La noche en que Steve Costigan...

Se enfrentó a Batallador O'Rourke, la pequeña sala mugrienta, situada cerca de los muelles, estaba llena a reventar. Aquellos dos hombres de las cavernas prometieron deporte y mantuvieron firmemente su promesa. Fue uno de los combates más breves y violentos que presencié... un combate caracterizado casi completamente por la potencia increíble de los golpes propinados por los dos hombres. Aquel match, pese a su brevedad, dejó a los espectadores jadeantes y de rodillas.

Para ser precisos, se dieron solamente tres golpes. Cuando se lanzaron uno contra otro en el centro del cuadrilátero, como dos huracanes enfrentados, O'Rourke le propinó a Costigan un gancho de izquierda que volvió a romperle la nariz, tan frecuentemente machacada, y siguió a continuación con un derechazo que hizo temblar todo el ring y que a Costigan le abrió la mejilla hasta el hueso. Casi simultáneamente, Costigan colocó un directo de derecha que hizo saltar tres dientes del gigantesco «Batallador» enviándolo a la lona, donde quedó tendido hasta que se lo llevaron al vestuario para que se reanimara.

Tras el combate principal, un poco decepcionado —y la palabra es suave— tras ver aquel enfrentamiento preliminar tan pasmoso, volví al vestuario de Steve Costigan. Ésta ya se había vestido y se estaba metiendo la cena entre pecho y espalda. Aparentemente, no estaba molesto en lo más mínimo por su despachurrada nariz, ni por los puntos de sutura que le adornaban el carrillo. Estaba rodeado de sus segundos, amigos y compañeros de a bordo: Bill O'Brien, un irlandés rechoncho de negra pelambrera, y Bull Larsen, un sueco enorme de rasgos macizos.

Costigan me dio la bienvenida con entusiasmo. Como muchos hombres sin instrucción, respetaba mucho la «erudición», y me consideraba no solamente como un amigo, sino como un auténtico oráculo.

—Siéntate, Jim. No, aquí no... que esta silla está manchada de sangre. Eh, Bill, pásale una silla a Jim. Come algo.

—Un magnífico combate, Steve —dije, tomando el vaso de cerveza que me tendía O'Brien—. Agradable de ver, breve... y directo, si puedo permitirme tales palabras.

Steve clavó los dientes en un muslo de pollo y sacudió la cabeza. Leí en su rostro una expresión de resignado desánimo.

—O'Rourke no sabe golpear —replicó.

Le miré con estupor, pues no era hombre que denigrara a sus adversarios, y me sorprendió todavía más cuando añadió:

—Pero yo tampoco sé golpear.

—Tras la paliza que os habéis dado entre los dos... —empecé.

—Digamos por comparación —concluyó, atenuando su anterior afirmación.

—¿En comparación con qué?

—Según tú, ¿quiénes son los mejores pegadores de los pesos pesados de todos los tiempos?

—Veamos, entre los de la Vieja Guardia: Fitz, Maher, John L., Jeff, Slave, Sharkey... entre los más recientes, Dempsey, Firpo, Moran; y entre los boxeadores actuales, Jack Maloney, Iron Mike Brennon, tu hermano Mike, «Soldado» Handler, José González, O'Rourke, tú mismo...

—¡Ah! —exclamó, vaciando de un solo trago una enorme jarra de cerveza—. ¿Y si te hablara de un hombre ante el cual todos los boxeadores que has citado, desde John L. hasta O'Rourke y yo mismo, son sólo como payasos y bailarines de ballet?

—Estás borracho —dije.

—No, no lo estoy. Pero hace un momento, mientras O'Rourke se esforzaba en vano y puerilmente por enviarme a la lona, una inmensa tristeza se apoderó de mí, como dice el poeta, mientras comparaba sus bofetones blandos y sin fuerza con los puñetazos del hombre del que te acabo de hablar.

»Mira. —Steve señaló con el tenedor la cabeza dura como una bala de cañón de Bull Larsen—. Bull, agáchate y deja que Jim te palpe la cabezota.

Larsen obedeció y mis dedos descubrieron un hueco claramente marcado en la parte más dura de aquel cráneo diamantino.

—Según tú, ¿qué ha hecho hecho? —preguntó Steve, con la boca llena de corned-beef.

—Bueno, yo diría que una buena coz, o que alguien le ha golpeado con un martillo.

Larsen y O'Brien esgrimieron amplias sonrisas, pero la expresión de Steve se mantuvo reservada.

—Vale, vale, eso es lo que diría todo el mundo. Bill, enséñale las costillas.

O'Brien se apresuró a obedecer. En su costado izquierdo se detectaba claramente uno de esos michelines que caracterizan una vieja fractura de costillas mal curada.

—Lo mismo que hizo el agujero en el cráneo de Bull —declaró Steve—, machacó las costillas de Bill de tal modo que no se pudieron llegar a soldar de nuevo. ¡Y lo que dejó a los dos en tal estado fueron los puños desnudos del mismo hombre!

Proferí una exclamación de incredulidad. Los tres hombres sonrieron.

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