba recubierto de una gruesa capa de laca que lo hacía impermeable al agua y absolutamente estanco, y Von Lorfmon tuvo considerables dificultades para abrirlo. Sin embargo, se las arregló para hacerlo sin estropear el sarcófago, revelando así una momia de lo más extraña. Schuyler dijo que nunca llegó a ver ni la momia ni el sarcófago, pero que según la descripción dada por el patrón griego que se hallaba presente al abrirse el sarcófago, la momia difería tanto de un hombre corriente como el sarcófago del tipo convencional.
»E1 examen demostró que el sujeto no había sufrido el proceso usual de momificación. Todas sus partes se hallaban tan intactas como en vida, pero el cuerpo entero se había encogido y endurecido hasta una consistencia cercana a la de la madera. Estaba recubierto de vendajes que se convirtieron en polvo, desvaneciéndose en el instante que los tocó el aire.
»Von Lorfmon quedó impresionado por el efecto que esto tuvo sobre la tripulación. Los griegos no demostraron un interés superior a] normal en cualquier hombre, ¡pero los moros, y aún más los negros, parecieron volverse locos a un tiempo! Mientras el sarcófago era izado a bordo, se arrodillaron todos en la cubierta y prorrumpieron en una especie de cántico de adoración, y fue necesario usar la fuerza para impedirles entrar en el camarote donde se destapó la momia. Hubo varias peleas entre ellos y los griegos de la tripulación, y el patrón y Von Lorfmon creyeron mejor poner rumbo al puerto más próximo a toda prisa. El patrón lo atribuyó a la aversión natural que sienten todos los hombres de mar ante un cadáver a bordo, pero Von Lorfmon pareció notar en ello un significado más profundo.
«Atracaron en Lagos y esa misma noche Von Lorfmon fue asesinado en su camarote y la momia y su sarcófago se desvanecieron. Todos los marineros negros y moros desertaron esa misma noche del navío. Schuyler dijo (y aquí el asunto cobraba un aspecto más siniestro y misterioso) que inmediatamente después ese difuso malestar entre los nativos empezó a crecer y cobrar forma tangible; lo relacionaba, de algún modo, con la vieja leyenda.
«Asimismo, un aura de misterio rodeaba la muerte de Von Lorfmon. Se había llevado la momia a su camarote y, previendo un ataque de la fanatizada tripulación, había cerrado y atrancado cuidadosamente la puerta y los ojos de buey. El patrón, hombre digno de confianza, juró que era virtualmente imposible entrar desde el exterior. Y las señales existentes indicaban que los cerrojos habían sido abiertos desde el interior. Al científico lo mataron con una daga que formaba parte de su colección y que fue hallada en su pecho.
«Como he dicho, inmediatamente después el caldero africano empezó a hervir. Schuyler dijo que en su opinión los nativos consideraban que la vieja profecía se había cumplido. La momia era el hombre del mar.
«Schuyler opinaba que todo era obra de los atlantes y que el hombre del sarcófago era un nativo de la perdida Atlántida. Cómo llegó a la superficie el sarcófago a través de las incalculables brazas de agua que cubren la tierra olvidada, es algo sobre lo que no se aventuró a ofrecer teoría alguna. Está seguro de que en algún lugar, en los laberintos plagados de espectros de las junglas africanas, la momia ha sido entronizada como dios y que, inspirados por esa cosa muerta, los guerreros negros se están reuniendo para una colosal matanza. Cree, también, que algún astuto musulmán está impulsando directamente la temida rebelión.»
Gordon dejó de leer y me miró.
—Las momias parecen tejer una extraña danza a través de la urdimbre del relato —dijo—. El científico alemán tomó varias fotos de la momia con su cámara, y fue después de verlas (ya que, extrañamente, no fueron robadas junto con el objeto) cuando el mayor Morley empezó a creerse cercano a algún monstruoso descubrimiento. Su diario refleja su estado mental y se hace incoherente..., su condición parecía estarse acercando a la locura. ¿Qué descubrió para perder de tal modo el equilibrio? ¿Supone acaso que los hechizos mesméricos de Kathulos fueron usados contra él?
—Esas fotos... —empecé a decir.
—Cayeron en manos de Schuyler y él le entregó una a Morley. La encontré entre el manuscrito.
Me alargó la foto, mientras me observaba atentamente. La miré, me puse en pie vacilante y me serví una copa de vino.
—No es un ídolo muerto en una choza de vudú —dije, la voz temblorosa—, sino un monstruo animado por una vida temible, recorriendo el mundo en busca de víctimas. Morley vio al Amo..., por eso su mente se hizo pedazos. ¡Gordon, como que estoy vivo que ese rostro es el de Kathulos!
Gordon se me quedó mirando, sin habla.
—La mano del Amo, Gordon —y me reí.
Cierta tétrica alegría hendió las nieblas de mi terror ante la imagen de aquel inglés de nervios acerados que se había quedado mudo, indudablemente por primera vez en su vida.
Se humedeció los labios y, con una voz que a duras penas era reconocible, dijo:
—Entonces, Costigan, en nombre de Dios, nada es seguro o estable, y la humanidad se tambalea al borde de abismos indecibles de horror sin nombre. Si ese monstruo muerto descubierto por Von Lorfmon es en verdad el Escorpión, devuelto a la vida de algún modo espantoso, ¿qué pueden contra él los esfuerzos de los mortales?
—La momia en la tienda de Kamonos... —dije yo.
—Sí, el hombre de la carne endurecida por mil años de no-existencia... ¡Debía de ser Kathulos en persona! Habría tenido el tiempo justo para desnudarse, revestirse con los vendajes de lino y tenderse en el sarcófago antes de que entrásemos. Recordará que el sarcófago, apoyado contra la pared, estaba parcialmente oculto por un gran ídolo birmano que obstruía nuestra visibilidad y, sin duda, le dio tiempo para llevar a cabo sus propósitos. Dios mío, Costigan, ¿con qué horror del mundo prehistórico estamos tratando?
—He oído hablar de fakires hindúes que podían lograr provocarse un estado muy parecido a la muerte —dije—. ¿Acaso no es posible que Kathulos, un oriental astuto y lleno de recursos, se pusiese a sí mismo en tal estado y sus seguidores depositasen el sarcófago en el océano, allí donde era seguro que lo encontrasen? ¿Y acaso esta noche, en la tienda de Kamonos, no podía hallarse en tal estado? Gordon negó con la cabeza.
—No. He visto a esos fakires. Ninguno de ellos se fingió muerto hasta el extremo de encogerse y endurecerse..., en una palabra, de resecarse. Morley, relatando en otro lugar la descripción del sarcófago tal y como la anotó Von Lorfmon y fue transmitida a Schuyler, menciona el hecho de que había gran cantidad de algas adheridas a éste..., algas de una clase que sólo se encuentra a grandes profundidades, en el fondo del océano. La madera, asimismo, era de una clase que Von Lorfmon no logró reconocer o clasificar, pese al hecho de que era una de las mayores autoridades vivientes sobre la flora. Y sus notas destacan con énfasis una y otra vez la enorme vejez del objeto. Admitió que no había modo de decir cuál era la antigüedad de la momia, pero sus alusiones indican que él la remontaba no a miles, ¡sino a millones de años!
»No. Debemos enfrentarnos a los hechos. Ya que usted está seguro de que el rostro de la momia es el de Kathulos, y un fraude es casi imposible, una de estas dos cosas debe ser cierta: el Escorpión no murió nunca sino que, hace eones, fue colocado en ese sarcófago y su vida preservada de algún modo o, de lo contrario..., ¡estaba muerto y fue devuelto a la vida! Cualquiera de las dos teorías, considerada a la fría luz de la razón, es absolutamente insostenible. ¿Estamos todos locos?
—Si alguna vez hubiese recorrido el camino que lleva al país del opio —dije sobriamente—, podría creer en cualquier cosa. Si hubiese contemplado los terribles ojos de reptil de Kathulos, el hechicero, no dudaría de que estuvo al mismo tiempo muerto y vivo.
Gordon miró por la ventana, su delgado rostro lleno de agotamiento bajo la luz grisácea que había empezado a filtrarse por los cristales.
—De cualquier modo —dijo—, hay dos sitios que tengo la intención de explorar concienzudamente antes de que el sol vuelva a salir: la tienda de antigüedades de Kamonos y el número cuarenta y ocho del Soho.