Traición

Ace Jessel, un gigante de ébano y campeón del mundo de los pesos pesados, sintió el deseo de volver a ver su villa natal tras años de ausencia, y su mánager, John Taverel, aunque con cierta aprensión, organizo algo así como una gira triunfal para su boxeador.

Así fue como Ace volvió a la pequeña ciudad de la costa, situada muy por debajo de la línea Mason-Dixie donde, en su juventud, trabajó en los campos de algodón y, más tarde, en los muelles antes de empezar a ascender por la escalera de la gloria. Los indolentes pantanos con sus frescas orillas cubiertas de vegetación y sombreadas por los árboles, las marismas oscuras y misteriosas, las vastas extensiones de arenales desolados, con la arena incrustada de sal... aquel paisaje cautivaba el alma primitiva de Ace Jessel y le acogieron como en otros tiempos, intactos pese al paso de los años. Pero la gente sí había cambiado.

Nadie es profeta en su tierra, dice el refrán. Los habitantes de la ciudad natal de Ace Jessel, a causa de su orgullo sureño, ardiente y feroz, y de su conciencia de clase, miraron a Ace como si fuera un recién llegado, un negro que no había sabido permanecer en su sitio. Se resentían por sus victorias sobre boxeadores de raza blanca y tenían la impresión de que aquel hecho repercutiría sobre ellos de alguna manera.

Aquello hirió a Ace, le hirió cruelmente. Encontrarse con una bienvenida reservada y fría, o incluso con franca hostilidad, cuando él esperaba manifestaciones de amistad y comprensión, le afectó y mucho más la actitud condescendiente y afectada que adoptaron los que más temían la opinión pública por mucho que ansiaran intimar con el boxeador más prestigioso del mundo entero. Y Ace descubrió que había perdido cualquier contacto con sus antiguos amigos negros.

John Taverel, que también era un hombre del Sur, servía de presa entre Ace y el resto del mundo. Sabía que bajo aquella piel negra latía un corazón tan leal y honesto como el del mejor de los hombres, ya fueran blancos o negros. A pesar de sus largos años de asociación, Ace nunca se había dirigido a Taverel —ni había hablado de él— de otro modo que como «señor John», y siempre demostró por él un consecuente distanciamiento y un profundo respeto. Una honestidad sin insolencia, un respeto y una cortesía carentes de servilismo... tal era la actitud de Ace Jessel ante todos, y nadie, ya fuera en los círculos del boxeo como fuera de ellos, podía decir que el gran negro había luchado en un combate amañado o comportado con alguien de manera deshonesta.

Pero John Taverel no podía cambiar por sí solo la opinión de los habitantes de aquel pueblucho y, tras una estancia de varios días, Ace se fue en busca de su mánager y le dijo:

—Señor John, creo que le pediría que nos fuéramos si no lo hubiera organizado ya todo. Pensaba que, cuando volviera a casa, todos mis antiguos amigos me darían una gran bienvenida. Pensaba que me dirían: «Ace, muchacho, nos has llenado de honor y estamos muy orgullosos de ti». Pero, señor John, todos los blancos que conocí cuando era muchacho, pasan cerca de mí por la calle y apartan la vista. O me hablan con tanta frialdad y distancia que se me congela la sangre.

»Los blancos creen que me he vuelto altanero y orgulloso, supongo, y que mi éxito me ha revuelto la cabeza y me hace pensar que soy superior a ellos. Pero eso no es verdad... no he cambiado, sigo siendo el viejo Ace que trabajaba en las plantaciones y penaba en los muelles. Sigo siendo el mismo, no he cambiado... pero no lo ven. Ni lo verán jamás, supongo, porque no quieren hacerlo. Y los negros que conocía, es como si tuvieran miedo de mí... y cuando me hablan, bromean y ríen como si fueran niños. Todo esto me da mucha pena, señor John, y si a usted le pasa lo mismo, preferiría volverme a Nueva York, enfrentarme a alguien en el cuadrilátero, y olvidar... A veces pienso que si un muchacho de color quiere seguir siendo feliz, lo mejor que puede hacer es trabajar en una plantación o ser estibador en los muelles.

Tras explayarse de aquel modo, Ace salió del hotel donde se alojaban y se paseó huraño por los muelles donde trabajó en otros tiempos. Mientras andaba, su rostro se iluminó repentinamente.

Un hombre acababa de salir de un antro poco frecuentado, tanto de día como de noche. Era un hombre todavía joven; sus ropas, sucias y desgarradas, armonizaban con aquel miserable barrio, pero su rostro no porque, aunque marcados y ajados por una vida de disipación, sus facciones eran las de un aristócrata de alta cuna, inteligentes y sensibles.

—¡Señor Clive! —exclamó Ace.

Se acercó con premura... su antigua y radiante sonrisa le encogía los labios... instintivamente tendió la mano y luego la dejó caer.

—Señor Clive, ¿no se acuerda de mí? Soy Ace Jessel.

El joven blanco le lanzó a Ace una mirada carente de amistad.

—Sí, me acuerdo de ti —dijo brutalmente—. ¿Eres un fantasma del pasado que vuelve para reírse de mí?

—Señor Clive —dijo Ace, sorprendido—. No soy un fantasma. Ni he venido a burlarme de usted... claro que no. Vamos, señor Clive, usted no habrá olvidado... Remaba para usted cuando íbamos río abajo, y le llevaba el fusil cuando iba a cazar a los pantanos. Recordará la vez en que mató aquella serpiente de cascabel en Spook Island. ¡Maldita sea, era enorme! Eran los buenos viejos tiempos, ¿verdad, señor Clive?

Había cierta melancolía en la voz del gran negro que pareció hacer vibrar una cuerda sensible, olvidada hacía ya mucho tiempo, en el corazón del joven hombre blanco. Su mirada se ablandó, pero se endureció de nuevo.

—Desde aquel tiempo has mejorado mucho —dijo con frialdad—. Campeón del mundo, por lo que he oído.

Emitió una risa sardónica y se pasó una mano huesuda por el mentón cubierto con una barba de varios días.

—Incluso el joven muchacho negro que estaba tan orgulloso de ser mi compañero en mi adolescencia —prosiguió amargamente— me ha adelantado en la carrera de la vida. El destino. En todo caso, así es como lo llamo. Mis amigos me han adelantado y yo que me he quedado atrás.

—Señor Clive —dijo Ace—, el whisky siempre ha sido su defecto... su único defecto. En el pasado, cuando éramos muchachos... me di cuenta de ello y le pedí que dejara de beber... pero no me hizo caso. Es muy triste verle en este estado, señor Clive, ¿pero no cree que en gran medida es por culpa suya?

Los ojos del joven brillaron cuando escuchó esta Cándida reflexión, pero se encogió de hombros y se rió de nuevo. Era una risa cínica, carente de alegría, y el corazón de Ace se encogió.

—Sí, tienes razón. A causa de la bebida he perdido mi puesto en la sociedad y dilapidado mi fortuna, y ante ti tienes a un borracho embrutecido por el alcohol, sin dinero ni esperanza que sólo sobrevive gracias a la caridad de unos amigos que se avergüenzan de mí. Harías bien en apartarte... incluso un hombre de color tiene una reputación que mantener, y nada sacarás si te quedas en mi compañía.

Ace hizo una mueca de consternación. Aquella observación era la cosa más desesperada que podía hacer un hombre blanco del Sur. El campeón rebuscó en sus bolsillos.

—Señor Clive, bueno, si algunos billetes pueden ayudarle...

Clive Damor reculó como si le hubieran abofeteado en el rostro.

—¡Vete al diablo! No he caído tan bajo como para aceptar dinero de un negro.

Ace bajó los ojos, sin decir nada, cruelmente herido, y luego levantó la cabeza y sus ojos claros miraron a Damor fijamente.

—Señor Clive, yo sólo soy un muchacho negro, lo sé. No necesita recordármelo. Pero yo era su amigo cuando éramos muchachos, y sigo siéndolo. Los míos, desde mucho antes de la guerra, siempre fueron de su familia. Usted es el último de su estirpe, señor Clive. Los Damor siempre han sido personas de calidad y, sin hablar de mi amistad hacia usted, me apena ver su nombre arrastrado por el lodo, manchado por el contacto de esos haraganes que frecuentan la tabernucha de la que acaba de salir.

Mientras Ace hablaba, el rostro de Damor se ruborizó lentamente, pero su mirada no se alteró. Cuando Ace acabó de hablar, el joven suspiró de un modo extraño.

—Sí —respondió con una voz más suave—, tienes razón, Ace, y sin duda soy un imbécil. Ya sabía todo eso que me acabas de decir, pero, en cierto modo, has conseguido que me diera cuenta, cosa que nadie antes había logrado. Pero ya es demasiado tarde. He caído demasiado bajo. Te lo agradezco, Ace, pero tu camino ya está trazado... y el mío también. Y no pueden cruzarse. No, no digas nada; quiero estar solo y reflexionar.

Ace Jessel se volvió al hotel, pensando con tristeza en los días pasados y en el esplendor perdido de la familia Damor y, por encima de todo, en el declive de Clive Damor a quien el joven Ace, despreocupado y de buen natural, veneró en su infancia.

John Taverel fue a buscar a Ace a su habitación. Iba acompañado de un individuo de mirada esquiva y maneras pretenciosas, orgulloso de llamarse Aaron Gold. Era el propietario de la pequeña sala de boxeo de la ciudad y el organizador de combates de la región.

—Ace —dijo John Taverel—, el señor Gold quiere que libres un combate amistoso en su sala.

—¿A usted que le parece, señor John? —preguntó Ace con indiferencia.

—Estoy en contra —dijo Taverel con toda franqueza.

—Y yo también —añadió Ace—. La gente de mi propio pueblo no me aprecia. No vendrán a verme y, aunque lo hicieran, sólo sería con la esperanza de verme hacer el ridículo.

—Vamos, vamos, señor Jessel —intervino Gold—. Estoy seguro de que no entiende lo que quiero. Hay gente en esta ciudad a quienes les gusta y le aprecian enormemente. Han venido a verme, suplicándome que organizara un combate entre usted y un boxeador local, únicamente para disfrutar de la ocasión de verle en acción. Entiendo que, siendo como es el campeón del mundo, será un hombre muy ocupado para malgastar su tiempo inútilmente. Pero una pequeña exhibición, ¿digamos un combate a cuatro asaltos, algo para entretener a sus conciudadanos? No sería mucho dinero, claro, pero yo pondría mi sala a su disposición graciosamente, como favor para la ciudad, y usted se quedaría con el ochenta y cinco por ciento de la recaudación... y el resto para su adversario.

—¿Está usted seguro de que vendrían a verme boxear? —preguntó Ace con cierto apresuramiento.

—¡Y cómo! Puedo asegurárselo. Es la única razón por la que organizaría ese combate sin sacar ni un centavo... ¡ni uno solo!

Ace sonrió como si fuera un niño.

—¡Puede que, al final, si que me aprecien! De acuerdo, señor Gold, acepto, pero no quiero cobrar nada. Boxearé para que disfruten los habitantes de mi ciudad natal. No me dé nada, pero entregue mi parte a obras de caridad.

Así, pese a las suaves indicaciones de John, las paredes de la ciudad se llenaron de carteles anunciado el match amistoso, un combate a cuatro asaltos, que tendría lugar en la sala de Aaron Gold y que enfrentaría a Ace Jessel, campeón del mundo de los pesos pesados, con Dmitra Kamanos, un boxeador de la región con cierta fama.

—Esto no me gusta —repitió John Taverel—. Ya están muy lejos aquellos tiempos en los que un campeón podía librar combates amistosos en lugares perdidos. Y ese tipo, Gold, tiene toda la pinta de ser un crápula.

Pero acabó por no ver obstáculo alguno a aquel proyecto, pues Ace Jessel lo apoyaba. Se imaginaba, crédulamente, que si demostraba su habilidad sobre el ring, podría volver a ganarse la confianza y la amistad de los «suyos».

Sin embargo, la desconfianza de John Taverel aumentó cuando Gold acudió a buscarlos al hotel. El combate debía librarse aquella misma noche.

—Señor Jessel —dijo Gold con voz melosa—, el combate ha sido anunciado como una exhibición, un match amistoso, naturalmente, pero la gente quiere presenciar un combate auténtico; esperan una batalla y quedarán muy decepcionados si acaban viendo cuatro asaltos de baile y golpes inofensivos.

—¿Qué está sugiriendo? —preguntó John Taverel mientras sus ojos empezaban a brillar.

—Yo había pensado una cosa. Ese tal Kamanos, entiéndame, es un muchacho amable, de acuerdo, pero es un luchador de segunda categoría a pesar de todo; nadie que no sea de este Estado ha oído hablar de él. Sugiero lo siguiente. Señor Jessel: dado que él nunca podría herirle, ni armado con una maza, le dejamos que haga lo que pueda, y así tendremos un combate lo mejor posible. Usted aguante sus golpes y trátele amablemente hasta el cuarto asalto. En ese momento, puede dejarle K. O.

—Ya me olía algo parecido —saltó John Taverel con voz cortante—. El inconveniente, señor Gold, es que soy el mánager de un campeón del mundo. Ace Jessel tiene mucho que perder y nada que ganar con esa historia. Por el contrarío, Kamanos, que, normalmente, no tendría nunca la menor oportunidad de enfrentarse a un campeón en un ring, tiene todo que ganar y nada que perder. Supongamos que mi boxeador resulta herido, o que un golpe, por el más puro azar, le deja K. O.?

—¡Bondad divina! —gimió Gold gesticulando frenéticamente—. ¡Sólo quiero que todo el mundo se divierta! Si Jessel no es lo bastante bueno como para impedir que le toque mi muchacho, no debería ser boxeador, ¡y mucho menos campeón del mundo! Le repito que Dmitra es un paquete a quien Jessel dejaría K. O. entrenándose con él y sin prestarle atención.

Jessel era muy raramente contrarío a la opinión de Taverel, pero en aquella ocasión se levantó y su cuerpo gigantesco dominó la escena.

—Señor John, con todo el respeto que le debo, pienso que es inútil que se «caliente» de ese modo. Señor Gold, tiene razón cuando dice que a la gente no la gustan las exhibiciones. A mí tampoco me gustan. Dígale al señor Kamanos que contendré mis golpes y que podrá golpearme tan fuerte como quiera. No le maltrataré y les ofreceremos a los lugareños un buen espectáculo, puedo asegurárselo.

Gold se deshizo en palabras de admiración y gratitud, y luego se marchó. John consideró a su pupilo.

—Ace, eres un estúpido.

Ace sonrió jovialmente.

—Sí, señor John. Nunca habría aceptado de no encontrarme en mi ciudad natal. Además, caramba, señor John, no creerá que ese tal Kamanos me lo vaya a a poner muy difícil, ¿verdad?

—En un combate puede pasar cualquier cosa —respondió John Taverel enigmáticamente, resumiendo en aquella frase la sabiduría duramente adquirida en más de veinte años sobre los cuadriláteros.

Sin embargo, las cosas parecían seguir un curso normal y llegó el momento en que Ace Jessel se vio sentado en los vestuarios de la pobre sala de boxeo, esperando a que terminaran los combates preliminares. No se había entrenado especialmente para aquella pelea, no más que de costumbre. Ace siempre había llevado una vida sana y equilibrada, y estaba en forma y dispuesto a boxear en todo momento.

Conversaba con John Taverel cuando una puerta se abrió bruscamente y por ella entró un hombre.

—¡Señor Clive! —Ace se levantó sonriendo—. Señor John, le presentó al señor...

Damor levantó la mano para hacerle callar.

—Ace —dijo tranquilamente—, eres la víctima de un montaje, ¡como Napoleón en Waterloo!

—¡Eh! —exclamó Ace.

John Taverel dejó su asiento de un salto.

—¿Y eso? ¡Hable, deprisa!

—Hablaré como quiera —replicó el joven, con todo el orgullo de los Damor asomando por un instante—. Escucha, es un buen soplo. Me encontraba en uno de esos garitos donde venden alcohol clandestino y que frecuenta Aaron Gold, y él estaba allí. Yo estaba medio dormido, pero supongo que él y el tipo con que hablaba pensaban que estaba borracho perdido.

»En todo caso, le aconsejaba al tipo, un estafador de poca monta, que apostara por Kamanos todo el dinero que tuviera, y le explicó por qué.

»Gold te ha pedido que no machaques mucho a Kamanos, ¿no es así? Sí, claro que sí. Pero Dmitra va a hacer todo lo posible para derribarte. El árbitro ha sido comprado, y el cronometrador también. ¡Todo el mundo ha sido comprado! Kamanos, su mánager, todos los comisarios y Gold están en el asunto, y tienen intención de hacerse con un buen fajo de dólares. Han apostado todo su dinero por Kamanos, ¡el vencedor del combate! ¡Ace, han montado este tinglado para arrebatarte el título!

Ace se dejó caer sobre su asiento, desanimado, consternado y completamente atónito.

—Pero no lo comprendo... —empezó John Taverel—. ¿Qué pueden esperar ganar? Se trata de una exhibición, de un combate amistoso; aunque Kamanos dejara K. O. a Ace en el primer asalto, eso no le daría el título. Nadie le reconocería como campeón del mundo.

—¿No? Gold se ha librado mucho de deciros que, en este Estado, hay una ley que prohibe los combates de boxeo profesional, y cualquier combate se anuncia siempre como «de exhibición». No se puede tomar ninguna decisión oficial; sin embargo, dos títulos cambiaron de propietario en este Estado a consecuencia de derribos... y los dos combates fueron anunciados como «de exhibición». Gold tenía razón cuando dijo que todo el mundo acudiría para presenciar un combate de verdad. Están acostumbrados a ver esos combates llamados «de exhibición». Si Kamanos es declarado vencedor por K. O. o a resultas de un golpe prohibido, su mánager reclamará el título de campeón del mundo para su boxeador, y los periódicos del Estado montarán un buen escándalo. Naturalmente, las comisiones de boxeo y los periodistas rechazarán la demanda, pero el público será de otra opinión y toda la publicidad resultante de este asunto les dará a Kamanos y a su banda la oportunidad de conseguir un buen montón de pasta y obligará a Ace a enfrentársele de nuevo en el cuadrilátero.

—Mira que venir a mi ciudad natal para acabar siendo víctima de semejante montaje... —murmuró Ace, con el corazón roto—. Señor Clive, ¿todo el mundo que hay en la sala está al corriente de esta trampa?

—No, Ace. Los espectadores piensan que todo es normal. Los únicos tipos con malas intenciones de todo este montaje son los que he mencionado, y algunos apostadores de la peor condición.

—Eso no hace diferencia —replicó Taverel violentamente—. Anularé el combate ahora mismo. ¡Ace, no subirás al ring!

—Señor John —dijo Ace con la cabezonería poco habitual en él que caracterizaba toda esta historia—, no podemos hacer eso. La gente ya está en la seila, ha pagado por sus asientos y no podemos decepcionarla. Además, ahora puedo demostrar a los habitantes de mi pueblo natal qué clase de hombre es Ace Jessel.

Se quedó en silencio durante un momento y sus ojos empezaron a brillar como si dos fuegos rojizos ardieran en su cráneo detrás de ellos.

—¡Ese tal Kamanos y toda su banda proyectan dejarme en ridículo entre los de mi pueblo! —gruñó repentinamente, levantándose de un salto, mientras su gigantesco cuerpo temblaba dominado por el ansia del combate—. Voy a hacer pedazos a ese hombre...

Se dejó caer sobre la silla y su furor fue desapareciendo tan deprisa como apareció.

—Ah, perdóneme, señor Clive, le agradezco que me haya advertido. Señor John, trataré a ese tal Kamanos del modo que él piensa tratarme a mí. ¡Si empieza a pegar, pegaré! Pero toda esa gente espera un buen combate, así que no le dejaré K. O., salvo si me obliga a hacerlo.

—Entendido, como quieras —replicó Damor—. ¿Pero al menos sabrás a quién vas a enfrentarte?

—Se llama Dmitra Kamanos, o eso nos dijo el señor Gold. Un griego, supongo. Nunca he oído hablar de él.

—Ése es su nombre, en efecto —declaró Damor—. Pero hasta el año pasado no boxeaba con ese nombre. Su nombre en el cuadrilátero era «Batallador» Hansen. Era, y es, un adversario coriáceo, un pegador terrible y sin duda el boxeador más desleal que haya subido al ring. Le han expulsado de tantos Estados por sus tácticas desleales y sus golpes irregulares, que abandonó su nombre anterior y boxea desde el año pasado con su verdadero nombre.

—Hansen, sí, me acuerdo de él —dijo John, y sería toda una estupidez que Ace se le enfrentara ahora, en un combate «amistoso» y con el árbitro comprado. Ese tal Hansen es capaz de dejar K. O. a cualquier si consigue alcanzarle.

—No me pondrá la mano encima, no en cuatro asaltos —replicó Ace, imperturbable—. Y si lo hace, no me hará mucho daño. Señor John, dejemos de discutir, por favor. Mi decisión está tomada y no valdría de nada.

John Taverel masculló un juramento y abandonó. Después de todo, pese a todos los aspectos desleales de aquel asunto, parecía poco probable que aquel griego fuera un verdadero peligro para el campeón del mundo, ni con el árbitro de su parte.

Un rumor de conversaciones recorrió a la concurrencia, más que verdaderas aclamaciones, cuando Ace se deslizó entre las cuerdas, agitó las manos y saludó. Una cierta desaprobación glacial resultaba más que manifiesta, y Ace se dio cuenta de ello. Aquello enfrió su ardor. Era el momento con el que había soñado en secreto, como un muchacho que intenta dejar pasmados a los demás y demostrarles a los de «su» ciudad cuánto era su valor. Pero en aquel momento... Ace suspiró. Sin embargo, haría lo que mejor pudiera.

Lanzó una vaga mirada a su adversario. Dmitra Kamanos era el ejemplo perfecto del «bruto». Más bajo y rechoncho que Ace, su torso estaba recubierto de una espesa pelambrera de pelos negros, y sus brazos y piernas eran nudos de músculos de acero. Su rostro mostraba que había disputado numerosos combates: la nariz estaba aplastada, los arcos ciliares machacados y las diversas marcas dejadas por los golpes violentos sobre sus facciones desprovistas de belleza. Su frente era baja y huidiza, y sus ojillos brillaban malignos debajo de unas cejas negras y espesas.

Para el profano, el griego aparentaba un aspecto mucho más terrible que Ace, con su dulce sonrisa, pero los que frecuentaran los cuadriláteros no dejarían de fijarse en los largos y ligeros músculos del negro, la seguridad felina de sus hombros y la magnífica forma de sus hombros marrón oscuro.

Anunciaron los pesos respectivos de los dos boxeadores, a saber, ciento quince kilos para Ace y ciento diez para Kamanos. Además, Ace tenía la ventaja de su altura... cuatro centímetros más que su adversario.

Desde el primer golpe de campana, los espectadores vieron quién mandaba. El griego llegó como una tromba, cargando como un toro furioso, moviendo sus musculosos brazos, pero, comparándolo con la ligereza de movimientos de Ace, parecía lento y torpe. Ace no bailaba ni saltaba alrededor de su adversario como hacen tantos boxeadores; se deslizaba y se movía por el ring como si fuera un leopardo, sin hacer nunca un movimiento inútil.

Sus largos brazos iban y venían con la regularidad de un pistón, moviéndose en perfecta consonancia con los movimientos suaves de sus piernas. Los espectadores, cáusticos y hostiles, quedaron impresionados por la belleza de aquel espectáculo —como si contemplasen a un animal físicamente perfecto en plena acción—; y ningún sarcasmo se elevó de la multitud.

Mientras Ace boxeaba, John Taverel pensaba. Miró el cuadrilátero con un único vistazo, juzgó a los segundos de Kamanos y a su mánager, un individuo con cara de rata y labios pálidos encogidos en un rictus eterno. Notó que en la pequeña sala no había campana eléctrica, sino que el cronometrador golpeaba el gong tirando de una cuerda.

Durante todo el primer asalto, Ace mantuvo a Kamanos a distancia, boxeando de una manera perfecta, deteniéndole con su largo directo de izquierda y entrando en clinch hábilmente cada vez que el griego buscaba el cuerpo a cuerpo. Al sonar la campana, algunas aclamaciones se elevaron de entre la multitud.

Entre los asaltos, John exhortó a Ace para que atacara firmemente y abatiera a su adversario, pero Ace se contentó con sonreír y se dirigió hacia el centro del cuadrilátero para el segundo asalto, moviéndose con ligereza y golpeando sin apoyar los golpes.

Luego, Kamanos empezó con su táctica habitual. Se cubría y se acercaba a su adversario imperceptiblemente, buscando el cuerpo a cuerpo, lo que aprovechaba para golpear con los dos puños. Cuando los dos hombres se trababan, daba cabezazos a Ace, hundiéndole los talones en los empeines. Cuando se separaban, el griego aprovechaba para golpear a su adversario. ¡Sin que hubiera nunca ninguna advertencia por parte del árbitro! Además, Kamanos demostró que sabía golpear y atravesó la guardia de Ace, alcanzándole en un par de ocasiones con una derecha que hacía bastante daño.

Los espectadores le abuchearon cuando se dirigió a su rincón al acabar el asalto, y no costaba trabajo ver que su simpatía se dirigía al gigantesco negro que luchaba de manera irreprochable, negándose a castigar a su desleal adversario o pagarle con sus mismas monedas para vengarse.

John, furioso, le ordenó a Ace que aplastara al griego en el siguiente asalto, y Ace, algo irritado por los métodos de Kamanos, aceptó.

Cuando sonó la campana, salió de su rincón y se enfrentó a Kamanos en el centro del cuadrilátero. Un rápido directo con la derecha hizo oscilar al griego sobre los talones y la sangre corrió por primera vez desde el principio del combate; un gancho al mentón con la derecha hizo gruñir a Kamanos y le obligó a retroceder precipitadamente. Ace, que tenía demasiado buen natural para demostrar un verdadero instinto de predador, no buscó aprovechar la ventaja lanzándose sobre su adversario. El griego contraatacó con un poderoso golpe lateral de derecha al cuerpo y, un instante más tarde, colocó un feroz gancho al rostro.

Ace sonrió verdaderamente complacido y encajó aquellos golpes como si apenas los sintiera. Hizo una finta con la izquierda y, luego, esquivando una derecha salvaje, obligó al griego a doblarse por la cintura con un derechazo al cuerpo. Kamanos se tambaleó bajo un diluvió de directos de izquierda que aparentemente era incapaz de evitar, y justo en el momento en que daba la impresión de ir a caer, Ace aflojó la presión repentinamente y dio un paso hacia atrás.

En el rincón del campeón, John Taverel juraba en sordina. Aquel fue siempre el mayor y el único defecto verdadero de Ace como combatiente. Aquella ausencia de instinto homicida, aquella bondad que le llevaba a perdonar a un adversario atontado por los golpes en lugar de lanzarse al combate y acabar con él.

Kamanos miró prudentemente por encima de los brazos que había levantado sobre el rostro, lo que le hacía parecer la grotesca forma de una rana, y, repentinamente, se lanzó hacia delante, golpeando con ambos puños. Un grito de cólera subió de la multitud cuando empezó a lanzar golpes peligrosamente bajos. Uno de ellos alcanzó a Ace que, perdiendo los estribos por primera vez, le largó un gancho de izquierda al mentón, poniendo en él toda la fuerza de su hombro macizo. Kamanos cayó, levantando los pies de la lona a causa de la violencia de la caída; luego, mientras todo el mundo se levantaba gritando, estaba de nuevo en pie, sin dar tiempo a que empezara la cuenta. ¡No había dudas, Kamanos era un boxeador coriáceo! Muy pocos hombres podían presumir de haberse levantado tras haber recibido en pleno rostro uno de los poderosos golpes de Ace.

Pero, mientras los espectadores gritaban al ver semejante milagro, Ace detuvo en seco al griego lanzado a la carga, que recibió un derechazo bajo el corazón. Kamanos profirió una exclamación y se derrumbó. Desde su rincón se elevó el grito de «¡Golpe prohibido!».

John Taverel apretó los puños; ¡esperaba algo parecido! Lo espectadores contuvieron el aliento, y el griego, en la lona, retorciéndose de dolor, apartó las manos que involuntariamente se había llevado a los costados para sujetarse el abdomen. También él había oído el grito y recordó las instrucciones recibidas —algo que los golpes de Ace le habían hecho olvidar hasta aquel momento.

El árbitro se acercó y se inclinó sobre el griego. Los espectadores aullaban que empezara a contar, pero no les prestó ninguna atención. Entonces, repentinamente, desde la primera fila, se levantó alguien que inspiraba respeto: era Joe Cameron, el decano de los cronistas deportivos y el «jefe» del periodismo.

Taverel no le había visto ni sabía que se encontrara en la sala. Pero Cameron se había dado cuenta de que el combate estaba trucado, que había alguna trampa por algún lado, y se levantó para que se hiciera justicia.

—¡El golpe ha sido completamente lícito! —mugió—. ¡Si decís que ha sido un «golpe prohibido» yo mismo me ocuparé de que le quiten la licencia al árbitro y de que a ese tipo le echen del país!

El árbitro palideció; el peso de la cólera de Joe Cameron era algo que no se podía subestimar. Además, los espectadores gritaban enfurecidos. Cedió, miró con duda hacia el rincón de Kamanos donde su mánager y sus segundos gesticulaban como condenados, y empezó a contarle al griego.

John Taverel, a pesar de su cólera, empezó a reírse ferozmente. El viejo buen tiempo parecía haber vuelto, sin duda, y las escenas de batallas anteriores pasaron por su mente... ¡escenas de combates a puño limpio! Pero se encontraba en un decorado y una acción de una época convulsa: un combate amañado, una sala de boxeo abarrotada, un árbitro comprado, una multitud frenética y amenazadora, y toda la presión del mundo sobre los comisarios. Aquel árbitro debía ser una buena pieza, pues ni revólveres ni cachiporras habían conseguido conmover a los más viejos de la ciudad.

Pero el árbitro estaba contando. Algo así como veinte segundos habían pasado desde que el griego cayó a la lona y el momento en que el árbitro empezó a contar. Y contaba lentamente... de un modo flagrante... mientras el combatiente intentaba levantarse.

—¡Ocho...! ¡Nueve...!

El griego estaba de pie... había permanecido en la lona una treintena de segundos... y Ace se lanzó a por él para rematarlo. ¡Bam! La campana... cuando todavía quedaban cuarenta segundos para que acabara el asalto.

Ace, sentado en su rincón, se reía en voz baja sarcásticamente. A fin de cuentas, toda aquella historia parecía un chiste. Buscó a Clive Damor con la mirada y le vio en la primera fila de asientos de ring, sentado al lado del cronometrador. Ace observó con satisfacción que Clive había hecho esfuerzos notables para mejorar el aspecto de su persona.

Se había afeitado, cortado el pelo y su ropa, aunque ajada y con bastantes desgarrones, estaba limpia y había sido zurcida. Ace sonrió, alegrándose con total sinceridad, y apenas escuchó las recomendaciones de John Taverel cuando éste le decía que aplastara al griego mediante el uso exclusivo de directos al mentón.

La campana. Ace llegó a toda prisa, boxeando espléndidamente, obligando al griego a retroceder, paseándole por el cuadrilátero, machacándole con golpes secos y rápidos a la cabeza y al cuerpo, evitando con habilidad sus réplicas. Mientras luchaban a lo largo de las cuerdas, Kamanos colocó en dos ocasiones los puños en el rostro de su adversario, pero Ace replicó con un golpe de derecha que hizo que el griego gruñese de dolor.

Kamanos fallaba sus golpes de manera repetitiva, completamente desamparado, y Ace no hacía ningún esfuerzo por demolerle, contentándose con boxear perezosamente, acumulando una ventaja a los puntos que el griego nunca podría alcanzar, salvo si lo derribaba.

Luego, cuando los espectadores empezaron a quejarse por aquella táctica, poco sensibles ante tan brillante demostración, Ace eligió golpear y, con los pies pegados en el centro del cuadrilátero, los dos hombres intercambiaron golpes poderosos en un cuerpo a cuerpo feroz que hizo que se pusieran en pie todos cuantos estaban en la sala. Era adoptar el juego de Kamanos, pero aunque éste pudo colocar un buen número de golpes terribles, fue el primero en ceder y apartarse.

Ace le largó una serie de golpes secos, como desafiándole, e hizo silbar un derechazo al cuerpo. Luego, repentinamente, Kamanos se abalanzó a la desesperada contra su adversario, propinando golpes poderosos, por debajo de la cintura. John Taverel gritó cuando vio que la derecha del griego se estrellaba en la inglés de Ace. El gran negro lanzó una exclamación y se hundió con una rapidez sorprendente. Un hombre que recibe un golpe bajo siempre cae de repente sin poder hacer nada.

Los espectadores se levantaron como un solo hombre, aullando. Estaban frenéticos y anonadados. Algunos habían visto el golpe, pero muy pocos se pudieron dar cuenta de dónde había impactado. John Taverel quiso saltar sobre el ring, pero cambió de opinión; estaba tan enfurecido que no podía hablar. El árbitro se acercó a Ace y empezó a contar a toda velocidad, sin prestar atención a los bramidos de Joe Cameron.

—Cuatro... cinco... seis... siete... ocho...

En aquel momento, mientras John Taverel, apretando tanto los puños que se le clavaron las uñas en las palmas de las manos, veía a Ace Jessel despojado de su título, ¡todas las luces se apagaron en la sala! Instintivamente, el árbitro dejó de contar, y la campana resonó, clara y fuerte, dominando el rugido de la multitud.

Taverel, con un sollozo de alivio, se abrió paso a tientas hacia el cuadrilátero; luego, las luces se encendieron bruscamente. El caos reinaba mientras sujetaba a Ace y le ayudaba a volver a su rincón. El árbitro, el cronometrador y los espectadores gritaban todos al mismo tiempo, y nadie sabía lo que decían los demás, ni se preocupaba por saberlo.

En el rincón de Kamanos, los segundos y especialmente el mánager del griego mostraban claramente signos de locura.

Taverel se inclinó sobre Ace y le examinó a toda prisa.

—No estoy gravemente herido, señor John. Déjeme continuar; esta vez voy a masacrar a ese tipo.

—Que venga aquí ahora mismo su boxeador —gritaba el árbitro—. ¡El asalto no ha terminado todavía!

—¡Yo no he golpeado la campana! —se lamentaba el cronometrador—. ¡Alguien lo ha hecho! ¡Faltaban veinte segundos para que acabara el asalto!

John Taverel no prestó atención a las protestas del árbitro hasta que éste se precipitó hacia su rincón. Entonces se volvió y fijó sobre aquel hombre tan íntegro una mirada tan siniestra que el árbitro se batió en retirada precipitadamente y expresó sus sentimientos cuando llegó a un rincón más seguro del cuadrilátero.

Taverel le lanzó una mirada a Ace y estimó que el negro no había resultado seriamente herido, y que podía continuar luchando sin peligro. La inmensa vitalidad de Ace y la sorprendente rapidez a la que se recuperaba harían el resto. El mánager de Kamanos aullaba y reclamaba la victoria para su boxeador por K. O. técnico o por golpe ilícito cuando John Taverel anunció con una voz que no admitía réplica:

—Que suene la campana y que Kamanos replique en el acto o Ace Jessel será declarado vencedor... ¡por abandono del adversario! Eso no se puede discutir. La campana sonó antes de que la cuenta sobre Ace llegara al diez, y, además, ¿cómo sabe que el combate no había terminado? El cronometrador no podía ver su reloj. Podéis elegir: o luchar o abandonar... ¡decidid ahora mismo!

El cronometrador dudó, miró temeroso hacia los espectadores, que habían comprendido que el golpe debía haber sido ilegal y amenazaban con linchar a todos los implicados en aquel montaje, y no protestó más. Cuando sonó la campana, Kamanos se lanzó con desesperación hacia el centro del cuadrilátero, jugándose el todo por el todo, en un último y feroz esfuerzo. Era evidente que Ace todavía estaba bajo los efectos del anterior golpe bajo, porque avanzó lentamente y sus facciones estaban en tensión. Se detuvo justo al salir de su rincón y esperó el asalto de Kamanos, tan peligroso como un tigre herido. El griego cargó impetuosamente, balanceando los brazos salvaje y furiosamente. Ace adoptó una posición medio doblada y le lanzó un gancho al estómago que se pudo escuchar en toda la sala. Luego, cuando el griego se inclinó hacia delante, con la boca abierta y la guardia baja, el campeón se incorporó catapultando un terrible derechazo al mentón. Kamanos se fue a la lona, cayendo con estrépito sobre el vientre, K. O. para lo que quedaba de velada.

Más tarde, Ace estaba sentado en la habitación del hotel contemplando a sus segundos que hacían las maletas. Su mirada estaba empañada por cierta tristeza. Un suave calor le invadía cuando recordaba la ovación que los habitantes de su ciudad le dedicaron al acabar el combate; pero su alegría no era completa.

—Señor John, según usted, ¿por qué el señor Clive no ha venido a felicitarme? No le he vuelto a ver desde... —La puerta se abrió y Clive Damor entró por ella, y su mano derecha estaba contusionada y llena de heridas.

—¡Ace, ha sido un combate magnífico!

—Señor Clive, me alegra que piense así. Pero no dejo de preguntarme lo que habría pasado si no se hubieran apagado las luces. Tuve suerte...

Clive se echó a reír.

—La suerte no tiene nada que ver, Ace, y a veces hay que combatir la deshonestidad con la deshonestidad. Esperaba un golpe de ese tipo; así que le pedí a un joven negro que se apostara en el subsuelo y a otro en las escaleras, desde donde podía ver el combate y ver a su compañero bajo tierra, Le di las siguientes instrucciones: si el griego te mandaba a la lona, debía enviarle una señal al otro para que apagara las luces durante unos segundos. Acto seguido, en la oscuridad, me limité a estirar el brazo y tiré yo mismo de la cuerda de la campana.

—Señor Clive —dijo Ace con fervor—, el señor John y yo le estamos muy agradecidos. ¡Tenía que haber sabido que esos canallas no podrían hacerme nada estando el señor Clive presente! No encuentro palabras para decirle lo mucho que...

—¡Ah, no hablemos más de eso! —dijo Clive, sonriendo. Volvía a ser el hombre desenvuelto y alegre a quien Ace conoció y veneraba—. ¿Qué piensas hacer ahora, Ace?

—Me iré mientras esté a buenas con los de mi ciudad natal. Volveré a Nueva York. Y usted, señor Clive, ¿qué va a hacer? No querría ofenderle, pero si necesita dinero, el señor John verá con placer...

Clive sonrió con alegría.

—No, ahora no. Reuní todo lo que pude mendigar y pillar... una suma considerable... y aposté por ti. Los de las apuestas estaban seguros de que todo estaba decidido y se jugaron hasta la camisa. He ganado lo suficiente para montar un pequeño negocio. Un nuevo punto de partida, eso es todo lo que pido. ¡He renunciado a mi antigua vida de una vez por todas, podéis jurarlo!

Miró su mano herida y se rió contento.

—Gold tenía la impresión de que yo tenía algo que ver con el hundimiento de sus planes y de su maldito apaño, pero no podía probar nada. Y ahora me sorprendería que intentara algo en ese sentido. ¡Mi puño y su cara han descubierto magníficas afinidades!

»No, Ace, ya has hecho por mí más de lo que nunca podrás imaginarte. No me había dado cuenta de hasta dónde había caído hasta que tus sentidas palabras me obligaron a mirar la verdad cara a cara. Tampoco había comprendido que un hombre podía elevarse por encima de su condición si es que quería hacerlo realmente, y no me di cuenta de que sí podía hacerlo hasta que vi cómo era tu vida y todos los obstáculos que se interpusieron en tu camino y supiste remontar. De hecho, la vida que he llevado hasta el presente, tan sucia, miserable y vil, nunca me sedujo; me limité a bajar los brazos y me encostré; necesitaba un estimulante. ¡Ace, tú has sido ese estimulante!

—Señor Clive —dijo Ace sencillamente, con los ojos brillantes—, esas palabras me complacen más que la victoria de esta noche. Soy ahora más feliz que cuando conseguí el título de campeón del mundo, ¡y es la pura verdad, puede usted creerme!