Clavos Rojos

Clavos Rojos

BORRADOR

La amazona refrenó su fatigada montura. Ésta se detuvo afirmando bien las patas, con la cabeza gacha, como si incluso el peso del arnés de cuero rojo, guarnecido en oro, fuera demasiado pesado para ella. La mujer sacó un pie, calzado con bota, del estribo plateado, y descabalgó de la silla dorada. Afirmó las riendas a la horquilla de una rama de árbol y se volvió para inspeccionar las inmediaciones, con las manos en las caderas.

No eran nada alentadoras. Arboles gigantes se inclinaban sobre el estanque en el que su caballo abrevaba. La maraña de los matorrales limitaba la visión del observador, arracimadas bajo el sombrío crepúsculo del arco que formaban las ramas entrelazadas. La mujer se estremeció, con una sacudida de sus magníficos hombros; luego maldijo.

Era alta, de busto generoso y largos miembros, con hombros fuertes que indicaban una fortaleza insólita, sin que eso le restase un ápice de feminidad. Era toda una mujer, a pesar de su porte y atuendo, que resultaba incongruente con el lugar donde se hallaba. En vez de falda, usaba bombachos holgados que remataban un palmo por debajo de las rodillas, y sujetos con una ancha banda de seda a modo de faja. Botas vueltas de cuero blando y una blusa escotada y de seda, de cuello ancho y amplias mangas, completaban su atavío. Su alborotado cabello rubio, cortado recto a la altura de los hombros, estaba sujeto con una banda listada de oro.

La mujer se recortaba contra ese paisaje de selva sombría y primitiva, involuntariamente extraña, incongruente y fuera de lugar. Debiera haber estado contra un fondo de nubes marinas, mástiles y gaviotas inquietas. Había color de mar en sus grandes ojos. Y así debiera haber sido, pues ella era Valeria, de la Hermandad Roja, cuyas hazañas eran celebradas en canciones y baladas allá donde los marineros se congregasen.

Trató de traspasar con la mirada el tenebroso techo verde de las ramas curvas, y alcanzar el cielo que debía encontrarse encima; pero, al fin, renunció con un sordo juramento.

Dejando su caballo atado, se encaminó en dirección este, volviendo de vez en cuando la mirada hacia el estanque, para memorizar el camino de vuelta. El silencio de los bosques le resultaba deprimente. Ningún pájaro cantaba en las ramas bajas y ni un susurro en los matorrales delataba la presencia de animales. Recordó que ese silencio había durado kilómetros. Durante casi un día, había atravesado un territorio de silencio opresivo, interrumpido sólo por los ruidos de su huida.

Había apagado su sed en el estanque, pero sentía la comezón del hambre, así que comenzó a buscar en torno suyo, tratando de encontrar algunas de las frutas con las que había estado alimentándose desde que agotara la provisión desús alforjas.

Más adelante, descubrió un afloramiento de roca oscura, parecida al pedernal, que se alzaba en forma de lo que parecía un abrupto risco entre los árboles. Su cima se perdía de vista entre la profusión de follaje circundante. Quizá el pico remontase las copas de los árboles y, desde allí, pudiera ver qué había más allá… si es que había algo más allá de aquella, al parecer, ilimitada selva por la que llevaba cabalgando tantos días.

Había una estrecha rampa natural que llevaba a la falda. Tras ascender alrededor de cinco metros, alcanzó el cinturón de hojas interpuestas. Los troncos de los árboles no llegaban a agolparse junto al risco, pero las puntas de sus ramas más bajas sí se extendían sobre él, velándolo con su follaje. Trepó en la oscuridad de las hojas, sin poder ver ni arriba ni abajo; sin embargo, al fin aclararon las hojas y llegó a una repisa, y vio la techumbre del bosque extendida a sus pies. Esa techumbre —que veía como un suelo desde su posición aventajada— era tan impenetrable desde arriba como desde abajo. Miró hacia el oeste, de donde había llegado. Vio tan sólo el ondulante océano verde, extendiéndose hasta donde llegaba la vista, con tan sólo una tenue línea azul, en la distancia, insinuando la cadena de colinas que había cruzado unos días antes, para sumergirse en ese agreste follaje.

Hacia el norte y el sur, la vista era la misma, aunque allí no se veía la línea azul de las colinas. Miró al este y se enderezó de repente, cuando su pie fue a tropezar con algo entre la alfombra de caídas hojas muertas que cubrían el repecho. Apartó las hojas con el pie y pudo contemplar el esqueleto de un hombre. Examinó la osamenta descolorida con ojo experto, sin encontrar huesos rotos ni el menor signo de violencia. El hombre debía de haber fallecido de muerte natural, aunque qué podía haberle hecho ascender a un alto risco para morir allí era algo que ella no podía ni intuir.

Subió a la cima de la prominencia y oteó el horizonte. Se envaró. Al este, a pocos kilómetros, el bosque raleaba y moría de golpe, dando paso a una llanura sembrada de cactus. Y, en mitad de ese llano, se levantaban las murallas y las torres de una ciudad humana. La chica lanzó un juramento, asombrada. Aquello resultaba increíble. No se hubiera sorprendido de ver poblamientos humanos de otra clase; las chozas en forma de colmena de los negros o las cuevas de la misteriosa raza parda que, según las leyendas, moraban en cierto territorio de esa región inexplorada. Pero resultaba asombroso hallarse ante una ciudad amurallada, a tantas semanas de viaje de la más próxima de las avanzadillas de cualquier civilización.

El curso de sus pensamientos se vio roto por un rumor de hojas abajo. Se volvió como un gato, llevando la mano a la espada, para después quedar petrificada, contemplando con ojos muy abiertos al hombre que estaba ante ella.

Tenía casi la estatura de un gigante. Su atuendo era similar al de la mujer, excepto que usaba un ancho cinturón de cuero en vez de faja. Una espada ancha y una daga colgaban de ese cinto.

—¡Conan el cimmerio! —exclamó la mujer—. Pero ¿qué haces siguiéndome el rastro?

El otro sonrió a duras penas y sus salvajes ojos azules ardieron con una luz que ninguna mujer podía dejar de entender, al tiempo que recorrían su magnífica figura, entreteniéndose en sus espléndidos pechos marcados bajo la ligera blusa, así como en la carne blanca que asomaba entre perneras y botas.

—¿Es que no lo sabes? —se rio—. ¿Acaso no te he dejado bien clara mi admiración desde la primera vez que te vi?

—Un semental no se hubiera expresado con más claridad —repuso ella, desdeñosamente—. Pero nunca hubiera esperado encontrarte tan lejos de los barriles de cerveza y los pucheros de carne de Sukhmet. ¿De veras me has seguido desde el campamento de Zarallo o te han echado a latigazos?

Él se rio de su insolencia e hinchó los poderosos bíceps.

—De sobra sabes que Zarallo no tiene bastantes granujas a su servicio para poder expulsarme a latigazos del campamento. —Sonrió—. Te he seguido, desde luego. ¡Y ha sido una suerte para ti, chica! Cuando apuñalaste a aquel tipo, perdiste la amistad de Zarallo y te convertiste en una proscrita para los estigios.

—Lo se —reconoció ella—. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Bien sabes hasta qué punto me provocaron.

—Por supuesto —convino él—. De haber estado allí, yo mismo le habría dado de cuchilladas. Pero si una mujer quiere vivir una vida de hombre, debe esperar tales cosas.

Valeria pateó el suelo con su bota y juró.

—¿Por qué los hombres no me dejan vivir como uno más?

De nuevo, los ojos hambrientos de Conan la devoraron.

—¡Eso es obvio! Pero hiciste bien en huir del campamento. Zarallo te habría despellejado. El hermano de ese oficial te siguió, con mayor rapidez de lo que tú pensabas. No estaba lejos de ti cuando le di alcance. Su caballo era mejor que el tuyo. Te habría alcanzado y cortado el cuello al cabo de pocos kilómetros más.

—¿Y bien? —preguntó ella.

—¿Y bien qué? —El otro mostró un aire desconcertado.

—¿Qué ha sido del estigio?

—Bueno, ¿a ti que te parece? —contestó—. Lo maté, por supuesto, y dejé sus restos a los buitres. Eso me retrasó, sin embargo, y a punto estuve de perderte el rastro cuando cruzaste las cimas rocosas de las colinas. De no ser por eso, te habría dado alcance hace mucho.

—¿Y ahora piensas que me vas a llevar a rastras, de vuelta al campamento de Zarallo? —inquirió con una sonrisa sarcástica.

—Sabes que no —contestó—. Vamos, chica, no seas tan huraña. Yo no soy como ese tipo al que acuchillaste, y lo sabes.

—Un pobre vagabundo, eso es lo que eres tú —se burló ella.

Él rompió a reír.

—¿Y tú qué? Ni siquiera tienes dinero para hacerle unos fondillos nuevos a los bombachos. Tu desdén no me afecta. Conoces mi reputación. De sobra sabes que he capitaneado barcos más grandes, y más hombres, que tú en toda tu vida. En cuanto a lo de no tener una moneda…, ¿qué aventurero no es pobre la mayor parte del tiempo? Me he enriquecido mil veces y volveré a hacerlo saqueando. He derrochado suficiente oro por los puertos para colmar un galeón. También lo sabes.

—¿Y donde están ahora los fantásticos galeones y los valientes que estaban bajo tu mando? —se mofó.

—Casi todos en el fondo del mar y en el infierno —reconoció alegremente—. La flota real zingaria hundió mi último buque en Toragis… Incendié la ciudad de Valadelad, pero me atraparon antes de llegar a las Barachas. Fui el único que escapó con vida. Por eso me uní a los Compañías Libres de Zarallo. Pero el oro escasea y el vino es malo… y no me gustan las negras. Y ésas eran las únicas que venían a nuestro campamento en Sukhmet, con anillos en las narices y dientes limados, ¡bah!

»¿Y por qué te uniste tú a Zarallo?

—Ortho el rojo mató a mi capitán y se apoderó del barco —replicó ella de forma sombría—. Ese perro quería hacerme su mujer. Salté una noche por la borda, estando anclados frente a la costa kushita, y llegué nadando a la orilla. Estábamos junto a Zabela. Allí había un traficante shemita que era agente de Zarallo. Me dijo que Zarallo había llevado sus Compañías Libres al sur, a defender la frontera de Darfar. Me uní a una caravana que se dirigía al este y, al final, llegué a Sukhmet.

—Y ahora los dos hemos dejado a Zarallo, para que se las apañe por su cuenta —comentó Conan—. Fue una tontería huir hacia el sur, aunque tuvo su parte buena, ya que las patrullas de Zarallo ni pensaron en buscarte en esta dirección. Sólo el hermano del hombre al que mataste consiguió encontrar tu rastro.

—¿Y qué piensas hacer ahora? —exigió saber ella.

—Girar al oeste por el bosque —repuso—. Ya he estado antes tan al sur, aunque no tan al este. Tras muchos días de viaje hacia el oeste, llegaremos a las sabanas, donde viven las tribus negras. Tengo amigos entre ellos. Luego iremos a la costa y encontraremos un barco. Estoy harto de la jungla.

—Pues entonces ponte en marcha —lo invitó ella—. Yo tengo mis propios planes.

—¡No digas tonterías! —Conan, por primera vez, mostró signos de irritación—. No puedes seguir dando vueltas por la jungla.

—Lo he hecho durante cerca de una semana.

—¿Y qué se supone que piensas hacer?

—Eso no es cosa tuya —replicó.

—Claro que lo es —repuso él con calma—. ¿Acaso crees que te he seguido hasta aquí, para darme la vuelta y regresar cabalgando con las manos vacías? Vamos, chica, se sensata. No tengo intención de lastimarte.

Se adelantó y ella reculó, echando mano a la espada.

—¡Atrás, perro bárbaro! ¡Atrás o te ensarto como a un cerdo en la brasa!

Él se detuvo, contrariado:

—¿Es que quieres que te quite ese juguete y te dé una azotaina con él?

—¡Palabras! ¡Palabras! —se mofó ella; sus ojos audaces brillaron con luces que eran como el resplandor del sol en las aguas azules danzando en sus ojos audaces y él supo que no mentía. Ningún hombre podía desarmar a Valeria de la Hermandad con las manos desnudas. Frunció el entrecejo, preso de sentimientos que eran una maraña de emociones contrapuestas. Se sentía irritado, al tiempo que divertido y lleno de admiración por tanto coraje. Ardía en deseos de apoderarse de esa espléndida figura y estrecharla entre sus brazos de hierro, aunque, sobre todo, deseaba no herir a la chica. Estaba dividido entre el deseo de sacudirla para que reaccionase y el de acariciarla. Bien sabía que, si se ponía al alcance de su espada, la hundiría en su corazón. Había visto a Valeria matar a demasiados hombres para engañarse al respecto. Sabía que era rápida y feroz como una tigresa. Podía recurrir a su propio espadón y desarmarla, arrancando la hoja de su mano, pero la idea de empuñar una espada contra una mujer, incluso aunque ésta tratase de hacerle daño, era algo inadmisible para él.

—¡Maldita seas, descarada! —exclamó—. Te voy a quitar esa…

Se adelantó —su furia lo había vuelto imprudente—, y ella se disponía a dar un golpe mortal cuando se produjo una interrupción.

—¿Qué es eso?

Los dos se sobresaltaron y Conan se volvió con la ligereza de un gato, su gran espada relampagueando en la mano. Valeria retrocedió, todavía presta a golpear. A sus espaldas, en el bosque, se había alzado un estremecedor coro de gritos… relinchos de caballos presas de terror y agonía. Mezclado con tales gritos, les llegaba el repetido chasquido de unos huesos al astillarse.

—¡Los leones nos están matando los caballos! —gritó Valeria.

—¡Eso no son leones! —exclamó Conan, los ojos fulgurando—. ¿Has oído algún rugido de león? ¡No! Escucha cómo crujen los huesos… ningún león es capaz de hacer tanto ruido matando a un caballo.

Conan se lanzó por la rampa natural que ella había seguido al ascender, su rencilla personal olvidada por ese código de los aventureros, el instinto de unirse ante un peligro común.

Bajaron a través de la cortina de hojas y desanduvieron el camino a través de ese velo verde. El silencio había caído de nuevo sobre el bosque.

—Encontré atado a tu caballo en el estanque de ahí detrás —musitó él, desplazándose tan sigilosamente que ella ya no se preguntó cómo podía haberla sorprendido en el risco—. Até el mío junto al tuyo y seguí las huellas de tus botas. ¡Ten cuidado!

Habían dejado atrás las ramas que llegaban al risco y podían ver la zona que había bajo el arco de la selva. Sobre sus cabezas, el techo verde formaba un sombrío dosel. Debajo, la luz del sol se filtraba lo suficiente para crear un crepúsculo verde. Los troncos gigantes de los árboles, a menos de cien metros, se veían brumosos y fantasmales.

—Los caballos tienen que estar detrás de esa espesura, allí —susurró Conan, y su voz podría haber sido una brisa acariciando el ramaje—. ¡Escucha!

Valeria ya lo había oído y notó que un escalofrío le recorría el cuerpo e, inconscientemente, llevó una mano blanca al musculoso brazo moreno de su acompañante. Más allá de la espesura, llegaba un ruidoso crujir de huesos y un sordo rasgar de carnes.

—Los leones no hacen ese ruido —susurró Conan—. Algo está devorando a nuestros caballos, pero no es ningún león… ¡Mira eso!

Los ruidos cesaron de golpe y Conan masculló un juramento. Una brisa repentina se había alzado para soplar directamente hacia el sitio donde se ocultaba el monstruo invisible.

La espesura se agitó y Valeria oprimió el brazo de Conan. Aun siendo profana en los misterios de la selva, sabía que ningún animal de los que hubiera visto podía sacudir los grandes matorrales de esa forma.

—Un elefante no causaría tal agitación —murmuró Conan, haciéndose eco de sus pensamientos—. Pero ¡qué demonios…! —Su voz se desvaneció en un silencio atónito de asombro incrédulo.

A través de la espesura surgía una cabeza de pesadilla y horror. Unas fauces sonrientes descubrieron unas hileras de colmillos amarillentos y babeantes.

Y sobre aquella boca abierta se fruncía un hocico de saurio. Unos ojos enormes, como los de una pitón, pero mil veces más grandes, miraban sin parpadear a los petrificados humanos. La sangre manchaba los labios escamosos y fofos, y goteaba de la gran boca. La cabeza, mayor que la de cualquier cocodrilo, se proyectaba desde un largo cuello escamoso y detrás, haciendo crujir matorrales y arbolillos, anadeaba un torso titánico, gigantesco y con forma de barril, sobre unas patas absurdamente cortas. La panza blanquecina casi se arrastraba por el suelo, mientras que los picos serrados del dorso se alzaban más arriba de lo que Conan pudiera haber llegado poniéndose de puntillas. Una cola de dragón se arrastraba tras la monstruosidad.

—Volvamos arriba, rápido —urgió Conan, empujando a la chica—. No creo que pueda trepar, pero puede ponerse a dos patas y atraparnos…

Abatiendo ruidosamente matorrales y arbolillos, el dragón cargó tal como había predicho Conan, se alzó de forma espantosa sobre sus patas traseras, cortas y enormes, para caer con las delanteras, con tal violencia que hizo vibrar la roca. Apenas habían pasado los fugitivos por la pantalla de follaje cuando la inmensa cabeza asomó como un dardo, y las poderosas mandíbulas se cerraron con entrechocar de colmillos gigantes. Pero ya estaban fuera de su alcance, y se volvieron a contemplar aquella visión de pesadilla enmarcada por las hojas verdes. Luego la cabeza retrocedió y, un momento más tarde, atisbando a través de las ramas que circundaban el risco, lo vieron sentado sobre las patas traseras, al pie del risco, mirando sin pestañear hacia arriba, en dirección a ellos.

Valeria se estremeció.

—¿Cuánto tiempo crees que se quedará ahí?

Conan propinó un puntapié a la calavera caída sobre la alfombra de hojas muertas.

—Este desdichado debió de trepar hasta aquí para escapar de él, o de uno de su especie. Murió de inanición. Ese ser no se irá hasta que hayamos muerto. He oído leyendas sobre estas criaturas a los negros, pero nunca había creído en ellas.

Valeria lo miró aturdida, cualquier resentimiento ya olvidado. Tuvo que luchar contra un brote de pánico. Había demostrado un valor temerario, mil veces, en feroces combates en tierra y mar, en las cubiertas resbaladizas por la sangre de buques envueltos en llamas, en el asalto a ciudades amuralladas, y en las pisoteadas playas arenosas donde los proscritos de la Hermandad Roja bañaban sus cuchillos en sangre ajena, durante las disputas por las jefaturas. No había flaqueado en su larga huida hacia el sur, desde el campamento situado en la frontera de Darfar, a través de los herbazales y las selvas hostiles. Pero la perspectiva que ahora tenía delante le helaba la sangre. Un tajo recibido en el calor de la batalla no era nada, pero sentarse inactiva e inerme en una roca pelada a esperar la muerte, asediada por un monstruoso superviviente de una edad más antigua… aquel pensamiento hizo que el pánico se apoderase de ella.

—Tendrá que irse a comer y beber —apuntó, desfallecida.

—No tiene que ir muy lejos para eso —indicó Conan—. Puede correr como un gamo y ahora está ahíto de carne de caballo y, al igual que las serpientes, puede pasarse mucho tiempo sin comer ni beber. Sólo que me parece que éste no duerme después de comer, como hacen las serpientes.

Conan hablaba imperturbable. Era un bárbaro y la terrible paciencia de los salvajes, aprendida durante su infancia, tenía tanta fuerza en él como sus anhelos y su rabia. Podía afrontar una situación como ésa con una frialdad impensable en una persona civilizada.

—¿No podríamos subirnos a los árboles y alejarnos, yendo como monos de rama en rama? —preguntó ella con desesperación.

Pero él negó con la cabeza.

—Ya he pensado en eso. Las ramas que tocan el risco son demasiado endebles. Se romperían bajo nuestro peso. Además, me parece que ese monstruo puede arrancar de cuajo cualquiera de estos árboles.

—Bueno, ¿y nos vamos a quedar aquí sentados hasta morir de hambre, como éste? —gritó rabiosa, y le dio una patada a la calavera—. ¡Yo desde luego no! Voy a bajar y voy a cortarle la cabeza a ese…

Conan se había apostado en un saliente rocoso. Contemplaba con admiración esos ojos ardientes y la figura tensa y temblorosa; pero, comprendiendo que se encontraba al borde de un ataque de nervios, no dejó traslucir la atracción que sentía al hablar.

—Siéntate —gruñó, tomándola de las muñecas e instalándola sobre sus rodillas. Ella estaba demasiado sorprendida para resistirse cuando le quitó la espada de las manos y la devolvió a la vaina—. Toma asiento y cálmate. Lo único que conseguirías sería romper la hoja contra sus escamas. Tenemos que buscar la forma de salir, pero ha de ser sin que nos hinque el diente y nos devore.

Ella no replicó, ni trató de rechazar el brazo que la ceñía por la cintura. Estaba aterrorizada, y la sensación resultaba nueva para Valeria, de la Hermandad Roja. Así que se sentó en las rodillas de su compañero —o captor— con una docilidad que hubiera dejado estupefacto a Zarallo, que la había catalogado de diablesa escapada del serrallo del diablo.

Conan jugueteaba con sus rizos rubios, aparentemente interesado sólo en seducirla. Ni el esqueleto a sus pies ni el monstruo que se agazapaba allá abajo perturbaban su mente o embotaban el filo de su interés.

Los incansables ojos de la chica recorrieron el follaje de abajo y se posaron en los frutos carmesí oscuro que había visto ya al subir por primera vez al risco. Se parecían a otras frutas que había encontrado y comido en la selva, tras su fuga del campo de Zapallo. Se percató de que estaba a un tiempo hambrienta y sedienta, aunque no había caído en ello hasta comprender que no podía descender del risco para buscar comida y bebida.

—No moriremos de hambre —indicó—. Tenemos frutos al alcance de la mano.

Conan miró hacia donde le señalaba.

—Si comemos de eso, no tendremos que preocuparnos por las fauces del dragón —gruñó—. Eso es lo que los negros de Kush llaman las Manzanas de Derketa. Derketa es la reina de los muertos. Bebe un poco de ese zumo, o úntatelo sobre el cuerpo, y estarás muerta antes de descender del risco.

—Ooooh.

Valeria cayó en un desanimado silencio. Parecía no haber forma de salir de allí. Se le ocurrió algo y señaló a Conan lo que se veía al oeste. Él se alzó en lo más alto y oteó sobre la techumbre de la selva.

—Es una ciudad amurallada, desde luego —musitó—. ¿Querías ir allí cuando tratabas de que yo me fuera a la costa?

Ella negó con la cabeza.

—¿Quién iba a pensar que habría una ciudad aquí? No creo que los estigios hayan llegado tan lejos. ¿Habrán construido los negros una ciudad así? No veo rebaños en la llanura, ni indicios de cultivos o gente en las inmediaciones.

—¿Y cómo ibas a verlo desde esta distancia? —preguntó ella.

Él se encogió de hombros y descendió. De repente juró.

—¿Por qué, en el nombre de Crom, no se me habrá ocurrido antes?

Sin responder, el cimmerio bajó hasta donde se alzaba el follaje y espió a través de él. La gran bestia aguardaba sentada abajo, observando el risco con la terrible paciencia de los reptiles. Conan lo maldijo con gesto imperturbable y comenzó a cortar ramas. En seguida tuvo tres varas esbeltas de unos dos metros de longitud, no más gruesas que su pulgar.

—Las ramas son demasiado endebles para hacer con ellas varas de lanza y la hiedra no es tan gruesa para valer como cuerda —repitió—. Pero la unión hace la fuerza… Al menos, eso es lo que solían decirnos los renegados aquilonios a los cimmerios, cuando fueron a las colinas para levantar un ejército con el que invadir su propio país. Pero nosotros luchamos en clanes y tribus.

—¿Para qué demonios quieres esos palos? —le espetó ella.

—Espera y verás.

Cortando tramos de lianas, unió los palos y, sacando el puñal, encajó la empuñadura entre ellos, en un extremo. Luego, con las enredaderas, ató el conjunto, de forma que, al acabar, tenía una lanza de no poca solidez, con un sólido astil de dos metros de largo.

—¿Qué diablos quieres hacer? —le preguntó ella—. ¿No me habías dicho que una hoja de acero se haría pedazos contra esas escamas…?

—No tiene escamas en todas partes —replicó Conan—, y no hay nada imposible.

Bajó hasta donde empezaba el follaje, extendió la lanza y traspasó con cuidado una de las Manzanas de Derketa. La mantuvo alzada para evitar las oscuras gotas moradas que caían de la fruta atravesada. Luego retiró la hoja y le mostró a Valeria el acero azul, manchado de un turbio carmesí.

—No se si podrá acabar con él —aseveró—. Aquí hay veneno suficiente como para matar a un elefante, pero… en fin, ya veremos.

Valeria fue con él cuando Conan se adentró en el follaje. Manteniendo precavidamente la lanza lejos, el cimmerio introdujo la cabeza entre las ramas y se dirigió al monstruo.

—¿Qué estás esperando ahí, desgraciado retoño de padres de moral dudosa? —Fue una de las peculiares preguntas que le hizo—. Mete la cabeza de nuevo por aquí, bastardo de cuello largo… ¿O esperas que vaya ahí y te mueva el maldito culo a puntapiés?

Hubo más improperios… algunos de ellos tan explícitos que impresionaron a Valeria, pese a la rústica educación que había recibido entre marineros. Y surtió efecto en el monstruo. Así como el incesante aullar de un perro confunde y enfurece a los animales más calmos, así la resonante voz de un hombre causa miedo en lo más hondo de algunos animales y rabia insensata en otros. De repente y con estremecedora rapidez, el mastodóntico monstruo se alzó sobre sus poderosas patas traseras y lanzó el cuello y el cuerpo en un esfuerzo por alcanzar al vociferante pigmeo, cuyo clamor perturbaba el silencio primigenio de su horrendo reino.

Pero Conan había calculado la distancia con precisión. A un metro y medio debajo de él, la poderosa cabeza irrumpió, terrible pero en vano, a través de las hojas. Y, cuando la monstruosa boca se abrió como la de una gran serpiente, Conan golpeó con su lanza en la roja comisura del ángulo de las fauces, y lo hizo con toda la fuerza de ambos brazos. Hundió la hoja del largo puñal en carne, hueso y músculo.

Las fauces se cerraron de forma convulsiva, al instante, quebrando el asta de tres palos unidos y casi arrancando a Conan de su posición. Había caído de no mediar la chica, que se hallaba a su espalda, y lo agarró con desesperación del cinto de la espada. El cimmerio se agazapó en un saliente rocoso y dedicó una sonrisa a la muchacha.

El monstruo se revolcaba como perro escaldado. Agitaba la cabeza, se la golpeaba con las garras y abría la boca en toda su aterradora amplitud. Por fin logró poner una inmensa pata delantera sobre el muñón del astil y se las arregló para arrancar la hoja. Sabiendo quién era el causante de su daño, alzó la cabeza, las mandíbulas abiertas y echando sangre, para observar el risco con una furia e inteligencia tan reconcentradas que Valeria tembló y empuñó su espada.

Con bramidos discordantes y chirriantes, el dragón se lanzó contra el risco que era el baluarte de sus enemigos. Una y otra vez, la tremenda cabeza irrumpió entre las hojas, mordiendo el aire. Lanzó su enorme y poderoso peso contra el risco, hasta que éste vibró desde la base a la cima. Y escarbaba con sus patas delanteras, a semejanza de un hombre, como si intentara arrancar el risco, lo mismo que si fuera un árbol.

Tal exhibición de furia primordial heló la sangre en las venas de Valeria, pero Conan estaba demasiado próximo a lo primitivo para sentir otra cosa que cierto interés. El bárbaro, se sentía en conexión con los hombres y con los animales, los cuales era ajenos a Valeria. El monstruo era, para Conan, tan sólo una forma de vida que difería de él, en la forma. Le atribuía características similares a las suyas y en su ira veía una contrapartida a su propia furia, y sus rugidos y bramidos eran tan sólo equivalentes reptilianos de las maldiciones que él mismo le había dirigido. Sintiendo un parentesco con todos los seres salvajes, incluidos los dragones, le era imposible experimentar el espantoso terror que asaltaba a Valeria a la vista de la ferocidad del monstruo.

Lo contempló con tranquilidad y fue comentando los diversos cambios que tenían lugar en su voz y acciones.

—El veneno está haciendo efecto —dijo con convicción.

—No creo —para Valeria resultaba fatuo suponer que una sustancia letal pudiera hacer algún efecto en aquella montaña de músculo y ferocidad.

—Hay dolor en su voz —manifestó Conan—; al principio tan sólo era furia, debida a la herida en sus fauces. Ahora está sintiendo la acción del veneno. ¡Mira! Se está tambaleando. Se quedará ciego en unos pocos minutos. ¿Qué te decía?

Ya que, repentinamente, el dragón se había vuelto bamboleando, para marcharse aplastando el sotobosque.

—¿Está huyendo? —preguntó desasosegada Valeria.

—¡Se dirige al estanque! El veneno le causa sed. ¡Vamos! Estará ciego cuando vuelva, si es que vuelve. Pero, si encuentra la forma de regresar al risco y olfatearnos, se quedará aquí hasta que muera, y puede que otros de su especie oigan sus gritos. ¡Vamos!

—¿Vamos a bajar? —Valeria estaba espantada.

—¡Claro! ¡Iremos a la ciudad! Quizá nos topemos con un millar de dragones por el camino, pero moriremos de cierto si nos quedamos aquí. ¡Baja, rápido! ¡Sígueme!

Descendió con rapidez, como un mono, deteniéndose sólo para ayudar a su compañera, menos ducha, que, hasta ver trepar al cimmerio, había creído no tener nada que envidiar a ningún hombre a la hora de moverse por los aparejos de un buque o por la escarpada faz de un acantilado.

Se deslizaron en silencio hasta el suelo, aunque Valeria creía que el golpeteo de su corazón debía escucharse, sin duda, a kilómetros de distancia. Ningún sonido salía de la selva, salvo un ruidoso gorgoteo y unos lametones que indicaban que el dragón estaba bebiendo en el manantial.

—Tan pronto como se hinche la panza volverá —susurró Conan—. Puede que pasen horas hasta que el veneno lo mate… si es que llega a hacerlo.

En algún lugar, más allá del bosque, el sol se hundía en el horizonte. La selva era un brumoso crepúsculo de sombras negras e imágenes turbias. Conan aferró por la muñeca a Valeria y descendieron. Hacía menos ruido que la brisa al soplar entre los troncos de los árboles, pero Valeria tenía la sensación de que sus botas blandas proclamaban su huida a todo el bosque.

—No se si podrá seguir un rastro —musitó Conan—, pero, si se alza viento, podrá olfatear nuestro olor.

—¡Quiera Mitra que el viento no sople! —exclamó Valeria. Empuñaba, con su mano libre, la espada, pero el tacto de la empuñadura de cuero no le daba más que la sensación de hallarse inerme.

Había como kilómetro y medio del borde del bosque. Habían cubierto la mayor parte de la distancia cuando oyeron unos chasquidos y unos crujidos a sus espaldas. Valeria apretó los labios para reprimir un grito.

—Ha encontrado nuestro rastro —susurró con rabia, galvanizada.

Conan negó con la cabeza.

—No, no ha conseguido olernos en la roca y ahora está deambulando a través del bosque, intentando captar de nuevo nuestro olor. ¡Vamos! No estamos seguros en esta selva. Puede hacer trizas cualquier árbol al que nos subamos. ¡Vamos a la ciudad! ¡Si no nos huele, lo conseguiremos! ¡La ciudad es nuestra única oportunidad!

Fueron avanzando hasta que los árboles comenzaron a clarear. A sus espaldas, el bosque era un negro e impenetrable océano de sombras. El ominoso crepitar aún sonaba detrás de ellos, según el dragón iba dando tumbos en su errático vagabundeo.

—El llano está ahí delante —exclamó Valeria—. Sólo un poco más y…

—¡Por Crom! —juró Conan.

—¡Por Mitra! —musitó Valeria.

El viento acababa de alzarse desde el este. Soplaba llevando directamente su olor a la selva situada a sus espaldas. Al instante, un horrible rugido sacudió los bosques. Los aterradores chasquidos de la vegetación se tornaron un crujir constante a medida que el dragón acudía como un huracán, directo hacia el olor de sus enemigos, olor que le llegaba en alas del viento.

—¡Corre! —gruñó Conan, los ojos relampagueando como los de un lobo acorralado—. Es lo único que podemos hacer.

Las botas de marinero no están hechas para correr a toda velocidad, y la vida de un pirata no enseña a correr. Al cabo de unos metros, Valeria jadeaba y se tambaleaba, y a sus espaldas los crujidos iban dando paso a un trueno, mientras el monstruo irrumpía a través de las espesuras y los espaciados árboles.

Conan, sujetando a la mujer con brazo de hierro, medio la arrastraba, haciendo que los pies de ella apenas tocasen el suelo al seguir la carrera a una velocidad que Valeria sola nunca hubiera alcanzado. Una rápida mirada a su espalda reveló a Conan que el monstruo estaba ya casi encima de ellos, llegando como una galera de guerra en alas del temporal. Conan dio un empellón a Valeria, con tal fuerza que la hizo ir dando traspiés unos cuatro metros, hasta caer desmañadamente al pie del árbol más cercano. El cimmerio decidió salir al paso del atronador titán.

Seguro de estar afrontando la muerte, el cimmerio obró por instinto, abalanzándose contra la espantosa cara que se le venía encima. Conan brincó, sacudiendo y golpeando como un gato salvaje y sintiendo que su espada se hundía en las escamas que revestían el poderoso hocico. Acto seguido, un impacto aterrador lo mandó dando tumbos y volteretas, unos cinco metros, perdido el aliento y casi la vida.

Nadie podría explicar cómo el aturdido cimmerio se puso en pie. Pero su único pensamiento era que Valeria yacía aturdida e indefensa, casi en el camino de aquel diablo que avanzaba a toda velocidad, y antes aún de recobrar el resuello ya estaba de nuevo levantado, la espada en la mano.

Ella seguía allí donde la había arrojado, esforzándose por sentarse. El dragón no la había tocado. La espalda o una pata delantera era lo que había impactado contra Conan, y el monstruo ciego había seguido su carga, olvidando a las víctimas cuyo olor perseguía, preso de una repentina agonía. Lanzado de cabeza, corrió atronadoramente hasta que embistió de cabeza contra un gigantesco árbol que había en su camino. El impacto arrancó el árbol de cuajo, y debió de hundirle el cráneo y aplastar los sesos. Árbol y monstruo cayeron juntos, y los aturdidos humanos vieron cómo las ramas y hojas se sacudían con las convulsiones de la criatura. Hasta que quedaron quietas.

Conan ayudó a Valeria a levantarse y se lanzaron a una frenética carrera. Momentos más tarde salieron a la llanura desarbolada, en el calmo crepúsculo.

Conan se detuvo un instante a mirar la negra espesura que había a su espalda. Ni una hoja se movía, ni un pájaro cantaba. Se mantenían en el mismo silencio que debían guardar antes de la creación de la vida animal.

—Vamos —musitó, tomando de la mano a su compañera—. La selva tiene que estar llena de esos demonios. Probaremos en esa ciudad del llano.

A cada paso que se alejaban de los bosques negros, Valeria daba un suspiro de alivio. De un momento a otro, esperaba oír el crujido de los matorrales y ver cómo otra pesadilla colosal se precipitaba contra ellos. Pero nada perturbó el silencio de las espesuras.

Tras poner el primer kilómetro entre ellos y la selva. El sol se había puesto y la oscuridad se apoderaba de la llanura, menguada un poco por las estrellas, que convertían los cactus en grandes fantasmas.

—Ni rebaños ni cultivos —murmuró Conan—. ¿De qué vivirá esta gente?

—Quizá los campos y las pasturas puede que estén al otro lado de la ciudad —sugirió Valeria.

—Puede —gruñó—. Sin embargo, no vi nada de eso desde el risco.

La luna se alzó sobre la ciudad, recortando negras murallas y torres contra el amarillo resplandor. Valeria se estremeció. Negra contra la luna, la extraña ciudad tenía un aspecto sombrío, siniestro.

Quizá el mismo pensamiento asaltó a Conan, ya que se detuvo, observó en torno y gruñó:

—Nos detendremos aquí. No tiene sentido llegar a las puertas en plena noche. Sin duda, no nos dejarían entrar. Además, estamos cansados y no sabemos cómo nos van a recibir. Unas pocas horas de sueño nos repondrán las fuerzas, por si tenemos que luchar o huir.

Fue guiándola hasta un lecho de cactus que formaban un círculo…, un fenómeno común en los desiertos sureños. Abrió un pasadizo con su espada e indicó a Valeria que entrase.

—Aquí, al menos, estaremos a salvo de serpientes.

—¿Crees que saldrá algún dragón de la selva?

—Montaremos guardia —repuso él, sin dar explicaciones de qué harían en el caso de que sucediera tal cosa—. Acuéstate y duerme. Yo haré la primera guardia.

Ella dudó, pero él se sentó con las piernas cruzadas en la abertura, frente a la llanura y con la espada cruzada sobre las rodillas. Un instante después, Valeria se había tumbado en la arena, en el interior del círculo espinoso.

—Avísame cuando la luna esté en lo más alto —le dijo.

Él no respondió ni la miró. Su última impresión, mientras se hundía en el sueño, fue la de su musculosa figura, inmóvil como una estatua de bronce, recortada contra el apagado resplandor de las estrellas.

CAPÍTULO

Valeria despertó sobresaltada al darse cuenta de que un día gris iba ya extendiéndose sobre la llanura.

Se sentó y se frotó los ojos. Conan estaba junto a los cactus, cortando las gruesas paletas y arrancando con destreza las espinas.

—No me has despertado —le reprochó—, me has dejado dormir toda la noche.

—Estabas cansada y además debe dolerte el trasero después de una cabalgata tan larga. Los piratas no estáis acostumbrados a montar.

—¿Y tú que?

—He sido kozak antes que pirata —repuso—, y ésos viven en la silla. He estado echando cabezadas como una pantera que espera junto al rastro a que aparezca algún venado. Mis oídos estaban alerta mientras mis ojos dormían.

Y, en efecto, el gigante bárbaro parecía tan fresco como si hubiera dormido toda la noche sobre un lecho dorado. Tras quitar las espinas y pelar la recia piel, tendió a la chica un pedazo de cactus, grueso y rebosante de jugo.

—Come esta pulpa. Es comida y bebida para los hombress del desierto. Cierta vez, fui un jefe entre los zuagiros…, gente del desierto que vive de saquear caravanas.

—¿Hay algo que no hayas sido? —inquirió, entre divertida y medio fascinada.

—Nunca he sido rey en un país hiborio. —Sonrió burlón y dio un enorme bocado al cactus—. Pero he soñado que llegaba a serlo, y algún día lo seré. ¿Por qué no habría de serlo?

Ella negó con la cabeza, estupefacta, y empezó a devorar la pulpa. La encontró no del todo desagradable al paladar, y llena de un zumo fresco que calmaba la sed. Al acabar de comer, Conan se limpió las manos en la arena, se puso en pie, se pasó los dedos por su espesa melena negra, se ciñó el cinto de la espada y dijo:

—Bueno, vamos. Si la gente de esa ciudad nos va a cortar la cabeza, mejor que sea ahora, antes de que apriete el calor.

Su sombrío humor era inconsciente, pero Valeria reparó en que bien podía ser profético. Ella también se ajustó el cinturón de la espada al ponerse en pie. Habían pasado los terrores de la noche. Los rugientes dragones de la lejana selva eran un sueño brumoso. Caminó resuelta al lado del cimmerio. Cualesquiera que fueran los peligros que les aguardaran, sus enemigos serían humanos. Y Valeria de la Hermandad Roja aún no había conocido a ningún hombre capaz de darle miedo.

Conan la miró mientras caminaba a su lado, con ese paso decidido que tanto se parecía al suyo.

—Caminas más como los hombres de las colinas que como un marino —dijo—. Debes de ser aquilonia. El sol de Darfar no ha conseguido broncear tu piel blanca. Más de una princesa te envidiaría.

—Soy aquilonia —reconoció.

Aquellos piropos ya no le molestaban. La evidente admiración de Conan la complacía. Después de todo, ser deseada por Conan el cimmerio era un honor para cualquier mujer, incluso para Valeria de la Hermandad Roja.

El sol se alzaba tras la ciudad, tiñendo las torres de un siniestro carmesí.

—Negra contra la luna por la noche… —gruñó Conan, con los ojos nublados por la abismal superstición del bárbaro—. Rojo sangre contra el sol naciente… No me gusta nada esta ciudad.

Pero prosiguieron y, según lo hacían, Conan señaló el hecho de que ningún camino llegaba a la ciudad desde el oeste.

—Ningún ganado ha hollado estas explanadas —dijo—. Y ningún arado ha tocado este suelo desde hace años, siglos quizá. Pero, mira, alguna vez hubo aquí cultivos.

Valeria vio las antiguas acequias y los lechos secos que le indicaba. A cada lado de la ciudad, la llanura se extendía hasta el borde selvático, que formaba un anillo inmenso y brumoso. La vista no llegaba más allá.

El sol se había ya alzado bien alto sobre el horizonte oriental cuando llegaron ante la gran puerta del oeste, a la sombra de la alta muralla. La ciudad dormitaba, tan silenciosa como la selva de la que habían escapado. El óxido cubría el hierro que reforzaba el poderoso portón de bronce. Las telarañas relucían tensas sobre las bisagras, las oquedades y las hojas cerradas.

—¡Esto no se ha abierto desde hace años! —exclamó Valeria, atemorizada por el acechante silencio del lugar.

—¿Quién construiría esto? ¿Quién vivió aquí? ¿Adonde fueron? ¿Por qué la abandonarían?

—¿Y quién sabe? Hay ciudades dispersas por todos los lugares despoblados del mundo. Puede que la edificara un clan de exiliados estigios. Aunque lo más seguro es que no. No parece arquitectura estigia. Quizá sus gentes fueron obligadas a huir por sus enemigos, o fueron exterminadas por una plaga.

—En tal caso, sus tesoros deben de estar ahí dentro, acumulando polvo y telarañas —sugirió Valeria, despertada la codicia de su profesión, a la que se sumaba, además, la curiosidad femenina—. ¿Sería posible abrir la puerta? Merecería la pena explorar un poco.

Conan contempló dudoso el pesado portón, pero apoyó sus grandes hombros contra él y empujó con todo el poder de su tremenda musculatura. Con un chirrido de bisagras enmohecidas, la puerta se abrió hacia dentro y Conan empuñó por instinto su espada y miró hacia dentro. Valeria atisbó por encima de su hombro y dejó escapar una exclamación de sorpresa.

No estaban ante una calle abierta o un patio, como era lógico esperar. El portón o puerta abierta daba directamente a un vestíbulo largo y ancho, que se extendía hasta perderse de vista. Debía medir cincuenta metros de ancho y había una gran distancia entre el suelo y el techo. El suelo era de una curiosa piedra roja, cortada en losas cuadradas, que parecía arder, como el reflejo de las llamas. Los muros eran de un brillante material verde.

—¡Eso es jade o yo soy shemita! —juró Conan.

—¡No es posible, no en tal cantidad! —repuso Valeria.

—¡He robado lo bastante de las caravanas khitayas para saber de qué estoy hablando! —aseguró.

El techo era abovedado, de alguna sustancia semejante al lapislázuli, adornado con racimos de grandes piedras verdes que resplandecían con un brillo siniestro.

—Piedras de fuego verde —masculló el cimmerio—. Así es como las llama la gente de Punt. Se supone que son los ojos petrificados de las Serpientes Doradas. Brillan como ojos de gato en la oscuridad. Deben alumbrar por la noche este vestíbulo, aunque debe de ser una iluminación infernalmente extraña. Vamos a echar una ojeada. Puede que encontremos joyas.

Entraron, dejando la puerta entornada. Valeria se preguntó cuántos siglos habrían transcurrido desde que la luz del exterior se filtrara hasta ese gran vestíbulo verde.

Pero la luz llegaba de alguna parte y ella descubrió la fuente. Llegaba a través de las puertas alineadas en los muros laterales, que estaban abiertas. En las zonas en sombras entre ellas, las grandes joyas resplandecían como ojos de gatos rabiosos. A sus pies, el polvoriento y llamativo suelo resplandecía con los cambiantes matices y colores de las llamas. Era como desplazarse a través de los suelos del Infierno, con malignas estrellas parpadeando sobre sus cabezas.

—Creo que este pasillo cruza la ciudad sin interrupción hasta la puerta oriental —gruñó Conan—. Me parece que estoy viendo una puerta en el otro extremo.

Valeria encogió sus blancos hombros.

—Tus ojos son, en tal caso, mejores que los míos, aunque entre los granujas de mar se me tiene por alguien de vista aguda.

Entraron por una puerta abierta y atravesaron una serie de estancias vacías, pavimentadas como el vestíbulo y con muros del mismo jade verde, mármol, marfil o calcedonia, adornados con frisos de bronce, oro o plata. Había gemas de fuego verdes encastradas en algunos cielos rasos; otros estaban vacíos. Había dispuestas mesas y sillas de mármol, jade o lapislázuli por todas las salas, pero en ninguna parte encontraron ventanas o puertas que dieran a calles o plazas. Las puertas se abrían, tan sólo, a otras estancias o salones. Algunas de las estancias estaban más iluminadas que otras, a través de un sistema de lumbreras en los techos, formadas por láminas opacas pero traslúcidas por ser de alguna sustancia cristalina.

—¿Por qué no conseguimos salir a una calle? —refunfuñó Valeria—. Este edificio, o lo que sea, debe de ser tan grande como el serrallo del rey de Turán.

—La gente no puede haber muerto a causa de una plaga —dijo Conan, meditando sobre el misterio de la ciudad vacía—. De ser así, habríamos encontrado esqueletos. Tal vez se sentían amenazados y huyeron, o quizá…

—¡Al diablo con tanto quizá! —lo interrumpió Valeria con rudeza—. Nunca lo sabremos. Mira esos frisos, muestran hombres.

Conan, tras examinarlos, sacudió la cabeza.

—Nunca he visto gente así. Pero tienen facciones orientales… de Vendhya tal vez, o puede de Kosala.

—¿Acaso fuiste rey de Kosala? —preguntó ella, enmascarando su curiosidad con zumba.

—No. Pero fui un caudillo de los afgulis, que viven en los montes Himelios, en las fronteras de Vendhya. Esta gente me recuerda a los kosalanos. Pero ¿por qué iban los kosalanos a construir una ciudad tan al oeste?

Las figuras eran de hombres y mujeres esbeltos, de piel olivácea y facciones finas y exóticas. Portaban túnicas vaporosas y muchos ornamentos, delicadamente enjoyados. Su tez, reproducida con claridad, era olivácea.

—Orientales, no hay duda —gruñó Conan—; pero no se de dónde son. Vamos por esa escalera.

La escalera mencionada era una de caracol, de marfil, que arrancaba de la estancia en la que estaban. Subieron y llegaron a una habitación amplia que también carecía de ventanas. Un tragaluz verdoso difundía una vaga claridad.

—¡Diablos! —Valeria se sentó, disgustada, en un banco de jade—. La gente que abandonó esta ciudad debió de marcharse con todos sus tesoros. Estoy cansada de vagabundear por estas habitaciones desnudas sin ton ni son.

—Anda, vamos a echar una mirada por esa puerta de ahí —sugirió Conan.

—Ve tú —lo invitó Valeria—. Yo me voy a quedar sentada y a descansar los pies.

Conan se marchó por la puerta y Valeria se recostó con las manos enlazadas tras la cabeza y estiró las piernas. Las estancias y salas silenciosas, con sus resplandecientes ornamentos verdes y sus ardientes suelos carmesíes, estaban empezando a deprimirla. Deseaba hallar la forma de salir de ese laberinto por el que habían estado vagabundeando y encontrar una calle. Se preguntó cuántos furtivos y oscuros pies se habían deslizado por esos suelos llameantes, en siglos pasados, y cuántos capítulos de crueldad y misterio habrían iluminado esas gemas del techo.

Un débil sonido la arrancó de sus reflexiones. Antes de comprender qué la había perturbado, ya estaba en pie con la espada en la mano. Conan no había vuelto y ella sabía que no era a él a quien había oído.

El sonido había salido de más allá de una puerta situada frente a la que había abandonado el cimmerio. Sin hacer ni un ruido con sus blandas botas de cuero, se deslizó hasta la puerta y echó una ojeada. Se acercó con cautela a la balconada y observó a través de los recios balaustres.

Un hombre rondaba por el vestíbulo.

El golpe que supuso la visión de un extraño en una ciudad supuestamente desierta casi arrancó un grito de labios de Valeria. Agazapándose entre los balaustres de piedra, con los nervios en tensión, examinó a la furtiva figura.

Aquel hombre no guardaba semejanza alguna con las figuras representadas en los frisos. Era un poco más alto que la media y muy oscuro, aunque sin rasgos negroides. Iba desnudo, a excepción de un taparrabos de seda que no alcanzaba a cubrir del todo sus musculosas caderas y un cinturón de cuero, de un palmo de ancho, que rodeaba su delgada cintura. El largo cabello negro le colgaba lacio sobre los hombros, dándole un aspecto salvaje. Era enjuto, lleno de nudos y hebras musculares en brazos y piernas, sin que nada de grasa le suavizase los contornos. Era tan estilizado que resultaba casi repulsivo.

Aunque no fue su apariencia sino su actitud lo que impresionó a la mujer. Se escabulló con sigilo, se detuvo medio agazapado, lanzando miradas a derecha e izquierda. Vio una hoja cruel y curvada, en su diestra, que temblaba debido a la intensidad de la emoción que lo embargaba. Estaba claro que temía a algún peligro. Cuando volvió la cabeza, ella vio el resplandor de sus ojos salvajes entre las greñas lacias. Se escabulló de puntillas por el salón y se desvaneció a través de una puerta abierta. Un momento más tarde, ella oyó un grito amortiguado. Luego, silencio.

¿Quién era ese hombre? ¿Qué temía en esa ciudad vacía? Carcomida por esa y otras preguntas, Valeria obró por impulso. Se deslizó por la estancia hasta llegar a una puerta que suponía que daba a una estancia situada encima de la que había invadido aquel extraño de piel oscura. Para su satisfacción, llegó a una galería similar a la que acababa de abandonar, con una escalera que bajaba a la sala.

La estancia no estaba tan bien iluminada como otras. Un defecto en el tragaluz hacía que una esquina de la estancia permaneciera en sombra. Los ojos de Valeria se abrieron de par en par. El hombre que había visto antes estaba aún en aquella estancia.

Yacía boca abajo sobre una alfombra de oscuro carmesí, en el suelo. Su cuerpo estaba caído, abierto de brazos. La espada de punta ancha se encontraba junto a su mano.

Se preguntó por qué estaba tendido tan inmóvil. Luego, sus ojos se estrecharon al fijarse en la alfombra sobre la que se encontraba. Debajo del cuerpo y a su alrededor el suelo mostraba un color ligeramente distinto… un carmesí más intenso y brillante.

Estremeciéndose, se asomó a la balaustrada. De repente, otra figura entró en aquel juego silencioso. Era un hombre parecido al primero y apareció por una puerta opuesta a la que daba a la sala. Los ojos se le abrieron al ver al hombre en el suelo y dijo algo, en sordina. El otro no se movió.

El hombre se desplazó con rapidez, se inclinó, tomó al hombre postrado por el hombro y le dio la vuelta. Un grito ahogado se le escapó cuando la cabeza cayó fláccida, mostrando una garganta cortada de oreja a oreja.

El hombre dejó caer el cuerpo sobre la alfombra manchada de sangre y se puso en pie, temblando como una hoja. Su rostro era una máscara de terror. Pero, antes de poder moverse, se detuvo, congelado.

En el rincón en sombras, una luz fantasmal comenzó a brillar con fulgor creciente. Valeria sintió cómo se le erizaba el vello al mirar. Porque, vagamente visible en el resplandor, emergía un cráneo humano; una calavera con ardientes ojos verdes. Parecía flotar como una cabeza sin cuerpo, haciéndose visible de forma progresiva.

El hombre seguía inmóvil como una estatua, mirando fijamente a la aparición. El ente se apartó del muro, y una sombra grotesca lo acompañaba. Poco a poco, la sombra se definió como una figura humana cuyos torso y miembros desnudos brillaban blancuzcos, con la tonalidad de los huesos blanqueados. El cráneo pelado que lo remataba sonreía con ojos vacíos, inmerso en la bruma de su nimbo impío, y el hombre que tenía enfrente parecía por completo incapaz de apartar sus ojos de él. Estaba quieto, sosteniendo la espada en alto con dedos entumecidos, y en el rostro la expresión de un hombre que ha caído víctima de un trance mesmérico.

El horror se deslizó hacia él y soltó la espada y se desplomó de rodillas, tapándose los ojos con las manos, aguardando en silencio el golpe de la hoja que ahora refulgía en manos de la aparición, que se alzaba sobre él como la Muerte triunfante sobre la Humanidad.

Valeria actuó según su impetuosa naturaleza. Con un movimiento ágil, saltó sobre la balaustrada y cayó al suelo, tras la figura. Esta se volvió como un gato al oír que sus botas blandas golpeaban el pavimento; pero, mientras se daba la vuelta, la aguda hoja golpeó, hendiendo hombro y esternón. La aparición lanzó un grito gorgoteante y cayó atravesada de lado a lado; al desplomarse, el cráneo ardiente salió rodando y desveló una espesa mata de pelo negro y un rostro oscuro, contorsionado por las convulsiones de la muerte. Bajo aquella máscara horrible había un ser humano, uno similar al que se arrodillaba cabizbajo en el suelo.

Este último había abierto los ojos al oír el golpe y el grito, y ahora contemplaba con atónito asombro a la mujer de piel blanca que se alzaba sobre el cadáver con una espada goteante en la mano.

Se puso en pie, boqueando como si la visión casi hubiera alterado su cordura. Valeria se sorprendió al darse cuenta de que lo entendía. Murmuraba en estigio, si bien el dialecto no le era familiar.

—¿Quién eres? ¿De dónde sales? ¿Qué haces en Xuchotl? —Luego prosiguió, sin esperar su respuesta—. Pero debes de ser amiga… ¡Seas diosa o diablesa, eso no importa! ¡Has matado a la Calavera Ardiente! ¡Había un hombre bajo ella, después de todo! ¡Creíamos que era un demonio que ellos habían conjurado en las catacumbas! ¡Escucha!

Se envaró, esforzando los oídos con dolorosa intensidad. Valeria no consiguió oír nada.

—Hemos de apresurarnos —musitó él—. Están por aquí cerca. Puede que estén rodeándonos. ¡Ahora mismo tienen que estar acercándose sigilosamente hacia nosotros!

Le aferró la muñeca en un apretón convulsivo del que ella no se pudo zafar.

—¿Quiénes son ellos? —exigió saber ella.

La miró desconcertado un momento, tal como la gente hace al verse ante un extraño que desconoce los lugares comunes.

—¿Ellos? —repitió desconcertado—. ¡Pues, pues el pueblo de Xecalanc! La gente del hombre que acabas de matar. Viven en la puerta norte.

—¿Me estás diciendo que esta ciudad está habitada? —exclamó ella, pasmada.

—¡Sí! ¡Sí! —Temblaba de impaciencia y aprensión—. ¡Vamos! ¡Rápido! ¡Tenemos que volver a Tecuhltli!

—¿Qué diablos es eso? —exigió saber, desconcertada.

—¡La zona de la puerta sur! —De nuevo la tomó por la muñeca y tiró de ella hacia la puerta por la que acababan de entrar. Grandes gotas de sudor caían de su frente oscura y los ojos le llameaban de puro terror.

—¡Espera un momento! —gruñó ella, liberando la mano—. No me toques o te parto la cabeza. ¿Qué está pasando aquí? ¿Quién eres tú? ¿Adonde quieres llevarme?

Él se estremeció, al tiempo que lanzaba miradas a todos lados, y comenzó a hablar tan rápido que se atropellaba con las palabras.

—Me llamo Techotl. Soy de Tecuhltli. Este hombre que está ahí con el cuello cortado y yo vinimos a la Zona en Disputa a tender una emboscada a algún xecalanca. Pero nos separamos y, cuando volví, lo encontré aquí, con la garganta rajada. El perro de la calavera lo hizo, por supuesto. Pero quizá no vino solo. ¡Otros xecalancas tienen que haber venido! ¡Los mismos dioses temen la suerte de aquellos a los que cogen vivos!

Se estremeció como sacudido por la fiebre y su piel oscura se volvió cenicienta. Valeria lo miró desconcertada. Ella se daba cuenta de que había cierta lógica tras aquella palabrería, pero no tenía el menor sentido para ella.

—¡Vamos! —imploró; tendió una mano hacia ella, pero la retiró acto seguido, al recordar su advertencia—. Eres extranjera. No se cómo has llegado hasta aquí, pero, si eres una diosa venida a ayudar a Tecuhltli, ya debes saberlo todo sobre Xuchotl. Debes de haber llegado de más allá de la gran selva, de donde vinieron nuestros antepasados. Pero has de ser amiga nuestra, o no habrías matado al perro que portaba la calavera. ¡Vamos, rápido, antes de que los xecalancas caigan sobre nosotros y nos maten!

—Pero no podemos irnos aún —protestó ella—. Hay un amigo mío por ahí que…

El resplandor en los ojos de su interlocutor la interrumpió, cuando éste miró más allá de ella con expresión de espanto. Se volvió justo a tiempo de ver cómo cuatro hombres irrumpían por otras tantas puertas, convergiendo sobre la pareja, situada en el centro de la estancia.

Eran como los otros, con los mismos músculos nudosos que sobresalían en los enjutos miembros, el mismo pelo negro azulado y lacio, el mismo resplandor enloquecido en los ojos de mirada fija. Iban armados y vestidos como Techotl, pero en el pecho llevaban pintada una calavera blanca.

No hubo desafíos ni gritos de guerra. Como tigres sedientos de sangre, los hombres de Xecalanc saltaron a la garganta de sus enemigos. Techotl les hizo frente con la furia de la desesperación, esquivando el golpe de una hoja de punta ancha, y forcejeando con su agresor, para llevarlo hasta el suelo, donde rodaron luchando en mortífero silencio.

Los otros tres se arrojaron contra Valeria, con mirada salvaje y sedienta de sangre.

Ella mató al primero que se puso a su alcance, su larga hoja rebasó la espada curva del otro y le destrozó el cráneo. Se apartó a un lado para evitar el golpe de otro, al tiempo que paraba la hoja del tercero con su espada. Sus ojos danzaban y sus labios sonreían sin compasión. De nuevo era Valeria, de la Hermandad Roja, y el zumbido de su espada era como un canto nupcial en sus oídos.

Su espada fintó como una centella, y, tras parar un golpe, y se hundió quince centímetros en un diafragma protegido por cuero. Su enemigo lanzó una boqueada y cayó de rodillas. Su compañero se abalanzó en feroz silencio, con ojos de perro rabioso. Descargó una lluvia de golpes tan furiosa que Valeria no tuvo oportunidad de pasar al contraataque. Retrocedió sin perder la calma, parando los golpes furiosos y esperando una oportunidad para contraatacar. Él no podría mantener durante mucho tiempo aquel torbellino de acero. Se cansaría, debilitaría y dudaría… y, entonces, su espada lo traspasaría sin problemas el corazón. Una ojeada de soslayo le reveló que Techotl tenía una rodilla puesta en el pecho de su postrado enemigo y que trataba denodadamente, con el otro sujetándole la muñeca, de hundirle una daga.

El sudor cubría la frente de su antagonista y sus ojos eran rojos como carbones. Golpeando como lo hacía, no podía pasar ni romper la guardia. Su respiración comenzaba a quebrarse en jadeos, sus tajos empezaban a llegar erráticos. Ella retrocedió para engañarlo… y sintió que alguien la aferraba fuertemente los muslos. Había olvidado al herido del suelo.

Postrado de rodillas, le había dado un abrazo irrompible y su compañero lanzó un graznido de triunfo y trató de rodearla, para golpear por el costado izquierdo. Valeria se debatió y arañó con furia, pero en vano. Podía librarse de su captor con un golpe de la espada; pero, de hacer tal cosa, la hoja curva del guerrero alto le hundiría el cráneo. El herido se colgó de ella y comenzó a lacerar su muslo con dientes similares a los de una bestia.

Valeria le agarró con la zurda por los largos cabellos, forzándolo a retirar la cabeza, de forma que vio cómo le centelleaban los dientes blancos y los ojos desorbitados. El alto xecalanca gritó con fiereza y saltó, golpeando con dureza. Ella paró a duras penas el golpe y el plano de su propia espada fue a chocar contra su cabeza, de forma que vio las estrellas y se tambaleó. El otro alzó de nuevo la espada, con un grito ronco y bestial de triunfo… y en ese momento una gigantesca silueta se cernió a las espaldas del xecalanca y el acero centelleó como un relámpago de luz azul. El grito del xecalanca se quebró, y se desplomó como un buey bajo el hacha, los sesos saliendo de un cráneo que había sido hendido hasta la garganta.

—¡Conan! —exclamó Valeria. En un relámpago de furia se volvió hacia el xecalanca al que aún cogía, con la zurda, por los pelos—. ¡Perro! —Su hoja silbó al cortar el aire en arco, tan rápida como una borrosa exhalación, y el cuerpo decapitado se desplomó derramando sangre a chorros y ella arrojó la cabeza a un lado.

—¿Qué diablos está pasando aquí? —Conan saltó por encima del cadáver del hombre al que había matado, espadón en mano, mirando asombrado alrededor. Techotl se estaba alzando sobre el cuerpo inmóvil del el último xecalanca, con gotas rojas cayendo de su daga. Tenía una profunda herida en el muslo.

Miró a Conan con ojos desorbitados.

—Pero ¿qué es todo esto? —preguntó Conan de nuevo. Aún no se había repuesto de la sorpresa que suponía encontrarse a Valeria enzarzada en combate salvaje, en una ciudad que había creído vacía y deshabitada. Al volver de una infructuosa exploración por las estancias superiores, se había encontrado con que Valeria se había ido, y había seguido los sonidos de lucha. Al entrar en la sala había quedado atónito al ver a la chica enzarzada en un furioso combate con aquellos personajes desconocidos y extraños.

—¡Cinco xecalancas muertos! —clamaba Techotl, los dilatados ojos reflejando un gozo indecible—. ¡Cinco muertos! ¡Los dioses sean alabados!

Alzó las manos temblorosas y luego, con una demoníaca convulsión de sus facciones oscuras, escupió sobre los cadáveres y pateó las caras, bailando lleno de júbilo infernal. Sus recientes aliados lo miraban atónitos y Conan inquirió, en aquilonio:

—Pero ¿quién es este loco?

Valeria se encogió de hombros.

—Dice llamarse Techotl. De sus balbuceos he sacado que su pueblo vive en un extremo de esta ciudad de locura y esos otros en el opuesto. Lo mejor es que nos vayamos con él. Parece amistoso.

Techotl había dejado de bailar y escuchaba de nuevo, con el triunfo luchaba con el miedo en su repulsivo semblante.

—¡Vámonos sin demora! —farfulló—. ¡Vamos! ¡Venid conmigo! ¡Seréis bien recibidos entre mi gente! ¡Cinco perros muertos! Hace años que no matábamos tantos de estos demonios a la vez, sin perder un solo hombre… pero no, hemos perdido un hombre, ¡pero hemos matado a cinco! ¡Mi gente os honrará! ¡Pero vámonos! ¡Estamos lejos de Tecuhltli! En cualquier momento, los xecalancas pueden llegan en número demasiado grande incluso para vuestras espadas.

—De acuerdo —gruñó Conan—. Guíanos.

Sin perder tiempo, Techotl se giró y salió de la sala, haciéndoles señas para que lo siguiesen, cosa que ellos hicieron, desplazándose con rapidez para no quedarse atrás.

—Pero ¿qué clase de lugar es éste? —preguntó Valeria por lo bajo.

—¡Crom lo sabe! —respondió Conan—. He visto a este tipo de gente antes, sin embargo. Viven en la orillas del lago Zuad, cerca de la frontera de Kush. Son una especie de mestizos estigios, mezcla de éstos y otra raza que llegó del este hace siglos y fue asimilada. Se llaman a sí mismos tlazetlanos. Pero juraría que ellos no construyeron esta ciudad.

Iban atravesando una serie de habitaciones y salas, y el miedo de Techotl no parecía apaciguarse. Seguía ladeando la cabeza para mirar atrás atemorizado y prestaba oídos en busca de sonidos que delatasen una persecución.

Valeria se estremeció a su pesar. No temía a hombre alguno. Pero aquel extraño suelo a sus pies, y las extravagantes joyas que brillaban sobre sus cabezas, dividiendo las inquietantes sombras intermedias, así como la cautela y el terror de su guía, la llenaba de indescriptible aprensión, de una sensación de inhumano peligro.

—¡Puede que nos hayan preparado una emboscada! —susurró Techotl.

—¿Por qué no salimos de este palacio infernal y vamos por las calles? —inquirió Valeria.

—No hay calles en Xuchotl, ni plazas ni patios. Todos los edificios están conectados, bajo un gran techo. Las únicas puertas que se abren al exterior son las de la ciudad, pero ningún ser vivo ha pasado por ellas desde hace cincuenta años.

—¿Cuánto tiempo hace que vivís aquí? —se interesó Conan.

—Yo nací en el castillo de Tecuhltli hace treinta y cinco años. ¡Pero guardemos silencio, por todos los dioses! Estas salas pueden estar llenas de diablos emboscados. Olmec os contará todo cuando lleguemos a Tecuhltli.

Prosiguieron, con las verdes piedras de fuego parpadeando sobre sus cabezas y los ardientes suelos llameando bajo sus pies, de forma que a Valeria le pareció que huían a través de un infierno, guiados por un trasgo de pelo lacio.

Pasaron, rápidos y silenciosos, por estancias tenuemente iluminadas y corredores serpenteantes, hasta que Conan les hizo detenerse.

—¿Crees que pueda haber enemigos ahí delante, al acecho? —dijo.

—Merodean por estos corredores a todas horas —repuso Techotl—, al igual que nosotros. Las salas y estancias entre Tecuhltli y Xecalanc son zona de caza; tierra de nadie. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque hay hombres en las cámaras de delante. He oído el roce del acero contra la piedra.

De nuevo Techotl se estremeció y tuvo que apretar los dientes para impedir que castañetearan.

—Quizá sea tu gente —sugirió Valeria.

—Mejor no arriesgarse —respondió, antes de lanzarse a un frenesí de movimiento. Se dio la vuelta y los llevó por una escalera de caracol hasta un pasillo a oscuras. Donde se metió sin pausa.

—Puede ser una treta para atraernos —siseó, con regueros de sudor sobre la frente—. ¡Pero tenemos una oportunidad si la emboscada está tendida en las estancias de arriba! ¡Vamos, rápido, ahora!

Siguieron por el pasillo negro y se quedaron de piedra al oír el sonido amortiguado de una puerta que se abría a sus espaldas. Habían entrado hombres en el pasillo, a sus espaldas.

—¡Rápido! —gimió Techotl, con un punto de histeria en la voz, y echó a correr por el pasillo.

Conan y Valeria lo seguían. Conan se mantenía a la zaga, mientras el blando sonido de pies que corrían se acercaba más y más. Sus perseguidores conocían el pasillo mejor que él. Se volvió de repente y golpeó salvajemente en la oscuridad, sintiendo cómo su hoja daba en el blanco, y oyendo que algún ser gruñía y caía. Al momento siguiente, el pasillo se llenó de luz, cuando Techotl abrió una puerta. Conan siguió al tecuhltli y a la chica a través de esa puerta, y Techotl la cerró y pasó un cerrojo… el primero que Conan veía en una puerta.

Luego se dieron la vuelta y corrieron a través de la iluminada estancia, mientras, a sus espaldas, la puerta gemía y se estremecía bajo una gran presión aplicada con violencia desde el exterior. Conan y Valeria siguieron a su guía a través de una serie de estancias bien iluminadas, subiendo por una escalera de caracol y a través de un salón amplio. Se detuvieron ante una poderosa puerta de bronce y Techotl anunció:

—Aquí está Tecuhltli.

CAPÍTULO

Techotl golpeó con precaución y luego volvió la cabeza y observó. Conan decidió que los habitantes de esa zona debían de tener algún método para ver lo que ocurría allí fuera. La puerta se abrió sin ruido, para mostrar una pesada cadena atravesada en la entrada. Lanzas con espolones y rostros fieros los observaron antes de dejar caer la cadena.

Techotl les abrió paso y, apenas Conan y Valeria se encontraron en el interior, la puerta se cerró, echaron los pesados cerrojos y volvieron a poner la cadena en su posición. Cuatro hombres se encontraban allí, gente de la misma raza de piel oscura y cabellos greñudos que Techotl, con lanzas en las manos y espadas al cinto. Los cuatro miraban asombrados a los extranjeros, pero no hicieron preguntas.

Habían llegado a una habitación cuadrada que daba a un gran salón. Uno de los centinelas abrió la puerta y entraron en el salón que, como la habitación del guardia, estaba iluminada desde lo alto con estrechas lumbreras y, a sus flancos, parpadeaban las verdes gemas de fuego.

—Os llevaré ante Olmec, príncipe de Tecuhltli —dijo Techotl, y los llevó directamente desde el salón a una amplia estancia, donde unos treinta hombres y mujeres de piel oscura descansaban en reclinatorios de satén. Se sentaron y los miraron sorprendidos. Todos los hombres, excepto uno, eran del mismo tipo que Techotl, y las mujeres eran igualmente morenas y de ojos extraños, aunque hermosas a su peculiar modo. Estas vestían sandalias, corpiños dorados y ligeras faldas de seda, sujetas con ceñidores incrustados de gemas, y las melenas negras, cortadas rectas a la altura de los hombros desnudos, lucían diademas plateadas.

En un ancho asiento de marfil, sobre una tarima de jade, se sentaban un hombre y una mujer que diferían bastante de los otros. Él era un gigante, tan alto como el cimmerio y más pesado, con pecho enorme y las espaldas de un toro. Al contrario que el resto, mostraba una espesa barba entre negra y azul que le llegaba casi hasta la ancha faja. Vestía una túnica de seda púrpura que reflejaba cambios de color a cada movimiento, y una de las amplias mangas, vuelta sobre el codo, dejaba al aire un antebrazo macizo, de músculos enormes. La banda que sujetaba sus guedejas negro-azuladas estaba cuajada de joyas resplandecientes.

La mujer que se sentaba a su lado se puso en pie con una brusca exclamación, en cuanto vio a Valeria. Era una mujer alta y esbelta, la más bella con diferencia de todas las mujeres del salón. Su atavío era aún más escaso que el de las otras, ya que, en vez de falda, llevaba una ancha tela morada con adornos dorados, sujeta por un cinturón y que le llegaba por las rodillas. Una tela similar por la espalda completaba esa parte de la vestimenta. Sus pectorales y diadema estaban adornados con joyas.

Se puso en pie cuando los extraños entraron. Sus ojos, pasando por alto a Conan, se fijaron con ardiente intensidad sobre Valeria. La gente de la estancia se alzó y miró. Había jóvenes entre ellos, pero los extranjeros no vieron niños.

—Príncipe Olmec —dijo Techotl, agachando la cabeza, los brazos abiertos y las palmas de las manos hacia abajo—. Te traigo aliados del mundo que se encuentra más allá de la selva. En la Estancia de Tezcoti, la Calavera Viviente asesinó a Chicmec, mi compañero…

—¡La CalaveraViviente! —La gente exclamó atemorizada.

—¡Sí! Entonces llegué yo y encontré a Chicmec tendido, con la garganta cortada. Antes de que pudiera huir, la Calavera Viviente me alcanzó y, cuando mis ojos encontraron el resplandor de los suyos, quedé paralizado. Entonces apareció esta mujer de piel blanca y lo abatió con su espada. ¡Tan sólo era un perro xecalanca, con la piel untada de pintura blanca y una máscara sobre la cabeza! Yo había temblado de miedo ante él, creyendo que era un demonio que la magia de los xecalancas había sacado de las catacumbas. ¡Pero era sólo un hombre y ahora es un cadáver!

Un júbilo indescriptiblemente salvaje acompañó a esa última frase, a la que hicieron eco los arracimados oyentes con exclamaciones broncas y sordas.

—¡Pero esperad! —les contuvo Techotl—. ¡Aún hay más! ¡Mientras hablaba con la mujer, cuatro xecalancas nos atacaron! Mate a uno… la puñalada en mi muslo da fe de cuán desesperada fue la lucha. La mujer mató a dos. ¡Pero estábamos en serios apuros cuando este hombre entró en liza y hundió el cráneo al cuarto! ¡Sí! ¡Cuatro clavos rojos para el poste de nuestra venganza!

Apuntó a una negra columna de ébano que se alzaba más allá de la tarima. Cientos de puntos rojos cubrían su pulida superficie… las brillantes cabezas escarlatas de recios clavos de cobre, hundidos en la madera negra.

—¡Un clavo rojo por cada vida xecalanca! —clamó Techotl, y los rostros de los oyentes hicieron chirivitas.

—Pero ¿quién es esta gente? —inquirió Olmec, con una voz que era como el bajo y profundo estruendo que causa la carga de un toro a lo lejos. Nadie del pueblo de Xuchotl hablaba alto. Era como si hubiera absorbido en sus almas el silencio de las salas vacías y las estancias desiertas.

—Soy Conan, un cimmerio —repuso someramente el bárbaro—. Esta mujer es Valeria, de la Hermandad Roja. Somos desertores de un ejército de la frontera de Darfar, muy lejos, al norte, y tratamos de llegar a la costa.

La mujer de la tarima habló con rapidez; sus ojos ardientes no se habían apartado del rostro de Valeria.

—¡Nunca llegaréis a la costa! ¡Pasaréis el resto de vuestras vidas en esta ciudad! ¡No hay escapatoria!

—¿Qué estás diciendo? —gruñó Conan, llevando la mano al pomo de su espada y adelantándose un paso para encararse tanto con los dos que estaban en la tarima como con el resto de los presentes—. ¿Nos estás diciendo que somos prisioneros?

—Ella no ha dicho tal cosa —medió Olmec—. Somos vuestros amigos. No pondremos traba alguna a vuestros deseos. Pero me temo que hay circunstancias que hacen imposible que salgáis de Xuchotl. —Los ojos de Olmec se posaron en Valeria, pero los bajó al instante.

—Esta mujer es Tascela —dijo—. Es la princesa de Tecuhltli. Pero traed comida y bebida a nuestros invitados. Sin duda, han de estar hambrientos y cansados tras su largo viaje.

Señaló una mesa de marfil y Conan y Valeria tomaron asiento, mientras Techotl se colocaba a su lado para atenderle. Parecía considerar un privilegio y un honor atender sus necesidades. Los otros hombres y mujeres se apresuraron a sacar comida y bebida en recipientes y platos de oro, y Olmec se sentó en silencio en su asiento de marfil, observándolo bajo sus espesas cejas negras. Tascela se instaló a su lado, el mentón entre las manos y los codos sobre las rodillas. Sus ojos enigmáticos y oscuros, que ardían con luz misteriosa, no abandonaban ni por un momento la flexible figura de Valeria.

La comida era desconocida para los vagabundos, alguna especie de fruta sabrosa; y la bebida, un vino ligero y rojo de sabor embriagador.

—Me asombra que hayáis podido cruzar la selva —apuntó Olmec—. En tiempos, un millar de hombres de guerra apenas fue capaz de abrirse paso por los peligros que albergaba.

—Nos topamos con una monstruosidad del tamaño de un elefante —dijo de pasada Conan, al tiempo que daba su copa a Techotl para que éste, con evidente placer, la llenase de nuevo—. Pero, una vez que la matamos, no tuvimos más contratiempos.

La jarra de vino cayó de manos de Techotl y golpeó en el suelo. Su piel oscura palideció. Olmec se puso en pie de un salto, convertido en la imagen de la sorpresa total, y un murmullo de miedo o de terror escapó de los presentes. Conan los miró, desconcertado.

—¿Qué ocurre? ¿Cuál es el problema?

—¿Has… has matado al dios-dragón?

—¿Por qué no? Quería comernos. No hay ninguna ley que prohíba matar a los dragones ¿no?

—¡Pero los dragones son inmortales! —clamó Olmec—. ¡Se matan unos a otros, pero ningún hombre ha acabado jamás con un dragón! ¡El millar de guerreros de nuestros antepasados que se abrieron paso hasta Xuchotl no pudieron vencerlos! ¡Sus espadas se rompían como ramas contra sus escamas!

—Si a vuestros antepasados se les hubiera ocurrido empapar sus lanzas en el jugo venenoso de las Manzanas de Derketa —indicó Conan, con la boca llena— y clavárselas en los ojos, la boca o algo así, hubieran comprobado que los dragones no son más inmortales que cualquier otra bestia. El cadáver está al pie de los árboles, justo al borde de la selva. Id a verlo vosotros mismos, si no me creéis.

Olmec agitó la cabeza, sin poder dar crédito a lo que oía.

—Fueron los dragones los que obligaron a nuestros antepasados a refugiarse en Xuchotl —dijo—. No se atrevieron a cruzar el llano y pasar a la selva de nuevo. Docenas de ellos fueron atrapados y devorados por los monstruos antes de que pudieran llegar a la ciudad.

—Así pues, ¿vuestros antepasados no construyeron Xuchotl? —se interesó Valeria.

—La ciudad ya era vieja cuando llegaron a esta tierra. Cuánto exactamente, es algo que ni siquiera sus degenerados habitantes sabían.

—¿Procedía vuestra gente del lago Zuad? —preguntó Conan.

—En efecto. Hace más de medio siglo, una tribu de tlazitlanos se rebeló contra los reyes de Estigia y, habiendo sido derrotada en una batalla, huyó hacia el sur. Durante muchas semanas vagabundearon a través de desiertos, praderas, y colinas, y al final llegaron a la llanura, un millar de guerreros con sus mujeres y niños.

»Fue en la selva donde los dragones cayeron sobre ellos y mataron y devoraron a muchos; así que huyeron aterrados y por fin llegaron a la llanura y vieron la ciudad de Xuchotl en mitad de ella.

»Acamparon ante la ciudad, sin atreverse a dejar el llano, ya que la noche se tornaba terrible con el estruendo de los monstruos que combatían en la selva. Se peleaban incesantemente unos con otros. Pero permanecieron en la selva.

»La gente de la ciudad cerró las puertas a los nuestros, y les arrojó flechas desde los muros. Los tlazitlanos estaban prisioneros en la pradera, como si el anillo de bosques hubiera sido una gran muralla, ya que aventurarse en la selva hubiera sido un suicidio.

»Esa noche, llegó en secreto a su campamento un esclavo de la ciudad; un hombre de su propia sangre que había llegado a la selva hacía mucho, siendo un joven, acompañando a un destacamento de soldados en exploración. Los dragones habían devorado a sus compañeros, pero él había entrado en la ciudad. Su nombre era Tolkemec. —Una llama prendió en los ojos oscuros al mencionar ese nombre, y algunos de los presentes murmuraron obscenidades y escupieron—. Prometió abrir las puertas a nuestros guerreros. Lo único que pidió fue que se le entregasen cuantos prisioneros se captura.

»Franqueó las puertas esa noche. Los guerreros irrumpieron en masa y las salas de Xuchotl se volvieron rojas. Tan sólo un millar escaso de personas moraba aquí; los decadentes restos de una raza otrora grande. Tolkemec dijo que habían llegado del este hacía mucho, de la vieja Kosala, cuando los antepasados de esos que ahora habitan Kosala llegaron del sur los expulsaron. Fueron errando hasta llegar muy lejos al oeste y construyeron una ciudad. Luego, tras siglos, el clima cambió, surgió la selva donde antes había praderas y los dragones llegaron en manadas aullantes desde los pantanos sureños, para confinar a la gente de la ciudad en el anillo de campo abierto, igual que ahora lo estamos nosotros.

»En fin. Nuestros padres aniquilaron a la gente de Xuchotl, a todos excepto a un centenar que fueron entregados al que fuera su esclavo, Tolkemec, y durante muchos días y muchas noches las salas retumbaron con los ecos de los gritos agónicos de los torturados.

»Después, nuestros padres moraron aquí en paz. Tolkemec tomó por esposa a una muchacha de la tribu y, ya que había abierto las puertas de la ciudad, y conocía el arte de hacer el vino de Xuchotl, y el cultivo de las frutas que consumían, frutas que se nutren del aire y cuyas plantas no enraízan en el suelo, compartió el gobierno de la tribu con los hermanos que habían liderado la rebelión y la huida, Xotalanc y Tecuhltli.

»Durante unos años, moraron en paz. Luego… —los ojos de Olmec se posaron brevemente sobre la silenciosa mujer sentada a su lado—. Tecuhltli tomó a una mujer por esposa. Xotalanc la deseaba y Tolkemec, que odiaba a Xotalanc, ayudó a Tecuhltli a raptarla. Aunque ella lo acompañó por propia voluntad. Xotalanc exigió su devolución y el consejo de la tribu decidió que la decisión quedase en manos de la mujer. Ella optó por quedarse junto a Tecuhltli. Eso no satisfizo a Xotalanc. Se produjo una lucha y, de forma gradual, la tribu se dividió en tres facciones… el pueblo de Tecuhltli y el pueblo de Xotalanc. Ya antes se habían dividido la ciudad. Tecuhltli habitaba la parte sur, Xotalanc la norte y Tolkemec, con los suyos, en la puerta occidental.

»Las facciones lucharon acerbadamente y Tolkemec ayudó primero a uno y luego a otro, traicionando a cada facción, según conviniera a sus propósitos. Al final, cada facción se retiró a un lugar que pudiera defender bien. El pueblo de Tecuhltli, que tiene sus moradas en las salas y salones de la parte meridional de la ciudad, bloqueó todas las puertas excepto una en cada planta, fácilmente defendible. Xotalanc hizo lo mismo, e igual Tolkemec. Pero nosotros, los tecuhltli caímos un día sobre Tolkemec y masacramos a su clan. Torturamos a Tolkemec durante muchos días y por último lo arrojamos a una mazmorra, para que muriese. De alguna forma, consiguió escapar y arrastrarse hasta las catacumbas que se encuentran bajo la ciudad, donde yacen los cuerpos de todos aquellos, xuchotlas o tlazitlanos, que han muerto en la ciudad. Allí debió morir sin duda, y los más supersticiosos de entre los nuestros juran que su espectro ronda aún hoy en día por las criptas, gimiendo entre los huesos de los muertos.

»Hace cincuenta años que comenzó el conflicto. Todos en esta sala hemos nacido durante esta guerra excepto Tascela. La mayor parte ha muerto en ella. Somos una raza moribunda. Cuando comenzó la pugna, eran cientos por cada facción. Ahora somos cuarenta hombres y mujeres. No sabemos cuantos xotalancas puede haber, pero dudo que sean mucho más numerosos que nosotros. Durante quince años no ha nacido un solo niño entre nuestra gente y, dado que no hemos matado niños xotalancas, sabemos que les ocurre lo mismo a ellos.

»Agonizamos, pero antes de morir espero zanjar esta deuda de sangre y esparcir los restos de nuestros enemigos.

Y, con los ojos ardiendo, Olmec habló largo y tendido de aquella terrible guerra de sangre, librada en silenciosas estancias y oscurecidos salones, bajo el resplandor de las joyas de fuego verde, sobre suelos que ardían con las llamas del infierno. Xotalanc había perecido tiempo atrás, abatido en un terrible combate que se libró en una escalera de marfil. Tecuhltli también había muerto, despellejado vivo por los enloquecidos xotalancas que lo habían capturado.

Olmec narró espantosas batallas libradas en corredores a oscuras, de sangrientas luchas bajo el resplandor de las gemas de fuego, de emboscadas, traiciones, crueldades, de torturas infligidas por ambos bandos a cautivos inermes, torturas tan espantosas que incluso los hombros del bárbaro cimmerio se estremecieron. Ya no le respondió que Techotl temblase de terror ante la idea de ser capturado.

Valeria escuchaba embrujada la historia de aquella guerra de sangre. El pueblo de Xuchotl estaba obsesionado con ella. Era la única razón de su existencia. Llenaba toda su vida. Todos esperaban morir en ella. Permanecían dentro de su clausurada residencia, saliendo ocasionalmente al terreno en disputa de corredores y salas vacías situado entre los extremos opuestos de la ciudad. A veces volvían con cautivos frenéticos, o espantosos trofeos de guerra. O quizá no regresaban o lo hacían en forma de cabezas cortadas que eran arrojadas contra las cerradas puertas de bronce. Aquel pueblo era especialmente fantasmal, separado del resto del mundo, capturados, como ratas rabiosas, en la misma trampa, matándose entre ellos a lo largo de los años, emboscándose y arrastrándose a través de corredores sin sol, para mutilar, y asesinar.

Mientras Olmec hablaba, Valeria sentía los ardientes ojos de Tascela fijos en ella.

—Y nunca podremos abandonar la ciudad —dijo este último—. Durante cincuenta años, nadie lo ha hecho, excepto las víctimas atadas y entregadas al dragón. Durante años, esto ha sucedido sin pausa. Otrora, el dragón llegaba desde la selva para rugir a los pies del muro. Aquellos que hemos nacido y crecido aquí, no osaremos salir, aunque el dragón ya no esté.

—Bueno —repuso Conan—, pues nosotros, con vuestra venia, probaremos fortuna con los dragones. Esta guerra no es asunto nuestro y no queremos vernos mezclados. Si nos mostráis la puerta meridional, seguiremos nuestro camino.

Tascela engarfió sus manos y fue a hablar, pero Olmec le tomó la delantera.

—Está a punto de caer la noche. Esperad hasta el alba. Si deambuláis por la llanura en la oscuridad, seréis pasto de los dragones.

—La cruzamos la pasada noche y dormimos al raso, sin ver ni uno —repuso Conan—, pero puede que sea mejor esperar hasta la mañana. Pero no más. Queremos llegar a la costa occidental, y eso supone muchas semanas de marcha, aun teniendo caballos.

—Tenemos joyas —ofreció Olmec.

—Bueno, veamos —contestó Conan—. Supongamos que hacemos esto: os ayudamos a liquidar a los xotalancas y luego nos las apañamos para barrer a los dragones de la selva.

Les mostraron habitaciones ornadas, iluminadas por las lumbreras con forma de tragaluz.

—¿Por qué los xotalancas no vienen por los tejados y rompen estos tragaluces? —inquirió.

—Son irrompibles —repuso Techotl, que le había acompañado hasta la habitación—. Además, los tejados son difíciles de escalar. En su mayor parte, están constituidos por chapiteles, cúpulas y vertientes empinadas.

—¿Quién es Tascela? —se interesó Conan—. ¿La esposa de Olmec?

Techotl se estremeció y echó una ojeada a su alrededor, antes de responder.

—¡No! ¡Ella es… Tascela! Era la mujer de Xotalanc… la mujer por la que comenzó toda esta venganza de sangre.

—¿De qué estás hablando? —inquirió Conan—. Es una mujer joven y hermosa. ¿Me estás diciendo que estaba desposada hace ya cincuenta años?

—¡Sí! ¡Lo juro! Era una mujer adulta cuando los tlazitlanos vinieron del lago Zuad. Es una bruja que posee el secreto de la eterna juventud… pero ése es un asunto tenebroso. No me atrevo a decir más.

Y, llevándose un dedo a los labios, abandonó la estancia.

Valeria se despertó de repente en su lecho. No había gemas de fuego en la estancia, pero la luz era suministrada mediante una joya. En el turbio resplandor de las gemas de fuego vio una extraña y sombría figura inclinada sobre ella. Notó una languidez deliciosa y sensual que se había apoderado de ella, y que no era un sueño natural. Algo le había tocado el rostro, despertándola.

La visión de la turbia figura la hizo levantarse al instante. Reconoció a la sombría Yasala, la doncella de Tascela, que había estado a sus pies. Yasala se dio la vuelta con rapidez pero, antes de que pudiera huir, Valeria la había cogido por la muñeca para que se volviera y mirarla cara a cara.

—¿Qué diablos me estabas haciendo? ¿Qué tienes en la mano?

La mujer no respondió, pero trató de ocultar el objeto. Valeria le retorció el brazo y la cosa cayó al suelo… una flor grande y exótica, de color negro, con un tallo color verde jade.

—¡El loto negro! —dijo Valeria entre dientes—. Estabas tratando de narcotizarme… de no haber tocado accidentalmente mi rostro con los pétalos… ¿por qué lo has hecho? ¿A qué estás jugando?

Yasala mantenía un hosco silencio y Valeria, con una maldición, la hizo volverse, obligándola a ponerse de rodillas, al tiempo que le retorcía un brazo a la espalda.

—¡Habla o te arranco el brazo!

Yasala se debatía angustiada mientras le torcían el brazo sin piedad, entre los omoplatos; pero lo único que logró su captora arrancarle fue un violento agitar de cabeza.

—¡Puta! —Valeria la arrojó por los suelos. Contempló con ojos llameantes a la figura postrada. El miedo y el recuerdo de los ojos ardientes de Tascela dominaban su ser; despertando todo su salvaje instinto de preservación. Las salas estaban tan silenciosas como si Xuchotl fuese, en verdad, una ciudad abandonada. Un escalofrío de pánico sacudió a Valeria, ahuyentando cualquier compasión.

—No has venido con buenas intenciones —murmuró, los ojos ardiendo al contemplar a la sombría figura de cabeza gacha—. Aquí hay un misterio… traición e intriga. ¿Te envía Tascela? ¿Sabe Olmec que has venido?

No hubo respuesta. Valeria maldijo de forma terrible y la abofeteó, primero en una mejilla y luego en otra. Los golpes resonaban por la estancia.

—¿Por qué no gritas? —preguntó Valeria con sarcasmo—. ¿Tienes miedo de que alguien te oiga? ¿A quien temes? ¿A Tascela? ¿A Olmec? ¿A Conan?

Yasala no respondió. Se acurrucó mirando a su captora con ojos tan siniestros como los de un basilisco. El silencio tenaz siempre atiza la rabia. Valeria se volvió y rasgó un manojo de cordajes de una colgadura próxima.

—Por favor… —susurró la mujer—. Hablaré.

Valeria la soltó. Yasala estaba temblando, tanto con los miembros como con el cuerpo.

—Vino —suplicó, con los labios secos, indicando con un gesto de la mano una jarra de oro dispuesta sobre mesa de marfil—. Déjame beber, desfallezco de dolor. Luego hablaré.

Se alzó tambaleante mientras Valeria cogía el recipiente. Yasala lo tomó, se lo llevó a los labios… y arrojó todo su contenido al rostro de la aquilonia. Valeria retrocedió trastabillando y frotándose el líquido de los ojos, y, a través de una bruma punzante, vio que Yasala se lanzaba a través del cuarto para descorrer un cerrojo, abrir la puerta de cobre y perderse por el vestíbulo. La pirata salió detrás de ella al instante, con la espada en la mano y la muerte en el corazón.

La mujer giró en una esquina y, cuando Valeria llegó, no vio sino un salón vacío y una puerta abierta a la negrura. Un húmedo olor mohoso surgía de ella, y Valeria se estremeció. Esa debía de ser la puerta que llevaba a las catacumbas. Yasala había buscado refugio allí.

Valeria avanzó hacia la puerta y miró abajo, hacia un tramo de peldaños de piedra que pronto se desvanecían en la completa negrura. Se estremeció un poco al pensar en los miles de cadáveres que debían estar yaciendo en las criptas de piedra inferiores, envueltos en mohosos sudarios. No tenía intención alguna de bajar por ahí. Yasala, sin duda, conocía cada giro y cada vuelta de esos túneles subterráneos. Valeria se estaba ya volviendo, desconcertada y furiosa, cuando un grito sollozante brotó de la negrura. Parecía provenir de una gran profundidad, aunque las palabras humanas eran débilmente distinguibles y la voz era la de una mujer. «¡Socorro! ¡Socorro, por Set! ¡Ahhhh!». Las voces se apagaron y Valeria creyó oír una risita fantasmal.

Valeria sintió que se le ponía la carne de gallina. ¿Qué le había ocurrido a Yasala en esa espesa negrura? No había duda de que era ella la que había gritado. Pero ¿qué la había atacado? ¿Estarían los xotalancas emboscados allí abajo? Olmec les había asegurado que el extremo sur de las catacumbas estaban tapiadas, también que era imposible que sus enemigos pudieran abrirse paso. Además, aquella risita no había sonado muy humana. Valeria cerró la puerta y volvió a toda prisa por el pasillo. Contempló su estancia y echó el cerrojo. Estaba decidida a acudir a la alcoba de Conan e instarlo a unirse a ella en un intento de abrirse paso por las armas hacia la salida de esa ciudad de demonios. Pero, mientras llegaba a la puerta que daba al corredor, un interminable grito de agonía resonó a través de las salas.

CAPÍTULO

Fue el aullar de los hombres y el entrechocar de espadas lo que arrancó a Conan de su diván, los ojos abiertos y la espada en la mano. Sin demora, se acercó a la puerta y salía ya cuando llegó Techotl, con ojos ardientes, la espada goteando sangre y la sangre corriéndole desde un arañazo en el cuello.

—¡Los xotalancas! —gritó, con voz apenas humana—. ¡Nos invaden!

Conan corrió pasillo adelante, mientras Valeria salía de su cuarto.

—¿Qué rayos está pasando? —preguntó ella.

—Techotl dice que los xotalancas han entrado —repuso apresuradamente el cimmerio—. Y, a juzgar por el alboroto, parece que es verdad.

Corrieron hacia la sala del trono y entraron en una terrible escena de sangre. Veinte hombres y mujeres, con el pelo negro suelto y calaveras blancas resplandeciendo en el pecho, estaban trabados en combate con un número algo mayor de tecuhltlis. Las mujeres de ambos bandos luchaban con tanta furia como los hombres. Ya el cuarto y la sala de más allá estaban alfombrados de cadáveres.

Olmec, sin su túnica y desnudo a excepción de un faldellín, estaba combatiendo ante su trono y, según entraban Conan y Valeria, Tascela salía de una estancia anterior con una espada en la mano.

El resto fue una vertiginosa pesadilla de acero. La deuda de sangre llegó allí a un final sangriento. Las bajas de los xotalancas eran mayores, y su posición más desesperada, de lo que los pobladores de Tecuhltli habían supuesto. Llevados al frenesí por la noticia, susurrada por un moribundo, de que unos misteriosos aliados de piel blanca se habían unido a sus rivales, se habían lanzado a un furioso ataque. Cómo habían entrado en Tecuhltli, fue un misterio hasta después de la batalla.

Que fue larga y salvaje. La sorpresa había ayudado a los xotalancas y siete de los tecuhltlis habían caído antes de que supieran que sus enemigos habían entrado. Pero aun así sobrepasaban a los xotalancas y estaban enardecidos por la certeza de que aquél era el lance final, y envalentonados por la presencia de sus aliados.

En un tumulto de esa clase, tres tlazitlanos no eran rivales para Conan. Más alto, fuerte y rápido, se movía a través de la masa que giraba y se arremolinaba tan seguro y mortífero como un tornado. Valeria era tan fuerte como un hombre y su rapidez y ferocidad arrollaban a sus oponentes.

Sólo cinco mujeres acompañaban a los xotalancas y ya yacían en el suelo, con las gargantas cortadas, antes de que Conan y Valeria hubieran entrado en la refriega. Al final, sólo los tecuhltlis y sus aliados quedaron vivos en el gran salón de trono, y de los presentes tambaleantes y ensangrentados brotó un aullido de triunfo.

—¿Cómo han entrado en Tecuhltli? —rugió Olmec, blandiendo su espada.

—Fue Xatmec —balbuceó un guerrero, que echaba sangre por una gran herida en el hombro—. Oyó un ruido y puso el oído contra la puerta mientras yo iba a mirar por los espejos. Vi a los xotalancas en el exterior de la puerta y uno estaba tocando una flauta… Xatmec se quedó helado contra la puerta, como paralizado por los acordes de la música que se colaba por los paneles.

»Luego la música se convirtió en un chillido y Xatmec gritó como preso de la agonía y, como un loco, abrió la puerta y salió, la espada en alto. Una docena de hojas lo derribaron y, saltando sobre su cuerpo, los xotalancas irrumpieron en la sala de guardia.

—Las flautas de la locura —murmuró Olmec—. Estaban ocultas en la ciudad… El viejo Tolkemec solía hablar de ellas. Estos perros las encontraron. Hay una gran magia oculta en esta ciudad… para el que pueda encontrarla.

—¿Están todos? —preguntó Conan.

Olmec se encogió de hombros. Sólo quedaban treinta de sus súbditos con vida. Los hombres estaban hundiendo veinte nuevos clavos rojos en la columna de ébano.

—No lo sé.

—Iré a Xotalanca a ver —dijo Conan—. Tú no. —Eso iba por Valeria—. Tienes un tajo en la pierna. Quédate y que te venden. No repliques, ¿vale? ¿Quién me guiará?

Techotl se adelantó.

—¡Yo lo haré!

—No, tú no. Estás herido.

Un hombre se prestó voluntario y Olmec ordenó a otro que acompañase al cimmerio. Sus nombres eran Yanath y Topal. Guiaron a Conan a través de estancias y salones silenciosos hasta llegar a la puerta de bronce que marcaba los límites de Xotalanca. Empujaron con cuidado y se abrió. Contemplaron espantados las estancias iluminadas de verde. Durante cincuenta años, ningún tecuhltli había entrado en esas salas, a no ser como prisionero condenado a un destino espantoso.

Conan entró y ellos lo siguieron. No encontraron a ser humano alguno, pero sí pruebas de la deuda de sangre.

En una sala, había filas de recipientes de cristal. Y, en todos ellos, había cabezas humanas, filas de ellas.

Yanath se quedó observándolas, con una luz enloquecida en sus ojos salvajes.

—¡Esa es la cabeza de mi hermano! —murmuró—. ¡Y la del hijo de mi hermana, y la del hermano de mi padre!

De repente se volvió loco. La cordura de los tlazitlanos colgaba de un hilo. Aullando y echando espuma, se volvió y hundió la espada en el cuerpo de Topal hasta la empuñadura. Topal se derrumbó y Yanath se volvió hacia Conan. El cimmerio, comprendiendo que el guerrero estaba trastornado, lo esquivó y, al sobrepasarle el maníaco, le lanzó un tajo que le abrió hombro y pecho, e hizo caer su cadáver junto al de su víctima agonizante.

Conan se inclinó sobre Topal, y le agarró la muñeca cuando, con un esfuerzo agónico, trató de clavar su daga en el pecho del cimmerio.

—¡Por Crom! —juró Conan—. ¿Te has vuelto también tú loco?

—¡Olmec me lo ordenó! —barbotó el moribundo—. Me mandó matarte cuando volviéramos a Tecuhltli… —Y, con el nombre de su clan en los labios, Topal murió.

Conan se irguió, frunciendo el ceño. Luego se giró y volvió a toda prisa por las salas y estancias, hacia Tecuhltli. Su primitivo sentido de la orientación le guiaba de modo infalible por donde había venido.

Cuando se aproximaba a Tecuhltli, se dio cuenta de que había alguien delante, alguien que boqueaba y resollaba, y avanzaba entre chapoteos. Conan saltó hacia adelante y vio a Techotl reptando hacia él. El hombre sangraba de una gran herida en el pecho.

—¡Conan! —dijo con un grito—. ¡Olmec se ha apoderado de la mujer de pelo amarillo! Traté de impedírselo, pero me abatió. ¡Pensó que me había matado! ¡Mata a Olmec, rescátala y huye! ¡Te ha mentido! No quedaba más que un dragón en la selva, y si lo has matado, ¡no hay duda de que podrás llegar a la costa! Lo hemos adorado como a un dios durante muchos años, ¡y le ofrecíamos víctimas! Olmec se la ha llevado a…

Se le desplomó la cabeza y murió.

Conan se puso en pie, con los ojos convertidos en carbones ardientes. ¡Así que por eso había ordenado Olmec a Topal que le matase! Debiera haber sabido lo que rondaba la mente de aquel degenerado de barba negra. Se lanzó a correr, contando mentalmente sus enemigos. No debían quedar más de catorce o quince. En su rabia, se sentía capaz de medirse con todo el clan, únicamente con sus manos desnudas.

Pero la astucia controló, al menos en parte, su rabia de berserk. No podía atacar por la puerta que habían usado los xotalancas. Tenía que entrar por un nivel superior o inferior. Medio siglo de hábitos debían haber hecho que todas las puertas estuviesen cerradas y con los cerrojos echados. Cuando Topal y Yanath no volviesen, temerían que algún xotalanca siguiese aún con vida.

Llegó a una escalera de caracol y oyó un quedo lamento. Al entrar con precaución, vio a una gigantesca figura atada a un armazón similar a un potro. Una pesada bola de hierro reposaba sobre su pecho. Su cabeza estaba sobre un lecho de espinas de hierro. Cuando el dolor se hacía insoportable, el desgraciado levantaba la cabeza, y una correa unida a ella movía la bola de hierro. Cada vez que levantaba la cabeza, la bola bajaba unos centímetros hacia su pecho peludo. El hombre estaba amordazado, pero Conan lo reconoció. Se trataba de Olmec, príncipe de Tecuhltli.

Cuando Valeria se retiró a la habitación indicada por Olmec, una mujer la siguió y vendó la puñalada en su pantorrilla. La mujer se retiró en silencio y, cuando una sombra cayó sobre ella, Valeria alzó los ojos para ver a Olmec contemplándola. Ella había dejado la espada manchada de sangre sobre el diván.

—Ha hecho un mal trabajo —criticó el príncipe, inclinándose sobre el vendaje—. Deja que le eche un vistazo…

Con sorprendente rapidez, dado su gran tamaño, se apoderó de la espada y la lanzó al otro lado de la estancia. Luego, la tomó entre sus gigantescos brazos.

Por más que él se movió raudo y de forma inesperada, ella no se le quedó a la zaga y, cuando él la aferró, ella ya tenía el puñal en la mano y le buscaba la garganta con ánimo asesino. Él se las arregló para atraparle la muñeca y comenzó una pugna salvaje en la que se impuso al final su superior peso y fuerza. Ella se vio empujada contra un diván, desarmada y jadeante, fulminando con la mirada, como una tigresa atrapada.

Aunque príncipe de Tecuhltli, Olmec se movía rápido y silencioso. La amordazó y ató, y se la llevó por pasillos y estancias hasta una cámara secreta. Allí, antes de que pudiese hacer con ella su voluntad, llegó Tascela. Él ocultó a la chica y tuvo una pelea con Tascela, en la que ésta lo persuadió para que bebiera vino con ella. Así lo hizo él y quedó al instante paralizado. Ella lo arrastró hasta una sala de tortura y lo colocó en el potro donde le encontró Conan.

Luego, ella se llevó a Valeria de vuelta a la sala del trono, donde se habían congregado los supervivientes, tras arrastrar los cuerpos de los muertos a las catacumbas. Cuatro no habían vuelto y los hombres hablaban en susurros acerca del fantasma de Tolkemec. Ella se disponía a beber la sangre del corazón de Valeria para mantener su propia juventud.

Entretanto, Conan había liberado a Olmec, que había jurado unir sus fuerzas a las suyas. Olmec lo guio por una escalera de caracol, donde atacó a Conan por la espalda. Cuando cayeron por las escaleras, Conan perdió la espada, pero logró estrangular al príncipe con sus manos desnudas.

La pierna de Conan estaba rota, pero renqueó hasta la sala del trono, donde cayó en una trampa que le habían preparado. Entonces, de las catacumbas surgió el viejo Tolkemec que mató a todos los tecuhltli con su magia y mientras estaba…

[El borrador acaba aquí; la página cincuenta y dos —probablemente la última— del mecanoscrito al parecer se perdió.]