—¡Intenta matarlo! —jadeó, y le puso un recio cuchillo en la mano—. ¡Mi magia es inútil contra él!

Con un gruñido, Conan saltó hacia adelante sin reparar en su lacerada pierna, impelido por el calor del combate. Tolkemec se acercaba, los ojos llameantes, pero dudó al percibir el resplandor del cuchillo en manos de Conan. Comenzó entonces un juego espantoso, con Tolkemec acosando a Conan y tratando de situar al bárbaro en línea con un altar o una puerta metálica, mientras su antagonista intentaba evitarlo y, a la vez, buscaba una vía abierta para su cuchillo. Las mujeres miraban tensas, conteniendo la respiración.

No se oían más sonidos que el susurro y el roce de los pies apresurados. Tolkemec no cabrioleaba ni brincaba ya. Comprendía que en aquel juego corría más peligro que con la gente que había muerto gritando y huyendo. En el fuego elemental de los ojos del bárbaro se veía una intención tan mortífera como lo animaba a él. Iban de un lado a otro, y, cuando uno se movía, también lo hacía el otro, como unidos por hilos invisibles. Pero, constantemente, Conan se iba acercando más y más a su enemigo. Ya los abultados músculos de sus muslos comenzaban a flexionarse para el salto, cuando Valeria gritó. Por un fugaz instante, una puerta de bronce quedó tras el cuerpo de Conan. Brotó la línea roja y alcanzó el flanco de Conan cuando éste se contorsionaba. En ese mismo instante Conan arrojó su cuchillo. El viejo Tolkemec cayó, ahora sí, muerto, con la empuñadura del arma vibrando en su pecho.

Tascela saltó, pero no hacia Conan, sino hacia la vara, que resplandecía como un ser vivo en el suelo. Pero, al tiempo que brincaba, también lo hacía Valeria, con una daga tomada de un muerto, y la hoja, impulsada por toda la fuerza de los músculos de la pirata, atravesó a la princesa de Tecuhltli, de forma que la punta asomó por entre sus pechos. Tascela lanzó un grito y cayó muerta. Valeria apartó el cuerpo con los pies.

—¡Tenía que hacerlo, por mi dignidad! —resolló Valeria, mirando a Conan por encima del yerto cadáver.

—Bien, así concluye la venganza de sangre —gruñó—. Ha sido una noche de mil demonios. ¿Dónde guardará esta gente la comida? Estoy hambriento.

—Necesitas vendarte esa pierna —Valeria arrancó una tira de seda, de una colgadura, y se la anudó en torno a la cintura; luego rasgó algunas otras, más pequeñas, y vendó con eficiencia la lacerada extremidad del bárbaro.

—Puedo andar —le aseguró él—. ¡Vámonos de aquí! Está amaneciendo fuera de esta ciudad infernal. Ya he tenido bastante de Xuchotl. Me alegro de que se hayan exterminado los unos a los otros. No quiero sus malditas joyas. Seguro que están embrujadas.

—Hay botines más limpios en el mundo, esperándonos a ti y a mí —dijo ella, alzándose para mostrarse alta y espléndida ante él.

El viejo resplandor volvió a los ojos del cimmerio y, esta vez, ella no se resistió cuando la cogió fieramente entre los brazos.

—Hay un largo camino hasta la costa —comentó al cabo ella, retirando sus labios de los de él.

—¿Y qué? —rio él—. No hay nada que no podamos lograr. Tendremos la cubierta de un buque bajo los pies antes de que los estigios abran sus puertos para la estación comercial. ¡Y entonces enseñaremos al mundo lo que significa saquear!