15. LA MARCA DEL TULWAR
El mundo ahíto yace junto
a su soñolienta compañera
En la bien ordenada tierra;
pero los flacos lobos aguardan.
Mundy
Permanecí sentado, solo, en las habitaciones de John Gordon y me reí sin ninguna alegría. Pese al estímulo del elixir, la tensión de la noche anterior con su pérdida de sueño y sus agotadores acontecimientos, empezaba a afectarme. Mi mente era un caótico remolino en el que los rostros de Gordon, Kathulos y Zuleika oscilaban con cegadora rapidez. Toda la cantidad de información que Gordon me había dado parecía desordenada e incoherente.
Entre todas mis ideas, un hecho destacaba con gran claridad. Debía descubrir el último escondite del egipcio y liberar a Zuleika de sus manos..., si es que aún vivía.
Una semana, había dicho Gordon..., me reí de nuevo, una semana y no estaría en condiciones de ayudar a nadie. Había descubierto la dosis adecuada de elixir que debía usar..., conocía la cantidad mínima que requería mi organismo... Y sabía que, como máximo, el frasquito me duraría cuatro días. Cuatro días para recorrer los cubiles de las ratas de Limehouse y el Barrio Chino, cuatro días en los que encontrar, en algún lugar entre los laberintos del East End, el cubil de Kathulos.
Ardía de impaciencia por comenzar la búsqueda, pero la naturaleza se rebeló y, tras llegar vacilante hasta un diván, caí en él e inmediatamente me quedé dormido.
Alguien estaba sacudiéndome.
—¡Despierte, señor Costigan!
Me senté, pestañeando. Ante mí se hallaba Gordon con el semblante preocupado.
—¡Costigan, en esto anda metido el diablo! ¡El Escorpión ha vuelto a actuar!
De un salto me puse en pie, aún medio dormido y dándome cuenta sólo a medias de lo que estaba oyendo. Me ayudó a ponerme el abrigo, me lanzó el sombrero y luego, su firme brazo medio empujándome, me hallé fuera del apartamento y bajando las escaleras. En las calles los faroles estaban encendidos. Había dormido un tiempo increíble.
—¡Una víctima lógica! —oí que decía mi compañero—. ¡Tendría que haberme notificado su llegada al instante!
—No entiendo... —empecé a decir, medio aturdido.
Nos hallábamos en la esquina y Gordon llamó a un taxi, dando la dirección de un hotel pequeño y poco ostentoso en un barrio de buena reputación de la ciudad.
—El barón Rokoff —dijo secamente mientras el coche se lanzaba por las calles a una velocidad temeraria—, un agente ruso conectado con el Ministerio de Guerra. Regresó de Mongolia ayer y, aparentemente, se escondió. Sin duda, se había enterado de algo vital concerniente al lento despertar del Este. No se había comunicado aún con nosotros y no tenía idea de que se hallase en Inglaterra hasta ahora.
—Y se ha enterado...
—¡El barón fue hallado en su cuarto, su cadáver mutilado espantosamente!
El respetable y convencional hotel que el desgraciado barón había escogido como escondite se hallaba levemente alterado, pese a la discreción impuesta por la policía. La dirección había intentado mantener oculto el asunto pero, de algún modo, los huéspedes se habían enterado de la atrocidad y muchos estaban marchándose a toda prisa..., o preparándose para hacerlo, ya que la policía planeaba retenerlos a todos para la investigación.
El cuarto del barón, que estaba en el último piso, se hallaba en un estado imposible de describir. Ni siquiera en la Gran Guerra había visto yo un desorden tan absoluto. Nada había sido tocado; todo seguía exactamente igual como lo había encontrado la doncella una media hora antes. Mesas y sillas yacían hechas pedazos en el suelo y los muebles, el suelo y las paredes estaban salpicados de sangre. El barón, que en vida había sido un hombre alto y musculoso, yacía en el medio de la habitación, un espectáculo horrible. Le habían hendido el cráneo a la altura de la frente, de su axila izquierda partía una profunda herida que le cruzaba las costillas y el brazo izquierdo colgaba sostenido solamente por unas fibras de carne. El rostro, frío y barbudo, mostraba una indescriptible expresión de horror.
—Debieron de usar algún tipo de arma pesada y curva —dijo Gordon—, algo parecido a un sable, y el golpe debió de ser de una fuerza terrorífica. Fíjese, allí un golpe fallido ha dejado una señal de varias pulgadas de profundidad en el marco de la ventana. Y allí, en el grueso respaldo de esa pesada silla, que ha sido hendida como si fuese un simple panel de madera. Un sable, seguramente.
—Un tulwar —musité sobriamente—. ¿Acaso no reconoce la obra del carnicero del Asia central? Yar Kahn ha estado aquí.
—¡El afgano! Por supuesto, llegó cruzando los tejados y descendió hasta el alféizar de la ventana mediante una cuerda con nudos atada a algo del tejado. A eso de la una y treinta la doncella, que pasaba por el corredor, oyó un estruendo terrible en el cuarto del barón..., y un grito repentino que cesó de golpe con un espantoso gorgoteo, apagado en seguida; ruido de fuertes golpes, curiosamente ahogados, como los que podría causar una espada cuando se hunde profundamente en la carne humana. Después, todos los sonidos cesaron de pronto.
»Llamó al director, intentaron abrir la puerta y, hallándola cerrada y al no recibir respuesta a sus llamadas, la abrieron con la llave maestra. Sólo había el cadáver, pero la ventana estaba abierta. Hay una extraña diferencia con el procedimiento habitual de Kathulos. Le falta sutileza. A menudo sus víctimas han parecido morir de causas naturales. No lo entiendo demasiado.
—No veo mucha diferencia en cuanto al resultado final —dije—. Tal como están las cosas, no se puede hacer nada para atrapar al asesino.
—Cierto —dijo Gordon, con un fruncimiento del ceño—. Sabemos quien lo hizo pero no hay pruebas..., ni una huella dactilar. Incluso si supiésemos dónde se esconde el afgano y lo arrestásemos, no podríamos probar nada, habría una decena de hombres dispuestos, con sus juramentos, a proporcionarle una coartada. El barón volvió ayer mismo. Probablemente Kathulos no supo de su llegada hasta esta noche. Sabía que por la mañana Rokoff me haría saber su presencia y me contaría lo que había descubierto en el norte de Asia. El egipcio sabía que debía golpear con celeridad, y, faltándole tiempo para preparar una forma de crimen más segura y elaborada, mandó al afridi con su tulwar. No podemos hacer nada, al menos hasta no haber descubierto el escondrijo del Escorpión; nunca sabremos lo que descubrió el barón en Mongolia, pero podemos estar seguros de que tenía relación con los planes y aspiraciones de Kathulos.
Bajamos por las escaleras y, otra vez en la calle, se nos unió Han-sen, uno de los hombres de Scotland Yard. Gordon sugirió que volviésemos andando a su apartamento y yo agradecí la oportunidad de que el frío aire nocturno borrase de mi atormentado cerebro algunas de sus telarañas.
Mientras andábamos por las calles desiertas, Gordon lanzó repentinamente una salvaje maldición.
—¡Estamos siguiendo un auténtico laberinto que no lleva a ninguna parte! ¡Aquí, en el mismo corazón de una metrópolis civilizada, el enemigo más directo de esa civilización comete crímenes de la más repugnante naturaleza y sigue libre! Somos como niños perdidos en la noche, luchando contra un mal invisible..., teniendo que vérnoslas con un demonio hecho persona, de cuya verdadera identidad nada sabemos y sobre cuyas auténticas ambiciones sólo podemos hacer conjeturas.
»Nunca hemos logrado arrestar a uno de los esbirros de confianza del egipcio, y los escasos secuaces y servidores suyos que hemos logrado hacer prisioneros han muerto misteriosamente antes de que pudiesen contarnos nada. Insisto: ¿Qué extraño poder posee Kathulos para dominar a esos hombres de credos y razas tan distintas? Los hombres que se hallan con él en Londres son, por supuesto, en su mayoría, renegados, esclavos de la droga, pero sus tentáculos se extienden por todo el Este. Su dominio es grande: el poder que hizo volver atrás a Li Kung, el chino, para matarle a usted enfrentándose a una muerte segura; el que envió a Yar Kahn, el musulmán, sobre los tejados de Londres para cometer un crimen; el que retiene a Zuleika, la circasiana, bajo sus invisibles lazos de esclavitud.
«Sabemos, por supuesto —prosiguió, tras un silencio meditativo—, que el Este posee sociedades secretas que se hallan detrás y por encima de todo credo. Hay cultos en África y en el Oriente cuyo origen se remonta a Ofir y el hundimiento de la Atlántida. Ese hombre debe ser una potencia en alguna o, posiblemente, en todas esas sociedades. ¡Pero si, aparte de los judíos, no conozco ninguna raza oriental que no sea tan despreciada por las otras razas orientales como la de los egipcios! Y, pese a todo, aquí tenemos a un hombre, un egipcio según él mismo dice, controlando las vidas y los destinos de musulmanes ortodoxos, hindúes, sintoístas y adoradores del diablo. Es antinatural.
»¿Ha oído alguna vez —dijo, volviéndose de pronto hacia mí—, mencionar el océano en conexión a Kathulos?
—Nunca.
—¡Hay una superstición muy extendida en el norte de África, basada en una leyenda muy antigua, según la cual el gran líder de las razas de color saldrá del mar! Y, una vez, oí hablar a un berebere del Escorpión como «El Hijo del Océano».
—Ese es un término respetuoso entre esa tribu, ¿no?
—Sí; pero sigo pensando en ello de vez en cuando.