III

III

LOS ASALTANTES NOCTURNOS

El río era un rastro impreciso entre sendas murallas de negro ébano. Las palas que impulsaban el alargado bote por las densas sombras de la orilla oriental se hundían delicadamente en el agua sin hacer más ruido que el pico de una garza. Los anchos hombros del hombre que Balthus tenía delante eran un borrón en la densa penumbra. Sabía que ni siquiera los aguzados ojos del fronterizo que iba arrodillado en la proa veían poco más que unos metros por delante. Conan elegía el camino empleando su instinto y su profundo conocimiento del río.

Nadie hablaba. Conan había tenido tiempo de sobra de examinar a sus compañeros en el fuerte, antes de que salieran a hurtadillas por la empalizada y descendieran por la orilla del río hasta la canoa que los estaba esperando. Todos ellos pertenecían a la nueva raza que estaba alumbrando el mundo de la implacable frontera: hombres a los que la torva necesidad había enseñado a desenvolverse en los bosques. Eran aquilonios de las fronteras occidentales, tenían muchas cosas en común. Vestían de manera parecida: con botas de piel de venado, pantalones de cuero y camisas de piel de ciervo, con amplios cinturones que sujetaban hachas y espadas cortas; y eran enjutos, con el rostro lleno de cicatrices y la mirada dura; membrudos y taciturnos.

Eran hombres salvajes, en alguna medida, y sin embargo había una tremenda diferencia entre ellos y el cimmerio. Eran hijos de la civilización que habían regresado a una especie de semibarbarie. Él pertenecía a un linaje de bárbaros de mil generaciones de antigüedad. Ellos habían aprendido el sigilo y la astucia, pero en él eran innatas. Los superaba hasta en la elegante economía de movimientos. Ellos eran lobos; él un tigre.

Balthus los admiraba a todos, a ellos y a su líder, y sentía satisfacción cada vez que pensaba que lo habían admitido entre ellos. Lo enorgullecía que su pala no hiciera más ruido que las demás al hundirse en el agua. A este respecto estaba a su altura, aunque las habilidades desarrolladas en las cacerías del Tauran nunca podrían equipararse a las que se habían grabado en el alma de los hombres que vivían en la salvaje frontera.

Tras el fuerte, el río describía un amplio meandro. Las luces del asentamiento desparecieron rápidamente, pero la canoa mantuvo el rumbo durante más de kilómetro y medio, evitando las rocas y los troncos flotantes con una precisión casi sobrenatural.

Entonces su líder emitió un gruñido sordo y todos volvieron la cabeza y empezaron a remar en dirección a la orilla opuesta. Al salir de las sombras negras de los matorrales que cubrían la orilla a los espacios abiertos del centro del río se sintieron por un momento totalmente expuestos. Pero la luz de las estrellas era muy escasa y Balthus sabía que, salvo que alguien los estuviera esperando, hasta para la vista más aguda sería imposible vislumbrar el oscuro contorno de la canoa que cruzaba el río.

Ganaron la vegetación que crecía sobre la orilla occidental y Balthus buscó a tientas hasta encontrar una raíz, que asió al instante. Nadie pronunció palabra. Las instrucciones se habían dado antes de salir del fuerte. Silencioso como una gran pantera, Conan bajó de la canoa y se perdió entre los arbustos. Igualmente sigilosos, nueve hombres lo siguieron. A Balthus, que sujetaba la raíz con la pala entre las rodillas, se le antojaba imposible que una decena de hombres pudiera esfumarse en el denso bosque sin hacer más ruido del que ellos habían hecho.

Se dispuso a esperar. No intercambió palabra alguna con el otro colono que se había quedado. En algún lugar, unos dos kilómetros al noroeste, se encontraba la aldea de Zogar Sag, rodeada de espesos bosques. Balthus conocía sus órdenes; su compañero y él debían esperar a que regresara el grupo. Si no lo habían hecho a las primeras luces del alba, debían volver lo antes posible al fuerte para informar de que el bosque había vuelto a cobrarse su inmemorial tributo sobre la raza invasora.

El silencio era opresivo. Ni un solo ruido surgía de los negros bosques, invisibles tras las masas de ébano que formaba la vegetación que crecía sobre la ribera. Balthus ya no oía los tambores. Llevaban horas en silencio. No podía dejar de parpadear, como si tratara, de forma inconsciente, de ver algo a pesar de la impenetrable oscuridad. El olor a humedad del río y el bosque lo mareaba. Cerca de ellos se oyó de repente el chapoteo de un pez de gran tamaño que saltaba del agua y volvía a zambullirse. Balthus tuvo la impresión de que había pasado tan cerca de la canoa que había llegado a rozar su costado, porque por un instante la embarcación se movió. Lentamente, la proa empezó a apartarse de la orilla. El hombre que lo acompañaba debía de haber soltado la raíz que sujetaba. Balthus volvió la cabeza para sisear una advertencia y apenas fue capaz distinguir la forma de su compañero; un contorno ligeramente más oscuro que la oscuridad que lo rodeaba.

El hombre no respondió. Temiendo que se hubiera quedado dormido, Balthus alargó el brazo y lo cogió por el hombro. Para su asombro, el hombre se inclinó al mínimo contacto y cayó hacia adelante. Balthus dio la vuelta al cuerpo y sus manos lo recorrieron a tientas, mientras sentía los violentos latidos de su corazón en la garganta. Los dedos del joven llegaron la garganta del hombre… y sólo un esfuerzo dé sus mandíbulas impidió que brotara el grito que se había formado en su garganta. Sus dedos habían encontrado una herida abierta y húmeda: a su compañero le habían febanado el cuello de oreja a oreja.