La aparición sobre el cuadrilátero
Los lectores de esta revista se acordarán sin duda de Ace Jessel, el gran boxeador negro del que fui mánager hace algunos años. Era un gigante de ébano de un metro noventa y dos centímetros de altura y ciento quince kilos de peso. Se movía con la cómoda ligereza de un gigantesco leopardo y sus músculos de acero ondulaban bajo su brillante piel. Sorprendentemente rápido para un boxeador de su tamaño, tenía una pegada terrible y cada uno de sus enormes puños contenía la potencia de un martillo pilón.
En aquella época yo estaba convencido de que era tan bueno como cualquier otro hombre que pudiera subir a un cuadrilátero... salvo por un defecto capital. Carecía de instinto asesino. Tenía un enorme coraje, como demostró en numerosas ocasiones... pero se contentaba con boxear, las más de las veces, batiendo a sus enemigos por los puntos y lanzando los golpes exactos para no perder el combate.
De vez en cuando, los espectadores le insultaban, pero sus sarcasmos no hacían más que ampliar su jovial sonrisa. Sin embargo, sus combates seguían atrayendo a un público enorme porque, las raras veces que se encontraba en dificultades y se veía obligado a atacar, o cuando se enfrentaba a un peligroso adversario al que tenía forzosamente que dejar K. O. para conseguir la victoria, los espectadores asistían a un verdadero combate que les entusiasmaba de principio a fin. Incluso en aquellas ocasiones, su costumbre era apartarse de su adversario tambaleándose, dejando que el boxeador atontado por los golpes tuviera tiempo para recuperarse y volver al ataque... mientras la multitud aullaba enfurecida y yo me tiraba de los pelos.
La única fidelidad duradera en la despreocupada vida de Ace era una adoración fanática, un verdadero culto, por Tom Molyneaux, el primer poseedor del título americano, un hombre de color y un combatiente decidido; y, según la opinión de muchos expertos, el más grande boxeador negro que se haya visto sobre un ring.
Tom Molyneaux había muerto en Irlanda hacía ya cien años, pero el recuerdo de sus valerosos éxitos en América y en Europa tenían una importancia decisiva en la vida de Ace Jessel. Cuando era un muchacho y se deslomaba en los muelles, oyó hablar de la vida y los combates de Tom, y aquello fue lo que le decidió a convertirse en boxeador.
El bien más preciado de Ace era un retrato del boxeador de antaño. Descubrió aquel cuadro —lo que ya sería un hallazgo notable, pues incluso los grabados de madera de Molyneaux eran bastante raros— entre la colección de un sportsman londinense, y persuadió a su propietario para que se lo vendiera. Pagar la suma convenida exigió hasta el último centavo de lo que Ace pudo ganar en cuatro combates, pero consideró que era barato. Sacó el retrato del marco original para reemplazarlo por un marco de plata maciza, lo que, dado que el retrato era de tamaño natural, fue algo más que extravagante.
Pero ningún honor era demasiado grande para «Mister Tom» y Ace aumentó sin más el número de combates para poder hacer frente a la suma requerida.
Finalmente, mi inteligencia y los puños de Ace nos abrieron el camino hacia las más altas cumbres. Ace aparecía como una amenaza en la categoría de los pesos pesados y el mánager del campeón estaba dispuesto a firmar con nosotros... cuando un obstáculo inesperado se cruzó en nuestro camino.
Una forma surgió por el horizonte y se impuso en los cuadriláteros, empequeñeciendo y eclipsando a todos los demás aspirantes, incluido entre ellos mi boxeador. Era Matahombres Gómez, y era todo lo que su nombre permite suponer. Gómez era su nombre pugilístico, y le fue dado por el español que le descubrió y le llevó a América. De hecho, era un senegalés de pura raza, natural de la costa de África occidental.
Una vez por siglo los fanáticos de la lucha pueden ver a un hombre como Gómez moviéndose por el ring... un asesino nato que se aúpa hasta la cima aplastando enemigos como un búfalo que se abre paso por un bosquecillo de árboles muertos. Era una fiera, un tigre. Lo que no tenía de técnica verdadera, lo compensaba con la ferocidad de sus ataques, la robustez de su cuerpo y la fuerza aterradora de sus puños. Desde el momento en que llegó a Nueva York, con una larga lista de victorias en Europa a las espaldas, todo el mundo comprendió que ningún adversario podría resistírsele, y aquello fue precisamente lo que pasó. No tardó mucho el defensor del título, un blanco, en ver a la fiera negra alzarse por encima de las destrozadas siluetas de sus víctimas. Era la señal de una catástrofe inminente para el campeón, pero el público reclamaba a gritos aquel encuentro, y fueran cuales fueran sus defectos, el campeón era un luchador decidido.
Ace Jessel, el único de los aspirantes que no se enfrentó a Gómez, quedó apartado y, cuando los primeros días del verano asomaron por Nueva York, un título se perdió y fue ganado, y Matahombres Gómez, el hijo de la jungla negra, fue saludado como rey de los boxeadores.
El mundo deportivo y el público en general odiaban y temían al nuevo campeón. Los fanáticos del boxeo apreciaban el salvajismo en el ring, pero Gómez no limitaba su ferocidad al cuadrilátero. Tenía un alma envilecida. Era un ser primitivo, simiesco... la emanación misma de aquellos pantanos de la barbarie de donde la humanidad salió a costa de tantos dolores y que los hombres contemplan con enorme desconfianza.
Se partió en busca de una «Esperanza Blanca», pero el resultado siempre fue el mismo. Los aspirantes, uno tras otro, caían abatidos por los golpes terribles de Matahombres, y finalmente sólo quedó un boxeador que no había cruzado los guantes con Gómez... Ace Jessel.
Yo no sabía muy bien si debía enfrentar a mi boxeador con un combatiente como Gómez, porque el afecto que sentía por aquel negrazo de buen corazón era mucho más que la amistad de un mánager por su pupilo. Ace representaba más que el sustento para mí, pues conocía la verdadera nobleza de corazón que se ocultaba bajo la piel negra de Ace, y no podía soportar la idea de verle reducido a una ruina ensangrentada y sin conocimiento por un hombre que era —yo estaba plenamente convencido de ello— más fuerte que Ace. Quería esperar un poco, el tiempo necesario para que Gómez se agotara con sus aterradoras batallas y por los excesos que seguirían, sin lugar a dudas, a las victorias de aquella bestia feroz. Los grandes pegadores no duraron mucho tiempo, pero tampoco fue mucho tiempo el que un indígena de la jungla pudo resistirse a las tentaciones de la civilización.
Se produjo el vacío que sucede inevitablemente a la aparición de un nuevo campeón, y los combates fueron poco numerosos. El público reclamaba una pelea por el título, los cronistas deportivos montaron un escándalo de mil diablos y acusaron a Ace de cobardía, los organizadores ofrecieron bolsas importantes y, finalmente, firmé para un encuentro a quince asaltos entre Matahombres Gómez y Ace Jessel.
Durante el entrenamiento, le pregunté a Ace de una vez por todas:
—Ace, ¿crees que puedes dejarle K. O.?
—Señor John[9] —replicó Ace mirándome fijamente a los ojos—, haré lo que pueda, pero me da miedo ser incapaz de hacerlo. Ese Gómez no es un ser humano.
Aquello anunciaba mal; cuando un hombre sube al ring en semejante estado mental, está medio vencido.
Más tarde, fui a la habitación de Ace para preguntarle algo, y me detuve a la entrada, estupefacto. Había oído al boxeador hablar en voz baja mientras me acercaba por el pasillo, y me imaginé que sería uno de sus cuidadores o un sparring-partner quien estaría en la habitación con él. Pero al llegar vi que estaba solo. Y que estaba ante su ídolo... el retrato de Tom Molyneaux.
—... señor Tom —decía humildemente—, todavía no he me enfrentado a un hombre capaz de hacerme besar la lona, pero tengo la impresión de que ese negro puede hacerlo. Necesito ayuda desesperadamente, señor Tom.
Me sentía casi como si hubiera interrumpido una ceremonia religiosa. Se me puso la piel de gallina; y sin la evidente y profunda sinceridad de Ace, habría considerado su comportamiento como algo sacrilego. Pero, para Ace, Tom Molyneaux era mucho más un santo.
Me quedé ante el quicio de la puerta, silencioso, contemplando aquella extraña escena. El artista desconocido que había hecho el retrato de Molyneaux lo hizo con un notable talento. La silueta pequeña y negra se recortaba con fuerza sobre la tela de colores marchitos. Parecía una evocación del pasado con aquellas mallas largas del siglo anterior, las poderosas piernas bien abiertas, los brazos musculosos levantados y a la altura del torso y los puños cerrados... exactamente como Molyneaux apareció cuando se enfrentó al boxeador inglés Tom Cribb, hacía ya más de cien años.
Ace Jessel estaba ante la tela con la cabeza inclinada sobre el robusto pecho como si escuchara un misterioso susurro dentro de su mente. Y mientras le miraba, se me ocurrió una idea curiosa y fantástica... el recuerdo de una superstición secular.
Puede que sepan que algunos especialistas en ciencias ocultas afirman que las estatuas y los retratos tienen el poder de hacer volver a las almas de los desaparecidos desde el vacío de la eternidad. Me pregunté si Ace habría oído hablar de aquella superstición y si esperaba evocar el espíritu de su ídolo desde el reino de los muertos para pedirle ayuda y consejo. Me encogí de hombros nada más pasárseme tan ridicula idea por la cabeza, y me di la vuelta. Antes de alejarme, eché un último vistazo al cuadro ante el que Ace se mantenía inmóvil, como una gran estatua de basalto negro, y me di cuenta de una ilusión singular: la tela parecía moverse suavemente, como la superficie de un lago recorrida por una débil brisa...
Cuando llegó el día del encuentro, observé a Ace con cierto nerviosismo. Tenía miedo por si había cometido un error al aceptar que mi boxeador subiera al ring para enfrentarse a Gómez. Sin embargo, apoyaba a Ace con todas mis fuerzas... y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para ayudarle a ganar el combate.
La multitud de los grandes días aclamó frenéticamente a Ace cuando se deslizó entre las cuerdas; lanzó aclamaciones nuevamente, aunque de menor intensidad, cuando Gómez apareció sobre el cuadrilátero. Aquellos dos negros ofrecían un extraño contraste: idénticos por el color de su piel pero muy diferentes desde cualquier otro aspecto.
Ace era alto, esbelto y bien formado, con músculos lisos, la mirada clara y una frente despejada.
Gómez parecía rechoncho si se le comparaba con él, y eso que medía su buen metro y noventa centímetros. Los músculos de Jessel eran largos y ligeros como si fueran grandes cables; los suyos eran nudosos y prominentes. Sus pantorrillas, muslos, brazos y hombros formaban gruesos bloques compactos. Su pequeña cabeza redonda estaba hundida entre unos hombros gigantescos, y su frente era tan baja que sus crespos cabellos parecían empezar a crecerle justo por encima de sus ojillos inyectados en sangre. Una espesa pelambrera de negros cabellos cubría su torso.
Sonreía con insolencia, se golpeaba en el pecho y flexionaba sus poderosos brazos con la seguridad de un salvaje. Ace, en su rincón, sonreía a la multitud, pero su rostro moreno y oscuro con un tinte ceniciento, al igual que sus rodillas, temblaba.
Se procedió a las formalidades de rigor: el árbitro recordó el reglamento a los dos boxeadores, se anunciaron sus respectivos pesos... ciento quince, Ace; ciento veinticuatro, Gómez. Luego, las luces se apagaron en el estadio, salvo los proyectores que iluminaban el ring donde dos gigantes negros se enfrentaban con la mirada como si fueran los dos únicos hombres que quedaran en el mundo.
Cuando sonó el gong, Gómez se volvió vivamente y saltó de su rincón soltando un rugido de pura ferocidad. Ace, aunque ciertamente asustado, se fue a por él con el valor de un hombre de las cavernas cargando contra un gorila. Colisionaron impetuosamente en el centro del ring.
El primer golpe fue propinado por el Matahombres, un swing de izquierda que alcanzó a Ace en las costillas. Ace replicó con un largo gancho al rostro y con una restallante derecha al cuerpo. Gómez «se metió en harina» golpeando con ambos puños; y Ace, tras una vana tentativa por mantener alta la cabeza, se vio obligado a retroceder. El campeón le paseó por el cuadrilátero, enviándole un feroz izquierdazo al cuerpo cuando Ace se agarró a él. Mientras se separaban, Gómez le asestó un terrible derechazo en el mentón y Ace se tuvo que recostar en las cuerdas.
La multitud lanzó un enorme «¡Ahhh!» cuando el campeón se lanzó sobre él como un lobo hambriento, pero Ace consiguió deslizarse entre los brazos de su adversario y agarrarse a él, sacudiendo la cabeza para aclararse las ideas. Gómez le largó un zurdazo que los brazos de Ace consiguieron amortiguar en parte, y el árbitro le dio una advertencia al senegalés.
Los dos hombres se separaron y Ace se echó hacia atrás, combatiendo a distancia, enviando una serie de golpes secos y rápidos con la izquierda. Cuando el asalto terminó, el campeón mugía como un búfalo, intentando mantener la guardia ante aquel brazo que parecía una espada.
Entre los asaltos, le aconsejé a Ace que evitara pelear de cerca, en la medida de lo posible, pues la superior fuerza de Gómez tendría una importancia decisiva, y que emplease su juego de piernas para mantenerse a distancia y encajar así menos golpes.
El segundo asalto comenzó exactamente igual que el primero, con Gómez llegando en tromba y Ace utilizando toda su técnica para mantenerse firme y evitar los terribles golpes de su adversario. Es muy difícil mantener en un rincón a un boxeador ligero y móvil como Ace cuanto éste se encuentra fresco y alerta, y a distancia tenía ventaja sobre Gómez, cuya única idea era lanzarse sobre su adversario y tirarlo al suelo, contando para ello sólo con su fuerza y ferocidad. No obstante, a pesar de la rapidez y la habilidad de Ace, justo antes de que sonase el gong, Gómez se acercó a él y le largó un maligno zurdazo al estómago, y el gran negro titubeaba ligeramente cuando volvía al rincón.
Sentí que aquello era el comienzo del fin. La resistencia y la fuerza de Gómez parecían inagotables; era imposible estar siempre lejos de él y harían falta muy pocos golpes como aquel izquierdazo al estómago para privar a Ace de su velocidad y precisión de movimientos. Si se veía forzado a mantener un cuerpo a cuerpo e intercambiar golpes de fuerza, estaba perdido.
Cuando Gómez saltó para el cuarto asalto, una luz homicida brillaba en su mirada. Esquivó un directo de izquierda, recibió un directo de derecha en pleno rostro y le largó a Ace algunos ganchos al cuerpo, con las dos manos, y acto seguido se incorporó y le soltó un terrible derechazo al mentón, aunque Ace pudo amortiguar el impacto acompañando el golpe.
Mientras el campeón seguía desequilibrado, Ace le estudio tranquilamente hasta que le lanzó un feroz gancho de derecha que le alcanzó en la barbilla. La cabeza de Gómez se fue hacia atrás como si tuviera unas bisagras en los hombros, ¡y se detuvo en seco! En el mismo momento en que los espectadores se levantaban de sus asientos, apretando los puños, con la boca entreabierta, esperando que cayera, el campeón sacudió la cabeza y volvió al ataque profiriendo un gruñido. Al acabar el round, los dos hombres estaban agarrados el uno al otro en el centro del cuadrilátero.
Al comenzar el cuarto asalto, Gómez paseó a Ace por el ring, prácticamente a su antojo. Humillado y desesperado, Ace buscó un rincón neutral e hizo oscilar a Gómez sobre los talones con una izquierda y una derecha al cuerpo, pero encajó un feroz golpe en el rostro con la zurda en compensación. Luego, bruscamente, el campeón se lanzó al ataque y atravesó su guardia, largándole un zurdazo destructor en el plexo solar y, cuando Ace se tambaleó, un poderoso derechazo al mentón. Ace fue proyectado contra las cuerdas, levantando los puños por instinto. Sus guantes bloquearon en parte los golpes secos y violentos propinados por Gómez... y repentinamente, inmovilizado contra las cuerdas como estaba, y aún aturdido por el ataque del Matahombres, Ace pasó a la acción de un modo aterrador. Intercambiando golpe por golpe con el campeón, le rechazó y le obligó a recular, ¡atravesando el ring de lado a lado!
La multitud pareció volverse loca. Ace luchaba como no había luchado nunca antes, pero yo esperaba el fin con consternación. Sabía que mi boxeador no podía resistir el ritmo infernal que imponía el campeón.
Luchando a lo largo de las cuerdas, Ace le envió un feroz zurdazo al cuerpo, seguido de un derechazo y un nuevo zurdazo al rostro, pero fue recompensado con un poderoso golpe de la derecha en las costillas que le hizo gesticular dolorido. Justo con el gong, Gómez colocó otro de sus mortíferos zurdazos al cuerpo.
Los segundos de Ace se ocuparon de él frenéticamente, pero pude ver que el negro estaba muy debilitado.
—¿Ace no puedes mantener a distancia esos golpes al cuerpo? —le pregunté.
—Claro, señor John, lo intentaré —respondió.
¡El gong!
Ace saltó y se fue al ataque, su cuerpo magnífico temblando lleno de energía dinámica. Gómez se fue a su encuentro, y sus músculos de acero formaban un bloque compacto. Bang, bang... y de nuevo, ¡bang! Los dos hombres se agarraron el uno al otro. Cuando se separaban, Gómez le lanzó a Ace un puñetazo terrible que le alcanzó en toda la boca. El gran negro titubeó... y se fue a la lona. Luego, sin esperar la cuenta —y eso que yo le instaba a hacerlo para que pudiera recuperarse— se levantó sobre sus largas y musculosas piernas de un salto, chorreándole abundantemente la sangre sobre el negro pecho. Gómez se arrojó sobre él y Ace, con la furia de la desesperación, le recibió con un formidable derechazo en plena mandíbula. ¡Gómez se fue a la lona, donde cayó de espaldas cuan largo era!
¡Los espectadores se levantaron aullando! ¡En diez segundos aquellos dos hombres fueron derribados a la lona por primera vez en sus carreras!
—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! —contó el árbitro, subiendo y bajando el brazo.
Gómez estaba en pie de nuevo, indemne, loco de rabia. Con un rugido de bestia feroz, se arrojó sobre Ace, apartándole los brazos que le machacaban y le lanzó el puño derecho, apoyando el golpe con toda la fuerza de su poderoso hombro. Alcanzó a Ace en el estómago. El rostro de Ace se volvió gris como la ceniza... osciló como un árbol inmenso, y Gómez le hizo caer de rodillas, bajo una granizada de golpes de derecha y de izquierda que resonaban como mazazos.
—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro...!
Ace estaba en la lona. Se retorcía de dolor mientras intentaba levantarse. El rugido de los espectadores era un océano de ruido que ahogaba cualquier pensamiento.
—... ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete...!
¡Ace estaba de pie! Gómez llegó a la carga, corriendo sobre la lona manchada de sangre, profiriendo rugidos de furor pagano. Sus golpes cayeron sobre su tambaleante adversario como una riada de martillazos. Izquierda... derecha... otra vez una izquierda que Ace no tuvo fuerzas para esquivar.
—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho...!
Ace se había levantado de nuevo, tambaleándose, con la mirada perdida y sin esperanzas. Un swing de izquierda le arrojó contra las cuerdas y, al rebotar, cayó de rodillas... ¡y en ese momento repicó el gong!
Mientras sus segundos y yo mismo saltábamos al ring, Ace volvió a tientas a su rincón, sin ver nada, y se dejó caer sin fuerzas en el taburete.
—Ace, es demasiado fuerte para ti —le dije.
Una pobre sonrisa apareció en el rostro de Ace y su valor invencible hizo brillar sus ojos inyectados en sangre.
—Señor John, se lo ruego, no tire la esponja. Si debo recibir, recibiré. Ese tipo no puede mantener la misma presión toda la noche, ¡le digo que no!
No... pero Ace Jessel tampoco podía, a pesar de su notable energía y su velocidad de recuperación sorprendente, que le hicieron levantarse para el siguiente asalto con una apariencia de frescor y fuerzas renovadas.
El sexto y el séptimo asaltos fueron relativamente un poco anodinos. Gómez, quizá, empezaba a sentir la terrible presión que había impuesto desde el principio. En todo caso, Ace consiguió mantenerlo a distancia, haciendo que el match pareciera casi un combate de entrenamiento, con lo que los espectadores tuvieron derecho a una soberbia exhibición que vino a demostrar que un boxeador inteligente puede combatir a distancia y aguantar los asaltos de un pegador cuya única idea es abatir de una vez a su adversario. Incluso yo me quedé maravillado por la calidad del boxeo y el brillante estilo de Ace, cosa de la que no había sido testigo hasta aquel momento, y sabiendo que Gómez estaba mostrando bastante prudencia con mi pupilo. El campeón recibió una muestra de la fuerza del puño derecho de Ace en el frenético quinto asalto, y quizá desconfiaba, temiendo alguna trampa por parte de su adversario. Por primera vez en su vida había besado la lona. Le alegraba poder descansar durante dos rounds, tomándose su tiempo y reuniendo todas las fuerzas para el asalto final.
Éste comenzó cuando el gong anunció el octavo asalto. Gómez lanzó su ataque habitual, propinando golpes con todas sus ganas, paseando a Ace por el ring y mandándolo a la lona en un rincón neutral. Su modo de combatir era tal que, cuando estaba decidido a masacrar a su adversario, la ligereza, la rapidez y la técnica no valían de nada, salvo para retrasar el desenlace fatal. A Ace le contaron hasta nueve y se levantó, batiéndose en retirada.
Pero Gómez fue tras él, manteniendo la implacable presión. El campeón falló un par de veces con la izquierda pero tuvo ocasión de colocarle un derechazo bajo el corazón. El rostro de Ace que quedó como la ceniza. Un izquierdazo a la mandíbula le hizo doblar las rodillas y se agarró con desesperación a su enemigo.
Cuando se separaron, Ace le envió un directo de izquierda al rostro y un gancho de derecha al mentón, pero los golpes no tenían fuerza. Gómez lo encajó sin problemas y le hundió el puño izquierdo en el estómago. De nuevo, Ace se aferró a su adversario, pero el campeón le apartó violentamente y le paseó por el ring, largándole feroces ganchos al cuerpo. Cuando el gong repicó estaban intercambiando feroces golpes junto a las cuerdas.
Ace se dirigió a trompicones hacia el rincón de su adversario, completamente sonado, y cuando sus segundos le empujaron hacia el suyo, cayó rendido sobre el taburete, con las piernas temblándole y su poderoso pecho moreno subiendo y bajando con esfuerzo. Eché un vistazo al rincón opuesto: el campeón, sentado en su taburete, miraba fijamente a su adversario con cierto salvajismo. También él daba muestras de cansancio tras aquel furioso cuerpo a cuerpo, pero parecía en mejor forma que Ace. El árbitro se acercó a nosotros, miró con ciertas dudas a Ace y luego se puso a hablar conmigo.
Pese a las brumas que oscurecían su atontada mente, Ace comprendió el significado de sus palabras e intentó levantarse, con cierto miedo en la mirada.
—¡Señor John, impídales que detengan el combate! ¡No les deje que hagan eso! ¡No podría soportarlo!
El árbitro se encogió de hombros y volvió al centro del cuadrilátero.
Darle buenos consejos a Ace habría sido algo inútil. Estaba demasiado atontado como para comprender nada... en su mente abotargada había lugar para un único pensamiento... luchar, luchar y seguir luchando... el viejo instinto atávico que es más fuerte que cualquier cosa que no sea la muerte.
Cuando resonó el gong se levantó a duras penas y fue al encuentro de su fin inminente con un valor invencible que hizo levantarse a los espectadores animándole con sus aullidos. Golpeó, un puñetazo con la izquierda, al azar e inofensivo, y el campeón se lanzó sobre él, golpeándole con los dos puños hasta que Ace cayó. A la cuenta de «¡Nueve!» estaba en pie, reculando de manera instintiva hasta que Gómez le alcanzó con un largo directo de derecha y lo envió de nuevo a la lona. Una vez más, contaron hasta «nueve» antes de que Ace se levantara con un gran esfuerzo. La multitud estaba silenciosa. Ninguna voz se elevó para reclamarle a Gómez que acabara con él. Una verdadera masacre... un homicidio primitivo... pero el valor de Ace les cortaba el aliento como a mí me estrujaba el corazón.
Ace se aferró ciegamente a su adversario para no caer, una vez... dos veces... tres veces... hasta que el Matahombres, furioso, le apartó y le lanzó un derechazo al cuerpo. Las costillas de Ace cedieron como si fueran madera podrida, con un crujido seco que se escuchó claramente en toda la sala. Ace profirió una exclamación seca y cayó de rodillas...
—... ¡Siete! ¡Ocho...!
Su cuerpo negro había acabado en la lona y se retorcía de dolor.
—... ¡Nueve!
Entonces se produjo un milagro: Ace estaba de pie, oscilando sobre sus piernas, con la mandíbula colgándole, lo mismo que los brazos a lo largo del cuerpo.
Gómez le dedicó una mirada de estupefacción, sin llegar a comprender cómo su adversario había podido levantarse; luego se lanzó sobre él como una tromba para rematarlo. Ace estaba en una situación desesperada. La sangre le cegaba. Tenía los dos ojos casi cerrados, y cuando respiraba por su rota nariz, una bruma rojiza parecía envolverle. Profundas heridas le marcaban las mejillas y los pómulos, y su costado izquierdo no era más que un amasijo de carne ensangrentada. Seguía luchando sostenido sólo por el instinto, y nadie pondría nunca más en duda el valor de Ace.
Sin embargo, el coraje y el instinto no bastaban cuando el cuerpo está roto y al límite de su resistencia, ni cuando las brumas de la inconsciencia abotargan el cerebro. Bajo el terrible ataque de Gómez, Ace cayó... roto... y los espectadores comprendieron que aquello era el fin.
Cuando un hombre ha encajado todos los golpes encajados por Ace, algo superior al cuerpo y a al valor debe intervenir para permitirle continuar. Algo que le inspire y le estimule... ¡algo que le envuelva y le lleve a cimas de esfuerzos sobrehumanos!
Antes de dejar el gimnasio, yo mismo retiré —a instancias de Ace— el cuadro de Tom Molyneaux de su marco, y lo enrollé cuidadosamente y lo llevé conmigo al estadio. Lo tomé en aquel preciso instante y lo desenrollé y, cuando los ojos velados de Ace se volvieron instintivamente hacia su rincón, levanté el retrato hasta el límite de la luz cegadora de los proyectores enfocados sobre el ring, de tal manera que todo lo que quedaba iluminado por ellos parecía impreciso e ilusorio. Algunos pensarían que fue una sucia treta por mi parte, pretendiendo de un modo egoísta que un hombre agotado se levantara para encajar más golpes... pero el profano no sabría comprender las motivaciones de los hijos del boxeo, para quienes la victoria es más preciosa que la vida y la derrota algo peor que la muerte.
Todas las miradas estaban clavadas en la forma postrada en el centro del cuadrilátero, sobre el campeón agotado que se apoyaba en las cuerdas, en el brazo del árbitro que subía y bajaba con la regularidad del implacable destino. No creo que fueran más de cuatro los espectadores que vieron lo que yo hacía... ¡pero Ace Jessel sí lo vio!
Discerní el brillo de sus ojos inyectados en sangre. Le vi sacudir la cabeza violentamente. Le vi empezar a recoger sus largas piernas mientras la voz del árbitro temblaba al acercarse al fatídico número diez.
Y, lo recordaré hasta el día de mi muerte, ¡repentinamente, el retrato tembló violentamente en mis manos!
Un viento tan helado como la muerte sopló sobre mí y escuché al hombre colocado a mi lado temblar involuntariamente y apretarse el abrigo contra el cuerpo. Sin embargo, no fue un viento helado lo que estrujo mi corazón mientras miraba, con los ojos abiertos de par en par y totalmente anonadado, el cuadrilátero donde se producía el mayor drama del mundo del boxeo.
Ace, luchando denodadamente, se encogió y se apoyó sobre los codos. Brumas de sangre le velaban la vista; luego, muy lejos, pero acercándose, vio aparecer una silueta en el seno de la bruma. Un hombre... un hombre de piel negra, bajo y muy robusto, con un torso fornido y miembros musculosos, con los faldones largos de una época pasada... ¡y estaba junto a él, en el ring! Tom Molyneaux, atravesando los años muertos para acudir en ayuda de su adorador... ¡Tom Molyneaux vestido y dispuesto a combatir como cuando se enfrentó a Tom Cribb hacía ya tanto tiempo!
¡Y Jessel se levantó! La enloquecida multitud gritaba frenéticamente. Un vigor sobrenatural recorría sus agotados miembros y animaba su atontada mente. Gómez podría hacer lo que quisiera, pues... ¿cómo vencer a un hombre en cuyo nombre iba a combatir el más grande de todos los guerreros negros?
Cuando Ace Jessel se arrojó sobre el sorprendido Matahombres como si fuera una borrasca del Ártico, el fuerte brazo de Tom Molyneaux estaba pasado por su cintura y le sujetaba, y los ojos de Tom guiaban sus golpes, y los puños de Tom caían con los de Ace sobre la cabeza y el cuerpo del campeón.
El Matahombres quedó completamente desorientado por la recuperación de las fuerzas de su adversario... quedó estupefacto por la inexplicable energía de aquel hombre que debería haberse quedado en la lona y sumirse en la inconsciencia. Antes de que pudiera reaccionar, fue sumergido por un chaparrón de golpes asestados con la rapidez y la fuerza de un martillo pilón. El último golpe, un directo de derecha, habría noqueado a un buey... y noqueó a Gómez. El hombre cayó K. O. y le contaron hasta diez.
Mientras el atónito árbitro le levantaba el brazo a Ace y le proclamaba campeón, el gran negro sonrió y se fue al suelo pronunciando estas palabras:
—Gracias, señor Tom.
Sí, para todos los que presenciaron aquel combate, la recuperación de Ace pareció algo increíble y sobrenatural... aunque nadie vio la forma fantasmal... nadie salvo Ace... y alguien más. No pretendo haber visto el fantasma... porque no lo vi, aunque sí sentí el misterioso movimiento del cuadro. Sin un hecho extraño que se produjo inmediatamente tras el combate, habría dicho que todo aquel asunto podría tener una explicación natural... que Ace, milagrosamente, había recuperado todo su vigor tras una alucinación al ver fugitivamente el retrato. Porque, después de todo, ¿quién conoce las profundidades extrañas del alma humana y sabe hacia qué cimas aparentemente sobrehumanas puede elevarse el cuerpo gracias a la mente?
Tras el combate, el árbitro —un hombre con los nervios de acero y la mirada fría, un sportsman de la vieja escuela— se acercó a mí y me dijo:
—A ver, ¿he perdido la chaveta... o había un cuarto hombre en el ring cuando Ace Jessel dejó K. O. a Gómez? ¡Durante un minuto me pareció ver a un negro de hombros muy anchos y achaparrado al lado de Ace! ¡No te rías, imbécil! No se trata del cuadro que enarbolabas... que eso también lo vi. Era un hombre real... y se parecía mucho al del retrato. Estaba sobre el cuadrilátero... ¡y luego desapareció! ¡Maldita sea! Este combate me ha destrozado los nervios.
Y éstos son los hechos en bruto, sin querer deformar la verdad o pretender inducir a error al lector de estas páginas. Les someto el siguiente problema:
¿Fue la abotargada mente de Ace lo que creó la alucinación y su ayuda espectral... o fue el fantasma de Tom Molyneaux lo que realmente estuvo a su lado, cosa de la que Ace sigue convencido al día de hoy?
En lo que a mí concierne, la superstición secular está totalmente justificada. Y creo firmemente que un retrato es una puerta por la cual los seres astrales pueden ir y venir entre este mundo y el más allá —sea cual sea ese más allá— y que un gran amor desinteresado es bastante fuerte como para que los espíritus de los muertos acudan en ayuda de los vivos.