Blue River Blues

Debería haber sabido que todo lo relacionado con Joey Garfinkle, más conocido por el apodo de La Rata Almizclera de Schenectedy, quería decir problemas en letras mayúsculas. Vi por primera vez a semejante energúmeno la noche que peleé con «Un Asalto» O'Rourke en Los Angeles. El tipo que debía arbitrar el combate no acudió y —como era una sala de boxeo bastante cutre, para qué vamos a engañarnos—, el propietario subió al cuadrilátero y anunció que el señor Joey Garfinkle, el conocido organizador de encuentros de boxeo, ocuparía su puesto. Lo hizo, con lo que me privó de una victoria legítima. El combate estaba previsto a diez asaltos y, hasta el momento decisivo, Joey no tuvo la menor ocasión de demostrar si conocía su oficio o no, por la única razón de que un árbitro es necesario sobre un ring cuando hay que contar y no fue hasta el último minuto cuando se produjo el primer derribo. O'Rourke vencía a los puntos y quedaban tan sólo catorce segundos exactos antes de acabar el décimo y último asalto cuando le acaricié primero con un zurdazo y luego con un derechazo en el rostro que acabaron con el desafortunado O'Rourke tumbado en la lona.

En aquel instante, como mi adversario empezaba a vaguear en el lugar exacto donde le envió mi gancho de derecha, aquel energúmeno de Joey Garfinkle, en lugar de contar con voz clara y sonora, se puso a cuatro patas y empezó a buscar algo en la espalda de O'Rourke, que estaba tendido cuan largo era, sin prestar atención a los gritos de protesta de mis segundos o las quejas de los enloquecidos espectadores, quienes, afortunadamente para Joey, habían apostado por O'Rourke. Mientras se dedicaba a sus cosas, el gong retumbó y los jueces declararon a O'Rourke vencedor a los puntos. Aquella decisión venía dictada por el hecho sin importancia de que O'Rourke, antes de bloquear mi puño derecho, me había alcanzado trescientas o cuatrocientas veces más que yo. ¡Bah! ¡Así es la vida!

Mientras reanimaban al vencedor y se esforzaban para hacerle comprender que había ganado, abordé al loco peligroso llamado Garfinkle y, del modo más cortés posible, le pedí explicación acerca de su vergonzoso comportamiento.

—Lejos de mí la idea de mezclarme en tus asuntos —dije—, y no pretendo en lo más mínimo mostrarme grosero con un organizador de combates de boxeo —insistí—, y no insinuaría ni por un segundo que hayas sido deshonesto, pero, ¿tendrías la amabilidad de decirme cuánto te ha dado el mánager de O'Rourke para arrebatarme mi legítimo K. O., maldito tunante, rata, ladrón, estafador y falsario?

—No entiendo lo que quiere decir, señor Costigan —replicó.

—¿Por qué no empezaste con la cuenta de O'Rourke cuando le envié a la lona? —rugí.

—¡Porque, de algún modo incomprensible, los hombros de ese pájaro no tocaban la lona!

* * *

Aquello se me quedó clavado en el corazón durante mucho tiempo; por ello, cuando recibí una carta de Joey, desde Seattle, uno o dos años más tarde, me la quedé mirando con profunda e infinita desconfianza. Decía lo siguiente:

Kerido Steve:

Te daré cuatrocientos dólares, y los gastos de desplazamiento, si aceptarías un comvate con Dimitri el Terrible, el Morsa Ruso, en mi sala de boxeo aquí, en Blue River.

Tullo como siempre, J. J. Garfinkle, Caballero.

P.D. Cuando lleges, no le digas a nadie quién eres o paqué has venido. Acude directo a mi cluv.

Tu viejo amigo

J. J. G. Caballero.

Rebusqué en mi cabeza, intentando acordarme de aquel tipo, el Morsa Ruso... ¡acordarme de Joey no me costaba nada! Nunca había oído hablar de un boxeador que se llamase Dimitri el Terrible, pero los cuadriláteros están llenos de fulanos que combaten bajo nombres tan aterradores que harían huir a todo el ejército italiano, y que consiguen algún título por pura caridad... cuando tienen más suerte de lo normal.

Tienen que comprender que no le hubiera prestado más atención a este asunto si hubiera tenido en el bolsillo algo más de diez centavos, pues confiaba tanto en Joey como un gorrión en un gavilán. La noche anterior había perdido todo mi dinero a resultas de mi combate con Kid Slattery. Aposté a que él no llegaría al límite y cometí un ligero error. Debí apostar a que sería yo el que llegaría al límite. El combate fue nulo, pero me encontré más pobre que una rata.

Estaba sentado en aquel momento en un bar del puerto, leyendo la carta de Joey. Lo normal es que lea muy deprisa y con mucha precisión, pero la escritura de Joey era tan abominable, y además tenía uno de los ojos parcialmente cerrado gracias a la derecha de Slattery la noche pasada. Sentado en el bar, entornando el ojo útil sobre la misiva, y entonces llegó un tipo como una estaca y aspecto melancólico que se acercó y empezó a mirar por encima de mi hombro. Finalmente, estiró la mano y me arrancó la carta de entre los dedos. Me levanté dispuesto a romperle una silla en su cabeza de marfil, pero él, sin prestar atención a mis belicosos gestos, arrugó la frente y huyó mientras estudiaba la carta; finalmente, declaró:

—Iré contigo. Podría apuntarme a los combates preliminares.

—¿Oh, sí? —dije con profundo sarcasmo—. ¿Tienes por costumbre quitarle sus cartas particulares a gente que ni siquiera conoces? Devuélveme la mía antes de que te retuerza esta mesa alrededor de tu cuello de cigüeña.

—He oído hablar de ti —replicó el golfillo devolviéndome la carta—. Eres Steve Costigan, el marino, ¿verdad? He oído hablar mucho de ti.

—¿Y qué decían? —quise saber, un poco halagado.

—Que tienes un punch de muerte, pero que no sabes boxear —me contestó.

—Escucha, amigo —gruñí, profundamente ulcerado por aquella evidente calumnia—, mi directo de izquierda siempre ha causado sensación en las mejores salas de boxeo... es decir, cuando me acuerdo de emplearlo.

—Me llamo Hansel Jermstad, el campeón de Old Point Comfort y de New Haven, Connecticut —dijo—. ¿Cuándo salimos para Blue River?

—Dejando a un lado el hecho de que prefiero escoger yo mismo mis compañías —observé—, por el momento no tengo dinero ni para cenar, y menos aún para comprar un billete de tren que me lleve a Blue River... ¡eso si supiera dónde se encuentra semejante tugurio!

—Yo sí he oído hablar de él —declaró—, y tengo bastante dinero para comprar dos billetes. Podrías conseguirme un combate en las semifinales, y me devolverás el dinero de tu pasaje cuando te pague el señor Garfinkle.

Me quedé anonadado con aquella respuesta, pero el tipo hablaba en serio. Poco después, estábamos a bordo de un tren que avanzaba hacia Blue River, y descubrí que era una aldea de leñadores muy cerca de la frontera canadiense.

Según nos alejábamos de la civilización, empecé a tener mis dudas sobre aquella historia, preguntándome en mi fuero interno a dónde querría llegar Garfinkle pidiéndome que mantuviera en secreto mi identidad. Algo deshonesto, estaba seguro, pero necesitaba dinero.

El tren avanzaba tosiendo y jadeando; era una de esas pequeñas líneas de interés local que las serrerías construyen hasta los mismos aserraderos. No había muchos viajeros, y la mayor parte de ellos eran tipos duros de pelar como había visto pocos. Leñadores tan correosos como Jess Willard, con sus pantalones de pana metidos dentro de pesadas botas de clavos. No soy un mequetrefe —mido un metro ochenta y tres y peso noventa y cinco kilos—. pero me sentía un poco desplazado entre aquellos pajarracos. Jermstad, por su parte, no desentonaba demasiado.

Me fijé en el tipo de aspecto más dulce y le pregunté:

—¿Qué clase de lugar es Blue River?

—Un lugar infernal, amigo mío —respondió—. Todos los leñadores y los estibadores del río que son demasiado coriáceos para otros aserraderos acaban allí.

—¿Has oído hablar de Joey Garfinkle? —me interesé.

—Claro, es quien organiza los combates de lucha en Blue River.

—Yo antes fui luchador —intervino Jermstad, con un cierto brillo nostálgico en la mirada—. Prefiero luchar a boxear, pero la lucha no le da de comer a un hombre. —Suspiró—. Fui campeón de lucha en New Haven. ¡Mira cómo hago las muecas de los luchadores!

Y sin más, el amable muchacho encogió los labios con una mueca feroz, frunció sus incoloras cejas y movió el cuero cabello de adelante hacia atrás.

—¿Lo ves? —dijo—. Eso siempre le gusta a la multitud y generalmente le daba tanto canguelo al adversario que se largaba del ring. ¡Mira! Puedo girar los ojos, retorcer la boca y bizquear al mismo tiempo.

—Déjalo, anda —le sugerí, molesto al ver que los viajeros le miraban con cierto estupor—. ¿Para qué reanimar viejos recuerdos? Si no lo hubieras dicho, nunca se me habría pasado por la cabeza ese pasado tuyo de luchador.

Jermstad suspiró de nuevo y depositó su cuerpazo, de ciento trece kilos de peso, en su asiento.

—Yo preferiría luchar, pero se hace más pasta boxeando —dijo sombrío.

Aquel era un ejemplo entre muchos de lo que tuve que soportar en aquel viaje que...[7]

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... vamos a limpiarlos, Steve, varios miles de dólares, pero...

—¡Oh, basta! —dije, cansado—. Contigo en el asunto, probablemente yo salga perdiendo pase lo que pase... Bueno, dos cosas: ¿cuándo se librará el combate? ¿Puedes conseguir que Jermstad luche con los teloneros?

—Mañana por la noche —respondió Joey—. Como todas las semanas, ¡pero por una vez no será un match de lucha! Mañana mismo daré la noticia. En cuanto a Jermstad, encontraré un leñador a quien enfrentarle en alguno de los combates preliminares.

—¿A cuánto tocaré? —preguntó Jermstad.

—¿Cuánto te has gastado para llegar hasta aquí?

Jermstad se lo dijo.

—Deduciendo lo que te costó el billete de Steve, que ya echarás cuentas con él, te daré diez dólares y los gastos de desplazamiento.

—¡Eh! —intervine—. ¿Quieres decir que me voy a enfrentar a un palurdo con un ojo a la funerala y sin entrenamiento?

—Estás en forma, ¿sí o no? Y te diré algo más: eres capaz de abatir a Morsa Ruskoff incluso con los dos ojos a la funerala. Sólo quiero que me prometas que conseguirás que aguante tres o cuatro asaltos.

Supongo que soy un estúpido, porque acepté.

—Esta noche dormirás en mi hotel, donde te he reservado una habitación —dijo Leary—. Pon cuidado en que nadie se entere de quién eres. No anunciaremos el combate hasta mañana; algunos tipos de la banda de Gower podrían intentar librarse de ti.

Encantadora perspectiva, ¿verdad? Me di por enterado y eché el cerrojo a la puerta de la habitación y dormí encima de la cama.

Al día siguiente por la mañana, muy temprano, me levanté y tomé un copioso desayuno, en previsión al combate que tenía a la vista. Luego, una o dos horas más tarde, me acerqué hasta la sala de boxeo para aligerar un poco los músculos. Libré algunos asaltos rápidos, con Jermstad de sparring-partner, y descubrí que, aunque no era un pegador terrible, conocía algo menos que nada sobre el noble arte.

—Perfecto, perfecto —decía Joey, bailando alrededor del cuadrilátero frotándose las manos como un tipo que hubiera atrapado por la cola la gallina de los huevos de oro.

—¡Mantienes la forma, Steve, espléndido! Me voy a poner ahora mismo a hacer circular la noticia entre los muchachos que acuden a la ciudad para asistir al combate de lucha. Habría querido imprimir algunos carteles, pero no hay imprenta en este agujero. Difundiré la noticia personalmente. Steve, harías bien en trabajar un poco con Oslof; ha boxeado un poco.

¡Y vaya! Oslof sabía boxear, era la pura verdad. Aquel tipo tenía más o menos mi tamaño, pero era más pesado y tenía unos músculos de levantador de pesas. Le alcancé ligeramente en un ojo, y mientras repetía, sin pensar mal, sus escasas reservas de paciencia se agotaron. Se lanzó sobre mí con un rugido, y yo me olvidé de que un luchador siempre recupera sus antiguos reflejos cuando está tocado o furioso y le dejé acercarse a mí buscando el cuerpo a cuerpo. Un instante más tarde, sentí cómo daba vueltas por los aires y que caía de cabeza con tanta fuerza como para hacer que la Estatua de la Libertad se tambalease en su pedestal. Escuché a Joey gritar loco de rabia mientras me levantaba de un salto y, también loco de rabia, me lanzaba contra el luchador de tan malas intenciones. El pobre loco adoptó una posición doblada, protegiéndose la mandíbula con los brazos, y retrocedió. Yo no podía tocarle en ningún punto vital, pero estaba tan enfadado que no podía pensar claramente. Le largué un violento golpe de derecha al lado de la cabeza, lo que le mandó a besar la lona. Simultáneamente, sentí que crujían mis articulaciones. Si uno manda a la lona a un tipo de cien kilos tras haberle golpeado en un lado de la cabeza con fuerza suficiente como para dejarle K. O. y no se rompe la mano al mismo tiempo, caben dos posibilidades: o uno es un hombre de acero o un maldito embustero.

Oslof se quedó tendido donde cayó, y Joey llegó al trote, con espuma en los labios. Comprendió que yo estaba herido por el modo en que me sujetaba la mano y maldecía.

—¡Ah, bravo, conseguido! —masculló, loco de rabia—. Te has roto la mano. ¡La he oído crujir! ¿Qué hago ahora?

—¡Para empezar, cerrar la bocaza y ayudarme a vendarme la mano! —bramé, todavía aturdido por lo que acababa de pasar—. ¿Quién me pidió que hiciera algunos asaltos con este gorila, eh?

—¿Quién se enfrentará a Dimitri esta noche? —lloriqueó.

—¡Yo! —declaró Jermstad acaloradamente.

—Es la única solución —hizo ver Leary, que parecía poseer cierta inteligencia—. De todos modos, los muchachos del rincón no conocen a Costigan. Todos vendrán a ver el combate; poco importa quién luche. Anunciaré la noticia ahora mismo.

Se largó tras decir aquellas palabras. Mientras echaban agua sobre Oslof y se ocupaban de mi mano herida, Joey me dijo:

—Steve, esto te deja fuera del negocio momentáneamente. Pero la mano no está tan mal. Quédate en el rincón y de aquí a dos o tres semanas te enfrentaré al ganador del combate de esta noche. Te adelantaré dinero para que pagues la cuenta del hotel.

—No me adelantarás nada —gruñí—. Me darás cien dólares por hacer de segundo de Jermstad esta noche... más los gastos.

—¿Qué dices? —exclamó—. ¡Sueñas! ¡Ni hablar!

—Si te niegas —dije con voz amenazadora—, me iré de la lengua con John Gower y lucharé para él la semana que viene, mano herida o no. Soy el mejor boxeador de este Estado por el momento, y ya te darás cuenta en cuanto libre un combate. Si quieres asegurarte mis servicios, me pagarás cien dólares, ¿entendido?

Durante un momento creí que iba a acusarme de estarme tirando un farol. Y era la estricta verdad. Mi mano estaba bastante mal y no podría boxear antes de dos o tres meses, pero ¿qué sabía Joey, «La Rata Almizclera», de las manos de un boxeador.

—Entendido —dijo con voz huraña—. Te daré los cien dólares tras el combate. Pero lucharás para mí, que quede claro, y no para John Gower. Oh, Jermstad, me resulta imposible pagarte lo que iba a pagarle a Costigan.

¡Eh! —bramó Jermstad, blandiendo su enorme puño.

—Decía que estaré encantado de pagarte lo mismo que le iba a pagar a Costigan —rectificó Joey a toda prisa, ocultándose detrás de González.

En aquel momento, la puerta se abrió brutalmente y por ella irrumpió un tipo de un aspecto tan malo como los peores que yo hubiera visto. Joey se refugió de nuevo detrás de González y se quedó pálido.

—¿Qué es esa historia a propósito de un combate de boxeo? —rugió el recién llegado abatiendo los puños sobre la mesa de Joey y destrozando una de las patas—. ¿A dónde quieres llegar, Garfinkle? ¡Esta competencia desleal matará la lucha en Blue River y arruinará mi espectáculo de esta noche!

—¡No te quejes tanto, Gower! —dijo Leary, apareciendo en la sala y avanzando hacia él acompañado por tres o cuatro individuos de aspecto bastante inquietante—. Nosotros dirigimos esta parte de la ciudad; ocúpate de la tuya. Hemos puesto todo nuestro dinero en ese combate y queremos recuperarlo, sin hablar de los beneficios. ¡Lárgate pitando!

Durante un instante, Gower dio la impresión de que iba a lanzarse a por toda la banda, pero luego asumió una expresión astuta que se dejó ver en sus horribles facciones, y murmuró algo como que no buscaba pelea, y después se largó.

—Bien —declaró Joey «La Rata Almizclera» saliendo de detrás de González y secándose el sudor de la frente—. Gower ha comprendido que más valía no buscarle las vueltas a Joey Garfinkle. ¡Ese enorme animal no me impresiona! Has llegado en el momento oportuno, Leary. ¿Cómo van las cosas?

—Muy bien —respondió el interpelado—. Los muchachos están llegando en turba desde los aserradores y el río desde primeras horas de la mañana para asistir a los combates habituales de lucha. Yo y mis hombres nos hemos paseado entre ellos hablándoles del combate de boxeo de esta noche, y el entusiasmo está al máximo. Ya ha habido siete riñas. ¡Los únicos que quieren asistir a los combates de Gower son los pájaros que les gusta la lucha!

—¡Perfecto! —dijo Joey—. Bien, veamos la cuestión de las apuestas. Steve, ¿nos aconsejarías apostar a favor de Jermstad contra Dimitri?

—Nunca he visto a Dimitri, pero —dije con acritud— no te aconsejaría que apostarías a favor de Jermstad contra nadie. Podría darse el caso de que Dimitri fuera peor boxeador que él, ¡pero lo dudo!

—Vamos, Steve —dijo Hansel con cierto tono de reproche—. ¡Soy el campeón de New Haven!

Me reí amargamente. Toda aquella historia me desagradaba cada vez más. Era una lamentable parodia de los auténticos combates de boxeo.

—¿Qué clase de tipo es el tal Dimitri? —preguntó Jermstad.

—Más o menos de tu tamaño —intervino González—. Me he enfrentado a él en lucha. Me derrotó, pero por un golpe de suerte, ¿entiendes? Podría haberle vencido...

—¡Ciérrala! —gruñó Joey—. No será mañana cuando vuelvas al ring, Jermstad; ese tal Dimitri es bastante duro y coriáceo, y dicen que conoce mejor el boxeo que la lucha, lo que debe ser el caso porque, si no, no se pondría los guantes. Ha ganado un buen montón de combates por aquí, no porque sea un fenómeno, sino gracias a su táctica cruel y poco habitual. Puede berrear más fuerte que cualquier luchador que haya visto antes, y las muecas que esgrime le pondrían de los nervios a un hombre de acero.

—¿Y qué? —dijo Jermstad, con su rostro horriblemente feo iluminándose como siempre que la lucha se convertía en tema de conversación—. ¡Rruumm mm! ¡Bluuum Rumumum mm! ¡Rruuum! —bramó, estirando la boca todo cuanto podía.

Joey sacudió la cabeza con pesimismo.

—Dimitri puede hacerlo mejor... y los espectadores adoran a los tipos que saben bramar. Puede hacer muecas mucho más horribles que las tuyas, así que parte con ventaja. Creo que no apostaré nada. Lo haré por Costigan cuando se enfrente al que salga victorioso de vosotros dos. Ganaré dinero suficiente con las entradas.

—Nosotros queremos lo nuestro —dijeron los tipos duros de pelar que acompañaban a Leary—. Hemos invertido un dineral en esta sala de boxeo y queremos sacar beneficio, ¿queda claro?

Jermstad empezó a golpear al saco de arena y parecía reflexionar.

—¡Tengo una idea! —me confió—. Garfinkle ha dicho que ese Ruskoff berreaba más fuerte que yo. Puede que yo no fuera un fenómeno cuando practicaba la lucha, pero mis muecas y rugidos siempre encandilaban a los espectadores. ¡Me ocuparé de dejar patidifuso a ese tal Ruskoff!

—Escucha —le dije—. Lo mejor sería que te quitarás de esa cabeza de gorrión tuya la idea de aullar y berrear. Se trata de un combate de boxeo. De acuerdo, reconozco que rugir y gritar le ponen pimienta a un combate de lucha, pero es algo que queda fuera de lugar en un combate de boxeo.

—Entendido —dijo Jermstad—. Puede que me falte algo de entrenamiento, eso es verdad. Ahorraré aliento y le propinaré un buen correctivo a Dimitri.

No les haré partícipe de los tormentos menores que tuve que padecer a lo largo de aquel día. Pero la jornada terminó y, dos horas antes del comienzo del combate, los tipos empezaron a acudir a la sala y a ocupar sus asientos. Permítanme que les explique la disposición de la sala. Contaba con una sola entrada, o salida, como prefieran. Ésta se encontraba en la pared más alejada del cuadrilátero; había allí algo parecido a una taquilla donde estaba alojado el tipo que vendía los billetes... o donde debería haberlo hecho. Porque no había billetes. El tipo recogía el dinero de los espectadores cuando se presentaban ante la taquilla y les dejaba entrar. Cuatro dólares por un asiento de primera fila, y dos por la entrada normal. Las sillas de primera fila estaban separadas de las demás por una cuerda, y Leary y sus muchachos vigilaban para que nadie las ocupara, excepto los que hubieran pagado sus cuatro dólares. Cuando alguien le pagaba el tipo de la taquilla el precio de una silla de ring, éste le daba una ficha de poker de color blanco. Como tampoco había billetes para las entradas normales, la presencia de un acomodador no era necesaria; el tipo de la taquilla era la única persona que estaba controlando la entrada. Y Oslof era el encargado de aquel trabajo.

—No podré ver el combate —se lamentaba—. ¿Y si la banda de Gower intenta entrar por la fuerza?

—Podrás ver el combate cuando Costigan deje K. O. al vencedor de esta noche —le aseguró Joey—. En cuanto a Gower, tienes tu fusil y ya sabes lo que hay que hacer si viene buscando camorra. Si alguien intenta entrar sin pagar, dispara al aire... o al cuerpo, lo que prefieras; en cuanto oigan la detonación, tengo a veinte tipos listos para todo. En cuanto a tus protestas, alguien debe recoger el dinero, y confío en ti... no puedo decir lo mismo de los demás. De todos modos, me debes veinte dólares, así que cierra la boca y haz lo que te digo.

Media hora antes de que los boxeadores se deslizaran entre las cuerdas, todos los asientos de primera fila estaban ocupados, los otros estaban siendo tomados al asalto a toda velocidad y la multitud no dejaba de llegar.

—¡Excelente! —se regocijaba Joey—. ¡Qué éxito! ¡Está todo lleno! Es la primera vez que pasa en Blue River. ¡Qué gentío!

¡En efecto, qué gentío! ¡Yo nunca había visto semejante multitud de rufianes de aspecto tan feroz! La mayor parte de ellos eran como neveras, algo casi increíble, y casi todos tenían unas barbas como espinas de puerco espín; mangos de pico se veían apoyados en muchas rodillas, y vi los abultamientos de las pistolas marcándose bajo la ropa o en los bolsillos de los pantalones. Un fuerte olor a whisky cargaba el ambiente saturado de humo de tabaco, y algunos de los amables espectadores mostraban unos ojos algo más que inciertos. Según se acercaba la hora fatídica, la multitud se iba volviendo cada vez más tumultuosa, reclamando acción con impaciencia, con un tono que me producía escalofríos en la espalda.

Finalmente, Leary dijo:

—Joey, creo que haríamos bien en sacar a los muchachos al cuadrilátero.

—Todavía quedan vacíos algunos asientos —replicó Joey—. Si alguno de esos rufianes llega y ve que se ha perdido parte del combate, destrozará la sala.

—Y si no empezamos ahora mismo, la multitud hará lo mismo —observó Leary—. Vamos, yo me ocuparé de los rezagados.

Y parecía capaz de hacerlo, créanme.

Joey se adelantó y, subiendo a la lona, levantó los brazos para reclamar silencio. Luego, empezó a hablar:

—Amigos míos, os habéis reunido aquí para asistir al combate del siglo. Aprecio vuestro apoyo, y puedo aseguraros que vais a ver un magnífico combate, lo que no habría sido el caso si hubierais ido a presenciar el de la competencia, cuyo espectáculo ha sido anulado, dicho sea de paso, o eso dicen las últimas noticias. Creedme, recordaréis este combate durante mucho tiempo.

En aquel momento, los espectadores se levantaron de sus asientos y, lanzando aullidos sanguinarios, hicieron ver su desaprobación ante los elogios de Joey porque lo que querían era que empezara la carnicería. Diversos proyectiles empezaron a volar hacia el ring, y Joey les pidió precipitadamente a los contendientes que subieran al cuadrilátero. Obedecieron y vi por primera vez —y por última, o eso espero con todo mi corazón— a Dimitri el Terrible, el Morsa Ruso. Aquel fulano era tan robusto como Jermstad, y un poco menos alto. Si alguna vez había sido boxeador, no lo demostraba... ni entonces ni después. Estaba formado al más puro estilo de los luchadores: el torso hinchado y los miembros pesados, el cráneo totalmente afeitado, un grueso y agresivo bigotón le adornaba el labio superior y sus ojuelos relucían bajo unas cejas espesas y expresaban una estúpida ferocidad. Aquella impresionante aparición se deslizó entre las cuerdas mientras yo ayudaba a Jermstad a hacerlo por el otro extremo del cuadrilátero. En el instante en que los dos gladiadores se espiaron uno al otro, empezaron a gruñir y a lanzarse miradas furiosas, al modo habitual de los luchadores. Dimitri venía acompañado de una bandada de maleantes de aspecto terrible.

—Amigos míos —gritó Joey por encima del clamor de los espectadores que rugían como leones a la vista de los combatientes—, tengo el honor de presentarles... en este rincón, a Hansel Jermstad, campeón de New Haven, Connecticut, con ciento trece kilos de peso... y, en el otro rincón, a Dimitri el Terrible, el Morsa Ruskoff, campeón de Vladivostok y de las Hébridas, con un peso de ciento quince kilos. Ahora, los segundos de Dimitri: Abdul el Turco, Gustaf el Húngaro Abominable, Dingan el Zulú Rompehuesos, y su mánager, el señor Abraham Cohn. Los segundos de Jermstad son José González, el Tigre Español, y Steve Costigan, que sea quien se enfrente al vencedor de esta noche en un próximo combate. Les conocéis a todos, menos al señor Costigan. Habéis visto luchar a la mayoría de ellos y sabéis que será un combate leal por ambas partes. Permitidme que os presente al señor Leary, uno de los ciudadanos más eminentes de Blue River, y que financia el combate de esta noche; y al señor...

En aquel mismo momento, la frenética multitud lanzó un grito que hizo temblar la sala entera y que daba a entender que el siguiente maldito animal que se les presentara sería linchado sin juicio, y que el mismo presentador recibiría un buen empujón al mismísimo infierno. Los espectadores expresaron sin equívocos su deseo de ver sangre y matanza, y dieron a entender que, si no empezaba inmediatamente el espectáculo del ring, los organizadores de aquel espectáculo acabarían muy mal... y les dijeron cómo.

Joey, sonriendo pero bastante pálido, mandó acudir a los gladiadores al centro del cuadrilátero para las recomendaciones de rigor. En efecto, había decidido ser el árbitro del combate.

—Bien, escuchad, muchachos —empezó—. Quiero un combate regular según las reglas. No olvidéis que esto es un combate de boxeo, no de lucha. Os separaréis cuando os lo diga, ¿está claro? En cuanto al reglamento...

Me miró de soslayo y susurró:

—¡Eh, Steve! ¿Qué tengo que decirles?

—Que no se agarren mucho en el cuerpo a cuerpo y que nada de cabezazos, ni golpes prohibidos, ni por debajo de la cintura, ni patadas —le musité, y él repitió lo que acababa de decirle, sin tener una idea muy clara de lo que significaba.

Siguiendo sus instintos de luchador, Jermstad le lanzó a su adversario una mirada feroz y declaró:

—¡Me apuesto la mitad de mi dinero a que te aplasto como una tortilla!

El Morsa Ruso, que llevaba los guantes como si sus manos estuvieran metidas en mantequilla, le dirigió una mirada burlona y emitió una respuesta aplastante consistente en abrir su enorme boca y emitir un mugido salvaje que me sorprendió por su volumen. Aquello les gustó tanto a los presentes que deliraron de contento, y en el mismo momento el nivel del Morsa llegó al máximo. En toda la sala los muchachos empezaron a sacarse de los bolsillos fajos de billetes y los agitaron frenéticamente, jurando de un modo que habría hecho ruborizarse a un hotentote.

Cuando empujé el taburete bajo las cuerdas y salí del ring me sentía totalmente pesimista. Tenía la impresión de que todas las condiciones se habían reunido para una pelea generalizada: todo el mundo hacía apuestas elevadas por uno u otro contrincante, y bebía whisky, y sobre el cuadrilátero había un boxeador que había sido luchador y un luchador que había sido boxeador, y un organizador de combates por árbitro. ¡Una combinación mortal!

¡Primer asalto! Los dos contendientes saltaron de sus rincones respectivos e intercambiaron terribles zurdazos al cuerpo. Dimitri gruñó y dejó escapar un derechazo. Jermstad mugió y falló con la derecha. Luego, se engancharon, y Dimitri le hizo a Jermstad una llave en la cabeza. Hansel se libro con ayuda del árbitro, y la multitud juró y aplaudió con imparcialidad. El hecho de que los dos hombres volvieran a las prácticas de la lucha sin respetar las reglas del boxeo parecía gustarle enormemente a la educada concurrencia.

Dimitri colocó un derechazo feroz y Jermstad empezó a sangrar por la nariz. Hansel contraatacó con un zurdazo al cuerpo y un derechazo a la base del cuello justo cuando el Morsa Ruso se doblaba en dos. Dimitri machacó el estómago de Jermstad y recibió un severo golpe en pleno mentón. Joey bailaba alrededor de los luchadores, haciendo todo cuanto podía para arbitrar el combate, pero estaba completamente desorientado. Los dos guerreros se machacaron y se enredaron en las cuerdas. Allí, Dimitri se libró de su adversario e hizo que Hansel se tambaleara con un derechazo a la cabeza. Jermstad colocó dos ganchos de derecha al cuerpo, y luego bailaron y volvieron al centro del ring, donde cara a cara empezaron a lanzarse golpes con todas sus fuerzas. La multitud deliraba de alegría. Jermstad sacó desde abajo un formidable derechazo, y Dimitri lo bloqueó hábilmente con la mandíbula. ¡Wham! Hizo un vuelo planeado y se encontró en su rincón. Sus segundos le echaron encima un cubo de agua. El atontado guerrero empezó a bracear frenéticamente y, agarrándose de un modo salvaje a la cuerda de más abajo, aulló:

—¡Auxilio, me ahogo! ¡Auxilio!

¡Bam!, sonó el gong.

Levantaron a Dimitri y le plantaron en su taburete y le explicaron que se encontraba en un cuadrilátero, no en la piscina.

—Escucha —le dije a Jermstad—. Vigila su derecha y contraataca con la izquierda, ¿de acuerdo?

—Cuando lucho cuerpo a cuerpo nunca consigo acordarme de cuál es mi puño izquierdo —suspiró.

El gong repicó poco después y le ayudé a salir del rincón con una vigorosa patada en la retaguardia.

De nuevos los dos susodichos boxeadores se lanzaron con ímpetu desde sus rincones y empezaron a...[8]

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... algo como tirar la esponja con aquella multitud que no dejaba de proferir aullidos sanguinarios. Conseguimos que Jermstad volviera a ponerse en pie y, cuando repicó el gong, le empujamos desde su rincón observando, por una extraña coincidencia, que los segundos del Morsa Ruso hacían lo mismo con su pupilo.

Consiguieron encontrarse y se dieron sus buenos puñetazos; el árbitro, con el rostro tumefacto, intentó en vano separarlos. Joey debía tener un formidable instinto combativo. Se esforzaba por convertir aquel tumulto incalificable en un combate de boxeo, incluso después de que le hubieran derribado. Pero aquellos dos merluzos estaban decididos a machacarse, ya fuera luchando o boxeando, o empleando otros medios que les parecieran más cómodos.

Se agarraron el uno al otro, cayeron sobre las cuerdas, rebotaron y atravesaron el cuadrilátero al galope, siempre estrechamente enlazados, para pasar por encima de las cuerdas y echar un vuelo para caer sobre el público. Se derrumbaron sobre las filas de primera y, demasiado afectados por el golpe como para darse cuenta de si se hallaban en el ring o fuera de él, se levantaron y siguieron intercambiando golpetazos. La multitud no lo apreció en lo que aquello valía, y empezó una pelea inverosímil de la que finalmente pudimos sacar a nuestros dos luchadores bastante machacados y en un estado lamentable. Alguien había golpeado a Dimitri con una matraca y le había hecho una brecha en el cuero cabelludo, y Jermstad recibió una patada en el rostro; cuatro espectadores yacían en el suelo completamente noqueados. ¡Oh, se lo aseguro, he visto muchos combates que fueron una verdadera pesadilla, pero aquel era la guinda del pastel!

Con ayuda de Leary y de sus hombres, conseguimos que los dos contendientes subieran de nuevo al cuadrilátero, donde Jermstad le hizo una llave a Dimitri que le envió a la lona antes de saltar sobre él. Aparentemente, Dimitri no volvería a moverse en toda la noche, y mucho menos teniendo encima a Hansel, a horcajadas, mientras Joey contaba. Sin embargo, el Morsa Ruso consiguió levantarse, despilfarrando el poco aliento que le quedaba con uno de sus famosos mugidos. El y Hansel se encontraban soldados el uno al otro en una de las esquinas neutrales y, cuando Joey intentó separarlos, alguien —no vi quién— le hizo una llave y lo mandó por encima de las cuerdas, con lo que para él terminó allí la velada.

—¡El árbitro está K. O.! —aulló Leary por encima de la tormenta de la multitud—. ¿Quién quiere arbitrar este combate en su lugar, muchachos?

—¡Yo lo arbitraré! —rugió un gigante que se abrió paso rápidamente a través de la multitud y saltó sobre el ring.

Entre tanto, los dos hombres, sin darse cuenta del cambio de árbitro, mejoraron el brillante combate intentando saltarse un ojo mutuamente, una operación que no facilitaba el uso de los guantes de boxeo que llevaban en las manos.

—¡Separaos! —rugió el nuevo árbitro, cuyo nombre nunca pude averiguar, aunque se harán una idea de su colosal tamaño si les digo que a su lado tanto Dimitri como Jermstad parecían dos enanos.

¡Bam!, sonó el gong. Ninguno de los dos guerreros lo escuchó. Estaban sonados, totalmente K. O., pero seguían de pie. Sus ojos estaban cerrados, sus rostros eran máscaras ensangrentadas, y sólo su instinto de combatientes les permitía permanecer en pie y continuar pegando. El árbitro se colocó entre ellos... un gesto de lo más imprudente, como yo mismo le habría dicho. Los dos golpearon al mismo tiempo. El árbitro gruñó y se fue a la lona. Se incorporó a trompicones con un brillo homicida en la mirada. Los dos merluzos estaban de nuevo agarrados el uno al otro. El nuevo árbitro sacó una matraca del bolsillo y le metió a Jermstad un buen cachiporrazo en la cabeza. ¡Bang! Jermstad besó la lona. ¡Bong! Dimitri le cayó encima.

—¡El match ha terminado! —rugió el árbitro—. ¡No hay vencedor! Declaro...

Nunca terminó la frase porque, en aquel momento, la multitud saltó e invadió el ring. Puños y mangos de pico volaron por doquier y el árbitro acabó en la lona. Durante un instante, se vio una masacre en medio de una revolución de puños, rostros y ojos que se ennegrecían a sorprendente velocidad. Todo el mundo estaba manos a la obra; el ring quedó despedazado y cuando las paredes de la sala empezaron a caer, pensé bruscamente en el dinero de las entradas y me encaminé hacia la puerta. Cómo conseguí abrirme paso a través de aquella multitud desencadenada es algo que no sabría decir. Encajé algunos buenos golpes; por mi parte, derribé a tres o cuatro melones con la izquierda. Finalmente, alcancé la salida. No veía a Oslof por ninguna parte. Miré en el despacho de Joey. Había un cuerpo tendido en el suelo.

Entré. Era Oslof, con un buen chichón en su cráneo de marfil, atado de pies y manos, amordazado.

Le solté a toda prisa y, cortando brutalmente su riada de maldiciones, le pregunté:

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está el dinero?

—¡El dinero, oh, sí, hablemos del dinero! —rugió—. ¡Lo tiene John Gower! Los primeros que se presentaron ante la taquilla fueron dos de sus gorilas, y cuando tuve su dinero, fueron ellos los que me tuvieron a mí... ¡gracias a una cachiporra! Me dejaron aquí tirado mientras ocupaban mi puesto en la taquilla; les escuché cómo se hacían con el dinero mientras se reían en voz baja. ¡Dije que necesitaría ayuda! Y la banda de Gower se ha marchado con todo el dinero, ¿y en qué nos deja eso? ¡Con los ojos a la funerala, maldita sea mi alma!

Reflexioné largamente, escuchando el rugido furioso de la batalla que se libraba justo al otro lado de la delgada pared... que se abombaba hacia dentro ocasionalmente cuando alguno de los robustos contendientes impactaba contra ella.

—Nunca se creerán semejante historia —murmuré introspectivamente, pensando en Joey y en Hansel, y en Leary y sus chicos del coro... y en Dimitri y sus alegres muchachos. Todos habían puesto dinero en aquel combate y esperaban recibir algunos beneficios.

—¿Por qué? —preguntó Oslof, repentinamente nervioso—. Creerán que se la he jugado, ¿verdad? ¿Y qué me dices del chichón que tengo en la cabeza?

—Oslof —le dije con cierta pesadumbre—, créeme, ¡te esperan más chichones antes de que pase mucho tiempo! Nunca te creerán si les dices que te han golpeado y desvalijado. Pensarán que te has quedado la pasta para ti solo, y pensarán probablemente que yo soy tu compinche. ¡Oslof, larguémonos! Sólo hay cuarenta millas desde aquí al pueblo más cercano, y desde allí podremos llegar a la costa.

»¡Ahora o nunca! Decídete antes de que esos tipos vengan a buscarte. En tus marcas... listo. ¡Ya!

Y Oslof y yo dejamos Blue River batiendo todos los récords de velocidad.